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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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lunes, 18 de mayo de 2009

Abandonado en Marte --- Lester Del Rey

Abandonado en Marte

Lester Del Rey






El mundo del futuro



La mayoría de nosotros viviremos para ver fotografías de la Luna, ¡fotografías tomadas por hombres que posaron sus plantas sobre la superficie de esa esfera que se cierne en el cielo! Veinte años atrás un cohete que pesara unos pocos kilos podía viajar como máximo un centenar de metros; hoy día, los cohetes que pesan unas cuantas toneladas recorren varios centenares de kilómetros. Por consiguiente, estamos a un paso de construir cohetes que pesen centenares de toneladas y puedan recorrer los 382.000 kilómetros que nos separan de la Luna. ¡Tal será el mundo del futuro!
Naturalmente, las naves impulsadas por cohetes pueden desplazarse donde no existe el aire. Esto se ha comprobado concretamente; cuanto menos aire haya alrededor del cohete tanto mejor es su funcionamiento. También sabemos mucho acerca del modo como ha de ser diseñada la nave y lo que se hallará en nuestro satélite cuando lleguemos a él. Jamás hemos visto el otro lado de la Luna, pero podemos estar seguros de que es exactamente igual a la cara que nos presenta siempre. Hasta podemos conjeturar la utilidad científica y comercial que podría reportarnos un viaje al satélite, y es muy probable que se establezca en él una base permanente, aunque resultará seguramente muy costosa de mantener.
Desde allí seguiremos adelante. Una vez que hayamos desentrañado los secretos de la Luna y sepamos como se construyen naves espaciales de mayor alcance y mejor rendimiento, miraremos hacia los planetas Marte, Venus y los satélites de Júpiter.
Probablemente será Marte el primer planeta que exploremos. Venus se encuentra más próximo, pero Marte ha despertado siempre un interés mayor. A diferencia de la Luna, Marte parece tener aire, agua y vida. Por medio de nuestros telescopios hemos visto los casquetes helados de los polos que se funden con la llegada de la primavera, y hemos notado que el planeta rojo adquiere entonces una tonalidad verdosa. Con la llegada del otoño esta tonalidad va cambiando paulatinamente hasta tomar el matiz de las hojas secas que tenemos en la tierra, comportándose así como si se tratara de vegetación dotada de vida.
Ignoramos si hay allí vida animal. Pero es lógico suponer que las mismas condiciones que produjeron la vida vegetal puedan también haber dado nacimiento a animales de alguna especie, tal como esas mismas condiciones crearon en la Tierra a las plantas y animales que hay en ella. Por ejemplo, puede haber extraños insectos o un tipo de vida rastrera que no podemos imaginar..., y que no conoceremos hasta ir allá. Ni siquiera podemos afirmar que sea imposible la existencia de seres inteligentes.
En otra época, creyeron ciertos hombres de ciencia que había pruebas de la existencia de vida inteligente en el planeta Marte. Mucho se habló de los misteriosos "canales", los que se destacan como líneas rectas que se cruzan sobre la superficie del planeta rojo. Por desgracia, todavía no sabemos mucho acerca de ellos. Ni siquiera sabemos que sean realmente tan rectos como aparecen, o si muchos no son en realidad una ilusión óptica, motivada por el cansancio visual de quienes los observan.
Durante largo tiempo se creyó que fueran enormes trincheras cavadas por los marcianos, lo cual habría confirmado la existencia de seres sumamente inteligentes. Después comenzaron a abrigarse ciertas dudas. Las fotografías no los mostraban, y los telescopios mayores y más modernos no permitían verlos tan claramente como ocurriera con los de menor alcance, la verdad es que algunos observadores no habían podido verlos nunca. De ahí que hace unos pocos años los hombres de ciencia empezaron a creer que tales canales no existían.
Actualmente ha cambiado este estado de cosas. Las fotografías más recientes los muestran como simples marcas borrosas, difíciles de seguir, pero de existencia indudable. Algunos parecen cambiar de ubicación; desaparecen los viejos y de tanto en tanto aparecen otros nuevos; los mapas modernos no concuerdan del todo con los que se trazaron hace medio siglo. Mas las misteriosas marcas de Marte son muy reales, aunque no haya en todo el planeta suficiente agua como para llenar esos supuestos "canales".
Aún ahora sabemos muy poco respecto a ellos. Podrían ser una prueba de que existen allí seres inteligentes; pero es seguro que los posibles habitantes del planeta no pueden haber alcanzado un grado de civilización como el que tenemos aquí. La atmósfera enrarecida —mucho más que la que se encuentra en las montañas más altas de la Tierra— no permitiría que se encendiera fuego. Sin fuego, los hombres jamás habrían salido de sus cavernas para comenzar a fundir metales. El fuego fué la primera herramienta del hombre y el metal la segunda; sin ellos como base no se podría llegar a un nivel de civilización similar al nuestro. Probablemente sean los canales un fenómeno natural que nada tiene que ver con la existencia de seres inteligentes en el planeta.
Claro que de esto no podemos estar seguros hasta que vayamos a comprobarlo con nuestros propios ojos. Como siempre hemos sido muy curiosos, haremos el largo viaje hasta allá para aclarar el punto lo antes posible.
Lo que sigue es un relato del primer viaje que quizá se haga. Los detalles técnicos son generalmente correctos y no hay en la narración nada realmente fantástico. Ya desde ahora podemos escribir sobre un viaje a través de millones de kilómetros en el espacio, sin necesidad de poseer una imaginación excesivamente desarrollada. En el futuro, cuando se escriba el relato del primer viaje verdadero, es seguro que no se diferenciará mucho de éste, producto de la mente del autor... Y seguramente se llevará a cabo mucho antes de lo que imaginamos muchos


Lester del Rey



cap. 1

Regreso a la Luna


Durante el transcurso de la última hora el gran helicóptero había ascendido, por el aire cada vez más enrarecido, hacia los picos más elevados de Los Andes. Ahora, a cinco mil quinientos metros de altura por sobre el nivel del mar, el aparato se enderezó y el rugir de su motor convirtióse en un zumbido sereno y constante. Los primeros rayos del sol acariciaban ya las cumbres y era fácil ver el campo de lanzamiento de cohetes situado sólo a un kilómetro y medio de distancia.
El fornido muchacho rubio que ocupaba el asiento destinado a los pasajeros despertó de pronto y comenzó a restregarse los ojos. Chuck Svensen era bajo para su edad —no tenía aún dieciocho años y medía sólo un metro sesenta y ocho— y todavía no asomaba la barba a sus mejillas. Siempre le había costado trabajo convencer a la gente de la edad que contaba, y el entusiasmo que se pintó en su rostro al ver el campo de lanzamiento de cohetes le hizo aparecer aún más joven de lo que era. A pesar de esto, se advirtió una expresión respetuosa en el semblante del piloto cuando miró éste a su pasajero.
—Debe ser muy agradable volver a la Luna —comentó el individuo con un dejo de envidia en la voz.
Sonrió Chuck al oírlo.
—Es magnífico. Después de pasar cuatro años allá sin pesar más que una sexta parte de lo que peso en la Tierra, aquí tengo la impresión de que llevo encima una tonelada de plomo. ¡Pero valió la pena venir!
—¡Ya lo creo! —exclamó el piloto—. Chico, usted es uno de los seis hombres más afortunados del mundo. ¡Daría mi brazo derecho por viajar en ese primer cohete que irá a Marte!
Chuck asintió en silencio. Aún no estaba del todo convencido. Durante cuatro largos años había observado cómo construían la nave para el viaje sin abrigar la menor esperanza de participar del mismo. Aun cuando el gobernador de Ciudad Luna consiguió que se incluyera en la tripulación a uno de los del grupo lunar, Chuck no se atrevió a soñar que sería él elegido. El límite de edad habíase fijado entre los dieciocho y los veintisiete años, y él cumpliría los dieciocho el día mismo de la partida. Cuando sus conocimientos de radar y su magnífico estado físico le sirvieron para obtener lo que ambicionaba fué él la persona más sorprendida de toda Ciudad Luna.
Luego se sucedieron las largas noches de estudio, el viaje espacial a la Tierra, y dos semanas de penosas pruebas que sirvieron para demostrar su capacidad. Ahora ya había sido elegido y marchaba de regreso a la Luna para partir inmediatamente hacia Marte.
El helicóptero se asentaba ya sobre el campo de lanzamientos y Chuck pudo ver a los hombres que iban de un lado a otro, arropados como lo exigía el tremendo frío reinante. El aire estaba muy enrarecido a aquella altura, de modo que todos llevaban máscaras de oxígeno que los hacían parecer monstruos extraterrenos. Se colocó la suya en el momento en que el aparato tocaba tierra y se detenía.
Ya había descendido el cohete especial de la Luna y lo estaban preparando para el viaje de regreso. Desde las tres aletas de su base, que le servían ahora de apoyo, se extendía hacia arriba por espacio de doce metros hasta su afilada proa; su aspecto en general daba la impresión de un gran cigarro equipado de alas cortas. Las bombas funcionaban rápidamente, introduciendo el combustible en los tanques, mientras que el operador del guinche iba colocando cajones llenos de herramientas de precisión en el compartimiento destinado a la carga. Una enorme máquina había retirado el forro chamuscado del tubo en que terminaba la base del cohete y estaba colocando otro para reemplazarlo, mientras que otro aparato similar trabajaba en el compacto motor atómico de la nave para cambiar las latas originales de plutonio por otras nuevas.
Chuck ya había visto todo aquello, de modo que se abrió paso por entre los hombres que guiaban las máquinas desde una distancia prudente y encaminóse hacia la cantina. Gracias a sus ropas y a la máscara de oxígeno, asemejábase a los otros, y nadie le prestó la menor atención, lo cual contrastaba notablemente con la publicidad que recibiera al pasar las pruebas de suficiencia.
Al entrar en el edificio, dotado de atmósfera propia, Chuck halló en el salón al piloto del cohete, quien sorbía café con gran gusto y observaba al encargado que le estaba por servir otra taza. Jeff Foldingchair medía menos de un metro sesenta de estatura; su cutis bronceado y su pelo renegrido ratificaban su afirmación de que era un indio cherokee de pura sangre. Había formado parte de la segunda tripulación que llegó a la Luna, y ahora, luego de veinticinco años, seguía siendo uno de los mejores pilotos del espacio.
Sus ojos negros se encontraron con los de Chuck, en el espejo que había detrás del mostrador. Aunque no se volvió, puso al descubierto sus blancos dientes en una afable sonrisa.
—Acércate y toma café, chico. Es una gran cosa poder beber café verdadero después de ese concentrado raro que tenemos en la Luna. Disponemos de diez minutos antes de la partida... Te felicito: en Ciudad Luna estamos muy orgullosos de ti.
Chuck pidió una porción de pastel de banana con crema antes de sentarse al lado de Jeff. En la Luna había alimento en abundancia y sobraban las hortalizas y verduras frescas de las huertas hidropónicas; pero aquella golosina sería la última que probaría durante largo tiempo.
—Me alegra verte aquí, Jeff —expresó—. Creí que tendría que tomar una de esas naves tan lentas que tardan cuatro días. Con las nueve horas que viajaremos me basta y sobra.
Jeff pidió otra taza de café.
—Me mandó el gobernador para que te llevara —expresó—. Las herramientas que llevo son una excusa, pues no corrían ninguna prisa. Chuck, no sabes cómo se ha festejado...
Interrumpióse al llegar un empleado de uniforme por el túnel que comunicaba con las oficinas principales. El individuo le hizo una señal y Jeff se puso de pie para seguirlo.
Sonrió Chuck mientras comía el pastel con muy buen apetito. No le costaba mucho imaginar los festejos que se habrían celebrado en Ciudad Luna al recibir la noticia de su triunfo. Ninguna nación podría ser más patriota que aquella reducida colonia selenita. No importaba que hubiera nacido en los Estados Unidos y estado allá sólo cuatro años; en la Luna no tenían gran importancia las nacionalidades de los habitantes; un año bastaba para convertir a cada uno de ellos en ciudadano lunar. El esperanto, idioma que se empleó desde el principio para evitar confusiones, era ahora el lenguaje común hasta en los hogares; nadie preguntaba dónde había nacido su vecino y bastaba que ahora fuera residente de la Luna.
Hasta se hablaba de solicitar la independencia de la colonia, aunque todos mostrábanse muy satisfechos con la actuación del gobernador Braithwaite. Había nombrado a éste el comité ejecutivo de las Naciones Unidas, organización de la que dependía todo el satélite: pero Braithwaite era ya tan patriota como cualquiera de los otros habitantes.
Naturalmente, la expedición a Marte era organizada por los Estados Unidos, habiendo obtenido sus organizadores un permiso especial de la UN para partir desde la Luna, de modo que el gobernador no tenía autoridad ninguna sobre la empresa. No obstante, su gran popularidad le sirvió para que se accediera sin reservas a su pedido de que uno de los tripulantes de la nave espacial fuera un ciudadano de Ciudad Luna, y nadie puso en tela de juicio su elección de Chuck para tal puesto. Habíase excedido en sus atribuciones al enviar el veloz cohete en busca del muchacho, pero éste sabía que nadie tendría nada que objetar.
En ese momento regresó Jeff, poniendo punto final a las meditaciones de Chuck. El piloto parecía preocupado, aunque no por ello dejó de sonreír.
—Hay meteoros en el espacio; quizá cambien la ruta a Marte —anunció—. Come que ya vamos a partir.
—¿Meteoros peligrosos? —inquirió el muchacho.
La mayoría de los fragmentos de roca y metal que volaban por el espacio eran llamados meteoros y no tenían dimensiones extraordinarias, pero viajaban a tal velocidad que fácilmente podrían dañar la nave.
Jeff se encogió de hombros.
—No se sabe. ¡Hum!, te diré. He estado pensando y me parece que esto de ir a Marte es una tontería. Dentro de diez años será cuestión de rutina, pero ahora... Quizá sería mejor que te quedaras con tu familia y dejaras que otro más temerario vaya en busca de nuevos planetas.
—¡Jeff! —Jeff dejó caer el tenedor y se volvió con cierta brusquedad. Chuck agregó—: ¿Qué pasa? ¿Hay alguna dificultad con mi permiso para viajar?
Jeff negó con la cabeza al tiempo que le pasaba el radar-grama.
—Han decidido adelantar dos días la fecha de la partida. Olvida lo que te dije; hoy estoy nervioso. Vamos ahora.
Chuck sabía que sería inútil interrogar a su amigo, de modo que no hizo comentario alguno, se puso de pie y volvió a colocarse la máscara. Empero, seguía preocupado. No había razón para que Jeff le aconsejara no efectuar el viaje, a menos que hubiera una probabilidad de que no se lo permitieran. El piloto había sido uno de los que lo recomendaran al gobernador. Sin embargo el radar-grama, decía sólo lo que afirmara Jeff. O había otro mensaje, o Chuck no acertaba a comprender lo que debía resultarle evidente.
Al salir al campo vieron que ya habían colocado nuevamente las cubiertas protectoras sobre el motor atómico, de modo que ahora no resultaría peligroso trepar la escala que llevaba a la sala de mandos. Aquellas cubiertas protectoras habíanse ido mejorando muy lentamente durante los últimos veinticinco anos, lográndose al fin resultados positivos. Una capa de medio centímetro de aquel metal especial era más efectiva que quince metros de concreto sólido en lo que respecta a rechazar las radiaciones peligrosas. Sin ellas hubiera sido demasiado riesgoso el empleo de los motores atómicos. Los cohetes antiguos habían requerido cien toneladas de combustible químico para trasladar dos o tres toneladas de material útil hasta la Luna. Ahora no eran necesarias más que dos toneladas de combustible líquido para proveer de fuerza motriz al pequeño cohete de seis toneladas de peso.
El muchacho siguió a Jeff por la escala y entró en la diminuta cámara de presión, esperando allí mientras el piloto cerraba la puerta exterior. Transpusieron luego la otra, que también cerró Jeff, y subieron por la escotilla a la cabina de gobierno. El piloto se ocupó en seguida de observar las válvulas del paso del aire. Después dejóse caer en uno de los suaves colchones de espuma de goma que había en el piso y se aseguró con las correas dispuestas para asegurarse a ellos.
Chuck hizo lo mismo. En posición horizontal, el cuerpo humano puede soportar mejor la presión tremenda de la aceleración, y todos los despegues se efectuaban mientras los pilotos y pasajeros ocupaban sus colchones de seguridad. Los botones y palancas de comando se hallaban situados bajo las manos del piloto.
En un tablero situado arriba estaban los instrumentos que indicaban el funcionamiento de la nave. Un gran cronómetro iba marcando el paso de los segundos.
—Diez segundos —anunció Jeff.
Chuck relajó todos los músculos mientras su compañero hacía una señal afirmativa al tiempo que apretaba uno de los botones.
Del poderoso cohete situado en la cola partió un súbito rugido que se fué acrecentando y se apagó poco después, cuando sobrepasaron la velocidad del sonido. El piso pareció elevarse y apretar la espalda de Chuck. Bajo la presión de cuatro gravedades, su peso pareció cuadruplicarse. La respiración se le tornó dificultosa y la sangre se agolpó en sus venas. Se le cerraron los ojos mientras que se nublaban sus sentidos. Aun Jeff experimentaba aquellas mismas sensaciones a pesar de su larga experiencia.
La velocidad inicial se acrecentaba a razón de cuarenta metros por segundo, llegando hasta los ocho mil kilómetros por hora en un minuto de ascensión y agregando la misma cifra a su velocidad con cada minuto que transcurriera. Ya se hallaban más allá de la atmósfera terrestre y aún continuaba impulsándolos el chorro motriz del cohete.
De haber tenido a su alrededor la atmósfera normal que existe al nivel del mar, la resistencia del aire habría recalentado la nave hasta su punto máximo, malgastando así la mayor parte del impulso inicial del cohete. Por eso era que las naves espaciales partían siempre desde las montañas más elevadas de la Tierra, donde la atmósfera está más enrarecida.
Por suerte, la presión duraba sólo unos minutos. Jeff tocó varias palancas a fin de desconectar el motor. La nave había sobrepasado ya la velocidad de once kilómetros por segundo que necesitaba para arrancarlos de la Tierra y la inercia seguiría impulsándole el resto del trayecto. La gravedad del planeta continuaba atrayéndoles débilmente; mas como su atracción quedaba equilibrada con la del navío, no había la menor sensación de peso en el interior de éste.
Chuck notó el alivio al cesar la aceleración y sintió que su estómago parecía encogérsele ante el cambio. Durante unos segundos le dio vueltas la cabeza y perdió el sentido del equilibrio. Durante su primer viaje a la Luna había estado descompuesto durante muchas horas, pero su cuerpo terminó por acostumbrarse a aquellos altibajos. Ahora pasaron pronto las náuseas y experimentó luego la sensación de flotar en un lago de aguas claras sin sufrir el inconveniente de la mojadura.
Por un momento estuvo tentado de soltarse las correas y flotar por el aire, yendo de una pared a otra con el simple impulso de un leve empujón. Después recordó que no era ya un niño y fué a situarse al lado de Jeff mientras contemplaba el espacio a través de los ojos de buey.
No había mucho que ver. La pantalla luminosa del visor-radar que había en la popa les mostraba a la Tierra que se empequeñecía detrás de ellos, mientras que la Luna veíase por uno de los ojos de buey como una pequeña esfera blanca en la negrura intensa del espacio. Las estrellas eran meros puntos de luz resplandeciente y había muchas más de las que imagina un observador de la Tierra. A un costado brillaba el sol; mas el filtro automático protegía sus ojos y lo presentaba sólo como un círculo irregular de contornos llameantes. El espectáculo era el mismo que acostumbraba ver Chuck desde el satélite desprovisto de atmósfera.
A una señal de Jeff, Chuck se volvió para mirar. A unos kilómetros de distancia veíase flotar una de las antiguas estaciones orbitales de forma de anillo. Giraba alrededor de la tierra en una órbita propia, a semejanza de la Luna, aunque mucho más cercana, y así seguiría siempre. Antes de que los nuevos combustibles y pantallas protectoras permitieran el empleo de motores atómicos, el hombre había usado aquellas estaciones como trampolín para saltar hasta la Luna. Ahora habíanlas abandonado y se usaban sólo para experimentos científicos.
—Así es el progreso —comentó el piloto—. Teníamos que hacer veinte viajes desde la Tierra a una de las estaciones antes de tener suficiente combustible para que la nave pudiera ir hasta la Luna. Ahora hacemos el viaje directamente. Las construyeron para lanzar bombas atómicas contra el enemigo en caso de que se declararan guerras en la Tierra; pero cuando fueron demasiados los países que tuvieron la propia, todos se asustaron y las dejaron en manos de la UN. Al principio fueron armas de guerra que después sirvieron para afianzar la paz.
Chuck había estudiado todo aquello en la escuela, aunque le resultaba difícil creer que el Consejo de las Naciones Unidas hubiera sido alguna vez más débil que los países a los que ahora gobernaba con tanta facilidad.
El cherokee echó un último vistazo al quedar atrás la estación. Después se acomodó junto al contador automático que lo despertaría a su debido tiempo, cerró los ojos y quedóse dormido casi instantáneamente. Chuck trató de hacer lo mismo, pero le molestaba mucho la falta de peso que le recordaba su primer viaje y los cuatro años transcurridos desde entonces.
Siempre había soñado con salir de la Tierra; pero recién a los catorce años vio la partida de una nave espacial y habló con un hombre que había efectuado el viaje a la Luna. Como su padre era director técnico de una fábrica pequeña del medio oeste, el muchacho habíase contentado con lo que podía leer acerca de los viajes al satélite. Luego, de una manera completamente inesperada, su padre anunció que lo habían elegido para colaborar en la construcción del navío sideral que se estaba preparando en la Luna para llegar hasta el planeta Marte. Chuck enloqueció casi ante la idea de vivir en la Luna.
Al pasar los primeros meses y acostumbrarse a la novedad, comenzó a insistir para que le dejaran ayudar en los trabajos de construcción durante sus horas libres. Habíale parecido suficiente con poder colaborar en aquella obra extraordinaria que permitiría a otros visitar planetas lejanos. Su mente recordó aquellos meses en que fué viendo tomar forma al navío, y poco a poco fué cerrando los ojos.
Estaban llegando ya a destino cuando le despertó su compañero. Chuck vio entonces que la nave había girado ya impulsada por sus diminutos cohetes de dirección y su cola apuntaba hacia la superficie lunar. En el visor-radar instalado a popa veíase claramente el enorme cráter llamado Albategnius, cuya circunferencia de ciento veinte kilómetros de diámetro llenaba casi toda la pantalla. Dentro de aquel espacioso círculo destacábanse los dos cráteres menores. Ciudad Luna se hallaba ubicada en el más pequeño, al que los primeros exploradores habían bautizado con el mote de Bud, y la expedición marciana preparaba su nave en el otro, al que se conocía familiarmente con el nombre de Júnior. Alrededor del cráter se elevaban las paredes circundantes que comenzaban ya a bloquear la visual de los viajeros, mientras que el pico central parecía alzarse con derechura hacia ellos. Hasta se podía ver el edificio del observatorio erigido al lado del pico.
Jeff hizo una señal afirmativa al tiempo que ponía en funcionamiento el cohete de popa a fin de contener el impulso de la nave. El aterrizaje era igual que el despegue, salvo que resultaba mucho más dificultoso, ya que tenían que detener por completo el descenso en el momento mismo de tocar la superficie a la que llegaban. El piloto fijó la vista en la pantalla del visor-radar mientras manipulaba las palancas de mando, y una vez más sintió Chuck la molestia de la presión resultante. Al finalizar la maniobra no se sintió más que una leve sacudida en el momento en que la nave se posaba con suavidad sobre sus tres aletas de aterrizaje.
—Magnífico aterrizaje —comentó el muchacho.
El indio asintió en silencio. Efectivamente, el aterrizaje había sido un éxito.
Aguardaron mientras se enfriaba el terreno recalentado por el escape del cohete. Después se oyó que golpeaban en la parte exterior del navío. Jeff tocó la palanca que abría la primera puerta de la cámara de compresión que servía de vestíbulo a la nave. Aguardó un instante y volvió a cerrarla. La cámara de compresión servía para que los que llegaban desde el vacío exterior pudieran entrar en la nave sin que perdiera ésta sus reservas de aire respirable. Un instante más tarde abrióse la segunda puerta y a poco entró por la escotilla el padre de Chuck.
El ingeniero vestía un traje muy similar al de los buzos, con un casco esférico de un material transparente que le cubría toda la cabeza. Ahora quitóse el casco y miró sonriente a su hijo mientras le ofrecía uno de los trajes atmosféricos, que llevaba colgados del brazo.
—¡Chuck! —exclamó con voz tonante—. ¡Qué bien te veo! ¡Bienvenido a casa!
—¡Hola, papá! —se quebró la voz del muchacho al abrazar a su progenitor. Después logró reponerse y sonrió alegremente—. ¡Pasé las pruebas! ¡Puedo viajar a Marte!
Borróse la sonrisa de los labios de William Svensen, quien desvió su mirada hacia el rostro de Jeff Foldingchair. El piloto apartó los ojos al tiempo que se encogía de hombros.
—Le dije que la nave partiría con dos días de anticipación —expresó el cherokee—. Calculé que sabría cuándo era su cumpleaños. ¡Qué diablos, Svensen, no pude darle la noticia!
Chuck se dejó caer sobre el colchón. Había sido un tonto al no hacerse cargo de la verdad. En la nave espacial no podría viajar nadie que contara menos de dieciocho años de edad, y el cumpleaños de Chuck caía un día después de la nueva fecha fijada para la partida.
Svensen sacudió la cabeza mientras tendía el traje atmosférico a su hijo.
—Quizá se pueda hacer algo —expresó con lentitud—. Vamos, ponte el traje. Tu madre te espera en casa y convendría que partiéramos ya. Luego hablaremos. Todavía no ha dicho nadie que no puedes ir.
El muchacho volvió el rostro mientras se ponía el traje, pues no deseaba que su padre viera las lágrimas que asomaban a sus ojos. Estaba seguro de que no le dejarían participar de la magnífica aventura.


cap. 2

El "Eros"


Sobre la superficie de la Luna brillaba el sol en todo su esplendor, recalentando las rocas hasta el máximo. Sólo gracias a los pesados trajes atmosféricos y a los cascos que desviaban los rayos perjudiciales era posible caminar al descubierto. Chuck y su padre dejaron a Jeff y encamináronse hacia el borde del cráter más pequeño donde se hallaba Ciudad Luna. Allí, donde la gravedad tenía un poder de atracción seis veces inferior al de la Tierra, la manera normal de caminar era dando saltos de seis metros con los que se trasladaban a una velocidad superior a los quince kilómetros por hora.
Debido a la carencia total de aire era imposible hablar, detalle del que se alegró el muchacho. Deseaba disponer de tiempo para recobrarse del golpe que le produjera la muerte de sus esperanzas. Siguió a su padre muy apenado, mientras sus ojos entristecidos paseábanse por las negras sombras y las luces centelleantes que contrastaban en la quebrada superficie del satélite.
Pasaron junto al grupo de edificios que servían de depósitos —de los que salían ya los camiones cerrados en dirección a la nave-cohete— y llegaron a los rieles que conducían al cráter llamado Bud. El coche eléctrico esperaba en lo alto, cuando se detuvo Chuck para lanzar una mirada al interior del cráter. El hecho de que hubiera estado alejado unas semanas servía para mirar todo con renovado interés.
En realidad no había mucho que ver. Ciudad Luna había sido construida a la manera de las antiguas viviendas de los trogloditas. Las habitaciones estaban cavadas en la roca viva al borde del cráter y a bastante distancia de la superficie lunar. En el exterior se veían sólo media docena de cámaras de compresión por las que se entraba a los túneles que servían de calles, y comunicaban entre sí las tiendas y casas de familia. Habíase construido así para proteger a los habitantes de los meteoros que solían caer. Además, podían vivir sin necesidad de llevar puestos siempre los trajes atmosféricos, ya que todo el interior de la ciudad contaba con atmósfera propia producida por máquinas especiales.
Todas las viviendas estaban agrupadas. En lo profundo de la pared del lado opuesto, se hallaban los enormes generadores atómicos que les proveían de fuerza motriz; no muy lejos de ellos estaban los laboratorios químicos y las fábricas al vacío. En las partes sombreadas del exterior, la temperatura era de muchos grados bajo cero y era absoluta la falta de atmósfera, lo cual permitía elaborar productos que servían para traficar con la Tierra.
Aun el alimento para todos se producía en subterráneos, en tanques que contenían agua y sustancias químicas, y estas huertas hidropónicas se iluminaban artificialmente. Debíase esto a que faltaba la luz del sol durante catorce días, siendo la misma demasiado intensa en los catorce siguientes. Más fácil les resultaba regular la iluminación artificial para conseguir una producción dirigida de sus comestibles.
Svensen tiró de la mano de Chuck y el muchacho subió en el vehículo en el que ya había otros dos hombres: José Ibáñez, empleado en las plataformas de carga, y Abdul ibn Hamet que trabajaba en las minas de uranio. Ambos le sonrieron cordialmente y el árabe inclinóse hacia adelante para tocar con su casco el de Chuck a fin de hacerse oír.

—Bonan vesperon, amiko —saludó.

Los habitantes de la Luna se regían por períodos de veinticuatro horas, a pesar de sus catorce días de oscuridad y catorce de luz, y Chuck se hizo cargo de que ya era tarde para ellos.

—¿Domagô, iîu ne? —agregó Abdul ibn Hamet.

Chuck se dijo que era más que penoso cuando devolvió el saludo. El hecho de que partiera el vehículo en ese momento les impidió hacer otros comentarios, y el muchacho pudo exhalar un suspiro de alivio. Todavía no estaba de humor para hablar de su mala suerte, y se alegró cuando los dos hombres se encaminaron hacia la entrada de la huerta cuando se detuvo el vehículo.

Unos seiscientos metros más adelante se hallaba la entrada de una cámara de compresión pequeña que indicaba la ubicación de la "casa de departamentos" donde residían los Svensen. Chuck aminoró el paso, temeroso de las preguntas que habría de formularle Kay, su hermanita de ocho años de edad. Al llegar a la entrada, dejó que pasara primero su padre, aguardó que la luz verde le señalara el momento preciso y lo siguió con lentitud. Cuando traspuso la puerta interior vio que su padre estaba quitándose el traje atmosférico y lo guardaba con otros que había en armarios empotrados en la pared.

—Ya les dije que no habría fiesta esta noche —dijo a Chuck cuando el muchacho comenzó a sacarse el traje—. Me figuré que querrías estar tranquilo. Y no te aflijas; por ahora no hablaremos del viaje, ¿eh?

El muchacho vio la mirada comprensiva de su padre y sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Debió haber imaginado cómo iban a tomarlo todos sus familiares.

—Gracias, papá. Pero dime qué pasó.

—El observatorio descubrió una multitud muy cerrada de meteoros que interceptarían la ruta de la nave en su trayecto hacia Marte. Tuvieron que hacer nuevos cálculos para evitarla y como resultado se adelantó en dos días la fecha de la partida. Por eso perdiste. El reglamento es muy exigente en cuanto a los límites de edad; pero el gobernador está apelando a toda su influencia y es posible que logre hacerte incluir. Al fin y al cabo, necesitan un operador de radar... Vamos a comer antes que se enfríe la cena.

El departamento se hallaba al mismo nivel que el túnel, y ambos marcharon hacia la entrada, viendo Chuck que la puerta ya estaba abierta. Dejó escapar un silbido y del interior salió corriendo un perrillo lanudo que comenzó a saltar a su alrededor.

—¡Tippy! ¿Cómo estás? ¿Me echaste de menos?

—Enloqueció buscándote —le dijo Svensen.

El perrillo había sido introducido en la Luna de contrabando dos años atrás. Fué Jeff Foldingchair quien lo llevó consigo, y el animalito era uno de los seis que existían en el satélite. Al crecer allí, se adaptó a las condiciones de la Luna con toda naturalidad y hasta tenía un pequeño traje atmosférico que le servía para salir a la superficie. Así y todo, seguía conduciéndose como cualquier otro perro a quien su amo hubiera abandonado por mucho tiempo.

Poco después se presentó la madre de Chuck para abrazarlo cariñosamente. Le corrían las lágrimas por el rostro y para que no las vieran le besó con rapidez y volvió de inmediato a la cocina. Kay saltaba alrededor de su hermano, uniendo su voz aguda a los ladridos continuos de Tippy.

—¿Me trajiste un regalo, Chuck? ¿Eh? ¿Dónde está?

El muchacho localizó la caja de bombones que tenía en uno de los bolsillos y, un segundo más tarde, la boca de la niña estaba demasiado llena para seguir formulando preguntas.

Chuck entró entonces en su cuarto para ponerlo en condiciones. Estaba tal como lo dejara, con una delgadísima película de polvo sobre los diversos aparatos de radar que ocupaban toda una parte de la habitación y con los que se entretenía desde su llegada al satélite. El detalle de la limpieza debió haber molestado a su madre, pero ella había dejado todo tal cual estaba para darle el gusto. El único cambio que halló allí fué una tarjeta de una estación transmisora de la Tierra con la que había logrado comunicarse poco antes de partir.

Se hallaba en su casa; no había duda al respecto. Quiso decirse que Jeff tenía razón y que sólo un loco querría dejar todo aquello, mas le fué imposible convencerse. Apenas si probó la cena que había preparado su madre con tanto cariño.

En la mañana estaba despierto cuando oyó a su padre que se vestía para ir a trabajar. Automáticamente sacó sus ropas de labor y comenzó a vestirse. Desayunaron apresuradamente y salieron por la cámara de compresión, frente a la cual les esperaba un pequeño tractor eléctrico ocupado ya por los otros que se desempeñaban en el primer turno.

El tractor les llevó hasta los rieles del vehículo que ascendía lentamente hacia la superficie para cruzar luego velozmente el fondo del gran cráter en dirección a Junior. Allí no había otro coche que les llevara abajo; pero habíase construido una rampa por la que descendieron a pie.

El enorme navío sideral estaba casi terminado. Habíase retirado ya el andamiaje exterior y la nave manteníase erguida sobre sus tres aletas posteriores. Con todo su combustible pesaría casi treinta toneladas de la Tierra, lo que equivalía a cinco de la Luna. De una longitud de treinta metros, diferenciábase de los cohetes más pequeños en que tenía la forma de un enorme tanque de petróleo volador. En su base medía dieciocho metros de diámetro, sus alas eran diminutas y su proa roma. Como no tenía que vencer más que la atmósfera muy débil de Marte, no se había creído necesario diseñarlo con líneas aerodinámicas.

La superficie exterior estaba completamente finalizada y en ella destacábase el nombre dé Eros, con que se lo había bautizado. En el interior habíanse instalado ya las partes principales. El motor atómico descansaba sobre los enormes escapes del cohete; más arriba se hallaban los depósitos de combustible, las huertas hidropónicas y, finalmente, el alojamiento de la tripulación y la cabina de comando. Sólo restaba un poco de trabajo para dejarlo completamente listo.

Chuck encaminóse hacia la cabina de gobierno, dejando a su padre que dirigía los trabajos de ajuste del motor. Aún era necesario terminar algunos detalles en el equipo de radar, y el muchacho habíase ocupado de instalar gran parte del mismo.

El robusto Richard Steele, ingeniero negro que participaría del viaje, se encontraba ya en la sala de mandos, probando la circulación de aire. No acababa Chuck de entrar por la escotilla principal cuando el negro hizo funcionar las válvulas. Al llenarse el lugar de aire respirable, los dos amigos se quitaron los cascos.

—Hola, Chuck —saludó el negro con su voz potente al tiempo que le favorecía con una cordial sonrisa. Husmeó luego el aire y asintió complacido—. He estado aquí toda la noche esforzándome en eliminar el olor de pintura fresca. Al fin parece que lo he conseguido. No nos vendrá mal respirar un poco de aire sin los cascos. ¿Cómo andas tú?

—Supongo que bien, Dick.

—¿Supones?... ¡Ah! Pues te aseguro que irás si es que nosotros tenemos algo que decir al respecto. No bien recibimos la noticia sostuvimos una conferencia con el gobernador. ¿Acaso no te elegimos para el viaje?

—Esto es otra cosa —señaló Chuck—. Hay que respetar el reglamento.

El gigantesco negro asintió con lentitud.

—Sí, ya lo sé; pero no he sabido que hayan nombrado a ningún otro, y puedes estar seguro de que no partiremos sin un operador de radar. El navío se ha construido para seis hombres y seis llevará. Ponte el casco; voy a cerrar el paso de aire.

Chuck levantó la mano hacia el casco cuando comenzaba a enrarecerse el aire. Steele se puso a observar los medidores y luego dio una palmada sobre el hombro del muchacho, tras de lo cual descendió por la escotilla.

Chuck se puso a estudiar los gráficos del adelanto logrado hasta entonces y dedicóse luego a su trabajo, sintiéndose ya un poco mejor. No creía que hubiera probabilidad alguna para él; pero el hecho de que los otros quisieran llevarle consolábale no poco.

Después se reconcentró por completo en su trabajo, olvidando sus otros problemas.

A su debido tiempo llegó su reemplazante para el segundo turno. El individuo tocó con su casco el de Chuck antes de ocupar su puesto.

—El gobernador quiere verte. ¡Bonan ancon!

Al llegar al despacho del gobernador, Chuck halló a éste esperándole. El funcionario parecía un Santa Claus sin barba que se mostraba siempre jovial y atento con todos. Empero, en esos momentos notábase un dejo de tristeza en su sonrisa de bienvenida.

—Bonan tagon, Chuck. Te habría llamado anoche, pero comprendí que estarías fatigado. Te aseguro que lamento mucho lo que pasa. Ahora quiero comunicarte una noticia que no es del todo mala.

Aguardó el muchacho mientras el gobernador rebuscaba entre sus papeles.

—¡Oh, no importa! —dijo al fin el funcionario—. De todos modos ya sé lo que dice. —Dejó de lado los papeles y arrellanóse en su sillón—. Eres un joven importante. El presidente de los Estados Unidos ha solicitado oficialmente a la UN que te permita participar del viaje. Tú fuiste el más aventajado de todos los que se presentaron al examen para ganar el puesto, y la Tierra concuerda conmigo en que los de la Luna no debemos ser dejados de lado. Si podemos apresurar la decisión del Consejo, es posible que logremos soslayar esa condenada cláusula.

—No debería molestarse tanto... —comenzó el muchacho. Pero el gobernador interrumpió sus protestas con un ademán. —¡Tonterías! Tendría aquí una rebelión si no lo hiciera—. Meneó la cabeza y agregó—: Pero no quiero infundirte esperanzas falsas. Será muy difícil. Si conseguimos demorarlos en la elección de algún otro y logramos acelerar los trámites ante el Consejo, quizá haya una posibilidad. Lo malo es que el que te sigue en puntaje es un joven estadounidense de ascendencia china. Naturalmente, el delegado chino ante el Consejo va a oponerse a nosotros.

—¿Qué probabilidades tengo? —inquirió Chuck.

—Dormiría mejor si lo supiera, chico. Pero anímate; haremos todo lo que esté en nuestras manos. Y hay una ley antigua que puedo aprovechar para colocar en cuarentena al que te reemplace y obligarlo a esperar que se lo examine y se lo vacune. Si no llega mañana mismo, podré demorarlo hasta después que parta el navío hacia Marte.

—¡No!

—Ya verás —rió el gobernador, dando la vuelta en torno de su escritorio para palmear al joven—. Soy un hombre pacífico, pero a obstinado no me gana nadie. Ahora vete a casa y duerme tranquilo. Todos estamos de tu parte.

Mientras marchaba por el largo túnel hacia su casa, Chuck meditó sobre el asunto y quiso pensar que su suerte se hallaba en manos del destino. Pero lo que más le molestaba era lo incierto de sus probabilidades. En una de las tiendas se detuvo para recoger el diario que se publicaba en la ciudad y lo leyó con gran interés. Ese día habían llegado dos naves de carga, mas no descargaron pasajero alguno. Aun no se había presentado su reemplazante. Después sonrió al comprender su ingenuidad; de haber llegado el hombre ya lo sabría el gobernador.

Aquella noche se puso a operar su equipo de radar sin enterarse de ninguna noticia. Al acostarse no hizo más que dar vueltas en el lecho, diciéndose que eso de poner en cuarentena a su rival sería una treta injusta y que no debía él aprovecharse de ella. Empero, se dijo que el hecho de haber resultado el más indicado para el puesto justificaría la treta, ya que no era justo que se le desplazara ahora.

En la mañana, al ir al trabajo, estudió los boletines a toda prisa. El Consejo se iba a reunir; pero el día anterior habíanse ocupado en discutir una cuestión de precedencia, y por esta razón no se mencionó siquiera la solicitud de Braithwaite. Se fijó en la sección correspondiente sin hallar mención alguna de naves que se esperaran ese día, y en la que arribara la noche anterior no había llegado ningún viajero.

En el Eros continuaban trabajando los operarios; mas había muy poco que hacer, y la gente no se preocupaba mucho. Por todas partes había grupitos cuyos componentes se tocaban los cascos a fin de conferenciar con gran animación. Chuck no pudo soportar sus miradas y, marchándose a la cabina de mando, cerró la escotilla tras de sí.

Media hora más tarde le llegó la voz profunda de Dick Stecle por el aire que llenaba ahora la nave. De inmediato abrió la escotilla.

—Hay noticias, Chuck. Jeff Foldingchair recibió orden urgente de ir a la Tierra y partió anoche. Ahora acaba de aterrizar y dentro de unos minutos sabremos de qué se trata.

Chuck asintió con la cabeza. Debió haber adivinado que las autoridades se anticiparían a la treta del gobernador y mandarían al reemplazante con tiempo de sobra. Puso sus herramientas en su lugar, dejándolas perfectamente ordenadas.

—Me voy a casa, Dick.

—Yo te llevo, chico —respondió el negro, colocándose el casco para bajar con el joven.

Los operarios se apartaron para dejarlos pasar. El padre de Chuck era uno de los que no estaban a la vista; pero asomó la cabeza por la escotilla del motor y le saludó con la mano cuando el muchacho trepaba al tractor. Todos se cuidaban de mostrarse indiferentes, como si nada ocurriera, mas estaban perfectamente enterados de lo que sucedía.

Chuck detúvose para lanzar una larga mirada al gigantesco navío-cohete antes de indicar a Dick que pusiera el tractor en marcha. Allá en lo alto del cielo alcanzaba a atisbar el puntito que era Marte. Ahora le parecía mucho más alejado que nunca.





cap. 3

Amable rival



La madre de Chuck recibió a éste en la puerta, mirándolo con expresión preocupada.

—Tienes visita, Chuck —le informó—. Como no quise que te molestaran mientras conversan, lo mandé a tu cuarto.

El muchacho hizo un esfuerzo por sonreír, asintió con la cabeza y marchó hacia su habitación.

El joven que lo esperaba allí parecía sentirse más turbado que él. Su cutis ligeramente oliváceo y sus ojos sesgados indicaban claramente la razón. El rival de Chuck no sólo había llegado a la Luna; también se encontraba allí en su cuarto.

El visitante se puso de pie, tendiendo la mano al muchacho.

—Soy Lewis Wong, señor Svensen. Supongo que sabe por qué estoy aquí. Yo... Quería decirle que lo lamento mucho; por eso vine aquí primero.

Esto sorprendió a Chuck, quien hizo un esfuerzo por decir algo; pero el otro continuó con rapidez:

—Vi las cifras indicadas en sus exámenes y sé que es usted el hombre indicado para el puesto. Sea como fuere, lo tenía ya desde el principio. Por eso espero que la solicitud de su gobernador sea aceptada.

—Creí que la habían rechazado —dijo Chuck.

—No lo habían hecho cuando yo partí; aún no se había estudiado. Yo he venido por si realmente la rechazan. Ya supe lo que piensan todos aquí: su amigo Foldingchair me lo explicó claramente. Yo... ¡Qué bueno este equipo de radar! Yo... ¡Oh, qué diablos! El caso es que puedo negarme a ir, ¿verdad?

Chuck lo miró con fijeza, sintiéndose tan turbado como él,

Se preguntó entonces qué habría hecho en caso de estar en la situación de Wong.

—Si me eligieran a mí y me negara a ir... —comenzó.

—Es verdad —asintió el otro con los ojos bajos—. Sí, supongo que tampoco entonces querría el puesto. Era una idea y nada más.

—Bueno, Lew, no hablemos más de ello. ¿No querría visitar la nave mañana? Ya está casi lista; pero podría ayudarle a localizarlo todo. El equipo que tenemos en ella deja chiquito a éste.

Luego comenzaron a hacer comentarios sobre el equipo de Chuck; Lew parecía conocer más teoría que Chuck, aunque había tenido menos oportunidades de practicar con los equipos de largo alcance. El aparato fué uno de los argumentos más potentes en favor de Chuck, ya que lo había construido con las partes dejadas de lado al ser preparado el de la estación receptora de la ciudad, haciéndolo todo con sus propias manos. La comisión examinadora había comentado el hecho de que este trabajo demostraba que Chuck era capaz de improvisar en caso necesario, cosa que podría ser muy importante durante un largo viaje.

—¿Dónde se aloja, Lew? —preguntó al fin Chuck.

El otro encogióse de hombros.

—No sé; supongo que me han destinado algún departamento; pero vine aquí no bien me hube registrado en la administración general. ¿Por qué?

—Entonces lo alojarán con otro de la tripulación. ¿Por qué no se queda conmigo? Después de la cena pondré en marcha el aparato y podríamos hacer algunas llamadas a la Tierra ¡Oye, mamá!

La señora Svensen aceptó de muy buen grado, tal como lo imaginara su hijo. Si se sentía sorprendida, no lo demostró en lo más mínimo. Aquella noche durmió Chuck en el mismo cuarto en que reposaba el muchacho a quien odiara casi la noche anterior. Durante largo rato permaneció despierto, meditando sobre el detalle. Hubiera sido todo muy sencillo si Lew no fuera tan simpático; ahora ni siquiera podía esperar que el Consejo se decidiera en su favor sin preocuparse por el golpe que recibiría su nuevo amigo.

Sin embargo, por extraño que parezca, se sentía mejor así. Le aliviaba mucho el hecho de tener alguien de su propia edad con quien hablar, y se puso a trazar proyectos para el día siguiente hasta que al fin lo venció el sueño.

Empero, resultó que no fueron al navío. El día siguiente llegó la decisión del Consejo. Viviendo en la Luna, Chuck había olvidado ciertas cosas. Allí había aprendido a aceptar a todos los hombres y todas las nacionalidades por igual; pero aun existían celos raciales en el planeta en que nacieran todos. Siete naciones habían unido su voz a la de los Estados Unidos y la del gobernador Braithwaite en la solicitud de que se exceptuara a Chuck del reglamento, pero China se mantuvo firme en su decisión.

El delegado de la República China fué sincero al respecto. Admitió que Chuck estaba mejor dotado en ciertos sentidos, y era una idea amable la de enviar a alguien de la Luna en aquel viaje. Pero se habían rechazado otros candidatos prometedores debido a la edad, y a algunos de ellos por muy pocos días de diferencia. Uno de los que estaban en estas condiciones había sido de ascendencia china, aunque era ciudadano de los Estados Unidos, tal como Lewis Wong.

Los primeros en llegar a la Luna habían sido individuos de raza caucásica. Ahora sería muy justo que un individuo de raza china estuviera entre los primeros que llegaran a otro planeta. El delegado lamentaba la situación de Chuck; mas debía ser justo y leal con los de su raza y negarse de plano a permitir un cambio en el reglamento.

China se expidió de este modo, y era ya sabido que sólo una decisión unánime podría cambiar el reglamento. Chuck Svensen no podría formar parte de la tripulación que llegaría al planeta Marte.

—Prejuicios raciales. —declaró Lew Wong con vehemencia—. Soy tan chino como Dick Steele africano. Mi patria es los Estados Unidos, igual que la suya, Chuck.

El padre de Chuck intervino entonces.

—No, Lew. No hay tal prejuicio racial. Lo mismo podría decirse de nosotros que deseamos que haya un representante de la Luna. No tiene nada de malo el orgullo de raza y el delegado chino tiene razón de modo que no se le puede censurar. Si Chuck no puede ir, debemos resignarnos, y yo por mi parte, me alegro de que seas tú quien lo reemplace.

Chuck se alegró de que lo hubiera dicho su padre. La impresión resultante de oír el veredicto habíale dejado mudo por el momento, aunque estaba seguro respecto a la decisión que habría de tomar el Consejo.

Estrechó la mano de Lew sin saber lo que decía. Ni siquiera oyó la excusa que daba su nuevo amigo para retirarse y casi no se dio cuenta de que se iba.

William Svensen se puso de pie con lentitud mientras limpiaba el hornillo de su pipa. El golpe había sido tan rudo para él como para su hijo. No obstante, habló con voz tranquila al dirigirse a su hijo.

—Mala suerte, chico. A propósito, Vance y Rothman harán una prueba mañana. Vance me dijo que quería que tú fueras el primero en hacer funcionar el equipo de radar, fuera cual fuese la decisión del Consejo. Así que te conviene irte a la cama. De ese modo estarás en condiciones de conducirte bien durante la prueba.

—Debería hacerla Lew —protestó el muchacho—. Le hará falta práctica. Supongo...

Le interrumpió la campanilla del teléfono, el que fué a atender su padre.

—Sí, doctor... ¿Cómo?... ¡Pero si se sentía bien hace unos minutos!... ¡Aja!... Bien, voy en seguida. Volvióse hacia Chuck con rapidez. —Lew acaba de presentarse a la clínica. El doctor Barnes dice que parece sufrir de apendicitis aguda. El muchacho afirma que se ha sentido mal desde que llegó.

—Es una impostura, papá.

—Claro que sí. ¡Qué chico tonto! Vamos.

El doctor Barnes les recibió a la puerta de su consultorio y les hizo pasar. Una leve sonrisa curvaba sus labios finos.

—Parece que tendrás que ir tú, Chuck —manifestó.

—Doctor, usted sabe tan bien como yo que Lew Wong no sufre de apendicitis —le interrumpió Svensen—. Si le sigue la corriente sólo para que vaya mi hijo en su lugar, se equivoca por completo. ¡No voy a permitirlo! Chuck no irá; así lo ha decidido el Consejo y así será. De todos modos, sólo conseguiríamos que enviaran a otro.

—Pero... —El médico enrojeció vivamente y asintió al fin—. Tiene razón, Will. Me pareció una buena idea, pero reconozco que no daría resultado. ¡Hum! Sin embargo, Wong podría tener una apendicitis crónica que se ha agudizado por el cambio de gravedad. En tal caso pondría en peligro su vida si no le prohibiera ir sin antes examinarlo a fondo y hacer una consulta. Si insiste en que se siente mal, nada puedo hacer yo.

—¿Y los síntomas?

—O los ha consultado en algún libro de medicina o algo tiene. Eso sí, no le encuentro fiebre y su pulso es normal.

Svensen miró a su hijo con expresión interrogativa.

—Bien, chico, entra allí y hazle cambiar de idea. Y si no puedes tú, ¡lo haré yo con el cinturón!

Lew se hallaba en el consultorio interno, sentado en la camilla, con una leve sonrisa en los labios. Al entrar Chuck se echó hacia atrás y se puso a gemir.

Chuck lo miró con fijeza.

—No pienso ir, Lew. Aunque deseara reemplazarte, papá no lo permitiría. Si quieres demorar la partida mientras encuentran a otro, puedes hacerlo. Pero no cuentes conmigo; ni siquiera iré en el viaje de prueba. Eso te corresponde a ti. Gracias por la buena intención, pero no puedo aprovecharme de ella.

Dicho esto, giró sobre sus talones y salió de allí, cerrando la puerta antes de que Lew pudiera hacer la menor objeción. Pasó un minuto antes de que el otro muchacho lo siguiera y cuando lo hizo parecía algo cabizbajo.

—Supongo que me tomarán por tonto —musitó—. Está bien, ha sido una idea que no dio resultado. Pero tú irás en el viaje de prueba, amigo Chuck.

El doctor se puso a rasgar la tarjeta de admisión, mientras que los otros tres marchábanse hacia la casa de los Svensen, esforzándose Lew por convencer a Chuck de que hiciera el viaje de prueba.

Empero, Chuck estaba decidido. Ya no quería abrigar esperanzas ni formular planes que luego resultaban fallidos. Nada ganaría con probar algo que sólo le haría envidiar aún más a Lew.

—Te estaré observando desde aquí —manifestó—. Pero si no puedo ir a Marte, ya soy demasiado grande para juegos. El puesto es tuyo y con eso basta.

—¿Y tú qué harás?

Svensen posó las manos sobre los hombros de los dos muchachos.

—Chuck querrá aprender a pilotear con Jeff Foldingchair; Jeff me interrogó al respecto cuando conversamos anoche del asunto. Ahora está en la edad más indicada..., y cuando parta el próximo cohete para Marte, no creo que haya otro piloto que pueda ganarle a un muchacho de la Luna capaz de guiar una nave y operar también el equipo de radar. ¿No es así, hijo?

—Así es —repuso el muchacho.

Tal había sido su deseo de años anteriores, aunque nunca abrigó la esperanza de que su madre le permitiera guiar una nave por su propia cuenta. Pero ahora contaba con la promesa de su padre.

—Ya se harán otros viajes, Lew —dijo a su nuevo amigo.

Hacía un momento que les llamaba alguien en alta voz, aunque estaban los tres demasiado entretenidos para prestar atención. Ahora, en un momento de silencio, Chuck oyó que pronunciaban su nombre. Al volverse vio al secretario del gobernador que corría hacia ellos.

—¡El gobernador desea verte en seguida!

—¿El Consejo ha cambiado de idea? —preguntó Lew.

—No, no. —El secretario frunció el ceño—. Claro que no, pero han tomado otra decisión recomendada por el delegado chino. Recién acaba de llegar la noticia.

Le siguieron al instante, tratando de sonsacarle más informes, pero el individuo no quiso decirles nada más. Luego de las sucesivas sorpresas que recibiera en los últimos días, Chuck ya no estaba en condiciones de reaccionar. No iba a conseguir todo lo que ambicionaba, pero al menos no se habría perdido todo. El hecho de pertenecer a Ciudad Luna bastábale para sentirse feliz. Esto y la posibilidad de llegar a ser piloto de naves espaciales tendría que ser más que suficiente para él, y la verdad era que no podía quejarse. Ir a Marte era algo así como ir al cielo..., y la mayoría de la gente tenía que morir para lograrlo.

Probablemente había decidido el Consejo presentarle una excusa oficial o concederle el derecho de la mayoría de edad en la Luna, dándole así la oportunidad de desempeñarse en algún cargo oficial. Esto sería agradable, aunque no de gran importancia.

Al entrar vieron que el gobernador sonreía muy complacido. El funcionario estrechó efusivamente la mano de Chuck, expresándose apenado por el hecho de que no hubiese prosperado su solicitud. Pero era evidente que le distraía otra cosa a la que se refirió en seguida.

—Chuck, no te imaginas cuánto impresionaron tus notas al Consejo. Debes saber que estuvieron deliberando durante varias horas antes de votar. ¡Te aseguro que no todos los días dedica el Consejo tantas horas a un hombre joven como tú! Han decidido que aquí estás perdiendo tu tiempo y... Pero mira esto.

Así diciendo le entregó a Chuck la trascripción de un largo radargrama y quedóse sonriendo mientras lo leía el muchacho. Éste pasó por alto las frases acostumbradas del protocolo y leyó el mensaje principal:

A pedido del delegado de la República de China, se resuelve por la presente que Chuck Svensen, actual residente de Ciudad Luna, reciba una beca de este Consejo, de acuerdo con la ley que establece el Comité de Gastos Educacionales. Esta beca durará un período de seis años y cubrirá su permanencia en cualquier universidad elegida por el interesado a fin de que siga la carrera de Físico, incluyendo en sus estudios cualquiera de las especialidades en electrónica que más le agrade. Durante este lapso se considerará a Chuck Svensen candidato al puesto de Consejero del Consejo, y pasará tres meses de cada año a cargo de las Naciones Unidas, para poder asistir así a las reuniones de este Consejo en su calidad de Consejero Menor, a cambio de lo cual recibirá una recompensa de siete mil dólares por año de los que se descontarán los gastos de estudio.

Seguían otras consideraciones oficiales, pero Chuck había leído lo que realmente le concernía, de modo que devolvió el mensaje al gobernador.

—Supongo que quieren que siga un curso de electrónica durante seis años y después me dedique a trabajar en las Naciones Unidas, ¿eh?

—Exactamente. —El gobernador sonrió más complacido que nunca—. Te aseguro que es una resolución extraordinaria. Hubo un revuelo tremendo cuando el delegado chino la propuso. Toma nota que un honor así lo han dado sólo ocho veces desde que existe el Consejo.

—¿Qué dices tú, papá? —inquirió Chuck.

El padre encogióse de hombros.

—Parece una magnífica oportunidad, mucho mejor de lo que podría ofrecerte yo. Si quieres aceptarla, hazlo. Ganarás más que piloteando cohetes.

—Y tendré que renunciar a la Luna además de haber perdido el viaje a Marte. —Chuck meneó la cabeza—. No, gracias. Gobernador, usted podrá decirlo de la manera apropiada, Avíseles que no me siento en condiciones de aceptar y que prefiero quedarme en la Luna.

Braithwaite frunció el ceño, restregóse las manos y fijó la vista en la alfombra mientras removía sus papeles con ademanes nerviosos.

—Temo que sea imposible, Chuck —expresó— La verdad es que... ¡Qué diablos, no puedes quedarte en la Luna! El Consejo no imaginó que pudieras rechazar el ofrecimiento y ya me han ordenado que retire tu permiso lunar dentro de dos semanas... Bien sabes que no puedes permanecer aquí sin el permiso correspondiente.

Chuck lo sabía muy bien; el entrar en la Luna era como lograr introducirse en uno de los laboratorios más secretos de la Tierra, y quizá más difícil. Aun Tippy necesitó un permiso especial después que Jeff lo hubo llevado allí consigo.

El gobernador se aclaró la garganta, frunciendo más el ceño.

—Y se necesitan dos años de trámites después que se ha retirado un permiso para que se te dé otro aún para una visita de dos semanas. Claro que podrías apelar, aunque no sé por qué habrías de hacerlo. Pero los delegados son seres humanos y podrían sentirse insultados.

Con un esfuerzo volvió a sonreír como era su costumbre.

—Además, piensa en las oportunidades que se te ofrecen. ¡Vamos, si eres uno de los muchachos más afortunados del mundo! Podrías llegar muy lejos. Piénsalo esta noche y ya veremos, ¿eh?

Chuck había visto ya lo suficiente. Claro que era un gran honor y sentíase muy agradecido; pero los miembros del Consejo jamás habían salido de la Tierra y no podían saber lo que hacían con él.

Le habían prometido que iría a Marte y ahora ni siquiera le dejaban permanecer en la Luna.





cap. 4

El Polizón



A la Mañana siguiente habíase iluminado con numerosos reflectores el lugar en que se hallaba el Eros, y la mitad de los habitantes de la ciudad habíanse trasladado allí para presenciar el vuelo de prueba. El movimiento de traslación del satélite había colocado ya al cráter Albategnius en la oscuridad más completa y ahora uno de los poderosos reflectores se desvió para seguir a un pequeño tractor que avanzaba hacia la nave llevando a cinco individuos que vestían trajes espaciales más completos que los comunes.

Los encargados del vuelo de prueba serían el capitán Miles Vance, el piloto Nat Rothman y Lew Wong. Jeff Foldingchair, que llevaba puesto el voluminoso traje espacial diseñado para el doctor de a bordo, participaría del vuelo a pedido de la Comisión Espacial, ya que su experiencia sería valiosa en caso de accidentes. El quinto traje lo vestía Chuck. Había llegado de la Tierra antes de la decisión del Consejo y hubiera sido lastimoso no aprovecharlo. En el casco tenía instalado un diminuto aparato de radio que le permitiría hablar con los que vestían trajes similares.

Ahora oyó el joven la voz del capitán Vance que resonaba en los teléfonos colocados sobre sus orejas.

—Todavía estás a tiempo para cambiar de idea.

—No —respondió el joven, meneando la cabeza dentro del casco—. No iré como lastre. De todos modos, a mamá no le agradaba la idea de que participara de la prueba; por eso le prometí no hacerlo. Todavía piensa que la nave podría estallar y quiere ver la prueba primero.

Tocó la palanquita instalada en el guante, interrumpiendo así la conversación. Luego saltó del tractor para unirse a los curiosos. La gente comenzaba ya a retirarse del área peligrosa.

Chuck no había deseado ni siquiera presenciar la prueba, pero ahora se contagió del entusiasmo general. El tractor continuó avanzando hasta la escalera que conducía a la cámara de compresión que servía de entrada a la nave, y los ojos del muchacho siguieron a las cuatro figuras que subían por ella.

En ese momento sintió que otro casco tocaba el suyo y al volverse vio al gobernador que se hallaba a su lado.

—Bonan matenon, Chuck. ¿Ya te sientes mejor?

El muchacho trató de sonreír. Seguía sintiéndose igual que antes, mas no creyó que sería justo echar la culpa al gobernador ni hacerle partícipe de su desencanto.

—Supongo que sí —repuso—. Sin embargo, sigo deseando quedarme en la Luna.

—¡Hum! Te diré, hasta envié un mensaje a la Tierra para tentar suerte, pero parece que siguen adelante con sus planes para ti. Alégrate, chico; te gustará la vida universitaria. Al poco tiempo te acostumbrarás al cambio.

Chuck asintió de nuevo y retiróse hacia donde estaban los demás. El gobernador habíase hecho hombre en una época en que los aviones eran los aparatos más adelantados de la tierra y no podía saber lo que era haber nacido con el ansia de recorrer el espacio y conocer otros mundos.

La multitud se retiraba ahora con más rapidez. Chuck halló una roca conveniente y sentóse en ella. El Eros disparó por sus tubos posteriores una andanada de llamas que lo levantó un metro del suelo. Volvió a asentarse sobre sus aletas, mientras los tripulantes consultaban sus instrumentos y hacían rápidos cálculos. Luego parpadearon dos veces los reflectores y todos se dispusieron a observar el espectáculo.

Esta vez, al funcionar los cohetes, partió de ellos una llamarada de un tono violáceo profundo que pareció introducirse en el suelo; tembló el terreno y las vibraciones del sonido viajaron por las rocas, trasmitiéndose a las botas de Chuck. La enorme nave saltó del suelo como un caballo de carrera que parte al darse la señal. Se alzó treinta metros, ciento cincuenta, mil, antes de que Chuck pudiera levantar la cabeza para seguirlo con la vista.

Poco después no era más que un puntito azul y rojo en la negrura del espacio. Así continuó durante un minuto entero antes de que desapareciera la llamarada al ser desconectado el motor. Chuck aguardó, sabedor de que estaban haciendo girar el navío para frenarlo con otros disparos en dirección opuesta. Finalmente apareció de nuevo la llamarada, esta vez para durar muy poco. Ahora regresaría al Eros con lentitud hacia la Luna, mientras sus tripulantes comprobaban el resultado de la prueba y lo hacían girar de nuevo para que sus cohetes apuntaran hacia abajo.

Pasaron casi veinte minutos antes de que volviera a verse el escape de los gases del cohete y el puntito se dibujó de nuevo en lontananza. La mano de Rothman en los gobiernos era menos segura que la de Jeff. La nave se detuvo a quince metros de la superficie lunar, y fué necesario otro disparo más para asentarla luego de haber cerrado definitivamente los motores. Así y todo, el aterrizaje resultó muy bueno.

Evidentemente, la prueba había sido exitosa. Chuck oyó un zumbido y puso en funcionamiento su radio para oír la voz de Jeff que le decía:

—No te vayas, Chuck. Voy a dejar a los muchachos para que hagan sus cálculos y volveré contigo.

El muchacho respondió afirmativamente y acercóse lo más posible a la nave. Pasaron casi diez minutos antes de que el suelo se hubiera enfriado lo suficiente como para que Jeff pudiera salir. El piloto señaló la diminuta antena de su casco y levantó dos dedos. Chuck movió la palanquita del suyo hasta la segunda posición, de manera de poder hablar con Jeff sin que le sintonizaran los otros.

—¿Cómo anduvo? —inquirió.

—Maravillosamente bien —fué la respuesta—. Es pesado y poco elegante, pero tiene una potencia de mil demonios. ¿Qué es eso que dicen de que van a enviarte a la Tierra? Tú no eres hombre de trabajar en un escritorio. Tu padre y yo habíamos convenido que estudiaras conmigo para ganar el grado de piloto.

El muchacho localizó un tractor pequeño y lo puso en marcha hacia el otro cráter mientras se esforzaba en explicar la situación a su amigo. Jeff maldijo con disgusto ante la estupidez de todos los que no sabían apreciar el encanto de los viajes espaciales, pero concordó con el punto de vista del gobernador.

—Una vez que te retiren el permiso estarás perdido. Dirían que eres un desagradecido si apelaras. Sea como fuere, Braithwaite tiene que andar bien con ellos si ha de conseguir más fondos para fundar otra colonia. No puede hacer otra cosa.

—Ya lo sé. No le echo la culpa a nadie. Pero el caso es que lamento mucho lo que me pasa.

—Lo mismo que tu padre. Tenía tanto interés en tu viaje como tú. La familia se acostumbró a la idea de no verte por dos años mientras fueras a Marte; pero no les agrada pasarse sin ti por algo que tú no quieres hacer. Oye, vamos a mi departamento. Me traje de la Tierra un par de pastelillos de carne; se me aplastaron un poco, pero siguen siendo comestibles.

Chuck no tenía apetito, mas no se sintió con fuerzas para volver a su cuarto a cavilar a solas. Asintió y se dirigieron hacia la entrada del alojamiento de los solteros. El cuarto de Jeff estaba lleno de libros y reliquias de los días de los cohetes primitivos y resultaba notablemente confortable.

Jeff cortó los pasteles mientras iniciaba un largo relato respecto a los primeros viajes que hiciera. A pesar de sí mismo, Chuck le escuchó con gran interés. Estaba ya muy avanzada la tarde antes de que se levantara al fin para retirarse.

El piloto le acompañó por el túnel hasta el departamento de los Svensen.

—El Eros es un gran navío —dijo de pronto—. Tiene más espacio que los otros. Se podría ocultar un ejército en las huertas hidropónicas. De haber sido más joven y temerario, me habría escondido a bordo una de estas noches, tal como ese muchacho loco de quien te dije que vino en nuestro quinto viaje. El salto durará dos años y será algo extraordinario. ¡Ea!

Chuck se volvió al oír esta exclamación.

—¿Qué pasa, Jeff?

—Recién se me acaba de ocurrir. Probablemente volverás a recibir tu permiso de visita mas o menos en la época en que regrese el Eros. Por lo menos podrás venir a ver su llegada. —Llegaron al departamento y Foldingchair volvióse para alejarse—. Ve a verme antes que te manden de regreso, chico.

El muchacho halló a su familia sentada a la mesa, comentando el nuevo trabajo al que se dedicaría Svensen en los laboratorios ahora que había finalizado la construcción del Eros. Mas su padre cambió de tema al verle entrar.

—El gobernador ha arreglado las cosas para que tú y yo podamos observar la partida desde la torre del radar —manifestó—. Así podemos seguir las primeras alternativas del viaje. No me sorprendería que te dieran una oportunidad de dirigir las comunicaciones.

Chuck comprendió que la noticia debería alegrarle, pero estaba demasiado abstraído por las cosas que le dijera Jeff.

—Gracias, papá —repuso al sentarse—. Pero... En fin, he estado pensando que no iré a presenciar la partida.

—¡Oh! —su padre hizo un gesto comprensivo—. Bueno, hijo, como gustes.

Acto seguido reanudó la conversación acerca de su nuevo trabajo.

Chuck jugueteó con los cubiertos, esforzándose por comer; pero le tenía completamente distraído la idea que se le acababa de ocurrir. Terminó en seguida y se puso de pie, yendo a besar a su madre que meneaba la cabeza con pena mientras miraba el plato del muchacho.

—Estoy cansado, mamá. Por eso no he comido. Me voy a dormir.

—No te despertaré mañana —le prometió su padre.

Este detalle favorecía el cumplimiento del plan que acababa de concebir. Chuck cerró la puerta tras de sí y acostóse en la cama. Luego, al comprender que alguno podría ir a verle, se tapó completamente con las mantas y posó la cabeza sobre la almohada.

Transcurrirían dos años antes de que le concedieran un nuevo permiso; pero ya para entonces estaría demasiado adelantado en sus estudios para renunciar a ellos, y aun le faltarían cuatro años más de residencia en la Tierra para completar la carrera. En cambio, si viajara en el Eros, obtendría el permiso al regresar..., y no habría condiciones que satisfacer. Fuera como fuese, su padre deseaba que lo hiciera, y hasta su madre habíale concedido su permiso para ir a Marte. No sería un inútil; los exámenes que rindiera habían demostrado su competencia y habilidad.

Esforzóse por recordar el relato que le hiciera Jeff acerca del muchacho que viajara como polizón en uno de los primeros cohetes a la Luna. Seguramente no se había dado cuenta Jeff de lo que le decía, y la idea habíase arraigado en la mente del muchacho. Claro que los miembros del Consejo se pondrían furiosos; pero en dos años lo olvidarían todo..., ¡y no negarían el permiso de residencia a alguien que hubiera estado en Marte!

Chuck se revolvió en el lecho, buscando un medio de introducirse a bordo. Súbitamente se hizo cargo de que estaba decidido a efectuar el viaje. No iban a convertirle en un aburrido investigador después que se había preparado para explorar los misterios de otros planetas.

Aguardó mientras escuchaba los sonidos procedentes del comedor y la cocina. Le pareció que tardaban mucho en lavar los platos, guardarlos y seguir charlando, seguramente sobre él. Se preguntó cómo tomaría su madre su huida, recordando luego que su padre habíase fugado del hogar para alistarse en la Fuerza Aérea y que éste era uno de los motivos de orgullo de la que luego fué su esposa. Seguramente sabría comprenderlo, mientras que su padre se sentiría complacido.

Oyó entonces que se preparaban para acostarse y al aproximarse los pasos de su madre hasta la puerta, cerró los ojos y fingióse dormido. A poco le dio un rayo de luz en la cara. Después se cerro la puerta y oyó que se alejaban los pasos hacia el dormitorio principal.

Esperó media hora más a fin de no correr riesgos y al fin se puso de pie y encendió la luz del secreter. La nota que escribió fué bastante breve; no le hubiera sido posible decir todo lo que deseaba. Empero, con lo escrito bastaría. La puso en un sobre y escribió en él el nombre de su padre, quien no la leería hasta después que hubiera partido el Eros.

Luego salió de puntillas por la puerta que daba al túnel..., y se encontró con Jeff Foldingchair.

—Hola —le saludó el piloto—. Llévate varias mudas de ropa, pequeño. El viaje a Marte es bastante largo.

Chuck se ahogó a causa de la sorpresa.

—Creí que...

—Sí, creíste que no me daba cuenta de que te estaba metiendo ideas en la cabeza. Mira, chico, no te conté toda esa historia. Fué durante el segundo viaje a la Luna..., y el polizón era yo. Pero, a menos que pudieras imaginártelo tú mismo, con un poco de ayuda, no merecías tener esta oportunidad. ¿Llevas ropa?

—Probablemente trajiste tú bastante —dijo Chuck, rompiendo a reír.

—No eres nada tonto —comentó Jeff, señalando el saco que llevaba el muchacho—. ¿Pero ya has encontrado el modo de subir a bordo? Te aseguro que no es fácil; tienen guardias alrededor de la nave, y si te descubren antes de la partida te meterán preso.

—Ya lo sé. Me figuré que podría deslizarme sin que me vieran los guardias.

—Imposible. Hay un ojo eléctrico que el centinela tiene que desconectar... Lo he estado examinando en secreto. Tendremos que idear algún medio, aunque todavía no sé cuál ha de ser.

Chuck se puso el traje espacial mientras Jeff se ponía el suyo que era uno de los ordinarios. Partieron luego hacia la salida de los tractores y el muchacho frunció el ceño. Había pensado ir a pie hasta el Eros. Ahora se hizo cargo de que Jeff estaba más acertado; lo más recomendable era obrar como si no estuvieran haciendo nada malo.

Acercó entonces su casco al del piloto.

—¿Y tú, Jeff? ¿Estás seguro de que no te verás en dificultades?

—Es posible..., pero ya las he tenido antes. No me ocurrirá nada. Oye, Chuck...

—¿Sí?

—Si vemos a Vance o a Steele, olvídate del plan. Ellos tendrían que entregarte, ya que son funcionarios responsables ante la UN. De otro modo, veremos de que subas a bordo y yo me encargaré de los guardias. Quizá podamos llevar a cabo el plan.

No parecía ser tan fácil como había imaginado Chuck. Cuando llegaron hasta la nave se esfumaron casi las esperanzas del muchacho. Todo el lugar estaba iluminado y el centinela se hallaba junto a la entrada.

Tras descender del tractor, Chuck encaminóse hacia adelante mientras sintonizaba el diminuto aparato de radio del casco. Siguió haciendo llamadas hasta que oyó de pronto la voz del otro.

—¿Quién es? ¿Wong?

—Chuck Svensen. Vine a recoger algunas herramientas que dejé en la nave. ¿Podría entrar?

—¡Oh, Chuck! —el guardia asintió de inmediato. Era uno de los que participaran en la construcción del Eros—. Claro que puedes entrar; tú ya conoces la nave. Estamos de guardia sólo para evitar que entren los que vienen a curiosear. Pero, ¿y Foldingchair?

—Me va a esperar. Es posible que tarde un rato en hallar mis herramientas.

El guardia rompió a reír.

—Quieres echarle un último vistazo, ¿eh? Bueno, ya me figuro lo que te pasa. Si no has salido cuando termine mi turno, diré al relevo que te deje salir. He desconectado el ojo eléctrico; puedes entrar.

Chuck dejó escapar un gruñido. Había abrigado la esperanza de que no mantendrían la guardia hasta último momento, pero ahora veía que así era. No obstante, ya no podía volverse atrás y subió por la escala para introducirse en la nave espacial. Mientras tanto, Jeff tocó con su casco el del guardia y la radio instalada en el de éste llevó las palabras hasta los oídos del muchacho.

—¿Me dejas entrar en la cabina del radar para fumar un cigarrillo, Red? Después te reemplazaré para que lo hagas tú.

—Trato hecho, Jeff —repuso Red—. Hace rato que quiero fumar. La puerta está sin llave.

Chuck encaminóse hacia las salas de las huertas hidropónicas situadas en el tercer piso inferior. Había allí numerosos tanques con plantas arraigadas en una sustancia plástica tratada con productos químicos especiales que reproducían las condiciones terrestres. En el techo bajo brillaban luces fluorescentes que regulaban el crecimiento de los vegetales. Allí se liberaría de nuevo el monóxido de carbono para reconvertirlo y usarlo nuevamente. De ese modo se mantenía un equilibrio que evitaba tener que llevar un abastecimiento demasiado grande de oxígeno en tanques de alta presión, y el sistema permitía usar el mismo aire por tiempo indefinido.

Dirigióse hacia el centro del recinto, donde se hallaba el equipo para el cuidado de las plantas. Encontró allí un cojín de aire que se colocaba debajo de los tanques si era necesario efectuar limpieza. Lo sacó de su lugar, lo infló en la válvula que había para tal fin y lo tendió debajo de uno de los tanques donde le quedó el espacio justo para instalarse cómodamente y al abrigo de miradas indiscretas.

A poco volvió a oír la voz de Jeff.

—Gracias, Red. Todavía no salió el chico, ¿eh? Supongo que tendré que esperar toda la noche. ¿Por qué no te acuestas un rato? Yo te reemplazo.

—¡Encantado! —exclamó Red—. Mi relevo llegará dentro de un par de horas, pero si puedo dormir en la cabina del radar, podré estar aquí para presenciar la partida. Gracias, Jeff; alguna vez te devolveré el favor. Despiértame si sale el chico y quieres irte.

Chuck desconectó la radio: Jeff había logrado engañar al guardia. Ahora solo tendría que preocuparse por una posible investigación de último momento, y era seguro que Jeff ocultaría el tractor y afirmaría que Chuck estaba ya en su casa si alguien llegaba a preguntar.

Quitóse el traje espacial, lo ocultó debajo de otro tanque y tendióse sobre el voluminoso cojín. Le abrumó entonces la reacción motivada por la nerviosidad, dejándole débil y tembloroso, mas esto pasó casi en seguida y a medida que transcurrían las horas le sorprendió notar que le iba dominando el sueño.





cap. 5

¡Emergencia!



Chuck no estaba del todo dormido, pero la aceleración le tomó tan de sorpresa que no pudo sentarse. El impulso era aquí menor que en un despegue de la Tierra, ya que la gravedad menor de la Luna requería una aceleración menos violenta. No obstante, la potencia empleada era terrible.

El cojín de aire no había sido fabricado para soportar una presión de tal naturaleza. Se hundió bajo su peso, dejando sus caderas y hombros aplastados contra el piso de metal. Chuck lanzo un gemido mientras se esforzaba por soliviantar el cuerpo sobre piernas y brazos, mas no pudo conseguir su objeto. Un momento después no pudo soportar más y con gran trabajo logró rodar de costado, sintiendo que la sangre se agolpaba en su estómago. Luego consiguió quedar tendido boca abajo y frenar un poco la presión con sus miembros, aliviándose así un poco.

Los minutos se prolongaron mientras pasaba aquella prueba de fuego. La aceleración pareció continuar indefinidamente, aunque no pudo haber durado más de diez minutos.

Al fin terminó el terrible sufrimiento y el rebote del cojín le lanzó contra el fondo del tanque, arrancando de sus labios un gemido al recibir el golpe en sus carnes doloridas.

Mas no tuvo tiempo para afligirse por el detalle. ¡Ya estaba en camino hacia Marte! No tenía más que permanecer oculto un día y nada podría impedirle que efectuara el viaje.

Se arrastró lentamente con ayuda de las manos, ya que no tenía peso que lo mantuviera sobre el suelo. En el bolso que le entregara Jeff halló un recipiente plástico lleno de agua y una barra de chocolate. Comió el chocolate y bebió luego el agua, sorbiéndola por el pico especial. Al principio se rebeló su estómago, negándose a funcionar sin la gravedad a la que tan acostumbrado estaba.

Oyó ruido de pasos y se arrastró con rapidez hacia el tanque grande antes de que bajara Dick Steele tomado de las agarraderas. El ingeniero lanzó una mirada al recinto y siguió hacia los pisos inferiores.

Chuck trasladóse entonces hacia donde dejara el bolso a la vista de todos. Esta vez había tenido suerte, pero Steele podría verlo al pasar de regreso. Así pensando, miró en dirección a la abertura en la que estaban las agarraderas.

Llegó a su oído el resonar de un gongo, mas no le prestó atención. Demasiado tarde se hizo cargo de su significado. Los cohetes rugieron de pronto en la popa, arrojándole su impulso al suelo. Tuvo apenas el tiempo necesario para aflojar los músculos y tratar de sostenerse sobre manos y rodillas.

Luego pasó el peligro. La velocidad no era la necesaria y se requirió un disparo más para corregirla. Por suerte, Chuck estaba preparado al cesar la aceleración y ahora obraron sus miembros como elásticos, arrojándolo casi hasta el techo. Buscó a ciegas algo de donde tomarse y casi logró contener su impulso.

Mas no llegó a agarrarse de nada y empezó a flotar entre el piso y el techo, avanzando en dirección a una de las mamparas situadas a nueve metros de distancia. Su avance era tan lento como el de una pluma que flota en el aire.

Miró hacia abajo y hacia arriba, dándose cuenta de que pasaría lo menos un minuto antes de poder tomarse de algo para descender. Se puso entonces a manotear el aire con la idea de impulsarse de ese modo. Cada movimiento de sus brazos impelía su cuerpo en la dirección opuesta, como si nadara. De este modo podría trasladarse, mas sería un trabajo lento y muy penoso.

—¡Ea! —dijo una voz.

Chuck volvió la cabeza, viendo a Dick Steele que asomaba ya por la abertura central que atravesaba la nave de proa a popa.

El ingeniero entró en la cámara, afianzó los pies y dio el salto, Chuck trató de esquivarlo, mas el otro había calculado bien la distancia. Los brazos musculosos del negro lo envolvieron de pronto y ambos partieron hacia la mampara, donde Dick logró asirse de una agarradera e impulsarse hacia abajo.

—¿Quién...? ¡Chuck! —borróse la sañuda expresión del negro para ceder su puesto a una sonrisa—. ¡Que me maten! ¡Un polizón en la nave! ¡Qué muchacho loco! ¿Por qué diablos no pudiste mantenerte oculto hasta que nos hubimos alejado más?

Cambió entonces de tono y dijo secamente: —Chuck Svensen, le arresto a usted en nombre de los Estados Unidos por haberse introducido ilegalmente en un navío fletado por la UN. ¡Venga conmigo!

Una de sus manos enormes apretó la muñeca de Chuck mientras el negro avanzaba despaciosamente desde un tanque a otro, empleando su otra mano para asirse de las agarraderas y evitar así salir volando sin rumbo.

—Tendré que llevarte a presencia del capitán Vance. ¿Sabes lo que significa eso?

Chuck asintió. Significaba que todavía estaban al alcance de los cohetes de menor alcance y que podría enviarse un radar-grama a la Luna para que fueran a recogerlo antes de que hubieran transcurrido dos horas más. Se maldijo por su estupidez que no le permitió oír el gongo a tiempo, mas ahora era demasiado tarde para hacer nada.

Steele halló al fin la baranda y comenzó a avanzar impulsándose con la mano. Chuck agitó la suya.

—Suéltame, Dick. Iré sin resistirme.

Le soltó el ingeniero y el muchacho le siguió por el conducto central. Cruzaron el alojamiento de la tripulación y fueron por un pasaje hacia la puerta cerrada de la cabina de mando, a la que llamó Steele con los nudillos. Abrió luego y tendió la otra mano para tomar del brazo a su joven acompañante.

El capitán Miles Vance hallábase sentado frente al tablero de instrumentos, estudiando los indicadores. Era un hombre alto y delgado, con el pelo salpicado de canas, cosa rara en una persona que no contaba más de veintisiete años de edad. Su apostura erguida indicaba el entrenamiento militar que recibiera antes de dedicarse a comandar cohetes. Exteriormente parecía un hombre muy severo, pero en realidad era un individuo de los más amables que había conocido Chuck. Junto a él se hallaba Lew Wong, atendiendo el equipo de radar, y el tercer asiento lo ocupaba Nat Rothman, el piloto.

Vance levantó la cabeza al abrirse la puerta. Dibujábase en sus labios una leve sonrisa que se borró de inmediato para ceder su puesto a una expresión de sorpresa. No obstante, el capitán se recobró casi en seguida.

—Dick, si no tiene algo muy importante que decirme, no venga aquí hasta que le llame —expresó—. Todavía no tengo tiempo para ocuparme de detalles de rutina. ¡Lew, ocúpate de tu trabajo! Quiero informes sobre los mensajes del observatorio. No disponemos de tiempo para escuchar felicitaciones ni conversar con el cuartel general de la Luna. ¿Estamos?

Esto último iba destinado a Steele, quien sonrió ampliamente.

—No era nada, señor —dijo—. Lamento haberle interrumpido.

Vance miró fugazmente a Chuck antes de que se cerrara la puerta. Después hizo un guiño furtivo y el capitán volvió a ocuparse de estudiar sus instrumentos.

El negro rompió a reír alegremente mientras que Chuck exhalaba un profundo suspiro.

—¿Te parece...? —comenzó.

—No sé nada, Chuck —repuso el ingeniero—. Pero en un navío nuevo como éste hay muchas cosas que hacer. Vance no puede perder tiempo en pedir un cohete que venga a buscarte. Ven conmigo; tendré que encerrarte hasta que el capitán pueda recibirte. Chuck le siguió muy satisfecho, yendo a acostarse en una de las hamacas del alojamiento de la tripulación. Dick le favoreció con otra sonrisa antes de salir y cerrar la puerta con llave.

Naturalmente, Vance enviaría un mensaje a la Luna, mas no lo haría hasta que la nave se hallara demasiado lejos para que pudiera ir algún cohete a recoger al polizón. El muchacho acercóse a la biblioteca asegurada a una pared, y se dispuso a ponerse al día en la lectura. Había pasado por alto tres ejemplares del Extraterreno, y era hora de que leyera las aventuras del "bandido marciano". Una vez que hubieran llegado realmente a Marte, todas las novelas sobre el planeta resultarían seguramente tontas. Era necesario que las leyera mientras aún le resultaban emocionantes.

Varias horas después oyó que se abría la puerta. Al levantar la vista vio al capitán Vance que entraba e iba a sentarse en una de las hamacas y se aseguraba con una de las correas.

—Me acaban de informar que te escondiste a bordo —dijo a Chuck con voz severa—. Naturalmente, he dado parte de inmediato; pero ya hemos pasado la zona hasta la que alcanzan los cohetes de la Luna, de modo que tendrás que seguir con nosotros. ¿Sabes lo que significa eso?

—Sí, señor; significa que voy a Marte.

—Significa que exiges a cada uno de nosotros que renunciemos a una séptima parte de nuestros víveres y de nuestras probabilidades de vida para ofrecértelas a ti. No pensaste en eso, ¿eh? Pues debiste hacerlo. ¡Esta nave se construyó para llevar a seis hombres y no a siete! Tendremos que llevar con nosotros a un hombre que no tiene función específica a bordo, y estarás arrestado hasta que volvamos a la Luna, donde se pasará el caso a la Comisión Espacial. Oficialmente no puedo perdonar tu conducta, pero nada puedo hacer al respecto, de modo que, como dices, irás a Marte.

Chuck estudió el rostro del capitán, buscando inútilmente alguna señal de que Vance hablaba en broma. Meditó un momento y se hizo cargo de que el asunto era muy serio. En efecto, había aminorado las probabilidades de vida de los otros. Sentóse en una hamaca próxima y siguió guardando silencio, pues no se le ocurría nada que decir.

De pronto rió el capitán.

—Bueno, Chuck, necesitabas el sermón, que fué muy justo. ¿Pero quién crees que recordó a Jeff la oportunidad en que él hizo lo mismo que tú? ¿Quién crees que apostó al tonto de Red Echols de guardia frente a la nave? Oficialmente debemos censurar tu proceder; pero toda la tripulación quería que nos acompañaras, y ya estás con nosotros. Si tanto nos preocuparan nuestras posibilidades de vida, jamás nos habríamos ofrecido para este viaje.

—Pero la Comisión Espacial...

Vance rió de nuevo.

—Chuck, probablemente no haya un solo hombre en la Tierra o la Luna que no se alegre de que vayas con nosotros. En cuanto a tu arresto consistirá en que quedes confinado a la nave hasta que lleguemos a Marte. Para pagar tu pasaje, ayudarás a quienes necesiten tu colaboración. Ahora vamos a comer.

Chuck no había hallado aún la manera de agradecer al capitán cuando llegaron al diminuto comedor situado junto a la cocina. Los allí reunidos le recibieron con una exclamación de alegría y el muchacho los miró sonriendo con timidez. Lew Wong reía alegremente y los otros mostrábanse muy complacidos.

Nat Rothman era un hombre que se mostraba siempre preocupado pero ahora mostraba los dientes en una amplia sonrisa, similar a la de Dick Steele, el gigantesco negro. Aun el diminuto doctor Paul Sokolsky se mostraba muy gozoso ante su presencia mientras hacía esfuerzos por alisarse el pelo rojo que se le desordenaba constantemente a causa de la falta de gravedad. Él fué el primero en adelantarse hacia el muchacho para estrecharle la mano.

Después se oyó la voz de Ginger Parsons que ahogó a la de los demás.

—Chuck, a ti te necesitaba. Ven aquí y ayúdame a dar de comer a estos vagabundos del espacio.

El muchacho encaminóse hacia la cocina, donde trabajaba el cocinero y fotógrafo de la expedición. El feo y simpático rostro del irlandés denotaba gran preocupación mientras sus manos llevaban de un lado a otro las latas que contenían los alimentos.

—¿Para qué sirve un cocinero? Si tratara de cocinar realmente aquí, los líquidos saltarían de las cacerolas y los sólidos andarían flotando por todas partes. Sin embargo, eres mí ayudante, de modo que has de servir la comida.

La cena resultaba muy rara. Los líquidos se servían en pequeños recipientes de plástico dotados de un pico por el que habría de sorberse el contenido. Todos los otros alimentos debían ser retenidos en platos provistos de tapas y apresados con rapidez antes de volver a cerrarlos. Como todo lo que no estuviera asegurado podía ser una amenaza para la tripulación, las mesas eran de metal y los cubiertos estaban imantados a fin de que quedaran adheridos a ella. A pesar de todo esto, fué aquélla la comida más feliz de la que participó Chuck en su vida.

Al terminar de comer, Vance se puso de pie, tomándose de una de las agarraderas.

—Bueno, muchachos, esto fué una fiesta. De ahora en adelante iniciaremos la rutina que seguirá hasta el fin. Les aseguro que la vida a bordo no será nada divertida. Esta vez he dejado la nave a cargo de los gobiernos automáticos para demostrar que se puede hacer.

Eso les dará la confianza necesaria en el Eros. Empero, desde ahora en adelante mantendremos guardias regulares. Yo me haré cargo de la primera con Parsons, de cuatro a medianoche. Dick, Chuck y el doctor se ocuparán de la de medianoche hasta las ocho.

Sonrió a Chuck.

—Excepto hoy —agregó—. He visto que andas cojeando, de modo qué el doctor te atenderá los magullones y te mandará a la cama.





Chuck había sonreído para sus adentros ante la idea de que la vida en el Eros pudiera ser rutinaria; pero la primera semana se dio cuenta de que así era en verdad. La Luna habíase convertido en un puntito casi invisible y Marte era sólo una luminaria roja igualmente distante. Las estrellas continuaban siendo igual que siempre, y la eterna negrura del espacio exterior les daba la impresión de que se hallaban completamente inmóviles en medio del Cosmos.

El único cambio lo motivaba el derrame de algún líquido que solía liberarse para convertirse en una esfera redonda pendiente en medio del navío. Al seguirla con la intención de atraparla hacían ejercicio..., aunque no resultaba muy agradable, especialmente cuando el líquido estaba caliente.

Y aun esto llegó a su fin cuando Vance decidió hacer girar la nave a fin de que pudieran llevar una vida más normal. El movimiento del Eros los arrojaría contra el casco a la manera de un peso que girara al extremo de un cordel. La fuerza centrífuga no era lo mismo que la gravedad, pero el resultado sería el mismo. Naturalmente, dificultaría el manejo del navío, pero no se necesitaría cuidar mucho el curso hasta que hubieran llegado a la zona de atracción del planeta rojo.

Chuck oyó que comenzaban a girar las ruedas de los giróscopos a una velocidad de tres mil revoluciones por minuto. Allí en el espacio, cualquier movimiento en una dirección era automáticamente compensado por otro movimiento opuesto en el resto de la nave. Newton habíalo expresado así en su segunda ley: "Por cada acción hay una reacción igual en dirección opuesta." La rueda de tres kilos de peso tenía que girar diez mil veces para hacer dar una vuelta completa a la nave que pesaba treinta mil kilos, y el Eros comenzó a dar vueltas con lentitud hasta que fué adquiriendo cada vez más celeridad.

Cuando parecieron pesar unos diez kilos cada uno, Vance reguló la marcha de los giróscopos, y ordenó que se trasladara el equipo a fin de que emplearan todos el casco como piso, ya que el navío había sido equipado para tal fin. En el conducto central de la nave seguían privados de peso, pero en las otras partes les era posible caminar sin tomarse de nada si eran cuidadosos al hacerlo.

Chuck halló un trabajo que le mantuvo ocupado. La mitad de sus horas de guardia las pasaba en las huertas hidropónicas, cuidando de las plantas y recortándolas para colocar los restos en los tanques de substancias químicas que los reducían a líquido. A bordo del Eros se usaba todo una y otra vez; no había pérdida ninguna, y sólo cambios gobernados por la mano del hombre. Teóricamente podrían haber seguido viajando eternamente, siempre que hubiera suficiente energía para que continuaran funcionando los aparatos y máquinas.

El resto de sus horas de trabajo las dedicaba a hacer limpieza y ayudar a Ginger en la cocina. Era una especie de cocinero, mozo de limpieza y jardinero.

Las comunicaciones se llevaban a cabo durante el turno de Vance, y el muchacho veía muy poco el equipo de radar. Las pocas oportunidades en que el gongo indicaba la llegada de una señal, se trataba simplemente de cuestiones puramente técnicas y nunca de nada muy interesante. En una oportunidad habló unos segundos con su padre. Había supuesto que su familia no le reprocharía su huida, y le resultó agradable constatar que estaba acertado en esta suposición. Todos ellos se enorgullecían de él.

A medida que más se alejaban de la Luna se requería cada vez más energía para hacer funcionar el radar, y Vance lo mezquinaba lo más posible. El motor atómico podía funcionar durante años enteros, pero los generadores sufrían cierto desgaste; todos ellos habíanse proyectado para que pesaran lo menos posible y había muy pocos repuestos a bordo.

La mayor parte del tiempo libre lo dedicaban a juegos diversos o a la lectura. Ginger había inventado una especie de hockey en el conducto central, donde la ausencia de peso permitía saltar de un extremo a otro del pasaje si se calculaba bien el impulso inicial. De este modo hacían ejercicio al tiempo que se divertían un poco, y el juego se convirtió pronto en parte integrante de la vida diaria.

Después dormían. Para el momento en que Chuck se iba a su hamaca, estaba lo bastante cansado como para quedarse dormido inmediatamente y no despertar hasta pasadas ocho horas por lo menos.

Tres semanas después de la partida se presentó la primera dificultad durante uno de los períodos de descanso del muchacho.

El insistente resonar del gongo interrumpió su sueño, despertándole tan bruscamente que cayó de la hamaca al piso. Antes de que pudiera levantarse, sintió que funcionaban los cohetes con su potencia máxima. Su cuerpo se aplastó contra las planchas de acero y se salvó de sufrir lesiones serias gracias a la brevedad del disparo.

Después oyó la llamada por el altavoz:

—¡Alerta todos! ¡Meteoros!





cap. 6

¡Meteoros!




Al llegar a la sala de mandos vio Chuck que se le habían adelantado Dick y los otros. Casi no había espacio para todos en la cabina, mas ninguno se preocupó de aquel inconveniente.

—¡Chuck, al radar! —ordenó Vance.

El capitán continuó dando órdenes, pero el muchacho no le oyó siquiera; ya estaba instalándose en el asiento que le dejara Lew y sus ojos seguían las líneas que cruzaban la pantalla a gran velocidad. Más práctico que Wong en aquel trabajo, era el hombre indicado para el puesto.

Nat Rothman se hallaba a su lado, haciendo funcionar una maquinita de calcular, mientras que Vance manejaba las palancas de gobierno.

Cada una de las rayas que aparecía en la pantalla representaba un objeto diminuto que había más adelante. El tamaño de los mismos era indicado por su brillantez. Chuck dirigió la vista hacia el indicador y vio que estaba regulado para mostrar los objetos del tamaño de una arveja con una luminosidad mediana. Otra pantalla señalaba la distancia.

—Correlaciónalos —dijo Rothman.

El muchacho superpuso ambas imágenes —cada una en un color diferente— en una tercera pantalla, y comenzó a hacer girar los diales para descubrir la velocidad probable de los meteoros en relación con la nave. Para esto debió tener en cuenta el movimiento de rotación del Eros.

—¡Allá! —dijo al fin, señalando uno que tenía un tamaño algo mayor y se hallaba demasiado cerca.

Rothman hizo una señal a Vance mientras levantaba un dedo, y la nave dio un salto hacia adelante que duró un décimo de segundo. Aguardaron quizás un segundo más, pero no les llegó sonido alguno procedente del casco.

—Pasó de largo —dijo Vance—. Pero no podemos seguir así. Esto...

Oyóse entonces un sonido similar al de una bala de rifle que da contra una superficie metálica. Al primer sonido siguió otro más agudo. Uno de los meteoros, de un tamaño menor que el de una arveja, había logrado llegar hasta ellos, atravesando la nave de un costado a otro. A velocidades de varios kilómetros por segundo, aun la partícula más pequeña resultaba peligrosa. Al parecer, todos aquéllos eran tan diminutos que no se los vio desde el observatorio de la Luna. Lo malo era que debía haber lo menos un millar o más en la ruta de la nave.

—Remienden —ordenó Vance.

Steele, Lew y Sokolsky partieron a la carrera. Tendrían que hallar el primer orificio y luego el segundo, taparlos con planchas de acero y soldarlos antes de que escapara el aire contenido dentro del casco.

La lluvia de meteoros no era ya tan densa. Chuck mantuvo los ojos fijos en la pantalla, y pocos segundos más tarde vio que iban a atravesar otra zona en que abundaban aquellos vagabundos del espacio.

—Ese primero debe haber sido tan grande como un melón —dijo Rothman a Chuck—. Comenzó a funcionar la alarma automática y Lew no tuvo tiempo para preparar las cosas. Fué una suerte que no nos tocara. Lo raro es que hay una posibilidad en cincuenta de encontrarse con un meteoro entre este punto y el planeta Marte. Por lo general están muy esparcidos y el blanco que ofrecemos en el espacio es demasiado pequeño.

Aunque los meteoros giran alrededor del sol siguiendo órbitas propias similares a las de los planetas, suelen ser relativamente escasos. Sólo había habido un accidente que se atribuyó a ellos en todos los viajes efectuados entre la Tierra y la Luna, pero el Eros parecía estar de mala suerte.

Ahora se aproximaban al otro borde de la zona recorrida por los meteoros y los vieron en mayor abundancia que antes. Algún día dispondrían de maquinarias completamente automáticas que calcularan la ruta de los meteoros y desviaran a la nave de su paso. Mas esto era cosa del futuro. En esos momentos la seguridad de todos dependía de la rapidez con que Chuck hiciera sus cálculos y de la habilidad con que Rothman interpretara los pocos informes que obtuvieran.

—¡Dos! —gritó el muchacho, y Rothman hizo una rápida seña al capitán.

Esta vez pareció que el Eros había enloquecido al ser liberada toda la potencia de sus cohetes por una fracción de segundo. Mas no tuvo éxito la maniobra, pues a pesar del rápido cálculo del piloto, era muy difícil hacer pasar la nave por entre aquellos dos meteoros.

Algo dio contra el casco del Eros con un aullido escalofriante. El objeto pasó frente a la nariz de Chuck, a menos de treinta centímetros de distancia y ya candente debido a la fricción. Golpeó acto seguido contra el tablero de instrumentos, vibró con un agudo silbido y desapareció de inmediato, dejando un agujero de quince centímetros de diámetro en la pared opuesta a la que le sirviera de entrada.

El aire comenzó a escapar por las dos aberturas y Chuck apoderóse del diario de a bordo para colocarlo sobre el agujero más grande, donde la presión del aire lo retuvo fuertemente adherido. Mientras tanto, Vance había cubierto ya el otro orificio más pequeño con una goma de borrar.

En seguida aparecieron Steele, Lew y Sokolsky. Los tres estaban llenos de magullones a causa de los golpes que recibieran al funcionar los cohetes, pero ninguno parecía darse cuenta del detalle. Rápidamente colocaron planchas de metal bajo los tapones improvisados y se pusieron a trabajar con el soldador eléctrico portátil. Al cabo de pocos minutos ya estaban clausuradas las aberturas.

Ya no se veían las líneas en la pantalla del radar. Chuck cedió su puesto a Lew y dio su informe al capitán, quien asintió en silencio.

Vance estaba observando el destrozo que causara el meteoro en el tablero de instrumentos. Adelantóse hacia el mismo y se puso a probar las perillas y palancas, mientras que Steele echábase en el piso para estudiarlo más de cerca.

—Se han dañado la mayoría de los gobiernos para el disparo de los cohetes; no funcionarán parejo. Y ese primer meteoro causó daños en los giróscopos. Estamos en un buen aprieto.

—Sí. Probablemente estaremos a salvo hasta que lleguemos a Marte; pero tendremos que hacer muchas reparaciones si queremos aterrizar allá sin perder la vida. Chuck, te has portado mejor de lo que se podría esperar. No es culpa tuya ni de Nat. Lo hemos pasado demasiado bien, y ahora tendremos que ver qué tiempo nos llevará reparar los daños.

Vance volvióse hacia Steele, quien sacudió la cabeza.

—Puedo volver a montar los giróscopos; pero no rendirán la misma velocidad que antes, y no puedo asegurar cuanto tiempo funcionarán los ejes. Chuck, tú ayudaste a instalar estos tableros; échales una ojeada.

El muchacho inclinóse para examinar los cables dañados, comprobando que estaban todos en el más completo desorden. Sería necesario desconectarlos todos y volverlos a instalar. El trabajo de estudiar los diagramas y hacer las conexiones les llevaría varios meses. Dio su informe, mientras Vance buscaba los diagramas en uno de los armarios de la cabina.

—Bien —dijo al fin el capitán—. Manos a la obra. Por suerte disponemos de mucho tiempo, aunque no podemos saber cuando hemos de necesitar todo esto nuevamente. Es probable que no volvamos a ver más meteoros, pero no es posible afirmar nada al respecto.

Todos los miembros de la tripulación poseían gran diversidad de conocimientos técnicos. Vance era capaz de sustituir a cualquiera de ellos, lo mismo que Steele. Además de piloto, Rothman era un geólogo de primera, muy capacitado para calcular los recursos minerales del planeta que iban a visitar. El doctor Sokolsky tenía tanto de biólogo como de médico. Gracias a la experiencia adquirida al trabajar al lado de su padre, Chuck poseía notables conocimientos de ingeniería mecánica, mientras que Lew era muy aficionado a la arqueología, materia sobre la que sabía bastante. Aun Ginger Parsons, que afirmaba ser sólo el mejor fotógrafo del mundo y un gran cocinero, había hecho estudios adelantados de ciencia y mecánica.

Mas el trabajo del momento era sólo para dos hombres, ya que no había espacio para más. La reparación del tablero de instrumentos fué confiada automáticamente a Chuck y Lew Wong. Vance o Rothman estarían allí con ellos para maniobrar la nave cuando fuera necesario; pero ambos muchachos tendrían que reacondicionar la instalación del tablero por sí solos.

Chuck fué en busca de su traje espacial, pues la experiencia habíale enseñado que era mejor soldar al vacío, ya que hasta los alambres más delgados podrían tocarse con los hierros candentes sin peligro de dañarlos. Lew estuvo algo torpe al principio; pero una vez que se hubo extraído todo el aire de la cabina de mando, tardó muy poco en acostumbrarse.

El trabajo era difícil. La instalación original habíase hecho por partes, empleando herramientas complicadas, y uniendo luego todas las secciones al conectarlas cuando se finalizó la labor. Ahora tenían que hacerlo todo directamente, apelando a herramientas extensibles para llegar a los lugares más inaccesibles y organizando las cosas de manera de ir terminando en orden cada sección.

El primer día tuvo Chuck que deshacer dos veces lo ya terminado a fin de introducir partes que habían parecido sencillas en los diagramas, pero que en la práctica era imposible adaptar.

Tenían cable de sobra, y en el depósito del conducto central había repuestos en abundancia; pero no había bobinas preparadas, pues se pensó que podrían prepararse cuando fuera necesario hacerlo. Esta teoría era aceptable para los casos en que se necesitara hacer una o dos bobinas, pero el trabajo de enrollar tantos cables resultaba tedioso en extremo.

Tenían tablas que demostraban la manera de formar aquellas bobinas, mas el trabajo a mano nunca resulta exacto. Las bobinas debían ser probadas en los medidores especiales y a veces resultaban satisfactorias, aunque en la mayoría de los casos veíanse obligados a agregar algunas vueltas más o quitar otras y unir más los cables. En esto resultó excelente el entrenamiento que tuviera Chuck al fabricar su propio equipo casero. Lew sólo había trabajado con repuestos de fábrica y era menos ducho en cortar y manipular los que estaban haciendo ahora.

Al fin terminaron una sección que probó Vance sin perder tiempo. Vieron que funcionaba; aunque se hubieran necesitado muchas horas de práctica para calcular la manera de compensar los errores fraccionales que podría haber en ella.

—Sé que está bien instalada, y todas las partes concuerdan con lo que exigen las especificaciones —informó Chuck al capitán—. Debería funcionar exactamente como el original.

Steele le miró sonriendo.

—Chuck, esto se parece al trabajo con el radar. Uno se conforma con los resultados que se obtienen y rara vez hay motivo de queja. Pero yo vi a los hombres que instalaron estos tableros. En el taller pasaron las pruebas con resultados extraordinarios, pero aquí en el navío comenzaron a dar dolores de cabeza. La instalación llevó mucho tiempo porque tuvieron que rehacer el trabajo varias veces... Los instrumentos están relacionados unos con otros y algunos afectan el funcionamiento de los que tienen más cerca, de manera que necesitan ser calibrados para compensar las diferencias que pudiera haber.

Chuck dejó escapar un gemido; Steele tenía razón. Cuando constató el funcionamiento de todo el tablero con los medidores, descubrió que se requerirían varios días más para regularlos de manera que dieran resultados correctos.

Luego, en otros tableros, no se preocuparía tanto del funcionamiento individual de las partes individuales. Tendría que ocuparse de ello luego de haberse hecho todas las conexiones.

Dedicaron varios días más al siguiente tablero dañado, del que quedaban todavía varias partes intactas. El tercero gobernaba el disparo de los siete tubos disparadores de los cohetes, calculando al mismo tiempo la diferencia en la potencia individual de cada uno y rectificando automáticamente estas diferencias para que la nave no se desviara del rumbo. Al examinarlo comprobaron que éste sería el que más trabajo les costaría.

Todavía estaban instalando el segundo tablero cuando se presentó Dick Steele para anunciar que los giróscopos estaban ya reparados. Chuck abandonó un rato su tarea a fin de ir a observar la labor efectuada por los otros.

El aspecto de los aparatos era exactamente igual que cuando habían sido colocados originariamente. Dick había logrado fundir el extremo del eje roto y darle nueva forma. Algunos de los sostenes estaban soldados de manera algo rústica, mas esto no influiría en el buen funcionamiento del aparato.

—¿Funcionará bien? —preguntó Vance.

—Mejor de lo que esperaba. Tuve que desarmar uno de los motores y ajustarlo; pero estoy seguro de que marchará mucho más tiempo del que podríamos necesitarlo de ida o de vuelta. Lo único malo es que tendremos que tratarlos con más cuidado; no parten ni se detienen con la misma suavidad que antes. Esto no importará..., a menos que nos cueste mantener el navío en posición cuando los necesitemos para ello.

Chuck frunció el ceño. Sentíase cansado y la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros surtía ya su efecto.

—¿Con eso quieres decir que tengo que hacer un trabajo perfecto en los tableros de gobierno?

—Más o menos —asintió el negro—. La verdad es que tendrás que hacerlo mejor que los que instalaron los originales.

El muchacho miró a Lew, quien se encogió de hombros.

—Haré lo más que pueda —prometió luego—. Pero si tengo que hacerlo tan bien, será necesario desconectar el tablero principal y los gobiernos de los motores. Debo investigar qué relación tienen entre cada uno y cómo se influyen el uno al otro a fin de saber si estoy acertado.

Rothman se dispuso a protestar, pero Steele habló antes que él.

—El chico tiene razón —dijo a Vance—. Es la única manera de hacerlo.

—Pero si nos encontramos con más meteoros... —gruñó el piloto—. Necesitaremos los gobiernos.

Rothman se quedó muy pensativo mientras regresaban al alojamiento de la tripulación. Después se encogió de hombros.

—Bueno, Chuck, supongo que Vance y yo tendremos que ceder. Si es necesario hacerlo, así será.

El capitán también concordó. Acto seguido se desconectó el tablero luego que Chuck y Lew hubieron preparado un sistema que les insumiría la menor cantidad de tiempo posible. La cabina de gobierno era ya un laberinto de herramientas y cables, y Vance y Rothman entraron en ella, sintiéndose muy preocupados por tener que dejar la nave librada al azar aún durante una hora. El piloto sentóse en el asiento del radar y se puso a trabajar de mala gana, mientras que Vance observaba todo. El capitán parecía tranquilo y no objetó en absoluto cuando se cerraron los contactos. Había insertado un micrófono pequeño en su casco e informaba sobre el progreso del trabajo al resto de la tripulación. Chuck imaginaba que su versión era sincera; pero seguramente hablaría Vance con más serenidad de lo que sentía.

Habían finalizado a medias las pruebas cuando se oyó por los teléfonos la voz de Rothman que decía:

—Hay señales en el radar. ¡Meteoros!

—¿Cuánto tiempo? —inquirió Vance.

—Unos minutos.

Era demasiado poco; no podría ponerse el tablero en funcionamiento en menos de media hora. Chuck adelantóse hacia el visor del radar y reajustó los gobiernos a fin de obtener informes más precisos.

—Creo que no nos tocará ninguno —anunció, aunque no estaba seguro de ello.

Era muy difícil determinar la distancia a que se hallaban partículas tan diminutas.

Vance fué a observar la pantalla y regresó a su asiento con aparente tranquilidad.

—Debe ser la parte delantera de la lluvia que descubrió el observatorio; tuvieron que adivinar su tamaño por los pocos grandes que pudieron fotografiar. Los esperaba, pero creí que estarían más adelante. Bien, pronto lo sabremos.

De nuevo trató Chuck de tomar en consideración el movimiento rotativo de la nave a fin de dar un veredicto más acertado, pero no le fué posible mejorar el que diera desde el principio. Lew estuvo observándole un momento y reanudó luego su tarea. Chuck ofrecióse a ayudar, pero Vance ordenóle que se quedara donde estaba.

—Sé lo bastante para esto, Chuck. Sigue observando la pantalla. Por lo menos podrás avisarnos a tiempo para que elevemos una oración antes de morir.

Las marcas en la pantalla eran ahora más brillantes. Rothman hacía cálculos con gran rapidez; tenía el ceño fruncido, pero no temblaban sus manos. Por su parte, Chuck estaba realmente atemorizado y no le importaba que lo supieran. Rothman y Vance parecían incapaces de sentir temor.

—Creo que no nos tocarán —anunció el piloto—. Parece que pasaremos con el tiempo justo. Un minuto más y lo sabremos.

En ese momento sonó algo que dio contra el casco de la nave. Chuck se quedó extrañado ante el detalle; el sonido no podía llegarles no habiendo aire. Después comprendió que los tripulantes de abajo debían haber sintonizado las radios de sus trajes espaciales y acababan de oír lo mismo que oyeran ellos.

El ruido se asemejaba al golpetear de hielo sobre un cubo de metal. Vance lanzó un gruñido, ordenando:

—Levanta el volumen, Ginger.

Le respondió una exclamación de sorpresa y en seguida acrecentóse el volumen.

—No es más que polvo. Demasiado diminutos para atravesar el casco —musitó Vance a poco.

Cesó entonces el sonido y todos aguardaron con gran expectación, mas no volvió a repetirse. Tal vez se trataba de los fragmentos microscópicos de algún meteoro que había chocado con algo y seguían aún su antigua órbita. Fuera lo que fuese, ya había desaparecido.

Las marcas en el visor del radar se tornaron aún más brillantes, pero no estaban ya en el centro. Después desaparecieron sin dejar rastros. Rothman se arrellanó entonces en el asiento, exhalando un profundo suspiro.

—Pasaron por detrás. Si no hallamos más, estaremos de parabienes. ¿Qué alcance tiene este aparato, Chuck? ¿Tres mil kilómetros?

—Más o menos —asintió Chuck—. A menos que la onda dé en uno bien grande.

—Un par de minutos de viaje. Seguiré atendiéndolo yo. Tú vuelve al trabajo. Gritaré si veo alguna otra señal.

Chuck y Lew reanudaron su tarea, midiendo y comparando los resultados con las especificaciones. El trabajo era lento y tedioso, y estaban ya por finalizar cuando oyeron un gruñido que lanzaba Rothman.

—¿Qué pasa, Nat? —inquirió Vance.

—No sé... Veo aquí algo que parece nieve. No sé si son meteoros o no.

Chuck fijóse en el soldador que usaba Lew y sonrió de pronto. Al darle con el pie vio que la palanca se soltaba de donde se había atascado.

—¿Ha desaparecido ya? —inquirió entonces.

Sonrió el piloto al tiempo que asentía.

—Abajo la teoría, Miles —expresó—. Prefiero un chico cuyo padre le haya enseñado mecánica. No hay tales meteoros.

—Ni hay ya motivo para tener desconectado esto —anunció Lew—. Ya hemos terminado.

Con un suspiro de alivio movió Vance las palancas. Ahora, si era necesario, la nave podría esquivar el impacto de los meteoros.

Rothman recogió entonces los informes tomados y, mientras los observaba Chuck, tomó su calculador e hizo señas a los dos muchachos para que le siguieran a la cabina de la tripulación, donde podrían trabajar con más comodidad. Ahora se trataba de teorizar, y en esto podrían adelantar Lew y Rothman mucho más en pocos minutos de lo que podría hacerlo Chuck en varias horas.

El muchacho cayó en la cuenta de que la colisión con los meteoros había servido un propósito definido, ya que ahora trabajaban todos en armonía y como un equipo perfectamente identificado, haciendo cada uno lo que más sabía sin pensar en ello, sabedor de lo que podía dejar a cargo de otros que dominaban otros aspectos del trabajo.

Esto era algo que la preparación teórica no podía haberles inculcado, y Chuck comenzó a sentirse más optimista que en todas las semanas transcurridas; estaba seguro de que la tripulación podría salir de cualquier aprieto con toda felicidad.

Escuchó al piloto y a Lew que discutían ciertos puntos y atendió a los resultados obtenidos. Después se fué a acostar a su hamaca. No le pareció que faltaba a su deber al dedicarse al descanso, pues sabía que de este modo se preparaba para el trabajo que habría de llegar mientras que otros más conocedores que él continuaban con la parte que les correspondía.

Al acostarse se hizo cargo de pronto de que su padre había pasado años tratando de enseñarle la lección que aquí aprendiera con tanta rapidez... Poco después lo dominó el sueño y quedóse dormido.





cap. 7

Marte a la vista



El viajar de un planeta a otro parece algo sencillo si el navío tiene la suficiente potencia para dar el salto. En otras épocas la mayoría de la gente imaginaba que bastaría con saber donde iba a estar Marte en un momento dado y dirigirse a ese punto con todos los cohetes en funcionamiento. Al fin y al cabo, se conocían perfectamente las órbitas de los planetas y no sería muy difícil dirigir la nave.

En realidad se requería un profundo conocimiento de alta matemática para trazar la ruta aproximada que se necesitaría para el viaje. Éste podía realizarse directamente, mas para ello debería emplearse una potencia increíble, y aún con la energía atómica no existían cohetes que poseyeran un poder excesivo.

Goddard calculó las mejores órbitas a mediados del siglo veinte, cuando los únicos cohetes no eran otra cosa que juguetes. Descubrió que la órbita más económica podría hallarse trazando la de la Tierra, a ciento cuarenta y nueve millones de kilómetros del Sol, y la de Marte, que estaba a doscientos cinco millones de kilómetros del Sol en su punto más próximo al mismo. Luego, al trazar otro círculo que cruce ambas órbitas, se habrá hallado la ideal para lanzar un cohete de uno a otro planeta.

Chuck paróse en la cabina de mandos del Eros y se puso a estudiar el diagrama de la ruta con la representación de los días y las diversas velocidades. Lew estaba agachado debajo del tablero arruinado, retirando las partes torcidas y quemadas, pero la carta era lo único de interés para Chuck en aquellos momentos.

—Deja de refunfuñar —le dijo Lew—. Lee en voz alta o calla. Me estás recordando todo lo que he olvidado con esas cifras que no alcanzo a entender.

Sonrió Chuck al tiempo que se esforzaba por hacerse entender. La ruta no era sencilla. Dejaba a la Tierra a un lado del Sol y se extendía hasta el otro lado antes de encontrar la órbita de Marte. Aun a la velocidad que viajaban les llevaría doscientos treinta y siete días completar el salto.

Además, el viaje era posible sólo cuando la Tierra y Marte estaban en el lugar más propicio, lo cual sucedía en períodos separados por varios años.

La Tierra gira alrededor del Sol a más de veintinueve kilómetros por segundo, y la aceleración del navío había acrecentado su velocidad a más de cuarenta kilómetros por segundo. Ahora luchaban contra la gravedad del Sol, la que los atraía poderosamente, obligándoles a perder velocidad de manera tal que llegarían a la órbita de Marte a sólo veinticinco kilómetros por segundo; mas esto era como debía ser, ya que el planeta Marte se trasladaba por su órbita a esa misma velocidad.

—¿Te parece sencillo, Lew?

—Si se descuenta la gravedad de Marte —comentó Vance al entrar en la cabina por la cámara especial de compresión que habían instalado—. Al decirlo así das la impresión de que nos dejamos llevar por el impulso inicial y tocamos el planeta sin más trabajo. No olvides que comenzaremos a caer hacia Marte no bien nos acerquemos lo suficiente, y tendremos que aterrizar con la ayuda de los cohetes, a menos que queramos aplastarnos o arder con la fricción cuando toquemos la atmósfera. Por eso convendrá que terminen de arreglar esa instalación.

Asintió Chuck mientras iba a cumplir su turno con los cables y Lew salía para tomarse un descanso.

Ya habían pasado el punto medio del trayecto y ahora comenzarían a acertarse cada vez más a la meta. El Sol habíase empequeñecido bastante, detalle que se notaba a simple vista.

El muchacho sacó una caja quemada de entre las ruinas y se puso a estudiarla mientras la comparaba a los diagramas. En el dibujo la representaban como una caja punteada alrededor de dos varillas que no llegaban a tocarse: símbolo de un condensador recubierto. Pero el aparato era mucho más complicado de lo que indicaba el dibujo.

Tomando el soldador, comenzó a retirar la cubierta retorcida y casi fundida. En el interior halló un laberinto de cables, resistencias, condensadores y algo que podría haber sido un rectificador de cristal.

—¿Qué sacas en limpio de esto? —preguntó Lew.

—Muy poco. Ya me fijé en el "condensador", y me estaba preguntando cómo funcionaría. A ver el diagrama.

Lo estudiaron juntos, esforzándose por interpretarlo. Junto a la caja había un número, como figuraba al lado de cada uno de los repuestos y partes. Lew fué a consultar el libro de los repuestos y no pudo encontrarlo.

—¡Muy bonito! —dijo con amargura—. Deben haber instalado un circuito nuevo antes de que imprimieran los diagramas, y alguno de los ingenieros incluyó esto, esperando hacerlo figurar más tarde..., y se olvidó de hacerlo. ¿Qué será? ¿Algún circuito pulsador?

—Debe ser, aunque es posible que cumpla alguna otra función. Déjalo de lado —sugirió Chuck—. Ya lo veremos más tarde. Tú que estás tan fuerte en teoría tendrás que descubrir como está compuesta la caja, a menos que entre los repuestos tengamos otra que no figure en el libro.

Vance apoderóse de la caja para examinarla.

—¿Es importante? —quiso saber.

Lew se encogió de hombros.

—No sé, pero sospecho que de ella depende el funcionamiento correcto de los cohetes. Esto lo estamos haciendo más o menos a ciegas; el gobierno es casi todo electrónico, pero tiene ciertos detalles que no conozco.

Vance llamó a Steele, pero el ingeniero sacudió la cabeza al ver la caja, tras de lo cual tomó los diagramas y se puso a estudiarlos.

Al finalizar el examen tenía el ceño fruncido.

—Lo único que puedo decir es que tiene importancia, pero se trata de algo nuevo de lo que no estoy enterado. ¿Quiere que hagamos un inventario de los repuestos?

Asintió Vance y el negro salió de inmediato. Se efectuó el inventario de los repuestos mientras Lew y Chuck seguían armando la instalación del tablero de gobierno, en el que dejaron espacio suficiente para la caja. Eventualmente finalizaron la inspección de todas las piezas y los que tomaban inventario anunciaron que no había otra caja similar en el depósito.

El tiempo urgía, pues ya comenzaban a aproximarse a Marte, el que era ya visible en el visor del radar en su alcance máximo.

Chuck continuó probando el tablero, mientras que Lew, Rothman y Steele seguían esforzándose por interpretar los símbolos y detalles. Ya habían efectuado una llamada de emergencia a la Tierra; mas saltaba a la vista que las especificaciones que había en el planeta eran diferentes que las de ellos, ya que no figuraba en ellas la caja. Al parecer, uno de los ingenieros había inventado un sistema nuevo que incluyó en el circuito y al que hizo figurar en los dibujos. Después no informó el cambio, y al probarse el tablero sin que hubiera fallas, se lo instaló sin hacerse notar el detalle. En la Tierra estaban buscando al modesto inventor. Finalmente anunciaron que habían descubierto su identidad..., pero el individuo había fallecido en un accidente automovilístico un día después de finalizar el tablero.

Esto explicaba la diferencia entre los diagramas y la realidad, más no servía para solucionar el problema. Chuck sugirió que trataran de hallar las notas dejadas por el ingeniero y vieran si contenían algún informe.

Pasó otra semana antes de que llegara la respuesta. Habíanse hallado y descifrado las notas; pero estaban incompletas y los ingenieros no tenían ningún modelo en que basarse, sino solamente las teorías generales, las que transmitieron al Eros, deletreando cada palabra tres veces consecutivas a fin de que no se perdiera ninguno de los informes.

Transcurrieron varios días más mientras Lew, Chuck y Steele leían los informes recibidos y estudiaban la caja arruinada, desarrollando nuevamente las teorías del ingeniero muerto y tratando de ver cómo podían aplicarlas.

Al fin iniciaron la construcción sin mayores esperanzas. Chuck sabía que la mitad de la obra se basaba en conjeturas, pero sentíase demasiado agotado para preocuparse por ello. Fué a buscar los repuestos que necesitaba y comenzó a preparar la instalación. —Depende —dijo en respuesta a la pregunta de Vance—. Hay aquí una bobina poco usual y esperamos haber adivinado como estaba hecha basándonos en lo que hallamos del original. Además, no conocemos el tamaño de los dos condensadores. Si esto da resultado, quizá podamos regularlo como se debe. Si dispusiéramos del tiempo necesario tal vez podríamos hacerlo funcionar tan bien como el original o quizá mejor.

Asintió Vance y los dejó solos. Cuando volvió a presentarse en la cabina ya estaba instalada la caja y los tres efectuaban los últimos ajustes a toda prisa, mientras trataban de hacerla funcionar. Lo malo era que los indicadores de los aparatos de prueba no se movían en lo más mínimo.

Aquella noche estuvo Chuck despierto mucho tiempo. Tenía la seguridad de que la caja debía funcionar. Claro que conocía menos teoría que Lew, pero se había estado asesorando constantemente en la biblioteca del navío.

Allá en la Luna habíale parecido muy interesante eso de entrar en la nave y partir hacia Marte, formando así parte de la primera expedición que visitaría otro planeta. Hasta había soñado con hallar allí seres inteligentes. Antes de pensar siquiera que tendría una oportunidad de ir con los expedicionarios habíase dedicado a estudiar el problema de cómo podrían comunicarse los hombres con otras razas inteligentes, pasando gran parte de sus vacaciones del verano leyendo todo lo que se había escrito al respecto.

Mas todo aquello parecía ahora carente de importancia. Le dolían los músculos de tanto trabajar con los delicados aparatos, le dolía la espalda y la cabeza le daba vueltas. A veces sentíase más viejo que todos los otros tripulantes..., pero luego se daba cuenta de que a sus compañeros debía pasarles lo mismo que a él.

Cuando al fin se durmió fué para descansar sólo una hora. Después le despertó un sueño en el que figuraba su padre...

Tomando una decisión súbita, vistióse con rapidez y marchó hacia la cabina de mando. Según el reglamento, debía pedir permiso para usar el equipo de radar que servía para las comunicaciones; pero, debido a la emergencia, habíanse dejado de lado aquellos requisitos. Lo puso en funcionamiento, conectando el micrófono de su traje con el del transmisor y comenzó a llamar a Ciudad Luna.

En la voz del operador con quien se comunicó notábase la misma tensión que en la suya. Seguramente estaban allá tan preocupados como ellos, o quizás más, ya que no podían hacer nada para ayudarles. Pidió hablar con su padre y aguardó con impaciencia hasta que oyó al fin su voz.

De inmediato notó en ella la fortaleza de carácter y la comprensión que la caracterizaran siempre. —Hola, Chuck. ¿Qué pasa, muchacho?

El mozo sintió deseos de llorar al relajarse la tensión de que era presa. Acto seguido dio los detalles a su padre, hablando con gran apresuramiento. Después aguardó mientras viajaba el mensaje hacia la Tierra, meditaba un momento el autor de sus días y le contestaba al fin. Se hallaban lo bastante lejos como para que —aún con el radar— la transmisión insumiera algunos minutos. —Chico, o mucho me equivoco o te encuentras con la dificultad más vieja de todos los mecánicos —le dijo Svensen—. Fíjate a ver si todos los cables están conectados. Recuerdo que una vez me pasé dos semanas buscando una falla en un trabajo y encontré la solución recién después que una sirvienta me mostró...

Pero Chuck no le escuchaba ya. Se hallaba al otro lado de la cabina mirando con fijeza el tablero abierto. ¡En un rincón, bajo un laberinto de otros cables, descubrió la conexión que olvidaran hacer!

No recordaba haber cortado la transmisión o agradecido a su padre, aunque seguramente lo hizo. Un momento después estaba despertando al capitán Vance y llamando a gritos a Lew Wong. Ya para entonces se habían apiñado todos a su alrededor, esforzándose por entender sus palabras.

Tres horas más tarde indicaban los medidores que el tablero funcionaba de acuerdo con las especificaciones.

—Parece que anda bien —comentó Rothman—. Ustedes dos se han portado mejor de lo que se podía esperar de alguien que no fuera el ingeniero que instaló el tablero. Pero hasta que no efectuemos un aterrizaje, no sabremos si está perfecto. Si nos acompaña la suerte, bajaremos en una sola pieza; cuando veamos cómo funciona, sabremos lo necesario para hacer las rectificaciones que sean menester.

Acercóse a los gobiernos y efectuó un breve disparo con los cohetes, asintiendo luego mientras fruncía el ceño levemente.

—Si se pudiera confiar en los giróscopos... —interrumpióse mientras sonreía—. De todos modos, podríamos festejar el triunfo. ¿Qué dice usted, capitán?

Chuck volvió a dedicarse a sus deberes rutinarios y se reanudaron las guardias de costumbre. Allá a lo lejos continuó agrandándose el planeta hacia el que se dirigían, aunque la rotación del navío impedía verlo en todos sus detalles. Vance ordenó que se desconectaran los giróscopos y Chuck aguardó hasta que la nave cesó de girar antes de volver a la cabina de gobierno. Desde allí podía verse brillar el planeta allá adelante, destacándose enorme y rojizo en el espacio. La cabina estaba otra vez llena de aire y el mozo exhaló un profundo suspiro.

Los detalles de la superficie de Marte veíanse con gran claridad. Aun era imposible saber si eran canales u otra cosa; sin embargo, pudo comprobar visualmente que las fotografías tomadas desde el observatorio lunar eran excelentes y acertadas. Aquellos canales no se revelaban tan rectos como los mostraban los mapas de otro tiempo, mas no había nada similar a ellos ni en la Luna ni en la Tierra.

Podría ser obra de seres inteligentes, se dijo. Quizá había habido allí suficiente atmósfera como para que una raza privilegiada creara una civilización similar a la de la Tierra. En Egipto habíanse construido las pirámides a pesar de una gravedad dos veces y media mayor que la de Marte, y en China subsistía aún la Gran Muralla erigida miles de años atrás.

¿Qué encontrarían en el planeta rojo? Quizá no hubiera vida inteligente, o tal vez hallaran ruinas que indicaran la derrota de una raza vencida por la falta de agua y de aire. Por su parte, abrigaba la esperanza de que hubiera aún sobrevivientes.

Steele había entrado tras él y también observaba el espectáculo. El gigantesco negro exhaló un suspiro al tiempo que miraba al muchacho y hacía una señal negativa con la cabeza.

—Hace demasiado tiempo que no hay una atmósfera decente. Salvo la poca que tiene, Marte no podría retener su aire; es demasiado pequeño y liviano —murmuró, como si hubiera adivinado los pensamientos del muchacho—. Pero resulta difícil afirmarlo al verlo así. No hago más que pensar que los habitantes saldrán a recibirnos. Quizá debí haberme dedicado a la poesía y no a la ingeniería atómica. Bien, mañana veremos de qué se trata.

—¿Y si hubiera gente?

Steele volvió a suspirar.

—No sé; quizá tengamos guerra o quizá paz. Cuando era niño me contaba mi abuela cosas que había oído relatar en la época en que los de mi raza eran esclavos. Sus historias no me hicieron querer mucho a la gente. Pero no dejes que nadie te diga que el hombre es malo, chico: la raza ha adelantado mucho. Creo que todo dependerá de los marcianos. Si son salvajes, es posible que nos odien y nos teman. No se puede ganar la amistad de quien nos tiene miedo.

Después sonrió Steele y, cambiando de tono, agregó:

—Estamos diciendo tonterías, Chuck. Tendremos suerte si encontramos aunque sea insectos. Vamos a trabajar en las huertas.

La tarde siguiente estaba Chuck soñando con marcianos fantásticos que salían a recibirle con flores en una mano y espadas en la otra cuando le despertó el leve movimiento del navío que giraba para dirigir rumbo al planeta rojo.

Engulló rápidamente su desayuno de una de las latas de raciones conservadas y encaminóse hacia la cabina de mandos. Al llegar a la puerta se detuvo un instante, pero el capitán le hizo seña de que entrara. Sólo se hallaban allí Vance, el piloto y Lew Wong.

La pantalla colocada sobre los tableros les mostró la superficie del planeta que salía a su encuentro, agrandándose más a medida que la miraban. Rothman estaba muy ocupado con su calculador y se veían gotas de transpiración sobre su frente. Vance manejaba los gobiernos, tan sereno como siempre, mas los dejó a Rothman al finalizar éste sus cálculos e ir a ocupar su puesto. El capitán separó entonces dos de los otros asientos e hizo señal a Chuck para que se instalara en uno de ellos.

Los asientos se inclinaban hacia atrás para formar cojines horizontales de absorción de gravedad, mientras que los gobiernos se deslizaban de manera que Lew y Rothman pudieran alcanzarlos con facilidad. Vance apretó contra su garganta el micrófono conectado a los altavoces.

—Un minuto... Treinta segundos... Quince... Diez... Cinco... Cuatro... Tres... Dos... ¡Disparar!

Era más fácil resistir la aceleración en los asientos construidos especialmente para tal fin. La soportaron sin apartar los ojos de los visores. Chuck sintió que partía un gemido de sus labios.

La nave no funcionaba con la suavidad requerida. El lugar hacia el cual apuntara Rothman se agitó en la pantalla y el Eros inclinóse hacia un lado y luego al otro. Casi les pareció ver que las palancas escapaban de manos del piloto.

Rothman tiró de nuevo de las palancas, esta vez con más fuerza, esforzándose por dominar la nave. Luego tendió una mano hacia una de las perillas.

—¡Los medidores! —jadeó con dificultad—. Cuando descendamos veremos por qué andan mal.

De nuevo acrecentó la aceleración para frenar el impulso del Eros, hasta que el indicador de arriba registró cinco gravedades y media. Chuck tuvo la impresión de que se le iban a desorbitar los ojos y a duras penas pudo ver la pantalla. La nave aminoraba ya su marcha.

—¿Caída libre? —murmuró Vance.

Rothman no contestó nada, aunque sus dedos cortaron de pronto el disparo de los cohetes. Desde el exterior les llegó un zumbido prolongado que indicaba el paso del navío por la atmósfera.

Luego cayeron por su propio peso, mientras el piloto trataba de gobernar el movimiento con los diminutos timones instalados en las aletas de la nave.





cap. 8

Desastre



Los dedos de Rothman maniobraron sobre las palancas, fijos sus ojos en la pantalla. Su voz sonó como un ronco murmullo.

—¡Cuidado con los golpes!

Vance dejó escapar una risita casi casual. Chuck miró a Lew, viendo reflejado en los ojos de su amigo el mismo temor que le embargaba a él.

La nave se colocó al fin en posición vertical. Rothman volvió a tocar los botones y otro disparo súbito aplastó a Chuck contra los cojines. El paisaje de abajo comenzó a mecerse, pero Rothman mantuvo apretados los botones. La superficie del terreno había dejado de agrandarse y Marte se alejaba nuevamente.

Habían perdido toda su velocidad de avance y de nuevo se elevaban hacia el espacio. El piloto luchaba por corregir los disparos desiguales de los tubos de escape, detalle que empeoraban los giróscopos descompuestos. Llevó más arriba al Eros y al fin desconectó los motores.

—El número seis es el peor —le dijo Vance—. ¿No puede sincronizar con él el número tres?

—Ya lo he intentado. Podríamos conseguirlo con el dos y el cinco.

El piloto volvió a tender las manos hacia los gobiernos y los hizo funcionar con gran delicadeza. Los medidores se movieron en el tablero y Rothman tocó otra vez los botones que disparaban los cohetes. Esta vez pareció el disparo más parejo, aunque no mucho mejor.

Chuck se esforzaba por interpretar el mensaje de los indicadores. La culpa la tenía él; de haber poseído más conocimientos teóricos quizá hubieran podido evitar aquellos saltos y la terrible incertidumbre. Si alguna vez llegaban a aterrizar, se ocuparía personalmente de investigar dónde estaba el defecto.

Al cesar el disparo Rothman lanzó una mirada hacia Vance.

—¿Quiere probar? —le dijo—. Quizá me están fallando los nervios.

—Lo está haciendo muy bien —fué la respuesta—. Yo también me siento un poco nervioso. Aun Foldingchair lo estaría pasando mal en momentos como éste. Bueno, descienda si puede, Nat.

De nuevo caían con lentitud, rodeados por una atmósfera muy tenue. No se oía el sonido, pero lo indicaba una de las agujas del tablero. Debían hallarse en la parte superior de la capa atmosférica de noventa y cinco kilómetros que envuelve a Marte.

Se bamboleó la nave y Rothman tuvo que corregir la caída con fugaces disparos de los cohetes. Después comenzaron a tomar velocidad en su caída y entraron en la atmósfera algo más densa, donde las aletas podrían servir para gobernar el Eros.

La superficie del planeta se acercó más esta vez. Rothman esperó hasta que parecieron a punto de estrellarse y recién entonces disparó los cohetes. Crujió la nave ante la fuerza del disparo y comenzó a inclinarse más hacia la izquierda. El piloto empleaba más potencia de la necesaria y así continuó haciéndolo.

Chuck perdió el conocimiento por unos instantes; la presión era más de la que pudo soportar. Cuando abrió los ojos subía de nuevo la nave, los cohetes no disparaban y eran guiados por los timones. Rothman estudió la pantalla hasta llegado el momento oportuno en que desconectó los cohetes que les habían llevado de nuevo sobre el límite de los noventa y cinco kilómetros.

Se volvió entonces hacia el capitán.

—Miles, no creo que pueda hacerlo. Si le parece que tendrá usted más suerte, hágase cargo del gobierno.

Vance negó con la cabeza.

—Usted es el piloto; yo no podría hacerlo mejor... A menos que esté asustado. ¿Qué me dice?

—Demasiado ocupado para tener miedo —repuso Rothman con toda sinceridad.

Vance encogióse de hombros.

—Entonces a usted le corresponde. Probablemente me pondría histérico si lo tuviera yo a mi cargo. Nat, si es necesario que caigamos, no se preocupe. Esto se pone cada vez peor. Le doy permiso para que nos mate a todos si con eso ha de sentirse mejor. Pero esta vez aterrice, entero o en pedazos.

Chuck hizo una mueca, esforzándose por apreciar el humorismo que había en las palabras de Vance, cosa que no le fue posible. El capitán bien podría haber hablado en serio. Lo importante era descender y mejor sería estar muertos que continuar preocupándose. Por su parte, Chuck prefería seguir preocupado, mas no hizo comentario al respecto. Si abría la boca no podría evitar que se le escapara un grito de terror.

El piloto volvió a mirar hacia la pantalla.

—Tengo un par de minutos. Denme un cigarrillo.

Vance sacó un paquete y una caja de fósforos. Encendió un cigarrillo y se lo arrojó a Rothman, quien lo tomó al vuelo con el pulgar y el índice. Chuck se hizo cargo de que no podría haberlo hecho con tanta seguridad un hombre que no fuera completamente dueño de sus nervios.

El piloto aspiró dos bocanadas de humo, apagándolo luego.

—Gracias —dijo—. Bueno, muchachos, otra vez con lo mismo. Si alguien ha elegido un sitio donde le gustaría ser enterrado, no tiene más que avisarme

De nuevo aullaba el aire alrededor de la nave, la que cobró ahora más velocidad en su caída. Chuck quiso cerrar los ojos, pero se sintió peor al no ver la pantalla.

El piloto tenía ahora más práctica en el manejo de los timones. Esta vez descendían en línea recta hacia el punto coloreado que marcaban los indicadores en el visor. Al acrecentarse la velocidad se tornó más firme su dominio de la nave, y ya no se notó el bamboleo de antes. Chuck se hizo cargo de que, de estar parejos los cohetes, Rothman habría efectuado un aterrizaje mucho mejor que cualquiera de los de Jeff Foldingchair.

Rothman disparó sus cohetes con gran cuidado, mas el bamboleo se repitió de inmediato. Tal como dijera Vance, la situación empeoraba cada vez más. El cohete número seis debía estar casi sin gobierno. Cesó el disparo luego de una breve prueba y la nave continuó descendiendo guiada en parte por las aletas y timones.

Se hallaban a menos de quince kilómetros de altura y continuaban bajando. Rothman calculaba entre dientes, y mantuvo el rumbo hasta que parecieron hallarse casi sobre el terreno. Entonces apretó los labios y gritó luego:

—¡Ahora!

De nuevo se dispararon los cohetes a su máxima potencia, haciendo vibrar todo el casco de la nave espacial. Chuck no pudo desmayarse; la tensión de sus nervios era demasiado grande. Sus ojos continuaron fijos en la pantalla que era ahora un manchón borroso.

Cesó el disparo de los cohetes al conjuro de los dedos del piloto. Algo sacudió al navío. Una de las aletas de cola había tocado el terreno mientras aún duraba el disparo.

Una vez más cesó el rugir de los motores y hubo un nuevo disparo brevísimo.

Pero la escena reflejada en la pantalla indicaba que no lograrían efectuar el aterrizaje. El último disparo había llegado demasiado tarde y descendían inclinados. Tocaron el suelo y rebotaron para caer de nuevo, siendo los golpes como martillazos que dieran contra el estómago de Chuck.

Por un instante se tambalearon apoyados sobre una de las aletas y estuvieron a punto de enderezarse. Mas no les acompañaba la suerte. La nave se inclinó de nuevo, tambaleóse un poco y cayó al fin sobre un costado.

Hubo luego algo similar a una explosión y Chuck perdió el sentido.





Lo primero que sintió el muchacho fué algo húmedo que le tocaba la frente. A su lado vio a Dick Steele que le miraba mientras el doctor Sokolsky le palpaba el cuerpo.

—No hay fracturas. Pronto estará como nuevo.

El rostro de Steele estaba cubierto de sangre y se veía una fea cortadura en su frente. No obstante, el ingeniero sonrió alegremente al muchacho.

—Allá abajo lo pasamos mejor; lo peor fué aquí arriba. ¿Puedes moverte?

Chuck se puso de pie con gran dificultad, sintiendo el dolor de sus músculos y más asombrado que complacido. Había estado seguro de que la caída los mataría a todos. Vance y Lew ya estaban de pie y el piloto volvió en sí un minuto más tarde.

—Todos vivos y sin mayores daños..., gracias a un milagro —anunció Sokolsky—. Las cuerdas de nylon que sujetan las hamacas absorbieron la mayor parte del sacudón. Pero la nave no está en muy buenas condiciones.

Por lo que podía ver, Chuck se dijo que ninguno de ellos estaba muy bien. Todos cojeaban y mostrábanse doloridos y llenos de magullones, mas el placer de estar vivos les compensaba por las otras molestias.

—¿Qué tiene el navío? —preguntó Vance. Fué Steele quien contestó.

—Está bastante mal —dijo—. Y perdemos aire por una rajadura en la cámara de las huertas hidropónicas. Está cerca del techo; muy difícil de alcanzar. Las puertas no se cierran y eso tenemos que corregirlo de inmediato si queremos vivir. Chuck, Nat, Miles, ustedes tienen experiencia con las máquinas. Vamos a poner manos a la obra.

En una emergencia de aquella naturaleza, el que más supiera era el jefe. Los otros le siguieron de inmediato por el conducto central. Parte de uno de los depósitos habíase aplastado y los cajones y recipientes de víveres yacían por todos lados, dificultando el paso.

—Creo que la mayor parte de los víveres está bien —les informó Steele—. Perdimos un tanque de agua, a menos que podamos recogerla de alguna manera. Y las plantas se han desarraigado en algunas partes. Pero los motores parecen estar bien, y no creo que los escapes de los cohetes sufrieran el menor daño: están en la cola, donde no se sintió mucho la caída. Todavía no he tenido oportunidad de constatar la existencia de combustible, pero no he notado el menor olor, de modo que no debe haber ningún derrame. Vean, aquí está lo malo.

Señaló hacia arriba, en la cámara de los tanques hidropónicos, indicando una rajadura en el metal. Habíase abierto una de las costuras como si fuera el cascarón de una nuez que se hubiera golpeado. Ahora se veía algo que tapaba la grieta.

—Parte de nuestra tela para tiendas —explicó Steele—. La puse allí con ayuda de varillas. Está reteniendo casi todo el aire, aunque no cierra perfectamente la abertura.

Vance observó la lona, durante unos segundos.

—Parece que ha estado usted ocupado, Dick. Bien, tenemos suficientes chapas para formar un remiendo temporario; para eso podemos usar las más delgadas. ¿Pero cómo podemos colocarlas allí arriba?

—Habría que sacarlas y trepar con ellas por el lado de afuera. Podríamos pasar una cuerda y subir dos escaleras.

Asintió el capitán y encaminóse hacia el depósito donde se guardaban las chapas para las reparaciones. Probablemente se necesitarían cinco de las más delgadas para cubrir debidamente la grieta. Dick apoderóse de dos de ellas y los otros tomaron una cada uno, así como el equipo que tendrían que emplear. Luego encamináronse lo más rápidamente posible hacia la cámara de compresión que servía de entrada y salida a la nave.

La puerta interior se abrió con facilidad; aparentemente había soportado bien el golpe. La exterior les resultó ya otra cosa, pues se negó a ceder hasta que Dick y Vance unieron sus fuerzas y la empujaron entre ambos. Recién entonces se plegó despaciosamente y con sonoros crujidos.

Bajo la misma vieron una arena rojiza que había tomado la forma de la hoja de la puerta. Dick dejó escapar un gemido.

Chuck tomó una de las chapas con la intención de apartar la arena y en ese momento se hizo cargo de lo que había sucedido. La salida de la nave estaba ahora en la parte de abajo del casco; el Eros había caído de costado, presionando la puerta con todo su peso.

—Tendremos que salir cavando... —comenzó.

Pero Vance le interrumpió de inmediato.

—Lo haremos..., pero no ahora. Probablemente nos hemos hundido un metro o dos en esta arena tan blanda y tendríamos que cavar un túnel que dé al exterior. Miren que seca es esa sustancia. Tendríamos que ir colocando sostenes a medida que avanzáramos para evitar que nos caiga encima. De modo que cavaremos cuando tengamos un par de días libres para dedicarnos a ese trabajo. ¿Y la puerta que da a la cámara de las huertas?

Steele frunció el ceño.

—Las tres están atascadas. Si pudiéramos cerrar herméticamente la de afuera igual seguiríamos perdiendo aire. De todos modos, de nada serviría que nos salváramos y dejáramos morir las plantas en la atmósfera tan tenue de este planeta. Las necesitaremos.

Regresaron a la cámara de las huertas, dejando el equipo junto a la inútil cámara de compresión. Vance detúvose para cerrar la puerta interior, ya que el aire se filtraría gradualmente hacia afuera a través de aquella arena tan seca.

La tela que cubría la rajadura parecía delgada y transparente, pero cumplía su fin de contener la presión del aire. Habíanla fabricado para usarla en los desiertos marcianos, donde debería retener la atmósfera individual de cada carpa durante no menos de veinticuatro horas. Mas no estaba bien asentada sobre la fisura desigual, y la corriente constante demostraba que el aire se perdía sin cesar.

Chuck trató de imaginar cómo habría logrado Dick colocarla allá arriba, ya que la tela era demasiado liviana y muy difícil de manipular. Las varas que usara eran caños normales de aluminio, atados unos a otros hasta alcanzar una longitud de unos quince metros. Probablemente ni él mismo podría decir ahora cómo consiguió llevar a cabo el trabajo.

—¿Todavía nos queda fuerza motriz? —preguntó el ingeniero.

Asintió Steel y Chuck se puso a estudiar de nuevo la posición de la tela.

—Y tenemos una buena cantidad de pintura de la que se seca en cinco minutos. ¿Qué les parece si cargamos las bombas con ella y la usamos para rociar la tela?

—Podría resultar —asintió Vance.

Casi en seguida trasladaron allí la bomba y la manguera, mientras que los otros llevaban varias latas que contenían cinco litros de pintura cada una.

—¿De qué está hecha la tela? —quiso saber Chuck—. ¿La ablandará la acetona?

—No sé; podría disolverla por completo. Pero tendremos que hacer la prueba.

Vertieron en el tanque de la bomba una laca fabricada con base de acetona y probaron el motor, constatando que funcionaba perfectamente. Dick y Nat tomaron entre ambos la manguera, apuntaron con ella e hicieron una señal a los otros. Chuck abrió la válvula.

Un delgado chorro de pintura saltó hacia arriba y los dos hombres lo dirigieron cuidadosamente para que diera contra el borde de la tela, hasta que comenzó a aparecer un manchón grisáceo. Chuck cerró entonces la válvula y todos se quedaron mirando con gran expectación.

Al principio no sucedió nada; después se estiró poco a poco la tela que estuviera arrugada, adhiriéndose más al metal. La pintura estaba dando resultado; lo malo sería que el efecto se prolongara demasiado y la acetona destruyera la tela. Transcurridos cinco minutos más, Vance exhaló un profundo suspiro.

—Buena idea, Chuck. Se ve que da resultado. La pintura se seca antes de dañar la tela y la ablanda lo suficiente como para que la presión la adhiera bien al metal. Sigan.

Estaban quedándose casi sin pintura cuando llegaron a la última parte de la ranura. Pero la tela así tratada habíase adherido perfectamente y la corriente de aire fué amenguando poco a poco.

Repitieron la maniobra con otra pintura a base de plástico, mas la misma pareció no surtir el menor efecto en la tela. Esto no importaba; ya que la usaban para cerrar bien los poros, fin para el cual resultó altamente satisfactoria. Poco a poco fueron cubriendo toda la tela.

—Va a durar lo menos una semana —declaró Dick en tono aprobatorio. Luego miró hacia los tanques hidropónicos—. Esta pintura no les hará ningún bien.

—Ya volverán a crecer las plantas o las reemplazaremos con otras —manifestó Rothman—. Por suerte no rociamos ninguna de las hortalizas ni verduras. Ahora ya me he consolado un poco del lío en que les metí a todos.

Al fin consiguió el doctor retener a Steele el tiempo suficiente para tratarle la herida. Sokolsky asintió al oír las palabras del piloto, mas su expresión no era aprobadora.

—Magnífico. Si tenemos que pasar aquí el resto de nuestras vidas, supongo que será mejor tener aire, aunque no estoy seguro de ello. ¿Notó alguno de ustedes que se ha quebrado una de las vigas principales que refuerzan el casco?

Steele le miró con ojos agrandados por la sorpresa.

—No es posible. Esas vigas horizontales son las que resisten el disparo de los cohetes.

—¿De costado?

—No. Supongo que son más resistentes colocadas así contra el casco. Espero que podamos reforzarla de alguna manera.

Se volvieron a Vance, pidiendo su opinión, mientras seguían a Sokolsky hacia donde se hallaba la gran viga perjudicada. Pero el capitán no la miró casi, siguiendo en cambio hacia la cabina de gobierno para regresar poco después con una carta de navegación. Ya para entonces se habían unido todos y Vance les dirigió la palabra.

—Podemos despegar de Marte. Quizá nos lleve tiempo; pero parece que tenemos abastecimientos suficientes para un tiempo. Ya lo constataremos más tarde. Además, no he visto daños que no se puedan reparar; quizá haya algunos que no salten a la vista, pero supongamos que no los hay. Lo que más importa es saber qué tiempo tardaremos en finalizar todas las reparaciones necesarias.

Steele miró a los otros mientras calculaba mentalmente los daños sufridos.

—Cinco o seis meses, capitán —dijo al fin.

—Exactamente —Vance les mostró la carta—. Y hemos gastado una cantidad excesiva de combustible al aterrizar. Una vez que Marte y la Tierra no estén ya en conjunción, iremos perdiendo terreno y necesitaremos cada vez más combustible para el regreso por cada mes que permanezcamos aquí. O partimos dentro de los noventa días o tendremos que esperar unos cuantos años hasta que los dos planetas vuelvan a estar en posición favorable para el viaje.

Hizo una pausa y añadió:

—Ustedes han de decidirlo. Tendrán que hacer un milagro..., que es lo que necesitamos.





cap. 9

Un nuevo mundo



Mientras llevaba la pala hacia la cámara de compresión de entrada, Chuck se hizo cargo de que no le emocionaría el hecho de posar sus plantas por primera vez en el suelo de otro planeta. Aquella arena que había en la cámara era parte del suelo de Marte, mas no se ajustaba aquello a lo que imaginara al pensar en la llegada de un explorador al mundo vecino a la Tierra. Lew pidió que le esperara y presentóse a poco con otra pala.

Ambos muchachos eran musculosos, aunque no demasiado corpulentos, de modo que podían trabajar cómodamente en aquel reducido espacio. Cada uno de ellos había llegado a la conclusión de que era hora de empezar mientras los otros estaban todavía ocupados en calcular lo que faltaba por hacer.

Las chapas metálicas se hallaban, todavía en la cámara. Chuck calculó el tamaño del recinto y ambos usaron luego el marco de la entrada inferior para doblar las hojas metálicas y darles forma. Las mismas no soportarían una presión muy grande, pero quizá pudieran impedir que la arena se deslizara hacia abajo.

Aquella substancia rojiza era tan fina como las piedras pulverizadas que viera en algunos de los cráteres lunares. Se escapaba de sus palas casi como si fuera agua cuando la levantaban para echarla hacia el interior.

Lew interrumpió el trabajo para observar a su compañero durante un momento y luego se fué sin decir nada. Chuck no pudo censurarle; la tarea parecía inútil. Pero el operador del radar regresó al cabo de pocos minutos con un par de hojas más pequeñas del delgado metal, las que aseguró contra el marco de la puerta. Tras mucho maniobrar logró dar a una de ellas la forma de un cubo no del todo cerrado que hasta serviría para recoger agua.

—Herramientas terrenas en Marte —murmuró, indicando las palas—. Lo que te pasa a ti es que estás demasiado acostumbrado a una gravedad mínima y olvidas la gran cantidad de esta arena que podemos acarrear.

Así diciendo, introdujo el cubo en la arena blanda hasta llenarlo. No disponía de asas, mas pudo levantarlo con toda facilidad y lo llevó al interior del pasaje vacío.

Le sonrió Chuck al tiempo que se ponía a confeccionar otro cubo del mismo tipo. Era verdad; la gente llevaba consigo sus hábitos terrestres y se acostumbraba demasiado pronto a la escasa gravedad de la Luna y de Marte. Una vez que pasaba lo novedoso de hallarse en un planeta de menor masa que la Tierra, reanudaban sus antiguas maneras de hacer las cosas. Aquí eran más pesados que en la Luna, pero aun así pesaban sólo las tres octavas partes de su peso normal en el planeta que les viera nacer.

Así pudieron ir adelantando más. Chuck pasó por la puerta una de las chapas grandes que doblaran, introduciéndola en la arena todo lo que le fué posible. Luego de retirar cada cubo lleno, volvía a llevarlo más adelante. Así fué abriendo un espacio bastante amplio más allá de la puerta. Ahora les resultaba ventajosa la blandura de la arena, ya que no les era necesario cavar ni subir, pues la substancia se iba deslizando hacia ellos y estaba siempre a su alcance.

Vance debía haberse enterado de la tarea a la que estaban entregados, pues se presentó cuando colocaban la segunda chapa doblada debajo de la primera. Al ver los resultados dejó escapar un silbido.

—¡Muy bien! Veo que adelantan. ¿Quieren un relevo?

Les dolían los brazos; pero Chuck comprendió que no había otro trabajo que pudieran hacer mejor que aquél. Ya había probado el radar, constatando que no funcionaba, de modo que no disponían de medios para informar a la Tierra.

Inclinaron hacia arriba la segunda chapa doblada, haciendo presión contra el costado del casco. Vance volvió a donde estaban los otros y Lew le acompañó para obtener más chapas de metal que usarían para formar un piso, ya que con cada paso que daban se hundían hasta los tobillos en la arena fina. Con el piso, el túnel comenzó a adquirir un aspecto más sólido y permanente.

Ginger les llevó algo de comer y el mensaje de Vance de que no se apresuraran demasiado. Más tarde presentóse a retirar los platos y para advertirles que no dejaran escapar el aire del casco. Los muchachos habían estado demasiado entretenidos para pensar en ello.

—Entonces tráenos nuestros trajes atmosféricos, Ginger. Además, podrías cerrar las puertas que dan al pasaje.

—¿Y esa arena de allá? —intervino Lew—. Ya hay demasiada.

Nos haría falta alguien que la fuera trasladando a medida que la echamos fuera.

Asintió Ginger y a poco le oyeron cerrar las puertas. El cocinero estuvo de vuelta al cabo de unos minutos con sus trajes, otro cubo improvisado y su cámara fotográfica. A la espalda llevaba colgado su traje espacial.

—Déjenme tomarles una foto para recuerdo y yo mismo sacaré la arena —declaró sonriendo.

Ahora comenzó a barrerse la arena gracias a la presión del aire que salía de la cámara. Chuck inclinóse para tomar la tercera chapa doblada y la empujó hacia adelante. Al principio halló cierta resistencia, pero casi en seguida salió la chapa a la superficie. Apareció entonces un agujero por el que se deslizó gran cantidad de arena hacia el túnel.

Afuera reinaba la noche. Chuck indicó a Lew que saliera con él y ambos se asomaron al agujero que era lo bastante amplio como para dar cabida a un hombre. Chuck sintonizó su radio en la onda común que también afectaría los altavoces distribuidos en la nave.

—¡Capitán! —llamó entonces.

Vance contestó de inmediato.

—Ya hemos terminado y podemos ver la superficie. Si quiere mandar un par de hombres para que retiren la arena que apilamos en el pasaje y suelden los sostenes, ya tendremos una salida permanente.

—Muy bien. No esperaba que terminaran tan pronto. Vengan aquí y yo me encargo de lo demás —manifestó Vance en tono muy animado.

Pero Chuck tenía otra idea.

—¿No nos dejaría salir a explorar un poco? —pidió—. Tenemos toda la carga de oxígeno y baterías frescas para las luces.

—¿Y armas? —preguntó la voz de Sokolsky—. No, no creo que encuentren nada que ande por aquí durante la noche; la temperatura debe ser de treinta grados bajo cero.

—Vayan entonces —asintió el capitán—. Pero no se alejen más de un kilómetro del Eros..., y tengan cuidado. Vuelvan pronto, así duermen y reponen fuerzas para mañana.

Chuck se hizo cargo de que pasada la noche tendrían un día verdadero. El día de Marte duraba sólo treinta y siete minutos más que el de la Tierra. Luego de los días y noches ficticios de la Luna y del Eros, les parecería extraño volver a una especie de normalidad. Dio las gracias a Vance y dispúsose a desconectar el transmisor.

En ese momento llegó a sus oídos la voz de Steele.

—Deja sintonizada la radio, chico; queremos escucharles. Y no olviden la ceremonia reglamentaria. Para eso tenemos una bandera allí en la cámara.

Ginger les llevó la bandera, sonriéndoles alegremente.

—A ver si están elegantes cuando la claven, muchachos. Ya tengo lista la cámara. "Los primeros hombres que posan sus plantas en Marte, el primero de los planetas conquistados por la Tierra". Estas fotos los convertirán en héroes.

Chuck le sacó la lengua para expresar su opinión al respecto, pero aceptó la bandera. Lew había agrandado la abertura, y ambos salieron juntos a la fría superficie del vecino de la Tierra. A sus espaldas se vio el resplandor de una lámpara relámpago sincronizada a la cámara fotográfica de Ginger.

Volvió a verse el resplandor cuando Chuck se inclinó para clavar la bandera en el suelo.

—Reclamo este planeta y lo coloco bajo el protectorado de las Naciones Unidas, según las leyes y reglamentos imperantes en la Tierra.

Era un momento histórico y una solemne ceremonia, pero el muchacho sintióse algo tonto. Hubiera sido más lógico que lo llevara a cabo Vance.

Recién entonces se hizo cargo de toda la realidad de la situación. ¡Estaba en Marte! En este mundo había una vida que no podía haberse desarrollado en la Tierra. Encendió de pronto su luz para mirar el terreno que pisaba. No era más que una extensión arenosa y árida. Aun con aquella temperatura tan baja no se veía el menor rastro de escarcha sobre el suelo.

Disgustado y lleno de fatiga, se dispuso a regresar a la nave; pero vio entonces que Lew habíase adelantado unos pasos más y lo siguió mecánicamente. Se hubiera sentido satisfecho con ver un solo retoño verde; pero el Sahara era un paraíso comparado con aquello.

Llamó a Lew a gritos, mas la atmósfera era demasiado tenue para servir de vehículo a los sonidos a distancia mayor de los dos metros.

Lew se agachó entonces para recoger algo. Era un objeto de unos cinco centímetros de longitud que parecía un trozo de piolín. Chuck lo tomó sin el menor interés..., y de pronto dio un respingo. No era mineral, de eso estaba seguro; sólo podía ser parte de una planta, a menos que pudiera creer que se trataba de algo tan imposible romo un hilo de papel retorcido; hasta tenía el mismo aspecto que éstos.

A la luz de su casco no pudo ver mayores detalles. Trató de deshacerla entre los dedos, pero era demasiado dura, aunque se doblaba un poco. Después notó que de la misma sobresalían unas hebras tan delgadas como cabellos y se dijo que debía haber sido en otro tiempo la raíz de alguna planta.

Se quedó mirando a su alrededor, mientras la voz de Lew murmuraba algo allí cerca. Recién después que el otro le tocó el tasco se hizo cargo de que había tenido desconectada la radio durante varios minutos, aunque no recordaba haber movido la palanca. Seguramente estaba muy disgustado y la desconectó sin pensar. Rápidamente volvió a ponerla en funcionamiento.

—...planta —decía Lew—. ¡Oye, Chuck! ¿Qué te parece?

—Debe haber sido una planta en otro tiempo —admitió Chuck.

Resonó un grito en sus oídos y a poco oyeron la voz excitada de Sokolsky.

—Espérenme, muchachos. No la pierdan. Quizá sea nuestra única evidencia de vida vegetal. Puede que estemos rodeados de plantas, pero también es posible que esa raíz tenga diez millones de años y se haya conservado gracias a la sequedad del ambiente. ¡No la suelten que ya voy yo!

Y así era. Sokolsky salió a poco por el hueco, puesto ya su casco, aunque no del todo sujeto. Sus manos ajustaban los cierres mientras corría a saltos hacia los dos muchachos.

—Ya oí tu descripción, Lew. Debe ser una planta. Muéstramela... ¡Ah!

Profundamente emocionado, Sokolsky se puso a examinar la raíz bajo la luz de su casco. Acto seguido descolgó un microscopio que llevaba colgado del cuello y la estudió con más detenimiento.

—¿Y bien? —inquirió Chuck al cabo de un rato.

El doctor levantó la vista con expresión azorada.

—Células verdaderas... Claro que están momificadas, pero esto estuvo dotado de vida en otro tiempo. ¿Hay más? ¿Dónde la encontraron?

Lew indicó hacia adelante y Sokolsky echó a correr, saltando su luz delante de él. No se detuvo, sino que siguió corriendo hasta que su figura perdióse al otro lado de una elevación arenosa tras la que debía haber una hondonada.

Oyóse de pronto un grito súbito al que siguió un silencio sepulcral.

Los dos muchachos corrieron tras él, mientras que Chuck imaginaba todos los monstruos raros que podría haber en el planeta. Cuando vieron al doctor se confirmaron al principio sus temores, ya que Sokolsky se hallaba tendido en el suelo, completamente inmóvil.

Lew le gritó y ambos se adelantaron corriendo, pero el doctor se paró entonces con toda tranquilidad, mostrándoles algo que tenía en la mano. Era un objeto que formaba una bola apretada de superficie dura y cerosa, pero que comenzó a abrirse al recibir la luz de los tres cascos. No quedaba la menor duda; su brillante color verde era el que caracteriza a toda la vida vegetal.

—Hay muchos más, millones..., y de una docena de variedades —manifestó Sokolsky en tono de profunda emoción—. Aterrizamos en un terreno árido, pero miren...

Siguieron la dirección de su mirada, comprobando que no había exagerado. Toda la vegetación parecía formar bolas compactas; probablemente era esto una característica especial de todas las plantas del planeta que de ese modo no perdían calor durante las frígidas temperaturas de la noche. Gran parte de ellas estaban casi por entero sepultadas en el suelo, y había por lo menos un acre de terreno cubierto profusamente por los verdes objetos.

—Miren —les dijo el doctor—. La parte externa es dura como el vidrio. La planta segrega una especie de cera que la ayuda a no secarse. Y fíjense qué gruesas son las hojas; deben almacenar agua y aire en gran cantidad para lo que es el planeta. Con esto podremos estudiar una nueva ciencia: ¡La evolución relativa!

Chuck halló una de las diminutas plantas semejantes a repollos y tiró de ella viendo que salió del suelo una raíz delgada de no menos de doce metros antes de desprenderse por entero. Al mirarla notó que también esa planta se abría con lentitud bajo el reflejo de su luz.

—¿Todas se mueven así, doctor?

—Tienen que hacerlo; necesitan toda la luz que pueden recibir, pero no les es posible estar abiertas cuando se pone el sol. Muchas plantas de la Tierra también se abren y se cierran, pero éstas deben hacerlo mucho mejor. ¡Miren qué hermosa raíz! Probablemente se hunde hasta donde hay algún poquito de humedad que nosotros no descubriríamos nunca.

En ese momento sonó la voz de Vance en los teléfonos.

—Basta ya, muchachos. Es hora de regresar.

—Diez minutos más —rogó Sokolsky—. ¡Hay una cosa más que quiero ver, capitán!

—Cinco minutos entonces, pero no más —asintió Vance—. Más tarde podrá buscar todas las plantas que quiera.

Sokolsky meditó un momento.

—Diez minutos y le mostraré una ciudad marciana —declaró luego.

—Si se toma diez minutos tendrá que mostrarme una —respondió Vance con irritación.

—Gracias, capitán —rió el doctor.

—Lo ha dicho en serio —murmuró Lew—. Será mejor que volvamos.

El hombrecillo del pelo rojo sacudió la cabeza dentro de su casco y volvió a reír entre dientes.

—Ya lo sé, y si apuntan las luces hacia allá verán la ciudad. Tienen diez minutos para visitarla..., y yo tengo que descubrir si estas plantas siguen los mismos principios que las de la Tierra.

Chuck se dijo que el doctor estaba de bromas y dispúsose a volver a la nave. En ese momento se tendió el haz de luz de su casco hacia el horizonte y sus ojos se agrandaron enormemente.

En efecto, aquello parecía una ciudad, no de tipo muy adelantado, sino más bien como otras cuyas ruinas había visto en Europa. Había sido construida con piedras que estaban casi deshechas y de las que quedaban sólo fragmentos.

Inmediatamente se dirigió hacia allí con Lew a su lado. Seguramente las supuestas ruinas no eran otra cosa que piedras naturales que sufrieran la erosión de los vientos, mas no pudo dejar de visitarlas.

Llegaron al lugar al cabo de pocos minutos, comprobando entonces que, en efecto, se trataba de una ciudad de piedra con sus calles correspondientes y paredes bajas que aún conservaban la forma de las casas a las que pertenecieran. Todavía veíanse las aberturas de las puertas y al otro lado de una de ellas descubrieron un banco de piedra junto a un trozo de pared en el que había incrustada una estrella de siete puntas de color diferente al muro. Chuck imaginó casi a ciertos seres humanos sentados en el banco y mirando hacia la estrella. Mas todo aquello debió haber sucedido mucho tiempo atrás. En aquel planeta, en el que no había lluvias, se habrían necesitado seguramente un millón de años para desgastar las piedras hasta convertirlas en los restos que veían ahora.

—Terminaron los cinco minutos —dijo la voz de Vance.

—¡Capitán, aquí hay una ciudad! —repuso Chuck.

Luego agachóse para recoger un trozo de algo que parecía ser porcelana con un diminuto dibujo que lo rodeaba formando un círculo perfecto en su borde.

—Hay ruinas —agregó.

—No me interesa que hayan encontrado marcianos fumando la pipa de la paz. Ya pasaron los cinco minutos. Si no vuelven en seguida mandaré a Dick a buscarlos.

Chuck se disponía a arrojar el fragmento al suelo cuando lo contuvo Lew.

—Cálmate, Chuck. Nos quiere de regreso y lo que hallemos es menos importante que la orden que nos han dado. Vamos a buscar al doctor.

No les costó trabajo hallarlo. Sokolsky ya se encaminaba de regreso hacia la nave, sonriendo muy satisfecho. Asintió al verlos y les mostró tres plantitas de la forma de un repollo.

—He descifrado el enigma —les informó—. Hay tres sexos entre las plantas. Uno produce una especie de polen y otro uno diferente, mientras que el tercero parece ser el que germina. No me importa si no podemos regresar; lo único que me interesa es que reparen el radar para poder informar esto a la Tierra.

Después exhaló un suspiro al tiempo que fruncía el entrecejo.

—Eso sí, espero que no haya aquí males que afecten al hombre. Tendré que examinar bien las heridas que nos hicimos al aterrizar.

—Encontramos las ruinas de una ciudad —le informó Chuck, muy intrigado, al notar el cambio operado en el médico—. Vimos casas verdaderas, aunque son tan antiguas como estas colinas.

Asintió Sokolsky.

—Ya me lo figuraba. Pero yo tuve suerte con las plantas; por eso les dejé la ciudad a ustedes. Aquí hay suficiente para todos, y... les diré, muchachos, hacía más de dos años que no me entusiasmaba tanto con algo.

Cuando llegaron a la cámara de compresión vieron a Steele que estaba por colocarse el casco. La expresión del ingeniero denotaba extrañeza y preocupación. No hizo comentario alguno, pero señaló el pasaje con un ademán y los precedió por él hacia el comedor.

Allí se hallaban reunidos los otros, con Vance a la cabecera de la mesa. El capitán levantó la vista al tiempo que bajaba la mano hacia las rodillas para levantarla en seguida armada de una automática de calibre 45.

Fingiendo no ver el arma, Chuck colocó el fragmento sobre la mesa.

—Es verdad que hallamos ruinas, señor. Encontramos esto entre ellas.

Hubo un movimiento general y todos adelantáronse para ver, pero la mano libre de Vance tomó el fragmento y lo puso a un lado.

—Muy bien —expresó el capitán con voz tajante—. Encontraron ruinas. Por esta vez pasaremos por alto vuestra desobediencia; pero de ahora en adelante no habrá excepción en lo referente a los reglamentos y las órdenes que se impartan. Proclamo la ley marcial que haré respetar con la pena de muerte si llegara a ser necesario.

Echóse hacia atrás en su silla, sin soltar la pistola, mientras que los demás le miraban anonadados.





cap. 10

Náufragos del espacio




Los ojos de Chuck se fijaron en unos y otros buscando alguna explicación a la escena. Los rostros de todos mostráronse inexpresivos y las manos lastimadas y sucias permanecieron inmóviles sobre la mesa. Todos esperaban que continuara Vance y se riera de su propia broma.

Mas no rió el capitán. Quedóse aguardando hasta estar seguro de que tendría que ser él quien continuara hablando. Entonces tendió la mano con lentitud hacia el fragmento.

—Quizá esto sea importante —murmuró—. No lo sé. Puede que las plantas de tres sexos de Sokolsky sean más importantes que nosotros, y puede que estemos todos muertos y que esto sea un infierno creado por nuestra imaginación. No voy a decir que lo sé.

"Pero mientras ustedes estaban descubriendo esas cosas, yo lo oí todo. Por eso es necesaria la ley marcial.

Arrojó la pistola hacia el centro de la mesa.

—No tengo la impresión de ser un líder. Si hay otro mejor que yo, elíjanlo, o elíjanme a mí si lo creen necesario. Pero el que se haga cargo del mando tendrá que retener la pistola como símbolo de que su palabra es ley. No podemos perder tiempo con discusiones derivadas de la autoridad dividida. No podemos permitir que los hombres se queden fuera diez minutos, sea cual fuere la razón, cuando se les ha ordenado que regresen en cinco. Aquí está la pistola; quiero que todos los que están dispuestos a aceptar la responsabilidad pongan su mano sobre ella. Entonces votaremos por el que queramos elegir.

Esperó un momento más, pero nadie adelantó la mano. Al fin tendió él la suya para colocarla de nuevo sobre la automática.

No hubo ninguno que se opusiera y Vance exhaló un suspiro al empuñarla otra vez.

—Muy bien; mañana iremos a ver esas ruinas. Necesitamos un día de descanso, aunque nos sintamos culpables por faltar a lo que consideramos que es nuestro deber. Y de ahora en adelante no saldrá nadie de la nave sin permiso. Retirarán las radios de los trajes cuando estén adentro, y me llamarán antes de hacer nada por vuestra propia cuenta, a menos que sea trabajo que se les haya asignado.

"La verdad es que la situación se presenta peor de lo que pensábamos. Ya saben que se ha quebrado una viga, que hay una costura abierta y se han dañado algunos víveres. Algunos de ustedes se dan cuenta de que tenemos entre manos la tarea casi imposible de volver a colocar el navío sobre las aletas de cola. Casi nadie ha preguntado cómo enderezaremos el armazón torcido antes de soltarlo; pero es evidente que tendremos que hacerlo sacando arena de debajo de algunas de las partes y levantando otras que tendremos que cortar y soldar de nuevo.

"He estado calculando el tiempo. Cuatro de nosotros tendremos que cumplir aquí lo menos cien días de trabajo. Una parte de ese trabajo no lo pueden hacer otros que no sean esos cuatro, de modo que los tres restantes estarán ocupados quizá la mitad de ese tiempo. Rothman, Steele, Chuck y yo sabemos manejar los soldadores, de modo que estaremos atareados constantemente. Calculamos cien días de labor a veinte horas de trabajo diario..., y tenemos que terminar en menos de noventa.

"De otro modo habremos quedado aquí como náufragos del espacio..., y no podremos subsistir hasta que se presente otra oportunidad de regresar a la Tierra. Eso es todo.

Esperó que le contestara alguien, mientras que Chuck miraba a los otros y asentía con lentitud. Los demás concordaron con silenciosos movimientos de cabeza.

El capitán sonrió entonces al tiempo que retiraba de la pistola el cargador vacío, el que arrojó sobre la mesa.

—Bien. Si admiten la idea, es evidente que no necesitan la amenaza que usé para convencerles de la seriedad de la situación. Vayan a acostarse y mañana visitaremos las ruinas.

Levantóse con lentitud, dio tres pasos hacia adelante y se desplomó de pronto al suelo. Sokolsky corrió en seguida para atenderle.

—Es la tensión, la fatiga y la pérdida de sangre —informó el doctor a poco—. No les dijo que se cortó una arteria del brazo al aterrizar. Con un poco de reposo estará como nuevo.

Chuck siguió a Steele hacia el dormitorio. Iba pensando en el hecho de que Vance hubiera pintado con colores tan vivos lo desagradable que sería el gobierno de uno solo. Seguramente habíalo hecho con toda deliberación, a fin de que protestaran en seguida si así lo deseaban. Al no haberlo hecho nadie, el capitán estaba ahora seguro de que le obedecerían.

—Dime sinceramente, Dick —pidió—, ¿qué posibilidades tenemos?

El negro dejóse caer en su hamaca y cerró los ojos. Su voz sonó tan fatigada como la de Vance.

—Una en un millón, Chuck. Probablemente menos. Es mejor que hagamos frente a la realidad y admitamos la situación... Eso sí, no tenemos por qué rendirnos sin luchar. Ahora duérmete.

Chuck casi no oyó estas últimas palabras, pues ya se estaba durmiendo. Toda una ciudad marciana llena de vida no le habría hecho levantar de su hamaca en esos momentos.





El desayuno fué una comida improvisada. Ginger obedecía la orden de no trabajar ese día sin saber si hacía bien o mal, aunque decidido a seguir las instrucciones del capitán. Todos despertaron cuando ya no pudieron seguir durmiendo y fueron al comedor, donde hallaron un cartelito en el que había escrito Ginger: "Sírvase lo que guste". Chuck fué uno de los primeros en llegar. Halló a poco una lata que contenía un concentrado de vitaminas, proteínas y minerales y echó una parte en una substancia blanda que puso en un bol, calculando que resultaría de ello una comida equilibrada. La verdad es que la combinación tenía muy buen gusto y varios de los otros imitaron su ejemplo, aunque algunos prepararon simplemente una ensalada con verduras de las huertas.

Luego se presentó Vance, todavía débil, aunque ya casi repuesto. Sonrió a todos y dijo:

—Lamento el drama de anoche, muchachos. Debo haber estado algo loco. Pero sigo insistiendo en lo que dije. ¿Qué se puede comer?

Aceptó el consejo de Chuck y comió el preparado del muchacho, acompañándolo con una taza de café.

—¿Qué piensan hacer? ¿Quién irá a esa ciudad que encontraste?

Al parecer, todos querían ir. El capitán ordenó a Chuck que los guiara y salieron de la nave a media mañana. En los alrededores veíase la misma arena estéril de antes, y la pequeña hondonada en la que se asentara el Eros los aislaba del resto del planeta. En lo alto presentábase el cielo de un tono purpúreo acentuado y se veían en él dos nubes muy tenues.

—Podemos respirar este aire —comentó Steele—. Es decir, si lo comprimimos y humedecemos lo suficiente. Así como está es tan seco que nos deshidrataría en pocas horas. La capa de ozono de que nos hablaron parece estar muy alta, cosa que nos favorece. Tenemos oxígeno, nitrógeno y más o menos los mismos gases que en la Tierra, aunque no en cantidad suficiente.

Volvióse para mostrar la parte trasera de su traje. En lugar de los tanques acostumbrados llevaba un juego de baterías y una bomba automática.

—En la nave hay un equipo para cada traje. Yo mismo los conectaré.

La innovación resultaba muy ventajosa. Las baterías pesaban mucho menos y durarían mucho más que los tanques de aire. Además, de ese modo no consumirían su provisión de oxígeno.

Poco después llegaron a lo alto de la duna y Chuck contuvo el aliento ante el espectáculo que se presentaba a su vista. Las plantas se habían abierto para tomar el sol y cubrían por completo el terreno. No había flores visibles, aunque Sokolsky insistió en que algo similar pendía del extremo de cada hoja. No obstante, el brillo lustroso de las hojas verdes poseía una belleza especial.

Sokolsky recorrió el lugar examinando las hojas, las que se enrollaban inmediatamente al contacto de su mano. Regresó a poco, sacudiendo la cabeza.

—No encuentro insectos. Esperaba que los hubiera.

—¿No se podrían comer esas plantas? —inquirió Vance.

El doctor negó con la cabeza.

—Es poco probable. No tuve mucho tiempo, pero las pruebas que hice indican la presencia de venenos a los que no estamos acostumbrados. Sea como fuere, las hojas son demasiado secas aunque parezcan tan suculentas.

Rothman señaló hacia el norte.

—Por allá vi un canal, a unos cuarenta kilómetros de aquí, pero hay mucho terreno desierto entre este punto y aquél. ¿Dónde está la ciudad, Chuck?

A la luz del día, aun con ese sol débil y distante que sólo elevaba la temperatura hasta unos diez grados al mediodía, la ciudad era menos imponente que durante la noche. Desde unos treinta metros de distancia no parecía otra cosa que un montón de piedras.

Chuck condujo el grupo hacia ella. Había quizás unos trescientos edificios, todos de una sola planta, y la mayoría de una sola habitación. Uno de ellos, de techo inclinado, estaba casi intacto.

Los pisos fueron lo que más interesaron a los expedicionarios. Muchos tenían incrustaciones de cuadraditos similares a los mosaicos. En otros vieron diseños geométricos, y en uno había dibujos de animales extraños que parecían ser búfalos con cabezas de gato. Pero más hacia el centro de la ciudad, donde se hallaba la casa con la techumbre intacta, encontraron el tesoro más importante.

En el centro veíase algo dibujado que se asemejaba a un árbol. Limpiaron parte de la suciedad y escombros que lo cubrían para examinarlo mejor y Sokolsky lanzó un grito.

—¡Humanoides!

En efecto, así era. Dibujados alrededor del árbol veíanse a una docena de criaturas de forma vagamente humana. Manteníanse erguidas, poseían una cabeza redonda, dos brazos y dos piernas. Sokolsky señaló que la coyuntura del codo y la rodilla eran similares a las de los hombres, caso extraordinario de evolución paralela.

—Probablemente no tenían este aspecto. Lo que vemos aquí son siluetas pintadas de forma más o menos tosca. Pero, así y todo, son más semejantes a nosotros de lo que hubiéramos esperado. ¡Ea! ¿Qué es eso? ¿Una lanza?

Lo estudiaron mientras Ginger tomaba infinidad de fotografías. Ninguno pudo sacar nada en conclusión. Lew sacó un cuchillo del morral de las herramientas y se dispuso a extraer alguno de los mosaicos.

Vance le contuvo de inmediato.

—Déjalo. Si la gente ha de destruir todo lo que ve aquí para que las generaciones futuras no tengan ninguna prueba de lo que hay, no seremos nosotros los que hemos de empezar. Podemos llevarnos las fotos, si es que regresamos, pero no tocaremos nada.

No había ídolos ni ninguna otra evidencia de religión, a menos que el árbol fuera un objeto que hubieran adorado los marcianos Podría ser así, aunque Lew opinó que probablemente se trataba de otro dibujo que demostraba cierta relación entre la gente o las tribus.

Tampoco encontraron nada que les dijera lo que había sucedido a los marcianos; éstos podían haber desaparecido o haberse ido a otros lugares. Steele, que no aceptaba esta última opinión, señaló el desgaste de las piedras.

—Esta ciudad debe haber sido construida hace lo menos diez millones de años. Estas piedras son muy duras y el desgaste se ha producido sólo por el viento y la arena. Deben haberse extinguido. Quizá esa hondonada de allá era el depósito que retenía los últimos restos de agua, y cuando se agotó ésta, no pudieron adaptarse.

Caía ya la noche cuando regresaron. Ahora sabían tanto como antes, salvo que la raza original podría haber sido vagamente humana. Pero Vance resultó estar acertado con su decisión: el día de descanso animó mucho a todos, preparándolos mejor para el trabajo que tenían en perspectiva.

Ginger condescendió en decirles donde había ocultas varias latas de biftec en conserva e hicieron una especie de picnic, cocinándolos sobre las planchas eléctricas. Los tomates y la lechuga de la huerta no habían sufrido mayores daños, y Vance ocupóse de preparar la ensalada.

Sólo Rothman parecía no haberse animado con el día de descanso. Siempre preocupado, alejóse hacia la cabina de mandos. Al verle ir hacia allí, Chuck le siguió de inmediato. Hacía rato que pensaba en su familia, y el equipo de radar podría ser reparado con más facilidad que el resto de las maquinarias dañadas. Al fin y al cabo, no sería un trabajo verdadero, ya que la electrónica había sido siempre su hobby.

Halló a Rothman examinando el equipo transmisor. El piloto levantó la vista al oírle, poniéndose rojo, Chuck enarcó las cejas al ver lo que estaba haciendo.

—¿No trajiste instrumentos de prueba? —inquirió.

El otro encogióse de hombros.

—Me pagué mis ocho años de universidad diseñando estos aparatos para una fábrica de instrumentos electrónicos. Uno adquiere un sentido especial acerca de lo que tienen, aunque no sea capaz de hacerlos funcionar debidamente. Has perdido una de las válvulas de cristal.

Chuck se preguntó qué otros conocimientos poseería el piloto, pero no hizo más que asentir.

—Bueno, veremos si hay un repuesto para reemplazarla y si no se ha arruinado.

Localizó el repuesto, viendo que no parecía haber sufrido daños la bien empacada caja que contenía la válvula. Era lógico que la hubieran empaquetado tan bien, ya que su valor sobrepasaba los cuatro mil dólares. De haber sido un diamante del mismo tamaño, no hubiera resultado más precioso. Sin embargo, en su propio equipo usaba una que se podía adquirir en la Tierra por sólo dos dólares; la diferencia principal estribaba en que su válvula medía más de diez centímetros de altura, mientras que la del equipo de la nave ocupaba menos de dos centímetros de espacio. El ahorro en el peso era lo que costaba tanto.

La insertó con la herramienta correspondiente y conectó el aparato. Inmediatamente se encendió la luz y oyóse el zumbido característico.

—Llama el Eros —anunció media docena de veces antes de bajar la palanca para la recepción de los mensajes, El suyo tardaría varios minutos en llegar a la Tierra y otros tantos se requeriría para que les alcanzara la respuesta, aun a la velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo con que se desplazaban las ondas de luz y de radio.

—¿Quieres mandar algún mensaje?

Asintió el piloto.

—Di que estoy bien.... Mi esposa...

Vio reflejarse la sorpresa en los ojos de Chuck y asintió de nuevo.

—Me casé tres días antes de partir; no mentí a la Comisión al afirmar que era soltero. Fué ella la que insistió, y supongo que ahora no importa que se enteren todos.

Vance llegó a la cabina en el momento en que recibían la respuesta de la Tierra, donde los habían dado por muertos. Chuck dio un informe breve y tranquilizó al operador antes de pedir conexión inmediata con la Comisión Espacial. Después pasó el transmisor a Vance, quien dio los datos y cifras necesarios. Estaban de suerte, ya que había muy poca estática.

Los otros se entretenían haciendo una u otra cosa; pasado ya el efecto de la fatiga y el shock, no podía esperarse que se abstuvieran por completo de trabajar cuando veían por todas partes cosas que debían hacerse inmediatamente. Mas se cuidaron de no fatigarse y Vance pareció aceptar aquella fórmula intermedia entre el descanso y el trabajo.

El capitán bajó más tarde, uniéndose a ellos en el comedor, recinto preferido por todos. Se habían armado dos o tres de las sillas de material plástico desarmables y la mesa reposaba en su nicho de la mampara. No era posible dar un ambiente de hogar a las utilitarias dependencias de la nave, ya que se las había proyectado de manera que cualquiera de sus seis paredes pudiera servir de piso. Pero aquella sala era mejor que las reducidas cabinas donde tenían instaladas sus hamacas.

—Están calculando el margen que tenemos con el combustible que nos queda —anunció Vance—. A nosotros nos llevaría dos días llegar a un resultado aproximado, pero ellos nos avisarán esta misma noche.

Dejóse caer en un banco, haciendo una mueca de cansancio, aunque estaba mucho mejor que el día anterior. Sokolsky estuvo a punto de acercársele; pero cambió de idea. Seguramente Vance se preocuparía más en cama que estando levantado.

Por su parte, Chuck decidió no participar de la melancolía general y se fué a su hamaca a acostarse y meditar o dormir. Súbitamente resonó en la cabina un sonido agudo y penetrante que parecía llegar desde afuera. El muchacho sintió que se le erizaban los pelos de la nuca y saltó hacia la pared para colocar la oreja contra ella, mientras que los otros se presentaban allí y seguían su ejemplo.

Durante unos minutos no hubo nada; pero luego volvió a repetirse el sonido que se fué elevando hasta adquirir una agudeza extraordinaria y apagarse luego por completo.

Todos se miraron con expresión azorada.

—Vino de afuera —dijo Chuck.

Los otros asintieron, mientras que Sokolsky reía nerviosamente.

—El viento. Debe haber alguna piedra hueca. No hay pulmones lo bastante potentes para producir un sonido así en esta atmósfera.

—No hay viento —le dijo Vance—. Desde la cabina de gobierno vi la arena completamente inmóvil.

El doctor se encogió de hombros.

—Pues debe estar soplando por allá afuera, aunque no sople aquí. Debe ser el viento.

Nadie podía discutirle tal afirmación, aunque Chuck se preguntó qué fuerza tendría el viento para producir aquel sonido.

Vance se puso de pie y regresó a la cabina de gobierno, mientras que Chuck le seguía tras un instante de vacilación. El muchacho llegó a tiempo para oír el receptor del radar que empezaba a funcionar. Hubo un largo preámbulo acerca de la dificultad de obtener los resultados exactos y al fin se oyó el informe que interesaba.

—Tienen el combustible suficiente para llegar a la Tierra si parten dentro de setenta días. De otro modo tendrán que emplear demasiado para alcanzarnos y no podrán aterrizar.

Vance desconectó el aparato y apagó las luces, quedándose mirando hacia el desierto, mientras que Chuck giraba sobre sus talones para regresar silenciosamente al dormitorio.

¡Setenta días para cumplir un trabajo que no podía terminarse en cien! Y si no podían hacerlo, tendrían que esperar meses y meses hasta que se agotaran las provisiones y morir al fin de inanición.

De pronto se irguió en la hamaca, murmurando algo por lo bajo. Con seis bocas que alimentar podrían cumplir la larga espera si era necesario. Pero su presencia allí y el hecho de que se hubieran perdido algunos víveres obraría en contra de todos. Ahora recordó el sermón que le diera Vance cuando lo descubrieron oculto en la nave. Él no tenía derecho a estar en Marte. A los otros los habían enviado; pero él robó su puesto y no merecía el alimento y el agua que consumiría.

Al fin se quedó dormido, aunque no fué el suyo un sueño tranquilo. En su pesadilla vio seis tumbas que se destacaban en el desierto marciano. Debía haber siete, pero alguien había construido en cambio un patíbulo del que pendía una imagen de paja de su persona. Sobre la imagen habíase escrito una acusación con los detalles del crimen que cometiera contra sus compañeros.

Mientras lo estaba mirando, el hombre de paja cobró vida y echó a correr en su seguimiento lanzando alaridos tan agudos que no pudieron soportarlos sus oídos.





cap. 11

Ojos en la noche



Eran exactamente las seis cuando despertó a Chuck la llamada del gongo. Molesto a causa del sonido, el muchacho se volvió hacia el otro lado, mas siguió sonando el gongo y ya le fué imposible continuar durmiendo. De muy mala gana descendió de la hamaca, viendo que los otros hacían lo mismo.

Al dejar de sonar el gongo oyóse la voz potente de Vance que ordenaba:

—¡Arriba todos! ¡Vamos a trabajar!

Ginger tendió las manos hacia sus ropas, farfullando maldiciones y buscando los pantalones que se le habían extraviado.

—Es un abuso. Nadie me dijo que tendríamos que levantarnos tan temprano en Marte.

—Será peor, Ginger —le aseguró el capitán—. De ahora en adelante te levantarás media hora más temprano para preparar el desayuno de todos. Esta vez lo he hecho yo.

Fueron todos hacia el comedor a engullir un abundante desayuno constituido por una omelette de huevos deshidratados, tocino frito y pan tostado. Por lo menos Vance no pensaba matarlos de hambre, comentó Steele.

El capitán sonrió al oír la observación.

—Eso será más tarde, si es que no terminamos a tiempo. Ahora espero que trabajen hasta estar agotados y sigan luego un poco más. El alimento les hará falta para sostenerse. Disponemos de menos de setenta días para emprender el regreso a Ciudad Luna... Mis cálculos eran erróneos.

—Imposible —objetó Sokolsky—. Los hombres no son máquinas; no se los puede hacer trabajar veinticuatro horas por día.

—Dieciocho —rectificó Vance—. Y no esperaría que las máquinas trabajaran como han de hacerlo ustedes. Dejaremos de lado lo que no sea imprescindible; lo que se pueda arreglar después que estemos viajando, quedará para entonces. Tenemos que enderezar el Eros y repararlo. Doctor, usted, Lew y Ginger formarán el equipo de cavadores. Aquí tengo un dibujo indicando donde quiero que caven. Usen el metal que necesiten, pero anden con cuidado. El resto nos ocuparemos de cortar los lugares que he marcado con tiza. Dick, usted me ayudará durante media hora a constatar mis cálculos; tiene más experiencia que yo en esas cosas.

Al cabo de media hora indicó a cada uno su puesto y volvió para tomar él mismo uno de los soldadores. Los equipos de oxígeno eran las herramientas más pesadas que llevaban a bordo y había cuatro de ellos. La Comisión Espacial había insistido en que se necesitarían por lo menos cuatro hombres para reparar alguna desgarradura producida por meteoros en el espacio, y esta precaución les resultaba ahora muy provechosa.

A mediodía, cuando volvió a sonar el gongo, salió Ginger con el almuerzo para todos. Vance dio el ejemplo comiendo el suyo con una mano mientras seguía cortando parantes con la otra. Hubo otra pausa en la tarde, cuando comieron también un bocado, y luego trabajaron hasta las diez de la noche.

—A la cama —ordenó entonces el capitán. Pasóse luego la mano por la frente al tiempo que sonreía—. Hoy hemos hecho más de lo que esperaba..., pero mañana tendremos que hacer aún más.

Luego de tres días de intensa labor finalizaron la faena de cortar, y Vance mandó a toda la tripulación a cavar el suelo, dejando aparte sólo a Rothman y Steele, quienes estaban improvisando guinches para levantar la parte de la nave que se había inclinado.

Al cabo de varias horas sintió Chuck que se le entumecían los brazos y constantemente se decía que el ser humano tiene un límite fijado para los esfuerzos que puede resistir. Al pensar en esto volvió los ojos hacia Vance, quien parecía decidido a rendir más que todos los otros, y se dio cuenta entonces de que el capitán estaba acertado. Las máquinas no podrían hacer lo que eran capaces de hacer ellos.

Inclinóse hacia adelante, esforzándose por rendir más aún. A su lado trabajaba Lew con tanto afán como él.

Aquella noche terminaron con la arena, aunque estuvieron cavando hasta las dos de la mañana. Vance señaló que una sola tormenta dejaría sin efecto la mitad del trabajo si no lo dejaban completado, razón por la cual siguieron hasta finalizarlo. Todos gruñían por lo bajo y algunos protestaron en alta voz, pero ninguno dejó de cumplir con su parte.

Al fin irguióse Chuck y se encaminó hacia la entrada de la nave. Vio entonces a Vance que conferenciaba con Rothman y Steele, quienes habían estado haciendo funcionar los grandes guinches que elevarían la parte media. El capitán tendió la mano hacia una de las palancas, pero Chuck se le adelantó. Vance se estaba tambaleando y no protestó ante su intervención.

—Tienes razón, chico. Soy un tonto. Si llego a debilitarme no serviré de nada. Cinco centímetros más, Dick. Después me voy a la cama.

Dick se quedó mirándole, mientras sacudía la cabeza. Los tres hombres cambiaron una mirada y continuaron moviendo las palancas. El navío se fué elevando centímetro a centímetro, quedando al fin derecho. El Eros estaba en malas condiciones, pero ahora descansaba bien nivelado sobre los sostenes y la arena, listo para ser reparado.

Chuck había esperado que aquella labor les llevara más de una semana, y sin embargo la terminaron en cuatro días. No obstante, sabía que no les sería posible continuar así, y aunque lo consiguieran, jamás terminarían las reparaciones a su debido tiempo.

Exhalando un profundo suspiro, se dejó caer en la arena y quedóse dormido. Despertó a medias cuando Dick lo alzó en sus brazos y fué a llevarlo a su hamaca, mas no tuvo energías para protestar.

Vance levantóse a la hora de costumbre en la mañana siguiente.

—Hoy tenemos un trabajo más fácil; estamos todos muy cansados. Haremos un solo turno de diez horas y nos dedicaremos a soldar las vigas. Los tres que no hagan ese trabajo irán a examinar los víveres y se dedicarán a separar lo bueno de lo que está en malas condiciones. Lo que no sirva puede arrojarse afuera. No necesitamos peso de más.

Les sonrió entonces, como desafiándolos a que le acusaran de que no era bondadoso con ellos. Mas nadie dijo nada, aunque muchos abrigaron opiniones poco halagadoras para el capitán.

Les llevó una semana poner al Eros en condiciones en lo que respecta al armazón y el casco. Mas se descubrió entonces una serie de rajaduras y vigas sueltas que requerirían por lo menos cinco días de continuas soldaduras que no tuvieran en cuenta al hacer los primeros cálculos. Se taparon los orificios temporariamente con lo que quedaba de la tela de carpas a la que se cubrió con una capa de pintura, mas esto no duraría mucho.

Vance no dio señales de que el detalle hubiera alterado sus planes. Cuando se sentaron a comer, acercóse a cada uno de sus hombres, señalando defectos en el trabajo e indicando la manera de corregirlos. Su mismo trabajo lo criticó tan sinceramente como el de los otros, demostrando así ser perfectamente justo.

Después expresó:

—El descanso es tan importante como el trabajo. Ya lo aprendí yo hace mucho tiempo. Chuck, tú y Sokolsky tienen libre todo el día de mañana; les sugeriría que exploren un poco, ya que así descansarán más que quedándose aquí ociosos. Preséntense la mañana siguiente. La próxima semana elegiré a otros dos, y serán los que se hayan portado mejor. Pero aunque crean que no han rendido lo suficiente, igual les daré una vacación..., aunque irán al pie de la lista.

Por primera vez oyóse un murmullo de aprobación y todos sonrieron al levantarse el capitán, quien se volvió antes de salir.

—Gracias por la sonrisa. Yo también necesitaba unas vacaciones después de tantas protestas. Vayan a dormir.

Sonrieron todos cuando salió Vance, y Steele comentó acto seguido:

—Me parece que la semana próxima tendremos que trabajar más. Pero no me desagrada eso de tomarse un descanso de tanto en tanto.

Levantáronse entonces y se fueron a acostar; ya no había rezagados cuando llegaba la hora de dormir. Sólo se quedó Sokolsky en el comedor, haciendo señas a Chuck de que no se fuera.

—¿Puedes caminar? —preguntó—. ¿Ahora?

Chuck asintió con expresión intrigada. El pelirrojo doctor parecía muy entusiasmado.

—Yo no puedo, pero, así y todo, pienso hacerlo. Vance me había avisado con anticipación y tengo todo preparado: baterías de repuesto, trajes, víveres colocados en los cascos de manera que los tengamos al alcance de la boca, y agua. Quiero averiguar qué son esos canales de los que tanto se habla. Puedes venir o quedarte; yo parto ahora mismo.

Chuck se maldijo a sí mismo, disponiéndose a negarse. Luego vaciló. Si regresaban a la Tierra sin haber hallado la solución del enigma, jamás dejarían de burlarse de ellos. Era una de las razones principales de la expedición. Luego rió entre dientes; la verdad era que el interesado en el misterio era él; lo que pensaran en la Tierra no le interesaba en absoluto.

—Vamos —asintió.

Vance salía de la cabina de gobierno cuando terminaron de vestirse. Al despedirlos entregó su pistola automática al doctor.

—Esta vez está cargada. Además, podría llevarse esta brújula; señala más o menos hacia el norte.

Después fué a acostarse y los dos aventureros encamináronse por el pasaje hacia la salida.

La noche era típicamente marciana; el aire tenue y frío hacía brillar débilmente las estrellas, muy bajas en el horizonte; en lo alto del cielo veíase a Fobos, el satélite más cercano, apenas visible debido a su diámetro de sólo quince kilómetros. Ninguno de los expedicionarios había visto aún a Deimos, el otro satélite.

Sokolsky encaminóse hacia el norte, dando la vuelta en torno de las ruinas de la ciudad. Marchaba a buen paso y Chuck vióse obligado a hacer grandes esfuerzos para mantenerse junto a él.

—Una tragedia —comentó, señalando las ruinas—. He venido aquí algunas noches para estudiar todo esto. En el planeta hubo en un tiempo una civilización más o menos rústica, pero no contaban con el fuego ni los metales. ¿Lo habías notado?

—No. ¿Cómo lo sabe usted?

—Porque no he encontrado ni un solo trocito de metal. Claro que sin fuego no podrían tenerlo... Quizá un poco de cobre, si tuvieron suerte, pero nada más, y aquí en Marte sería difícil encontrar cobre. He buscado los sitios donde pueden haber encendido fuegos. Ya sabes que las piedras se rajan con el calor. No hay hogares ni chimeneas, y en los pisos no se ven rastros de rajaduras producidas por el fuego. Hasta analicé ese trozo de cacharro que parece porcelana. Es de buena arcilla, pero la cocinaron al sol. Deben haber tenido algún medio de concentrar los rayos. Lo importante es que no se calentó a las llamas, y ese lustre que tiene es una especie de laca que le aplicaron encima. No tenían suficiente aire para mantener encendido el fuego, ni siquiera en la época en que construyeron esta ciudad. ¿Sabes por qué cayeron?

Chuck negó con la cabeza y el doctor continuó explicando.

—No tenían fuerza motriz. Los vientos de aquí no tienen potencia; además, la gente no disponía de corrientes de agua lo bastante fuertes. No hay carbón; nunca hubo humedad suficiente para que hubiera una edad carbonífera. No hay plantas lo bastante grandes como para obtener leña, aunque hubieran dispuesto de suficiente oxígeno como para hacer fuego con ellas. No contaron con otra cosa que sus músculos, y las civilizaciones necesitan fuerza motriz; cada paso adelante requiere más y más. Tan pronto descubrieron cosas agradables y quisieron obtenerlas, se dieron cuenta de que era imposible; podían conseguirlas únicamente sacrificando lo que tenían que ahorrar para el futuro, y el futuro se murió de hambre. Una tragedia.

La explicación parecía tan razonable como cualquiera que pudiese ocurrírsele a Chuck para justificar la desaparición..., si es que realmente habían desaparecido los marcianos. Mas no había forma de averiguarlo. No habían encontrado rastros de escritura; si la raza tuvo una literatura, seguramente se perdieron las pruebas con el paso de los siglos.

Preguntóse si alguna vez encontraría uno de los marcianos a la nave del espacio y se maravillaría al pensar en la raza que lo había construido para desaparecer después. Tal vez trataría de explicar el extraño fenómeno con alguna idea igualmente fantástica que la de Sokolsky.

De nuevo se le ocurrió que, si llegaba a suceder tal cosa, sería porque él había viajado como polizón, privando a otros seis de una parte de sus posibilidades de salvación. Nadie lo había mencionado ni parecía pensar en ello, pero él no podía menos que recordarlo constantemente. No tenía derecho a emplear el combustible que gastaba en comprimir y humedecer el aire que respiraba, ni tampoco a consumir el alimento que comía. La verdad era que no debía estar en el planeta Marte.

La ciudad había quedado atrás y la blanda arena del desierto les dificultaba el avance. Sokolsky indicó hacia adelante murmurando algo entre dientes. Al parecer tenía una teoría respecto a la distribución de las plantas. De ser así, resultó acertada. Hallaron una zona donde las raíces daban cierta firmeza al terreno y por ella se encaminaron. No avanzaban a más de ocho kilómetros por hora, lo cual era poco para Marte; pero Sokolsky parecía satisfecho.

—Marcharemos hasta cubrir la mitad del trayecto y luego nos echaremos a dormir. ¿Alguna vez dormiste dentro de tu traje atmosférico? ¿No? Pues te aseguro que no es muy desagradable. Lo hice una noche en la Luna para ver si se podía, pensando que alguna vez me resultaría útil saberlo. No lo recomiendo, pero así podemos dormir en cualquier parte.

Siguieron andando mientras reía el doctor, muy contento de aquella oportunidad de salir a explorar.

Muy a lo lejos se oyó un débil grito agudo, Chuck habíalo sentido dos veces más desde aquella primera noche, y sin embargo no pudo contener un estremecimiento.

—¿Todavía sigue pensando que es el viento? —inquirió.

Sokolsky asintió vigorosamente.

—¿Qué otra cosa puede ser? Pero no es ninguna roca natural. Debe ser en la ciudad; allí lo he oído más de cerca, aunque no pude ubicarlo. Esa raza antigua debe haber construido una especie de trompeta que funciona con muy poco viento. Ya la encontraré. Tiene que ser eso.

Chuck hubiera deseado estar tan seguro como el médico.

Aquellos gritos tan extraños le recordaban todos los cuentos de fantasmas que solía contarle Ginger.

Nuevamente le guió su compañero por otro trecho arenoso y halló otra zona cubierta por la vegetación que les facilitaba el avance. Según los progresos que hicieran, podrían dormir al cabo de media hora. Chuck comenzó a lamentar haber salido con aquel hombrecillo tan entusiasta y enérgico.

De pronto sintió que algo le tocaba las piernas. Dio un salto al tiempo que lanzaba un grito, y comenzó a examinar el terreno, viendo que se trataba simplemente de una larga raíz rastrera que se extendía unos treinta metros sobre el suelo. Mientras la estaba observando notó que se movía de manera brusca.

El muchacho dirigió su luz hacia el otro extremo y por un breve instante tuvo la impresión de ver algo que se alejaba con gran rapidez. Volvió la cabeza para seguir a lo que fuera, pero ya había desaparecido el objeto de su interés. La raíz estaba ahora inmóvil, mientras que sus hojas cerradas se esforzaban por sepultarse en la arena de la que las habían sacado.

—¿Vio algo? —preguntó a Sokolsky.

El doctor negó con expresión casual y Chuck quedóse muy intrigado. Pero estaba cansado y nervioso, y aquel aullido lejano habíale alterado nuevamente. Tuvo que admitir que tal vez se trataba de una ilusión óptica y que probablemente fueron sus propios pies los que movieron a la raíz. Empero, creyó recordar haber estado completamente inmóvil y mirando hacia otro lado cuando sintió que la planta le tocaba.

Sokolsky adelantóse algo más hasta llegar a otra zona árida, donde se puso a remover la arena con las botas a fin de cavar una especie de trinchera poco profunda.

—Aquí estamos, Chuck —anunció—. Dormiremos hasta que nos despierte el sol; siempre me despierto con su luz. Después reanudaremos la marcha bien temprano.

Chuck observó la arena con expresión dubitativa.

—¿Y si hay una tormenta de arena durante la noche y quedamos sepultados?

—¡Tonterías! Si fuera algo serio, nos despertaría el ruido de la arena al dar contra nuestros cascos e iríamos a buscar otro lugar más conveniente. De todos modos, todavía no he visto un viento fuerte en Marte. Opino que esas tormentas de arena de que tanto hablan han sido exageradas por los que las comentan. El viento levanta el polvo más fino y lo lleva consigo; alguien que está en la Luna mira hacia aquí con un telescopio y ve que se le obstruye la visual, como ocurre cuando hay niebla; sabe que no es agua y cree que la arena de aquí es como la del Sahara..., y empieza a hablar de terribles tormentas de arena. Quizá nos ensuciemos un poco, pero no creo que nos sepulte la arena.

Al meditar Chuck sobre esto, tuvo que concordar con su interlocutor. Aun con la escasa gravedad de Marte, se necesitaría un viento de terrible fuerza para dar al aire tenue una gran potencia.

Dejóse caer en la arena junto al doctor y se acomodó. La aislación de su traje espacial le protegería fácilmente de la baja temperatura. Además, la arena debía ser una buena capa aisladora; las plantas parecían considerarlo así al introducirse en ella durante la noche.

Se volvió de costado al notar que el doctor había desconectado su radio. Esto era una atención de su parte, ya que roncaba mucho.

Chuck desconectó la suya y se dispuso a dormir, oyendo entonces que algo se movía en los alrededores. Se sentó y el sonido cesó de inmediato; pero cuando su casco volvió a tocar la arena se repitió el sonido con mayor fuerza. Tuvo la impresión de que lo producían pasos cautelosos sobre la arena.

Sentóse de inmediato, acercando su casco al de Sokolsky.

—Doctor... ¿Oye algo?

—¡Claro que sí! Es la arena que se asienta bajo nuestro peso.

Chuck recordó otros lechos que solían hacer ruido al conjuro del movimiento rítmico de la respiración del durmiente. Podría ser..., mas no lo creyó. Al acostarse de nuevo hizo un esfuerzo por contener la respiración durante un momento.

Esta vez volvieron a sonar los ruidos mucho más cerca.

Sentóse de nuevo y se quedó inmóvil. Más allá de Sokolsky, a unos quince metros de distancia, vio dos enormes círculos luminosos que resplandecían en la oscuridad. No se trataba de una alucinación; muchas veces había visto brillar los ojos de los gatos en las sombras y aquello era lo mismo. Cautelosamente movió la mano para tocar al doctor, esforzándose por hacerle volver la cabeza hacia aquellos ojos relucientes.

Ahora había cuatro, separados en dos pares.

Súbitamente se sentó Sokolsky y, desenfundando la automática, disparó un tiro cuyo fogonazo iluminó fugazmente los alrededores. En los oídos de Chuck resonó la detonación como si procediera de muy lejos.

Desaparecieron los ojos y Sokolsky tocó con su casco el del muchacho.

—Es verdad, Chuck; eran ojos. Naturalmente, disparé al aire; no convendría matar a ningún animal marciano. De haber sido un fenómeno natural, allí habría seguido; pero desapareció al sonar el tiro, lo cual prueba que se trata de seres vivos. Quizá tengas razón en lo que dices de esos gritos que has estado oyendo. ¡Hum! ¿Nos estarán siguiendo para atacarnos o lo harán sólo por curiosidad?

—¿Qué piensa hacer al respecto? —inquirió Chuck.

El doctor se encogió de hombros.

—Nada. Tenemos puestos nuestros trajes espaciales que nos protegen. Durmamos.

Un momento después confirmó sus intenciones el sonido rítmico de su respiración. Chuck volvióse con gran cuidado..., y vio tres pares de ojos que relucían en la noche.

Desaparecieron cuando miró, mas esto no le tranquilizó en lo más mínimo.





cap. 12

Los canales misteriosos




Sokolsky cumplió su palabra; al brillar los primeros rayos del sol habíase levantado y despertaba ya a Chuck. Al abrir los ojos miró éste hacia el lugar donde viera aquellos escalofriantes puntos luminosos que se multiplicaron durante la noche, pero no había ya nada en ese sitio.

Chuck examinó la arena a fin de buscar huellas, mas no las halló. De haber habido alguna marca, las debía haber borrado el viento.

Sokolsky se mostró muy regocijado.

—Claro que los vi y admito que eran ojos de algún ser vivo. Pero no estamos equipados para seguirles el rastro, y no podemos hacer otra cosa que avisar a nuestros compañeros. Claro que me gustaría estudiar a uno de esos seres. Quizá tengan tres sexos, como las plantas... Pero uno debe limitarse a lo que puede hacer. De todos modos, no nos molestaron. Luego que oyeron el disparo de la automática...

Llevó la mano hacia la funda y la retiró sin sacar nada. Se la miró un momento, muy intrigado, comenzó a tocarse las ropas y luego rebuscó en el lugar donde durmiera. No había señales de la pistola desaparecida.

—¡Pero es imposible! Tengo el sueño muy liviano; no podrían habérmela sacado de la funda sin que los sintiera. Claro que si la dejé sobre la arena... —asintió con lentitud—. Así debe ser; la dejé en la arena... ¿Pero para qué querrá un arma un animal?

Chuck no tenía opinión alguna acerca de aquellos animales o de la psicología general de las bestias marcianas. Lo único que sabía era que la pistola había desaparecido. Por otra parte, las bestias parecían ser inofensivas. Durante la noche estuvo observando hasta ver más de veinte pares de ojos, los que desaparecieron cuando los miraba. Luego, al observarlos a hurtadillas, los vio aumentar en número. Una cantidad tan grande podría haberlos dominado fácilmente.

Sin embargo no hubo amenaza alguna de ataque. Si Sokolsky tenía el sueño tan liviano como afirmaba, le habrían despertado al acercarse y tocarles con sus garras u hocicos.

El muchacho encogióse de hombros y trató de olvidar el detalle, dedicándose a desayunarse con los insípidos cubitos de alimentos reconcentrados que Sokolsky colocara en un recipiente especial debajo de su barbilla. Al oprimirse una palanquita saltaba uno de los cubos hasta donde podía alcanzarlo con la boca. También tenía a su alcance el tubo que le proveía de agua, pero no quiso beber más de lo imprescindible, ya que le serviría también para humedecer el aire marciano. Un examen final le indicó que aún le quedaba mucha energía en las baterías del compresor.

Sokolsky hablaba entre dientes cuando iniciaron el viaje hacia los misteriosos canales. Seguía intrigado por el hecho de que un animal le hubiera robado la pistola.

Después pareció animarse al hallar una explicación plausible.

—Pero tenemos el ejemplo de las urracas que roban sin motivo, lo mismo que muchos otros animales. Y no sabemos qué es lo que puede resultar atractivo para un animal de este planeta.

Sonrió Chuck. Ahora que había encontrado un punto de apoyo para su teoría, Sokolsky volvía a sentirse feliz. Hasta se puso a silbar por lo bajo, cuando reiniciaron la marcha. De pronto se detuvo Chuck, mirando el suelo con fijeza.

—¡Doctor!

—¿Eh? ¡Ah!, veo que has encontrado algo.

Tratábase de la huella de un pie o una pata. Vieron cuatro proyecciones similares a dedos, siendo las exteriores más cortas que las interiores. En la parte de atrás se veía parte de un talón y la huella tenía más o menos la mitad del tamaño de un pie humano.

—Cuatro dedos..., y por la simetría debe ser de cuatro patas. Lástima que la parte trasera está casi borrada—. Sokolsky estudió la marca con profunda atención—. Muy interesante, aunque en realidad no nos diga nada. Si hubiera varias podríamos calcular el número de pies, el peso del animal y otros detalles importantes. Pero no es más que una y está incompleta. Así y todo, me alegra saber que la naturaleza ha creado aquí un ser con patas de cuatro dedos.

Había gran variedad de plantas que ninguno de ellos viera hasta entonces, incluso una más grande, similar en su forma a una coliflor, aunque con hojas más gruesas y del tamaño de un repollo grande. Tenía un tono púrpura oscuro en lugar del verde habitual y había otras similares. Sokolsky las examinó con mucho interés, sonriendo satisfecho.

—También de tres sexos, aunque de una especie muy diferente. Podría conjeturarse sin temor a errar que todos los vegetales de Marte tienen tres sexos.

Transcurrieron dos horas más y Sokolsky comenzó a ponerse nervioso y preocuparse.

—Ya deberíamos haber llegado a los canales. Rothman dijo que vio uno a unos cincuenta kilómetros hacia el norte, ¿no?

Asintió Chuck.

—Hemos avanzado unos cuarenta y cinco. Quizá tengamos que andar un poco más.

El doctor concordó con esto, aunque sin mostrarse más animado. Aceleró el paso y de pronto echó a correr. A Chuck seguían doliéndole las piernas a causa del intenso trabajo de toda la semana, pero hizo un esfuerzo para no quedar atrás.

Poco después llegaron a una elevación de terreno desde la que otearon los alrededores. No había señal alguna de que existiera por allí una zanja profunda ni el lecho seco de algún río excavado un millón de años atrás cuando había agua en el planeta.

No obstante, el doctor se mostró mucho más animado.

—¿Ves aquella franja más oscura? Ésa debe ser.

De nuevo aceleró el paso y Chuck tuvo que seguirle. Empero, se hallaban a menos de tres kilómetros de distancia y recorrieron el trayecto en pocos minutos. Sokolsky señaló de pronto con la mano, acelerando el paso, mientras que Chuck miraba a su alrededor sin ver qué era lo que le había llamado la atención.

No veía otra cosa que una gran masa de plantas de hojas muy gruesas y del tamaño de las de los zapallos. Pero no tenían asperezas, sino eran suaves y brillantes, y de un color verde oscuro que a la distancia parecía negro.

—¿Dónde está el canal? —preguntó el muchacho.

Sokolsky señaló las plantas.

—Aquí mismo, Chuck. Es la mejor explicación que podría pedirse para este misterio. Míralas.

Chuck se adelantó hasta hallarse en medio de las plantas, notando que eran muy raras. Yacían sobre el suelo y se comunicaban unas a otras por medio de un tubo grisáceo similar a una raíz de la que crecían hacia los costados filamentos verdes oscuros algo más pequeños. Pero la rectitud de los tubos y la exactitud con que estaban espaciadas llamó la atención del muchacho. Parecían hileras de cuerdas para tender la ropa, con aquellas hojas puestas a secar en ellas. O quizá se asemejaban a esas líneas telegráficas que se ven cuando se viaja por el campo, con seis u ocho cables que se extienden de un palo a otro.

—Perfectamente rectas —observó el doctor—. Mira hacia allá hasta donde te alcance la vista... No, acerca la cabeza a una de las plantas... Eso es. Mira ahora. ¿Qué ves?

—Una hilera de plantas perfectamente recta..., y supongo que están todas unidas de esta manera.

—Así parece. Ven aquí y corta una.

Chuck inclinóse al tiempo que sacaba su cortaplumas del morral. El tubo de unión era bastante duro, pero al fin logró cortarlo y vio caer del mismo tres gotas de un líquido transparente.

—Uno de los primeros casos en que una planta marciana segrega un fluido —manifestó Sokolsky—. Ahora observa lo que ocurre.

El tubo habíase contraído, lanzando un filamento desde cada parte cortada hacia el tallo principal. Llegó el filamento y un segundo más tarde cayeron a tierra las dos mitades del tubo cortado. En la planta del norte acababa de aparecer un retoño en el punto donde estuviera el tubo; en la otra había una leve depresión.

—Ya ves —exclamó Sokolsky—. Se conectan así. Si cortamos un tubo y queda seco, se lo descarta por completo y en su lugar crecerá otro nuevo de ese retoño que apareció en el lugar opuesto. Dime una cosa, ¿qué decía Lowell que eran los canales?

—Pues, canales construidos para acarrear agua desde los casquetes helados de los polos al resto del planeta cuando se funde la nieve en la primavera.

—Y aquí lo tenemos..., quizás. Fíjate que se extienden en línea recta. No sé que anchura tienen, pero aquí deben tener varios kilómetros, según podemos ver. Cada uno de estos tubos lleva un poco de agua a la planta siguiente. Es todo un sistema de canales, con una bomba cada cincuenta centímetros, que es donde crece cada planta. Y fíjate la diferencia que hay entre el follaje de éstas y el de las otras; probablemente aparecerá en las fotografías de una manera muy diferente y dará la impresión de que son canales.

Chuck volvió a mirar las hileras de plantas hacia ambos lados. En toda la extensión que alcanzaba su vista, se extendían en orden perfecto y líneas regulares.

Se volvió entonces lleno de decepción.

—Supongo que seré un tonto, pero esperaba que fueran la obra de seres inteligentes.

—¿Y cómo sabes que no lo son? ¿Crees que las plantas no pueden tener inteligencia? ¿Podrían los hombres proyectar un sistema mejor y más efectivo para distribuir la poquísima, cantidad de líquido que se acumula en los polos? No olvides que es una capa de nieve de no más de cinco centímetros de espesor que apenas si humedece el suelo que cubre. Sin embargo estas plantas la trasladan a todas las de su especie por todo el planeta.

Sokolsky hizo una pausa, admirando aquella obra de la naturaleza.

—Es la solución perfecta del misterio y un ejemplo perfecto de inteligencia o adaptación —agregó.

—Pero no es la inteligencia a la que me refería —objetó el muchacho.

—Te refieres a la inteligencia animal, en especial a la de los hombres. —El doctor volvióse para mirar el gran "río" vegetal y la tierra del costado—. No sé. Quizá jamás lleguemos a saberlo

—¿Por qué?

—Fíjate que la tierra es aquí más baja. Nosotros vinimos pasando una loma, bajamos a la hondonada y hallamos esto. Por el otro lado parece ser igual. Quizá sean antiguos cauces de ríos, aunque no sé por qué son tan rectos como lo admiten hasta los astrónomos más reacios. Tal vez sean canales excavados por alguna raza que vivió aquí. Puede que las plantas las hayan colocado esos seres para hacer frente a la escasez creciente del agua.

Hizo una pausa mientras sacudía la cabeza.

—Aquí en Marte estamos en verano. Si estas plantas producen algún fruto, es posible que no aparezca el mismo hasta pasados unos meses. Al fin y al cabo, el año marciano tiene seiscientos ochenta y siete días. Quizá sean o hayan sido tanto alimento como bebida para los marcianos. Pero este viaje ni siquiera podremos comprobar lo rectos que son. Podemos decir que hemos resuelto el misterio de los canales, pero no es así. Hemos dejado sin solucionar un millón de problemas.

Chuck seguía decepcionado; aunque la lógica decíale que aquella respuesta era mucho más satisfactoria de la que había esperado encontrar.

Se detuvieron para comer y descansar. El muchacho habíase figurado que Sokolsky querría seguir los canales lo más posible al regresar hacia la nave, pero el doctor se negó a ello. No podrían averiguar más de lo que ya sabían, y lo único que restaba era tomar una serie de fotografías cuando emprendieran el regreso..., si es que conseguían poner el Eros en condiciones.

Se recostó en la arena, mirando hacia lo alto.

—Te gustan los misterios, ¿eh? —comentó—. Bueno, piensa un poco en lo siguiente: Hemos hallado pruebas de que en otro tiempo vivieron aquí seres semejantes al hombre, y tal vez una bestia parecida a nuestro búfalo, ambos de dimensiones grandes y muy desarrollados. Aun esas criaturas cuyos ojos vimos anoche eran de tamaño y desarrollo considerables. Pero no hay insectos ni otra forma de vida pequeña, según he podido comprobar. ¿A qué se debe esto?

—A la exterminación —conjeturó Chuck—. Espere... Eso indicaría la existencia de un nivel muy alto de civilización. Nosotros no hemos exterminado todavía a todos nuestros insectos dañinos.

—No hemos tenido las razones que pueden haber tenido los marcianos. Si no podían subsistir sin librarse de la competencia, hasta una raza de inteligencia mediana tendría que, arreglarse para eliminar a sus rivales.

Chuck cambió las baterías de su compresor y se puso de pie. Ya estaba harto de misterios por el momento.

Emprendieron el regreso a paso mesurado, volviendo por el mismo terreno recorrido durante la ida. El hecho de haberse alejado de la nave habíales reanimado muchísimo, y Chuck comenzaba a sentirse con más energías que antes.

—¿No quiere que volvamos a dormir al raso? —sugirió.

El doctor asintió luego de pensarlo un momento. Si se cuidaban en el consumo, tendrían suficientes raciones concentradas, y era posible que llegaran algo sedientos, mas esto no les resultaría un inconveniente muy grande. Las baterías respondían muy bien y tenían repuestos para cambiarlas. Igual que Chuck, Sokolsky opinaba que cuanto más tiempo estuvieran alejados del Campamento Desesperación —como lo llamaba— mejor se sentirían.

Se detuvieron de nuevo para descansar al sol y observar el movimiento de las plantas que buscaban más luz, mientras que las hojas de otras trepaban sobre ellas. El viaje habíase iniciado como una búsqueda de informes, resultando un descanso agradable y reparador. Tendría que recomendarlo a los otros.

Al fin se levantó el doctor.

—Convendría que nos acercáramos hasta más o menos un kilómetro de la nave —sugirió—. Así tendremos tiempo para llegar bien, desayunar como se debe y cumplir nuestro horario de trabajo.

La sugestión pareció a Chuck muy sensata, de modo que reiniciaron la marcha con lentitud y sin hablar casi. El muchacho suponía que todos los naturalistas serían muy amigos de coleccionar ejemplares, pero Sokolsky le aseguró que tal tarea sería inútil ahora. No podrían mantener las plantas debidamente, y lo harían mucho mejor otras expediciones posteriores o las colonias que se instalaran con laboratorios bien equipados. ¿Para qué dar pábulo a teorías falsas? Con dos o tres ejemplares y algunas fotografías podría completar su informe.

Chuck meditó sobre las posibles colonias. Probablemente fueran las plantas las que les resultarían más útiles. Marte ofrecía muy poco; pero Sokolsky habíale dicho que aquellos vegetales parecían contener toda clase de drogas extrañas. Había probado una de ellas en una cortadura que se hiciera en la mano para ver si atacaba la carne; en cambio ya se había cerrado la herida. Si el ejemplar que pensaba llevarse consigo resultaba ser lo que parecía, muy pronto habría un comercio floreciente entre la colonia marciana y la Tierra.

Cruzaron el lugar donde acamparan previamente y continuaron viaje. El doctor era partidario de dormir en las ruinas de la ciudad, pero Chuck no quiso aceptar la sugestión. Si los aullidos procedían de allí, se sentiría mucho más tranquilo en medio del desierto.

Finalmente se ubicaron en las arenas, a un kilómetro de las ruinas. El sol comenzaba a declinar y la idea del descanso resultaba muy agradable luego del breve sueño de la noche anterior y la larga caminata. De nuevo desconectó el doctor su radio y se acostó, quedándose dormido casi de inmediato. Chuck se acostó a su lado, meditando sobre todo lo que hablaran. No sabía si Sokolsky era el más inteligente de los expedicionarios o si simplemente le gustaba expresar sus teorías. Fuera como fuese, tuvo que admitir que, por lo menos, era un individuo muy interesante.

El cansancio que le abrumaba cortó de pronto sus meditaciones y al fin se quedó dormido.

Súbitamente se encontró sentado en la arena, estremeciéndose violentamente al oír las notas finales de un quejumbroso grito que acababa de resonar allí cerca.

Al mirar a su alrededor vio un círculo de ojos relucientes que los rodeaban por completo. Los puntos luminosos desaparecieron al mirarlos él, pero volvieron a brillar cuando fingió cerrar los ojos. Era evidente que le veían con toda fatalidad.

Se tendió de nuevo, pensando esperar un rato y sorprenderlos. En la oscuridad comenzó a vibrar un sonido similar al chirriar de los grillos, aunque algo más regular y suave. No oía grillos desde su niñez y el sonido le resultó agradable y le indujo al sueño. Poco después renunció a su idea de permanecer despierto y cerró los ojos.

En la mañana le despertó Sokolsky e inmediatamente le señaló el morral.

—¿No tenías un cortaplumas?

—Claro que sí. Con él corté el tubo de la planta.

—Exactamente. Y nuestros amigos animales deben haberte visto cuando lo hacías. Anoche vinieron a buscar el cortaplumas..., como me lo figuraba ya. Ahora veo que ha desaparecido.

Chuck buscó en vano el instrumento. Había estado en su morral, el que cerró al acostarse. Sin embargo, el cortaplumas no se hallaba ya en su lugar.

Aquellas bestias marcianas parecían ser muy listas.





cap. 13

En guardia




Se estaba sirviendo el desayuno cuando entraron Sokolsky y Chuck en el comedor. Vance hizo una señal aprobadora luego de saludarlos.

—Muy bien. Ambos parecen más repuestos. Digan a los próximos en la lista cómo lograron hacerlo con tanta rapidez.

Después volvióse hacia los otros.

—No me importa lo que haya sucedido. Si la perdió uno de ustedes o si la usaron para cambiarla por algún producto nativo, díganmelo. Una máquina de soldar con su equipo completo no puede esfumarse en el aire. No consigo comprenderlo.

Hablaba en tono bastante vehemente. Chuck miró en seguida a Sokolsky, quien le hizo una señal negativa con la cabeza al tiempo que preguntaba:

—¿De qué se trata?

Fué Steele quien le contestó:

—Falta uno de los soldadores, así como varias herramientas más que hemos perdido en varias partes, aunque no les prestamos atención. Pero una máquina de soldar es algo que no se pierde así como así... y sin ella estamos en un aprieto.

Chuck se asombró al ver la depresión que dominaba a los otros y fijóse en las expresiones fatigadas de todos, así como en la desesperación que se reflejaba en el rostro de Vance.

—Muy bien —dijo al fin el capitán—. Sé que nadie la ha robado; no habría razón para ello. Sé que los encargados de soldar no son de los que ocultan las herramientas para no trabajar, y sé que no se ha perdido. ¿En qué quedamos entonces?

Rothman se encogió de hombros.

—Pues en que nos falta una máquina de soldar, dos pares de pinzas, una pala, una hoja de aluminio, cuatro latas de carne cocida...

Los otros se levantaron y dispusiéronse a retornar al trabajo, mientras que Vance ponía la cabeza entre las manos y quedábase meditando. La máquina de soldar era un aparato imprescindible, mas nada podía él hacer al respecto.

—Tenemos una pérdida de aire —anunció con toda la calma de que fué capaz—. No es una costura abierta; ya la soldamos bien ayer y la pérdida está en otra parte. Pasamos medio día andando de un lado a otro con las velas de humo, y no hay casi ningún punto del casco que no tenga escapes; remaches saltados, costuras flojas y todo lo demás. Nuestra presión ha ido mermando; podemos compensarla con el aire marciano, pero no podremos salir al espacio hasta que esté todo reparado. Necesitamos esa soldadora mucho más que antes, pero supongo que Chuck tendrá que arreglarse con la eléctrica portátil y hacer una recorrida para cerrar todas las aberturas pequeñas que he marcado con tiza y humo.

Sokolsky tocó el hombro del capitán.

—Yo me figuro lo que ha pasado con la máquina de soldar, Miles. No somos nosotros los únicos seres vivos de este planeta. Hay en los alrededores una raza de ladrones que...

Acto seguido relató los incidentes ocurridos con la pistola y el cortaplumas, dando énfasis especial a su teoría de las urracas. Los animales se aficionaban a cualquier cosa que veían, y eran muy listos.

—Guarden todo adentro y ténganlo bajo llave —sugirió luego—. Por lo menos se podrá evitar que se pierdan otras cosas.

Vance sacudió la cabeza.

—Mejor sería tender una trampa. Si descubrimos dónde se llevaron la máquina, podríamos recobrarla. Prepararé la celada para esta noche y pondré de guardia a Ginger. Bien vale la pena perder unos días de trabajo para recobrarla.

Chuck se fué a ocupar de su trabajo, descubriendo luego con asombro la cantidad de desperfectos que se habían producido en el casco. Había varias aberturas grandes que no era posible cerrar con la soldadora portátil; pero se movió de un lado a otro a toda prisa, probando las pérdidas de aire con la Vela de humo. Aquello requeriría lo menos dos días de trabajo intenso si es que no tres o cuatro.

Al llegar a la noche se habían desvanecido ya los efectos del paseo. Vio a Vance que apostaba a Ginger fuera del navío con un par de llaves relucientes que se usaran durante todo el día, pero que no eran esenciales. El cocinero había dormido casi toda la tarde y estaba en perfectas condiciones para montar la guardia.

El capitán hizo un anuncio a la hora de comer.

—Dejaremos de lado todo el trabajo de soldar que no sea imprescindible. Vamos a tratar de descargar la nave; es necesario sacar todo lo que no esté fijo, y hasta sacaremos los tanques hidropónicos y el combustible. Así aligerado, calculo que podemos aminorar unas cinco toneladas de peso, excavaremos bajo la parte posterior y elevaremos el resto con guinches. Nos costará mucho hallar un punto de apoyo; pero quizá lo consigamos si hundimos bastante la popa. Descargada, la proa es mucho más liviana, cosa que nos será ventajosa.

Gimieron todos, pero no protestó nadie. Era la tarea que temían y una de las más necesarias. El navío no podría partir y continuar su vuelo si no estaba de proa al cielo; mas aunque no resultaría muy difícil la descarga, el volver a cargar todo por la entrada sería casi imposible.

Vance afirmó que, ya que había una posibilidad de recobrar la máquina de soldar, sería posible hacer el resto. Podrían abrir un boquete en el casco y cerrarlo luego. Si aparecía la soldadora, habrían ahorrado tiempo efectuando un trabajo en el que intervendrían todos.

Chuck se fué a la cama sin pensar mucho en ello. Su trabajo con la soldadura portátil continuaría como hasta entonces. Después tendría que salir y cavar con los otros, mas ya se preocuparía por ello cuando llegara el momento.

En cierta oportunidad se preguntó cómo lo estaría pasando Ginger, sintiendo cierta envidia al pensar que el cocinero era el que tenía el trabajo más liviano de todos.

En la mañana informó Ginger con cierto disgusto que no había sucedido nada. En un momento tuvo la impresión de que le miraba alguien, pero lo atribuyó a su imaginación sobreexcitada. Las herramientas seguían en su lugar, tal cual las dejaran. ¿Era necesario que volviera a montar la guardia?

Vance asintió en silencio, abstraído con otros problemas, y Ginger sacó de su morral una pesada automática 45.

—¿Es suya, capitán? —inquirió—. La encontré esta mañana a unos quince metros de mi puesto y me figuré que se le habría caído a usted anoche.

—Gracias. Me extrañaba no encontrarla. —Vance la tomó sin parpadear siquiera, diciendo luego—: Sokolsky, Chuck, no se vayan.

Cuando estuvieron a solas sonrió el doctor.

—No les gusta esa clase de herramientas, Miles. O quizá tienen un sentido del humorismo muy desarrollado. Eso de que la devuelvan me llama la atención.

—Ajá —Vance sacó el cargador, notando que estaba vacío—, ¡Se quedaron con los cartuchos! Son inteligentes. ¿Pero por qué no conservaron la pistola para usarla como arma?

—Son inteligentes —reconoció Sokolsky, haciendo una mueca—. La evidencia me convence. Y me resultan interesantes. Cárguela de nuevo y démela. Me gustaría hacer la guardia con Ginger esta noche. Creo que es lo más conveniente si es que vamos a sacar el contenido del Eros. De paso le diré que convendría retirar primero el combustible y los tanques hidropónicos que no se usan. Son voluminosos y no creo que les interesen mucho. El resto... En fin, ya nos preocuparemos de eso cuando veamos qué pasa esta noche.

Vance asintió sin vacilar y enarcó las cejas al ver que Sokolsky comenzaba a ponerse el traje espacial a fin de salir a trabajar con los otros. Evidentemente había creído que el doctor aprovecharía la excusa de la guardia para no trabajar todo el día.

Ese día reinó una tensión mayor que los anteriores. El trabajo resultó fatigoso y difícil. Los tanques eran lo bastante pequeños como para pasarlos por la cámara de entrada, ya que por experiencia habíanse desechado los de gran tamaño por resultar poco prácticos. Claro que las conexiones entre uno y otro y las grandes válvulas dificultaban su manejo, además de lo cual goteaban todos. La capa aisladora de los trajes espaciales protegía bien a los hombres de los efectos del corrosivo líquido; pero tenían que obrar con mucho cuidado a fin de que no se dañaran algunas partes de la nave. Por otra parte, ya había corrido la voz sobre las herramientas desaparecidas y todos temían ser atacados por una raza inteligente y poco amistosa.

Chuck se cruzó con ellos cuando estaba ocupado en finalizar los retoques con la soldadora, y los vio tocarse entre sí los cascos para conversar en privado sin apelar a la radio que podían escuchar todos.

Sokolsky también parecía preocupado por primera vez desde que comenzaran a estudiar la vida del planeta. No obstante, sonrió a Chuck y quitó importancia al hecho de que perdería su período de descanso al montar la guardia. Parecía hombre capaz de soportar las mayores penurias, aunque Chuck hubiera imaginado al principio que sería el primero en doblegarse ante los rigores de la expedición.

La cena no fué nada alegre. Ya habían logrado sacar los tanques al exterior, tanto los de combustible como los hidropónicos que no estaban en uso. Aquello representaba el resultado de la jornada de labor y prometía un trabajo aún mayor cuando tuvieran que volverlos a cargar.

Sokolsky y Ginger salieron a poco. Esta vez se empleó de señuelo algo de verdadero interés para los marcianos. En un semicírculo muy a la vista se colocaron todas las herramientas que atrajeron a los nativos, y de ellas se exceptuó sólo la máquina de soldar. Ginger y el doctor abrieron un hueco en la arena, debajo del barco, y allí se apostaron para vigilar los alrededores.

De esto no resultó nada y no hubo visitantes. Sokolsky habló con Chuck cuando se iba a acostar por unas horas.

—Ojos por todas partes, Chuck; pero ninguno se tragó el anzuelo. No hicieron más que permanecer allí sentados a unos cien metros de distancia.

Asintió el muchacho y siguió hacia los tanques con la intención de idear el medio de acumular más plantas en un número menor de recipientes mientras se ocupaban de enderezar la nave. Arrojó afuera algunas de las hierbas que se usaban sólo para reponer el aire, pero no pudo hacer otra cosa.

Terminado esto lo mejor posible, se inició el trabajo de excavación, que para Chuck era el peor. El muchacho frunció el ceño al imaginar el gran círculo que debían cavar hasta una profundidad de tres metros.

Lo peor de todo era la desesperanza que abrumaba a los expedicionarios. Ya estaban atrasados en el programa y se atrasaban aún más con cada día que pasaba. Vance no podía darse por vencido, pero los otros estaban por rendirse ya.

Antes de acostarse aquella noche, el muchacho se asomó para ver que el señuelo seguía en su sitio de costumbre y los guardias se hallaban en sus puestos, aunque esta vez mejor ocultos que antes. Habían convenido que Sokolsky usara el arma, mientras que Ginger mantendría conectada su radio a fin de dar la alarma no bien se presentaran las bestias.

Aun no era hora de acostarse y Chuck sentíase inquieto, de modo que se puso el casco y cruzó la cámara de compresión con la idea de reemplazar a Sokolsky por unas horas a fin de que el doctor pudiera dormir un poco.

Luego vaciló. Por un momento estuvo allí parado, meditando y escuchando a una vocecilla interior. Al fin giró sobre sus talones y fué a acostarse, quedándose dormido de inmediato.

Sokolsky y Ginger no estaban desayunando cuando se presentaron los otros en el comedor. Vance lanzó un denuesto al tiempo que miraba por una de las ventanillas de la cabina de mando. Le temblaron los dedos cuando señaló hacia el sitio donde dejaran el señuelo.

La mayoría de las herramientas seguían en su lugar, pero había desaparecido la máquina de soldar que agregaran la noche anterior para atraer más a los marcianos.

Cuando se pusieron los trajes espaciales y salieron, hallaron a los dos guardias profundamente dormidos. Ninguno de los dos habíase enterado de la pérdida.

El grito que lanzó Vance por el transmisor de su radio los despertó bruscamente. Ginger sacudió la cabeza, todavía semidormido, pero el doctor se sentó en seguida, sonriendo confiado. Chuck notó que brillaba un rayo de sol en el lugar donde hasta entonces estuviera posada su cabeza, y recordó la afirmación de Sokolsky en el sentido de que la luz del sol lo despertaba siempre.

Ginger siguió bostezando y de pronto cerró la boca, mostrándose sobresaltado. El doctor, que era más listo que el cocinero, se volvió hacia las herramientas distribuidas sobre la arena.

—Está bien, Miles —dijo entonces—. Me lo merezco y no tengo excusa. Puede aplicarme la ley marcial por haberme dormido mientras montaba la guardia.

—La culpa la tengo yo; no tenía derecho a exigirle tanto —repuso Vance, mostrándose más intrigado que colérico—. Ginger, usted estaba descansado y bien dormido. Vaya a preparar el desayuno y luego salga a cavar. Después hablaremos... ¿Qué pasó, doctor?

Sokolsky meneó la cabeza.

—Nada. Estaba sentado aquí cuando vi salir a Chuck. Pensé que se acercaría, pero volvió a entrar. Había estado algo adormilado hasta ese momento, pero ese detalle me despertó del todo. Recuerdo que vi cerrarse la puerta de la cámara de compresión... Eso es todo.

—Quizá notó que Ginger se quedaba dormido y no pudo dominarse después de tanto trabajo y falta de descanso, ¿eh?

El médico volvió a negar con la cabeza. Era evidente que estaba muy intrigado. Por su parte, Chuck tampoco pudo comprenderlo. Admitía que el doctor se durmiera un momento; mas no era de los que siguen durmiendo estando de servicio y con el sol en la cara. Algo le había narcotizado... Sin embargo, no era posible narcotizar a quien vistiera un traje atmosférico...

—¡Los compresores! —exclamó, viendo al fin la luz—. Eso es lo que narcotiza a los guardias. Creemos que una persona vestida con un traje espacial está a salvo de cualquier cosa..., pero no olvidemos que estamos respirando el aire marciano comprimido y humedecido.

El pelirrojo galeno hizo una mueca al rendirse ante la evidencia.

—Me siento algo atontado —admitió—. No mucho, pero no estoy tan despejado como debería estar luego de una noche completa de descanso. Bien, entonces, ésa debe ser la razón. Volvamos a usar los tanques de oxígeno en los trajes de los guardias y retornaremos a la normalidad.

Se puso de pie, desperezándose.

—¿Qué hay en programa? ¿Seguimos cavando?

Asintió Vance, muy pensativo. En su rostro pintábase la duda y la esperanza.

—Sí, seguiremos cavando, y conviene que empecemos ya. Bien, esta noche pondré de guardia a Dick Steele con sus tanques de oxígeno en lugar de los compresores. Pero no voy a correr el albur con otra máquina de soldar, tendrán que conformarse con otro señuelo.

El pozo se agrandaba con lentitud. La arena tan fina deslizábase hacia abajo no bien la retiraban y constantemente debían afirmarla con chapas de metal. Chuck miraba aquella sustancia rojiza con grandes señales de desagrado, mientras que Rothman, que trabajaba junto a él, fruncía el entrecejo como siempre.

—Renuncio —dijo de pronto el piloto. Al ver la mirada de Vance asintió con un brusco movimiento de cabeza—. En serio, Miles. No veo la razón de cavar tanto cuando un buen disparo del cohete número uno haría más de lo que podemos hacer nosotros en cinco días.

Como suele ocurrir, lo más obvio había escapado a la atención de todos.

Quince minutos más tarde, observaban todos un pozo de más de tres metros de profundidad como el que había pedido Vance. El capitán mostrábase más animado de lo que estuviera desde que cayeran en el planeta. Admitió que aquella idea los había hecho adelantar tanto como necesitaban.

El resto del día trabajaron sin esforzarse mucho, cavando directamente debajo de la cola, donde el disparo del cohete no había llegado. Pero en la noche ya estaban listos para iniciar la labor de armar los guinches mecánicos y enderezar el gigantesco navío del espacio.

Por su parte, Steele ya estaba apostado en un nuevo escondite, observando las herramientas que dejaran a la vista para atraer a las bestias marcianas.

Todos los demás se acostaron temprano, sintiéndose satisfechos con la labor cumplida durante la jornada. Hasta se perdonó a Ginger..., o se le dio a entender que no había sido culpable de negligencia.

Eran las dos de la mañana cuando los despertó la voz de Dick Steele que resonaba en los altavoces.

El negro entró un minuto más tarde. Quitándose el casco.

—Me quedé dormido..., aunque no más de diez minutos. Desperté entonces muy inquieto y vi algo que se alejaba a toda prisa. Han cortado el cierre de tela de la parte de abajo y será necesario ir a reparar la abertura lo antes posible; estamos perdiendo aire.

No era exacta la información; la tela no estaba cortada, pues los marcianos habíanla despegado cuidadosamente de alrededor de la abertura en el casco y entrado en la nave aun en contra de la corriente de aire, la que debía haber sido terrible. Después salieron por el mismo camino, cerrando la cubierta improvisada lo mejor posible. La pérdida de aire no era de gran importancia.

Pero la pérdida de la tercera máquina de soldar era una catástrofe de primera magnitud.





cap. 14

La bienvenida



Todos conocían ya los detalles, pero nadie podía dar la menor explicación al misterio. Las drogas no podían afectar a quien estuviera dentro de un traje espacial completamente aislado; sin embargo Dick había perdido el conocimiento mientras estaba bien despierto y enterado de lo que pasaba. Para empeorar aún las cosas, Steele era inmune al poder hipnótico. Chuck había pensado en el chirrido similar al de los grillos que oyera cerca de las ruinas, preguntándose si ese detalle no sería el responsable de que se durmiera entonces y también de su indecisión en la entrada de la nave cuando estaba de guardia Sokolsky.

Pero un hombre inmune al poder hipnótico no podía ser hipnotizado.

Chuck renunció a sus esfuerzos por comprenderlo, y en esto no estaba solo. Nadie pudo ofrecer ninguna teoría; la máquina de soldar había desaparecido y eso era todo. No quedaba más que una que sirviera para cerrar la gran abertura de la popa.

Aquella mañana se les sirvió raciones mínimas, prueba palpable de que Vance estaba perdiendo las esperanzas y se daba cuenta de que tendrían que permanecer allí hasta que las circunstancias fueran más favorables..., o hasta que murieran todos.

Nadie hizo comentarios al respecto. Chuck se puso de pie con lentitud, dejando la mitad de sus raciones sobre la mesa, y salió con la última máquina de soldar. Antes no había sido tan cierta la amenaza que se cernía contra todos, y no importó el detalle del alimento y el aire que se consumiera. Ahora era casi seguro que tendrían que quedarse en Marte indefinidamente.

Esto significaba que su presencia allí acortaría la vida de los otros en un mes por cada siete que pasaran. Era una verdad innegable y el muchacho no quiso engañarse al respecto.

Se puso a trabajar a toda prisa, uniendo los bordes de la abertura para soldarlos, pero sus movimientos eran puramente mecánicos. Sin embargo no pasaba un minuto sin que se volviera para mirar por sobre su hombro, como si temiera que algún monstruo marciano se acercara sigilosamente a él para arrebatarle la última herramienta.

Hizo una pausa mientras instalaban los guinches y entró en la nave para completar su trabajo. Todavía estaba soldando cuando la nave comenzó a inclinarse hacia arriba. El pozo más profundo abierto por el escape ígneo del cohete había facilitado enormemente la labor. La nave se elevó a un ángulo de cuarenta y cinco grados y el muchacho sintió el constante tirón de los guinches que la atraían más y más.

Después terminó de cerrar la abertura, dejando así el casco perfectamente hermético. Faltaba aún un mes de reforzar y reparar las grandes vigas de sostén para que el Eros estuviera de nuevo en condiciones de saltar al espacio, mas ya no quedaban orificios para que se introdujeran los marcianos,

Mientras se elevaba la proa guardó la máquina de soldar en lugar seguro. Luego tomóse del sostén más cercano y así se quedó esperando.

La nave había llegado al punto crítico y ahora comenzó a mecerse. En realidad debería haber guinches en ambos lados para mantenerla erguida, mas había sido imposible instalarlos, pues no los tenían. Los dos de que disponían eran necesarios para elevar aquel peso tremendo.

El Eros quedó parado durante un segundo e inclinóse luego hacia el otro lado, meciéndose un poco hasta que al fin se inmovilizó en posición casi perfectamente vertical.

Chuck se soltó del sostén y encaminóse dificultosamente hacia la cámara de salida. Poco después deslizóse por la escalera hacia el suelo mientras que Vance se aproximaba a la carrera, riñéndole porque no les hubiera avisado que se hallaba adentro.

Chuck le contestó con una sonrisa.

—No fué más que un poco de bamboleo, y únicamente así pudimos terminar los dos trabajos al mismo tiempo.

Volvióse para mirar hacia la nave y al pozo de abajo. Las aletas de cola no estaban del todo afirmadas, pero la nave reposaba de nuevo sobre sus propias patas.

—Ya está —dijo Vance—. Lo cargaremos con cuidado.

En lugar de mostrarse animado, parecía presa de la preocupación.

—Y me estoy preguntando cuando perderemos la otra máquina de soldar —agregó.

—Tengo una teoría —expresó Chuck—. Creo que el escondite está en las ruinas. Sólo allí podrían estar las herramientas. Y como no hay nada en la superficie, deben tener algún medio de meterse bajo tierra. ¿Le parece lógica mi suposición?

En los labios del capitán apareció una sonrisa instantánea.

—Es posible. ¿Qué opina usted, doctor?

—Tienen hábitos nocturnos; ya hemos comprobado que merodean sólo de noche —expresó Sokolsky—. Y ese detalle concordaría con una forma de vida desarrollada bajo tierra. Además, ha oído decir que ese grito tan agudo proviene de alguna parte de la ciudad.

Steele apoderóse de un pesado trozo de caño mientras que Rothman le imitaba.

—¿Qué hacemos, Vance? —inquirió el ingeniero—. Aun nos quedan tres horas hasta la noche. No me gusta andar matando gente, aunque sean marcianos; pero cuando es cuestión de matar o morir, prefiero conservar la vida. De todos modos, es posible que no luchen si atacamos de frente.

—Alguien tendrá que quedarse —sugirió Vance—. Sé que no han atacado de día, ni quiero que lo hagan. Dos hombres. De ese modo, y a plena luz, los demás podremos ir a recorrer la ciudad, Chuck, ¿no quieres quedarte con Dick?

Los dos nombrados cambiaron una mirada y el capitán asintió. —Bien, estamos de acuerdo. Llevaremos las armas que podamos, pero les dejaremos la automática. Y si ocurre algo, grítennos. No se hablará nada por la radio si no se trata de una emergencia. Cualquier cosa era mejor que no hacer nada. Los expedicionarios se alejaron en busca de garrotes y trozos de metal y regresaron casi de inmediato. Después se dirigieron cinco de ellos hacia la ciudad, dejando a Dick y Chuck junto a la nave. El ingeniero tenía sus tanques de oxígeno y Chuck el compresor de aire; fuera cual fuese el método empleado por los marcianos, éstos se verían en apuros al tener que habérselas con los dos tipos de equipos al mismo tiempo.

Durante el día, el desierto arenoso no brindaba ningún refugio ni escondite; pero Dick y Chuck habían perdido la fe en aquellas ideas que parecieran buenas. De común acuerdo se sentaron junto a la escala que se elevaba hacia la entrada del Eros, apoyaron espalda contra espalda y se dispusieron a vigilar.

De este modo estarían seguros de que no ocurriría nada a la nave. Chuck exhaló un suspiro e inclinó la cabeza hacia atrás a fin de que su casco tocara el del negro.

—Si veo moverse un grano de arena daré un grito y tú disparas —dijo—. Avísame también si ves tú algo.

—Deberíamos haber hecho las guardias así desde el principio —manifestó Steele—. Lo que nos pasa es que urge tanto el tiempo que hemos perdido más del necesario.

Se apoyaron el uno contra el otro, dejando el espacio mínimo necesario para el compresor de Chuck. No hablarían; desde ahora en adelante, cualquier sonido que pasara por la radio sería una advertencia para los que estaban en las ruinas. Chuck tocó la palanquita de contacto a fin de asegurarse de que estaba conectado el aparato.

No había movimiento alguno. La sombra de la nave fué prolongándose a medida que el sol declinaba hacia el horizonte. En una oportunidad sintió Chuck que se movía algo en la arena y dio un salto, pero comprobó en seguida que sólo se trataba de Dick que había cambiado de posición. Soplaba un viento leve que agitaba la arena apilada alrededor del navío-cohete, empujando hacia el pozo pequeñas cantidades.

El muchacho se movió un poco y Dick dio un respingo. Se volvieron entonces para sonreírse y de inmediato dieron vuelta la cabeza a fin de no descuidar la vigilancia. Aquello era como estar sentado con una serpiente venenosa dormida sobre las rodillas.

En ese momento oyeron algo por los receptores.

—¡Allí hay uno! ¡Allá! ¡Dobló por la esquina de la casa grande!

Siguió una babel de voces mientras Chuck fruncía el ceño y esperaba. Finalmente se oyó la voz de Steele que preguntaba:

—¿Qué pasa, Miles?

—No sé; debe ser una alucinación de alguno. Probablemente han visto la sombra de un compañero. No es nada, y no encontramos señales de ninguna entrada subterránea. ¿Cómo andan las cosas por allí?

—Muy tranquilas —respondió Chuck, oyendo acto seguido la risa de Dick.

Después volvió a reinar la calma. De tanto en tanto se movían al sentir deslizarse la arena bajo sus cuerpos, y los trajes espaciales no eran tan cómodos como podrían ser. Pero ya estaban acostumbrados a esto y no prestaron atención al detalle.

Chuck bostezó de pronto, haciéndose cargo de que el peligro mayor estribaba en el aburrimiento. Volvió a bostezar, y notó entonces que el compresor no hacía el ruido de costumbre. Quizá el bostezo habíale aclarado los conductos auditivos... Se alegraría cuando volviera Vance. Con razón se dormían los guardias. Ahora no podía censurarlos...

Una vocecilla interior pareció querer advertirle algo al sentir que el traje tornábase húmedo y que el aire era imposible de respirar. Quizá fuera el compresor, aunque todavía funcionaba... ¿O sería...?

Abrió la boca para lanzar un grito de advertencia, mas el esfuerzo le resultó fuera de sus alcances...

La voz de Vance resonaba en sus oídos y el muchacho masculló algo con disgusto al tiempo que reaccionaba. Había estado a punto de hacer algo, aunque no lo recordaba ya. Después se aclararon sus ideas y las palabras que oía llegaron a su cerebro con más claridad.

—¡Dick! ¡Chuck! ¡Chuck!

—Sí.

Le resultó difícil articular la respuesta, mas el esfuerzo sirvió para devolverle por completo la lucidez.

—¡Vance! ¿Qué ha pasado?

—¡Eso es lo que quiero saber! Espera que ya vamos. ¡Dios mío!

El muchacho volvióse con lentitud, viendo a Dick tendido en el suelo a su lado. Inclinóse hacia su compañero y lo sacudió, logrando despertarlo a medias. Después entendió algo de lo que decían por la radio y Chuck volvióse hacia la nave.

El Eros yacía nuevamente de costado, aunque esta vez se hallaba la entrada algo más arriba de la superficie del terreno. Al caer dejó al descubierto parte del pozo, aunque llenándolo debajo, donde había sido necesario cavar. Además, era probable que se hubieran producido otras rajaduras por las que escapaba el aire.

Chuck avanzó hacia el navío, casi sin darse cuenta de lo que hacía. Vance y los otros llegaban ya por la última loma y descendían. Todos se detuvieron frente a la nave, mirándola sin comprender.

Al fin le dio Vance la espalda, sacudiendo la cabeza.

—Está bien, supongo que no será demasiado grave..., a menos que se haya vuelto a rajar el casco. Y más parece que lo hubieran bajado y no que haya caído. Mañana haremos unos disparos para ahondar el pozo. Prefiero esto y no la pérdida de esa última máquina de soldar.

—¡Vance! —gritó Rothman entonces.

Todos se volvieron hacia el piloto, quien se hallaba al lado de los guinches, señalándolos con la mano.

Aquello era un desastre. Alguien había derramado el contenido de uno de los tanques de combustible sobre los aparatos. El ácido corrosivo había carcomido por completo los cables, dejando también al descubierto los remaches y arruinándolo todo. Ahora no servirían ni para sostener su propio peso.

Lo raro del caso es que ninguno hizo el menor gesto; ya habían aprendido a no culpar a nadie de lo que sucedía. Chuck se quedó parado donde estaba, esforzándose por contener los sollozos que afloraban a su garganta y comprendiendo que hubiera sido mejor que se volvieran todos contra él.

De pronto se volvió lleno de sorpresa al llegar a sus oídos el sonido de un sollozo desgarrador. Dick Steele se hallaba junto a los guinches, observando la ruina de las maquinarias que eran como una parte integrante de su vida y comprendiendo que en cierto modo era responsable de la pérdida. No había debilidad alguna en aquel llanto; era más bien una válvula de escape para su rabia varonil.

Chuck quedóse inmóvil un momento más. Después encaminó sus pasos inseguros hacia la nave caída. Se dijo que ahora no podrían volver a levantarla. Él les había fallado por completo, ya que la idea fué suya. Él era el responsable de lo que habría de sucederles a todos.

—No te preocupes —díjole entonces la voz de Vance—. Tenemos metal de sobra y, si es necesario, podremos colocar nuevos remaches y cortar caños para improvisar otros guinches. Nos llevará tiempo, pero lo haremos. Todavía nos queda una máquina de soldar.

Chuck dirigióse hacia la cámara de compresión para pasar al corredor. Había guardado la máquina de soldar en lugar seguro. Abrió el armario y vio que no estaba allí la soldadora. Sus pasos eran más firmes cuando volvió por el pasaje y entró de nuevo en la cámara de compresión. Al llegar a tierra volvió el rostro hacia las ruinas y echó a andar en esa dirección con movimientos casi mecánicos.

Le siguió Vance, pero el muchacho continuó andando hasta que el capitán lo retuvo a viva fuerza.

—No hay tal máquina de soldar, capitán. Se llevaron la última. Bajaron la nave, quemaron los guinches y escaparon con ella.

—Ya lo sé. —Vance le hizo volverse para conducirle de regreso adonde estaba el grupo—. Lo sabíamos todos cuando saliste. Creo que ya estamos adivinando esas cosas. Soldaremos todo con la soldadora portátil y cavaremos un pozo más profundo para meter al Eros hasta la mitad. Tú arreglarás los mandos para que se equilibren. Los instrumentos te servirán para ello. Después no importará si partimos en línea oblicua. Duraremos hasta que podamos llegar con nuestro combustible, o partiremos hacia la Tierra y avisaremos que nos manden lo necesario en los cohetes pequeños. ¡Y si es necesario nos dejaremos caer sobre Ciudad Luna!

Hizo una pausa para tomar aliento y volvióse luego hacia los otros.

—Ustedes no lo creen; tampoco lo creo yo ya. Pero lo haremos porque somos hombres y en Marte no hay quien pueda con nosotros.

Chuck miró a sus compañeros. Ninguno creía que fuera posible hacerlo; ya no había nadie que se engañara a sí mismo. Sin embargo, seguirían adelante con el trabajo.

—Entremos a ver qué daños han hecho al navío —sugirió Dick con voz ya serena.

Así lo hicieron y comenzaron a andar de un lado a otro con las velas de humo. Mas no hallaron rastros de que hubiera nuevas rajaduras u orificios. Quedaban algunas filtraciones mínimas a lo largo de las costuras, mas no tenían gran importancia. El Eros había sido bajado con suavidad por medio de los guinches. Por eso era que los cables seguían instalados en lugar de haber sido arrancados por la fuerza del golpe.

—Lo vieron enderezado y decidieron que no estaba bien: por eso volvieron a acostarlo —comentó Ginger.

—¿Por qué? —inquirió Rothman—. Eso no tiene sentido. Si querían matarnos, podrían haber esperado hasta la noche para bajarlo cortando los cables. ¿Por qué lo han hecho así?

Sokolsky se encogió de hombros.

—Salta a la vista. No es que quieran matarnos; lo que desean es que nos quedemos. Esto es una especie de bienvenida. Por ellos podemos quedarnos todo el tiempo que queramos. Hace rato que podrían habernos matado a todos, pero se ve que simpatizan con nosotros.

—¿Por qué? —repitió el piloto.

—Porque tenemos tantos juguetes bonitos que ambicionan. Les traemos regalos que no saben cómo emplear. Andan merodeando por la arena, enterrados en ella, donde no podemos verlos, y nos observan usar los juguetes. Después, cuando descubren para qué sirven, vienen a llevárselos. ¿Por qué han de matarnos cuando pueden retenernos aquí para que les enseñemos cómo se usan nuestras cosas? ¡Señores, nos están domesticando!





cap. 15

Los marcianos




Chuck se dijo de pronto que sólo por uno de dos métodos podían hacerlos dormir así los marcianos. Se hallaban todos en el comedor, pero nadie hablaba mucho. Ahora no era necesario acostarse temprano; tendrían tiempo de sobra para reparar el navío, si es que podía repararse. Al cabo de un período más o menos largo escasearían las provisiones, pero dispondrían de tiempo suficiente.

Volvió a meditar sobre el misterio, analizándolo hasta en sus últimos detalles y volvió a llegar a la misma conclusión de que debía tratarse de una de dos cosas.

Se puso de pie, saludando a los otros, y marchó hacia la cámara de compresión donde estaba su traje espacial. El casco colgaba al lado con la diminuta radio en su interior. Lo estuvo mirando un segundo y fué luego hacia la sección dedicada a depósito. Lo único que necesitaba era un destornillador pequeño, un tubo de metal y otro juego de tanques de oxígeno.

Cuando volvió donde estaba el traje ya lo tenía todo. El destornillador le sirvió para retirar el aparatito de radio que dejó de lado. El tubito de metal lo introdujo en uno de los conductos que daban paso al aire hacia el interior del casco, y los tanques de oxígeno reemplazaron al compresor que usara hasta entonces. Estudió el equipo unos minutos, diciéndose que faltaba algo.

En el depósito de herramientas localizó un cable fino y una linterna pequeña, elementos con los cuales se puso a trabajar de nuevo. Esta vez retiró por completo el conducto de plástico e insertó el cable en su interior, asegurándolo con un poquito de cemento. Dejó el tubo de plástico, soldó un cable aislado al de metal y lo conectó con la batería, extendiéndolo a poco hacia la lamparilla de la linterna que instaló dentro del casco. Hizo una conexión extra, uniendo los contactos al tubo de plástico por medio de otro cable fino. Al fin volvió a insertar el tubo de metal en el de plástico y lo oprimió con los dedos, sonriendo satisfecho al ver que se encendía la lamparilla.

Se puso luego el traje, bajó el casco y apoderóse de la soldadora portátil con la que salió de la nave.

Por un momento se movió junto al cascó y la soldadora relució en la oscuridad, lanzando su llama contra el metal. De nuevo siguió andando sin prestar atención aparente a nada que no fueran los diminutos orificios que parecía hallar en el casco.

Esta vez no se sentía aburrido y sabía que no le iba a dominar el sueño. Tal vez había sido la radio. No parecía posible, pero tal vez hubiera algún método de interferir la onda con otra similar que afectara el cerebro. No recordaba ningún caso en que se hubiera dormido nadie que tuviera la radio desconectada. Sokolsky habíase dormido, pero de manera natural, hasta que usó la radio mientras esperaba. Fue entonces cuando lo dominaron.

Mas no creía que fuera esto, y al descartar su aparatito de radio lo hizo para tomar una precaución extra.

Transcurrió una hora y se acercó más a la proa de la nave. Sabía que eran los nervios los que le sostenían; mientras durara su estado de sobreexcitación no sentiría el cansancio.

De pronto vio parpadear la luz en el interior de su casco, y al fin se encendió del todo la bombilla. Algo presionaba contra el tubo que conducía el aire de los tanques a su casco. Esa era la treta de los marcianos. Chuck no se atrevió a volverse, aunque imaginaba a un ser capaz de yacer enterrado en la arena y levantarse en un momento dado para oprimir el conducto del aire. Los guardias estarían aburridos y lo bastante fatigados como para rendirse fácilmente. Al aminorarse el paso del aire, no lo notarían hasta que ya no tuvieran fuerzas para hacer nada. Si el guardia tenía puesto un compresor, no sería difícil colocar alguna obstrucción sobre la abertura del fuelle que aspiraba el aire de la atmósfera.

Desconectó la soldadora eléctrica y la dejó caer al suelo, mientras que sacudía la cabeza como si se sintiera adormilado. Después desplomóse de cara en la arena, oyendo en seguida el chirrido similar al de los grillos. A través del casco le llegaron otros sonidos furtivos; las criaturas salían ya de sus escondites, hablándose en su lenguaje.

Mas no se atrevió a levantar la cabeza hasta que los sonidos se hubieron alejado un poco. Tampoco podía esperar demasiado. Debía agradecer al tubito de metal el hecho de que estuviera despierto, mas el objeto había cumplido ya su fin.

Aspiró profundamente, elevando el nivel de oxígeno de su traje y levantóse de un salto al tiempo que encendía el reflector superior del casco.

Había calculado bien. Los marcianos se hallaban allí adelante, cerca de la parte superior de la loma. Encogió sus músculos terrestres y partió con toda la rapidez de que eran capaces sus piernas. Los marcianos se alejaban con la celeridad de gamos, pero el medio de locomoción de Chuck fué como el de un canguro en una pradera abierta.

Los estudió entonces con interés. Eran más o menos de la mitad del tamaño de un hombre adulto, y aun más humanos en su forma de lo que esperara, aunque tenían una delgadez extremada. De brazos y piernas similares a las suyas, poseían un cuello que se elevaba de sobre los hombros tal como el de los humanos, aunque era algo más largo. No vio señales de orejas ni de pelo en la cabeza. En cambio, todo el cuerpo estaba cubierto de un pelaje castaño dorado bastante largo a juzgar por la manera como los pelos se agitaban al viento. Sus pulmones eran amplios, aunque no demasiado. Los observó con más atención y vio que era el ritmo acelerado de su respiración lo que les permitía sobrevivir en aquella atmósfera. Sus pechos se inflaban a razón de unas doscientas aspiraciones por minuto o sea seis veces más que los de los hombres.

Ya no era posible dudar de la dirección que seguían. Por primera vez habíanlos sorprendido en el momento de cometer el delito y huían hacia las viejas ruinas, donde seguramente se hallaba su refugio.

Chuck aceleró más su carrera, logrando acercarse a ellos. Uno de los marcianos volvióse para mirarle por sobre el hombro y el muchacho vio que no tenía nariz; al parecer la boca servía para todo. La frente se curvaba hacia atrás con cierta brusquedad, pero era bastante alta, y los ojos, que recordaba bien, tenían tres veces el diámetro de los suyos y eran perfectamente circulares, hallándose muy separados entre sí.

Ahora estaban más cerca de las casas y los fugitivos se diseminaron con rapidez, mientras que Chuck fijaba su atención en el que llevaba la soldadora. El peso del aparato le impediría desarrollar toda su velocidad, y era seguro que desearía llevarse el tesoro a la vivienda común. La criatura dejaba escapar continuos sonidos que denotaban su alteración; seguramente pensaba que se violarían todas las reglas de su vida si un ser tan grande y pesado como Chuck podía alcanzarla.

El muchacho se hallaba a pocos metros del fugitivo cuando el mismo se introdujo en lo que debía haber sido la calle principal. Estaba por echarle mano cuando el otro se desvió súbitamente hacia el interior de la casa en la que recordaba haber visto el interesante mosaico que adornaba el piso. Lo perdió de vista por un segundo al pasar de largo frente a la entrada; pero al volver sobre sus pasos lo vio muy ocupado apretando las ramas del árbol incrustado en el piso.

Se levantó entonces el centro del mosaico y el marciano se arrojó por la abertura.

Chuck dio un gran salto, logrando asir la tapa antes de que ésta volviera a cerrarse. Le dio un fuerte tirón hacia arriba y la tapa cedió con facilidad y sin producir el menor sonido. Quedóse reteniéndola mientras lamentaba no haber sabido lo suficiente como para dejar instalada la radio en su casco. Con un medio de comunicación podría llamar a los otros expedicionarios, y unos pocos terrestres podrían derrotar fácilmente a centenares de aquellas criaturas tan delicadas.

Buscó algo que pudiera dejar como señal para cualquiera que le echara de menos y fuese a buscarle. Pero hasta el morral habíanle quitado cuando se fingió sin sentido. Tendría que obrar por su cuenta. Empero...

Quizá cometía una locura, pero era necesario que dejara alguna señal. De un brusco tirón retiró el reflector de sobre su casco y lo puso en el suelo, apuntando hacia la tapa del orificio que servía de entrada. Si llegaba alguien de la nave no podrían menos que ver aquella luz tan potente.

Todavía contaba con la bombilla del interior del casco que le sirviera para advertirle que era atacado y de qué forma se efectuaba el ataque. Abrigó la esperanza de que la batería fuera fresca. Eso sí, la bombilla era débil y no tenía reflector; además, estaba situada de tal modo que gran parte de su luz se difundía dentro del casco y daba contra sus ojos, pero era mejor que no tener nada.

La puerta trampa bajó de inmediato no bien hubo pasado él por el hueco. Dio suavemente contra su casco, sin gran fuerza, pero con insistencia creciente. Era muy delgada, aunque recordó que había soportado el peso de todos ellos sin ceder un ápice.

Vaciló antes de dejarla caer por completo y al fin la soltó, viéndola ajustar sobre la abertura. Cuando hizo presión contra ella, notó que se levantaba sin la menor resistencia.

Al parecer podría volver a salir, detalle sobre el que no había tenido la menor seguridad hasta entonces.

Ahora se hallaba envuelto en tinieblas y de inmediato imaginó que había allí centenares de marcianos listos para echársele encima. Levantó la mano hacia el conducto del aire y lo apretó con suavidad, encendiendo así la bombilla. Parpadeó a fin de evitar que brillara en sus ojos y a poco descubrió que podía obstruir el reflejo adelantando un poco la barbilla.

La débil luz le permitía ver claramente hasta un metro y medio de distancia, y se hizo cargo de que estaba en una galería que iba hacia abajo. Al bajar la vista descubrió escalones de un metro y medio de altura, ideales sin duda para una raza tan ágil en un mundo de escasa gravedad. Dejóse caer sobre el segundo y luego el tercero, quedando así a cuatro metros y medio bajo tierra. Allí vio una rampa inclinada que se extendía suavemente hacia profundidades mayores.

Trató de escuchar, apretando su casco contra las paredes, mas no oyó otra cosa que un confuso murmullo que no alcanzó a interpretar. Las paredes del túnel parecían ser de arcilla, aunque hasta entonces no había visto aquella substancia en Marte, salvo en el fragmento de cacharro que encontrara.

No le preocuparon las posibles puertas trampas del piso ni otros de los supuestos peligros que amenazan al explorador de las profundidades subterráneas. Era evidente que aquellos seres no tenían enemigos, y su economía debía ser demasiado sencilla y mezquina para que hubiera guerras entre ellos. Fuera como fuese, no habían previsto su visita, de modo que avanzó confiado, con una mano sobre la pared y manteniendo apagada la bombilla casi todo el tiempo a fin de conservar su batería.

Llegó entonces a un punto en que el túnel se curvaba hacia la derecha. Al encender la bombilla vio que había allí una bifurcación en la galería y que uno de los ramales tomaba hacia la izquierda y el otro hacia la derecha. Eligió el de la izquierda, ya que era el que parecía continuar debajo de la ciudad, mientras que el otro debía llevar al exterior.

Muy a lo lejos vio parpadear una luz más débil que la suya. No la habría visto de no ser que en ese momento estaba apagada su bombilla. La luz desapareció casi en seguida, pero le convenció de que estaba sobre la pista correcta.

Le preocupaba un detalle; ninguno de los otros que huyeran de él había bajado por el pasaje, siendo que deberían haber seguido al primero o entrado tras él.

Miró su reloj pulsera; seguramente era hora de que sus compañeros se acostaran. Era probable que Lew descubriera su ausencia y al buscarlo vería que no estaba su traje en la cámara de compresión.

¿Sabrían dónde buscarlo? Meditó un momento, llegando a la conclusión de que así sería. Varias veces había hablado de la ciudad y hacia ella partió al descubrir la desaparición de la última máquina de soldar. Seguramente comprenderían que estaba decidido a habérselas con los marcianos que suponía ocupaban las ruinas. Si no lo adivinaban los otros, Sokolsky los convencería. La luz del reflector duraría muchas horas; cuando la vieran no tardarían en forzar la entrada del pasaje.

Debió haber dejado señales de su paso. Después miró hacia abajo y sonrió al comprobar que lo había hecho. Las pesadas botas espaciales marcaban profundamente el camino y únicamente un ciego dejaría de ver sus huellas.

Llegó entonces a otro pasaje lateral, sintiéndose ahora menos seguro del camino a seguir. Empero, no dudaba que la luz que viera estaba mucho más adelante.

Siguió adelante, contando ahora sus pasos a fin de calcular donde se hallaba. Debía estar ya fuera de los límites de la ciudad. También estaba a una profundidad mayor de la que hubiera querido alcanzar. Notó entonces que la pendiente se nivelaba ya, lo cual indicaba que al fin llegaba a la parte habitable de las cavernas. Ahora tendría que ser muy cauteloso, aunque dudaba que pudieran hacerle nada mientras estuviera protegido por el traje espacial.

De nuevo trató de escuchar. Ya debía haber hallado algo que le indicara que seguía la dirección correcta. Los marcianos debían haber tenido grandes dificultades para trasladar los tanques de oxígeno de las máquinas de soldar que robaran. Tendrían que haber dejado señales en el suelo; sin embargo no veía nada.

De nuevo brilló a lo lejos aquella luz, ahora más brillante, y el muchacho partió hacia ella a la carrera, notando que desaparecía de inmediato.

Tropezó entonces con algo y fué a caer de bruces. Durante unos segundos le abrumó el temor hasta que probó la lucecilla de su casco y vio que encendía. Miró entonces hacia atrás, descubriendo en el suelo una lata de carne con la etiqueta a medio arrancar. La habían aplastado en parte con algo pesado, mas sin conseguir abrirla.

Seguramente les habría llamado mucho la atención aquel objeto. O quizá sus espías descubrieron que los humanos se ponían aquellas cosas en la boca. La apartó de un puntapié, seguro ahora de que iba bien encaminado.

Mas el constante avance en la oscuridad comenzaba a crisparle los nervios. Quizá debió haber dejado escapar al marciano y regresado a la nave en busca de ayuda. ¿Qué más daba la demora si sabía cómo entrar en los subterráneos?

Naturalmente, podía volver sobre sus pasos; pero su empecinamiento le impidió hacerlo ahora que estaba tan cerca de la meta,

De nuevo parpadeó la luz adelante, ahora más cerca y menos brillante.

Aquella luz comenzaba a intrigarle. La atmósfera de aquellos corredores no era más densa que la de la superficie, y no era posible que ardiera una llama en tan poco oxígeno. Los marcianos debían poseer alguna luz de origen químico, similar a la que poseen los bichitos de luz; mas no podía ser tan brillante como la viera al principio.

De nuevo se encendió, ahora con un resplandor rojizo y apagado. Algo se movió frente a ella, llevando al parecer el objeto del que emanaba la luz por otro ramal del túnel. Aquellas cavernas subterráneas debían ensancharse en alguna parte; pero Chuck no estaba tan interesado en ese detalle como en hallar a los habitantes. La luz le ofrecía una pista fácil de seguir.

Dejó escapar un grito, olvidando que allí era inútil hacerlo, y siguió por el túnel a todo correr, manteniendo encendida su lucecilla a fin de no tropezar con nada.

Allí adelante sonaron los chirridos que ya le eran familiares y siguió luego uno de aquellos alaridos ululantes que tanto le estremecieran en los días anteriores. Esta vez pudo soportarlo bien porque conocía su procedencia.

Con su bombilla encendida resultábale difícil ver la otra luz, pero la percibió cuando se alejaba por otra de las curvas del pasaje. Esta vez saltó tras ella sin preocuparse de los peligros que pudieran acecharle. Si tropezaba, lo lamentaría; si le acompañaba la suerte hallaría lo que buscaba.

Luego de dar la vuelta a la curva vio otro trecho recto y avistó al marciano algo mas cerca. El resplandor de la luz se esparcía débilmente a su alrededor a medida que avanzaba el ser. Chuck saltó hacia adelante, esforzándose por no dar con el casco contra el techo de la galería. El marciano dejó escapar otro chillido al tiempo que soltaba el objeto luminoso. Acto seguido se desvió hacia una galería lateral y desapareció como por arte de magia.

Chuck siguió avanzando hasta llegar a la luz y se detuvo de pronto. Al resplandor de su bombilla vio en el suelo el reflector de su propio casco, el que dejara a la entrada de la galería. Su filamento ardía muy débilmente, indicando un corto circuito. Mas no le cupo la menor duda de que era el suyo. La abolladura de la parte superior le sirvió para identificarlo de inmediato.

Ahora sería muy difícil que sus compañeros del Eros pudieran hallarle.





cap. 16

Perdido en la caverna




Chuck quedóse un momento contemplando el inútil reflector. El hallazgo no le dejaba otra alternativa que la de girar sobre sus talones y seguir sus propias huellas hasta el exterior, regresar a la nave y pedir ayuda. Con suficientes luces y un número adecuado de hombres, no les costaría mucho encontrar la pista de los marcianos y localizar las herramientas robadas.

Volvió a encender fugazmente su lucecilla a fin de calcular cuanta duración tendría aún la batería. No vio señal alguna de que la carga se estuviera agotando, pero hízose cargo de que sus ojos podrían haberse acostumbrado al cambio.

En realidad, esto no tenía demasiada importancia. Se limitaría a encenderla muy de tanto en tanto a fin de asegurarse de que iba bien encaminado. Bastaría con que lo hiciera una vez cada cincuenta pasos. Usándola de manera así intermitente, la batería le duraría mucho aunque no fuera muy fresca. Estaba seguro de que no le resultaría difícil hallar el camino hacia la salida.

Al oír que sonaba otro de los extraños gritos, se preguntó si sería alguna señal que advertía su presencia. Pues bien, que fueran a buscarlo; le ahorrarían la molestia de ir él hacia ellos.

Aquella fanfarronada fué su primera señal de temor. Puso coto a sus meditaciones al tiempo que trataba de analizarla, mas no halló razón alguna que lo justificara. Sólo sabía que de nuevo le dominaba el temor.

Luego de lanzar una nueva mirada al suelo en busca de sus huellas, alejóse túnel abajo al trote rápido, contando cincuenta pasos. De nuevo encendió la luz, constatando la ruta. Avanzaba a más velocidad que al bajar. Las huellas se veían claramente, sin la menor señal que indicara que otros pies hubieran hollado el mismo terreno después que él.

Había examinado el camino por vigésima vez y dado mil pasos, sintiendo que le abandonaba ya el temor. Al fin y al cabo, era un hombre civilizado que pertenecía a una raza capaz de ir de un planeta a otro. Los marcianos eran seres primitivos, humanoides pequeños que declinaron por el largo camino descendente hasta llegar a un nivel más bajo de civilización que el de la raza humana.

De nuevo contó mil pasos y esta vez detúvose a descansar. Debió haber contado sus pasos desde que entrara; así podría saber cuanto terreno le faltaba recorrer para llegar a la salida.

Consultó su reloj, viendo que seguía señalando las doce. Habíase parado y no era posible introducir la mano en el puño plástico del traje espacial para darle cuerda. Debía este inconveniente al hecho de que olvidaba el detalle con frecuencia.

De pronto vio que sus huellas terminaban bruscamente.

Esta vez hizo brillar su luz un poco más, hasta que le llamó la atención algo que había detrás. Al volverse vio que era la lata de carne cocida abollada. Estaba seguro de no haber vuelto ninguna esquina por allí cerca; sin embargo terminaban allí las huellas y el túnel se desviaba bruscamente hacia la izquierda. La pared se extendía sin interrupción alguna; mas sus huellas iban hacia ella y allí terminaban.

Arrojó el peso de su cuerpo contra la engañosa pared; no sintió que cediera en lo más mínimo. Parecía tan sólida como todas las demás.

Dejóse caer de rodillas, buscando alguna ranura con los dedos, pero no halló nada.

Volvió a dominarle el temor, ahora más abrumador que antes. Deseaba tener luz suficiente para disipar el miedo que le aprisionaba, de modo que apretó el tubito de plástico y así lo retuvo, viendo que las huellas seguían allí terminando en la pared.

Súbitamente le obligó a levantarse un chirrido proveniente del otro lado del muro. Mientras estaba mirándolo, la pared que pareciera sólida se plegó hacia atrás, mientras que aparecía otro panel que iba a cerrar el pasaje de la izquierda. Los chirridos también se alejaron en esa dirección para apagarse poco a poco.

Frente a él estaba el camino que debía seguir, ya que se extendía directo y sin curvas o ramales secundarios, tal como lo recordaba. Empero, no vio allí la continuación de sus huellas.

No obstante, se adelantó por el pasaje, pues estaba seguro de que por allí había pasado antes. Pronto se encontró en una rampa que ascendía y de nuevo se dijo que estaba sobre la pista correcta. No tardarían en aparecer los escalones y al fin lograría salir de ese laberinto con sus extrañas puertas secretas.

La rampa continuaba ascendiendo sin interrupción, y el muchacho comenzó a extrañar la ausencia de los pasajes laterales que viera antes. Probablemente los habían cerrado ahora con aquellas puertas corredizas.

Luego vio que el camino empezaba a descender.

Se detuvo entonces y volvió sobre sus pasos; mas no era posible que hubiera ido por otro lado. ¿O era que había doblado un recodo en los comienzos de su exploración? Había tomado hacia la derecha ... No, hacia la izquierda, porque no quiso alejarse de las ruinas. Entonces ahora debía doblar hacia la derecha si quería salir.

Retrocedió algo más, golpeando la pared de la derecha con la esperanza de que alguna diferencia en el sonido le indicara donde estaba la abertura. Ahora avanzaba con lentitud, colocando su casco contra la pared y golpeando la misma con el puño. Empero, no notó la menor diferencia en ninguna de las partes. Los golpes sonaban apagados, como si la pared fuera enteramente sólida.

Le molestaba la sed y le era imposible satisfacerla. No había pensado demorar mucho, de modo que olvidó llenar el tubo luego de retirar el compresor del traje. Chupó el extremo del tubo y llevóse la agradable sorpresa de descubrir que aún le quedaba un poco de líquido.

De nuevo comenzó a golpear la pared, aunque ahora tenía menos fe que antes. La pendiente debía haber sido más prolongada en este punto que en la entrada.

De un punto situado a sus espaldas le llegó algo de luz que no era un resplandor fugaz, sino un brillo constante. Fué hacia allí, alegrándose de poder hacer algo definido. Probablemente había cien salidas de aquellos túneles, y bien podría ser que fuera aquello la luz del día que se filtraba por alguna abertura. Por cierto que había transcurrido tiempo suficiente para que hubiera terminado la noche.

Mas la abertura estaba sobre la pared y no en el techo. Acercó los ojos a ella para mirar, logrando ver un recinto del otro lado.

La luz débil que había allí provenía de varios lugares. Naturalmente, no la producía el fuego, y más bien parecía ser que algo que cubría las paredes las hacía relucir. Débil como era, le permitió ver todos los detalles con gran claridad.

Lo primero que llamó su atención fueron dos de las máquinas de soldar que habían desaparecido. Unos veinte marcianos se hallaban agrupados alrededor de ellas, pareciendo discutir vehemente, ya que sus chirridos se sucedían con gran rapidez y sin pausa alguna. Otro agitaba el tubo soldador de una de las máquinas, quizá tratando de demostrar como la usaban los terrestres.

Uno, que daba la impresión de ser mayor que los otros, aunque no se diferenciaba su pelaje del de los demás, golpeaba el suelo y hacía castañetear sus dientes. Era imposible decir si concordaba o difería con la opinión de sus compañeros.

El que más interesó a Chuck fué el que se hallaba en el centro del grupo. El ser señalaba hacia arriba y hacia la máquina de soldar. Hizo otro ademán demasiado complicado para que lo interpretara el muchacho, aunque pareció indicar que estaba buscando algo.

El viejo volvió a hacer sonar sus dientes, golpeó de nuevo en el suelo y se incorporó. Esto puso punto final a la reunión y todos comenzaron a separarse. Uno de ellos avanzó hacia las paredes e hizo algo con las secciones luminosas. Apagóse el resplandor con lentitud y el recinto quedó a oscuras.

Chuck se puso en guardia. Antes de que se hubiera apagado del todo la luz había visto al de los ademanes que iba con derechura hacia él. Ahora esperó, retrocediendo cautelosamente por el túnel hacia un punto donde no podrían sorprenderle si abrían algunas de las puertas. Apretó luego el casco contra la pared y oyó un ruido sibilante y sonido de pasos.

La criatura pasó casi junto a él, chirriando constantemente, como si hablara consigo mismo. Chuck bendijo su buena fortuna cuando echó a andar tras él en silencio y prestando atención a los sonidos que profería el marciano. Había interpretado sus ademanes como una oferta de ir a la superficie y traer algunas cosas más que tan a su alcance se hallaban.

Cuando uno no conoce el camino, siempre conviene seguir a alguien que sabe donde va, se dijo Chuck. Aguzó el oído, tratando de asegurarse de que el individuo no se desviaba por un pasaje lateral, dejándole allí extraviado.

El marciano siguió andando sin pausa y sin prisa. Chuck esperaba ver la luz del día en cualquier momento, y, en efecto, no tardó mucho en descubrir una luz un poco más adelante... pero no parecía ser la luz diurna.

No lo era. El marciano se destacó de pronto contra una abertura rectangular iluminada que volvió a cerrar a sus espaldas. Cerca de la puerta había otra ranura como la que viera Chuck antes, y que quizá fueran respiraderos.

En el amplio recinto que se presentó a su vista descubrió otras dos máquinas de soldar, pero la escena se diferenciaba mucho de la otra. Allí no se chirriaba ociosamente ni se golpeaba el suelo. Unos veinte marcianos ocupábanse de diversos trabajos cerca del centro de la caverna. En el rincón más lejano había un grupito compacto rodeando a uno de los ancianos que trazaba líneas en el suelo. Otro grupo observaba con atención, y era evidente que el viejo dibujaba algo y esforzábase por hacerles entender lo que quería decir.

En aquel recinto había otros tesoros provenientes de la nave, así como algunos objetos extraños de factura local. La caverna parecía ser una especie de taller.

Chuck observó al chirriador que siguiera, aunque no por ello dejó de vigilar también a los otros. Quizá el marciano había hecho aquí una parada antes de continuar con la tarea que quizá le llevaría a la superficie. El muchacho no podía hacer otra cosa, de modo que miró a la criatura que andaba por el recinto hasta detenerse frente a un compresor que pendía de la pared y allí hacer ampulosos ademanes.

No faltaba ningún compresor cuando se fué Chuck de la nave. La adquisición era reciente y no concordaba con lo que hicieran los marcianos hasta entonces. El detalle recordó a Chuck, otro poco agradable; el traje que llevaba puesto estaba equipado sólo con tanques de oxígeno, los que no durarían tanto como el juego de baterías del compresor. Seguramente no tardaría en agotársele la provisión.

El marciano chirriador seguía ufanándose frente al compresor; pero ahora dispúsose a sentarse en el suelo y apoyó la espalda contra la pared. Poco después cerró sus enormes ojos como si estuviera por dormirse.

No había proyectado un viaje arriba; sólo habíase limitado a fanfarronear sobre uno ya cumplido. Chuck se equivocó al seguirle por el laberinto y estaba tan lejos de la salida como antes; quizá más, si es que las cavernas de trabajo se hallaban localizadas muy por debajo de las salidas, como parecía ser el caso.

Apartóse de la luz procedente de la ranura y apretó el tubo. Esta vez no pudo menos que notar que la bombilla ardía con menos brillo que antes. Empero, le proveyó de luz suficiente para ver el indicador de sus tanques de oxígeno. Le quedaban quince o veinte minutos más en uno de ellos..., mientras que el otro ya estaba vacío.

Recordó el clásico adagio que aconsejaba al hombre abocado a lo inevitable que aceptara su destino con entereza; pero también le volvió a la mente el comentario que hiciera su padre al respecto:

"Cuando te veas al extremo de la cuerda, serás prudente si te sientas a esperar que llegue el fin; pero vivirás más si te agarras de la cuerda y trepas por ella aunque no sepas donde está asegurada".

Había allí tres pasajes. Uno conducía al recinto en que viera al chirriador por primera vez; el segundo al recinto donde se hallaba ahora el individuo. Ambos eran calles sin salida. El tercero se extendía hacia un punto desconocido, quizá hacia la salida de aquel laberinto. Probablemente no podría llegar hasta la nave, a menos que fuera la salida que daba a las ruinas; pero, con un poco de suerte, quizá pudiera llegar lo bastante cerca como para dejar un mensaje trazado en la arena.

Encaminóse por el tercer pasaje, sin preocuparse ya de ahorrar la potencia de su batería o de tropezar con algo. A poco echó a correr y en seguida le asaltó el temor de morir, como si lo hubiera provocado el hecho de apelar a la carrera. Se agitó su pecho y tuvo una fea sensación en el estómago; pero ya no tenía tiempo para pensar en ello. Tendría que ser ahora o nunca.

El pasaje se extendía describiendo una curva suave que finalizaba en una bifurcación de caminos. Eligió uno de los túneles al azar y siguió corriendo por él. Parecía elevarse poco a poco, aunque no pudo estar seguro de ello. Ya le era necesario ir tocando la pared para guiarse, pues la bombilla del casco ardía muy débilmente.

Esta vez, al ver la luz, no quiso abrigar esperanzas; no obstante, acometióle de nuevo el temor y no pudo menos que lanzarse hacia ella a todo correr, deteniéndose al fin junto a otra de las ranuras en la pared.

Al ver la escena del otro lado se hizo cargo de que acababa de dar una vuelta completa y estaba de nuevo frente al taller. Entonces estuvo a punto de enloquecer. Por un lado se alegraba, ya que no volvería a ser una carga para sus compañeros. Por el otro se preocupaba por lo que tendrían que sufrir sus padres a causa de su temeraria aventura. Pero lo que más le disgustaba era la idea de morir allí inútilmente, sin que ni un solo amigo se enterara de lo que le había sucedido.

Luego, tan súbitamente como se presentara, le abandonó la desesperación del miedo. El alivio dejóle débil y tembloroso, pero ya volvía a ser dueño de sí mismo. Apoyóse entonces contra la pared, respirando jadeante.

La válvula de los tanques comenzó a abrirse y cerrarse, esforzándose por enviar al conducto una provisión de aire que ya se había agotado. Aun le quedaban dos o tres minutos más, y quizá pudiera sostenerse con el aire del traje por unos instantes luego que se agotara del todo el oxígeno.

—Bien —dijo en alta voz—. Vamos a la carga.

Acto seguido golpeó la ranura con el puño y pateó la puerta por la que entrara el chirriador. Vio que los marcianos se volvían con brusquedad, mas sin disponerse a ir hacia la entrada. Volvió a patear la puerta, ahora con más fuerza.

Esta vez obtuvo resultado. Uno de ellos se puso de pie y fué hacia la puerta, la que abrió con un movimiento incomprensible de sus manos.

Chuck entró entonces, apartando al marciano antes de que éste pudiera proferir el menor sonido. Adelantóse luego por el recinto en dirección al compresor que pendía de la pared. De inmediato se elevó un coro de chirridos y gritos, mas no les prestó la menor atención. Primero atendería lo que más le interesaba.

Tenía ya una mano sobre el compresor antes de que reaccionaran los marcianos. Después fué el chirriador el que se puso de pie y soltó uno de los alaridos ululantes que crispaban los nervios de quien los oía por primera vez. Chuck lo apartó de un empellón, volviendo a tender la mano hacia el compresor. Su otra mano se posaba sobre la corredera que aseguraba los tanques de oxígeno. Inspiró profundamente y se dispuso a efectuar el cambio.

Los marcianos se le echaron encima todos a la vez, haciéndole soltar el compresor y derribándole al suelo. No pudieron retenerlo. A gatas se adelantó hacia el compresor que le daría el aire necesario para sus pulmones. Los tanques sueltos saltaron de su espalda bajo la presión de las manos de sus atacantes y el traje se desinfló súbitamente.

A pesar de todo logró llegar al compresor. Acto seguido se puso de pie, derribándolos a diestra y siniestra. Estaba por perder el conocimiento, pero sintió que el compresor se ajustaba dentro de la corredera y quedaba en su sitio.

Tocó entonces la palanca y oyó el zumbido característico del aparato que empezaba a funcionar. Fué entonces cuando los marcianos volvieron a llevar contra él un ataque concertado.





17

Una raza moribunda



Chuck estaba semiinconsciente cuando se le echaron encima los marcianos, de modo que no pudo resistirse. El compresor funcionaba normalmente, enviando aire a sus pulmones torturados, lo demás no corría prisa. Naturalmente, si insistían en atarle, no iba a prestarles ayuda, pero...

Se sobrepuso de pronto y descubrió que estaba cubierto de aquellos seres velludos que se esforzaban por convertirle en momia con algo que parecía ser un cordel de gran aspereza. Lo habían atado por todas partes y buscaban otros sitios donde seguir arrollando el cordel.

El muchacho encogió de pronto las rodillas, atrayendo contra su pecho a uno de aquellos seres diminutos. Al estirar las piernas arrojó hacia atrás a otros tres. Le pareció un buen sistema para prepararse para nuevos esfuerzos, hasta que los otros se armaron de unos palos largos terminados en piedras muy aguzadas. Entonces se dejó caer de nuevo y permitió que terminaran de atarle. Era evidente que le tenían en su poder.

El chirriador tomaba parte activa en el combate..., desde distancia muy prudente. Saltaba sin cesar, haciendo ademanes violentos mientras daba instrucciones a los otros, chirriando y parloteando por cinco de los suyos. Luego se detuvo y observó los resultados antes de asegurarse de que Chuck estaba debidamente inmovilizado.

Entonces lanzó un chillido final al tiempo que saltaba hacia adelante, extendiendo las manos hacia el compresor. Chuck volvióse de costado, logrando aplicarle un codazo en el pecho, mas las cuerdas le impedían moverse mucho y el golpe careció de fuerza. El chirriador maniobró hasta situarse a sus espaldas y de nuevo tendió las manos hacia el compresor.

El viejo marciano que estuviera marcando instrucciones en el suelo había observado el incidente con toda calma. Ahora adelantóse y, levantando uno de sus pies, golpeó con él la cara del chirriador de manera tal que envió al marciano más joven rodando por el suelo. Antes de que pudiera levantarse, el viejo tendió los brazos y lo asió por una pierna y la nuca. Alguien abrió la puerta y el chirriador fué arrojado por ella como proyectil impelido por una catapulta. La puerta volvió a cerrarse cuando hubo desaparecido el individuo en el corredor.

El viejo acercóse a Chuck por detrás a fin de examinar el compresor y asegurarse de que estaba debidamente encajado en la corredera. Evidentemente comprendía los fines del aparato y no estaba de acuerdo en que se matara al muchacho de inmediato. Volvió a colocarse frente al prisionero y se tocó la cabeza.

—Sptz-Rrll —anunció, según lo que pudo interpretar el joven.

Chuck pronunció su propio nombre y el marciano hizo castañetear los dientes.

—¡Tchkk! —dijo.

El muchacho aguardó otras señales de amistad, pero el viejo marciano quedóse allí, mirándole con fijeza, como si no supiera qué hacer con un cautivo tan desmañado. Aquella era una oportunidad excelente para aplicar todo lo que estudiara sobre las comunicaciones entre diversas razas..., mas no podía hacerlo con las manos atadas.

Los grandes ojos le estudiaron un momento más y luego hizo Sptz-Rrll un movimiento extraño que podría tomarse por un encogimiento de hombros. Acto seguido volvió a dedicarse a la tarea que le ocupara antes.

Contra la pared reposaba una máquina algo tosca en la que Chuck vio algunas partes hechas de cobre todavía limpio y reluciente, como si se las atendiera todos los días, aunque saltaba a la vista que la mayor parte de las secciones estaban inutilizadas. Pero la parte que mostraba el viejo ahora debía haber funcionado recientemente, aunque no durante la vida de los más jóvenes.

Sptz-Rrll volvió a trazar dibujos en el suelo. Después recogió un aparatito de cobre y comenzó a desarmarlo y armarlo nuevamente. A pesar de la tosquedad de su diseño, el principio fundamental era muy aceptable; tratábase de un fuelle rotativo hecho a mano y destinado a comprimir el aire y dirigirlo por un caño que había indicado Sptz-Rrll. Chuck siguió el caño con la vista hasta una pila de piedras cubiertas con restos ennegrecidos.

Comprendió entonces que los marcianos habían descubierto el fuego. Comprimiendo el aire y haciéndolo pasar por la vegetación que servía de combustible, contaban con una forja rústica para trabajar el cobre. Ahora les decía el viejo que el aparato podía hacerse funcionar nuevamente. Hasta sacó algunos trozos de metal pertenecientes al equipo que probablemente se habían roto o gastado.

También estaba arruinada la caja del fuelle, de modo que éste no funcionaba. Tiempo atrás debía haberse rajado y a martillazos se reparó la rajadura, mas sin llegar a cerrarla del todo, de manera que no servía ya para comprimir el aire con el cual avivar el fuego.

Chuck se dijo que aquello habría interesado mucho a Sokolsky, y acto seguido preguntóse si el doctor se molestaría alguna vez en recordar que había descubierto el misterio de los canales en compañía de Chuck. ¿Lo recordaría alguno de los otros si lograban regresar a Ciudad Luna?

Había sido un tonto al esforzarse tanto por vivir unas horas más. ¿De qué le valdría el sacrificio? Estaba allí prisionero, esperando que se agotara su batería y terminara así su vida. Aunque lograra liberarse, tendría que habérselas con el laberinto de túneles en los que no había aberturas a su alcance, mejor sería que terminara de una vez por todas.

Después hizo una mueca para desechar aquellas ideas. Por lo menos moriría conociendo la solución de varios misterios. Había querido hallar a los marcianos y allí los tenía; era el ser humano que mejor los conocía..., aunque ignoraba de que le serviría el detalle.

Vio que se reanudaba la actividad entre sus apresadores y sus ojos observaron los movimientos de los marcianos a fin de distraerse y no pensar en la situación en que se encontraba. Uno de los más jóvenes había arrastrado hacia el centro del recinto una de las voluminosas máquinas de soldar. Con grandes esfuerzos logró producir una chispa y encender una llama. Mientras le observaba Sptz-Rrll, comenzó a trabajar en un trozo de cobre..., ¡empleando una varilla de acero inoxidable!

Sptz-Rrll contempló el trabajo un minuto más y luego saltó lleno de disgusto, haciendo una serie de ademanes que terminaron por obligar al otro a extinguir la llama y volver a su posición junto a la pared. Era fácil ver por qué habían robado aquellas máquinas.

El viejo marciano había visto una oportunidad de recapturar parte de la cultura que se extinguía rápidamente y no vaciló en aprovecharla. Empero, ahora descubría que resultaban fallidas sus esperanzas de arreglar sus aparatos arruinados.

El suspiro que dejó escapar el viejo fué casi humano. Luego fué a pararse de nuevo frente al cautivo con el fuelle rotativo en la mano. Lo adelantó hacia Chuck con expresión dubitativa, mirando luego hacia la máquina de soldar.

El muchacho asintió de inmediato, moviendo los brazos con desesperación a fin de demostrar que tendrían que soltarle. Al hacerlo notó que en el rostro del viejo se pintaba la comprensión.

Pero Sptz-Rrll volvió a suspirar y le dio la espalda. No se atrevía a correr el riesgo. Chuck frunció el ceño con desesperación. Por un momento habíanse despertado de nuevo sus esperanzas. En caso de tener la soldadora en la mano, dispondría de un arma lo bastante potente como para obligarlos a conducirle hasta la superficie.

Los otros marcianos dedicáronse de nuevo a sus respectivas tareas, moldeando arcilla, tallando utensilios de piedra o tratando de dar forma a algunos trozos de cobre. Pero Sptz-Rrll sentóse en el centro del recinto, entregado al desaliento. Levantó del suelo una puertecilla de piedra y sacó del hueco una serie de placas de porcelana pintadas en colores brillantes.

Chuck las miró con interés y el anciano se las mostró en seguida. En ellas se representaban métodos de trabajo empleados en épocas pasadas. La última mostraba lo que podría haber sido un molino de viento, con un eje que se extendía hacia abajo hasta algo que sólo podía ser un compresor. Era evidente que los marcianos habían luchado duramente para desarrollar una civilización; pero habían perdido la batalla y se hallaban ahora declinando con segura lentitud hacia el salvajismo. Después del molino de viento emplearon el fuelle rotatorio que aún estaba contra la pared. Ahora no tenían nada que exigiera el uso de fuerza motriz.

Chuck tosió de pronto, notando un fuerte escozor en la nariz y la garganta. Frunció el ceño y se hizo cargo entonces de que debía haberse agotado el agua con que contaba para humedecer el aire que comprimía su equipo; seguramente lo habían sacado los marcianos no bien se apoderaron del compresor.

Sptz-Rrll le miraba con fijeza y expresión meditativa mientras volvía a guardar las placas. Después se puso de pie para encaminarse a un rincón oscuro del recinto, acercándose a poco hacia el joven con cierto recelo. Mientras se aproximaba paso a paso, observaba al joven a la espera de algún movimiento hostil de su parte. Chuck se quedó completamente inmóvil y al fin se decidió el anciano. Acercóse de un salto y sus manitos veloces hallaron la taza de líquido. Oyóse un ruido borboteante y el aire se tornó más respirable. Sptz-Rrll volvió a colocar la tapa del recipiente y de nuevo miró a Chuck y luego a la máquina de soldar.

Súbitamente resonó afuera uno de los gritos ululantes y agudos que les eran característicos. Uno por uno comenzaron a retirarse los marcianos, mientras que Sptz-Rrll aguardaba hasta el final para salir cuando no quedó ya nadie. Chuck se encontró entonces a solas en la caverna.

El muchacho masculló con furia, seguro de que el viejo marciano había estado a punto de arriesgarse a soltarle los brazos a fin de que manejara la máquina de soldar. Ahora ya era demasiado tarde.

Levantó los brazos hacia el pecho, probando la resistencia de las cuerdas sin la menor esperanza de romperlas. Hizo un esfuerzo..., ¡y se cortaron de inmediato!

Por un momento las miró extrañado antes de comenzar a quitárselas de encima. Habían juzgado sus músculos por su tamaño, no por su origen terrestre, ignorando quizá que en Marte requeriría un esfuerzo tres veces menor que en la Tierra para liberarse de aquellas ligaduras.

Terminó de quitárselas y las apartó de un puntapié, dando luego un salto hacia el otro lado de la caverna. Apoderóse de la máquina de soldar y la puso en funcionamiento con la llama en su punto mínimo. ¡Qué trataran ahora de detenerlo! Hasta sus ridículas puertas caerían ante el potente aparato.

Los tanques pesaban mucho; pero ya los había acarreado mientras se efectuaban las reparaciones en la nave y estaba seguro de poder hacerlo nuevamente. Dio paso libre a la llama que salió con un rugido y la reguló hasta que la vio lucir con toda su potencia.

Iba muy animado cuando se encaminó hacia la entrada. Estaba seguro de que tendría dificultades, mas lograría salvarlas si entraba en el primer recinto de reuniones que viera y les daba una verdadera demostración del poder de la máquina de soldar.

Pasó junto al banco bajo sobre el que Sptz-Rrll dejara el fuelle arruinado y lo recogió para examinarlo, lleno de curiosidad ante la perspicacia que les había permitido descubrir la mejor manera de confeccionar la caja y las paletas mientras las hacían por medio del rústico método de darles forma a martillazos y sin otro material que el cobre.

Comprendió entonces que no podría dejar de acceder al ruego que viera en los grandes ojos del anciano. No le sería posible dormir tranquilo si llegara a proceder así. Desde el punto de vista de Sptz-Rrll, no hubo destrucción ni robo; el viejo vio la oportunidad de hacer revivir la antigua cultura de su pueblo, y hubiera sido un tonto al no aprovecharla. Por lo menos no apeló al asesinato para cumplir sus fines.

Chuck buscó la varilla apropiada y reguló la llama. No había trabajado mucho con el cobre y no le agradaba la idea de hacerlo, ya que sólo tenía experiencia sólida con las aleaciones más duras y resistentes conocidas. Mas su equipo servía para aquella tarea y algo la dominaba. Colocó la caja en el suelo y comenzó a depositar metal sobre la misma, esparciéndolo lo mejor posible. Al terminar comprendió que debía ser mejor aún que el original. Una de las paletas rotativas habíase rajado y halló uno de los fragmentos entre las cosas de Sptz-Rrll. Le costó algo más el repararla, pero al fin logró dejar el fuelle en tan buenas condiciones como cuando era nuevo.

Sintióse más animado al armarlo y ponerlo sobre el banco, donde el viejo no podría menos que verlo. Al fin y al cabo, habíase demorado sólo unos minutos.

Al pensar en el tiempo fijóse en el medidor de la máquina. Debía haber estado completamente cargada, mas no era así. Seguramente fascinaba a los marcianos los aparatos eléctricos, según lo indicaba la luz consumida del casco y estas baterías; probablemente provocaban en ellas cortos circuitos para verlos lanzar chispas.

No le quedaba más que una hora de corriente, pero calculó que le bastaría.

Volvióse entonces para irse, alistando la soldadora con la intención de atacar la puerta si no cedía al empuje de su mano.

La puerta se abrió cuando se encaminaba hacia ella y por la abertura entraron los marcianos.

Chuck levantó la soldadora, lanzando una llamarada. Los otros se detuvieron al ver esto, y el muchacho apuntó hacia el suelo, haciéndolo humear. De nuevo les apuntó con la llama al tiempo que avanzaba hacia ellos.

Los marcianos cedieron terreno poco a poco, mirándole con sus ojos enormes, aunque sin dar señales de temor. Allí en sus cavernas ni siquiera pensaron en apelar a la táctica de aparecer y alejarse corriendo como lo hacían en la superficie.

Se retiraron con lentitud, manteniéndose bien a los costados a fin de poder observar todos sus movimientos. Ahora estaban fuera del recinto y retrocedían por el túnel donde la única luz era la procedente de la soldadora. Chuck la había estado mirando con demasiada fijeza; la máscara plástica de su casco le protegía de las peligrosas radiaciones ultravioleta de la soldadora; mas no le servía para acostumbrar su vista al vivo contraste entre el brillante punto luminoso y las sombras que le rodeaban.

La llama se apagó de pronto, volviendo a brillar un momento para apagarse de nuevo definitivamente, dejándole en tinieblas. Se había olvidado de constatar la carga de los tanques y el oxígeno habíase agotado antes de lo que imaginara.

El hecho de conocer el motivo no le servía de nada, como tampoco habíale servido el saber que todo lo que robaban los marcianos estaba siempre a punto de dejar de funcionar.

Saltó hacia atrás en dirección al taller, y luego cambió de dirección, arremetiendo ciegamente contra sus enemigos. Mas la treta resultó fallida. Los marcianos veían perfectamente en la oscuridad y le asieron de inmediato, seguros de que él no podía verlos a ellos. Luego se le echaron encima, esquivando sus golpes y manteniéndose fuera del alcance de sus manos.

Súbitamente sintió que le faltaba el aliento y se hizo cargo de que habían hallado su punto débil. Dejó de moverse antes de que cerraran por completo el paso del aire. Sería inútil luchar cuando el otro bando tenía ganada ya la victoria.

Chuck les dejó conducirle de regreso al taller sin intentar resistirse. Los marcianos chirriaron muy excitados al ver las cuerdas rotas y de inmediato tomaron una decisión definitiva. Dos de ellos se pusieron a soltar las correas que formaban el arnés de sostén de la soldadora, mientras que otros tres se aproximaron con el arma que usaran ya antes para amenazarle.

El muchacho tendió las manos sin protestar y en seguida se las ataron con las correas, mientras que otros hacían lo mismo con sus piernas.

Esta vez le sería imposible romper las ligaduras. Acababa de apelar a su último recurso, pero le habían vencido.

Al fin apareció Sptz-Rrll, quien miró la máquina de soldar con expresión melancólica. Su expresión era acusadora, pero hizo el mismo movimiento de antes que Chuck interpretara como un encogimiento de hombros. Luego se volvió el anciano hacia su banco.

Se detuvo entonces, mirando con fijeza el fuelle, mientras que partía un torrente de chirridos de sus cuerdas vocales. Chuck contempló la escena con interés cuando los otros se agruparon alrededor del viejo para examinar el mecanismo reparado. Si eran capaces de sentir gratitud...

Sptz-Rrll puso el fuelle sobre la mesa mientras que los otros volvían a su trabajo. Luego se acercó el viejo para observar la manecilla que indicaba la carga restante en la batería de Chuck, Después se llevó una mano a la boca mientras que hinchaba el pecho exageradamente, haciendo ver como que se ahogaba.

Luego hizo su acostumbrado encogimiento de hombros y marchóse hacia la salida.





cap. 18

Gratitud marciana




Chuck encogió las rodillas y apoyó el casco contra ellas. El leve zumbido del compresor servía de fondo musical a sus pensamientos, recordándole el paso del tiempo. Parecía que toda su vida estaba formada por minutos que iban fugándose velozmente y esperanzas fallidas. Pero esta última dolíale más que las otras.

Sptz-Rrll no era más que un marciano y Chuck cometió un error al atribuirle reacciones humanas. Dio demasiada importancia a ciertas expresiones que podrían no tener nada que ver con las emociones que creyó representaran. Había creído que el marciano le demostraría su gratitud de alguna manera; casi comenzaba a simpatizar con aquel ser, aunque era su prisionero. Luego se llevó un desengaño al verlo encogerse de hombros como si no le importara su muerte.

La primera regla para comprender a razas extrañas debía ser: No ver sentimientos humanos en acciones inhumanas.

Sokolsky podría haberle ahorrado la molestia de aprenderlo de aquella manera y le habría endilgado un discurso al respecto.

Sptz-Rrll volvió con actitud tan casual como se fuera. Ahora tenía en las manos una pesada placa de porcelana y los otros abandonaron de inmediato sus ocupaciones para agruparse a su alrededor haciendo comentarios en su chirriante idioma. Después se acercó el viejo a Chuck y se puso a desatar las correas que lo aprisionaban.

Nuevamente maldijo el muchacho su estupidez. Había inventado una regla que estaba violando mientras la concebía, ya que dio como probado el hecho de que su primera interpretación del encogimiento de hombros de Sptz-Rrll era el único posible precisamente porque era tan humano.

¿O seguía interpretando mal todo ello y no le estaban liberando?

El marciano puso punto final a sus preocupaciones casi de inmediato. Sentándose en el suelo, dibujó un cuadrado y agitó la mano para indicar que estaba simbolizando el taller. Siguió luego una serie de líneas en zig-zag. Al extremo de las mismas trazó un bosquejo del navío espacial.

Se levantó luego y tendió la mano hacia una de las de Chuck. Sin más ceremonia, encaminóse hacia la puerta, la que se abrió de inmediato. Les siguieron cinco marcianos más cuando marcharon por los oscuros túneles. Cada uno de ellos llevaba uno de los cuadrados de iluminación que viera Chuck en las paredes.

Aquellos tableros proyectaban una luz muy débil que, sin embargo, bastaba para guiarse. El camino era tortuoso, ya que tomaron por pasajes laterales, galerías rectas y otras curvas, pareciendo vagar sin rumbo. Probablemente era tal como lo dibujara Sptz-Rrll, y el muchacho supuso acertadamente que era la ruta más corta para llegar a la nave.

Se preguntó entonces si los marcianos conocían desde el principio sus andanzas por el túnel. De ser así, ¿por qué no hicieron antes una tentativa para capturarle? Buscó una manera de preguntarlo al viejo, pero no le fué posible idear un medio para conseguir su propósito.

De pronto sonó un alarido a sus espaldas y el grupo se detuvo para que los alcanzara otro marciano. El recién llegado tenía la lámpara del casco de Chuck, a quien se la ofreció con ademán cortés. El muchacho se dio cuenta de que no sería inútil el reflector una vez que llegara a la nave donde había baterías de repuesto. Lo tomó, pues, con expresión grave y lo puso en la agarradera sobre su casco.

Debían haber sabido que anduvo vagando por los túneles; el reflector era una prueba de ello. Después vio que eran siete los marcianos que le acompañaban, el mismo número que la tripulación del Eros. Tal vez fuera una coincidencia, o podría ser que le acompañaban con la idea de encontrarse con otros más.

Habría misterios para muchos años. El hombre jamás llegó a comprender del todo las diferentes costumbres entre las diversas razas de su propio planeta. ¿Cómo podía llegarse a una comprensión plena de una raza perteneciente a otro mundo?

Quizá le acompañaban a fin de regatear el precio para la devolución de lo que robaran..., si es que habrían de consentir en entregar el botín luego de la molestia que se tomaron para apoderarse de él.

Pasaron junto a una puerta abierta y por ella salió una mano que dejó caer en la de Chuck el cortaplumas que perdiera éste en el desierto. El brazo misterioso estaba cubierto por un pelaje plateado, completamente diferente del de los otros marcianos que viera el muchacho.

Había demasiadas cosas pendientes para preocuparse por misterios así. Lo más extraño era que Chuck sentía más placer por el hecho de que Sptz-Rrll fuera como él lo creía que por el hecho de que le llevaran a la nave.

Ahora ascendían por una rampa inclinada. El muchacho no pudo saber si era la misma por la que había bajado, pero notó algo de familiar en ella. Buscó algo que le confirmara esta impresión, mas no halló nada que pudiera identificar.

Sptz-Rrll tomó uno de los cuadrados de iluminación para acercarlo al suelo, el cual señaló con la mano, indicando las huellas que dejaran las botas de Chuck. Al parecer, el marciano había interpretado correctamente sus miradas y quería tranquilizarle.

A poco pasaron por el mosaico que sirviera de entrada a Chuck. Al ver la luz del atardecer, el muchacho comprendió que habían pasado menos de veinticuatro horas.

Los siete marcianos quedáronse atrás para dejar que encabezara él la mancha. Chuck se detuvo entonces un momento para lanzar otra mirada al mosaico. Las siluetas de los humanoides incrustadas en él eran bastante rústicas; pero daban detalles suficientes si se las estudiaba con detenimiento, indicando que la raza había cambiado muy poco desde la época en que se instaló allí el piso. Chuck se preguntó si habría una historia escrita o leyendas que se remontaran hasta el tiempo en que habían vivido sobre la superficie, antes de buscar refugio de los cambios extremos de temperatura introduciéndose en las cavernas.

Sptz-Rrll tiró de su mano, señalándole el indicador que marcaba la carga de la batería de su compresor, la que estaba casi agotada.

El muchacho dio un respingo. El marciano tenía razón; no era lógico que se demorara allí mientras se le agotaba la carga.

Acto seguido partió al trote hacia la nave. Tendría que adelantarse para advertir a sus compañeros que llegaban los marcianos. Lo difícil sería hacer entender a Sptz-Rrll que era conveniente esperar.

El marciano le tomó de nuevo de la mano, indicando otra vez el compresor. Hizo luego un ademán circular con bastante velocidad y otro cada vez más lento al que siguió una pantomima para indicar que se asfixiaba.

La corrida había fatigado notablemente a Chuck, pero el muchacho comprendió que debía llegar a la nave.

Dos de los marcianos lo tomaron por las piernas, otros dos por los brazos y dos más le sostuvieron por la cintura. Sptz-Rrll seguía indicándole el casco, del cual le tomó. Con un movimiento rápido le tuvieron acostado en el aire y se lo llevaron así, dándole una oportunidad de descansar y subsistir con la menor cantidad de aire que le suministraba ahora el compresor.

Llegaron al fin a lo alto de la loma, a la vista de la nave y de la tripulación. Chuck casi no pudo ver a sus compañeros debido a su posición. Trató de agitar un brazo, mas se los tenían sujetos los marcianos, de modo que no pudo hacerlo.

Los terrestres miraban ahora el grupo que se aproximaba. Vance bajó la mano hacia su pistola y a poco relució el acero a la luz del sol. Chuck dejó escapar un gemido, temiendo lo peor; pero en ese momento se interpuso Sokolsky entre el capitán y los marcianos, haciendo señales vehementes con los brazos.

Un segundo más tarde corría el doctor hacia ellos, pintada la pena en su rostro. Después vio la sonrisa que curvaba los labios del muchacho y cambió en seguida de expresión. Su boca se abrió de inmediato, gritando la noticia por radio a los otros que les miraban.

Sptz-Rrll señaló el indicador al acercarse el doctor, y Sokolsky se puso a trotar al lado de ellos, tocando con su casco el de Chuck.

—Creíamos que te habían capturado y matado, y que esto era una especie de procesión fúnebre. Pero tenía que asegurarme antes de que se declarara la guerra. ¿Qué pasa?

—Son amigos; me han dejado en libertad.

Steele se acercó a saltos con una batería de repuesto, y Chuck indicó a sus portadores que le pusieran en el suelo. Cambiaron las baterías sin perder un segundo y el muchacho acercó su casco al del ingeniero.

—Consígueme una radio —pidió, encaminándose acto seguido hacia la nave.

La instalación no fué muy delicada, pero la hicieron rápidamente. Chuck volvió a salir y vio a los marcianos que esperaban en silencio, mientras los terrestres los miraban con fijeza. Solamente Sokolsky parecía alegrarse de verlos tan cerca; los otros mostrábanse muy recelosos a causa de los inconvenientes sufridos.

Uno de los marcianos más jóvenes observaba a Sokolsky que hacía la pantomima de querer meterse en la arena. Súbitamente se zambulló el marciano en el suelo y comenzó a desaparecer. Poco después se notó un movimiento en la arena y reapareció a espaldas del doctor, chirriando a más y mejor. Sokolsky rompió a reír mientras que el joven marciano se sacudía la arena del cuerpo.

Vance intervino entonces, diciendo a Chuck:

—Ya nos contarás luego tus aventuras. Veo que te has hecho amigo de ellos; ¿pero podemos tenerles confianza? ¿Y hay alguna posibilidad de que nos devuelvan las cosas que nos robaron?

—Mire hacia la loma —le dijo Sokolsky en ese momento.

Se volvieron todos para ver una hilera de más de cincuenta marcianos que se aproximaban. Algunos llevaban las máquinas de soldar y otros herramientas diversas. Chuck notó que uno portaba las cuatro latas de carne cocida, incluso la que viera él en el túnel. Sptz-Rrll tocó los cilindros de las máquinas e hizo el movimiento característico que Chuck interpretara como un encogimiento de hombros. De mano de uno de sus compañeros tomó un puñado de trocitos de cobre que ofreció al muchacho.

—Tómalos —aconsejó Sokolsky—. Parece que aquí tenemos una cultura especial; lo aconsejable son la ceremonia y la dignidad. Y convendría que empezáramos a pensar en ellos como hombres o marcianos si es que queremos entendernos. Debemos dejar de considerarlos humanoides, pues podríamos descubrir que los despreciamos y eso sería muy doloroso.

Dick Steele se acercó entonces.

—Y alguien podría ofrecer algo de comer a Chuck; en nuestra sociedad suele acostumbrarse. Vamos, chico. Hemos acortado las raciones, pero creo que podremos darte algo bueno para tu estómago.

Sokolsky les hizo señal de que fueran al navío y volvióse hacia el marciano joven que tenía a su lado. Chuck miró dubitativamente a Sptz-Rrll, aunque sabía que el viejo había estado en la nave sin ser invitado. Hizo un ademán y los tres encamináronse hacia la cámara de entrada. No hubo señal de que el aire más denso o la temperatura más alta molestara al viejo, cuya única reacción fué achatar el pelaje contra su cuerpo.

—No andamos bien, Chuck —dijo Dick al muchacho mientras sacaba alimentos y los ponía sobre la mesa—. Hasta Vance ha tenido que admitir que no podemos hacer el viaje de regreso. Ni siquiera podremos ahora que nos han devuelto las herramientas y las máquinas. Ni aunque tuviéramos los guinches nos sería posible. Estamos perdidos y hemos empezado a racionar los víveres.

El ingeniero ofreció un plato de comida a Sptz-Rrll, quien lo apartó de sí con ademán cortés.

—El que espere sobrevivir tendrá que aprender a comer arena —continuó Steele—. Satisface el hambre. Nosotros perdimos el apetito desde que desapareciste.

Sacó un lápiz y varias hojas de papel y se puso a dibujar un bosquejo del sistema solar. Después lo dejó de lado.

—Será más fácil hacerlo afuera, donde pueda indicar el sol. Quiero decir a nuestro amigo que venimos de la Tierra.

Sptz-Rrll tendió una mano hacia el lápiz y el papel. Castañeteó los dientes al ver las marcas que trazaba con el lápiz y se puso a dibujar con rapidez, mientras que Chuck contaba las aventuras que había corrido.

El marciano interrumpió la conversación para ofrecerle los papeles. A pesar de su tosquedad, el dibujo era muy fácil de interpretar. En la primera hoja mostraba el viejo a los marcianos bajando la nave; en la segunda había bosquejado a varios de los suyos echando ácido sobre los guinches. Sptz-Rrll hizo de nuevo su encogimiento de hombros, el que tal vez significaba un pedido de disculpa. Luego pasó otra página.

En ella representaba al navío en camino a ponerse vertical, con numerosas cuerdas de las que tiraba una horda de marcianos. Otros de su raza cavaban un pozo para la nave, mientras que otros más andaban por toda ella. En tierra había dibujado a siete humanos de aspecto extraño que observaban los trabajos.

Chuck entregó los dibujos a Dick, quien los estudió con rapidez, mostrándose muy sorprendido. Luego sonrió el negro, apoderóse del lápiz y trazó una serie de dibujos imitando el estilo empleado por el viejo. El resultado fué la representación de una larga hilera de marcianos que salían del navío llevándose mercaderías de varias clases.

—Tendremos que obtener el permiso de Vance —dijo a Chuck—. Pero creo que daría resultado. Contando con mano de obra numerosa, aunque se trate de obreros poco hábiles que no dominan nuestra lengua, podríamos efectuar las reparaciones mucho antes del plazo fijado. Y nosotros tenemos muchas cosas que darles en pago y que ellos necesitan.

Aquella noche, los reflectores que sacaron de la nave apuntaban hacia un sector cercano al Eros. Había allí siete terrestres y siete marcianos trazando dibujos en la arena y borrándolos. Usaban también señales que se iban haciendo cada vez más comprensibles. Aun no se había intentado idear un lenguaje común, pero ya estaba creándose uno fácil de entender.

Vance sonrió a Chuck, quien estaba sentado frente a Sptz-Rrll.

—Tendré que acostumbrarme a que seas tú el capitán interino mientras estén ellos por aquí —dijo—. No me desagrada que así sea; tú tendrás que ser el componedor en todas las diferencias que haya entre los dos grupos.

—No tendremos diferencias con los marcianos hasta que los hayamos civilizado tanto que desaparezca su propia cultura —manifestó Sokolsky—. Y aun entonces no las habrá si hacemos las cosas bien. Esta gente considera la amistad como lo más importante de todo.

Asintió Chuck sin vacilar. Los marcianos ya lo habían demostrado. Una vez que les prestó el servicio de soldar el fuelle, se vieron obligados a arriesgar sus vidas por él y sus hermanos de raza, según lo mandaba su código.

Se necesitaría una vigilancia constante para asegurarse de que tuvieran contacto sólo con la gente más recomendable de la Tierra; pero la UN estaba ya en condiciones de hacer frente a situaciones de ese tipo, aún tratándose de planetas alejados de la Tierra.

El muchacho estaba seguro de que todo saldría bien. La Tierra daría a Marte el metal y la fuerza motriz necesarios, y algunas de las plantas marcianas servirían para pagar el intercambio. Ambas culturas se enriquecerían al relacionarse. Los terrestres y los marcianos podrían elevarse juntos..., algún día quizás hasta las estrellas que llenaban el firmamento.

Mas todo esto pertenecía al futuro. Lo que pensaba ahora el muchacho era que ya no debía afligirse por haber viajado como polizón. Al fin habíase ganado el viaje como debía.

Se echó sobre la arena, mirando hacia el Eros que pronto regresaría a la Luna. Después de ese regreso habría otros viajes. El descubrimiento de seres inteligentes en el planeta los justificarían.

En el próximo viaje no habría dificultades. Ahora contaba dieciocho años y tenía la experiencia necesaria. Estaba seguro de ser elegido para visitar de nuevo al planeta rojo.





FIN


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