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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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domingo, 14 de junio de 2009

SCI-FI ANDERSON : .EL PESAR DE ODIN EL GODO

GUARDIANES DEL TIEMPO II

El pesar de Odín el godo

Poul Anderson

Y entonces oí una voz en el mundo:¡Oh, llorad por la fe rota,

Y el pesado infortunio de los Nibelungos, y el pesar de Odín el Godo!

WILLIAM MORRIS, Sigur el Volsungo

372

El viento penetró desde las tinieblas al abrirse la puerta. Los fuegos que ardían a todo lo largo de la estancia se agitaron en sus canales; las llamas saltaban y fluían de las lámparas de piedra; el humo regresaba amargo de la abertura en el techo que debería haberlo dejado salir. El súbito brillo se reflejó en lanzas, hachas, espadas y escudos, allí donde las armas reposaban cerca de la entrada. Los hombres que llenaban el gran salón se volvieron cautelosos y atentos, así como las mujeres que en ese momento les traían cuernos de cerveza. Eran los dioses tallados en las columnas los que parecían moverse por entre sombras inquietas, el Padre Tiwaz de una sola mano, Donar del Hacha, los jinetes Gemelos... ellos, y las bestias, héroes y ramas entrelazadas grabados sobre el revestimiento de madera. «¡Buuuu», decía el viento, un sonido tan frío como él mismo.

Entraron Hathawulf y Solbern. Su madre Ulrica se situó entre ellos, y la mirada en su rostro no fue menos terrible que la mirada de ellos. Los tres permanecieron inmóviles durante un latido o dos, mucho tiempo para aquellos que esperaban sus palabras. Luego Solbern cerró la puerta mientras Hathawulf se adelantaba y levantaba el brazo derecho. El silencio cayó sobre la estancia, roto sólo por el crepitar del fuego y la respiración de los presentes.

Pero fue Alawin quien habló primero. Levantándose del banco, con su cuerpo estremeciéndose de anticipación, gritó:

—¡Entonces nos vengaremos! —rugió su voz; no tenía sino quince inviernos.

El guerrero que estaba a su lado le tiró de la manga y gruñó:

—Siéntate. Debe decírnoslo el señor. —Alawin tragó, miró a su alrededor, obedeció.

Una especie de sonrisa dejó ver los dientes entre la barba amarilla de Hathawulf. Llevaba en el mundo nueve años más que aquel medio hermano, cuatro años más que su hermano Solbern, pero parecía mayor aún, y no sólo por su altura, anchos hombros y paso seguro; el liderazgo había sido suyo durante los últimos cinco de esos años, después de la muerte de su padre Tharasmund, y eso había acelerado el crecimiento de su alma. Algunos murmuraban que Ulrica tenía demasiado control sobre Hathawulf, pero quien pusiese en duda su hombría tendría que enfrentarse a él en una lucha y era poco probable que saliese caminando de ella.

—Sí—dijo, sin esfuerzo, pero sin embargo se le oyó de un extremo al otro del edificio—. Sacad el vino, mozas; bebed bien hombres, haced el amor a vuestras mujeres, disponed el material de guerra; amigos que habéis venido a ofrecernos ayuda, mi más profundo agradecimiento: mañana al amanecer cabalgaremos para matar al asesino de mi hermana.

—Ermanarico —dijo Solbern. Era más bajo y oscuro que Hathawulf, más dado a atender su granja y dar forma a las cosas con sus manos que a perseguir y hacer la guerra; pero escupió el nombre como si hubiese sido un veneno en la boca.

Un suspiro de alivio, más que de sorpresa, recorrió el salón, aunque algunas de las mujeres se retiraron, o se acercaron a sus maridos, hermanos, padres, jóvenes con los que algún día podrían casarse. Unos pocos terratenientes rugieron, casi con alegría, desde lo más profundo de la garganta. Otros se volvieron sombríos.

Entre estos últimos se encontraba Liuderis, el que había retenido a Alawin. Se puso en pie sobre el banco, por lo que se encontraba por encima de todos. Era un hombre fornido, de pelo gris y lleno de cicatrices, antiguo hombre de confianza de Tharasmund. Preguntó:

—¿Lucharías contra el rey al que diste tu palabra?

—Ese juramento dejó de tener sentido cuando hizo que Swanhild fuese pisoteada por los cascos de los caballos.

—Pero él dice que Randwar planeaba su muerte.

—¡Él lo dice! —gritó Ulrica. Se adelantó para situarse allí donde quedaba más iluminada: un mujer grande, las trenzas recogidas medio grises y medio todavía rojizas alrededor de un rostro cuyas líneas se habían congelado en la seriedad de la mismísima Weard. Costosas pieles adornaban la capa de Ulrica; el vestido que llevaba era de seda del este; el ámbar de las tierras del norte relucía en su cuello: porque era hija de un rey que se había emparentado con la casa de Tharasmund, que descendía de los dioses.

Se detuvo con los puños apretados, y los agitó frente a Liuderis y el resto:

—Bien podía Randwar el Rojo haber buscado la destitución de Ermanarico. Durante demasiado tiempo han tenido que sufrir los godos a ese perro. Sí, le llamo perro, a Ermanarico, que no es digno de vivir. No me digáis que nos hizo poderosos y que sus dominios se extienden desde el mar Báltico al mar Negro. Son sus dominios, no los nuestros, y no le sobrevivirán. Hablad, mejor, de contribuciones casi ruinosas, de esposas y doncellas deshonradas, de tierras tomadas sin derecho y de gente arrojada de sus casas, de hombres derribados o quemados en sus moradas simplemente por haberse atrevido a hablar en su contra. Recordad cómo mató a sus sobrinos y a las familias de éstos cuando no consiguió su tesoro. Pensad en cómo hizo colgar a Randwar, simplemente por la palabra de Sibicho Mannfrithsson... Sibicho, la víbora siempre silbando a oídos del rey. Y preguntaos esto. Incluso si Randwar se hubiese convertido realmente en el enemigo de Ermanarico, traicionado antes de poder vengar un ataque contra su gente... incluso si fuese así, ¿por qué debía morir también Swanhild? Sólo era su esposa. —Ulrica tomó aliento—. También era la hija de Tharasmund y mía, la hermana de vuestro jefe Hathawulf y de su hermano Solbern. Ellos, que nacieron de Wodan, enviarán a Ermanarico al mundo subterráneo para que se convierta en su esclavo.

—Hablasteis con vuestros hijos durante medio día, mi dama —dijo Liuderis—. ¿Cuánto de esto es vuestra voluntad y no la de ellos?

Hathawulf se llevó la mano a la espada.

—Habláis demasiado —contestó.

—No pretendía ofender... —empezó a decir el guerrero.

—La tierra llora por la sangre de la dulce Swanhild —dijo Ulrica—. ¿Nos volverá a dar frutos si no la lavamos con la sangre de su asesino?

Solbern estaba más calmado.

—Vosotros, tervingos, sabéis bien que los problemas se han estado fraguando durante años entre el rey y nuestra tribu. ¿Por qué si no vinisteis aquí cuando oísteis lo que había pasado? ¿No pensáis todos que quizá esto se hizo para probar nuestro temple? Si nos quedamos en nuestros hogares, si Heorot acepta cualquier compensación que pueda ofrecer, sabrá que tiene libertad para aplastamos por completo.

Liuderis asintió, cruzó los brazos sobre el pecho, y contestó con firmeza:

—Bien, no entraréis en batalla sin mis hijos y sin mí, mientras esta vieja cabeza se encuentre sobre la tierra. Pero ciertamente me pregunto si tú y Hathawulf no estáis siendo temerarios. Ermanarico es fuerte. ¿No sería mejor tomarnos nuestro tiempo, prepararnos, reunir hombres de tribus vecinas antes de atacar?

Hathawulf volvió a sonreír, con algo más de calor que antes.

—Ya hemos pensado en eso —dijo con tono firme—. Si nos concedemos tiempo a nosotros mismos, también damos tiempo al rey. No creo que pudiésemos levantar muchas lanzas contra él. No mientras los hunos merodeen por los caminos, los pueblos vasallos se muestren reacios al pago de tributos y los romanos puedan ver, en una guerra entre godos, una oportunidad de entrar y conquistarlo todo. Además, Ermanarico no permanecerá ocioso antes de moverse para humillar a los tervingos. No, debemos atacar ahora, cuando no lo espera, cogerlo por sorpresa, superar a sus guardias, que no son muchos más de los que estamos aquí, matar a Ermanarico con un golpe rápido y limpio, y después convocar una asamblea para elegir un nuevo rey justo.

Liuderis volvió a asentir.

—He dicho lo que pienso, tú has dicho lo que piensas. Ahora dejemos de hablar. Mañana cabalgaremos. —Se sentó.

—Es un riesgo —dijo Ulrica—. Éstos son mis últimos hijos vivos, y quizá vayan a su muerte. Eso será como desee Weard, que decide por igual el destino de hombres y dioses. Pero preferiría que mis hijos muriesen con valor antes de que se arrodillasen frente al asesino de su hermana. Eso no traería suerte.

El joven Alawin volvió a ponerse en pie de un salto. Sacó el cuchillo.

—¡Nosotros no moriremos! —gritó—. ¡Ermanarico morirá, y Hathawulf será rey de los ostrogodos!

De los hombres se elevó un rugido lento, como una ola que se aproximase.

Solbern el Sobrio recorrió la estancia. La multitud lo dejó pasar. El junco trenzado y el suelo de barro resonaron bajo sus botas.

—¿Te he oído decir «nosotros»? —preguntó por entre los retumbos—. No, eres un muchacho. Te quedarás en casa.

Las aterciopeladas mejillas se sonrojaron.

—¡Soy suficiente hombre para luchar por mi casa! —gritó Alawin.

Ulrica se envaró allí donde estaba. De ella saltó la crueldad.

—¿Tu casa, bastardo?

El alboroto creciente murió. Los hombres se miraron incómodos. No Presagiaba nada bueno que en una hora aciaga como aquélla se liberase un odio antiguo como ése. La madre de Alawin, Erelieva, no sólo había sido una amante para Tharasmund, se había convertido en la única mujer que le importaba, y Ulrica se había regocijado casi abiertamente cuando cada hijo que paría Erelieva, excepto el primero, moría joven. Después de que el jefe guerrero hubiese tomado el camino del infierno, los amigos de Erelieva se habían apresurado a casarla con un terrateniente que vivía lejos de la casa comunal. Alawin se había quedado, lo adecuado para el hijo de un señor, pero Ulrica siempre lo aguijoneaba.

Los ojos se encontraron entre el humo y la luz del fuego llena de sombras.

—Sí, mi casa —gritó Alawin—, y Swanhild también era m—m—m—mi hermana. —El tartamudeo le hizo morderse el labio inferior con vergüenza.

—Calma, calma. —Hathawulf volvió a levantar el brazo—. Tienes derecho, muchacho, y haces bien en reclamarlo. Sí, cabalga con nosotros cuando llegue la aurora. —Su mirada desafió a Ulrica. Ella torció la boca pero no dijo nada. Todos supieron que deseaba que el joven muriese.

Hathawulf caminó hacia la silla alta situada en medio del salón. Resonaron sus palabras:

—¡No más peleas! Esta noche seremos felices. Pero primero, Anslaug —a su esposa— ven a sentarte a mi lado y juntos beberemos de la copa de Wodan.

Resonaron los pies, los puños golpearon la madera, los cuchillos se encendieron como antorchas. Las mujeres empezaron a rugir con los hombres.

—Hail!Hazl!Hail!

La puerta se abrió.

La noche llegaba rápido en otoño, por lo que el recién llegado permanecía de pie en la oscuridad. El viento agitaba los bordes de su manto, levantaba hojas muertas, silbaba y enfriaba la habitación. Todos se volvieron para ver quién había llegado, tomaron aliento, e incluso aquellos que habían estado sentados se pusieron en pie. Era el Errante.

Era más alto que ellos y sostenía la lanza más como un bastón que como un arma, como si no tuviese necesidad del hierro. Un sombrero de ala ancha le cubría el rostro, pero no el pelo gris como el de un lobo ni la barba, no el brillo de sus ojos. Pocos de ellos le habían visto alguna vez, pocos habían estado presentes cuando hacía sus apariciones; pero todos reconocían al antepasado de los jefes tervingos.

Ulrica fue la primera en recuperarse.

—Saludos, Errante, y bienvenido —dijo—. Honráis nuestro techo. Venid, ocupad la silla alta y os traeremos un cuerno de vino.

—No, una copa, una copa romana, la mejor que tenemos —dijo Solbern.

Hathawulf fue a la puerta, cuadró los hombros y permaneció frente al Anciano.

—Sabéis lo que pasa —dijo—. ¿Qué tenéis para nosotros?

—Esto —contestó el Errante. Tenía la voz profunda, con un acento distinto del de los godos del sur o de cualquiera de los que conocían. Los hombres suponían que su lengua natal era la lengua de los dioses. Esa noche sonaba pesada, como si la empujase la pena—. Estáis dispuestos a la venganza, Hathawulf y Solbern, y eso no puede cambiarse; es la voluntad de Weard. Pero Alawin no irá con vosotros.

El joven se hundió, poniéndose blanco. De su garganta salió un débil gemido.

La mirada del Errante recorrió el salón para mirarlo.

—Es necesario. —Siguió hablando, lenta palabra tras lenta palabra—. No te insulto cuando digo que sólo eres medio adulto y que morirás con valor pero sin necesidad. Todos los hombres que están aquí fueron antes muchachos. No, en lugar de eso te digo que tu tarea ha de ser otra, más dura y extraña que la venganza, para bien de esa gente que surgió de la madre del padre de tu padre, Jorith ... —¿había temblado ligeramente el tono?— y yo mismo. Aguanta, Alawin. Tu hora llegará pronto.

—Se... se hará... como deseáis, señor —dijo Hathawulf con la garganta agarrotada—. Pero ¿qué significa eso... para los que cabalgaremos mañana?

El Errante lo miró durante un rato en que se hizo el silencio antes de contestar.

—No deseas saberlo. Sean buenas o malas palabras, no deseas conocerlas.

Alawin se derrumbó sobre su banco, puso la cabeza entre las manos y se estremeció.

—Adiós —dijo el Errante. La capa se arremolinó, la lanza se agitó, la puerta se cerró y se fue.

1935

No me cambié de ropa hasta que mi vehículo me llevó por el espacio—tiempo. Entonces, en la base de la Patrulla camuflada como almacén, me quité la ropa del valle del Dniéper, finales del siglo XX, y me puse la de Estados Unidos, mediados del siglo xx.

La forma básica, camisas y pantalones para los hombres, vestidos para las mujeres, era la misma. Las diferencias en los detalles eran incontables. A pesar de la tela basta, el traje godo era más cómodo que una chaqueta y corbata. Lo guardé en la caja de mi saltador, junto con dispositivos especiales como el pequeño aparato que usé para escuchar, desde el exterior, lo que sucedía en el salón del pez gordo tervingo. Como la lanza no cabía, la dejé atada a un lateral de la máquina. No iba a ir a ninguno sitio más que al entorno al que pertenecía aquel arma.

El agente de guardia de ese día rondaba los veinte anos — joven para los tiempos modernos; en la mayor parte de las épocas ya hubiese sido un hombre situado y con familia— y yo lo desconcertaba un tanto. Cierto, mi situación como miembro de la Patrulla del Tiempo era un tecnicismo, como en su caso. Yo no participaba en la vigilancia de los senderos espaciotemporales, en el rescate de viajeros en apuros o un algo tan glamoroso como eso. No era más que un científico; «estudioso» sería probablemente más adecuado. Sin embargo, yo realizaba viajes solo, algo para lo que él no estaba cualificado.

Me miró mientras salía del hangar de la anónima oficina, supuesta—

mente una empresa de construcción, que era nuestra fachada en aquella ciudad y en esa época.

—Bienvenido a casa, señor Farness —dijo—. Eh, tuvo un viaje agitado, ¿no?

—¿Qué te hace pensarlo? —contesté automáticamente.

—Su expresión, señor. La forma en que anda.

—No corrí peligro —dije. No quería hablar de ellos más que con Laurie, y quizá ni siquiera con ella durante un tiempo, así que lo dejé atrás y salí a la calle.

Aquí también era otoño, uno de esos días serenos y brillantes de los que a menudo disfrutaba Nueva York antes de volverse inhabitable; ese año resultaba ser el anterior al de mi nacimiento. El cemento y el vidrio relucían más altos que el cielo, hasta el azul donde unas cuantas nubes fragmentadas corrían empujadas por una brisa que me daba su beso frío. Los coches eran pocos y no hacían sino añadir al aire cierto aroma, superado por el olor de los carritos de castañas que empezaban a surgir del letargo. Fui por la Quinta Avenida y dejé atrás tiendas llenas de encanto, algunas de las mujeres más hermosas del mundo y gente de toda la rica diversidad de nuestro planeta.

Mi esperanza era que yendo a casa a pie pudiese quemar parte de la tensión y la tristeza que me embargaban. La ciudad no sólo podía estimular, también podía curar, ¿no? Allí es donde Laurie y yo habíamos decidido vivir, cuando nos podíamos haber establecido en cualquier lugar del pasado o el futuro.

No, no era del todo correcto. Como la mayoría de las parejas, queríamos un nido en un lugar razonablemente familiar, donde no tuviésemos que aprenderlo todo desde el principio y mantenernos siempre en guardia. Los años treinta eran un entorno maravilloso si eras un americano blanco, con buena salud y dinero. Las comodidades que faltaban, como el aire acondicionado, podían instalarse sin llamar la atención y sino las usabas nunca cuando había visitas que no debían saber que los viajeros en el tiempo existían. Cierto, la banda de los Roosevelt estaba al mando, y la conversión de la República en el Estado Corporativo todavía no había progresado mucho y todavía no afectaba a nuestras vidas privadas; la evidente desintegración de la sociedad no se convertiría en un proceso rápido y evidente (en mi opinión) hasta después de las elecciones de 1964.

En el Medio Oeste, donde ahora me llevaba mi madre, hubiésemos tenido que ser prudentes hasta la incomodidad. Pero la mayoría de los neoyorquinos eran tolerantes, o al menos no eran curiosos. Una barba hasta el pecho y el pelo largo hasta los hombros, que me había atado en una coleta mientras estaba en la base, no atraían demasiadas miradas, no más que unos gritos de «¡Castor!» por parte de los niños. Para nuestro casero, vecinos y otros contemporáneos, éramos un profesor retirado de filología germánica y su esposa, y nuestras rarezas algo previsible. Como estaban las cosas, tampoco era una mentira.

Por tanto, el paseo debía haberme calmado hasta cierto punto, devolviéndome la perspectiva que deben tener los agentes de la Patrulla para evitar que las cosas que ven los vuelvan locos. Debemos comprender que lo que Pascal dijo es cierto de todos los seres humanos en todo el espacio—tiempo, nosotros incluidos —«El último acto es trágico, sin que importe lo agradable que fuese la comedia de los actos anteriores. Un poco de tierra sobre la cabeza y se ha acabado para siempre»—; comprenderlo en profundidad para vivir con calma aunque quizá sin serenidad. A esos godos míos les iba mejor que, digamos, a millones de judíos y gitanos europeos, a menos de diez años en el futuro, o a millones de rusos en este mismo momento.

No servía. Eran mis godos. Sus fantasmas se reunían a mi alrededor hasta que la calle, edificios, carne y sangre se convertían en irreales, en sueños mal recordados.

A ciegas, aceleré el paso hacia el santuario que Laurie pudiese ofrecerme.

Ocupábamos un inmenso piso con vistas a Central Park, donde nos gustaba pasear en las noches agradables. El portero del apartamento no tenía además que ejercer de guardia armado. Hoy le he hecho daño por la brusquedad con la que le he devuelto el saludo, y lo he comprendido cuando ya estaba en el ascensor y era demasiado tarde. Ir hacia atrás en el tiempo para cambiar ese incidente hubiese violado la Directiva Primera de la Patrulla. No es que nada tan trivial pudiese afectar al continuo; es flexible dentro de ciertos límites, y los efectos de las alteraciones normalmente se atenúan con rapidez. En realidad, hay una interesante duda metafísica sobre en qué medida el viajero del tiempo descubre el pasado y en qué medida lo crea. El gato de Schrödinger mira desde la historia así como desde la caja. Pero la Patrulla existe para asegurar que el tráfico temporal no aborte la serie de sucesos que producen al final a los superhumanos danelianos quienes fundaron la Patrulla cuando, en su propio remoto pasado, los hombres normales descubrieron cómo viajar cronológicamente.

Mis pensamientos habían huido a ese territorio conocido mientras permanecía atrapado en el ascensor. Hacía que los fantasmas fuesen más distantes, menos vociferantes. Sin embargo, cuando entré en casa, me siguieron.

Un olor a aguarrás flotaba entre los libros que empapelaban el salón. Laurie estaba consiguiendo cierto reconocimiento como pintora, aquí, en los años treinta, cuando ya no era la preocupada esposa de un miembro de la facultad que había sido a finales de siglo. Le habían ofrecido un trabajo en la Patrulla, pero lo rechazó: carecía de la fuerza física que requería un agente de campo —masculino o, especialmente, femenino— en ciertas ocasiones, y los trabajos de rutina o referencia no le interesaban. Eso sí, habíamos pasado vacaciones en algunos entornos exóticos.

Me oyó entrar y salió corriendo de su estudio para saludarme. Verla me alegró un poco el espíritu. Con la bata manchada, el pelo rojo metido bajo un pañuelo, seguía siendo esbelta, ágil y hermosa. Las arrugas alrededor de sus ojos verdes eran demasiado finas para ser apreciables hasta que se acercó lo suficiente para abrazarme.

Nuestros conocidos locales tendían a envidiarme una mujer que, además de ser encantadora, era mucho más joven que yo. De hecho, la diferencia en fechas de nacimiento no era más que de seis años. Yo andaba por los cuarenta y tantos, y ya tenía el pelo gris, prematuramente, cuando la Patrulla me reclutó, mientras que ella había conservado gran parte de su aspecto juvenil. El tratamiento antitanático que ofrece nuestra organización puede detener el proceso de envejecimiento, pero no invertir sus efectos.

Además, ella pasaba la mayor parte de su vida en el tiempo normal, a sesenta segundos por minuto. Pasaban días, semanas, meses entre el momento en que yo, como agente de campo, me despedía por la mañana y volvía a cenar.. un interludio durante el que podía dedicarse a su carrera sin mi interrupción. Mi edad acumulada se acercaba ya a los cien años.

A veces parecían mil. Y se notaba.

—¡Hola, Carl, querido! —Pegó los labios a los míos. La abracé. Si la pintura me manchaba el traje, ¿qué importaba? Luego ella se echó atrás, me cogió ambas manos, y envió su mirada a mi interior.

Habló en voz baja:

—Este viaje te ha hecho daño.

—Sabía que así sería —le contesté cansado.

—Pero no sabías cuánto... ¿Estuviste fuera mucho tiempo?

—No. En un momento te contaré los detalles. Pero tuve suerte. Encontré un punto clave, hice lo que tenía que hacer y salí de allí. Unas pocas horas de observación oculta, unos minutos de acción y fin.

—Supongo que podrías decir que es suerte. ¿Debes volver pronto?

—A esa era, sí, bastante pronto. Pero quiero pasar un tiempo aquí, para descansar, meditar sobre lo que vi que iba a suceder.. ¿Podrás soportarme, mirándote, durante una semana o dos?

—Cariño. —Volvió a mí.

—De todas formas, tengo que trabajar con mis notas —le dije al oído—, pero por las tardes podemos salir a cenar, al teatro, divertirnos.

—Oh, espero que puedas divertirte. No lo finjas por mí.

—Más adelante las cosas serán más fáciles —le aseguré—. Simplemente estaré realizando mi misión original, grabando las canciones e historias que crearán sobre esto. Es sólo... primero tengo que tener algo de realidad.

—¿Debes?

—Sí. No por propósitos de estudio, no, supongo que no. Pero son mi gente. Lo son.

Me abrazó con más fuerza. Ella lo sabía.

Lo que no sabía, pensé en un ataque de dolor —lo que le pedía a Dios que no supiese— era por qué me preocupaban tanto aquellos descendientes míos. Laurie no era celosa. Nunca había desaprobado el tiempo que Jorith y yo habíamos pasado juntos. Riendo, me dijo que no la privaba de nada y que a mí me daba una posición en la comunidad que estudiaba, lo que bien podría ser único en los anales de mi profesión. Después había hecho todo lo posible para consolarme.

Lo que no me atrevía a decirle era que Jorith no era simplemente una amiga íntima que resultaba ser mujer. No podía decirle que había amado a una que era polvo desde hacía mil seiscientos años como la había amado a ella, la seguía amando, y quizá siempre lo haría.

300

El hogar de Winnithar el Mata Bisontes se encontraba en un acantilado sobre el río Vístula. Era un asentamiento: media docena de casas acumuladas alrededor de un patio, con granero, cobertizo, cocina, herrería, fábrica de cerveza y otros lugares cercanos de trabajo; porque su familia llevaba mucho tiempo viviendo allí y habían prosperado entre los tervingos. Al oeste había praderas y tierras de cultivo. Al este, sobre el agua, páramos, aunque los asentamientos los ocupaban continuamente a medida que la tribu crecía.

Podían haber talado por completo el bosque, de no haber sido porque un número cada vez mayor se iba. Era una época agitada. No sólo había bandas guerreras; muchos sacaban sus lanzas y se peleaban allí donde estaban. De lejos llegaban noticias de que los romanos a menudo se mataban entre sí mientras se desmoronaba el reino que habían creado sus antepasados. Y, sin embargo, pocos habitantes del norte habían hecho algo más atrevido que atacar las fronteras imperiales. Pero las tierras del sur, justo fuera de esas fronteras, cálidas, ricas, apenas defendidas por sus ocupantes, atraían a muchos godos que deseaban crearse un hogar propio.

Winnithar se quedó donde estaba. Sin embargo, eso lo obligaba a pasar tanto tiempo luchando —especialmente contra los vándalos, pero en ocasiones contra tribus godas, greutungos y taifales— como en el campo. A medida que sus hijos se acercaban a la madurez, empezaban a desear otro lugar.

Así estaban las cosas cuando llegó Carl.

Apareció en invierno, cuando apenas nadie viajaba. Por esa razón, los extraños eran doblemente bienvenidos, porque rompían la monotonía de sus vidas. Al principio, espiándolo a una milla de distancia, lo tomaron por un simple vagabundo, porque viajaba solo y a pie. Sin embargo, sabía que su jefe querría conocerlo.

Se acercaba, caminando con facilidad sobre el camino helado, usando la lanza como bastón. La capa azul era la única nota de color en los campos cubiertos de nieve, con árboles desolados y cielos apagados. Los perros le aullaban y ladraban; no demostraba miedo, y después los hombres comprendieron que hubiese podido matar a aquellos que le hubiesen atacado. Hoy llamaron a las bestias y se encontraron con el extraño con todo respeto... porque estaba claro que su ropa era de la mejor calidad y no estaba manchada, mientras que su persona era imponente. Era más alto que el más alto entre ellos, delgado pero fibroso, un hombre de barba gris tan ágil como un joven. ¿Qué contemplaban esos ojos pálidos?

Un guerrero se acercó para saludarlo.

—Me llamo Carl —dijo cuando le preguntaron, nada más—. Deseoso estaría de permanecer con vosotros. —Las palabras godas le salían con facilidad, pero el sonido, y en ocasiones el orden, no pertenecían a ningún dialecto que conociesen los tervingos.

Winnithar se había quedado en el salón. Hubiese sido impropio de él mirar boquiabierto como un hombre común. Cuando entró Carl, Winnithar le dijo desde su silla alta:

—Bienvenido si vienes en paz y honradez. Que el Padre Tiwaz te proteja y que la Madre Frija te bendiga. —Como era la antigua costumbre de la casa.

—Muchas gracias —contestó Carl—. Habéis sido muy amable diciendo eso a una persona que bien podríais considerar un mendigo. No lo soy, y espero que este regalo os agrade. —Metió la mano en la bolsa colgada al cinto y sacó un anillo de brazo que le pasó a Winnithar. Aquellos que se acercaron para mirar no pudieron sino jadear, porque el anillo era pesado, de oro puro y estaba hábilmente engarzado con gemas.

El anfitrión apenas pudo conservar la calma.

—Es un regalo que podría haber hecho un rey. Comparte mi asiento, Carl. —Se trataba del sitio de honor—. Quédate todo el tiempo que quieras. —Batió palmas—. ¡Eh! —gritó—, traed hidromiel para nuestro invitado, ¡y para mí para poder beber a su salud! —A los zagales, mozas y niños que se arremolinaban en el salón—: Volved al trabajo. Después de la cena oiremos todo lo que tenga que decirnos. Sin duda ahora está cansado.

Obedecieron rezongando.

—¿Por qué lo decís? —le preguntó Carl.

—La villa más cercana donde puedes haber pasado la noche se encuentra a una buena distancia de aquí —contestó Winnithar.

—No estuve allí —dijo Carl.

—¿Qué?

—Acabaríais descubriéndolo. No quiero que creáis que os miento.

—Pero... —Winnithar lo miró, se tiró del bigote y dijo lentamente—: No eres de por aquí; debes de haber viajado desde lejos. Pero tu ropa está limpia, aunque no llevas otras prendas para cambiarte, ni comida o cualquier otra cosa que requiera un viajero. ¿Quién eres, de dónde vienes, y... cómo?

El tono de Carl era amable, pero los que lo escucharon supieron que en el fondo había acero.

—Hay cosas de las que no puedo hablar. Te doy mi palabra, que el trueno de Donar me golpee si es falsa, de que no soy un bandido, ni un enemigo de tu gente, ni alguien que te avergonzaría bajo tu techo.

—Si el honor te exige mantener ciertas cosas en secreto, nadie te forzará a revelarlas —dijo Winnithar—. Pero debes comprender que no puedo evitar sentir curiosidad... —Agradable de ver fue el alivio con el que dejó de hablar y exclamó: Ah, aquí viene el hidromiel. Ésa que te entrega el cuerno es mi esposa Salvalindis, como corresponde a un invitado de tu rango.

Carl la saludó con cortesía, aunque su miraba se desviada a la doncella que estaba a su lado, que le había traído a Winnithar la bebida. Tenía dulces formas y se movía como un cervatillo; el pelo suelto relucía dorado más allá de una cara con huesos delicados, labios que sonreían con timidez, y ojos grandes con el color del cielo de verano.

Salvalindis se dio cuenta.

—Has conocido a nuestra hija mayor —le dijo a Carl—, Jorith.

1980

Después del entrenamiento básico en la Academia de la Patrulla, volví con Laurie el mismo día en que la dejé. Necesitaba un tiempo para descansar y readaptarme; causaba impresión trasladarse desde el periodo Oligoceno hasta una ciudad universitaria de Pensilvania Además, teníamos que dejar los asuntos mundanos en orden. Por mi parte, debería terminar el año académico antes de renunciar «para aceptar un trabajo mejor pagado en el extranjero». Laurie se ocupó de la venta de nuestra casa y del traspaso de las cosas que no queríamos conservar.. donde fuese y cuando fuese que estableciésemos nuestra residencia.

Fue duro decirle adiós a amigos de muchos años. Prometimos visitas de vez en cuando, pero sabíamos que serían pocas y muy espaciadas, hasta cesar por completo. Las mentiras exigidas para conservar esas amistades serían demasiado grandes. En todo caso, dejamos la impresión de que mi puesto vagamente descrito era una tapadera para un cargo en la CIA.

Bien, ya me habían advertido desde el Principio que la vida de un agente de la Patrulla del Tiempo se convertía en una serie de despedidas. Todavía tenía que descubrir lo que eso implicaba de verdad.

Todavía nos encontrábamos en el proceso de desarraigo cuando recibí una llamada.

—¿Profesor Farness? Soy Manse Everard, agente No asignado. Me preguntaba si podríamos vernos para hablar, quizá este fin de semana.

Me dio un vuelco el corazón. No asignado es todo lo alto que puedes llegar en la organización; en el millón de años, más o menos, que la organización protege, ese personal es raro. Normalmente un miembro, aunque sea un agente de policía, trabaja en un entorno determinado, para que pueda conocerlo por completo, y como parte de un equipo bien coordinado. Los No asignados pueden ir a cualquier lugar que elijan y hacer virtualmente todo lo que les parezca conveniente, respondiendo sólo ante su conciencia, sus iguales y los danelianos.

—Eh, claro, por supuesto, señor —solté—. El sábado estaría bien. ¿Quiere venir aquí? Le garantizo una buena cena.

—Gracias, pero preferiría que fuese aquí... en todo caso la primera vez. Tengo los archivos, el terminal de ordenador y otras cosas útiles. Sólo nosotros dos, por favor. No se preocupe por los horarios de las líneas aéreas. Busque un lugar, podría ser el sótano, donde nadie pueda verlo. Le han dado un localizador, ¿no?... Vale, lea las coordenadas y vuelva a llamarme. Lo recogeré con el saltador.

Descubrí después que eso era normal en él. Enorme, de aspecto duro, manejando más poder del que soñaron César o Gengis, era tan agradable como un zapato viejo.

Conmigo sentado en la montura detrás de él, saltamos por el espacio, en lugar del tiempo, hasta la base actual de la Patrulla en Nueva York. Desde allí fuimos caminando hasta el apartamento que tenía. Le gustaban la suciedad, el desorden y el peligro tan poco como a mí. Sin embargo, creía que necesitaba unpied—á—terre en el siglo XX, y se había acostumbrado a aquel lugar antes de que la decadencia hubiese llegado tan lejos.

—Nací en su estado en 1924 —me explicó—. Entré en la Patrulla a los treinta años. Por eso decidí que yo era el que debía entrevistarlo. Tenemos muchas cosas en común; deberíamos entendernos.

Tomé un buen trago del whisky con soda que me había servido y dije con cautela:

—Yo no estoy tan seguro, señor. En la Academia oí cosas sobre usted. Parece haber llevado una vida bastante aventurera antes de incorporarse. Y después... Yo, en cambio, he sido un tipo bastante sedentario.

—En realidad, no. —Everard miró las notas que sostenía en la mano. Mantenía la izquierda alrededor de una gastada pipa de brezo. De vez en cuando la chupaba o tomaba un trago—. Vamos a refrescar mi memoria, ¿eh? No entró en combate durante su periodo en el Ejército, pero eso fue porque sirvió dos años en lo que ridículamente llamamos tiempos de paz. Eso sí, consiguió la puntuación más alta en las prácticas de tiro. Siempre le ha gustado la vida al aire libre: el montañismo, el esquí, navegar, nadar. Y en la universidad, jugó al fútbol y ganó la letra a pesar de esa constitución larguirucha. En la universidad sus aficiones incluían tiro con arco y esgrima. Ha viajado mucho, no siempre a lugares normales y seguros. Sí, yo diría que es lo suficientemente aventurero para lo que queremos. Es posible que ligeramente demasiado aventurero. Eso es lo que intento descubrir.

Incómodo, miré la habitación. Situada en un piso alto, era un oasis de tranquilidad y orden. Las paredes estaban cubiertas de estanterías, excepto por tres cuadros excelentes y un par de lanzas de la Edad de Bronce. Por lo demás, el único recuerdo evidente era una alfombra de piel de oso polar que me comentó venía de la Groenlandia del siglo X.

—Ha estado casado durante veintitrés años con la misma mujer —comentó Everard—. En estos días, eso indica un carácter estable.

No había ningún toque femenino. Pero podría tener mujer, o mujeres, en algún otro momento del tiempo.

—No tienen hijos —siguió diciendo Everard—. Bueno, no es asunto mío, pero sabe, ¿no?, que si lo desean nuestros médicos pueden reparar todas las causas de la infertilidad a este lado de la menopausia. También pueden compensar un embarazo tardío.

—Gracias —dije—. Trompas de Falopio... Sí, Laurie y yo hemos hablado de ello. Puede que algún día aprovechemos la oportunidad. Pero no creemos que fuese adecuado comenzar una nueva carrera y la paternidad todo junto —esbocé una sonrisa—. Si simultaneidad significa algo para un patrullero.

—Una actitud responsable. Me gusta —asintió Everard.

—¿Por qué esta entrevista, señor? —me aventuré a decir—. No se me invitó a alistarme simplemente por la recomendación de Herbert Ganz. Su gente me hizo pasar por una batería de pruebas psicológicas del lejano futuro antes de explicarme nada. Habían dicho que eran un conjunto de experimentos científicos. Yo había cooperado porque Ganz me lo había pedido, como favor para un amigo suyo. No era su campo; él se encontraba en lengua germana y literatura, igual que yo. Nos habíamos conocido en una reunión profesional, nos habíamos hecho amigos y nos escribíamos a menudo. Él había elogiado mis artículos sobre Deor y Widsitb, yo el suyo sobre la Biblia gótica.

Naturalmente, entonces no sabía que era suya. Fue publicada en Berlín en 1853. Más tarde lo reclutó la Patrulla y, finalmente, vino al futuro bajo un nombre supuesto, en busca de talentos para su empresa.

Everard se recostó. Me miró fijamente por encima de la pipa.

—Bien —dijo—, las máquinas nos dijeron que usted y su esposa eran de fiar, y que a los dos les encantaría la verdad. Lo que no podían medir era su competencia para el trabajo que se le propuso. Perdóneme, no quiero insultarlo. Nadie es bueno en todo, y estas misiones serán duras, solitarias y delicadas. —Hizo una pausa—. Sí, delicadas. Puede que los godos sean bárbaros, pero eso no quiere decir que sean estúpidos, o que no puedan sufrir como usted o como yo.

—Lo comprendo —dije—. Pero mire, todo lo que tiene que hacer es leer los informes que presentaré en mi futuro personal. Si los primeros informes revelan que soy un chapucero, entonces dígame que me quede en casa y que me convierta en un investigador de biblioteca. La Patrulla también los necesita, ¿no?

Everard suspiró.

—He preguntado, y me han dicho que sus intervenciones fueron... serán... habrán sido... satisfactorias. No es suficiente. No comprende, porque no lo ha experimentado, lo sobrecargada que está la Patrulla, hasta qué punto estamos dispersos por la historia. No podemos examinar cada detalle de lo que hace un agente de campo. Eso es especialmente cierto cuando él o ella no es un policía como yo, sino un científico como usted, explorando un entorno poco, o completamente desconocido. —Se permitió un buen trago de bebida Por eso tiene la Patrulla una rama científica. Para hacerse una idea ligeramente mejor de qué sucesos se supone que deben evitar alterarlos viajeros temporales.

—¿Representaría una diferencia significativa en una situación tan oscura como ésa?

—Podría. A su debido tiempo, los godos interpretan un papel importante, ¿no? ¿Quién sabe lo que sucede al principio? Una victoria o una derrota, un rescate o una muerte, un cierto individuo que nace o no nace. ¿Quién sabe qué efectos podría tener eso a medida que sus resultados se propagan por el tiempo?

—Pero yo no me ocuparé de acontecimientos reales más que indirectamente —argüí—. Mi objetivo es ayudar a recuperar varias historias y poemas perdidos, y descubrir cómo se gestaron y cómo influyeron en obras posteriores.

Everard sonrió con tristeza.

—Sí, lo sé. El gran proyecto de Ganz. La Patrulla lo apoya porque es la única cuña de entrada, la única que hemos encontrado, para registrar la historia de ese entorno.

Se terminó la copa y se puso en pie.

—¿Le apetece otra? —propuso—. Y luego almorzaremos. Mientras tanto, me gustaría que me contase exactamente en qué consiste su proyecto.

—Pero debe de haber hablado con Herbert... con el profesor Ganz —dije sorprendido—. Eh, gracias, me gustaría tomar otra, sí.

—Claro —dijo Everard, sirviendo—. Recuperar literatura germánica de la Edad Oscura. Si «literatura» es la palabra correcta para algo que fue originalmente oral en sociedades analfabetas. Sobre el papel sólo han sobrevivido meros fragmentos, y los estudiosos no se ponen de acuerdo en el grado de corrupción de esas copias. Ganz trabajaba sobre la épica de, humm.. . los nibelungos. Lo que no entiendo del todo es dónde encaja usted. Se trata de una historia del valle del Rin. Usted quiere ir a corretear en solitario por la Europa del Este en el siglo iv.

Sus modales me ayudaron a tranquilizarme más que el whisky.

—Espero poder seguir la parte de Ermanalico —le dije—. No está del todo completa, pero tiene relación y, además, es interesante en sí misma.

—¿Ermanarico ? ¿Quién es ése? —Everard me pasó el vaso y se sentó a escuchar.

—Quizá sea mejor que retroceda un poco —dije—. ¿Está familiarizado con la obra nibelungo—volsunga?

—Bien, he visto la trilogía de Wagner, El anillo del nibelungo. Y en una ocasión que estuve de misión en Escandinavia, cerca del final del periodo vikingo, oí una historia sobre Sigurd, que mató un dragón y despertó a la valquiria y luego lo jorobó todo.

—Eso es una pequeña parte de la historia, señor.

—Bastará con «Manse», Carl.

—Oh, eh, gracias. Es un honor. —Para no parecer servil, me apresuré a hablar con mi mejor estilo académico:

—La Saga volsunga de Islandia se puso por escrito después que el Cantar de los nibelungos alemán, pero contiene una versión de la historia más antigua, primitiva y larga. La Edda mayor y la Edda menor también contienen algo de ella. Ésas fueron las fuentes de las que Wagner bebió principalmente.

»Sigurd el volsungo fue engañado para que se casase con Gudrun la gjuking en lugar de con Brynhild la valquiria, y eso despertó los celos entre las mujeres y condujo al final a la muerte de Sigurd. En Alemania, a esas personas se las conoce como Siegfried, Kriemhild de Burgundy y Brunhild de Isenstein, y los dioses paganos no aparecen; pero eso no importa ahora. Según las dos historias, Gudrun, o Kriemhild, se casó después con un rey llamado Atli, o Etzel, que no es más que Atila el huno.

»En ese punto las dos versiones divergen. En el Cantar de los nibelungos, Kriemhild atrae a sus hermanos a la corte de Etzel y hace que lo destruyan, como venganza por el asesinato de Siegfried. Teodorico el Grande, el ostrogodo que conquistó Italia, entra en el episodio con el nombre de Dietrich de Berna, aunque históricamente pertenece a una generación posterior a la de Atila. Uno de sus seguidores, Hildebrand, se siente tan horrorizado por la crueldad y la traición de Kriemhild que la mata. Hildebrand, por su parte, tiene leyenda propia: en una balada que Herb Ganz quiere recuperar en su totalidad, así como en obras derivadas. Ya puedes apreciar que es una confusión de anacronismos.

—Atila el huno, ¿eh? —murmuró Everard—. No era un hombre muy agradable, pero actuaba en pleno siglo v, cuando los chicos duros ya cabalgaban por Europa. Tú vas al siglo IV.

—Exacto. Deja que te cuente la historia islandesa. Atli engatusó a los hermanos de Gudrun porque quería el oro del Rin. Ella intentó advertírselo, pero ellos llegaron utilizando salvoconductos. Cuando se negaron a entregar el tesoro escondido o decirle dónde estaba, Atli los hizo matar. Gudrun se vengó. Descuartizó a los hijos que le había dado y se los sirvió como comida. Luego lo apuñaló mientras dormía, incendió su casa y abandonó la tierra de los hunos. Con ella se llevó a Svanhild, su hija con Sigurd.

Everard fruncía el ceño, concentrándose. No era fácil seguir a todos esos personajes.

—Gudrun llegó al país de los godos —dije—. Allí volvió a casarse y tuvo dos hijos, Hamther y Sorli. El rey de los godos se llama Jormunrek en la Saga y las Eddas, pero no hay duda de que era Ermanarico, que fue una oscura figura real entre mediados y finales del siglo iv. Los relatos difieren sobre si se casó con Svanhild y ella fue falsamente acusada de infidelidad, o si ella se casó con alguien que el rey descubrió que conspiraba contra él y a quien colgó. En cualquier caso, hizo que la pobre Svarihild fuese pisoteada por caballos hasta morir.

»Para entonces, los hijos de Gudrun, Hamther y Sorli, eran hombres. Ella los incitó a matar a Jormunrek para vengar a Svanhild. Por el camino se encontraron a su medio hermano Erp, que se ofreció a acompañarlos. Ellos lo mataron. Los manuscritos son vagos sobre la razón. Mi suposición es que Erp era el hijo de su padre con una concubina y había problemas de sangre entre ellos.

»Los otros dos continuaron hasta el cuartel general de Jormunrek y atacaron. Sólo eran ellos dos, pero invulnerables al acero, así que mataron hombres a diestro y siniestro, llegaron hasta el rey y lo hirieron de gravedad. Pero antes de poder terminar el trabajo, Hamther dejó escapar el secreto de que con piedras podían herirlos. O, según la saga, Odín apareció de pronto, bajo el aspecto de un anciano con un solo ojo, y comunicó esa información. Jormunrek ordenó a los guerreros que le quedaban que lapidasen a los hermanos, y así murieron. Ahí termina la historia.

—Lúgubre, ¿eh? —dijo Everard. Pensó durante un minuto—. Pero me parece que todo ese último episodio de Gudrun en la tierra de los godos, debe haberse incorporado en una fecha muy posterior. Los anacronismos son exagerados.

—Claro —admití—. Es muy común en el folclore. Una historia importante atrae otras menores, incluso insignificantes. Por ejemplo, no fue W C. Fields quien dijo que no puede ser del todo malo un hombre que odia a los niños y los perros. Fue otra persona, he olvidado quién, al presentar a Fields durante un banquete.

Everard rió.

—¡No me digas que la Patrulla debería controlar la historia de Hollywood! —Volvió a ponerse serio—. Si esa sanguinaria historia no pertenece realmente al Cantar de los nibelungos, ¿por que quieres estudiarla? ¿Por qué quiere Ganz que lo hagas?

—Bien, llegó hasta Escandinavia, donde inspiró un par de buenos poemas (eso si no eran reelaboraciones de algo anterior), y pasó a formar parte de la Saga volsunga. Las conexiones, la evolución global, nos interesan. Además, a Ermanarico se le cita en otros lugares... por ejemplo, en ciertos romances en inglés antiguo. Así que debe de haber aparecido en muchas leyendas y obras de bardos que se han perdido. En su época era poderoso, aunque por lo visto no resultaba un hombre muy agradable. El ciclo perdido de Ermanarico podría ser tan importante y brillante como cualquier otra cosa que nos haya llegado desde el oeste y el norte. Podría haber influido en la literatura germánica de muchas formas diferentes.

—¿Pretendes ir directamente a la corte? No te lo recomendaría, Carl. Muchos agentes de campo mueren porque se vuelven confiados.

—Oh, no. Sucedió algo terrible, de donde surgieron las historias que se desplazaron hasta tan lejos, hasta llegar incluso a las crónicas históricas. Creo que puedo acotar el momento en un periodo de unos diez años. Pero pretendo familiarizarme por completo con todo el entorno antes de aventurarme a ese episodio.

—Bien. ¿Cuál es tu plan?

—Tomaré una lección electrónica de lengua gótica. Ya puedo leerla, pero quiero hablarla con fluidez, aunque sin duda tendré un acento extraño. También me meteré en la cabeza lo poco que se sabe de sus costumbres, creencias y demás. Será poco. Los ostrogodos, si no los visigodos, estaban en el límite mismo del campo intelectual de los romanos. Sin duda cambiaron considerablemente antes de desplazarse al oeste.

»Así que empezaré bien en el pasado de mi época de destino; de forma algo arbitraria estoy pensado en el 300 d.C. Conoceré a la gente. DesPués reapareceré a intervalos y descubriré lo que ha ido pasando en mi ausencia. Brevemente, seguiré los acontecimientos a medida que se acercan al «acontecimiento». Después, apareceré aquí y allá, escuchando a poetas y narradores, y grabaré sus palabras.

Everard frunció el ceño.

—Humm, ese procedimiento... Bien, podemos discutir las posibles complicaciones. También te moverás mucho geográficamente, ¿no?

—Sí. Según las pocas tradiciones de los godos que se pusieron por escrito en el Imperio romano, los godos tuvieron su origen en lo que es ahora el centro de Suecia. Yo no creo que un pueblo tan numeroso pudiese venir de una zona tan limitada, incluso teniendo en cuenta el incremento natural, pero puede haber dado líderes y organización, de la misma forma que hicieron los escandinavos con los nacientes estados rusos en el siglo IX.

,Yo diría que gran parte de los godos comenzaron siendo moradores del litoral sur del Báltico. Estaban al este de los germanos. Aunque no es que fuesen una única nación. Para cuando llegaron a la Europa del oeste, se habían dividido en ostrogodos, que ocuparon Italia, y visigodos, que ocuparon Iberia. Lo que por cierto, dio a esas regiones los mejores gobiernos que habían tenido en mucho tiempo. Con el tiempo, los invasores fueron a su vez invadidos y se disgregaron en el conjunto de la población.

—¿Pero antes?

—Los historiadores hablan de forma vaga sobre tribus. Para el 300 d.C. estaban bien establecidas a los largo del Vístula, en el centro de la actual Polonia. Antes del final de ese siglo, los ostrogodos se encontraban en Ucrania y los visigodos justo al norte del Danubio, en la frontera romana. Aparentemente, una gran migración a lo largo de generaciones, porque parece que habían abandonado el norte por completo, ocupado a su vez por tribus eslavas. Ermanarico era un ostrogodo, así que voy a seguir a esa rama.

—Ambicioso —dijo Everard dubitativo—. Y eres nuevo.

—Ganaré experiencia sobre la marcha, Manse. Tú mismo lo admitiste, a la Patrulla le falta personal. Más aún, conseguiré mucha historia que tú deseas.

Everard sonrió.

—Eso sí. —Se puso en pie—: Vamos, termínate la copa y vayamos a comer. Tendremos que cambiarnos de ropa, pero valdrá la pena. Conozco un salón local, a finales del xix, que ofrece unos magníficos almuerzos gratis.

300-302

Llegó el invierno y luego, poco a poco, con arrebatos de viento, nieve y lluvia helada, se retiró. Para aquellos que vivían en el caserío junto al río, ese año los rigores de la estación fueron menores. Carl se alojó entre ellos.

Al principio muchos sintieron temor por el misterio que lo rodeaba; pero llegaron a comprender que no traía malas intenciones ni mala suerte. Pero el sobrecogimiento que les producía no menguó. Es más, fue en aumento. Desde el principio Winnithar declaró que no era adecuado que un invitado de su categoría durmiese sobre un banco como si se tratase de un vulgar propietario, y le ofreció una cama. Le ofreció a Carl que eligiese a una esclava para que se la calentase, pero el extraño rechazó la oferta con amabilidad y juicio. Aceptó comida y bebida, y tomó un baño y salió al retrete. Sin embargo, corrió el rumor de que esas actividades no le eran necesarias, excepto para demostrar que era mortal.

Carl hablaba con suavidad y con amabilidad, de forma algo digna. Podía reír, contar un chiste o relatar una historia divertida. Salía a pie o a caballo, en compañía, a cazar o a visitar al terrateniente más cercano o a hacer ofrendas a los Anses y participar en el festín posterior. Participó en pruebas de tiro y lucha, hasta que quedó claro que ningún hombre podía derrotarle. Cuando jugaba a tabas o juegos de tablero, no siempre ganaba, aunque se extendió la idea de que era para evitar que los demás temiesen brujería. Hablaba con cualquiera, desde Winnithar hasta el sirviente más bajo o el más pequeño de los niños, y escuchaba con atención; ciertamente, les resultaba agradable, y era igualmente amable con subalternos y animales.

Pero en lo que se refería a su propio yo, permanecía oculto.

Eso no significa que permaneciese sentado con seriedad. No, hacía fluir las palabras y la música como nadie. Deseoso de oír historias, poemas y canciones, dichos, todo lo que pudiese, él lo devolvía con creces. Porque parecía conocer todo el mundo, como si lo hubiese recorrido en persona durante más de una vida.

Habló de Roma, la poderosa e inquieta, de su señor Diocleciano, sus guerras y leyes severas. Contestaba preguntas sobre el nuevo dios, el de la Cruz, del que los godos habían oído hablar a comerciantes y esclavos venidos tan al norte. Les habló de los grandes enemigos de

Roma, de los persas, y de las maravillas que habían creado. Sus palabras avanzaban, noche tras noche... hacia el sur, hasta tierras donde siempre hacía calor y la gente tenía la piel negra, y donde moraban bestias parecidas a los linces pero del tamaño de osos. Les mostró otras bestias, dibujándolas con carbón sobre trozos de madera, y ellos gritaron de asombro; ¡comparados con un elefante, un toro e incluso un trol no eran nada! Cerca del final del oriente, les dijo, había un reino más ancho, antiguo y maravilloso que Roma o Persia. Sus habitantes tenían la piel del tono del ámbar pálido y ojos que parecían líneas. Puesto que estaba plagado de tribus salvajes al norte, habían construido una muralla tan larga como una cordillera montañosa, y desde entonces atacaban desde ese reducto. Por eso los hunos habían ido al oeste. Ellos, que habían derrotado a los Aslan y atacaban a los godos, sólo eran escoria bajo la mirada rasgada de Khitai. Y toda esa inmensidad no era todo lo que había. Si viajabas al oeste atravesando el dominio romano conocido como Galia, llegarías al Mundo Mar del que habías oído historias fabulosas, y si tomabas un barco —pero las embarcaciones que navegaban por los ríos no eran lo suficientemente grandes— y navegabas durante mucho tiempo, encontrarías el hogar de los sabios y ricos mayas...

Carl también tenía historias de hombres, mujeres y sus hechos: Sansón el fuerte, Deirdre la hermosa y desdichada, Crockett el cazador...

Jorith , hija de Winnithar, olvidaba que tenía edad de casarse. Se sentaba en el suelo entre los niños, a los pies de Carl, y escuchaba con atención mientras sus ojos reflejaban la luz del fuego y se convertían en soles.

No siempre estaba disponible. A menudo decía que debía estar solo y se alejaba. En una ocasión, un muchacho, temerario pero hábil en el arte de seguir el rastro, lo siguió sin ser visto, a menos que Carl se dignase a no prestarle atención. El muchacho regresó blanco y anonadado, para contar a trompicones que el barba gris había ido al bosquecillo de Tiwaz. Nadie penetraba entre esos oscuros pinos más que la víspera del solsticio de invierno, cuando se ofrecían tres sacrificios de sangre —caballo, perro y esclavo— para que el Controlador del Lobo ordenase a la oscuridad y al frío que se alejasen. El padre del muchacho lo azotó, y después nadie habló abiertamente de ello. Si los dioses permitían que sucediese, mejor era no preguntar las razones.

Carl regresaba al cabo de unos días, con ropa limpia y regalos. Eran cosas pequeñas, pero no tenían precio, ya fuese un cuchillo de hoja desusadamente larga, un pañuelo de lujosa tela extranjera, un espejo que superaba el cobre pulido o un estanque en calma —los tesoros llegaban y llegaban, hasta que cada uno sin importar su posición, hombre o mujer, tuvo al menos uno. Sobre ellos se limitaba a decir:

—Conozco a los fabricantes.

La primavera llegó al norte, la nieve se fundió, las yemas se transformaron en hojas y flores, el río fluía crecido. Los pájaros llenaron el cielo de alas y gritos. Corderos, becerros y potros trotaban por los potreros. La gente salía, parpadeando por el súbito brillo; aireaban sus casas, ropas y almas. La Reina de la Primavera llevó la imagen de Frija de granja en granja para bendecir la siembra y la cosecha, "entras jóvenes y doncellas adornados bailaban alrededor de su carruaje. Los anhelos despertaban.

Carl seguía yéndose, pero ahora volvía la misma noche. Jorith y él pasaban más tiempo juntos. Incluso se internaban en el bosque, por caminos en flor, sobre los prados, más allá de la vista de todos. Ella caminaba como en sueños. Salvalindis, su madre, la reprendió por indecorosa —¿no le importaba nada su buen nombre?— hasta que Winnithar hizo callar a su mujer. El jefe era un astuto calculador. Y los hermanos de Jorith se alegraban.

Finalmente Salvalindis habló aparte con su hija. Buscaron un edificio en el que las mujeres se reunían para tejer y coser cuando no tenían otra cosa que hacer. Ahora sí había trabajo, por lo que estaban a solas en la oscuridad. Salvalindis puso a Jorith entre ella y el ancho y pesado telar, como si quisiese atraparla, y preguntó directamente:

—¿Has estado menos ociosa con el hombre Carl de lo que has estado en casa? ¿Te ha poseído?

La doncella enrojeció, entrecruzó los dedos y bajó la vista.

—No —dijo—. Puede hacerlo, cuando quiera. Cómo me gustaría que lo hiciese. Pero sólo nos hemos cogido de la mano, besado un poco, y ..

—¿Y qué?

—Hemos hablado. Cantado canciones. Reído. Hemos estado serios. Oh, madre, no es distante. Conmigo es más amable y dulce que... de lo que sé que podría serlo un hombre. Me habla como hablaría a alguien que puede pensar, no como a una esposa.

Salvalindis apretó los labios.

—Yo nunca dejé de pensar cuando me casé. Tu padre puede que vea un poderoso aliado en Carl. Pero yo lo veo como un hombre sin tierra ni familia, más como un hechicero, pero sin raíces, sin raíces.

¿Qué podría ganar nuestra casa uniéndose a él? Bueno, sí; conocimiento; pero ¿de qué vale cuando ataca el enemigo? ¿Qué le dejaría a sus hijos? ¿Qué le uniría a ti pasada la novedad? Muchacha, estás siendo una tonta.

Jorith apretó los puños, pateó el suelo y gritó por entre lágrimas que eran más de furia que de pesar:

—¡Contén la lengua, vieja! —Inmediatamente se calló, tan asombrada como Salvalindis.

—¿Así le hablas a tu madre? —dijo—. Sí, hechicero es si te ha encantado. Tira al río el broche que te dio, ¿me oyes? —Se dio la vuelta y abandonó la habitación. Sus faldas se arrastraron furiosas sobre el suelo.

Jorith lloró, pero no obedeció.

Y pronto todo cambió.

Un día, cuando la lluvia caía como lanzas, mientras el carro de Donar corría en el cielo y el resplandor de su hacha cegaba, un jinete llegó galopando al asentamiento. Estaba apoyado en la silla y el caballo casi se caía del cansancio. Sin embargo, agitó una flecha en alto y les gritó a quienes habían desafiado al barro para acercarse:

—¡Guerra! ¡Los vándalos se acercan!

Llevado al salón, dijo frente a Winnithar:

—Mis palabras son de mi padre, Aefli de Staghorn Dale. Las recibió de un hombre de Dagalaif Nevittasson, que huyó de la masacre en Elkford para llevar el aviso. Pero ya Aefli ha visto una línea en el cielo, donde las granjas deben arder.

—Entonces son dos bandas —murmuró Winnithar—. Al menos. Puede que más. Este año vienen pronto, y con fuerza.

—¿Cómo pueden abandonar sus terrenos durante la siembra? —preguntó uno de sus hijos.

Winnithar suspiró.

—Tienen más hijos de los que necesitan para trabajar. Además, he oído hablar de un rey, Hildarico, que ha traído a varios clanes bajo el suyo. Así disponen de más efectivos, que se mueven con mayor rapidez y siguiendo un plan mejor que el nuestro. Sí, podría ser la forma de Hildarico de apropiarse de nuestras tierras, por el bien de su propio reino en expansión.

—¿Qué haremos? —quiso saber un viejo guerrero, firme como el hierro.

—Reunir a los hombres vecinos e ir por otros mientras tengamos tiempo, como ha hecho Aefli, si no han sido ya destruidos. En la Roca de los jinetes Gemelos como antaño, ¿eh? Puede que juntos no nos encontremos con una banda vándala demasiado grande para nosotros.

Carl se agitó allí donde estaba sentado.

—Pero ¿qué hay de vuestros hogares? —preguntó—. Los saqueadores podría venir por el flanco, ocultos, y caer sobre granjas como las vuestras. —No dijo nada más: saqueo, fuego, mujeres en sus mejores años violadas, todos los demás muertos.

—Debemos arriesgarnos. En caso contrario nos destruirán poco a poco. —Winnithar guardó silencio. El fuego saltaba y se agitaba. Fuera, el viento aullaba y la lluvia golpeaba los muros. Buscó a Carl con la mirada—. No tenemos ni casco ni malla de tu medida. Quizá puedas conseguirlas allí de donde sacas las cosas.

El extranjero se sentó envarado. En su rostro las arrugas se profundizaron.

Winnithar dejó caer los hombros.

—Bien, ésta no es tu batalla, ¿no? —Suspiró—. No eres un tervingo.

—¡Carl, oh, Carl! —Jorith salió de entre las mujeres.

Durante un largo momento, ella y el hombre gris se miraron. Luego él se agitó, se volvió hacia Winnithar y dijo:

—No temas. Ayudaré a mis amigos. Pero debe ser a mi modo, y debes seguir mis consejos, los entiendas o no. ¿Estás dispuesto a hacerlo?

Nadie vitoreó. Un sonido como el viento recorrió la tenebrosa longitud del salón.

Winnithar hizo acopio de valor.

—Sí —dijo—. Ahora enviaremos a los jinetes para llevar flechas de guerra. El resto comeremos.

Lo que sucedió en las siguientes semanas nunca se supo en realidad. Los hombres partieron, plantaron su campamento, lucharon, y después volvieron a casa o no volvieron. Hablaron de un lancero de manto azul que recorría el cielo en una montura que no era un caballo. Hablaron de monstruos terribles que atacaban las filas vándalas, y de extrañas luces en la oscuridad, y del temor ciego que atenazaba al enemigo hasta que él liberaba sus armas y ellos huían corriendo. Se dijo que, de alguna forma, siempre encontraban una banda vándala antes de que hubiese llegado a un asentamiento godo y hacían que huyese, debido a la falta de botín, clan tras clan se retiraba y alejaba. Hablaron de victoria.

Sus jefes apenas podían contar nada más. Era el Errante el que les indicaba adónde ir, qué esperar, cómo disponerse mejor para la batalla.

Era él quien iba más rápido que el vendaval mientras traía avisos y ordenes, él quien obtuvo la ayuda de greutungos, taifales y amalingos, él quien asombró a los poderosos hasta que trabajaron lado a lado como había ordenado.

Esas historias se desvanecieron en un par de generaciones. Eran demasiado extrañas. En lugar de eso, volvieron a las historias de su pueblo. Anses, Wanes, trols, magos, fantasmas, ¿no se habían unido una y otra vez a las disputas de los hombres? Lo que importaba es que durante una década, los godos en el Vístula superior conocieron la paz. Sigamos con la cosecha, dijeron: o lo que quisiesen hacer con sus vidas.

Pero Carl regresó a Jorith como un rescatador.

Realmente no podía casarse con ella. No tenía parientes conocidos. Pero los hombres que podían permitírselo siempre habían tomado una compañera; los godos no lo consideraban una vergüenza, si el hombre cuidaba bien de la mujer y los niños. Además, Carl no era un simple mozo, terrateniente o rey. La mismísima Salvalindis le llevó a Jorith a la habitación alta cubierta de flores donde él la esperaba después de un festín en el que se intercambiaron espléndidos regalos.

Winnithar hizo que cortaran madera y la trajesen de más allá del río, y levantó una buena casa para los dos. Carl quería algunas cosas extrañas en el edificio, como un dormitorio independiente. Había además otra habitación, siempre cerrada menos cuando él entraba solo. Nunca estaba allí demasiado tiempo, y ya no fue más al bosquecillo de Tiwaz.

Los hombres decían que él tenía en demasiada consideración a Jorith . Habitualmente intercambiaban miradas, o se alejaban de los otros, como un muchacho y una muchacha esclava. Sin embargo... ella administraba bien la casa y, en todo caso, ¿quién iba a atreverse a reírse de él?

Él mismo dejaba la mayor parte de las tareas del marido a un ayudante. Traía las cosas que la casa necesitaba, o los medios para comprarlas. Y se convirtió en un gran comerciante. Aquellos años de paz no fueron años aburridos. No, llegaban más vendedores ambulantes que antes, que traían ámbar, pieles, miel, sebo del norte, vino, vidrio, metales, telas, cerámica fina del sur y el oeste. Siempre dispuesto a conocer a gente nueva, Carl recibía con esplendor a las personas de paso, e iba a las ferias y a las asambleas populares.

En esas asambleas él, que no pertenecía a la tribu, sólo observaba; pero después de las charlas de¡ día, las cosas se animaban alrededor de su puesto.

Sin embargo, los hombres se hacían preguntas, y las mujeres también. Llegaban noticias de que un hombre, gris pero sano, que nadie conocía formalmente de antes, aparecía a menudo entre otras tribus godas ...

Podía ser que sus ausencias fuesen la razón de que Jorith no se quedase inmediatamente encinta; o podría ser que ella era joven, apenas dieciséis inviernos, cuando fue a su cama. Pasó un año antes de que las señales fuesen inconfundibles.

Aunque sus náuseas iban en aumento, rebosaba de alegría. Nuevamente el comportamiento de Carl era extraño, porque parecía preocuparse menos de] niño que ella esperaba que de la salud de Jorith . Incluso vigilaba lo que comía, dándole frutas de tierras lejanas sin que importase la estación, aunque le prohibía tomar tanta sal como ella deseaba. Jorith obedecía con alegría, diciendo que eso demostraba que él la amaba.

Mientras tanto, la vida seguía en el vecindario, y la muerte. En los entierros y funerales nadie se atrevía a hablar con Carl; estaba demasiado cerca de lo desconocido. Por otra parte, los jefes de las casas que le habían elegido se sorprendieron cuando rechazó el honor de ser el hombre que mantendría relaciones con la próxima Reina de la Primavera.

Recordando lo que había hecho y lo que tenía de su parte, lo dejaron en paz.

Calor; cosecha; desolación; renacimiento; de nuevo verano, y Jorith llegó a su lecho de parturienta.

Sufrió durante mucho tiempo. Soportó con valor los dolores, pero las mujeres que la asistían se ponían más serias con el paso del tiempo. A los elfos no les hubiese gustado que un hombre estuviese presente en ese momento. Ya era bastante malo que Carl hubiese exigido una limpieza exagerada. Esperaban que supiese lo que hacía.

Carl esperaba en la sala principal de su casa. Cuando llegaron las visitas, tenía hidromiel y bebida dispuestos como debía ser, pero habló poco. Cuando se fueron a medianoche, no durmió sino que permaneció sentado a solas hasta el amanecer. De vez en cuando una comadrona o una asistenta venía a decirle cómo iba el parto. A la luz de la lámpara veían la mirada de Carl centrada en la puerta que siempre mantenía cerrada.

A finales del segundo día, la comadrona lo encontró con amigos. Entre ellos se hizo el silencio. Entonces, lo que llevaba entre los brazos

dejó escapar un quejido... y Winnithar un grito. Carl se puso en pie, con el rostro pálido.

La mujer se arrodilló frente a él, abrió la manta y sobre el suelo, a los pies de su padre, se encontraba un niño hombre, todavía cubierto de sangre pero agitando los brazos y llorando. Si Carl no ponía al niño sobre su rodillas, ella lo llevaría al bosque y lo abandonaría a los lobos. Él ni se molestó en ver si tenía algún defecto. Cogió la forma lloriqueante mientras decía:

—¿Jorith , cómo está Jorith ?

—Débil —dijo la comadrona—. Ve ahora con ella si así lo deseas.

Carl le devolvió a su hijo y se apresuró al dormitorio. Las mujeres que allí se encontraban se hicieron a un lado. Se inclinó sobre Jorith . Ella estaba pálida, cubierta de sudor, vacía. Pero cuando vio a su hombre alargó la mano e intentó sonreír.

—Dagoberto —susurró. Ése era el nombre, antiguo en su familia, que había deseado, si era niño.

—Dagoberto, sí —dijo Carl en voz baja. Aunque era indecoroso hacerlo frente a otros, se inclinó para besarla.

Ella cerró los párpados y se hundió sobre la paja.

—Gracias —salió de su garganta, apenas audible—. El hijo de un dios.

—No ...

De pronto Jorith se estremeció. Por un momento se agarró la frente. Volvió a abrir los ojos. Tenía las pupilas dilatadas y fijas. Perdió las fuerzas. Respiraba con dificultad.

Carl se enderezó, se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación. Frente a la puerta cerrada, sacó las llaves y entró. Cerró de un portazo tras él.

Salvalindis se acercó a su hija.

—Se muere —dijo con calma—. ¿Podrán salvarla sus brujerías? ¿Deberían?

La puerta prohibida volvió a abrirse. Carl salió, con otra persona. Se olvidó de cerrarla.

Los hombres miraron una cosa de metal. A algunos les recordaba lo que había volado sobre los campos de batalla. Se apiñaron más, agarraron amuletos o dibujaron signos en el aire.

El acompañante de Carl era una mujer, aunque vestida con pantalones de muchos colores y una túnica. Su rostro no era como ninguno que hubiesen visto: —ancho y de mejillas altas como las de los hunos, pero de nariz corta, de tono cobrizo dorado, bajo un pelo negro recto. Llevaba una caja.

Los dos corrieron al dormitorio.

—¡Fuera, fuera! —rugió Carl, y expulsó a las mujeres godas como hojas en una tormenta.

Él las siguió, y entonces recordó cerrar la puerta de su montura. Al darse la vuelta vio que todos lo miraban y retrocedían.

—No temáis —dijo con rapidez—. No hay peligro. He traído una mujer sabia para ayudar a Jorith .

Durante un rato todos permanecieron en silencio en la oscuridad.

La extraña salió y llamó a Carl. Algo en ella le arrancó un gemido. Se tambaleó hasta ella y ella lo agarró por el hombro y lo condujo a la habitación. De allí sólo salía silencio.

Después de un rato la gente oyó voces, la de él llena de furia y angustia, la de ella calmada y precisa. Nadie entendía la lengua.

Volvieron. Carl parecía haber envejecido.

—Está muerta —le dijo a los otros—. He cerrado sus ojos. Prepara el entierro y el banquete, Winnithar. Estaré de vuelta para entonces.

Él y la mujer sabia entraron en la habitación secreta. Dagoberto lloró en brazos de la comadrona.

2319

Salté a Nueva York en los años treinta del siglo xix porque conocía la base y a su personal. El joven de guardia insistió en las reglas, pero a él podía dominarlo. Realizó una llamada de emergencia pidiendo un médico de alto nivel. Resultó ser Kwei—fei Mendoza la que tuvo la oportunidad de responder, aunque nunca nos habíamos visto. No hizo más preguntas de las necesarias antes de unirse a mí en mi saltador y partir para el país de los godos. Más tarde, sin embargo, quiso que fuésemos los dos a su hospital, en la luna del siglo XXIV. No estaba en condiciones de protestar.

Me hizo tomar un baño caliente e irme a la cama. Una casco electrónico me ofreció muchas horas de sueño.

A su momento recibí ropa limpia, algo que comer (no vi qué), e instrucciones para llegar a su oficina. Tras una enorme mesa, me indicó que me sentase. Durante un par de minutos no hablamos.

Huyendo de la suya, mi mirada se movía por todas partes. La gravedad artificial que mantenía mi peso normal no hacía nada para que me sintiese en casa. No es que, a su modo, no fuese hermoso. El aire tenía un ligero olor a rosas y heno recién cortado. La alfombra era de un violeta intenso en la que brillaban puntos como estrellas. En la paredes fluían sutiles colores. Un ventanal, si era un ventanal, mostraba la grandeza de montañas, de un paisaje de cráteres en la distancia, del negro celeste pero presidido en lo alto por una Tierra casi llena. Me perdí en la visión de ese glorioso disco azul cubierto de retazos blancos. Jorith se había perdido allí, haría dos mil años.

—Bien, agente Farness —dijo al fin Mendoza en temporal, el lenguaje de la Patrulla—, ¿cómo se siente?

—Aturdido pero con la cabeza despejada —murmuré—. No. Como un asesino.

—Ciertamente debía haber dejado a esa niña en paz.

Forcé mi atención en su dirección y contesté:

—No era una niña. No en su sociedad, o en la mayor parte de la historia. La relación me ayudó mucho a conseguir la confianza de la comunidad, y por tanto en el avance de mi misión. No es que lo considerase con sangre fría, créame por favor. Estábamos enamorados.

—¿Qué opina su mujer de este asunto? ¿O nunca se lo ha dicho?

Mi defensa me había dejado demasiado cansado para que me ofendiese lo que por otra parte hubiese podido considerarse un atrevimiento.

—Sí, lo hice. Yo... le pregunté si le importaría. Ella lo consideró y decidió que no. Recuerde que habíamos pasado nuestros años de juventud en los sesenta y los setenta... No, claro, apenas habrá oído hablar de ello, pero fue un periodo de revolución en las costumbres sexuales.

Mendoza sonrió con tristeza.

—Las modas vienen y van.

—Mi mujer y yo hemos sido monógamos, pero más por preferencia que por principios. Y mire, siempre la visitaba. La amo de verdad.

—Y sin duda ella consideró que era mejor dejarle tener su aventura de mediana edad —respondió Mendoza.

Eso lo hirió.

—¡No era una aventura! Se lo he dicho, amaba a Jorith , la chica goda, y también la amaba a ella. —La tristeza le cerró la garganta—. ¿No había absolutamente nada que pudiese hacer?

Mendoza movió la cabeza. Tenía las manos sobre la mesa. Suavizó el tono:

—Ya se lo he dicho. Le contaré los detalles si lo desea. Los instrumentos, su funcionamiento no importa, mostraban un aneurisma de la arteria cerebral anterior. No era lo suficientemente grave para producir síntomas, pero el esfuerzo de un largo parto hizo que estallase. No hubiese sido adecuado revivirla después de sufrir un daño cerebral tan amplio.

—¿No podía repararlo?

—Bien, hubiésemos podido traer el cuerpo al futuro, volver a poner en marcha el corazón y los pulmones, y emplear técnicas de clonación neuronal para producir una persona que se pareciese a ella, pero hubiese tenido que aprenderlo casi todo desde el principio. Mi cuerpo no realiza ese tipo de operaciones, agente Farness. No es que no tengamos compasión, es simplemente que ya tenemos suficientes obligaciones ayudando a los agentes de la Patrulla y a sus... verdaderas familias. Si alguna vez empezamos a hacer excepciones no daríamos abasto. Y comprenda que tampoco hubiese recuperado a su amor. No la hubiese recuperado a ella.

Reuní la fuerza de voluntad que me quedaba.

—Supongamos que vamos al pasado de su embarazo —dije—. Podríamos traerla aquí, arreglar la arteria, borrar el viaje de su memoria, y devolverla para que viva una vida feliz.

—Eso son fantasías. La Patrulla no cambia lo que ha sido. Lo preserva.

Me hundí aún más en la silla. Los contornos variables pretendían en vano consolarme.

Mendoza volvió a hablar.

—Pero no sienta demasiada pena —dijo—. No podía saberlo. Si la chica se hubiese casado con otro, como así habría hecho, el final hubiese sido el mismo. Tengo la impresión de que la hizo más feliz que a la mayoría de las mujeres de esa época.

Su tono ganó fuerza:

—Pero usted, usted se ha causado una herida que tardará en cicatrizar. Nunca lo hará a menos que resista la suprema tentación de volver continuamente a la vida de ella, para verla, para estar con ella. Eso está prohibido, bajo penas muy duras, y no sólo por los riesgos que pudiese traer al flujo temporal. Rompería su espíritu, incluso su mente. Y le necesitamos. Su esposa lo necesita.

—Sí —conseguí decir.

—Ya será muy duro observar cómo sus descendientes sufren lo que deben sufrir. Me pregunto si no debería dejar por completo su proyecto.

—No. Por favor.

—¿Por qué no? —me preguntó.

—Porque... porque no puedo abandonarlos, como si Jorith hubiese muerto en vano.

—Eso lo tendrán que decidir sus superiores. Como mínimo recibirá una dura reprimenda, porque ha estado muy cerca del agujero negro. Nunca más vuelva a interferir como lo ha hecho. —Mendoza hizo una pausa, me miró, se frotó la barbilla, y murmuró—: A menos que ciertas acciones resulten necesarias para restaurar el equilibrio... Pero ése no es mi terreno.

Su mirada me devolvió la tristeza. De pronto se inclinó sobre la mesa, hizo un gesto y dijo:

—Escúchame, Carl Farness. Me van a preguntar mi opinión sobre tu caso. Por eso te he traído aquí, y porque quiero que estés aquí una semana o dos... para tener una mejor idea. Pero ya, ¡y no eres único, amigo mío, en millones de años de operaciones de la Patrulla!, ya he empezado a verte como un tipo decente, que puede haber cometido errores pero en su mayoría por inexperiencia.

»Sucede, ha sucedido, sucederá, una y otra vez. El aislamiento, a pesar de viajes a casa y relaciones con compañeros como yo. Confusión, a pesar de los cuidadosos preparativos; choque cultural; impacto humano. Presenciaste lo que para ti eran crueldad, pobreza, maldad, ignorancia, tragedia innecesaria, peor aún, insensibilidad, brutalidad, injusticia, masacres. No podías enfrentarte a ello sin que te hiciese daño. Tenías que asegurarte de que los godos no eran peores que tú, sólo diferentes; y tenías que ver más allá de esa diferencia hasta la identidad subyacente; y luego debías intentar ayudar, y durante el proceso encontraste de pronto una puerta abierta a algo hermoso y maravilloso...

»Sí, es inevitable que muchos viajeros temporales, incluidos los patrulleros, formen lazos. Realizan acciones y en ocasiones son íntimas. Normalmente no es una amenaza. ¿Qué importa la precisa, oscura y remota ascendencia de una figura clave? El continuo cede pero se recupera. Si no se superan los límites de tensión, la pregunta de si esas pequeñas acciones cambian el pasado o han sido «siempre» parte del pasado deja de tener sentido y no se puede responder.

»No te sientas culpable, Famess —terminó diciendo—. También me gustaría empezar tu recuperación en ese aspecto, así como la de tu pena. Eres un agente de campo de la Patrulla del Tiempo; no será ésta la última vez que tengas que llorar.

302-330

Carl mantuvo su palabra. Callado como una piedra, se apoyó en su lanza y observó mientras su pueblo dejaba a Jorith sobre la tierra y amontonaba un túmulo. Después, él y su padre recordaron su memoria con un festín al que invitaron a todos los vecinos, y que duró tres días. Hablaba sólo cuando le hablaban, aunque en esas ocasiones era amable a su modo señorial. Aunque no intentó apagar la alegría de nadie, esa fiesta fue más tranquila de lo habitual.

Una vez que su hubieron ido los invitados, y Carl se encontraba sentado a solas con Winnithar, le dijo al jefe guerrero:

—Mañana yo también me iré. No me verás a menudo.

—¿Has hecho lo que habías venido a hacer?

—No, todavía no.

Winnithar no preguntó de qué se trataba. Carl suspiró y añadió:

—En la medida en que lo permita Weard, tengo la intención de cuidar de tu casa. Pero quizá no sea suficiente.

Con la aurora se despidió y se alejó. La niebla era pesada y fría, y pronto lo ocultó a ojos de los hombres.

En los años siguientes crecieron las historias. Algunos creían haber entrevisto la alta forma en el crepúsculo, entrando en la tumba como si tuviese una puerta. Otros decían que no; él se la había llevado de la mano. Los recuerdos que tenían de él pronto perdieron humanidad.

Los abuelos de Dagoberto se ocuparon del bebé, encontraron una mujer que le diese de mamar y lo criaron como si fuese suyo. A pesar de su extraña concepción, no se le apartó ni se dejó que creciese solo. En lugar de eso, la gente consideraba que valía la pena tener su amistad, porque podría estar destinado a grandes obras... por lo que debería aprender honor y modales adecuados, así como las habilidades de un guerrero, cazador y marido. Los hijos de dioses no eran desconocidos.

Se convertían en héroes, o en mujeres sabias y hermosas, pero sin embargo eran mortales.

Después de tres años, Carl vino de visita. Mientras miraba a su hijo, murmuró:

—Cómo se parece a su madre.

—Sí, en el rostro —admitió Winnithar—, pero no le falta masculinidad; eso ya está claro, Carl.

Ya nadie más se atrevía a hablarle al Errante por ese nombre... ni tampoco por el nombre que suponían era el correcto. Cuando bebían, hacían lo que él deseaba, contando historias y versos que habían oído hacía poco. Él preguntaba de dónde venían, y ellos podían indicarle un bardo o dos, a los que él decía que visitaría. Lo hacía, después, y los hacedores se consideraban afortunados por haber llamado su atención. Por su parte, contaba cosas asombrosas de lugares lejanos. Pero ahora se iba pronto, para no dejarse ver en años.

Mientras tanto Dagoberto creció de prisa, un muchacho rápido, alegre y guapo, y querido por todos. Tenía doce años cuando acompañó a sus medio hermanos, los dos hijos mayores de Winnithar, en un viaje al sur con una tripulación de comerciantes. Allí pasaron el invierno, y regresaron en primavera llenos de maravillas. Sí, más allá había tierras que conquistar, ricas, amplias, bañadas por el río Dniéper que hacía que el Vístula pareciese un arroyuelo. En los valles del norte había espesos bosques, pero más al sur se abría el campo, pastos para ganado y bandadas, esperando como una novia el arado del granjero. Quien las poseyese también se sentaría en medio de un flujo de bienes de los puertos del mar Negro.

Y sin embargo, no muchos godos se habían trasladado hasta allí. Eran las tribus del oeste las que habían realizado el viaje realmente grande, al Danubio. Allí se encontraban en la frontera de Roma, lo que implicaba algo de trueque. Por lo negativo, si hubiese una guerra, los romanos seguían siendo formidables... especialmente si podían dar fin a sus luchas civiles.

El Dniéper fluía saliendo del Imperio. Cierto, los hérulos habían venido del norte y se habían establecido entre las costas del Azov: hombres salvajes que sin duda causarían problemas. Pero por ser seres tan brutales, que se negaban a llevar cotas o luchar en formación, eran menos terribles que los vándalos. Igualmente cierto era que al norte y al este se encontraban los hunos, jinetes, criadores de ganado, similares a los trols en su fealdad, suciedad y sed de sangre. Se decía que eran los más terribles guerreros de todo el mundo. Pero más gloria tenía derrotarlos si atacaban; y una liga goda podía derrotarlos, porque estaban divididos en clanes y tribus, tan dispuestos a luchar entre sí como a atacar granjas y ciudades.

Dagoberto estaba dispuesto a partir, y sus hermanos ansiosos. Winnithar aconsejó prudencia. Mejor aprender más antes de realizar un movimiento que no pudiese deshacerse. Además, llegada la hora, no deberían ir unas cuantas familias, fáciles de atacar, sino juntos, con toda su fuerza. Parecía sin embargo que pronto sería posible.

Porque ésos eran los días en que Geberico de la tribu greutunga estaba reuniendo a los godos del este. Algunos habían luchado y habían sido derrotados, otros habían sido ganados con palabras, ya fuesen amenazas o promesas. Entre estos últimos se encontraban los tervingos, que en el decimoquinto año de Dagoberto saludaron a Geberico como su rey.

Eso significaba que le pagaban tributo, lo que no era mucho; enviaban hombres a luchar con él cuando quería, a menos que fuese la estación de la siembra o la cosecha, y obedecían las leyes que la Gran Asamblea declaraba para todo el reino. A cambio, ya no tenían que temer a los godos que se habían unido a él, sino que tenían su ayuda contra los enemigos comunes; el comercio floreció, y ellos mismos enviaban cada año hombres a la Gran Asamblea para hablar y votar.

Dagoberto se portó bien en las guerras del rey. En las pausas, viajaba al sur como capitán de las guardias de las bandas de comerciantes ambulantes. Allí veía todo lo posible y aprendía mucho.

De alguna forma, las raras visitas de su padre siempre tenían lugar cuando estaba en casa. El Errante le daba bonitos regalos y sabios consejos, pero la charla entre ellos era incómoda, porque ¿qué podía decir un joven a alguien como él?

Dagoberto hacía sacrificios en el altar que Winnithar había construido donde antes se alzaba la casa en la que había nacido el muchacho. Winnithar había quemado la casa, para que ella tuviese paredes en las que apoyarse. De forma extraña, era en ese lugar sagrado donde el Errante prohibía el derramamiento de sangre. Sólo podían ofrecerse los primeros frutos de la tierra. Creció la leyenda de que las manzanas arrojadas al fuego frente a la piedra se convertían en las Manzanas de la Vida.

Cuando Dagoberto era ya todo un hombre, Winnithar le buscó una esposa. Era Waluburga, una doncella fuerte y atractiva, hija de

Optaris de Staghom Dale, que era el segundo hombre más poderoso entre los tervingos. El Errante bendijo la unión con su presencia.

También estaba allí cuando Waluburga tuvo su primer hijo, un muchacho al que llamaron Tharasmund. En el mismo año nació el primer hijo del rey Geberico que vivió hasta hacerse un hombre, Ermanarico.

Waluburga fue fértil y le dio a su hombre hijos sanos. Pero Dagoberto seguía inquieto; la gente decía que tenía la sangre de su padre, y que oía continuamente la llamada del viento en el borde del mundo. Cuando volvió de su viaje al sur, trajo noticias de que un señor romano llamado Constantino había finalmente derrotado a sus rivales y se había convertido en amo de todo el Imperio.

Puede que eso enardeciese a Geberico, aunque el rey ya había avanzado mucho. Pasó algunos años más reuniendo a los godos del este; luego los convocó para seguirle y acabar de una vez con la peste vándala.

Dagoberto ya había decidido que se trasladaría al sur. El Errante le había dicho que no estaría del todo mal; era el destino de los godos, y bien podía ir primero para reservar un buen trozo. Lo habló con terratenientes grandes y pequeños, porque sabía que su abuelo tenía razón en lo referente a la fuerza. Pero cuando llegó la flecha de guerra, su honor le obligaba a obedecer. Cabalgó a la cabeza de un centenar de hombres.

Fue una lucha terrible, que terminó en una batalla que engordó a lobos y cuervos. Allí cayó el rey vándalo Visimar. Allí también murió el hijo mayor de Winnithar, que había esperado irse con Dagoberto. Él sobrevivió, sin ni siquiera recibir una herida seria, y ganó fama por su valor. Algunos dijeron que el Errante había cuidado de él en el campo de batalla, matando a sus enemigos, pero eso lo negó.

—Mi padre estaba allí, sí, para acompañarme en la noche antes de la última batalla... nada más. Hablamos de muchas cosas extrañas. Le pedí que no me rebajase luchando por mí, y él dijo que no era ése el deseo de Weard.

El resultado fue que los vándalos fueron derrotados, superados y obligados a dejar sus tierras. Después de vagar de un lado a otro durante varios años, más allá del Danubio, peligrosos pero destrozados, buscaron el permiso del emperador Constantino para asentarse en su territorio. Deseoso de tener buenos guerreros cuidando sus fronteras, los dejó cruzar a Panonia.

Mientras tanto, Dagoberto se encontró como líder de los tervingos, por su matrimonio, su herencia, y el nombre que se había ganado. Pasó un tiempo preparándolos y luego los llevó al sur.

Pocos se quedaron atrás, así de reluciente era la esperanza. Entre los que se quedaron estaban Winnithar y Salvalindis. Cuando los carromatos se hubieron alejado, el Errante buscó a esos dos, una última vez, y fue amable con ellos, en honor a lo que habían sido y por el honor de la que dormía junto al río Vístula.

1980

Manse Everard no fue el oficial que me pasó por el fuego, y apenas aceptó dejarme continuar con la misión.... aceptó a regañadientes, a petición sobre todo de Herbert Ganz, porque no había nadie que pudiese reemplazarme. Everard tenía sus razones para hacerlo. Con el tiempo se hicieron evidentes, así como el hecho de que había estado estudiando mis informes.

Entre el siglo IV y el XX, habían pasado unos dos años de mi tiempo vital personal desde la muerte de Jorith. Mi pena se había convertido en melancolía —¡si ella hubiese podido tener algo más de la vida que tanto amaba y que hacía adorable!— excepto de vez en cuando, cuando se levantaba con toda su fuerza y golpeaba de nuevo. Con su actitud tranquila, Laurie me había ayudado a aceptarlo. Nunca antes había comprendido la maravillosa persona que era.

Estaba en casa de permiso, en Nueva York, 1932, cuando Everard me llamó y me pidió otra entrevista.

—Sólo unas preguntas, un par de horas de interrogatorio —dijo—, y después podemos salir. Tu esposa también, por supuesto. ¿Habéis visto a Lola Montez? Tengo entradas, París, 1843.

En el futuro era invierno. La nieve caía al otro lado de la ventana de su apartamento, creando para nosotros una caverna de quietud blanca. Me dio un combinado y me preguntó qué música me gustaba. Nos pusimos de acuerdo en una interpretación de koto por un artista del Japón medieval cuyo nombre los cronistas habían olvidado pero que era el mejor que hubiese vivido nunca. El viaje en el tiempo tiene sus recompensas además de sus pesares.

Everard se enfrascó en preparar y encender su pipa.

—Nunca presentaste un informe sobre tu relación con Jorith —dijo en un tono casi casual—. Sólo salió en el curso de la investigación, después de que fueses a buscar a Mendoza. ¿Por qué?

—Era... personal —contesté—. No me parecía que fuese asunto de nadie más. Oh, en la Academia nos advirtieron sobre ese tipo de cosas, pero las regulaciones realmente no lo prohíben.

Mirando su cabeza oscura e inclinada, supe extrañamente que debía haber leído todo lo que yo llegaría a escribir. Conocía mi futuro personal como yo sólo lo conocería cuando lo hubiese vivido. Rara vez se renuncia a la regla que impide a un agente conocer su destino; un bucle casual sería el resultado menos desagradable que podría surgir de ese acto.

—Bien, no tengo intención de repetir la reprimenda que te han dado —dijo Everard—. De hecho, entre nosotros dos, creo que el coordinador Abdullab se pasó de riguroso. Los agentes deben poder actuar a su propia discreción, o nunca harían su trabajo, y muchos de ellos se han acercado más a los límites que tú.

Pasó un minuto avivando el tabaco antes de continuar, por entre la neblina azul:

—Sin embargo, me gustaría preguntarte un par de detalles. Más para conocer tu reacción que por una firme convicción filosófica... aunque admito sentir curiosidad. Comprende que así quizá pueda darte algunos consejos de procedimiento. Yo no soy un científico, pero he andado mucho por la historia, la prehistoria e incluso la posthistoria.

—Eso está claro —admití con gran respeto.

—Bien, vale, para empezar, lo más evidente. Al principio, interviniste en una guerra entre godos y vándalos. ¿Cómo lo justificas?

—Contesté a esa pregunta en la investigación, señor.. Manse. Sabía que no podía matar a nadie, ya que mi vida nunca corrió peligro. Ayudé en la organización, recogí información e inspiré temor en el enemigo: volando en antigravedad, arrojando ilusiones y proyectando rayos subsónicos. En todo caso, produciendo el pánico, salvé vidas en ambos bandos. Pero mi razón esencial era que había invertido mucho esfuerzo, esfuerzo de la Patrulla, estableciendo una base en la sociedad que se suponía debía estudiar, y los vándalos amenazaban con destruir esa base.

—¿No temías provocar un cambio en el futuro?

—No. Oh, quizá debía haberlo considerado con mayor cuidado, y haber buscado la opinión de expertos antes de actuar. Pero parecía un caso sacado de un libro de texto. Los vándalos estaban montando una escaramuza a gran escala. La historia no la registra. El resultado era insignificante... excepto para los individuos, varios de los cuales eran importantes para la misión y para mí. Y en cuanto a la vida de esos individuos, y la línea de descendencia que comencé en ese punto, no son más que pequeñas fluctuaciones estadísticas en el acervo genético. Pronto desaparecerán.

Everard frunció el ceño.

—Me estás dando el argumento habitual, Carl, igual que hiciste con el comité investigador. Por ahí te escapaste. Pero hoy no te molestes. Lo que quiero que sepas, no en tu cerebro sino en el fondo de tu alma, es que la realidad nunca se ajusta a los libros de texto, y en ocasiones es muy diferente.

—Creo que empiezo a entenderlo. —Mi humildad era real—. En la vida que he estado siguiendo en el pasado. No tenemos derecho a ocupar sus vidas, ¿no?

Everard sonrió, y yo me sentí con libertad para saborear un largo trago de mi copa.

—Bien. Dejemos los aspectos generales y pasemos a los detalles de lo que buscas. Por ejemplo, les diste a los godos cosas que no tendrían sin ti. Los regalos físicos no son preocupantes; se corroerán, pudrirán o se perderán con rapidez. Pero los relatos del mundo y las historias de culturas extranjeras...

—Tenía que ser interesante, ¿no? ¿Por qué si no iban a recitarme viejas historias ya conocidas?

—Humm, claro. Pero mira, ¿lo que les contaste no pasaría a su folclore, alterando eso que fuiste a investigar?

Me permití reír.

—No. En ese aspecto hice que realizasen algunos cálculos psicosociales, y los empleé como guía. Resulta que las sociedades de ese tipo tienen una memoria colectiva muy selectiva. Recuerda, son analfabetos, y viven en un mundo mental en el que las maravillas son comunes. Lo que dije, por ejemplo, sobre los romanos, simplemente añadía detalles a la información que ya tenían por los viajeros; y esos detalles pronto se perderán en el ruido general de su concepto sobre Roma. Y en cuanto al material más exótico, bien, ¿qué era alguien como Cuchulainn sino un héroe predestinado más, de los que ya habían oído multitud de historias? ¿Qué era el Imperio Han sino un reino fabuloso más allá del horizonte como otros? Mis oyentes inmediatos se quedaban impresionados; pero luego se lo pasaban a otros, que lo mezclaban todo con las sagas ya existentes.

Everard asintió.

—Humm. —Fumó un poco. De pronto—: ¿Y tú? No eres un montón de palabras; eres una persona concreta y enigmática que sigue apareciendo entre ellos. Te propones hacerlo durante generaciones. ¿Vas a montar un negocio de dios?

Aquélla era una pregunta difícil para la que me había preparado durante mucho tiempo. Dejé que otro trago me recorriese la garganta y calentase mi estómago antes de contestar, lentamente:

—Sí, eso me temo. No es que lo pretendiese o quisiese, pero parece haber sucedido.

Everard apenas se agitó. Con la morosidad de un león, habló:

—¿Y sostienes que eso no representa ninguna diferencia histórica?

—Sí. Escúchame por favor. Nunca dije ser un dios, o exigí prerrogativas divinas, o algo similar. Ni me propongo hacerlo. Simplemente ha pasado. En la naturaleza del caso, llegué solo, vestido como un viajero pero no como un mendigo. Llevaba una lanza porque ésa era el arma normal para un hombre a pie. Al ser del siglo xx, soy más alto que la media del siglo iv, incluso entre los nórdicos. Tengo el pelo y la barba grises. Contaba historias, describía lugares lejanos, y, sí, volé por los aires y metí el miedo en el corazón del enemigo... no podía evitarlo. Pero no, repito, no establecí una nueva deidad. Simplemente encajaba en una imagen que llevaban mucho tiempo adorando, y en el curso del tiempo, en una generación o dos, llegaron a asumir que se trataba de mí.

—¿Cuál es su nombre?

—Wodan, entre los godos. Relacionado con el Wotan de los germanos, el Woden inglés, el Wons frisio, etcétera. La versión escandinava tardía es la más conocida: Odín.

Me sorprendí de ver a Everard sorprendido. Bien, evidentemente los informes que había presentado al brazo guardián de la Patrulla eran mucho menos detallados que las notas que reunía para Ganz.

—¿Humm? ¿Odín? Pero tenía un solo ojo, y era el dios jefe, lo que supongo que no eres... ¿O lo eres?

—No. —Qué agradable era recuperar los hábitos de profesor—. Piensas en las Eddas, el Odín vikingo. Pero él pertenece a una era diferente, siglos después y cientos de millas al noroeste.

»Para mis godos, el dios jefe, como tú dices, es Tlwaz. Se remonta directamente al viejo panteón indoeuropeo, junto con los Anses, en oposición a las deidades telúricas aborígenes como los Wanes. Los romanos identificaron a Tiwaz con Marte, porque era el dios de la guerra, pero era también mucho más.

»Los romanos pensaban que Donar, que los escandinavos llamaban Thor, debía ser Júpiter, porque controlaba la meteorología; pero para los godos, era un hijo de Tiwaz. Igual con Wodan, a quien los romanos identificaban con Mercurio.

—Así que la mitología evoluciona con el paso del tiempo, ¿no? —comentó Everard.

—Exacto —dije—. Tiwaz quedó reducido a Tyr de Asgard. De él quedó poco recuerdo, excepto que había perdido una mano atando al Lobo que destruirá el mundo. Sin embargo, Tyr como nombre común es sinónimo de «dios» en nórdico antiguo.

»Mientras, Wodan, u Odín, cobró importancia hasta convertirse en el padre del resto. Creo, aunque esto es algo que algún día tendremos que investigar, que se debió a que los escandinavos se volvieron muy guerreros. Un guía de los muertos, que también había adquirido rasgos chamánicos por la influencia finesa, era el culto natural para guerreros aristocráticos; él los llevaba al Valhala. En eso, Odín era más popular en Dinamarca y quizá Suecia. En Noruega y la colonia de Islandia, Thor era más importante.

—Fascinante. —Everard suspiró—. Queda más por saber de lo que cualquiera de nosotros vivirá para aprender.. Bien, pero háblame más de la figura de Wodan en la Europa oriental del siglo IV.

—Todavía tiene dos ojos —le expliqué—, pero ya tiene el sombrero, la capa y la lanza, que realmente es un cayado. Es el Errante. Por eso los romanos pensaron que debía ser Mercurio con un nombre diferente, de igual forma que consideraron al griego Hermes. Todo se remonta a las primeras tradiciones indoeuropeas. Se encuentran rastros en la India, Persia y los mitos celtas y eslavos... pero estos últimos son los que tienen registros más pobres. Con el tiempo, mi servicio será...

,Es igual. Wodan—Mercurio—Hermes es el Errante porque es el dios del viento. Eso le lleva a convertirse en el patrón de viajeros y comerciantes. Viajando tanto, debe de haber aprendido mucho, así que también se le asocia con la sabiduría, la poesía... y la magia. Esos atributos se unen a la idea de los muertos cabalgando el viento nocturno... se combinan para convertirlo en el que guía a los muertos hasta el otro mundo.

Everard sopló un anillo de humo. Lo siguió con la mirada, como si encontrase algún símbolo en su agitación.

—Parece que te has asociado con una imagen muy fuerte —dijo en voz baja.

—Sí —admití—. Te repito que no era mi intención. En todo caso, complica exageradamente mi misión. Y claro que tendré cuidado. Pero... es un mito que ya existía. Había incontables historias sobre la aparición de Wodan entre los hombres. Que la mayoría fuesen fábulas, mientras que unas pocas relataban acontecimientos que sucedieron realmente... ¿qué importancia tiene?

Everard chupó con fuerza la pipa.

—No lo sé. A pesar de mi examen de este episodio, en toda su extensión, no lo sé. Quizá nada, ninguna importancia. Y sin embargo he aprendido a tener cuidado con los arquetipos. Tienen más poder del que haya medido ninguna ciencia en la historia. Por eso te he estado preguntado sobre cosas que deberían ser evidentes para mí. En el fondo, no lo son.

Realmente agitó los hombros más que encogerlos.

—Bien—gruñó—, no importa la metafísica. Fijemos un par de detalles y vayamos a buscar a tu mujer y a mi cita para divertirnos.

337

Durante todo ese día, ardió la batalla. Una y otra vez los hunos se lanzaron contra las defensas godas, como olas tormentosas que golpeasen un acantilado. Las flechas oscurecían el cielo donde se alzaban las lanzas, se agitaban los estandartes, la tierra se agitaba por el estruendo de los cascos, y los jinetes cargaban. Guerreros a pie, los godos se mantenían firmes en sus formaciones. Las picas se apresuraban al frente, las espadas, hachas y picos relucían, los arcos se tensaban y las hondas volaban, los cuernos rugían. Cuando llegaba el momento, los gritos profundos contestaban a los agudos gritos de guerra de los hunos. Después fueron puñaladas, jadeos, sudor, matanza y muerte. Cuando los hombres caían, pies y cascos destrozaban los torsos y convertían la carne en una ruina roja. El hierro alborotaba en los cascos, vibraba en las mallas, golpeaba la madera de los escudos y el cuero endurecido de las corazas. Los caballos se revolcaban y gritaban, con las gargantas atravesadas o los jarretes paralizados. Los hombres heridos gruñían e intentaban atacar o luchar. Rara vez alguien estaba seguro de a quién había golpeado o quién le había atacado. La locura te llenaba, te dominaba, oscurecía el mundo.

En una ocasión los hunos rompieron una línea enemiga. Rugieron de alegría mientras dirigían las monturas para atacar desde atrás. Pero como venida de ninguna parte, una nueva tropa goda cayó sobre ellos, y fueron ellos los atrapados. Pocos escaparon. Normalmente, los capitanes hunos que veían fallar una carga hacían sonar inmediatamente la retirada. Los jinetes estaban bien entrenados; se situaban lejos del alcance de los arcos, y durante un rato la multitud tomaba aliento, apaciguaba la sed, cuidaba de los heridos, y se miraba a lo ancho del campo de batalla.

El sol se hundió en el oeste, de color rojo sangre sobre el cielo verdoso. Su luz se reflejaba en el río y en las alas de los carroñeros que daban vueltas en lo alto. Las sombras sobre la hierba argentina eran largas, trepaban por los valles convirtiendo los árboles en montones negros y sin forma. Una ligera brisa fría recorría la tierra manchada de sangre, agitando el pelo de los cadáveres entre el trigo, silbando como si desease llamarlos.

Resonaron los tambores. Los hunos formaron escuadrones. Sonó una última trompeta y realizaron su último asalto.

Aunque estaban mortalmente cansados, los godos resistieron, y cosecharon hombres por centenares. Ciertamente Dagoberto había montado bien su trampa. Cuando tuvo las primeras noticias del ejercito invasor —que asesinaba, violaba, saqueaba y quemaba— convocó a su gente para unirse bajo un estandarte común. No sólo los tervingos, también los colonos vecinos prestaron atención. Atrajo a los hunos hasta esa hondonada que llevaba al Dniéper, donde la caballería tenía poco espacio, antes de que sus fuerzas principales cayesen sobre las crestas a cada lado y bloqueasen la retirada.

Su pequeño escudo redondo estaba hecho añicos. Tenía el casco abollado, la malla rota, la espada mellada, el cuerpo convertido en una única contusión. Pero aun así estaba de pie al frente del centro godo, y sobre él volaba su estandarte. Cuando llegó el ataque, se movió como un gato montés.

El caballo era enorme. Vio al hombre que lo montaba: bajo pero ancho, cubierto con pieles apestosas bajo la escasa armadura que llevaba, la cabeza afeitada exceptuando una cola, la fina barba en trenzas, una cara de gran nariz que era odiosa por el dibujo de las cicatrices. El huno portaba una única hacha de mano. Dagoberto se apartó mientras los cascos golpeaban el suelo. Atacó, y en el camino se encontró con la otra arma. Resonó el acero. Las chispas saltaron en el crepúsculo. Dagoberto deslizó la hoja a un lado y golpeó la cadera del jinete. Hubiese sido un corte mortal si la hoja hubiese estado afilada. Como estaba, salió sangre. El huno se quejó y atacó de nuevo. Dio de lleno al casco godo. Dagoberto se tambaleó. Recuperó el equilibrio... y su enemigo había desaparecido, atrapado en el remolino de la batalla.

Desde otro caballo, de pronto frente a él, saltó una lanza. Dagoberto, medio atontado, la recogió entre cuello y hombro. El huno lo vio hundirse, y presionó sobre el agujero abierto en las líneas godas. Desde el suelo, Dagoberto lanzó su espada. Golpeó al huno en el brazo y le hizo soltarla lanza. El compañero de Dagoberto más cercano lo golpeó con una pica. El huno cayó. El cuerpo salió arrastrado por el estribo.

De pronto ya no hubo lucha. Desorganizados, aterrados, los enemigos que quedaban con vida huían. No como un grupo, sino cada uno por sí mismo, salieron en estampida.

—A por ellos —pudo decir Dagoberto desde donde estaba—. Que no quede ni uno libre... vengad nuestros muertos, haced que nuestra tierra sea segura... —Débil, golpeó el talón del que portaba su estandarte. El hombre llevó el estandarte por delante, y los godos lo siguieron, matando, matando. Ciertamente pocos fueron los hunos que regresaron a casa.

Dagoberto se agarraba el cuello. La punta había penetrado por la derecha. La sangre salía a borbotones. El estruendo de la guerra se desplazó. Más cerca se oían los gritos de los tullidos, hombres y caballos, y de los cuervos que volaban bajo. Ésos también se fueron apagando. Buscó con los ojos la última luz del sol.

El aire se estremeció y resplandeció. El Errante había llegado.

Desmontó de su extraña cabalgadura, se arrodilló sobre el barro, puso la manos sobre la herida de su hijo.

—Padre —susurró Dagoberto, un gorjeo entre la sangre que le llenaba la boca.

La angustia cubrió el rostro que recordaba como serio y remoto.

—No puedo salvarte... no podría... ellos no lo harían... —farfulló el Errante.

—¿Hemos... ganado?

—Sí. Os libraréis de los hunos durante muchos años. Obra tuya.

El godo sonrió.

—Bien. Ahora llévame lejos, padre...

Carl sostuvo a Dagoberto entre sus brazos hasta que le llegó la muerte, y mucho tiempo después.

1933

—¡Oh, Laurie!

—Calla, querido. Tenía que ser.

—¡Mi hijo, mi hijo!

—Acércate. No temas llorar.

—Pero era tan joven, Laurie.

—De todas formas un hombre adulto. No abandonarás a sus hijos, a tus nietos. ¿Verdad?

—No, nunca. Pero ¿qué puedo hacer? Dime qué puedo hacer por ellos. Están condenados, los descendientes de Jorith morirán, no puedo cambiar eso, ¿cómo puedo ayudarlos?

—Más tarde pensaremos en eso, querido. Primero, por favor, descansa, tranquilízate, duerme.

337-344

Tharasmund había cumplido su decimotercer invierno cuando su padre Dagoberto cayó en batalla. Sin embargo, después de enterrar a su líder en un túmulo en lo alto de una colina, los tervingos vitorearon al muchacho como su jefe guerrero. Era poco más que un mozalbete, aunque prometedor, pero no aceptarían el mando de ninguna otra casa más que la suya.

Además, después de la batalla del Dniéper, no esperaban ningún

peligro en el mañana. Habían derrotado a la alianza de varias tribus hunas. El resto no tendría prisa en atacar a los godos, ni los hérulos. Cualquier guerra que se luchase sería probablemente lejos, y no en defensa sino en nombre del rey Geberico. Tharasmund tendría tiempo para crecer y aprender. Más aún, ¿no dispondría del favor y el consejo de Wodan?

Waluburga, su madre, volvió a casarse, con un hombre llamado Ansgar. Ocupaba una posición por debajo de la de ella, pero tenía dinero y no estaba deseoso de poder. Juntos gobernaron bien sus tierras y fueron buenos líderes de su gente hasta la mayoría de edad de Tharasmund. Si siguieron haciéndolo después de esa fecha, antes de retirarse a vivir con tranquilidad, fue por expreso deseo del muchacho. La inquietud de sus antepasados también estaba en él, y quería libertad para viajar.

Eso estaba bien, porque en esos días se producían muchos cambios en el mundo. Un jefe guerrero debía conocerlos antes de tener esperanzas de tratar con ellos.

Roma se encontraba una vez más en paz consigo misma, aunque antes de morir Constantino había dividido el Imperio entre Occidente y Oriente. Para el trono oriental había elegido Bizancio, cambiándole el nombre por el suyo propio. Creció con rapidez en tamaño y riqueza. Después de una derrota, los visigodos firmaron un tratado con Roma y el tráfico por el Danubio se incrementó.

Constantino habla declarado que Cristo era el único dios del estado. Los representantes de la fe llegaban hasta muy lejos. Más y más godos del oeste se convertían. Lo que disgustaba mucho a los que permanecieron con Tiwaz y Frija. No sólo podían enfurecerse los antiguos dioses y traer desgracias sobre los desagradecidos; aceptar al nuevo dios abría las puertas al dominio de Constantinopla, lentamente pero sin tener que levantar más espadas. Los cristianos argumentaban que eso contaba menos que la salvación; además, desde un punto de vista global, era mejor formar parte del Imperio que quedarse fuera. Año tras año creció la amargura entre facciones.

Al estar tan lejos, los ostrogodos tardaron en saber de esos asuntos. Los cristianos que había entre ellos eran en su mayoría esclavos traídos de zonas orientales. Había una iglesia en Olbia, pero era para el uso de los comerciantes romanos; de madera, pequeña y pobre cuando se la comparaba con los antiguos templos de mármol, aunque éstos ahora estaban vacíos. Sin embargo, al incrementarse el comercio, los habitantes del interior empezaron a encontrarse con los cristianos, algunos de ellos sacerdotes. Aquí y allá, las mujeres libres recibían el bautismo, y algunos hombres.

Los tervingos no estaban dispuestos a aceptarlo. Les iba bien con sus dioses, así como a todos los godos del este. Los extensos acres producían riquezas, así como el truque entre norte y sur, y también su parte de¡ tributo pagado por la gente que el rey había conquistado.

Waluburga y Ansgar construyeron una nueva residencia digna del hijo de Dagoberto. Se levantó en la orilla derecha del Dniéper, sobre una elevación que miraba los reflejos del río, entre el viento que agitaba la hierba y los cultivos, soportes de madera en los que anidaban los pájaros para cubrir el cielo. Sobre sus aguilones se alzaban dragones tallados; sobre, las puertas se entrecruzaban cuernos de alce y toro; las columnas interiores sostenían las imágenes de los dioses; excepto la de Wodan, que cerca tenía un lugar sagrado ricamente engalanado. Otros edificios aparecieron a su alrededor: hasta que el asentamiento casi pudo considerarse una villa. La vida estallaba a su alrededor, hombres, mujeres, niños, caballos, sabuesos, carromatos, armas, sonidos de charla, risas, canciones, pisadas sobre el empedrado, martillos, sierras, ruedas, fuegos, juramentos y, de vez en cuando, el sollozo de alguien. Un cobertizo cerca de] agua guardaba una nave, cuando no estaba viajando lejos, y el muelle a menudo daba la bienvenida a naves que recorrían la corriente con sus maravillosas cargas.

A la residencia la llamaron Heorot, porque el Errante, con triste sonrisa, había dicho que ése era el nombre de un famoso lugar al norte, Venía cada pocos años, unos cuantos días cada vez, para escuchar lo que hubiese que escuchar.

Tharasmund creció mas oscuro que su padre, de pelo castaño, de huesos, rasgos y alma más pesados. Los tervingos no opinaban que eso fuese malo. Que queme pronto sus ansias de aventuras, y que aprenda como lo hizo su padre; luego se quedaría en casa y los dirigiría con sabiduría. Creían que iban a necesitar a un hombre firme como líder. Les llegaban historias de un rey que estaba reuniendo a los hunos como Geberico había hecho con los ostrogodos. Las noticias de la región natal al norte decían que el hijo de Geberico, y su probable sucesor, Ermanarico, era cruel y autoritario. Además, lo más seguro era que pronto la familia real se trasladase al sur fuera de los pantanos y la humedad, en dirección a aquellas tierras soleadas donde ahora se encontraba la mayoría de la nación. Los tervingos querían un líder capaz de defender sus derechos.

El último viaje de Tharasmund comenzó cuando tenía diecisiete inviernos, y duró tres años. Le llevó por el mar Negro hasta la mismísima Constantinopla. De allí regresó su nave; ésa fue la única noticia que tuvieron de él. Pero no tenían miedo; porque el Errante se había ofrecido para acompañar a su nieto.

Después, Tharasrnund y sus hombres tuvieron historias para alegrarse las noches durante el resto de sus vidas. Después de su estancia en Nueva Roma —maravilla sobre maravilla, acontecimiento sobre acontecimiento— fueron por tierra, atravesando la provincia de Mesia y, por tanto, el Danubio. En su extremo más alejado se asentaron durante un año entre los visigodos. El Errante había insistido, diciendo que Tharasmund debía forjar amistad con ellos.

Y ciertamente pasó que el joven conoció a Ulrica, una hija del rey Atanarico. El poderoso líder todavía ofrecía sus ofrendas a los antiguos dioses; y el Errante en ocasiones también había aparecido en su reino. Se alegraba de formar una alianza con una casa guerrera del este. Y en cuanto a los jóvenes, se entendían. Ulrica ya era arrogante y dura, pero aceptó viajar para dirigir bien su casa, tener hijos sanos y apoyar a su hombre en sus decisiones. Se llegó a un acuerdo: Tharasmund volvería a casa, se enviarían regalos y peticiones, al cabo de un año, más o menos, su prometida se reuniría con él.

El Errante no estuvo más que una noche en Heorot antes de decir adiós. De él, Tharasmund y el resto no relataron más que los había dirigido con sabiduría, aunque a menudo desaparecía por un tiempo. Para ellos era demasiado extraño como tema de conversación.

Pero en una ocasión, años más tarde, cuando Erelieva yacía a su lado, Tharasmund le dijo:

—Le abrí mi corazón. Él lo deseaba, y me escuchó, y de alguna forma fue como si el amor y el dolor se agitasen tras sus ojos.

1858

Al contrario que muchos agentes de la Patrulla que no pertenecían al rango más bajo, Herbert Ganz no había abandonado su entorno natal. Cuando lo reclutaron era ya un hombre de mediana edad, y un soltero empedernido. Le gustaba ser Herr Professor en la Universidad Friedrich Wilhelm de Berlín. Por norma, regresaba de sus viajes en el tiempo a los cinco minutos de su partida, para recuperar una existencia académica ordenada y ligeramente pomposa. Y en ese aspecto, sus saltos rara vez eran a algún otro destino aparte de una oficina maravillosamente equipada a siglos en el futuro, y casi encima a los primeros entornos germánicos que constituían su campo de investigación.

—No son adecuados para un estudioso pacífico —me había dicho cuando se lo pregunté—. Y al contrario. Me avergonzaría delante de ellos, me ganaría su desprecio, provocaría sospechas, e incluso podría morir. No, soy útil para el estudio, la organización, el análisis y las hipótesis. Déjame disfrutar de mi vida en las décadas que me son adecuadas. Pronto terminarán. Sí claro, antes de que la civilización occidental comience con dedicación su proceso de autodestrucción tendré que tener un aspecto más viejo, hasta que simule mi muerte... ¿Después qué? ¿Quién sabe? Preguntaré. Quizá simplemente comience de nuevo en algún otro sitio: exempli gratia, el Bonn o la Heidelberg posnapoleónicos.

Se sentía obligado a ser hospitalario con los agentes de campo que lo informaban en persona. Por quinta vez en mi línea vital hasta entonces, él y yo tomamos un pantagruélico almuerzo al que siguieron una siesta y un paseo por Unter den Linden. Regresamos a su casa en el crepúsculo del estío. De los árboles emanaban fragancias, los vehículos tirados por caballos traqueteaban al pasar, los caballeros se levantaban el sombrero al cruzarse con damas conocidas, un ruiseñor cantaba en un jardín de rosas. Ocasionalmente pasaba un oficial prusiano de uniforme, pero era evidente que sus hombros no soportaban la carga del futuro.

La casa era espaciosa, aunque los libros y los cachivaches tendían a ocultar ese hecho. Ganz me llevó hasta la biblioteca y llamó a una doncella, que entró rápidamente con un vestido negro y una cofia y un delantal blancos.

—Tomaremos café y pastel —indicó—. Y, sí, pon en la bandeja una botella de coñac, con vasos. Después no queremos ser molestados.

Cuando se fue, él dejó caer su rechoncha figura sobre el sofá.

—Emma es una buena chica —comentó mientras se limpiaba los anteojos. Los médicos de la Patrulla podrían haberle arreglado con facilidad la vista, pero hubiese tenido problemas para explicar por qué ya no necesitaba gafas, y decía que tampoco importaba mucho—. De una pobre familia campesina ... ach, crían con rapidez, pero la naturaleza de la vida es que se desborda, ¿no es cierto? Estoy interesado en ella. De forma exclusivamente paternal, se lo aseguro. Dentro de tres años dejará el servicio porque se casa con un agradable joven. Yo entregaré una modesta dote con regalo de bodas, y seré el padrino de su primogénito. —La inquietud atravesó el rostro sonrosado y feliz—. Emma muere de tuberculosis a los cuarenta y uno. —Se pasó una mano por la cabeza calva—. No se me permitió hacer nada más que darle algunas medicinas para que le fuese más cómodo. En la Patrulla no nos atrevemos a llorar: ciertamente no por adelantado. Debería guardarme la pena, la culpabilidad, para mis pobres amigos y colegas inconscientes, los hermanos Grimm. La vida de Emma es mejor que la que conocerá la mayoría de la humanidad.

No contesté. Asegurada la intimidad, me concentré más de lo necesario en montar el aparato que había traído en el equipaje. (Allí pasaba por un estudioso británico de visita. Había practicado el acento. Un americano hubiese sufrido demasiadas molestias con preguntas sobre los pieles rojas y la esclavitud.) Mientras Tharasmund y yo nos encontrábamos entre los visigodos, conocimos a Ulfilas. Había grabado el suceso, como hacía con todo lo que tuviese un interés especial. Seguro que Ganz querría ver al misionero jefe de Constantinopla, el Apóstol de los Godos, cuya traducción de la Biblia era virtualmente la única fuente de información sobre su lengua que habría sobrevivido hasta la aparición del viaje en el tiempo.

El holograma se formó. De pronto la habitación —candelabros, estanterías, mobiliario a la moda que sabía que era estilo imperio, bustos, pinturas y grabados enmarcados, loza, papel pintado con dibujos chinos, cortinas marrones— se convirtió en oscuridad alrededor de un fuego de campamento. Pero yo no estaba allí, en mi propio cráneo: porque era a mí a quien miraba, y él era el Errante.

(Las grabadoras son diminutas, operan a nivel molecular, autodirigidas, mientras recogen todas las entradas sensoriales. La mía, una de la muchas que llevaba, estaba oculta en la lanza que había apoyado en un árbol. Deseoso de conocer informalmente a Ulfilas, establecí la ruta de mi grupo de forma que interceptase la suya mientras ambos viajábamos por la región que los romanos, antes de retirarse, había conocido como Dacia y que en mis días era Rumania. Después de asegurarnos mutuamente de nuestras pacíficas intenciones, mis ostrogodos y sus bizantinos montaron las tiendas y compartieron la comida.)

Los árboles formaban en la oscuridad una muralla alrededor del claro. El humo iluminado por las llamas se elevaba para ocultar las estrellas. Ululaba un búho, una y otra vez. La noche todavía era agradable, pero el rocío ya había empezado a enfriar la hierba. Los hombres estaban sentados con los pies cruzados cerca del fuego, excepto Ulfilas y yo. Él se había puesto en pie en su celo, y yo no podía permitirme ser dominado en presencia de los otros. Ellos miraban, escuchaban y furtivamente trazaban el gesto del hacha o la cruz.

A pesar de su nombre —originalmente había sido Wulfila— era bajo, recio y de nariz ancha, porque provenía de abuelos de Capadocia, que habían huido de los ataques godos en el 264. De acuerdo con el tratado del 332, había ido a Constantinopla como embajador y rehén. Con el tiempo volvió con los visigodos como misionero. El credo que predicaba no era el del Concilio de Nicea, sino la austera doctrina de Arrio, que había sido rechazada como herética. Sin embargo, se movía en la vanguardia de la cristiandad, en el mañana.

—No, no deberíamos limitarnos a intercambiar historias de nuestros viajes —dijo—. ¿Como podrían separarse de nuestras creencias? —Su tono era tranquilo y razonable, pero la mirada era aguda—. No sois un hombre normal, Carl. Eso lo veo claramente en vos y en los ojos de vuestros seguidores. Que nadie se ofenda si me pregunto si sois por completo humano.

—No soy un demonio malvado —dije.

¿Realmente le sacaba tanta altura, era yo gris, cubierto por una capa, conocedor ya del destino, una figura surgida de la oscuridad y el viento? Hasta hoy, mil quinientos años después de esa noche, me sentía como si fuese otra persona, el mismo Wodan, el siempre errante.

En Ulfilas ardía el fervor:

—Entonces no temeréis el debate.

—¿Qué sentido tendría, sacerdote? Sabéis bien que los godos no son gente de¡ Libro. En sus tierras harían ofrendas a Cristo, a menudo lo hacen. Pero en las de ellos, vos nunca hacéis ofrendas a Tiwaz.

—No, porque Dios nos ha prohibido que nos inclinemos ante ningún otro. Sólo se puede adorar a Dios Padre. Al Hijo, que los hombres presten debida reverencia, sí, pero la naturaleza de Cristo... —Y Ulfilas se lanzó a un sermón.

No era una diatriba. Sabía que no era lo mejor. Habló con calma y razón, incluso con buen humor. No vaciló en emplear imágenes paganas, ni intentó más que sentar las bases de las ideas antes de permitir que la conversación se desviase por otros derroteros. Vi que algunos de mis hombres asentían pensativos. El arrianismo encajaba mejor con sus tradiciones y temperamento que el catolicismo, del que, de todos modos, no sabían nada. Sería la forma de cristiandad que finalmente adoptarían todos los godos; y de ahí surgirían siglos de problemas.

La verdad es que no estuve especialmente bien. Pero claro, ¿cómo podría sinceramente haber defendido un paganismo en el que realmente no creía y que sabía que iba a desaparecer? Igualmente, ¿cómo podría sinceramente haber defendido a Cristo?

Mi ojos, en 1858, buscaron a Tharasmund. Mucho quedaba en su joven rostro de los adorables rasgos de Jorith ...

—¿Y cómo va la investigación literaria? —preguntó Ganz al terminar la escena.

—Bastante bien. —Huí hacia los hechos—. Nuevos poemas; con versos que definitivamente parecen anteriores a los versos de Widsith y Walthere. Específicamente, desde la batalla junto al Dniéper... —Eso dolía, pero saqué las notas y grabaciones, y seguí hablando.

344-347

El mismo año que Tharasmund regresó a Heorot y ocupó la jefatura de los tervingos, murió Geberico en el salón de sus padres, en el pico del Alto Tatra. Su hijo Ermanarico se convirtió en rey de los ostrogodos.

Posteriormente, ese mismo año, Ulrica, hija del visigodo Atanarico, vino a su prometido Tharasmund, a la cabeza de un gran y rico séquito. Su matrimonio fue una fiesta recordada durante mucho tiempo, una semana durante la que la comida, la bebida, los regalos, los juegos, la alegría y la fanfarria no se escatimaron para cientos de invitados. Como su propio nieto se lo había pedido, el Errante bendijo a la pareja, y bajo la luz de las antorchas guió a la novia hasta la habitación donde la aguardaba el novio.

Hubo algunos, no de la tribu tervinga, que murmuraron que Tharasmund parecía demasiado arrogante, como si se creyese mejor que los hombres de su rey.

Poco después de la boda tuvo que apresurarse. Los hérulos habían salido y las llamas estaban encendidas. Derrotarlos y destruir parte de su región se convirtió en labor de invierno. Apenas había terminado cuando Ermanarico envió el mensaje de que quería que todas las cabezas de tribu se reuniesen con él en la tierra materna.

Resultó provechoso. Se trazaron planes para conquistas y otras cosas que era preciso hacer. Ermanarico desplazó su corte al sur, donde se encontraba la mayoría de su gente. Además de muchos greutungos, también acudieron los jefes tribales y muchos guerreros. Fue un viaje espléndido, sobre el que los bardos tejieron palabras que el Errante pronto oyó cantar.

Por tanto, Ulrica tardó en dar a luz. Sin embargo, después de que Tharasmund se encontrase nuevamente con ella, pronto llenó su vientre, y muy bien. Ella dijo a sus mujeres que claro que sería un niño, y que viviría para ser tan recordado como sus antepasados.

Dio a luz una noche de invierno; algunos dijeron que sin problemas, otros dijeron que despreciando cualquier dolor. Toda Heorot se alegró. El padre envió la noticia de quedaría una fiesta para conceder el nombre.

Aquélla era una agradable pausa en el trabajo de la estación, añadido al encuentro de invierno. La gente llegó en torrentes. Entre ellos se encontraban hombres que lo tomaban como una oportunidad para intercambiar unas palabras en privado con Tharasmund. Sentían rencor por el rey Ermanarico.

El salón estaba adornado con ramas de hojas perenne, tejidos, metal pulido, vidrio romano. Aunque el día reinaba sobre el manto de nieve, las lámparas iluminaban la larga estancia. Vestidos con sus mejores ropas, los terratenientes más importantes de los tervingos y sus esposas rodeaban el alto asiento donde se encontraban la cuna y el bebé. Gente inferior, niños, perros, se congregaron alrededor de los muros. La dulzura del pino y del prado llenaba el aire y las cabezas.

Tharasmund dio un paso al frente. En su mano llevaba el hacha sagrada, para sostenerla sobre su hijo mientras recitaba la bendición de Donar. A su lado Ulrica sacó agua del pozo de Frija. Nadie allí había visto algo similar, más que para el primogénito de una casa real.

—Nos hemos reunido... —Tharasmund se detuvo. Todos los ojos se dirigieron hacia la puerta, y la respiración se detuvo—. ¡Oh, tenía esperanzas! ¡Bienvenido!

Con la lanza golpeando ligeramente el suelo, el Errante se acercó. Inclinó su figura gris sobre el niño.

—¿Le concederéis, señor, su nombre? —preguntó Tharasmund.

—¿Cuál ha de ser?

—De la gente de su madre, para unirnos más a los godos del oeste, Hathawulf.

El Errante permaneció inmóvil un momento que se hizo eterno. Finalmente levantó la cabeza. El ala del sombrero le ensombrecía la cara.

—Hathawulf —dijo en voz baja, como para sí—. Oh, sí, ahora lo entiendo. —Un poco más alto añadió—: Weard así lo desea. Bien, que así sea. Le daré su nombre.

1934

Salí de la base de Nueva York a la fría y temprana oscuridad de diciembre y me alejé a pie. Las luces y los escaparates me arrojaban la Navidad, pero no había muchos compradores. En las esquinas bajo el viento, los músicos del Ejército de Salvación tocaban o los Santa Claus hacían sonar campanas sobre sus calderos de caridad, mientras tristes vendedores ofrecían esto y aquello. Los godos no sufren la depresión, pensé. Pero los godos tenían menos que perder. Materialmente, en todo caso. Espiritualmente... ¿quién lo sabía? Yo no, por mucha historia que hubiese visto o llegase a ver.

Laurie oyó mis pasos en la entrada y abrió la puerta del apartamento.

Habíamos fijado la fecha de antemano, después de que ella volviese de Chicago donde tenía una exposición. Me abrazó con fuerza.

Al entrar, su alegría se apagó. Nos detuvimos en medio del salón. Me cogió ambas manos, me miró en silencio y me preguntó:

—¿Qué te ha hecho daño... en este viaje?

—Nada que no debiese haber previsto —contesté, oyendo mi voz tan aburrida como mi alma—. Eh, ¿cómo fue la exposición?

—Bien —respondió con eficacia—. De hecho, se han vendido dos cuadros por una buena suma. —Volvió a mostrar preocupación—. Bueno, dicho esto, siéntate. Deja que te sirva algo de beber. Dios, pareces apaleado.

—Estoy bien. No tienes que ocuparte de mí.

—Quizá me haga falta. ¿Lo has pensado alguna vez? —Laurie me arrojó sobre mi sillón habitual. Me senté en él y miré por la ventana. Las luces lejanas producían una agitado resplandor en el alféizar, a los pies de la noche. La radio sintonizaba un programa de villancicos. «Oh pueblecito de Belén ... »

—Quítate los zapatos —me aconsejó Laurie desde la cocina. Lo hice, y fue como realizar un verdadero gesto de vuelta a casa, como un godo soltándose el cinturón de la espada.

Ella trajo un par de whiskis con hielo, y me rozó con los labios la frente antes de sentarse en un sillón, frente al mío.

—Bienvenido —dijo—. Siempre eres bienvenido. —Levantamos los vasos y bebimos.

Ella esperó tranquilamente a que estuviese listo.

Lo solté de improviso.

—Ha nacido Hamther.

—¿Quién?

—Hamther. Él y su hermano Sorli murieron intentado vengar a su hermana.

—Lo sé —murmuró—. Oh, Carl, querido.

—Primer hijo de Tharasmund y Ulrica. El nombre es realmente Hathawulf, pero es fácil ver cómo se convirtió en Hamther a medida que la historia viajaba al norte durante siglos. Y quieren llamar Solbern a su siguiente hijo. Las fechas también encajan. Serán jóvenes, lo habrán sido, cuando... —No podía continuar.

Se inclinó hacia mí lo suficiente para registrar el toque de su mano en mi conciencia.

Después, desolada, dijo:

—No tienes que seguir con esto. ¿Verdad, Carl?

—¿Qué? —Durante un momento el asombro apagó el dolor Claro que tengo que hacerlo. Es mi trabajo, es mi deber.

—Tu trabajo es descubrir lo que la gente pone en versos e historias. No lo que realmente hicieron. Salta al futuro, querido. Deja que... Hathawulf esté muerto cuando vuelvas a regresar.

—¡No!

Comprendí que había gritado, tomé un largo y cálido trago, y me obligué a encararme con ella y decir con voz llana:

—Ya lo he pensado. Créeme, lo he hecho. Y no puedo. No puedo abandonarlos.

—Tampoco puedes ayudarlos. Todo está predestinado.

—No sabemos exactamente lo que sucederá... lo que sucedió. O cómo podría... No, Laurie, por favor, no digas nada más.

Ella suspiró.

—Bien, puedo entenderlo. Has estado con varias generaciones, mientras crecían, vivían, sufrían y morían; pero para ti no ha sido tanto tiempo. —No dijo: «para ti Jorith es un recuerdo muy cercano»—. Sí, haz lo que debas, Carl, mientras debas hacerlo.

Yo no tenía palabras, porque podía sentir su propio dolor.

Sonrió con inquietud.

—Pero ahora estás de permiso —dijo—. Deja el trabajo a un lado. Hoy he salido y he comprado un pequeño árbol de Navidad. ¿Qué te parece si lo decoramos esta noche, después de preparar una cena de gourmet?

Paz en la tierra, a los hombres de buena voluntad, Desde el cielo y su benévolo Rey...

348-366

Atanarico, rey de los godos del oeste, odiaba a Cristo. Además de entregar ofrendas a los dioses de sus padres, temía a la Iglesia como taimada agente del Imperio. Dejadla roer lo suficiente, decía, y la gente se encontrará doblando las rodillas ante los amos romanos. Por tanto, enviaba hombres contra ella, frustraba a los familiares de los cristianos asesinados cuando pretendían conseguir una compensación y, finalmente, dictó leyes para la Gran Asamblea que dejaban la posibilidad de matanzas tan pronto como un acontecimiento calentase los ánimos. O eso pensaba. Por su parte, los godos bautizados, que para entonces ya no eran pocos, se reunieron y hablaron sobre dejar que el Señor Dios de las Huestes decidiese el resultado.

El obispo Ulfilas dijo que no era muy inteligente. Admitía que los mártires se convertían en santos, pero era el conjunto de los creyentes lo que mantenía la Palabra viva sobre la Tierra. Buscó y consiguió el permiso de Constantino para que su rebaño se trasladase a Mesia. Guiándolos al otro lado del Danubio, se aseguró de que se asentaban bajo las montañas Haemus. Allí se convirtieron en un grupo pacífico de pastores y granjeros.

Cuando esa noticia llegó a Heorot, Ulrica rió en voz alta.

—¡Así que mi padre se ha librado de ellos!

Su júbilo era prematuro. Durante los siguientes treinta años, Ulfilas trabajó en sus viñedos. No todos los visigodos cristianos lo habían seguido al sur. Quedaban algunos, entre ellos algunos jefes guerreros con el poder suficiente para protegerse a sí mismos y a sus súbditos. Recibían a los misioneros, cuya labor producía frutos. Las persecuciones de Atanarico hicieron que los cristianos buscasen un líder propio. Lo encontraron en Fritigemo, también de la casa real. Aunque nunca se produjo una guerra abierta entre las facciones, hubo muchos enfrentamientos. Más joven, y pronto más rico que su rival al recibir el favor de los mercaderes del Imperio, Fritigerno hizo que muchos godos del oeste se uniesen a la Iglesia con el paso de los años, simplemente porque parecía un acto muy prometedor.

A los ostrogodos los afectó poco. El número de cristianos entre ellos creció, pero lentamente y sin causar problemas. Al rey Ermanarico no le preocupaba ningún dios ni el otro mundo. Estaba demasiado ocupado conquistando todo lo que podía de este mundo.

Sus guerras rugían por toda la Europa orienta¡. En varias temporadas de feroz campaña derrotó a los hérulos. Aquellos que no se sometieron se trasladaron para unirse a tribus occidentales del mismo nombre. Aestios y vendios fueron presas fáciles para Ermanarico. Insaciable, llevó sus ejércitos al norte, más allá de las tierra que su padre había controlado. Al final, toda la franja desde el río Elba hasta el Dniéper le reconocía como señor.

En esos enfrentamientos Tharasmund se ganó un nombre y obtuvo un gran botín. Pero no le gustaban las crueldades de] rey. En ocasiones, en las asambleas, se ponía en pie no sólo para hablar por su tribu sino por otros, en nombre de sus antiguos derechos. Entonces Ermanarico debía ceder, aunque a regañadientes. Los tervingos eran todavía demasiado peligrosos, o él no lo suficientemente poderoso, para convertirlos en enemigos. Eso era aún más cierto porque muchos godos hubiesen temido levantar sus armas contra una casa que todavía recibía de vez en cuando a su extraño antepasado.

El Errante estaba allí cuando dieron nombre al tercer hijo de Tharasmund y Ulrica, Solbern. El segundo había muerto en la cuna, pero Solbern, como su hermano, creció fuerte y hermoso. El cuarto hijo fue una niña, a la que llamaron Swanhild. Para ella también apareció el Errante, pero brevemente, y después no se le vio durante años. Swanhild se convirtió en hermosa a la mirada, y era tan dulce y alegre como la naturaleza.

Ulrica dio a luz a tres hijos más. Todos muy distanciados y ninguno vivió mucho. Tharasmund estaba generalmente lejos de casa, luchando, comerciando, consultando a hombres de valía, guiando a sus tervingos en los asuntos comunes. A su regreso solía dormir con Erelieva, la amante que había tomado poco después del nacimiento de Swanhild.

No era ni una esclava ni de baja cuna, sino la hija de un acomodado terrateniente. Es más, por la rama femenina descendía de Winnithar y Salvalindis. Tharasmund la había conocido mientras cabalgaba entre las tribus, como era su costumbre anual cuando estaba fuera, para escuchar lo que tuviesen en mente. Prolongó su estancia en esa casa, y pasaban mucho tiempo juntos. Más tarde envió mensajeros preguntando si vendría a él. Llevaron ricos regalos para sus padres, así como promesas de honor para ella y lazos entre familias. No era una oferta para rechazar a la ligera, y la muchacha estaba impaciente, así que finalmente partió con los hombres de Tharasmund.

Mantuvo su palabra y la trató con cariño. Cuando le dio un hijo, Alawin, dio una fiesta tan lujosa como había hecho con Hathawulf y Solbern. En el futuro tuvo pocos hijos, y la enfermedad se los llevó pronto, pero eso no hizo disminuir su amor por ella.

Ulrica estaba amargada. No porque Tharasmund tuviese otra mujer. Eso era algo que hacían la mayoría de los hombres que podían permitírselo, y él ya había tenido sus escarceos. Lo que molestaba a Ulrica era la posición que daba a Erelieva; segunda sólo por detrás de Ulrica en la casa, y por encima de ella en su corazón. Era demasiado orgullosa para iniciar una pelea que iba a perder, pero sus sentimientos eran evidentes. Con Tharasmund se volvió fría, incluso cuando él buscaba su cama. Eso hizo que él se distanciase más, y sólo se acercaba con la esperanza de más hijos.

Durante sus largas ausencias, Ulrica hacía todo lo posible por despreciar a Erelieva y decir palabras duras contra ella. La joven enrojecía pero lo soportaba en silencio. Se había ganado a sus amigos. Era Ulrica la autoritaria la que estuvo cada vez más sola. Por tanto, prestaba mucha atención a sus hijos; éstos crecieron muy unidos a ella.

Con todo, eran jóvenes valientes, rápidos en aprender todo lo que correspondía a un hombre, queridos allí adonde iban. Eran muy diferentes, Hathawulf el más colérico, Solbern el más pensativo, pero los unía el cariño. Y en cuanto a su hermana Swanhild, todos los tervingos —incluidos Erelieva y Alawin— la adoraban.

Durante ese tiempo, pasaban años entre visita y visita del Errante, y eran breves. Eso hizo que la gente se sintiese todavía más sobrecogida ante él. Cuando su característica silueta aparecía sobre las colinas, los hombres hacían sonar los cuernos y desde Heorot salían galopando los jinetes para recibirlo y escoltarlo. Permanecía más en silencio que antes. Era como si una pena secreta hubiese depositado su peso sobre él, aunque nadie se atrevía a preguntarle. Eso resultaba más evidente cuando Swanhild pasaba a su lado con su belleza, o se acercaba llena de orgullo y estremeciéndose si su madre le había permitido servir el vino al invitado, o se sentaba a su pies entre los otros jóvenes cuando contaba historias y daba sabios consejos. En una ocasión él le dijo a su padre:

—Es como su bisabuela.

El duro guerrero se estremeció un poco en su cota. ¿Cuánto tiempo llevaba muerta la mujer?

En una ocasión el Errante se mostró sorprendido. Desde su última aparición, Erelieva había llegado a Heorot y había tenido a su hijo. Con timidez, enseñó el bebé al Anciano. Él permaneció sentado durante muchos latidos antes de preguntar:

—¿Cómo se llama?

—Alawin, señor —contestó.

—¡Alawin! —El Errante se llevó la mano a la frente—. ¿Alawin? —Al cabo de un rato dijo casi susurrando—: Pero tú eres Erelieva. Erelieva, Erp, sí, quizá sea así como te recuerden, querida. —Nadie comprendió el significado de sus palabras.

Pasaron los años. Durante ese periodo el rey Ermanarico creció. Y también lo hicieron su crueldad y su avaricia.

Cuando tanto él como Tharasmund habían cumplido el cuadragésimo invierno, el Errante apareció de nuevo. Los que salieron a su encuentro tenían el rostro triste y hablaban poco. Heorot estaba llena de hombres armados. Tharasmund saludó al invitado con desolada alegría.

—Abuelo y señor, ¿habéis venido en nuestra ayuda, como la vez en que expulsasteis a los vándalos de la vieja Gotland?

El Errante permaneció quieto, como si estuviese tallado en Piedra.

—Será mejor que me lo cuentes desde el principio —dijo por fin. —¿Para que lo tengamos claro en nuestras cabezas? Pero lo está. Bien... se hará vuestra voluntad. —Tharasmund meditó—. Dejadme llamar a dos más.

Esos dos resultaron ser un extraño par. Liuderis, corpulento y fuerte, era el hombre de confianza del jefe guerrero. Servía como administrador de las tierras de Tharasmund y como capitán de guerreros cuando Tharasrnund estaba ausente. El segundo era un joven de pelo rojo de quince años, sin barba pero fuerte, con una furia en los ojos verdes que superaba sus años. Tharasmund lo llamó Randwar, hijo de Gutrico, no un tervingo, sino un greutungo.

Los cuatro se retiraron a un cuarto alto donde podían hablar sin ser escuchados. Un corto día de invierno se terminaba. Las lámparas daban luz para ver y un brasero algo de calor, aunque los hombres estaban sentados envueltos en pieles y el aliento salía blanco por entre las tinieblas. Se trataba de una habitación ricamente decorada, con sillas romanas y una mesa con incrustaciones de madreperla. De las paredes colgaban tapices y las contraventanas tenían tallas.

Los sirvientes habían traído una jarra de vino y copas de cristal para beber. A través del suelo de roble llegaban los sonidos de la vida. Bien les había ido al hijo y al nieto del Errante.

Pero Tharasmund frunció el ceño, se agitó en su silla y se pasó los dedos por entre los rizos castaños y la barba bien cortada, antes de volverse hacia el visitante y decir:

—Cabalgamos hacia el rey, quinientos hombres fuertes. Su última atrocidad es más de lo que cualquiera puede aguantar. Tendremos justicia para los muertos, o si no el gallo rojo cantará sobre su tejado.

Quería decir fuego... un levantamiento, guerra de godos contra godos, derrocamiento y muerte.

Nadie supo si el Errante había mudado el gesto. Las sombras se agitaron en los surcos de su cara mientras las lámparas parpadeaban y la oscuridad merodeaba.

—Dime qué ha hecho —dijo.

Tharasmund hizo un gesto envarado en dirección a Randwar.

—Cuéntalo, muchacho, como nos lo contaste a nosotros.

El joven tragó saliva. La furia emergió por entre la timidez que había sentido en su presencia. Con un puño se golpeó la rodilla, una y otra vez, mientras relataba con brusquedad:

—Sabed, señor, aunque creo que ya lo sabéis, que el rey Ermanarico tenía dos sobrinos, Embrica y Fritla. Eran hijos de un hermano suyo, Aiulf, que cayó en la guerra contra los anglos del norte. Embrica y Fritla siempre lucharon bien. Aquí en el sur, hace dos años, dirigieron una tropa al este contra los aliados alanos de los hunos. Trajeron a casa un gran botín, porque habían atacado un lugar donde los hunos guardaban tributos traídos de muchas regiones. Ermanarico lo supo y declaró que le pertenecía. Sus sobrinos dijeron que no, que el ataque había sido exclusivamente de ellos. Él les pidió que viniesen a discutir la cuestión. Lo hicieron, pero primero escondieron el tesoro. Aunque les había prometido seguridad, Ermanarico los hizo detener. Cuando no le dijeron dónde estaba el tesoro, primero los hizo torturar y luego ejecutar. Después envió hombres a registrar sus tierras. Fracasaron; pero causaron grandes destrozos, quemaron las casas de los hijos de Aiulf, mataron a sus familias... para imponer obediencia, dijeron. Mi señor —Randwar gritó—, ¿estuvo eso bien?

—Suele ser el comportamiento de los reyes. —El tono del Errante era como si el hierro hubiese adquirido la capacidad de hablar—. ¿Cuál es tu relación en este asunto?

—Mi... mi padre también era hijo de Aiulf, pero murió joven. Mi tío Embrica y su esposa me criaron. Estaba en un largo viaje de caza. Cuando regresé, la casa era un montón de cenizas. La gente me contó que los hombres de Ermanarico se habían aprovechado de mi madre adoptiva antes de cortarle la garganta. Ella... era pariente de esta casa. Aquí vine.

Volvió a desplomarse sobre la silla, luchó por no llorar, y tomó un trago de su copa de vino.

—Sí —dijo Tharasmund—, ella, Mathaswentha, era mi prima. Ya sabéis que las familias importantes a menudo se casan entre ramas tribales. Ranward es un pariente más lejano; sin embargo, compartimos algo de una sangre que ha sido derramada. Además, sabe dónde está el tesoro, hundido bajo el Dniéper. Está bien que Weard lo hiciese alejarse en ese momento y evitase su muerte. Ese oro le compraría al rey demasiado poder.

Liuderis movió la cabeza.

—No lo entiendo —murmuró—. Después de todo lo que he oído, sigo sin entender. ¿Por qué se comporta Ermanarico de esa forma? ¿Está poseído? ¿O sólo está loco?

—Creo que ninguna de las dos cosas —dijo Tharasmund—. Creo que en alguna medida, su consejero Sibicho, ni siquiera un godo sino un vándalo a su servicio, le ha susurrado maldades. Pero Ermanarico siempre esta dispuesto a escuchar, sí. —Al Errante—: Durante años ha estado incrementando los tributos que debemos pagar, y ha llevado a mujeres libres a su cama tanto si querían como si no, y en general ha tratado con crudeza a la gente. Creo que tiene la intención de romper la voluntad de aquellos jefes guerreros que se le han opuesto. Si aceptamos esto último, estaremos aún más dispuestos a aceptar lo siguiente.

El Errante asintió.

—Sí, tienes toda la razón. Yo diría, además, que Ermanarico envidia el poder del emperador de Roma, y quiere lo mismo para sí sobre los ostrogodos. Además, oye como Fritigerno se levanta para oponerse a Atanarico entre los visigodos, y tiene la intención de aplastar a cualquier rival en su reino.

—Cabalgamos para exigir justicia —dijo Tharasmund—. Debe pagar doble compensación por la muerte de sus sobrinos y, en la Gran Asamblea, jurar sobre la Piedra de Tiwaz para seguir desde ese momento las antiguas leyes y derechos. En caso contrario, levantaré a todo el país contra él.

—Tiene muchos de su parte —le advirtió el Errante—: algunos por las promesas que les han hecho, algunos por avaricia y miedo, otro porque creen que hay que tener un rey fuerte para mantener las fronteras ahora que los hunos vuelven a reunirse como una serpiente lista para atacar.

—¡Sí, pero ese rey no tiene por qué ser Ermanarico! —gritó Randwan.

En Tharasmund se encendió la esperanza.

—Señor —le dijo al Errante—, vos que derrotasteis a los vándalos, ¿volveréis a estar al lado de vuestro pueblo?

La respuesta fue inquieta.

—Yo... no puedo luchar en vuestras batallas. Weard no lo permitiría.

Tharasmund permaneció en silencio un momento. Al fin preguntó:

—¿Vendréis al menos con nosotros? Seguro que el rey os prestará atención.

El Errante continuó un tiempo sin hablar, hasta que por fin dijo lo siguiente:

—Sí, veré qué puedo hacer. Pero no prometo nada. ¿Me oís? No prometo nada.

Y así partió con los otros, como cabeza del grupo.

Ermanarico tenía residencias por todo el reino. Él, sus guardias, sabios y sirvientes viajaban de una a otra. Las noticias eran que, tras los asesinatos, se había atrevido a acercarse a tres días a caballo de Heorot.

Ésos fueron tres días de escasas alegrías. La nieve helada cubría la tierra como una costra. Se rompía bajo los cascos. El cielo era bajo y de un gris uniforme, el aire estático y crudo. Las casas estaban cubiertas de paja. Los árboles se alzaban desnudos, excepto los grupos de abetos. Nadie dijo mucho o cantó demasiado, ni siquiera alrededor del fuego de campamento antes de irse a dormir.

Pero cuando vieron su destino, Tharasmund hizo soplar el cuerno y llegaron a pleno galope.

El empedrado resonaba, los caballos relinchaban mientras los tervingos entraban en el patio real. Un número igual de guardias permanecía apostado frente al salón, las cabezas de lanza relucientes entre pendones caídos.

—¡Queremos hablar con vuestro amo! —rugió Tharasmund.

Era un insulto bien escogido, como si lo hombres que allí se encontraban no fuesen libres sino esclavos, como perros o romanos. El capitán enrojeció antes de responder:

—Algunos podréis entrar, pero el resto tendrá que retirarse.

—Sí, hacedlo —le murmuró Tharasmund a Liuderis.

El viejo guerrero gruñó:

—Bien, lo haremos, ya que ponemos nerviosas a tus tropas... pero no nos alejaremos mucho, ni esperaremos mucho a saber si nuestros líderes están a salvo de traiciones.

—Hemos venido a hablar —se apresuró a decir el Errante.

Él, Tharasmund y Randwar desmontaron. Los guardias se apartaron a su paso. Había más en los bancos del interior. En contra de la costumbre, iban armados. En el centro de la pared oriental, flanqueado por sus cortesanos, estaba Ermanarico.

Era un hombre grande de porte inflexible. Rizos negros y una barba rodeaban un rostro marcado y serio. Iba lujosamente vestido, con pesadas bandas doradas sobre frente y muñecas; la luz de las llamas se reflejaba en el metal. Sus ropas eran de telas extranjeras teñidas, ribeteadas de marta y armiño. En la mano sostenía una copa de vino, no de vidrio sino de cristal, y en sus dedos relucían rubíes.

Ordenó silencio hasta que los tres cansados y sucios viajeros llegaron hasta el trono. Los miró un buen rato antes de decir:

—Bien, Tharasmund, vienes con compañeros poco usuales.

—Debes saber quiénes son —contestó el jefe tervingo— y cuál es nuestro propósito.

Un hombre delgado y de rostro ceniciento situado a la derecha del rey, Sibicho el vándalo, le susurró algo al oído. Ermanarico asintió.

—Entonces sentaos —dijo—. Beberemos y comeremos.

—No —se negó Tharasmund—. No tomaremos ni tu sal ni de tu jarra hasta que no estés en paz con nosotros.

—Eres muy atrevido.

El Errante levantó en alto su lanza. Se hizo el silencio, por lo que el crepitar de los grandes fuegos se oyó más fuerte.

—Si sois sabio, rey, oiréis a este hombre —dijo—. Vuestra tierra sangra. Lavad las herida y aplicad las hierbas antes de que se hinche y enferme.

Ermanarico lo miró a los ojos y contestó.

—No soporto los insultos, anciano. Le escucharé si controla la lengua. Dime en pocas palabras lo que quieres, Tharasmund.

Aquello fue como una bofetada en la mejilla. El tervingo tuvo que tragar tres veces antes de exponer sus exigencias.

—Pensé que querrías eso —dijo Ermanarico—. Sabed que Embriea y Fritla cayeron por sus propios actos. Le negaron a su rey lo que le pertenecía por derecho. Los ladrones y perjuros son bandidos. Sin embargo, soy compasivo. Estoy dispuesto a pagar compensación por sus familias y posesiones... en cuanto me sea entregado el tesoro.

—¿Qué? —gritó Ranward—. ¿Cómo te atreves a hablar así, asesino?

Los guardias se agitaron. Tharasmund puso una mano de advertencia sobre el hombro del muchacho. A Ermanarico le dijo:

—Pedimos doble compensación y reconocimiento del mal que has hecho. No podemos tomar menos sin perder nuestro honor. Pero en cuanto a la propiedad del tesoro, que decida la Gran Asamblea; y, decida lo que decida, que haya paz.

—No regateo —contestó Ermanarico con voz glacial—. Aceptad mi oferta e ¡dos... o rechazadla e ¡dos, antes de que decida que lamentéis vuestra insolencia.

El Errante se adelantó. Una vez más levantó la lanza para pedir silencio. El sombrero le ocultaba el rostro, haciendo que su aspecto fuese doblemente extraño; la capa azul caía sobre sus hombros como un par de alas.

—Escuchadme —dijo—. Los dioses son justos. Traerán destrucción a los que se mofan de la ley y aplastan a los débiles. Ermanarico, escucha antes de que sea demasiado tarde. Escucha antes de que tu reino sea destruido.

Un murmullo de agitación recorrió el salón. Los hombres se movían, hacían gestos, agarraban las empuñaduras para confortarse. Los ojos se movían blancos entre el humo y la oscuridad. Había hablado el Errante.

Sibicho tiró de la manga del rey y le susurró algo más. Ermanarico asintió. Se inclinó hacia delante, con el índice recto como un cuchillo, y habló fuerte para que su voz resonase en la madera.

—Has sido recibido en casas de mi reino, anciano. Malo es que me amenaces. Y eres poco inteligente, por mucho que digan de ti los niños, viejas e idiotas, si crees que te temo. Sí, dicen que eres el mismísimo Wodan. ¿Qué me importa? No confió en dioses etéreos, sino en la fuerza que me pertenece.

Se puso en pie. Sacó la espada reluciente.

—¿Quieres enfrentarte a mí, viejo mendigo? —gritó—. Podemos levantar una empalizada ahora mismo. ¡Encuéntrate conmigo allí, de hombre a hombre, y romperé esa lanza tuya en dos y te expulsaré aullando!

El Errante no se movió; su arma se agito un poco.

—Weard no lo permite —prácticamente susurró—. Pero te lo advierto con toda seriedad, por cada uno de los godos, haz la paz con estos hombres que has dañado.

—Haré paz si ellos lo desean —dijo Ermanarico, sonriendo—. Ya has oído mi oferta, Tharasmund, ¿la aceptas?

El tervingo cruzó los brazos, mientras Randwar rugía como un lobo, el Errante permanecía de pie como un ídolo y Sibicho miraba desde el banco.

—No —dijo—. No puedo.

—Entonces vete, idos todos vosotros, antes de que os haga azotar.

Ante eso, Randwar sacó una hoja. Tharasmund y Liuderis buscaron las suyas; por todas partes relució el hierro. El Errante dijo en voz alta:

—Nos iremos, pero sólo por la suerte de los godos. Medita, rey, mientras sigas siendo rey.

Instó a sus compañeros a irse. Ermanarico empezó a reír. Sus risas los persiguieron por todo el corredor.

1935

Laurie y yo nos fuimos a pasear a Central Park. A nuestro alrededor marzo se mostraba exuberante. Quedaban algunas pequeñas zonas de nieve, pero por lo demás la hierba ya estaba verde. Los arbustos y árboles tenían capullos. Más allá de las ramas, las torres de la ciudad relucían recién lavadas por el clima, y en el cielo azul algunas nubes hacían una regata. El frío era el justo para activar la circulación.

Perdido en mi invierno personal, apenas. percibía nada.

Me cogió la mano.

—No deberías haberlo hecho, Carl. —Sentí que compartía mi dolor, en la medida en que podía.

—¿Qué otra cosa podía hacer? —le contesté desde la oscuridad—. Tharasmund me pidió que fuese con ellos. Ya te lo he dicho. ¿Cómo podría negarme y volver a dormir en paz?

—¿Duermes bien ahora? —Hizo la pregunta con rapidez—. Vale, quizá estuvo bien, dentro de lo permisible, prestar cualquier consuelo que pudiese haber en tu presencia, pero hablaste, intentaste descabezar el conflicto.

—Benditos los que buscan la paz, me enseñaron en la escuela dominical.

—Ese enfrentamiento es inevitable. ¿No? Está en los mismos poemas e historias que fuiste a investigar.

Me encogí de hombros.

—Historias. Poemas. ¿Cuánto contienen de verdad? Oh, sí, la historia sabe qué pasó al final con Ermanarico. Pero ¿murieron Swanhild, Hathawulf y Solbern como dice la saga? ¿Si algo así sucedió, si no es más que una imagen romántica, siglos posterior, que un cronista se tomó en serio, les sucedió necesariamente a ellos? —Me aclaré la garganta agarrotada—. Mi trabajo en la Patrulla es descubrir cuáles son los acontecimientos que realmente sucedieron para protegerlos.

—Cariño, cariño —suspiró—, te hace tanto daño. Te distorsiona el juicio. Piensa. Yo he pensado, vaya si he pensado, y claro está que no he estado allí en persona, pero quizá eso me de una perspectiva que tú... que tú has decidido no tener. Todo lo que has informado, durante este asunto, todo muestra los acontecimientos dirigiéndose a un único final. Si tú, como un dios, hubieses podido obligar al rey a reconciliarse, lo hubiese hecho, seguro. Pero no, ésa no es la forma del continuo.

—¡Pero es flexible! ¿Qué diferencia puede representar la vida de unos cuantos bárbaros?

—Estás alucinando, Carl, y lo sabes. Yo... yo misma paso mucho tiempo despierta pensando en lo que podrías estropear. Vuelves a estar demasiado cerca de lo prohibido. Quizá ya hayas cruzado el límite.

—Las líneas del tiempo se ajustarán. Siempre lo hacen.

—Si eso fuese cierto, no necesitaríamos la Patrulla. Debes comprender los riesgos a los que te enfrentas.

Lo hacía. Me obligaba a enfrentarme a ellos. Los puntos de nexo se producen, allí donde importa hacia dónde cae el dado. Y tampoco solían ser los lugares más evidentes.

Un ejemplo me vino a la mente, como un cadáver que sube a la superficie. Un instructor de la Academia lo había presentado como adecuado para cadetes fuera de mi entorno.

De la Segunda Guerra Mundial fluían enormes consecuencias. La principal era que dejaba a los soviéticos con el control de media Europa (las armas nucleares eran indirectas; hubiesen aparecido igualmente alrededor de esa época, porque los principios ya se conocían). Al final, la situación político—militar llevó a acontecimientos que afectaron al destino de la humanidad durante cientos de años... por siempre, porque esos siglos tenían sus propios nexos.

Y sin embargo, Winston Churchill tenía razón cuando llamó al conflicto de .1939—1945 «la Guerra Innecesaria». Cierto, las debilidades de las democracias fueron importantes en su origen. Sin embargo, no hubiese habido ninguna amenaza para acobardarlas si el nazismo no hubiese tomado el control en Alemania. Y ese movimiento, originalmente pequeño y del que todos se burlaban, más tarde castigado (aunque con bastante suavidad) por las autoridades de Weimar... ese movimiento no hubiese tomado el poder, no hubiese podido, en el país de Bach y Goethe, sino a través del genio único de Adolf Hitler. Y el padre de Hitler había nacido corno Alois Schicklgruber, un ¡legítimo, el resultado accidental de un lío entre un burgués austriaco y una de sus criadas...

Pero si evitabas esa relación, lo que podía hacerse con facilidad sin perjudicar a nadie, abortabas toda la historia posterior. En 1935, digamos, el mundo podía ser diferente. Quizá fuese mejor que el original (en algunos aspectos, por un tiempo) o quizá peor. Podía imaginar, por ejemplo, que los humanos nunca se hubiesen aventurado a salir al espacio. Seguro que no lo hubiesen hecho tan pronto; y podría haber sucedido demasiado tarde para rescatar una Tierra moribunda. No puedo imaginar que se hubiese establecido ninguna utopía pacífica.

No importaba. Si por mi intervención la situación en tiempos de Roma cambiaba de forma importante, yo todavía estaría allí; pero cuando regresase a este año, toda mi civilización no habría existido nunca. Laurie nunca hubiese sido.

—No... no estoy de acuerdo en que me esté arriesgando —dije—. Mis superiores leyeron mis informes, informes sinceros. Me lo harían saber si me estuviera saliendo de los límites.

¿Sinceros?, me pregunté. Bien, sí, relataban lo que observaba y hacía, sin mentiras ni ocultaciones, aunque con un estilo parco, Pero la Patrulla no quería golpes de pecho emocionales, ¿no? Y no se esperaba que contase cada detalle trivial, ¿no? En todo caso, sería imposible.

Tomé aliento.

—Mira—dije—. Conozco mi lugar. Sólo soy un simple investigador lingüístico y literario. Pero si puedo ayudar, con toda la seguridad posible, tengo que hacerlo. ¿No?

—Sí, Carl.

Seguimos andando. Al rato dijo:

—Eh, hombre, estás de permiso, de vacaciones, ¿lo recuerdas? Se supone que debernos relajarnos y disfrutar de la vida. He estado haciendo planes para los dos. Escucha.

Vi lágrimas en sus ojos, e hice lo posible por devolverle la alegría con la que ella las cubría.

366—372

Tbarasmund llevó a sus hombres de vuelta a Beorot. Se separaron y cada uno buscó su propia casa. El Errante se despidió.

—No te apresures a actuar —fue su consejo—. Tórnate tu tiempo. ¿Quién sabe lo que podría suceder?

—Creo que vos lo sabéis —dijo Tharasmund.

—No soy un dios.

—Me lo habéis dicho muchas veces, pero nada más. Entonces, ¿qué sois?

—No puedo revelarlo. Pero si esta casa me debe algo por lo que h e hecho a lo largo de los años, reclamo ahora mi deuda, y te conmino a que actúes despacio y con precaución.

Tharasmund asintió:

—Lo haría en cualquier caso. Llevará tiempo y habilidad reunir a suficientes hombres en una hermandad a la que Ermanarico no pueda enfrentarse. Después de todo, la mayoría preferiría quedarse sentado en su casa esperando a que los problemas pasen de largo, aunque golpeen a otros. Mientras tanto, es probable que el rey no se atreva a una violación abierta antes de creerse preparado. Debo mantenerme por delante de él, pero sé muy bien que un hombre puede recorrer más distancia caminando que corriendo.

El Errante le cogió la mano, iba a hablar, pero parpadeó, se dio la vuelta y se alejó. Lo último que Tharasmund vio de él fue su sombrero, la capa y la lanza, alejándose por el camino del invierno.

Randwar se estableció en Heorot, un recuerdo vivo del agravio. Pero era demasiado joven y estaba demasiado lleno de vida para esperar mucho. Pronto él, Hathawulf y Solbern se hicieron amigos, cazaban juntos, hacían deporte, participaban en juegos y todo tipo de diversiones. A su vez se acercó mucho a su hermana Swanhild.

El equinoccio trajo hielo fundido, brotes, flores y hojas, Durante la estación fría Tharasniund había viajado mucho por entre los tervingos y más allá, para hablar en privado con hombres importantes. Durante la primavera permaneció en casa y se ocupó de trabajar sus tierras; y, cada noche, él y Erelieva disfrutaban juntos.

Llegó el día en que gritó con alegría:

—Hemos plantado y recogido, limpiado y reconstruido, ayudado a parir al ganado y lo hemos enviado a los pastos. ¡Tengamos libertad por un tiempo! Mañana nos vamos de caza.

Esa mañana besó a Erelieva frente a todos los hombres que iban a ir con él, antes de saltar a la silla y alejarse. Los perros ladraban, los caballos relinchaban, los cascos golpeaban y los cuernos gemían. Allí donde la carretera bordeaba un bosquecillo y se perdía de vista, se dio la vuelta para saludarla con la mano.

Lo volvió a ver esa tarde, pero era un cuerpo enrojecido.

Los hombres que lo trajeron a la casa, sobre una litera improvisada con una capa atada entre dos lanzas, contaron con voz apagada lo sucedido. Al entrar al bosque que comenzaba a unas millas, encontraron el rastro de un jabalí salvaje y lo siguieron. Larga fue la persecución antes de llegar hasta la bestia. Era grande, de cerdas brillantes y dientes como las hojas de una daga. Tharasmund gritó de alegría. Pero el corazón del jabalí era tan grande corno su cuerpo. No permaneció quieto mientras algunos cazadores descendían y otros lo incitaban a cargar. Atacó inmediatamente. El caballo de Tharasmund gritó, derribado y con el vientre abierto. El jefe cayó con fuerza. El jabalí lo vio y saltó sobre él. Los colmillos rasgaron el cuerpo entre monstruosos gruñidos. La sangre saltaba por todas partes.

Aunque los hombres se apresuraron a matar a la bestia, murmuraron algo de que bien podría haber sido un demonio, o estar poseído... ¿un enviado de Ermanarico o su intrigante consejero Sibicho? Fuese como fuese, las heridas de Tharasrnund eran demasiado profundas para restañar. Apenas tuvo tiempo de levantar la mano para agarrar las de sus hijos.

Las mujeres lloraron en el salón y las casas menores... excepto Ulrica, que permaneció pétrea, y Erelieva, que fue a llorar sola.

Mientras la primera lavaba y preparaba el cadáver, como era su derecho de esposa, los amigos de la segunda se la llevaron a otra parte. No mucho después la casaron con un terrateniente, un viudo cuyos hijos necesitaban una madrastra y que vivía bien lejos de Heorot. Aunque sólo tenía diez años, su hijo Alawin hizo lo que debía hacer un hombre y se quedó. Hathawulf, Solbern y Swanhild le defendieron de la mayor parte del desprecio de su madre, ganándose así el amor eterno de Alawin.

Mientras tanto, la noticia de la muerte de su padre se extendió por todas partes. La gente llenó el salón, donde Ulrica se honró y honró a su hombre. El cuerpo fue traído desde una casa de hielo, donde había descansado ricamente vestido. Liuderis guiaba a los guerreros que lo depositaron en una tumba de troncos a la que llevaron espada, lanza, yelmo, cota, tesoros de oro, plata, ámbar y vidrio y monedas romanas. Hathawulf, hijo de la casa, mató el caballo y el perro que seguirían a Tharasmund por el camino hacia el otro mundo. Un fuego rugía en el santuario de Wodan mientras los hombres acumulaban tierra sobre la tumba hasta que la depresión quedó cubierta y formó una elevación. Después cabalgaron alrededor una y otra vez, golpeando los escudos con las hojas y aullando como el lobo.

Siguió una celebración que duró tres días. El último día apareció el Errante.

Hathawulf le ofreció la silla alta. Ulrica le sirvió vino. En el silencio que había caído sobre toda la reluciente oscuridad, bebió en honor de] fantasma, la Madre Frija y el bienestar de la casa. Después dijo poco. Al cabo de un rato le indicó a Ulrica que se acercase y hablaron en susurros. Los dos abandonaron el salón y buscaron la casa de las mujeres.

La noche caía, de un gris azulado a través de las ventanas abiertas, oscura en la habitación. El frío traía el aroma de las hojas y la tierra, el trino de los ruiseñores, pero a Ulrica le parecían distantes, no de¡ todo reales. La mujer miro durante un rato la tela a medio terminar en el telar.

—¿Qué tejerá Weard a continuación? —preguntó en voz baja.

—Una mortaja —dijo el Errante—, a menos que desvíes la lanzadera por un nuevo camino,

Ella se volvió para mirarlo y contestó, casi en torno de burla:

—¿Yo? Sólo soy una mujer. Es mi hijo Hathawulf el que ahora dirige a los tervingos.

—Tu hijo. Es joven, y ha visto menos mundo que su padre a su edad. Tú, Ulrica, hija de Atanarico, esposa de Tharasmund, tienes conocimiento y fuerza, así como la paciencia que deben adquirir las mujeres. Si lo decides, puedes dar a Hathawulf sabios consejos. Y.. está acostumbrado a escucharte.

—¿Y si me caso de nuevo? Su orgullo levantará un muro entre nosotros.

—De alguna forma tengo la sensación de que no lo harás.

Ulrica miró el crepúsculo.

—No, no es mi deseo. Ya he tenido suficiente. —Se volvió hacia el rostro ensombrecido—. Me pedís que permanezca aquí y conserve el poder que pueda tener sobre él y su hermano. Bien, ¿qué debo decirles, Errante?

—Habla con sabiduría. Te será duro tragarte tu orgullo y no buscar vengarte de Ermanarico. Más duro aún será para Hathawulf. Pero seguro que comprendes, Ulrica, que sin el liderazgo de Tharasmund, la enemistad sólo puede terminar de una forma. Haz que tus hijos comprendan que a menos que lleguen a un acuerdo con el rey, esta familia está condenada.

Ulrica guardó silencio mucho tiempo. Al final dijo:

—Tenéis razón y lo haré. —Una vez más sus ojos buscaron los de Carl entre la oscuridad—. Pero será por necesidad, no por deseo. Porque si alguna vez tenemos la oportunidad de hacer daño a Ermanarico, seré la primera en exigirlo. Y nunca nos inclinaremos ante ese trol, ni sufriremos con mansedumbre nuevas desgracias de su mano. —Sus palabras le golpearon como un halcón—. Lo sabéis bien. Vuestra sangre está en mis hijos.

—He dicho lo que debía decir. —Suspiró el Errante . Ahora haz lo que puedas.

Volvieron a la fiesta. Por la mañana se fue.

Ulrica siguió bien el consejo, aunque con amargura. No era fácil la tarea, hacer que Hathawulf y Solbern lo aceptasen. Ellos gritaron palabras referidas al honor y al buen nombre. Ella les dijo que el valor no era lo mismo que la estupidez. Jóvenes, sin preparar, sin las habilidades del liderazgo, simplemente no tenían ninguna esperanza de convencer a suficientes godos para que se rebelasen. Liuderis, al que ella había llamado, la apoyó a disgusto. Ulrica les dijo a sus hijos que no tenían derecho a causar la destrucción de la casa de su padre.

Mejor sería que negociasen, que llevaran el caso ante la Gran Asamblea y aceptaran la decisión si el rey también lo hacía. Los que habían sufrido el daño no eran familiares muy cercanos; sus herederos podrían mejor aprovechar la compensación que les habían ofrecido que la venganza de otros; muchos jefes y terratenientes se alegrarían de que los hijos de Tharasmund hubiesen evitado la división del reino, y en los años posteriores los tratarían con respeto.

—Pero recuerda lo que temía padre —dijo Hathawulf—. Si cedemos ante Ermanarico, hará más presión.

Ulrica apretó los labios.

—No he dicho que debáis permitir tal cosa—contestó—. No, si lo intenta, ¡entonces por el Lobo de Tiwaz, sabrá lo que es pelear! Pero mi esperanza es que sea demasiado sagaz. Se contendrá.

—Hasta tener el poder para destruirnos,

—Oh, eso llevará tiempo, y mientras tanto, claro está, nosotros buscaremos con calma nuestra propia fuerza. Recordad, sois jóvenes. Si no sucede nada más, le sobreviviréis. Pero podría ser que no necesitaseis esperar tanto tiempo. A medida que envejezca.

De esa forma, día a día, semana a semana, Ulrica calmó a sus hijos hasta que se sometieron a sus deseos.

Randwar los llamó cuervos traicioneros. Casi hubo golpes. Swanhild se arrojó entre 61 y sus hermanos.

—¡Sois amigos! —gritó.

No podían hacer más que recorrer el camino hacia una especie de calma.

Más tarde Swanhild consoló a Randwar. Ella y él paseaban juntos por un camino en el que crecían moras, los árboles buscaban y atrapaban la luz del sol y los pájaros cantaban. Ella tenía el pelo largo y dorado, sus ojos eran grandes y azules como el cielo engarzados sobre un rostro delicado y se movía como un cervatillo.

—¿Siempre tienes que estar triste? —preguntó—. Este día es demasiado hermoso para eso.

—Pero ellos, los que me criaron —dijo Randwar con voz entrecortada—, yacen sin ser vengados.

—Estoy segura de que saben que te encargarás de eso en cuanto puedas, y serán pacientes. Tienen hasta el fin del mundo, ¿no? Vas a ganarte un nombre que hará que ellos también sean recordados; espera y verás... ¡Mira, mira! ¡Mariposas! ¡La puesta de sol está viva!

Aunque Randwar ya nunca más reveló a Hathawulf y Solbern lo que le pasaba por el corazón, volvió a llevarse bien con ellos. Después de todo, eran los hermanos de Swanhild.

Hombres que sabían hablar diplomáticamente recorrieron el camino entre Heorot y el rey. Ermanarico los sorprendió aceptando más que antes. Era como si sintiese, después de que su oponente Tharasmund hubiese desaparecido, que podía permitirse algo más de generosidad. No estaba dispuesto a pagar doble compensación, porque sería admitir que había hecho algo mal. Sin embargo, dijo, si aquellos que sabían dónde estaba escondido el tesoro lo llevaban a la siguiente Gran Asamblea, él dejaría que los representantes decidiesen quién era su dueño.

Ése fue el acuerdo. Pero mientras se realizaba el regateo, Hathawulf, guiado por Ulrica, hizo que otros hombres hiciesen una ronda, y el mismo habló con muchos propietarios, Así fue hasta la reunión posterior al equinoccio de otoño.

En ella el rey defendió su derecho al tesoro. Era una costumbre antigua, dijo, que cualquier cosa de valor que un hombre fiel pudiese ganar mientras luchaba al servicio de su señor fuese para ese señor, que repartiría el botín entre aquellos que se lo mereciesen o cuyo favor necesitase. En caso contrario, la guerra se convertiría en una lucha de cada soldado para sí mismo; la fuerza del grupo se reduciría, ya que la avaricia podía más que la gloria; las tropas se dedicarían a luchar por el botín. Embrica y Fritla lo sabían bien, pero prefirieron no obedecer la ley.

Después, tomaron la palabra representantes que Ulrica había escogido, para asombro del rey. No había esperado que fuesen tantos.

En formas diferentes, defendieron la misma idea. Sí, los hunos y sus vasallos alanos eran enemigos de los godos. Pero ese año Ermanarico no había luchado contra ellos. El ataque fue un acto que Embrica y Fritla habían realizado por sí solos, como si de una empresa comercial se tratara. Habían ganado con justicia el tesoro y era suyo.

La discusión fue larga y acalorada, tanto en la sala del consejo como en las casetas levantadas fuera, en el campo. Aquello era más que una cuestión de ley; se trataba de decidir qué voluntad debía prevalecer. Las palabras de Ulrica, en boca de sus hijos y sus mensajeros, habían convencido a muchos hombres de que, aunque Tharasmvind se hubiese ido —sí, porque Tharasinund se había ido—, sería mejor reprender al rey.

No todos estaban de acuerdo o no se atrevían a decir que lo estaban. Por tanto, al final los godos votaron por dividir el tesoro en tres partes iguales, una para Ermanarico, y una para cada hijo de Embrica y Fritla. Como los hombres del rey habían matado a esos hijos, los dos tercios serían para Randwar el adoptado. De la noche a la mañana, se hizo rico.

Ermanarico se fue lívido y mudo de la reunión. Pasó mucho tiempo antes de que alguien reuniese el coraje para hablar con él. Sibicho fue el primero. Se lo llevó a un lado y hablaron durante horas. Lo que dijeron nadie lo oyó; pero después Ermanarico se manifestó de mejor humor.

Cuando llegaron las noticias a Heorot, Randwar murmuró que si la comadreja se sentía feliz eso era malo para los pájaros. Pero el resto del año transcurrió en paz.

Al verano siguiente, que también había sido tranquilo, sucedió algo extraño. El Errante apareció en el camino del oeste, corno hacía siempre. Liuderis guió a los hombres para recibirlo y escoltarlo.

—¿Cómo está Tharasmund y su pueblo? —dijo el recién llegado.

—¿Qué? —contestó Liuderis asombrado—. Tharasmund está muerto, señor. ¿Lo habéis olvidado? Vos mismo estuvisteis en su funeral.

El Gris se detuvo apoyándose en su lanza como un hombre aturdido. De pronto, para los otros, el día parecía menos cálido y soleado.

—Cierto —dijo al fin, casi demasiado bajo—. Me he confundido. —Agitó los hombros, miró a los jinetes y dijo con voz más alta—. He tenido muchas cosas en la cabeza. Disculpadme, pero me parece que en esta ocasión no podré estar con vosotros. Dadles mis saludos. Os veré más tarde. —Se dio la vuelta y se alejó por el mismo camino por el que había venido.

Los hombres lo miraron fijamente, asombrados, e hicieron gestos para alejar los malos augurios. Un poco después, un vaquero vino a la casa y contó que el Errante se había encontrado con él en un prado y le había interrogado durante mucho tiempo sobre la muerte de Tharasmund. Nadie sabía lo que aquello podía indicar, pero una sirviente cristiana dijo que el hecho demostraba que los antiguos dioses tenían cada vez menos fuerza y se desvanecían.

En cualquier caso, los hijos de Tharasmund recibieron al Errante con deferencia cuando regresó en otoño. No se atrevieron a preguntar cual había sido el problema en la ocasión anterior. Por su parte, se manifestaba más abierto que antes y, en lugar de un día o dos, se quedó un par de semanas. La gente comentó la atención que prestaba a los jóvenes hermanos, Swanhild y Alawin.

Claro está, era con Hathawulf y Solbern con los que hablaba en serio. Los animó a que uno de ellos o los dos fuesen al oeste al año siguiente, como su padre había hecho en su juventud.

—Os servirá bien conocer los países romanos y cultivar la amistad de los visigodos —dijo—. Yo mismo puedo acompañaros para guiaros, daros consejo y hacer de intérprete.

—Me temo que no podemos —contestó Hathawulf—. Todavía no. Los hunos son cada vez más fuertes y atrevidos. Han empezado a atacar otra vez nuestras granjas. Por poco que nos guste, debemos admitir que el rey Ermanarico tiene razón cuando anuncia guerra para la llegada del verano; y Solbern y yo no nos quedaremos atrás.

—No —dijo su hermano—, y no sólo por el honor. Hasta ahora el rey ha contenido su ruano, pero no es ningún secreto que no nos tiene aprecio. Si nos ganamos fama de cobardes y reticentes, y luego se produce una amenaza, ¿quien se atrevería o querría luchar de nuestro lado?

El Errante pareció más triste por eso que por lo que aparentemente esperaba. Al fin dijo:

—Bien, Alawin cumplirá doce años... demasiado joven para ir con vosotros, pero lo suficientemente mayor para venir conmigo. Dejadle.

Eso lo consintieron, y Alawin enloqueció de alegría. Viéndole dar volteretas por el suelo, el Errante agitó la cabeza y murmuró:

—Cómo se parece a Jorith . Pero claro, desciende de ella por ambas partes. —Con brusquedad, le dijo a Hathawulf—: ¿Cómo os lleváis, él, Solbern y tú?

—Muy bien —dijo el jefe guerrero, tomado por sorpresa—. Es un buen chico.

—¿Nunca os peleáis con él?

—Oh, no más de lo que de vez en cuando obliga su imprudencia. —Hathawulf se acarició su joven barba sedosa—. Sí, nuestra madre no le aprecia. Siempre ha sido muy rencorosa. Pero a pesar de lo que digan algunos tontos, no domina a sus hijos. Si su consejo nos parece sabio, lo seguirnos. Si tío, pues no.

—Aferraos al amor que sentís entre vosotros —pareció pedir el Errante, más que aconsejar u ordenar—. Algo muy raro en este mundo.

Cumpliendo su promesa, volvió en primavera. Hathawulf le había preparado vestimenta adecuada a Alawin, caballos, un séquito y oro y pieles para comerciar. El Errante mostró los preciosos regalos que llevaba, que les ayudarían a ganar una buena posesión durante el viaje. Recogiéndose las mangas, abrazó a los dos hermanos y a la hermana.

Durante mucho tiempo miraron cómo se alejaba la caravana. Alawin parecía tan pequeño y su pelo agitado tan brillante, en comparación con la silueta gris y azul que cabalgaba a su lado. No manifestaron lo que pensaban. cómo una visión tan lejana recordaba que Wodan era el dios que guiaba las almas de los muertos.

Pero al cabo de un año todos volvieron con buena salud. Los miembros de Alawin se habían alargado, su voz era más profunda y estaba lleno de lo que había visto, oído y hecho.

Hathawulf y Solbern tenían noticias menos agradables. La guerra contra los hunos del verano anterior no había ido muy bien. Unos jinetes siempre terribles por su destreza y estribos, los hunos habían aprendido a moverse bajo el estricto control de un líder astuto. No habían derrotado a los godos en ninguna de la batallas que libraros, pero habían ocasionado grandes pérdidas, y no podía decirse que hubiesen sido derrotados. Reducidas por los ataques sorpresa, el hambre y la falta de botín, las tropas de Ermanarico al final tuvieron que retirarse por los interminables prados. No lo intentaría de nuevo este año; no podía.

Por tanto, era un alivio escuchar a Alawin noche tras noche mientras la gente se reunía para beber. Las fabulosas regiones de Roma despertaban los sueños. Sin embargo, parte de lo que contó hizo que Hathawulf y Solbern fruncieran el ceño, causó perplejidad en Randwar y Swanhild y despertó las miradas furiosas de Ulrica. ¿Por qué el Errante había viajado como lo había hecho?

No había llevado primero al grupo a Constantinopla por mar, como hiciera con Tharasmund. En lugar de eso, habían viajado por tierra hasta territorio visigodo, donde se quedaron durante meses. Habían presentado sus respetos al pagano Atanarico, pero permanecieron mas tiempo en la corte de] cristiano Fritigerno. Cierto, no sólo este último era mas joven sino que tenía mayor número de hombres bajo su mando, aunque Atanarico seguía hostigando a los cristianos que vivían en las zonas que él controlaba.

Cuando al final el Errante consiguió permiso para pasar al Imperio y cruzó el Danubio para entrar en Mesia, una vez más pasó el tiempo entre los godos cristianos, en el asentamiento de Ulfilas, y animó a Alawin a hacer amigos también allí. Más tarde el grupo visitó Constantinopla, pero no durante mucho tiempo. El Errante pasó gran parte de ese periodo explicando al joven las costumbres romanas. A finales del otoño volvieron al norte y pasaron el invierno en la corte de Fritigerno. El visigodo pretendía que se bautizara, y Alawin lo hubiese hecho después de ver las iglesias y otros edificios majestuosos en el viaje. Al final se negó, pero con amabilidad, explicando que no podía enfrentarse a sus hermanos. Fritigerno lo aceptó bien, y se limitó a decir:

—Que pronto llegue el día en que las cosas cambien para ti.

Llegada la primavera, habiéndose secado el lodo en los caminos, el Errante llevó a casa al joven y a los hombres. No se quedó allí.

Ese verano Hathawulf se casó con Anslaug, hija del jefe Taifal. Ermanarico había intentado evitar esa unión.

Poco después, Randwar buscó a Hathawulf y le preguntó si podían hablar a solas. Ensillaron un par de caballos y cabalgaron hasta los pastos. Era un día de viento y floración a lo largo de millas de hierba leonada. Las nubes se apresuraban blancas por la inmensidad; sus sombras corrían por el mundo. El ganado pastaba en grupos dispersos. Los pájaros saltaban del suelo y en lo alto se agitaba un halcón. La frialdad del aire estaba veteada de tierra cocida por el sol y aroma de flores.

—Creo saber lo que quieres —dijo Hathawulf con sagacidad.

Randwar se pasó una mano por el pelo rojo.

—Sí. A Swanhild como esposa.

—Humm. Parece gustarle tenerte cerca.

—¡Nos tendremos mutuamente! —gritó Randwar. Recuperó la compostura—. Te iría bien a ti. Soy rico; y anchos campos en barbecho me esperan, en la tierra de los greutungos.

Hathawulf frunció el ceño.

—Eso está muy lejos, Aquí podemos defendernos juntos.

—Allí me recibirán con alegría muchos terratenientes. No perderás un compañero, ganarás un aliado.

Aun así Hathawulf se resistió, hasta que Randwar dijo:

—Sucederá de todas formas. Nuestros corazones lo han decidido. Mejor que sigas los deseos de Weard.

—Siempre has sido imprudente —dijo el jefe guerrero, no sin amabilidad, aunque la inquietud se distinguía en su tono—. Tu creencia de que los meros sentimientos entre un hombre y una mujer son suficientes para construir un buen matrimonio no dice mucho de tu juicio. Dejado a tu propia voluntad, ¿qué cosas poco sabias podrías hacer?

Randwar abrió la boca. Antes de que tuviera tiempo de enfadarse, Hathawulf le puso una mano en el hombro y siguió hablando, mientras sonreía con algo de tristeza:

—No pretendía insultarte. Sólo quiero que lo pienses dos veces. No está en tu naturaleza, lo sé, pero te pido que lo intentes. Por Swanhild.

Randwar demostró que podía contener su lengua.

Cuando regresaron, Swanhild corrió al patio. Agarró la rodilla de su hermano. Soltó en torrente su impaciencia:

—Oh, Hathawulf, está bien, ¿no? Dijiste que sí, sé que lo hiciste. Nunca me has hecho tan feliz.

El resultado fue una gran fiesta de bodas que agitó y estremeció Heorot aquel otoño. Para Swanhild sólo había una sombra, que el Errante se encontrase en otro lugar. Ella había dado por hecho que él la bendeciría a ella y a su hombre. ¿No era él el Guardián de su familia?

Mientras tanto, Randwar envió hombres al este a sus posesiones. Levantaron una nueva casa donde había estado la de Embrica y la acondicionaron bien. La joven pareja viajó hasta allí en espléndida compañía. Swanhild atravesó el umbral con aquellas ramas de hoja perenne que traían la bendición de Frija; Randwar dio una fiesta para los vecinos, y allí se establecieron.

Pero pronto, a pesar de lo mucho que amaba a su esposa, partía a menudo durante días. Recorría el país de los greutungos para conocer a sus habitantes. Cuando un hombre le parecía del temperamento adecuado, Randwar se lo llevaba aparte y hablaban de otras cosas además del ganado, el comercio y los hunos.

En un día oscuro antes del solsticio, cuando unos pocos copos de nieve caían sobre la tierra congelada, los perros ladraron fuera del salón. Randwar cogió una lanza de la puerta y salió a ver qué sucedía. Dos fuertes granjeros lo siguieron, igualmente armados. Pero cuando reconoció la alta silueta que caminaba por su patio, Randwar clavó el arma y gritó:

—Hail! ¡Bienvenido!

Al oír que no había peligro, Swanhild salió corriendo. Sus ojos y pelo, bajo un pañuelo de esposa, y el vestido blanco que acariciaba su agilidad eran lo único brillante alrededor. Habló con alegría:

—¡Oh, Errante, querido Errante, bienvenido!

Él se acercó hasta que ella pudo ver bajo el sombrero y se llevó la mano a los labios.

—Pero estáis lleno de congoja —dijo alterada—. ¿No es así? ¿Qué pasa?

—Lo siento —contestó con palabras pesadas como piedras—. Algunas cosas deben permanecer en secreto. Me mantuve apartado de vuestra boda porque no podía llevar la tristeza. Ahora... Bien, Randwar, he recorrido un camino agitado. Déjame tornar algo caliente y recordar viejos tiempos.

Algo de su viejo interés se manifestó esa noche cuando un hombre cantó un poema sobre la última campaña en tierra de los hunos. A cambio él contó nuevas historias, aunque con menos ánimo que antaño, como si tuviese que obligarse a hacerlo. Swanhild suspiraba de felicidad.

—No puedo esperar a que mis hijos puedan oíros —dijo, aunque todavía no esperaba a ninguno. Se asustó un poco al ver que él se estremecía.

Al día siguiente se alejó con Randwar. Pasaron horas a solas. Más tarde el greutungo le dijo a su mujer:

—Me advirtió una y otra vez del odio que Ermanarico siente por nosotros. Aquí estamos, en medio de la región tribal del rey sin fuerza firme mientras nuestra fortuna siga atrayéndolo con su brillo. Quería que retirásemos las empalizadas y nos trasladásemos pronto, muy lejos, hasta el oeste de la tierra de los godos. Claro está, no puedo. Ya he estado sondeando a los hombres sobre la posibilidad de unirnos contra el rey para resistir su autoritarismo y, si es necesario, luchar. El Errante dijo que no podía esperar mantenerlo en secreto y que era una locura.

—¿Qué contestaste a eso? —preguntó ella un tanto asustada.

—Dije que los godos libres tienen el derecho a abrir sus mentes unos a otros. Y dije que mis padres adoptivos nunca habían sido vengados. Si los dioses no hacen justicia, deben hacerla los hombres.

—Deberías escucharlo. Sabe más de lo que llegaremos a saber nosotros.

—Bien, no voy a ser imprudente. Esperaré mi oportunidad. Puede que no se necesite más. Los hombres a menudo mueren antes de su tiempo; si lo hacen hombres buenos como Tharasmund, ¿por qué no los malvados como Ermanarico? No, querida, nunca huiremos de éstas nuestras tierras, que pertenecen a nuestros hijos por nacer. Por tanto, debemos prepararnos para defenderlas, ¿no? —Randwar se abrazó a Swanhild—. Vamos —rió—, empecemos por encargarnos de esos hijos.

El Errante no podía cambiar su decisión y, al cabo de unos días, dijo adiós.

—Creo... —vaciló—. No puedo... ¡Oh, niña, te pareces tanto a Jorith! —La abrazó, la besó, la soltó y se alejó. Con asombro, la gente lo oyó llorar.

Pero entre los tervingos se presentó férreo. Mucho tiempo pasó allí en los meses siguientes, tanto en Heorot como entre los terratenientes, hombres libres o campesinos, trabajadores y marineros.

Incluso viniendo de él, lo que les conminaba a hacer era algo que no podían aceptar con rapidez. Quería que tuviesen lazos más estrechos con el oeste. No sólo iban a ganar por el incremento del comercio. Si les atacaba algún enemigo —digamos, por ejemplo, los hunos entonces tendrían un lugar al que ir. Al verano siguiente, debían enviar hombres y bienes a Fritigerno, que los protegería; y que conservasen barcos, carruajes, herramientas y comida a la espera; y que muchos de ellos aprendiesen sobre las tierras intermedias y cómo atravesarlas con seguridad.

Los ostrogodos estaban sorprendidos y murmuraban entre sí. Dudaban de un crecimiento rápido del comercio con tales distancias, y por tanto no tenían demasiados deseos de arriesgar trabajo y dinero. Y en cuanto a abandonar sus hogares, eso era impensable. ¿Decía la verdad el Errante? Y de todas formas, ¿quién era? En ocasiones lo trataban como un dios, y parecía llevar allí mucho tiempo; pero él mismo no se definía como tal. Podía ser un trol, un hechicero, o —decían los cristianos— un demonio enviado para tentar a los hombres. O simplemente la edad podría estar volviéndolo tonto.

El Errante siguió con su plan. Algunos de los que lo escucharon encontraron sus palabras dignas de mayor consideración; y a algunos jóvenes los enardeció. Entre estos últimos se encontraba Alawin de Heorot... aunque Hathawulf se volvió pensativo y Solbern se apartó.

El Errante recorrió de un lado a otro la tierra, hablando, planeando, ordenando. Para el equinoccio de otoño ya tenía una base de lo que quería. Oro, bienes y hombres para cuidarlos se encontraban ya en el trono de Fritigerno al oeste; Alawin iría allí al año siguiente, para conseguir mas comercio, sin que importase su juventud; en Heorot y otras muchas casas los ocupantes partirían inmediatamente en caso necesario.

—Os habéis agotado por nosotros —le dijo Hathawulf al final de su último día en el salón—. Si sois uno de los Anses, entonces no son infatigables.

—No —susurró el Errante—. Ellos también perecerán en la destrucción del mundo.

—Pero seguro que eso queda muy lejos en el tiempo.

—Un mundo tras otro han caído en ruinas desde siempre, hijo milo, y lo seguirán haciendo en los años y miles de años por venir. He hecho por ti lo que he podido.

Anslaug, la mujer de Hathawulf, entró para despedirse. De su pecho mamaba su primer nacido. La mirada del Errante se dirigió al pequeño.

—Aquí está el mañana —susurró.

Nadie comprendió lo quería decir. Pronto se alejaba, él y su lanza bastón, por un camino en el que las últimas hojas caídas volaban empujadas por un viento frío.

Y poco después de eso llegó la terrible noticia a Heorot.

Ermanarico el rey había dicho que tenía la intención de hacer una incursión en tierras de los hunos. No sería una guerra formal, como las que habían fracasado hasta entonces. Por tanto no pidió tropas, sino sólo su guardia, varios cientos de guerreros que conocía bien y sabía fieles. Con un golpe rápido y ágil podrían matar gran parte de su ganado. Con suerte, podrían pillar por sorpresa dos o tres de sus campamentos. Los godos asintieron cuando la noticia llegó a sus casas. Con cuervos más gordos en el este y la sucia escoria de la estepa reducida quizá podrían retirarse al lugar donde habían nacido.

Pero cuando hubo reunido a sus tropas, Ermanarico no partió inmediatamente. De pronto, allí estaba, en el salón de Randwar, mientras que los hogares de los amigos de Randwar ardían en llamas de horizonte a horizonte.

La lucha fue breve, tal era la fuerza que el rey había hecho caer sin avisar sobre un joven. Empujado, con las manos atadas a la espalda, Randwar salió a su patio. La sangre le corría por el cráneo. Había matado a tres de los que habían venido por él, pero las órdenes eran capturarlo con vida, y ellos le dieron con palos y mangos hasta que cayó.

Era una tarde triste, en la que el viento gemía. El humo se mezclaba con el sonido de la destrucción. La puesta de sol se consumía. Unos pocos defensores muertos yacían sobre las piedras. Swanhild se encontraba entumecida en manos de dos guerreros, cerca de Ermanarico que no había desmontado. Era como si ella no entendiese lo sucedido, como si nada fuese real excepto el niño que llevaba en el vientre.

Los hombres del rey llevaron a Randwar a su presencia. Miró al prisionero.

—Bien —dijo—, ¿qué tienes que decir en tu defensa?

Randwar habló con dificultad, aunque mantenía la cabeza erguida.

—Que no ataqué por sorpresa a alguien que no me había hecho nada.

—Bien, veamos. —Los dedos de Ermanarico peinaron una barba que se estaba volviendo blanca—. Bien, veamos. ¿Está bien conspirar contra tu señor? ¿Está bien moverse con sigilo para atacar?

—Yo... no he hecho nada de eso... no haría sino preservar el honor y la libertad... de los godos... —La garganta seca de Randwar no podía sacar más.

—¡Traidor! —gritó Ermanarico , y lanzó una larga invectiva. Randwar permaneció caído, como si no oyese nada.

Cuando Ermanarico se dio cuenta, se detuvo.

—Basta —dijo—. Colgadlo del cuello y abandonadlo a los cuervos, como a un ladrón,

Swanhild gimió y se resistió. Randwar le dirigió una mirada empañada antes de enfrentarse al rey y decir:

—Si me cuelgas, tengo a Wodan por antepasado. Él... me vengará...

Ermanarico lanzó una patada y golpeó a Randwar en la boca.

—¡Colgadlo!

De un cobertizo salía una viga en voladizo. Los hombres ya habían pasado una cuerda por ella.

Pusieron el lazo alrededor del cuello de Randwar, lo colgaron en lo alto y ataron la cuerda con rapidez. Se resistió mucho en el aire antes de colgar libre al viento.

—¡Sí, el Errante te matará, Ermanarico! —rugió Swanhild—. ¡Te maldigo como viuda, asesino, y lanzo a Wodan contra ti! ¡Errante, llevadlo a la caverna más oscura del infierno!

Los greutungos se estremecieron, hicieron gestos y sacaron talismanes. El propio Ermanarico mostró inquietud. Sibicho, subido a un caballo a su lado, dijo:

—¿Llama a sus antepasados brujos? ¡No permitáis que viva! ¡Que la tierra se purifique de la sangre que lleva!

—Sí —dijo Ermanarico recuperando la voluntad. Dictó sus órdenes.

El miedo más que otra cosa hizo correr a los hombres. Los que sostenían a Swanhild la abofetearon hasta que se tambaleó y la patearon en medio de¡ patio. Ella yacía aturdida sobre las piedras. Los jinetes se reunieron a su alrededor, forzando a los caballos, que relinchaban y se resistían.

Cuando se retiraron, no quedaba más que una masa roja y trozos blancos.

Cayó la noche. Ermanarico festejó con sus tropas la victoria en el salón de Randwar. Por la mañana encontraron el tesoro y se lo llevaron. La cuerda gemía allí donde Randwar colgaba sobre lo que había sido Swanhild.

Ésas fueron las noticias que los hombres llevaron a Heorot. Se habían apresurado a enterrar a los muertos. La mayoría no se atrevió a hacer más, pero unos cuantos greutungos sentían deseos de venganza, como todos los tervingos.

La furia y la pena dominaron a los hermanos de Swanhild. Ulrica se portaba con mayor frialdad, encerrada en sí misma. Pero cuando preguntaron qué podían hacer, incluso aunque otras tribus habían llegado desde lejos... ella se los llevó a un lado y hablaron hasta que cayó la impaciente noche.

Los tres entraron en el salón. Dijeron lo que habían decidido. Mejor atacar inmediatamente. Cierto, el rey lo esperaría, y mantendría la guardia cerca durante un tiempo. Sin embargo, por lo que habían dicho los testigos que la habían visto pasar, no era mucho mayor que la que ahora ocupaba el salón. Un ataque sorpresa de hombres valientes podría derrotarla. Esperar daría a Ermanarico tiempo y sin duda, contaba con el tiempo necesario para aplastar a todos los godos del este que eran libres.

Los hombres rugieron su disposición. El joven Alawin se unió a ellos. Pero de pronto la puerta se abrió, y allí estaba el Errante. Severamente ordenó al último hijo de Tharasmund que esperase allí, antes de volver a la noche y al viento.

Firnies, Hathawulf, Solbern y sus hombres cabalgaron al amanecer.

1935

Fui a casa para estar con Laurie. Pero, al día siguiente, cuando regresé después de un largo paseo, no me estaba esperando. En su lugar, Manse Everard se levantó de mi sillón. Su pipa había vuelto acre y neblinoso el aire.

—¿Eh? —fue cuanto pude decir.

Se acercó. Sentí sus pisadas. Tan alto como yo y con más peso, parecía elevarse por encima de mí. Su expresión era neutra. La ventana que tenía a la espalda lo enmarcaba contra el cielo.

—Laurie está bien —dijo maquinalmente—. Le pedí que saliese. Esto ya será problemático sin que ella esté presente para sentirse herida y afectada.

Me cogió por el hombro.

—Siéntate, Carl. Ha sido duro, eso está claro. Pretendías tomarte unas vacaciones, ¿no?

Me arrojé sobre el asiento y miré la alfombra.

—Tengo que hacerlo —murmuró. Oh, ataré los cabos sueltos, pero primero... Dios, ha sido terrible...

—No.

—¿Qué? —Levanté la vista. Me miraba desde arriba, con los pies separados, los puños en la cintura, haciéndome sombra—. Ya te lo he dicho, no puedo seguir.

—Puedes y lo harás —gruñó—. Volverás conmigo a la base. Inmediatamente. Has tenido una noche de sueño. Bien, eso es todo lo que tendrás hasta que esto acabe, Ni tampoco tranquilizantes. Tendrás que sentirlo todo intensamente mientras sucede. Tendrás que estar completamente alerta. Además, no hay nada como el dolor para enseñar de forma permanente una lección. Y quizá más importante: si no dejas que el dolor salga, de la forma en que la naturaleza lo pretendía, nunca te librarás de él. Serás un hombre perseguido. La Patrulla merece algo mejor. Y también Laurie. E incluso tú mismo.

—¿De qué hablas? —pregunté mientras el horror se levantaba a mi alrededor.

—Tienes que terminar lo que empezaste. Cuanto antes, mejor, por ti sobre todo. ¿Qué vacaciones podrías tener si supieses lo que te espera? Te destruiría. No, haz el trabajo inmediatamente, que quede atrás en tu línea de mundo; luego podrás descansar y empezar a recuperarte.

Agité la cabeza, no como negativa sino confundido.

—¿Lo he hecho mal? ¿Cómo? Presenté mis informes regularmente, Si me estaba desviando de nuevo, ¿por qué no me llamó ningún oficial para que me explicase?

—Eso es lo que hago, Carl. —Algo de amabilidad tiñó la voz de Everard. Se sentó frente a mí y ocupó las manos con la pipa.

»Los bucles causales a menudo son cosas muy sutiles —dijo. A pesar del tono suave, la frase captó toda mi atención. Asintió—. Si. Aquí tenemos uno. El viajero en el tiempo se convierte en la causa de los mismos sucesos que va a investigar o tratar de alguna otra forma.

—Pero... no, Manse, ¿cómo? —protesté—. No he olvidado los principios, no los olvidé en el campo o en cualquier otro sitio. Cierto, me convertí en parte del pasado, pero una parte que encajaba con lo que ya estaba allí. Ya lo discutimos en la investigación... y corregí los errores que estaba cometiendo.

El encendedor de Everard produjo un sorprendente ruido en la habitación.

—He dicho que pueden ser muy sutiles —repitió—. Examiné con mayor profundidad el caso por una corazonada, una sensación incómoda de que algo no iba bien. Representaba mucho más que leer tus informes.., que, por cierto, son satisfactorios. Simplemente son insuficientes. No por tu culpa. Incluso con mucha experiencia a las espaldas, probablemente no hubieses apreciado las consecuencias por estar tan íntimamente implicado en los acontecimientos. Yo tuve que sumergirme en ese entorno, y recorrerlo de un extremo a otro, antes de que la situación se me presentase con claridad.

Chupó con fuerza la pipa.

—Los detalles técnicos no importan —siguió diciendo—. Básicamente, tu Errante cobró más fuerza de lo que habías previsto. Resulta que de los poemas, historias y tradiciones que fluyen de esos siglos transmutando, cruzándose, influyendo en otras gentes, en gran parte

te tienen a ti como fuente, no al Wedan mítico, sino a la persona físicamente presente, tú.

Había previsto aquello y presenté mi defensa.

—Un riesgo calculado desde el principio —dije—. No es raro. Si se produce una retroalimentación como ésa tampoco es un desastre. Lo que mi equipo busca no son más que palabras, orales y literarias. Su inspiración original no importa. Ni tampoco afecta a la historia subsecuente... sí o no durante un tiempo allí había un hombre que algunos individuos tomaron por uno de sus dioses... siempre que el hombre no se aprovechase de su posición —vacilé—. ¿Cierto?

Él cortó mis vanas esperanzas.

—No necesariamente. Ciertamente no en este caso. Un bucle causal incipiente es siempre peligroso, ya lo sabes. Puede producir una resonancia y los cambios históricos que produzca multiplicarse de forma catastrófica. La única forma de hacer que sea seguro es cerrarlo. Cuando la serpiente Ouroboros se muerde su propia cola no puede morder nada más.

—Pero... Manse, dejé a Hathawulf y Solbern camino de su muerte... Cierto, confieso que intenté evitarlo, suponiendo que no importaba para la humanidad como un todo. Fracasé. Incluso en algo tan minúsculo el continuo era demasiado rígido.

—¿Cómo sabes que fracasaste? Tu presencia a lo largo de las generaciones, el venerable Wodan, hizo más que poner tus genes en su familia. Dio corazón a sus miembros, los inspiró para ser grandes. Ahora al final la batalla contra Ermanarico parece fácil. Dada su convicción de que Wodan está de su lado, los rebeldes bien podrían ganar.

—¿Qué? Pretendes decir.. ¡Oh, Manse!

—No deben ganar —dijo.

La agonía se hizo más intensa.

—¿Por qué no? ¿A quién le importará dentro de unas décadas, y menos aún un milenio y medio después?

—A ti y a tus colegas —declaró implacable pero compasivo—. Pretendías investigar las raíces de una historia específica sobre Hamther y Sorli, ¿recuerdas? Sin mencionar a los poetas de las Eddas y los escritores de sagas que te preceden, y Dios sabe cuántos narradores antes que ellos, afectados de una forma pequeña que podría dar un resultado final muy grande. Pero especialmente Ermanarico es una figura histórica, importante en su época. La fecha y forma de su muerte forman parte de la historia. Lo que vino inmediatamente después agitó al mundo.

»No, no se trata de una ligera conmoción en la corriente del tiempo. Esto es un vórtice en formación. Tenemos que detenerlo. Y la única forma es completando el bucle causal, cerrando el anillo.

Mis labios formaron el inútil e innecesario «¿Cómo?», que la garganta y lengua no pudieron articular.

Everard dictó mi sentencia:

—Lo siento más de lo que imaginas, Carl. Pero la Saga volsunga cuenta que Hamther y Sorli casi ganaron, pero que, por razones desconocidas, Odín apareció y los traicionó. Y él eras tú, No podía ser nadie más que tú.

372

La noche había caído tarde. La luna, aunque casi llena, seguía oculta. Las estrellas arrojaban su brillo sobre colinas y bosques, donde yacían las sombras. El rocío empezaba a relucir sobre las piedras. El aire estaba frío y quieto excepto por el retumbar de los cascos al galope. Brillaban yelmos y lanzas, elevándose y ocultándose como olas bajo una tormenta.

En el mayor de sus salones, el rey Ermanarico bebía con sus hijos y la mayoría de sus guerreros. Los fuegos ardían, silbaban y chasqueaban en sus fosos. La luz de las lámparas brillaba entre el horno. Cornamentas, pilotes, tapices y tallas parecían moverse frente a las paredes y columnas, como hacía la oscuridad.

En los brazos y alrededor de los cuellos relucía el oro; los vasos entrechocaban y las voces sonaban fuertes. Los esclavos iban de un lado para otro sirviendo. Por encima, las tinieblas fluían sobre las vigas y llenaban el techo.

Ermanarico estaba feliz. Sibicho le daba la lata:

—Señor, no deberíamos entretenernos. Os lo concedo, un ataque directo contra el jefe guerrero de los tervingos sería peligroso, pero podemos empezar inmediatamente a minar sus apoyos en su tribu.

—Mañana, mañana —dijo el rey con impaciencia—. ¿No te cansas nunca de los complots y los trucos? Esta noche pertenece a la apetitosa doncella esclava que compré...

Fuera resonaron los cuernos. Un hombre apareció tambaleándose por la entrada del edificio. Tenía la cara cubierta de sangre.

—Enemigos... ataque... —Un rugido apagó su grito.

—¿A esta hora? —gimió Sibicho—. ¿Y por sorpresa? Deben de haber matado a los caballos para llegar hasta aquí... sí, y deben de haber matado por el camino a todo el que pudiese ir más rápido...

Los hombres saltaron de los bancos y fueron en busca de las cotas y las armas. Como estaban apiladas en la habitación de entrada, ésta se lleno inmediatamente de cuerpos. Se lanzaron juramentos y se levantaron puños. Los guardias que habían permanecido armados se apresuraron a formar una defensa frente al rey y su familia. Ermanarico siempre mantenía a un grupo bien armado.

En el patio, los guerreros reales dieron la vida para que sus compañeros del interior se preparasen. Los recién llegados cayeron sobre ellos en sobrecogedor número. Las hachas tronaban, las espadas chocaban, los cuchillos y las lanzas se hundían. Con la presión, los hombres heridos no se derrumbaban inmediatamente; los que lo hacían no volvían a levantarse.

A la cabeza del asalto, un joven gritó:

—¡Wodan está con nosotros! ¡Wodan, Wodan!. ¡Ah!. —Su espada volaba asesina.

Los defensores equipados apresuradamente se dispusieron a defender la puerta principal. El enorme joven fue el primero en atacarlos. A derecha e izquierda, los que lo seguían embistieron, golpearon, clavaron, patalearon, empujaron, rompieron la línea y pasaron por encima de los restos.

A medida que la vanguardia entraba en la sala principal, los soldados sin armar retrocedían. Los atacantes se detuvieron, jadeando, cuando su líder gritó:

—¡Esperad a los demás!

En el interior se apagó el sonido de la batalla, que proseguía en el exterior.

Ermanarico se sentó en la silla alta y miró por encima de los cascos de sus guardias.

—Hathawulf Taharsmundssori, ¿qué nueva traición planeas? —lanzó al otro lado del salón.

El tervingo levantó en alto la espada chorreante.

—Hemos venido a limpiar la tierra de tu presencia —gritó.

—Ten cuidado. Los dioses odian a los traidores.

—Sí —contestó Solbern a la altura de su hermano—, esta noche Wodan te llevará, a ti que rompes los juramentos, y maldita es la casa a la que De llevará.

Entraron más invasores; Liuderis los dispuso en formación.

—¡Adelante! —rugió Hathawulf.

Ermanarico había estado dando sus propias órdenes. Sus hombres carecían en su mayoría de cascos, cotas, escudos y armas largas. Pero cada uno llevaba al menos un cuchillo. Tampoco los tervingos vestían demasiado hierro. Eran en su mayoría terratenientes, que podían permitirse poco más que una chapa de metal y una cota de cuero endurecido, y que iban a la batalla sólo cuando el rey lo requería. Lo que Ermanarico había reunido eran guerreros de profesión; cualquiera de ellos podía tener una granja, un barco o algo similar, pero ante todo y primero era un guerrero. Habían sido entrenados para atacar junto con sus compañeros.

Los soldados del rey cogieron los caballetes y las tablas que habían sostenido y los usaron para defenderse. Los que tenían hachas y se habían retirado del exterior cortaron garrotes para sus compañeros de los revestimientos y pilares. Además, un cuchillo, una cornamenta cogida de la pared, el extremo de un cuerno para beber, una copa romana rota o una tea eran armas mortales. A medida que el combate era cada vez más cercano —carne contra carne, amigo en el paso de un amigo, empujando, tropezando, llenos de sangre y sudor— las espadas y las hachas resultaban cada vez menos útiles. Las lanzas y los palos eran inútiles, a no ser para los guardias que, desde su posición sobre los bancos junto a la silla alta, podían atacar desde arriba.

De esa forma la lucha se convirtió en desordenada, ciega, tan furibunda como el Lobo desatado.

Pero aun así, Hathawulf, Solbern y sus mejores hombres se abrieron paso, empujando, atacando, talando, cortando, clavando entre gritos y rugidos, golpes y choques, hacia delante, como vientos vivos... hasta que llegaron a su destino.

Allí estaban escudo contra escudo, acero contra acero, ellos y las tropas del rey. Ermanarico no se encontraba al frente, pero con descaro se alzaba sobre el asiento, a la vista de todos, agitando una lanza. A menudo miraba a Hathawulf o Solbern, y cada uno expresaba su odio.

Fue el viejo Liuderis el que rompió la defensa. La sangre le manaba de caderas y brazos, pero el hacha golpeaba de lado a lado; llegó hasta el banco y golpeó el cráneo de Sibicho. Agonizando, pudo decir:

—Una serpiente menos.

Hathawulf y Solbern pasaron sobre su cuerpo. Un hijo de Ermanarico se arrojó frente a su padre. Solbern derribó al muchacho. Hathawulf dio otro golpe. La lanza de Ermanarico se rompió. Hathawulf atacó de nuevo. El rey se retiró contra la pared. El brazo derecho le colgaba medio cortado. Solbern atacó por debajo, a la pierna izquierda, y le cortó los tendones. Ermanarico se derrumbó. Los dos hermanos se acercaron a matar. Sus seguidores luchaban para mantener a raya al resto de la guardia.

Alguien apareció.

La lucha se detuvo como la onda producida cuando una piedra cae al agua. Los hombres estaban boquiabiertos. Por entre las tinieblas inciertas, aún mayor por la cantidad de hombres presentes, apenas podían ver lo que flotaba sobre el trono.

Sobre el esqueleto de un caballo cuyos huesos eran de metal, iba sentado un hombre alto de barba gris. La capa y el sombrero lo ocultaban. En la mano derecha llevaba una lanza. Su punta, por encima de todas las demás armas y destacada contra la noche bajo el techo, se encendió... ¿un cometa, un mensajero de infortunios?

Hathawulf y Solbern bajaron sus armas.

—Antepasado —dijo el mayor al silencio—. ¿Habéis venido en nuestra ayuda?

La respuesta fue profunda, como no podía producirla ninguna garganta humana, fuerte y despiadada.

—Hermanos, vuestro destino está decidido. Recibidlo bien y vuestros nombres vivirán para siempre.

»Ermanarico, todavía no te ha llegado la hora. Envía a tus hombres por detrás y ataca a los tervingos por la espalda.

»Id, todos los que estáis aquí, a donde Weard quiera enviaros,

Se esfumó.

Hathawulf y Solbern estaban atónitos.

Mutilado, sangrando, Ermanarico aún pudo gritar:

—¡Obedeced! Aguantad los que estáis contra el enemigo. El resto coged la puerta de atrás, dad la vuelta. ¡Obedeced las palabras de Wodan!.

Sus guardaespaldas fueron los primeros en comprender. Rugieron de alegría y cayeron sobre los enemigo. Éstos retrocedieron, horrorizados, hacia la renovada confusión. Solbern permaneció en su lugar, caído bajo el trono, sobre un charco de sangre.

Los hombres del rey salieron en torrente por la pequeña salida. Corrieron apresurados a la parte delantera. La mayoría de los tervingos habían entrado. Los greutungos eran mayoría en el patio. A falta de mejor arma, arrancaron las piedras del suelo y las lanzaron. La luna que salía daba luz suficiente.

Aullando, los guerreros retomaron la sala de entrada. Se equiparon y cayeron sobre los invasores por ambos lados.

Terrible fue la batalla. Sabiendo que iban a morir pasase lo que pasase, los tervingos lucharon hasta caer. Hathawulf por sí solo acumuló una muralla de muertos frente a él. Cuando cayó, pocos quedaban para alegrarse.

El mismo rey no hubiese estado entre ellos si uno de sus súbditos no se hubiese apresurado a curar sus heridas. De esa guisa, lo sacaron, apenas consciente, del salón donde ya no quedaban sino los muertos.

1935

¡Laurie, Laurie!

372

La mañana trajo la lluvia. Conducida por el viento ululante, lo ocultaba todo excepto el asentamiento que se acurrucaba debajo, corno si el resto del mundo hubiese desaparecido. El rugido del tejado resonaba por toda Heorot.

La oscuridad del interior parecía mayor por el vacío. Ardían los fuegos, las lámparas alumbraban bien alto para nadie entre las sombras. El aire era pesado.

Había tres personas de pie cerca del centro. De lo que hablaban les impedía sentarse. De sus labios salía el aliento en hálitos blancos.

—¿Muertos? —murmuró Alawin aturdido—. ¿Todos ellos?

El Errante asintió.

—Sí —le volvió a decir—, aunque habrá tanta pena entre greutungos como entre tervingos. Ermanarico vive, pero mutilado y lisiado, y con dos hijos menos.

Ulrica le dirigió una mirada afilada.

—Si eso sucedió la pasada noche —dijo—, no habéis venido en ningún caballo terrestre para contárnoslo.

—Sabes quién soy —contestó él.

—¿Lo sé? —Levantó hacia él unos dedos doblados como espolones. La voz se hizo más aguda—. Si sois en verdad Wodan, se trata de un dios maldito, que no estaba dispuesto o no podía ayudar a mis dos hijos en un momento de necesidad.

—Calma, calma —le rogó Alawin, mientras miraba avergonzado al Errante.

Este último dijo con suavidad:

—Lloro contigo. Pero la voluntad de Weard no debe ser alterada. Y a medida que la historia de lo sucedido llegue al oeste, descubriréis que yo estaba allí, e incluso que salvé a Ermanarico. Sabed que frente al tiempo los propios dioses están indefensos. Hice lo que estaba destinado a hacer. Recordad que al enfrentarse al final que estaba decidido para ellos, Hathawulf y Solbern redimieron el honor de su casa, y ganaron para ellos mismos un nombre que vivirá mientras lo haga su raza.

—Pero Ermanarico permanece sobre la tierra —soltó Ulrica—. Alawin, el deber de la venganza ha pasado a ti.

—¡No! —dijo el Errante—. Su tarea es mayor que eso. Es salvar la sangre de la familia, la vida del clan. Por eso he venido.

Se volvió hacia el joven, que lo miraba con los ojos abiertos de par en par.

—Alawin —dijo—, conozco el futuro y es una pesada carga. Pero en ocasiones puedo usar ese conocimiento para evitar el mal. Escúchame bien, porque es la última vez que me oirás.

—¡Errante, no! —gritó Alawin. El aliento surgió de entre los labios de Ulrica.

El Gris levantó la mano que no sostenla la lanza.

—El invierno pronto estará sobre vosotros —dijo—, pero seguirán la primavera y el verano. El árbol de tu familia carece de hojas, pero sus raíces son fuertes, y volverá a ser verde... si no lo tala un hacha.

»Date prisa. Aunque está herido, Ermanarico buscará dar final, de una vez, a tu molesta estirpe. No puedes reunir un ejército tan grande corno el suyo.

»Si te quedas aquí, morirás.

»Piénsalo. Lo tienes todo listo para viajar al oeste, y entre los visigodos te espera una bienvenida. Será más cálida por la derrota que Atanarico sufrió este año a manos de los hunos en el río Dniester; necesitan nuevas almas llenas de esperanza. En unos días, podrías estar a la cabeza de la caravana. Los hombres de Ermanarico, cuando lleguen aquí, no encontrarán más que las cenizas del salón comunal, que tú incendiaste para evitar que lo tomasen y como pira en honor de tus hermanos.

»No estarás huyendo. No, te irás para forjar un mañana mejor. Alawin, ahora eres el único con la sangre de tu padre. Defiéndela bien.

La furia torció el rostro de Ulrica.

—Sí, siempre habéis hablado con suaves palabras —dijo estremeciéndose—. No escuches esas insidias, Alawin. Resiste. Venga a mis hijos... a los hijos de Tharasmund.

El joven tragó saliva.

—Realmente me harás... ir.. mientras el asesino de Swanhild, Randwar, Hathawulf, Solbern... ¿mientras viva? —dijo entrecortadamente.

—No debes quedarte —insistió el Errante con seriedad—. Si lo haces, entregarás la última vida que le queda a tu padre... al rey, junto con los hijos de Hathawulf, su esposa y tu propia madre. No hay deshonor en la retirada cuando te superan en número.

—Sí... podría reunir una hueste visigoda...

—No tendrás poder para hacerlo. Aguanta. Dentro de tres años oirás noticias sobre Ermanarico que te alegrarán. La justicia de los dioses caerá sobre él. Eso te lo prometo.

—¿Qué vale esa promesa? —rugió Ulrica.

Alawin llenó sus pulmones, enderezó los hombros, permaneció en silencio un momento y luego dijo:

—Madrastra, calma. Soy el hombre de la casa. Seguiremos el consejo del Errante.

El muchacho que había en él se manifestó por un momento:

—Oh, pero señor, antepasado... ¿realmente no volveremos a veros? ¡No nos abandonéis!

—Debo hacerlo —contestó el Gris—. Es necesario para ti. —De pronto añadió—: Sí, es mejor que me vaya inmediatamente. Adiós. Buen viaje.

Caminó por entre las sombras, salió por la puerta y se perdió entre la lluvia y el viento.

43

Aquí y allá, entre las épocas, la Patrulla del Tiempo tiene lugares para que descansen sus miembros. Uno de ellos es Hawai antes de la llegada de los polinesios. Aunque el centro existe desde hace miles de años, Laurie y yo nos considerarnos afortunados al poder conseguir una cabaña durante un mes. De hecho, sospechábamos que Manse Everard había tirado de un par de hilos en nuestro nombre.

No lo mencionó cuando nos visitó al final de nuestra estancia. Simplemente fue amable, nos marchamos de picnic y a hacer surf, y después comimos la cena de Laurie con el apetito que se merecía. Hasta más tarde no habló de lo que quedaba tras nosotros y por delante en nuestras líneas del mundo. Nos sentamos en el porche delantero del edificio. La penumbra se hacía fría y azul en el jardín y sobre el bosque florido que se encontraba más allá. Al este, la tierra descendía hacia donde el mar relucía plateado; al oeste, la estrella del ocaso se estremecía sobre el Mauna Kea. Un riachuelo cantaba. Allí se encontraba la paz que sana.

—¿Te sientes preparado para volver? —preguntó Everard.

—Sí —dije—. Y será mucho más fácil. El trabajo duro está hecho, la información básica ha sido reunida y asimilada. Sólo tengo que grabar las canciones e historias a medida que son compuestas y evolucionan.

—¡Sólo! —exclamó Laurie. Su burla era amable y se convirtió en un consuelo cuando puso la mano sobre la mía—. Bien, al menos te has librado de tu pena.

Everard habló en voz baja:

—¿Estás seguro de eso, Carl?

Podía conservar la calma al responder:

—Sí. Oh, siempre habrá recuerdos dolorosos, pero ¿no es ése el destino común del hombre? Hay muchos más agradables, y volveré a poder usarlos.

—Comprendes, claro, que no debes obsesionarte como lo estuviste. Ése es un riesgo que se lleva a muchos de los nuestros... —¿La voz le falló ligeramente? Se recuperó—. Cuando es así, la víctima debe superarlo y recuperarse.

—Lo sé —dije, y reí un poco—. ¿No sabes que lo sé?

Everard chupó la pipa.

—No exactamente. Como el resto de tu carrera no parece presentar mayores problemas que los normales en un agente de campo, no podía justificar emplear más línea vital y recursos de la Patrulla en nuevas investigaciones. Esto no es un asunto oficial. Estoy aquí como amigo, al que simplemente le gustaría saber cómo os va. No me cuentes nada que no quieras decirme.

—Eres un dulce viejo oso, sí —le dijo Laurie.

No me sentía del todo cómodo, pero tomé un sorbo de mi combinado de ron.

—Claro, te daré toda la información —empecé a decir—. Me aseguré de que a Alawin le fuese bien.

Everard se agitó.

—¿Cómo? —quiso saber.

—No te preocupes, Manse. Lo hice con cautela, y casi siempre de manera indirecta. Usé diferentes identidades en ocasiones diferentes. Las pocas veces que me vio no me reconoció. —Me pasé los dedos por la barbilla bien afeitada, al estilo romano, como mi corte de pelo—. Cuando es necesario, un patrullero dispone de una avanzada tecnología del disfraz. Oh, sí, he dejado descansar al Errante.

—¡Bien! —Everard volvió a relajarse—. ¿Qué fue del muchacho?

—¿Te refieres a Alawin? Bien, dirigió un grupo razonablemente grande, incluidas su madre y toda la casa de ella, y lo guió al oeste para unirse a Fritigerno. —Los guiaría, tres siglos después. Pero hablábamos en nuestro inglés natal. El lenguaje temporal posee todos los tiempo apropiados—. Allí disfrutó de favores, especialmente después de recibir el bautismo. Eso, por sí solo, ya era razón para dejar al Errante, como comprenderás. ¿Cómo iba un cristiano a permanecer cerca de un dios pagano?

—Humm. Me pregunto qué pensó después de esas experiencias.

—Tengo la impresión de que mantuvo la boca cerrada. Naturalmente, si sus descendientes (se casó bien) conservaron alguna tradición sobre al asunto, supondrían que alguna presencia sobrenatural recorría el antiguo país.

—¿El antiguo país? Oh, sí. Alawin nunca regresó a Ucrania, ¿no? —No, imposible. ¿Quieres que te haga un bosquejo de la historia?

—Por favor. La estudié un poco, en relación con tu caso, pero no conozco el desenlace. Además, eso fue hace mucho tiempo en mi línea de mundo.

Y desde entonces deben de haberte pasado muchas cosas, pensé. En voz alta dije:

—Bien, en el 374, el pueblo de Fritigerno cruzó el Danubio, con permiso, y se estableció en Tracia. Pronto Atanarico hizo lo mismo, aunque en Transilvania. La presión huna se había hecho demasiado intensa.

» Los oficiales romanos explotaron a los godos y abusaron de ellos (en otras palabras, fueron su gobierno) durante varios años. Al final los godos decidieron que estaban hartos y se rebelaron. Los hunos les habían dado la idea y la técnica de la caballería, que ellos convirtieron en pesada; en la batalla de Andrianópolis, en el 378, derrotaron a los romanos. Por cierto, allí Alawin se distinguió, lo que lo puso en el camino de la importancia que alcanzó. Un nuevo emperador, Teodosio, estableció la paz con los godos en el 381, y la mayoría de sus guerreros entraron al servicio de Roma como foederati: aliados, diríamos nosotros.

»Después vinieron conflictos renovados, batallas, emigraciones... la Völkerwanderung estaba en marcha. Resumiré el caso de mi Alawin diciendo que, después de una vida turbulenta pero básicamente feliz, murió, a una edad avanzada, en el reino que para entonces los visigodos se habían ganado en el sur de la Galia. Sus descendientes tuvieron un papel importante en la fundación de la nación española. Así que ya lo ves: puedo dejar ir a esa familia y seguir con mi trabajo.

La mano de Laurie se cerró alrededor de la mía.

El crepúsculo se estaba convirtiendo en noche, Una astilla en la pipa de Everard produjo su propio parpadeo rojo. Él mismo no era más que una masa oscura, como la montaña que se elevaba sobre el horizonte occidental.

—Sí —meditó—, ahora recuerdo, más o menos. Pero has estado hablando de los visigodos. Los ostrogodos, el pueblo original de Alawin... ¿no ocuparon Italia?

—Con el tiempo —dije—. Primero tendrían que pasar cosas terribles. —Hice una pausa. Lo que estaba a punto de decir abriría heridas que todavía no habían sanado—. El Errante dijo la verdad. Swanhild tuvo su venganza.

374

Ermanarico estaba sentado a solas bajo las estrellas. El viento soplaba. En la lejanía oyó el aullido de un lobo.

Después de que los mensajeros hubiesen traído sus noticias, pronto no pudo soportar más el terror y el charloteo posterior. A su orden, dos guerreros le habían ayudado a subir los escalones hasta el tejado de su casa. Lo sentaron sobre un banco, cerca del parapeto y le pusieron la capa de piel sobre los hombros caídos.

—¡Idos! —ladró, y ellos se fueron, aterrorizados.

Había visto la puesta de sol disolverse en el oeste mientras las nubes tormentosas se acumulaban azules al este. Esas nubes ocupaban ahora una cuarta parte del cielo. Los rayos corrían por entre ellas. Antes del amanecer, la tormenta estaría allí. Y sin embargo, sólo había llegado el primer viento, frío como el invierno en medio del verano. En otras partes las estrellas todavía relucían en multitud.

Eran pequeñas, extrañas y no tenían piedad. Los ojos de Ermanarico intentaron evitar mirar el Carro de Wodan, que giraba alrededor del ojo de Tiwaz que siempre vigilaba desde el norte. Pero siempre regresaban a la señal del Errante.

—No os obedecí, dioses —murmuró—. Confié en mi propia fuerza. Sois más astutos y crueles de lo que pensaba.

Allí estaba sentado, él, el poderoso, el tullido de pie y mano, incapaz de hacer nada más que escuchar cómo el enemigo había cruzado el río y destrozado el ejército que esperaba detenerlo. Debería estar pensando en qué intentar a continuación, dando órdenes, animando a su pueblo. No estaban acabados si tenían el líder adecuado. Pero la cabeza de¡ rey estaba hueca.

Hueca, vacía. Hombres muertos llenaban ese salón de huesos, los hombres que habían caído con Hathawulf y Solbern, la flor de los godos del este, Si hubiesen estado vivos en aquellos últimos días, juntos hubiesen podido rechazar a los hunos, con Ermanarico al frente. Pero Ermanarico también había muerto, en la misma matanza. No quedaba más que un tullido, cuyos dolores permanentes le producían agujeros en la mente.

Nada podía hacer por su reino más que dejarlo ir, con la esperanza de que su hijo mayor fuese más digno, saliese victorioso. Ermanarico enseñó los dientes a las estrellas. Demasiado bien sabía que esa esperanza era una mentira. Frente a los ostrogodos había derrota, rapiña, carnicería, sometimiento. Si alguna vez volvían a ser libres, sería mucho después de que él hubiese vuelto a la tierra.

¿Él —qué agradable sería eso— o sólo su carne? ¿Qué te esperaba más allá de la oscuridad?

Sacó el cuchillo. La luz de las estrellas y los rayos se reflejó en el metal. Durante un momento le tembló en la mano. El viento soplaba.

—¡Está hecho! —gritó. Se apartó la barba y colocó la punta bajo la mandíbula. Los ojos volvieron a levantarse, como por voluntad propia, hacia el Carro. Algo blanco brillaba allí: ¿un fragmento de nube o Swanhild cabalgando tras el Errante? Ermanarico hizo acopio de todo el coraje que le quedaba. Clavó el cuchillo y lo movió de un lado a otro.

La sangre manó de la garganta abierta. Se derrumbó y cayó sobre el terrado. Lo último que oyó fue el trueno. Sonaba como los cascos de los caballos que traían al oeste la medianoche de los hunos.

FIN


Marfil, monas y pavos reales

Poul Anderson

Mientras Salomón reinaba en toda su gloria y el templo se encontraba en construcción, Manse Everard llegó a Tiro, la de la púrpura. Casi de inmediato corrió peligro de perder la vida.

Eso importaba poco en sí mismo. Un agente de la Patrulla del Tiempo era sacrificable, más aún si disfrutaba de la situación privilegiada de No asignado. Aquellos a los que Everard buscaba podían destruir toda una realidad. Él había venido para ayudar a rescatarla.

Una tarde del año 950 a.C., la nave que le llevaba llegó a su destino. El tiempo era cálido, casi sin viento. Con las velas arriadas, la nave se movía por tracción humana, con la agitación y el golpe de los remos, el tambor de un timonel colocado cerca de los marineros que llevaban los dos remos de timón. Alrededor del ancho casco de veintiún metros, la olas relucían de azul, reían, giraban. Más lejos, el brillo del agua ocultaba las otras naves. Éstas eran numerosas, e iban desde esbeltas naves de guerra hasta botes de remos en forma de bañera. La mayoría eran fenicias, aunque muchas procedían de diferentes ciudades—estado de esa sociedad. Algunas eran de zonas muy remotas: filisteas, asirlas, aqueas o aún más extrañas; el comercio de todo el mundo conocido fluía hacia y desde Tiro.

—Bien, Eborix —dijo el capitán Mago con alegría—, aquí tienes a la reina del mar, tal y como te dije que era, ¿eh? ¿Qué opinas de mi ciudad?

Se encontraba a proa con su pasajero, justo tras un adorno en forma de cola de pescado que se doblaba hacia arriba y hacia su compañero en la popa. Atado al mascarón y a los raíles de enrejado que corrían a ambos lados había una tinaja de arcilla tan grande como él mismo. El aceite seguía en su interior; no habían tenido necesidad de calmar ninguna ola, ya que el viaje desde Sicilia había sido cómodo.

Everard miró al capitán. Mago era un fenicio típico: esbelto, moreno, nariz aguileña, grandes ojos algo caídos, mejillas altas, barba cuidada; vestía un caftán rojo y amarillo, un sombrero cónico y sandalias. El patrullero era más alto que él. Como hubiese estado en evidencia con cualquier disfraz, Everard había asumido el papel de un celta de la Europa central, con calzones, túnica, espada de bronce y gran bigote.

—Una gran vista, cierto, cierto —respondió con una voz diplomática y de mucho acento. La electrolección que había tomado, en el futuro de su nativa América, podría haberle dado un púnico perfecto, pero eso no hubiese encajado con el personaje; se conformó con tener fluidez de palabra—. Casi desalentadora, para un hombre de los bosques.

Su mirada volvió al frente. En cierta forma, a su modo, Tiro era tan impresionante como Nueva York... quizá más, cuando recordaba lo mucho que el rey Hiram había conseguido en un espacio de tiempo tan corto, con los escasos recursos de una Edad de Hierro no todavía demasiado lejana.

A estribor, la tierra se elevaba hacia las montañas del Líbano. Era del color del estío, excepto allí donde los huertos y las arboledas ponían una nota de verde o se veía una villa. La apariencia era más rica, más invitadora que cuando Everard la había visto en sus viajes futuros, antes de unirse a la Patrulla.

Usu, la ciudad original, seguía la costa. Excepto por su tamaño, era representativa de la época; edificios de adobe cuadrados y de techo plano, calles estrechas y sinuosas, unas cuantas fachadas alegres pertenecientes a un templo o un palacio. Tres de sus lados estaban cerrados por murallas con almenas y torres. En los muelles, las puertas entre almacenes permitían que éstos también sirviesen de defensas. Un acueducto venía de alturas, más allá de la visión de Everard.

La ciudad nueva, Tiro en sí —Sor para sus habitantes, que significaba «rocas»— se encontraba en una isla, a menos de un kilómetro de la costa. Más bien, cubría lo que habían sido dos arrecifes hasta que los habían ido llenando en medio y alrededor. Más tarde excavaron un canal en pleno centro, de norte a sur, y construyeron malecones y rompeolas para convertir toda la región en un refugio incomparable. Con una población creciente y un comercio bullicioso en conjunción, las casas se elevaban, piso sobre piso, hasta mirar por encima de las murallas defensivas, como pequeños rascacielos. Solían ser menos a menudo de ladrillo que de piedra o cedro. Donde les habían aplicado barro y yeso, los adornaban frescos o conchas incrustadas. Hacia el este, Everard observó una enorme y noble estructura que el rey había construido no para sí mismo, sino para uso público.

La nave de Mago iba en dirección al puerto exterior o al sur, al Puerto Egipcio, como él lo llamaba. Los embarcaderos eran todo bullicio, con hombres cargando, descargando, acarreando, llevando, reparando, aprovisionando, regateando, discutiendo; un revoltijo y un caos en el que, sin embargo, se hacían las cosas. Estibadores, conductores de asnos y otros trabajadores, como los marineros de las cubiertas llenas de carga, no llevaban más que taparrabos o caftanes gastados y llenos de remiendos. Pero se veían muchos otros vestidos de calidad, algunos de los costosos colores que allí se producían. De vez en cuando pasaban mujeres entre los hombres, y la educación preliminar de Everard le indicó que no todas eran putas. Los sonidos lo rodearon: charlas, risas, gritos, rebuznos, relinchos, pisadas, martillazos, el gruñido de las ruedas y grúas, las música vibrante. La vitalidad era sobrecogedora.

Y no es que fuese una escena bonita en una película de Las mil y una noches. Ya podía distinguir mendigos tullidos, ciegos, muertos de hambre; vio un látigo golpear a un esclavo que trabajaba demasiado despacio; a las bestias de carga les iba peor. Los olores del antiguo Oriente le sobrecogieron: humo, desechos, asaduras, sudor, así como brea, especias y sabrosos asados. Se añadía a todo ello el olor de los tintes y las conchas de múrices de los estercoleros del continente; pero navegar por la costa y acampar en la orilla cada noche lo había acostumbrado a todo.

No tenía demasiado en cuenta las limitaciones. Sus viajes por la historia le habían curado de remilgos y le habían endurecido frente a las adversidades del hombre y la naturaleza... hasta cierto punto. Para su época, aquellos cananeos eran un pueblo culto y feliz. De hecho, lo eran más que la mayoría de la humanidad de cualquier lugar o tiempo.

Su trabajo era que continuara siendo así.

Mago recobró su atención.

—Por desgracia, están esos sinvergüenzas que robarían a un recién llegado inocente. No quiero que te suceda, Eborix, amigo. He acabado apreciándote a lo largo del viaje y quiero que tengas buena opinión de mi ciudad. Déjame mostrarte la posada de un cuñado mío... hermano de mi mujer más joven. Te proporcionará un buen catre y un lugar seguro para tus bienes por un precio justo.

—Te doy las gracias —contestó Everard—, pero mi idea era buscar al hombre del que me han hablado. Recuerda, su presencia me dio ánimos para venir aquí. —Sonrió—. Eso sí, si ha muerto o se ha mudado, seré feliz de aceptar tu oferta.

Eso no era más que amabilidad. La impresión que se había llevado de Mago durante el viaje era que resultaba tan codicioso como cualquier otro mercader aventurero, y que tenía la esperanza de estafarle.

El capitán lo estudió un momento. A Everard se le consideraba alto en su propia época, lo que lo convertía aquí en un gigante. Una nariz rota entre los rasgos marcados contribuía a su aspecto de dureza, mientras que los ojos azules y el pelo castaño oscuro recordaban el norte salvaje. Era mejor no atosigar demasiado a Eborix.

Al mismo tiempo, su disfraz celta no era una gran sorpresa en aquel lugar cosmopolita. No sólo llegaban allí ámbar del litoral báltico, estaño de Iberia, condimentos de Arabia, madera de África, ocasionalmente productos de aún más lejos: los hombres también lo hacían.

Al comprar pasaje, Eborix dijo que debía abandonar su montañosa tierra natal por una disputa perdida, para buscar fortuna en el sur. Vagando, había cazado y trabajado por su sustento, cuando no recibía hospitalidad a cambio de su historia. Había ido a parar entre los umbrios de Italia, que se parecían a él (los celtas no comenzarían a controlar Europa, hasta el Atlántico, hasta pasados tres siglos, cuando se hubiesen familiarizado con el hierro; pero ya en esa época algunos se habían hecho con territorios lejos del valle del Danubio, la cuna de su raza). Uno de ellos, que había servido como mercenario, describió oportunidades en Canaán y le enseñó a Eborix la lengua púnica. Eso indujo a éste a buscar una bahía en Sicilia donde los comerciantes fenicios atracaban con regularidad y a comprar pasaje con los bienes que había adquirido. Se decía que en Tiro vivía un hombre de su tierra natal, instalado allí tras una carrera aventurera, y que probablemente estaría dispuesto a dirigir a un compatriota en una dirección rentable.

Esa mentira, cuidadosamente inventada por especialistas de la Patrulla, hizo algo más que saciar la curiosidad local. Hizo que el viaje de Everard fuese seguro. Si hubiesen supuesto que el extranjero no tenía ningún contacto, Mago y la tripulación quizá se hubiesen sentido tentados de caer sobre él mientras dormía, atarlo y venderlo como esclavo. Como estaban las cosas, el viaje había sido interesante, sí, incluso divertido. Everard había acabado sintiendo aprecio por aquellos pillos.

Eso redoblaba su deseo de salvarlos.

El tirio suspiró.

—Como desees —dijo—. Si me necesitas, mi hogar está en la calle del Templo de Anat, cerca del muelle sidonio. —Sonrió—. En cualquier caso, venid a verme, tú y tu anfitrión. ¿Dijiste que se dedica al comercio de ámbar? Quizá podamos hacer negocios... Ahora, échate a un lado, tengo que llevar la nave a puerto. —Gritó algunas órdenes llenas de profanaciones.

Con destreza, los marineros situaron la nave a lo largo de un muelle, la aseguraron, y pusieron las planchas. La gente se acercaba, pidiendo noticias a gritos, solicitando trabajo de estibador, cantando alabanzas sobre los productos de los establecimientos de sus amos. Pero ninguno subió a bordo. Ésa era en principio una prerrogativa de] agente de aduanas. Un guarda, con casco y cota, armado con lanza y espada corta, se puso frente a él y se abrió paso entre la multitud, dejando un rastro de insultos benevolentes. Tras el oficial trotaba un secretario sujetando un estilo y una tabla de cera.

Everard bajó y recogió el equipaje que había guardado entre los bloques de mármol italiano que constituían la carga principal de la nave. El oficial le exigió que abriese los dos sacos de cuero. En ellos no había nada de especial. El sentido de viajar desde Sicilia, en lugar de saltar en el tiempo directamente allí, era que el patrullero pasara por lo que decía ser. Estaban casi seguros de que el enemigo vigilaba con cuidado los acontecimientos, y que se acercaban al momento de la catástrofe.

—Al menos podrás vivir durante un tiempo. —El oficial fenicio inclinó un poco la cabeza cuando Everard le mostró unos cuantos lingotes pequeños de bronce. Faltaban siglos para que se inventase la acuñación de monedas, pero el metal podía cambiarse por cualquier cosa—. Debes comprender que no podemos permitirle la entrada a nadie de quien pensemos que se puede convertir en un ladrón. De hecho...

—Miró dubitativo la espada bárbara—. ¿Cuáles tu propósito al venir aquí?

—Busco un trabajo honrado, señor, como guarda de caravana. Busco a Conor, el mercader de ámbar.

La existencia de ese celta residente había sido una razón de peso para que Everard adoptase aquel disfraz. Lo había sugerido el jefe de la e local de la Patrulla.

El tirio tomó una decisión.

—Muy bien, puedes bajar a tierra, y también el arma. Recuerda que crucificamos a los ladrones, bandidos y asesinos. Si no consigues trabajo, busca la casa de empleo de lthobaal, cerca del Salón de los Magistrados. Él siempre puede encontrar algún trabajo eventual para un tipo grande como tú. Buena suerte.

Se volvió a tratar con Mago. Everard esperó, aguardando la oportunidad de decirle adiós al capitán, La discusión fue rápida, casi informal, y el impuesto a pagar sería modesto. Aquella raza de negociantes no necesitaba la complicada burocracia de Egipto o Mesopotamia.

En cuanto hubo dicho lo que quería, Everard tomó sus bolsas por los cordones y bajó a tierra, La multitud lo rodeó, mirando, hablando. Al principio se asombró; después de un par de tentativas de aproximación, ya nadie le pidió limosna ni le ofreció baratijas. ¿Era el Cercano Oriente?

Recordó la ausencia de dinero. Un recién llegado era poco probable que tuviese algo equivalente al cambio. Normalmente negociabas con el posadero cama y comida por cierta cantidad de metal o lo que llevases de valor. Para compras menores, cortabas un trozo de un lingote, a menos que se acordase algo diferente (los fondos de Everard incluían ámbar y cuentas de nácar). En ocasiones llamabas a un intermediario que se ocupaba de tu transacción como parte de otra de mayor envergadura en la que había implicados varios individuos más. Si te sentías caritativo, llevabas encima un poco de grano o fruta seca para llenar los cuencos de los indigentes.

Everard no tardó en dejar atrás a la mayoría de la gente, principalmente interesada en la tripulación. Unos pocos buscadores de curiosidades y alguna miradas le siguieron. Recorrió el muelle hacia una puerta abierta.

Una mano le agarró la manga, Sobresaltado lo suficiente para trastabillar, bajó la vista.

Un muchacho de tez oscura le sonrió. Tenía dieciséis años, más o menos, a juzgar por la pelusa de la barbilla, aunque resultaba pequeño y esquelético incluso para los cánones del lugar. Sin embargo, se movía con agilidad, descalzo como iba y vestido sólo con una falda raída y sucia de la que colgaba una bolsa. El pelo negro rizado le caía en una cola tras Un rostro de nariz angulosa y mentón marcado. Su sonrisa y sus ojos —grandes ojos levantinos de largas pestañas— eran brillantes.

—¡Saludos señor, saludos a usted! —fue su presentación—. ¡Vida, salud y fuerza a los suyos! ¡Bienvenido a Tiro! ¿Adónde va, señor, y qué puedo hacer por usted?

No farfulló, sino que lo dijo con mucha claridad, con la esperanza de que el extraño lo entendiese. Cuando recibió una respuesta en su propia lengua, saltó de alegría.

—¿Qué quieres, muchacho?

—Señor, ser su guía, su consejero, su ayudante, y, sí, su guardián. Por desgracia, nuestra ciudad, por lo demás agradable, está llena de maleantes que no desean más que atacar a un inocente visitante. Sí no le roban todo lo que tiene al primer parpadeo, al menos le desearán las terribles desgracias, a un coste que le dejará pobre casi con igual rapidez ...

El muchacho salió corriendo. Había visto aproximarse a un joven aspecto desastrado. Aceleró para interceptarlo agitando los puños, gritando con demasiada rapidez y demasiado frenético como para que Everard entendiese más que unas pocas palabras.

—... ¡Chacal piojoso!... Yo lo vi primero... Vuelve a la letrina de la saliste... , El joven se envaró. Intentó desenvainar un cuchillo que le colgaba del hombro. Apenas se había movido cuando el pilluelo se sacó una honda de la bolsa y una piedra para cargarla. Se agachó, apuntó y dio vueltas a la correa de cuero. El hombre escupió, dijo algo desagradable, dio la vuelta y se fue. Los transeúntes que habían prestado atención echaron a reír.

El chico también rió, con alegría, y volvió con Everard.

—Eso, señor, es un ejemplo perfecto de lo que le explicaba —dijo. Conozco bien a ese villano. Es el mensajero de su padre, su supuesto padre, que es dueño de la taberna La Marca del Calamar Azul. Allí tendría suerte si le sirviesen de cena un trozo de rabo de cabra podo, la única moza es un nido de enfermedades, los jergones se sostienen sólo porque las chinches se dan la mano y, en cuanto al vino, con un poco de benevolencia diría que es vinagre. Pronto estaría demasiado enfermo para notar cómo el biznieto de mil hienas le roba o el equipaje, y si se queja, jurarán por todos los dioses del universo que lo perdió todo en el juego. Poco teme ése al infierno después de este mundo se libre de él; sabe que nunca se rebajarían dejándolo entrar. De eso le he salvado, gran señor.

Everard se encontró esbozando una sonrisa.

—Bien, hijo, podría ser que estuvieses exagerando un poquito —dijo.

El chico se golpeó en el delgado pecho.

—No más de lo necesario para darle a su magnificencia la idea correcta. Está claro que es usted un hombre de gran experiencia, juez de lo mejor, así como dispuesto a recompensar con generosidad el leal servicio. Venga, déjeme acompañarlo a un alojamiento o a lo que pueda desear, y luego juzgue usted mismo si Pummairam le ha guiado bien.

Everard asintió. Tenía el mapa de Tiro grabado en la memoria; no necesitaba un guía. Sin embargo, sería natural que un recién llegado lo contratase. Además, el chico evitaría que otros le molestasen y podría darle algunos buenos consejos.

—Muy bien, guíame hasta donde debo ir. ¿Tu nombre es Pummairam?

—Sí, señor. —Como el joven no mencionó a su padre como era la costumbre, probablemente no sabía quién había sido—. ¿Puedo preguntar cómo debe este humilde sirviente dirigirse a su amo?

—Nada de título. Soy Eborix, hijo de Mannoch, de un país más allá de los aqueos. —Como ya no le escuchaba Mago, el patrullero pudo añadir—: Busco a Zakarbaal de Sidón, que representa a los suyos en esta ciudad. —Eso significaba que Zakarbaal representaba la firma de su familia entre los tirios y que se encargaba de los asuntos entre visitas de sus barcos—. He oído que su casa se encuentra en la, humm, calle de los Cereros. ¿Puedes mostrarme el camino?

—Claro, claro. —Pummairam cogió las cosas de Everard—. Simplemente, dígnese a acompañarme.

En realidad, no era difícil orientarse. Como ciudad planificada, en lugar de haber crecido de forma orgánica durante siglos, Tiro estaba distribuida más o menos como una red. Las vías públicas estaban pavimentadas, disponían de alcantarillado y eran razonablemente amplias dada la escasez de suelo de la isla. No tenían aceras, pero eso no importaba, porque exceptuando unas cuantas rutas de transporte, no se permitía que las bestias de carga las recorriesen fuera de la zona de los muelles; ni tampoco la gente tiraba nada en las vías públicas. La rotulación y los indicadores también faltaban, claro, pero eso tampoco importaba, ya que casi cualquiera se sentiría feliz de dar indicaciones sólo por intercambiar unas palabras con un extranjero o tener la oportunidad de proponer un negocio.

Las paredes se levantaban a izquierda y derecha, casi sin ventanas, cercando las casas interiores en un esquema que prevalecería durante milenios en los países mediterráneos. Frenaban la brisa y reflejaban el calor de] sol y los sonidos, y entre ellas se movían olores intensos. Pero Everard disfrutaba del lugar. Todavía más que en el puerto, la multitud se movía, se empujaba, hacía gestos, reía la gente, hablaba como una ametralladora, cantaba, gritaba. Los mozos bajo sus cargas, los porteadores de literas llevaban de vez en cuando a algún ciudadano rico y se abrían paso entre marineros, artesanos, vendedores, obreros, esposas, artistas, agricultores y pastores, extranjeros de un extremo a otro del mar del centro del mundo, entre todas las condiciones y los modos de, vida. Si la mayoría de las prendas tenían colores apagados, muchas eran extravagantes y ninguna parecía no cubrir un cuerpo que no rebosase de energía.

Había puestos adosados a las paredes. Everard no pudo resistirse a demorarse aquí y allá para mirarla oferta. No encontró el famoso tinte púrpura; era demasiado caro e iba buscado por todos los fabricantes de tela del mundo, puesto que estaba destinado a convertirse en el color tradicional de la realeza. Pero no había escasez de telas brillantes, drapeados, alfombras. Abundaban los objetos de vidrio, desde cuentas huta tazas; era otra especialidad de los fenicios, una invención propia. Las joyas y figuritas, a menudo talladas en marfil y fundidas en metales preciosos, eran excelentes; aquella cultura producía muy poco o casi nada de artístico, pero copiaba con libertad y habilidad. Amuletos, hechizos, chucherías, comida, bebida, utensilios, armas, instrumentos, juegos, juguetes, infinidad de cosas...

Everard recordó cómo la Biblia se vanagloriaba (se vanagloriaría) la fortuna de Salomón y de dónde la había obtenido: «Porque el rey tenía en el mar una flota de Tarsis con la flota de Hiram: una vez cada tres años llegaba la flota de Tarsis, y traía oro y plata, y marfil y monas, pavos reales. »

Pummairam se apresuraba a interrumpir la conversación con los comerciantes y hacer que Everard siguiese su camino.

—Dejad que muestre a mi maestro dónde está realmente la buena creencia. —Sin duda eso implicaba una buena comisión para Pumiram, pero qué demonios, el chico tenía que vivir de algo, y no parea que viviese demasiado bien.

Siguieron el canal durante un rato. Cantando obscenidades, los marineros tiraban de una nave cargada. Los oficiales permanecían en cubierta, envueltos en la dignidad que corresponde a los hombres de negocios. La burguesía fenicia tendía a ser muy sobria... menos en la religión, algunos de cuyos ritos eran lo suficientemente orgiásticos como para compensar.

La calle de los Cereros se alejaba del agua. Era razonablemente larga, ocupada por grandes edificios de almacenes así como de oficinas y viviendas particulares. También era tranquila, a pesar de que el otro extremo daba a una avenida concurrida; allí no se apoyaba ninguna tienda en las altas y calientes paredes, y había un poco de gente. Capitanes y armadores que venían a buscar suministros, mercaderes que venían a negociar, y, sí, dos monolitos flanqueaban la entrada de un pequeño templo dedicado a Tanith, Nuestra Señora de las Olas. Varios niños pequeños que debían de pertenecer a familias residentes —chicos y chicas juntos, desnudos por completo o casi— corrían jugando mientras ladraba un demacrado perro callejero.

Había un mendigo sentado, con las rodillas alzadas, a la sombra de la boca de un callejón. Tenía el cuenco entre los pies desnudos. Un caftán le cubría el cuerpo y una capucha le oscurecía el rostro. Everard vio el trozo de tela atado sobre los ojos. Pobre diablo ciego; la oftalmía era una de las incontables maldiciones que hacían que, después de todo, el mundo antiguo no fuese tan atractivo... Pummairam dejó atrás al hombre para alcanzar a un sacerdote que abandonaba el templo.

—Vuestra reverencia, si pudieseis ayudarme —gritó—, ¿cuál es la puerta de Zakarbaal el sidonio? Mi amo condesciende a visitarlo... —Everard, que ya conocía la respuesta, apretó el paso para alcanzarlo.

El mendigo se puso en pie. Con la mano izquierda se quitó el vendaje para dejar al descubierto un rostro delgado con una espesa barba y un par de ojos que seguramente habían estado vigilándole por entre el trapo. De las amplias mangas, la mano derecha sacó algo que relucía.

¡Una pistola!

Everard se apartó instintivamente. El dolor le golpeó el hombro izquierdo. Una pistola sónica, comprendió, del futuro de su propia era, silenciosa, sin retroceso. Si el rayo invisible le daba en la cabeza o el corazón estaría muerto, y sin ninguna marca.

No podía hacer otra cosa que avanzar.

—Aaaah —rugió, y se lanzó en zigzag al ataque, la espada por delante.

El otro sonrió, retrocedió, apuntó con cuidado.

Sonó un golpe. El asesino se dobló, gritó, dejó caer el arma y se agarró las costillas. La piedra de Pummairam golpeó el pavimento.

Los niños se dispersaron gritando. El sacerdote, con toda prudencia, volvió a atravesar las puertas del templo. El extraño se dio la vuelta y corrió. Se perdió en la calle. Everard se encontraba demasiado torpe. La herida no era seria, pero por ahora le dolía terriblemente. Medio mareado, se detuvo en la boca del callejón, miró al vacío que tenía delante, tomó aliento y consiguió decir, en inglés:

—Ha escapado. Oh, maldita sea.

Pummairam llegó corriendo. Manos ansiosas recorrieron el cuerpo del patrullero.

—¿Estáis herido, maestro? ¿Puede ayudaros vuestro sirviente? Ah, congoja y aflicción, no tuve tiempo para tensar correctamente ni para apuntar bien, o si no, hubiese esparcido el cerebro de ese malvado para que se lo comiera ese perro.

—Lo... has hecho muy bien... de todas formas. —Everard respiraba entrecortadamente. La fuerza y la seguridad regresaban, y la agonía alejaba. Seguía vivo. Eso era milagro suficiente por un día.

Pero tenía trabajo que hacer, y era urgente. Después de recuperar la pistola, puso la mano en el hombro de Pummairam y lo miró directamente a los ojos.

—¿Qué has visto, muchacho? ¿Qué crees que ha sucedido hace un rato?

—Bien, yo... yo... —Rápido como un hurón, el joven recuperó la compostura—. Me pareció que un mendigo, aunque no lo era, amenazaba la vida de mi amo con un talismán cuya magia causaba daño. ¡Que los dioses arrojen abominaciones sobre la cabeza de aquel que hubiese extinguido la luz del universo! Sin embargo, y naturalmente, la maldad prevaleció sobre el valor de mi amo... —la voz pasó a un susurro confidencial— cuyos secretos están protegidos con toda seguridad en fondo de este leal sirviente.

—Bien —gruñó Everard—. Claro, y estos son asuntos sobre los que una persona normal no se atreve a hablar, no sea que llegue a sufrir parálisis, sordera y hemorroides. Has hecho bien, Pum. —Probablemente me hayas salvado la vida, pensó, y se agachó para abrir el cordón de una bolsa caída—. Aquí tienes, una pequeña recompensa, pero este lingote deberías comprarte algo que te guste. Y ahora... Antes que comenzase el jaleo descubriste la casa que busco, ¿no?

Sobre el asunto del momento, el dolor que se desvanecía y el impacto del asalto se elevaban la alegría de sobrevivir y lo sombrío también. Después de todas sus precauciones, a una hora de su llegada se había quedado sin tapadera. El enemigo no sólo vigilaba el cuartel general de la Patrulla, sino que, de alguna forma, su agente había visto inmediatamente que no se trataba de un viajero normal que hubiese llegado a esa cosa y no había vacilado ni un segundo en matarlo.

Aquélla era una misión peliaguda. Y había más en juego de lo que Everard quería considerar... primero la existencia de Tiro, después, destino del mundo.

Zakarbaal cerró las puertas de sus cámaras privadas y pasó el cerrojo. Dándose la vuelta, le ofreció la mano al estilo occidental.

—Bienvenido —dijo en temporal, el lenguaje de la Patrulla—. Mi nombre, como recordarás, es Chaim Zorach. ¿Puedo presentarte a esposa, Yael?

Los dos parecían levantinos y vestían ropas de Canaán. Pero lejos del personal y la servidumbre, su aspecto entero cambió: postura, porte, expresión facial, tono de voz. Everard, aunque no se lo hubiesen dicho, había sabido inmediatamente que pertenecían al siglo XX. La atmósfera le resultaba tan refrescante como la brisa del mar.

Se presentó.

—Soy el agente No asignado que pedisteis —añadió.

Los ojos de Yael Zorach se abrieron.

—¡Oh! Es un honor. Eres... eres el primero que conozco. Los otros que investigan son sólo técnicos.

Everard hizo una mueca.

—No estés tan impresionada. Me temo que hasta ahora no portado demasiado bien.

Describió el viaje y los contratiempos del final. Ella le ofreció analgésicos, pero él adujo que ya no le dolía demasiado y su marido, inmediatamente, sacó algo mejor: una botella de whisky escocés. Pronto estaban sentados en confianza.

Las sillas eran cómodas, no muy diferentes de las de casa... un, en aquella época; pero claro, se suponía que Zakarbaal era un hombre rico, con acceso a todo tipo de objetos importados. Por lo demás, el lugar resultaba austero para los cánones del futuro, aunque los frescos, drapeados, lámparas y muebles fuesen de buen gusto. Era fresco y curo; habían cubierto una ventana que daba al patio central para evitar que entrara el calor del día.

¿Porqué no nos relajamos y nos conocemos antes de hablar de negocios? —sugirió Everard.

Zorach respondió.

—¿Puedes hacerlo después de que casi te asesinen?

Su mujer sonrió.

—Creo que por eso lo necesita más, querido —murmuró—. Nosotros también. La amenaza puede esperar un poco más. Ya ha estad esperando, ¿no?

De la bolsa del cinturón, Everard extrajo los anacronismos que se había permitido y que allí sólo podía usar en privado: pipa, tabaco, encendedor. La tensión de Zorach se alivió un poco; rió y sacó cigarrillo de un cofre cerrado que contenía comodidades similares. Su lenguaje cambió a un inglés con acento de Brooklyn.

—Eres americano, ¿no, agente Everard?

—Sí. Reclutado en 1954 —¿Cuántos años de su línea vital había] pasado «desde» que había realizado ciertas pruebas y había descubierto la existencia de una organización que protegía el tiempo? No los había contado últimamente. Tampoco importaban demasiado, cuando él y sus compañeros se beneficiaban de un tratamiento que les impedía envejecer—. Uh, pensaba que los dos erais israelíes.

—Lo somos —le explicó Zorach—. De hecho, Yael es sabra. Pero yo no emigre hasta que fui a realizar unas excavaciones arqueológicas y la conocí. Eso fue en 1971. Cuatro años más tarde nos reclutó la Patrulla

—¿Cómo sucedió, si puedo preguntarlo?

—Se acercaron a nosotros, nos evaluaron y finalmente nos dijeron la verdad. Naturalmente, aprovechamos la oportunidad. El trabajo es en ocasiones duro y solitario, doblemente solitario en cierta forma cuando regresamos a casa de descanso y no podemos contarle a los amigos y colegas lo que hemos estado haciendo, pero totalmente fascinante. —Zorach hizo una Mueca. Sus palabras se volvieron casi un murmullo—. Además, bien, este puesto es precisamente especial para nosotros. No sólo mantenemos la base y el negocio de tapadera, nos las arreglamos para ayudar de vez en cuando a la gente de aquí. O lo intentamos. Hacemos todo lo que podemos evitando que nadie sospeche que hay algo raro en nosotros. Eso compensa, en cierta forma, un poco... por lo que nuestros compatriotas harán aquí en el futuro.

Everard asintió. Eso le resultaba familiar. Muchos agentes de campo eran especialistas como ellos, y pasaban toda su carrera en una única época. Tenían que serlo, si debían aprender lo suficiente para servir a los propósitos de la Patrulla. ¡Qué ayuda sería tener personal nativo! Pero era muy raro antes del siglo XVIII d.C., o después en muchas partes del mundo. ¿Cómo podía una persona que no había crecido en una sociedad industrializada y científicamente avanzada llegar siquiera a entender el concepto de máquina automática y, menos aún, de un vehículo que salta en un parpadeo de aquí allá o de un año a otro? Un genio ocasional, claro está; pero, los genios más evidentes se labraban un lugar propio en la historia, y no te atrevías a contarles los hechos miedo a producir un cambio...

—Sí —dijo Everard—. En cierta forma, es más fácil para un operativo libre como yo. Equipos de marido y mujer, o mujeres generalmente... No es por entrometerme pero ¿qué hacen con los hijos?

—Oh, tenemos dos en casa, en Tel Aviv —respondió Yael Zorach—. Ajustamos los regresos de forma que nunca salimos de sus vidas más que unos días. —Suspiró—. Es extraño, claro, cuando para nosotros han pasado meses. —Se animó—. Bien, cuando tengan la edad adecuada también se unirán a la Patrulla. El reclutador regional ya los ha examinado y ha decidido que son buen material.

Si no —pensó Everard—, ¿soportaríais verlos envejecer, sufriendo los horrores que se avecinan, para morir finalmente, mientras vosotros seguís teniendo un cuerpo joven? Esa idea le había apartado más de u vez del matrimonio.

—Creo que el agente Everard se refiere a hijos aquí, en Tiro Chaim Zorach—. Antes de venir de Sidón, tomamos un barco, como tú, porque íbamos a convertirnos en moderadamente visibles en la sociedad. Con discreción, compramos un par de niños a un tratante esclavos y los hemos hecho pasar por propios. Tendrán una vida buena como podamos procurarles. —Se callaban que, probablemente eran los sirvientes quienes se encargasen de educarlos; sus padres adoptivos no podían permitirse depositar en ellos demasiado amo Eso nos evita parecer poco naturales. Si desde entonces la matriz de esposa se ha cerrado, es un infortunio común. A veces me tratan de tonto por no tomar una segunda esposa o, al menos, una concubina, pero en general los fenicios se preocupan de sus propios asuntos.

—Entonces, ¿os gustan? —preguntó Everard.

—Oh, sí, en general sí. Tenemos excelentes amigos entre ellos. Mejor que así sea, siendo éste un nexo tan importante.

Everard frunció el ceño y chupó con fuerza de la pipa. La cazo¡ se había puesto cómodamente cálida en su mano, encendida corno pequeño fuego de hogar.

—¿Creen que es lo correcto?

Los Zorach parecieron sorprendidos.

—¡Claro que lo es! —dijo Yael—. Sabemos que lo es. ¿No te lo explicaron?

Everard escogió con cuidado sus palabras.

—Sí y no. Me pidieron que investigara el asunto y, tras aceptar, me empapé de toda la información sobre la época. En cierta forma, fue demasiada información; se me hizo difícil ver el bosque entre los árboles. Sin embargo, por experiencia sé que es mejor evitar las grandes generalizaciones antes de una misión. Podría ser difícil distinguir los árboles entre la espesura, por así decirlo. Mi idea era que, después de salir de Sicilia y tomar el barco hacia Tiro, tendría tiempo para digerir la información y formarme mis propias ideas. Pero no salió bien, porque el capitán y la tripulación eran tan infernalmente curiosos que tuve que dedicar todas mis energías mentales a contestar sus preguntas, que en ocasiones eran difíciles, sin dejar escapar nada. —Hizo una pausa—. Eso sí, el papel de los fenicios en general, y de Tiro en particular, en la historia judía es... evidente.

Aquella ciudad pronto se convirtió en la principal influencia civilizadora en el reino que David había formado a partir de Israel, Judá y Jerusalén, su principal ventana al mundo exterior y punto comercial. Ahora Salomón continuaba la amistad de su padre con Hiram. Los tirios suministraban la mayoría de los materiales y casi toda la mano de obra especializada para construir el Templo, así como estructuras menos famosas. Se embarcarían con los hebreos en empresas de exploración y comerciales. A Salomón le adelantarían una infinidad de bienes, una deuda que sólo podría pagar cediéndoles una veintena de sus poblados... con las implicaciones a largo plazo que eso tuviese.

Las sutilezas eran más profundas. Las costumbres, ideas y creencias de los fenicios permeaban todas las regiones cercanas, para bien o para mal; el mismo Salomón ofrecía sacrificios a sus dioses. Yahvé no se convertiría realmente en el único Dios de los judíos hasta que el cautiverio en Babilonia los obligase a ello, como forma de preservar una identidad que diez de sus tribus ya habían perdido. Antes de eso, el rey Ajab de Israel tomaría a la princesa tiria Jezabel como su reina. El terrible recuerdo que habían dejado no era merecido; la política de alianzas extranjeras y tolerancia religiosa que intentaron establecer bien podría haber salvado al país de su posible destrucción. Por desgracia, chocaron con el fanático Elías; «el mulá loco de las montañas de Gilead» como lo llamaría Trevor—Roper. Y, sin embargo, si el paganismo fenicio no hubiese desencadenado su furia, ¿hubiesen los profetas creado la fe que duraría miles de años y transformaría el mundo?

—Oh, sí —dijo Chaim—. La Tierra Santa está repleta de visitantes.

La base de Jerusalén está abarrotada de forma crónica. Intenta regular el tráfico. Aquí recibimos muchos menos visitantes, en su mayoría científicos de distintas épocas, comerciantes de obras de arte y similares, y el ocasional turista rico. Sin embargo, mantengo que este lugar, Tiro, es el verdadero nexo de esta época. —Con dureza añadió—: Y parece que nuestros oponentes han llegado a la misma conclusión, ¿no?

La desolación se apoderó de Everard. Debido exactamente a que la fama de Jerusalén, a los ojos del futuro, ensombrecía Tiro, aquella estación tenía menos personal que la mayoría; por tanto, era terriblemente vulnerable. Y si realmente era la raíz del mañana y la raíz se cortaba...

Los hechos pasaron por su mente con tanta viveza como si ya no los conociera.

Cuando los humanos construyeron su primera máquina del tiempo, mucho después del siglo natal de Everard, los superhombres danelianos llegaron desde un momento aún más en el futuro para organizar la fuerza policial de los caminos temporales. Recopilaría conocimiento, daría guía, ayudaría a los necesitados, frenaría a los malvados; pero esas bondades eran un añadido a su verdadera función: preservar a los danelianos. Un hombre no perdía el libre albedrío simplemente por viajar al pasado. Podía afectar el curso de los acontecimientos tanto como antes. Cierto, éstos tienen su momento, y es enorme. Las pequeñas fluctuaciones desaparecían con rapidez. Por ejemplo, si un individuo normal había muerto joven o había vivido durante mucho tiempo, si había prosperado o no, eso no generaba una diferencia importante varias generaciones después. A menos que ese individuo fuese, digamos, Salmanasar, Gengis Kan, Oliver Cromwell o V.I. Lenin; Gautama Buda, Confucio, Pablo de Tarso o Mahoma; Aristóteles, Galileo, Newton o Einstein... Si cambias algo así, viajero del mañana, te encontrarás donde estás, pero la gente que te produjo ya no existe, nunca existió, y por delante no hay más que una Tierra completamente distinta, y tú y tus recuerdos demuestran la no causalidad, el caos definitivo que esconde el cosmos.

Ya antes, en su propia línea de mundo, Everard había tenido que detener a los atrevidos e ignorantes para que no produjesen ese caos. No eran demasiado habituales; después de todo, las sociedades que poseían el viaje en el tiempo por regla general examinaban con cuidado a sus emisarios. Sin embargo, era inevitable que se produjesen errores en el curso de un millón de años o más.

Así como crímenes.

Everard habló despacio.

—Antes de entrar en detalles sobre esa banda y sus operaciones...

—Sobre los escasos detalles que tenemos —murmuró Chaim Zorach.

—... me gustaría tener alguna idea del razonamiento. ¿Por que eligieron Tiro como víctima? Es decir, aparte de por su relación con los judíos.

—Bien —dijo Zorach—, para empezar, considera los acontecimientos políticos en el futuro. Hiram se ha convertido en el rey más poderoso de Canaán y esa fuerza le sobrevivirá. Tiro rechazará a los asirios cuando lleguen, con todo lo que eso implica. Llevará el comercio por mar hasta Bretaña. Fundará colonias, la principal de las cuales será Cartago. —Everard apretó la mandíbula con fuerza. Conocía, por ratones personales, lo importante que iba a ser Cartago en la historia—. Se someterá a los persas, por razonable voluntad propia, y entre otras cosas proveerá la mayor parte de la flota cuando ataquen Grecia, Ese esfuerzo fracasara, claro, pero imagina cómo hubiese sido el mundo si los griegos no se hubiesen enfrentado a ese desafío en particular. Con el tiempo, Tiro caerá ante Alejandro Magno, pero sólo después de metes de asedio... un retraso en su avance que tendrá incalculables consecuencias.

»Mientras tanto, como estado fenicio más importante, será crucial la divulgación de las ideas fenicias por todo el mundo. Sí, las legará a los mismísimos griegos. Conceptos religiosos corno Afrodita, Adonis, Heracles y otras figuras tuvieron su origen en divinidades fenicias. El alfabeto, una invención fenicia. El conocimiento de Europa, África y Asia, lo traerán los navegantes fenicios. Están los progresos en construcción de barcos y navegación.

Su tono se encendió de entusiasmo.

—Yo diría que por encima de todo, está el origen de la democracia, valor y los derechos de los individuos. No es que los fenicios tenían tales teorías; la filosofía, como el arte, nunca será uno de sus puntos fuertes. Pero es igual el aventurero mercantil, explorador o empresario, es su ideal, un hombre que se vale por sí mismo, que decide por sí mismo. Aquí mismo, Hiram no es un rey dios como en la tradición egipcia u oriental. Heredó su cargo, cierto, pero esencialmente preside sobre los magistrados, los magnates que deben aprobar todo lo que hace. Tiro se parece realmente un poco a la república veneciana medieval durante sus días de gloria.

»No, no tenernos el personal científico para documentar cada paso. Pero estoy convencido de que los griegos desarrollaron sus instituciones democráticas bajo una fuerte influencia fenicia, especialmente de Tiro... ¿y de dónde recibirían tu país y el mío esas ideas, sino de los griegos?

El puño de Zorach golpeó el brazo del sillón. Con la otra mano se llevó el whisky a los labios para tomar un largo y furioso sorbo.

—¡Eso es lo que esos demonios han descubierto! —exclamó—. ¡Han tomado Tiro como rehén porque es así como apuntas una pistola al futuro de toda la especie humana!

Sacó un holocubo y le mostró a Everard lo que sucedería al cabo de un año.

Había tomado las imágenes con una especie de minicámara, en realidad una grabadora molecular— del siglo XXII, oculta corno una gema en un anillo («había» era la única forma ridícula de expresar que había ido atrás y delante en el tiempo. La gramática del temporal incluía los tiempos verbales adecuados). Cierto, no era ni un sacerdote ni un acólito, pero como seglar que realizaba generosas donaciones para que la diosa favoreciese sus empresas tenía acceso libre.

La explosión tuvo lugar —tendría lugar— en aquella misma calle, en el pequeño templo de Tanith. Al ocurrir de noche, no hirió a nadie, pero destrozó el santuario interior. Girando el punto de vista, Everard examinó las paredes rotas y ennegrecidas, el altar y el ídolo destrozados, las reliquias y tesoros esparcidos, los fragmentos retorcidos de metal. Los hierofantes horrorizados buscaban aplacar la ira divina con plegarias y ofrendas, en ese lugar y en todos los puntos sagrados de la ciudad.

El patrullero seleccionó un volumen de espacio dentro de la escena y lo amplió. La bomba había fragmentado a su portador, pero no había posibilidad de confundir las piezas. Un saltador estándar de dos asientos, como los que recorrían el tiempo por millares, se había materializado y había estallado de forma instantánea.

—Recogí algo de polvo y ceniza cuando nadie miraba, y los envié al futuro para que fuesen analizados —dijo Zorach—. El laboratorio confirmó que la explosión había sido química... el nombre es fulgurita—B.

Everard asintió.

—La conozco. De uso común durante mucho tiempo, empezando un poco después de la época de origen de nosotros tres. Por tanto fácil de obtener en gran cantidad, imposible de seguir.. muchísimo más simple que un isótopo nuclear. Y tampoco haría falta demasiada para producir tanto daño... supongo que no habéis tenido suerte interceptando la máquina, ¿no?

Zorach negó con la cabeza.

—No. O más bien, los agentes de la Patrulla no han podido. Fueron al pasado del suceso, plantaron instrumentos de todo tipo que podían ser ocultados, pero... todo sucede demasiado rápido.

Everard se acarició la barbilla. La barba incipiente casi parecía sedosa; una cuchilla de bronce y la falta de jabón impedían un afeitado apurado. Pensó vagamente que le hubiese gustado sentir algo de picor, o cualquier sensación igualmente familiar.

Era evidente lo que había sucedido. El vehículo no llevaba pasajeros, iba en piloto automático, enviado desde algún punto desconocido del espacio-tiempo. El arranque había activado el detonador, para que la bomba llegase explotando. Aunque los agentes de la Patrulla podían señalar el punto exacto, no podían hacer nada para evitar el suceso.

¿Podría hacerlo una tecnología más avanzada que la suya... tal vez la de los danelianos? Everard imaginó un dispositivo colocado por anticipado que generase un campo de fuerza para contener la violencia de la explosión. Bien, no había sucedido, por lo que podía ser físicamente imposible. Pero era más probable que los danelianos no interviniesen, porque el daño había sido producido —los saboteadores podrían intentarlo de nuevo— y, por sí mismo, el juego del gato que persigue al ratón podía poner en peligro todo el continuo más allá de toda reparación. Se estremeció y preguntó:

¿Qué explicación darán los tirios?

—Nada dogmático —contestó Yael Zorach—. No tienen nuestro eltanschauung. Para ellos, el mundo no está completamente gobernado por leyes de la naturaleza; es caprichoso, mutable, mágico.

Y en lo fundamental tienen razón, ¿no? Everard se estremeció n más.

—Cuando nada igual vuelva a ocurrir, las emociones se calmarán siguió diciendo—. Las crónicas que relaten el incidente se perderán; más, los fenicios no son muy dados a escribir crónicas. Pensarán e alguien hizo algo mal que provocó un rayo del cielo. No necesariamente un humano; podría ser una disputa entre los dioses. Por tanto, nadie se convertirá en chivo expiatorio. Después de una generación o dos, el incidente se olvidará, excepto quizá como parte de la tradición oral.

Chaim Zorach gruñó.

—Eso si los extorsionadores no hacen algo peor.

—Sí, déjame ver la nota de rescate —pidió Everard.

—Sólo tengo una copia. El original fue mandado al futuro para su estudio.

—Oh, claro, ya lo sé. He leído el informe del laboratorio. Tinta sepia sobre papiro, sin pistas. Encontrada ante tu puerta, probablemente arrojada desde otro saltador sin pasajeros que pasó por delante.

—Ciertamente así fue —le recordó Zorach—. Los agentes colocaron instrumentos para esa noche, y detectaron la máquina. Estuvo presente durante un milisegundo. Podrían haber intentado capturarla, pero ¿de qué habría servido? Evidentemente no aportaría ninguna pista. Y en cualquier caso, hubiese implicado montar un follón que hubiese despertado a todo el vecindario para ver lo que pasaba.

Sacó el documento para que Everard lo examinase. Como parte de sus instrucciones, el patrullero había visto una transcripción, pero esperaba que ver la letra real le sugiriese algo, lo que fuese.

Las palabras habían sido formadas con una pluma de caña contemporánea, empleada con bastante habilidad —eso implicaba que el autor conocía bien la época, lo cual ya era bastante evidente—. Eran de molde, no en cursiva, aunque había algunos toques floridos. Estaba escrita en temporal.

«A la Patrulla del Tiempo del Comité de Agrandamiento, saludos.» Al menos no soltaban esos rollos de pertenecer al Ejército Popular de Liberación Nacional, como los que daban arcadas a Everard a finales de su propio siglo natal. Aquellos tipos eran bandidos sinceros. A menos, por supuesto, que fingiesen serlo para ocultar mejor el rastro...

«Tras haber observado las consecuencias de una pequeña bomba enviada a un punto de Tiro elegido cuidadosamente, les invitamos a contemplar los resultados de un aluvión en toda la ciudad.»

Una vez más, con fuerza, Everard asintió. Sus oponentes eran astutos. La amenaza de matar o secuestrar a un individuo —digamos, al rey Hiram en persona— hubiese sido insignificante, si no huera. La Patrulla protegería a cualquier persona. Si de alguna forma un ataque tenía éxito, la Patrulla volvería atrás y se las arreglaría para que la víctima estuviese en otro sitio en el momento del asalto; haría que el suceso fuese un «no sucedido». Claro, eso implicaba riesgos que no eran agradables de aceptar, y en el mejor de los casos requeriría mucho trabajo para asegurarse de que el futuro no fuese afectado por la operación de rescate en sí. Sin embargo, la Patrulla podría actuar y lo haría.

Pero ¿cómo se trasladaba a un lugar seguro toda una isla llena de edificios? Podrías, quizá, evacuar a la población. La ciudad tendría que quedarse. Después de todo no era físicamente grande, independientemente de su envergadura histórica... unas veinticinco mil personas apretadas en cincuenta y seis hectáreas. Unas cuantas toneladas de explosivo de alta potencia la dejarían en ruinas. Y la devastación ni siquiera tenía que ser completa. Después de una manifestación tan aterradora de furia sobrenatural, nadie volvería allí. Tiro se desmoronaría, convertida en ciudad fantasma, mientras que todos los siglos y milenios, todos los seres humanos y sus vidas y civilizaciones que había ayudado a producir... serían menos que fantasmas.

Everard volvió a estremecerse. No me digas que no existe el mal absoluto —pensó—. Estas criaturas..., se obligó a seguir leyendo:

«... el precio de nuestra indulgencia es bastante razonable, simplemente un poco de información. Deseamos los datos necesarios para construir un trasmutador Trazon de materia ... »

Cuando se desarrollaba ese dispositivo, durante el Tercer Renacimiento Tecnológico, la Patrulla se había manifestado secretamente a sus creadores, aunque ellos vivían en el futuro de su fundación. Por todo el futuro posterior, su uso —el mismo conocimiento de su existencia, y más aún la forma de fabricarlo— se había restringido duramente. Cierto, la habilidad de convertir cualquier objeto material, simplemente un montón de tierra, en otro, ya fuese una joya, una máquina o un cuerpo vivo, podría haber producido riquezas ¡limitadas para toda la especie. El problema era que con igual facilidad podían producirse cantidades ¡limitadas de armas, venenos o átomos radioactivos...

«... emitirán los datos en forma digital desde Palo Alto, California, Estados Unidos de América, durante las veinticuatro horas del viernes, 13 de junio de 1980. La banda a emplear.. el código digital... El acuse de recibo será la existencia continuada de su propia línea temporal ... »

Eso también era inteligente. El mensaje no era algo que pudiese recibirse de forma accidental por los nativos, pero la actividad electrónica en Silicon Valley era tan grande que eliminaba cualquier posibilidad de localizar un receptor.

«... No emplearemos el dispositivo en el planeta Tierra. Por tanto

la Patrulla del Tiempo no debe temer que al ayudarnos esté comprometiendo su Primera Directiva. Al contrario, no tienen otra forma de sobrevivir, ¿no?

«Nuestros saludos y esperanzas.»

Sin firma.

—No lo emitirán, ¿no? —preguntó Yael en voz baja. Entre las sombras de la habitación, sus ojos relucían enormes. Tiene hijos en el futuro —recordó Everard—. Ellos se desvanecerían con su mundo.

—No —dijo.

—¡Pero sigue existiendo la realidad! —soltó Chaim—. Viniste aquí, desde el futuro de 1980. Así que debemos haber atrapado a los criminales.

El suspiro de Everard pareció dejarle un rostro de dolor en el pecho.

—Sabes que no es así —dijo con tono neutro—. La naturaleza cuántica del continuo... si Tiro explota, bien, aquí estaremos, pero nuestros antepasados, vuestros hijos, todo lo que conocíamos, no. Será una historia completamente diferente. Que lo que quede de la Patrulla pueda restaurarla, evitar de alguna forma el desastre, es Problemático. Yo diría que improbable.

—Pero ¿entonces qué ganarían esos criminales? —La pregunta salió con furia, casi como un alarido.

Everard se encogió de hombros.

—Supongo que cierta satisfacción salvaje. La tentación de jugar a Dios está en todos nosotros, ¿no? Y no anda muy lejos la tentación de jugar a Satán. Además, se cuidarán de estar en el pasado cuando se produzca la destrucción; seguirán existiendo. Tendrán una buena posibilidad de convertirse en amos del futuro cuando sólo queden fragmentos de la Patrulla para oponérseles. O, como mínimo, se divertirán mucho intentándolo.

En ocasiones yo mismo me he sentido irritado por las restricciones. «¡Ah, Amor! ¿podríamos tú y yo conspirar con el destino para comprender en su totalidad este desastroso estado de cosas?»...

—Además —añadió—, es concebible que los danelianos revocasen la orden y ordenasen la entrega del secreto. Yo podría volver a casa para encontrar que ese aspecto del mundo ya no era igual. Una variación trivial en lo que se refiere al siglo XX, sin que afectase a nada apreciable.

—¿Pero en siglos posteriores? —dijo la mujer.

—Sí. Sólo tenemos la palabra de la banda de que confinarán sus atenciones a planetas en el futuro lejano y lejos del Sistema Solar. Me apuesto lo que sea a que esa palabra no vale nada. Dadas las capacidades del transmutador, ¿por qué no iban a jugar en la Tierra? Siempre será el planeta humano, y no veo cómo podría detenerlos la Patrulla.

—¿Quiénes son? —susurró Chaim—. ¿Tienes alguna idea?

Everard bebió whisky y fumó, como si el calor pudiese pasar de su lengua a su espíritu.

—Demasiado pronto para saberlo, en mi línea de mundo personal... o la vuestra. Está claro que vienen del futuro, pero lejos de la Era de la Unidad que precede a los danelianos. En el curso de muchos milenios era evidente que la información sobre el transmutador acabaría filtrándose... lo suficiente para darle a alguien una idea clara del dispositivo y de lo que puede hacer. Ciertamente él y sus compañeros son bandidos sin escrúpulos; no les importa nada que su acción amenace con eliminar la sociedad que les dio la vida, y a toda persona viva que conociesen. Pero no creo que sean, digamos, neldorianos. Esta operación es demasiado sofisticada. El enemigo debe de haber empleado mucho tiempo vital, mucho esfuerzo, para llegar a conocer el ambiente fenicio y establecer que efectivamente es un nexo.

»El cerebro organizador debe de tener el nivel de un genio. Pero con un toque de infantilismo... ¿notasteis la fecha, viernes trece? Igualmente eso de realizar un acto de sabotaje prácticamente en la puerta de al lado. El MO, y que se me reconociese como patrullero... eso sugiere, ¿Merau Varagan?

—¿Quién?

Everard no contestó. Siguió murmurando, principalmente para sí:

—Podría ser, podría ser. No es que sea de mucha ayuda. La banda hizo sus deberes, en el pasado de hoy, está claro... sí, querrían una línea base informativa que cubriese varios años. Y no hay suficiente personal en este puesto. No lo hay en toda la maldita Patrulla. —Sin que importe la longevidad de un agente, tarde o temprano algo nos atrapará a cada uno de nosotros. Y no volvemos para cancelar la muerte de nuestros camaradas, ni para verlos de nuevo mientras vivían, porque eso podría provocar una turbulencia en el tiempo, que creciera hasta convertirse en un torbellino; y si no, sería demasiado cruel para nosotros—. Podemos detectar la llegada y partida de vehículos temporales, si sabemos dónde y cuándo apuntar nuestros instrumentos. Así es como la banda posiblemente descubrió que éste es un cuartel de la Patrulla, eso si no lo hicieron de forma rutinaria disfrazados de visitantes normales.

O podrían haber entrado en esta era por otro sitio y llegado por transporte normal, con el aspecto de incontables otras personas contemporáneas, de la misma forma que lo intenté yo.

»No podemos examinar cada parte del espacio-tiempo local. o tenemos los hombres, ni nos atreveríamos a producir la alteración que tanta actividad podría causar. No, Chaim, Yael, tendremos que encontrar algunas claves por nosotros mismos, para reducir la búsqueda. Pero ¿cómo? ¿Por dónde empezamos?

Habiéndose quedado sin tapaderas, Everard aceptó la oferta de Zorach de una habitación de invitados.

Allí estaría más cómodo que en una posada, y más cerca de cualquier dispositivo que pudiese necesitar. Sin embargo, también estaría apartado de la vida real de la ciudad.

—Te prepararé una entrevista con el rey —le prometió su anfitrión—. No es difícil; se trata de un hombre brillante interesado por personas exóticas como tú —dijo riendo—. Por tanto, será natural que Zakarbaal el sidonio, que precisa cultivar la amistad de los tirios, le informe de la oportunidad de conocerte.

—Está bien —contestó Everard—, y disfrutaré hablando con él. Quizá incluso pueda sernos de ayuda. Mientras tanto, bueno, nos quedan varias horas de luz. Creo que daré una vuelta por la ciudad para empezar a conocerla, pillar algún rastro si tengo suerte.

Zorach frunció el ceño.

—Puede que sea a ti a quien pillen. El asesino te va detrás, estoy seguro.

Everard se encogió de hombros.

—Es un riesgo que asumo; y podría ser él quien acabase mal. Préstame una pistola, por favor. Sónica.

Configuró la pistola para aturdir, no para matar. Un prisionero vivo estaba a la cabeza de su lista de regalos de cumpleaños. Como el enemigo también lo sabría, realmente no esperaba que intentasen matarlo otra vez... al menos hoy.

—Llévate también un rayo —le incitó Zorach—. No sería extraño que viniesen por ti desde el aire. ¿Traer un saltador a un instante en que te encuentres, flotar en antigravedad y disparar? No tienen motivos para no llamar la atención.

Everard se colocó la pistola de energía en el lado opuesto de la otra. Cualquier fenicio que las viese las consideraría amuletos o algo 'lar, y además, llevaría la capa por encima. —No creo que yo valga tanto esfuerzo y riesgo —dijo. —Ha valido la pena intentarlo antes, ¿no? Y además, ¿cómo supo ese tipo que eras un agente?

—Podría tener una descripción. Merau Varagan debe de comprender que sólo unos cuantos agentes No asignados, yo entre ellos, eran elecciones probables para esta misión. Lo que me inclina más y más a pensar que está detrás de todo esto. Si tengo razón, nos enfrentamos a oponente malvado y escurridizo.

—Mantente entre la gente —le pidió Yael Zorach—. Asegúrate de regresar antes del anochecer. Aquí son raros los crímenes violentos, pero no hay alumbrado, las calles se quedan casi desiertas y te convertirás en una presa fácil.

Everard se imaginó cazando a su cazador en la oscuridad de la noche, pero decidió no intentar provocar tal situación hasta que no estuviese desesperado.

—Vale, volveré para cenar. Me interesa ver el aspecto de la comida ... en tierra, no en raciones de barco. Ella consiguió esbozar una sonrisa.

—Me temo que no es demasiado buena. Los nativos no son muy sensualistas. Sin embargo, le he enseñado a nuestro cocinero algunas recetas del futuro. ¿Te apetece pescado gefilte como aperitivo?

Cuando Everard salió, las sombras se habían alargado ligeramente y el aire se había enfriado un tanto. El tráfico se apresuraba por la calle que cruzaba la de los Cereros, aunque no más que antes. Situadas sobre el agua, Tiro y Usu normalmente se libraban del extremo calor del mediodía que en otros países exigía una siesta, y ningún verdadero fenicio malgasta ría durmiendo horas en las que podía ganar algo.

—¡Amo! —gorgojeó una voz llena de felicidad.

Pero si es mi pequeña rata de puerto.

—Saludos, Pummairam —dijo Everard. El muchacho se puso en pie de un salto—. ¿Qué andas buscando?

La delgada forma marrón se inclinó ante él, aunque los ojos y los labios tenían tanto de regocijo como de reverencia.

¿Qué otra cosa sino la fervientemente deseada esperanza de volver a estar al servicio de vuestra luminosidad?

Everard se detuvo y se rascó la cabeza. El chico había sido extremadamente rápido, posiblemente le hubiese salvado la vida, pero...

—Bien, lo siento, pero ya no necesito tu ayuda.

—Oh, señor, bromeáis. ¡Ved cómo me río, encantado de vuestro ingenio! Un guía, un intermediario, alguien que aparte a los malvados y.. a algunas personas peores... y seguro que un señor de vuestra magnificencia no negaría a una pobre ramita la gloria de vuestra presencia, el beneficio de vuestra sabiduría, el recuerdo siempre indeleble años después de haber caminado tras vuestros pasos.

Aunque las palabras eran aduladoras, lo que era convencional en su sociedad, el tono estaba muy lejos de serlo. Pummairam estaba divirtiéndose, comprendió Everard. Sin duda también sentía curiosidad, así como deseos de ganar más. Se estremecía un poco cuando se encontraba mirando directamente al enorme hombre.

Everard tomó una decisión.

—Tú ganas, malvado —dijo, y sonrió cuando Pummairam dio saltos y bailó. Además, no era tan mala idea tener un asistente. ¿No era su propósito llegar a conocer la ciudad más que ver lo puntos de interés?

—Ahora dime qué piensas que puedes hacer por mí.

El muchacho se colocó en una postura elegante, inclinó la cabeza a un lado y se llevó un dedo a la barbilla.

—Eso depende de lo que pueda desear mi amo. Si son negocios, ¿de qué tipo y con quién? Si es placer, lo mismo. Mi señor no tiene más que hablar.

—Humm... —Bien, ¿por qué no ser sincero con él en la medida de lo posible? Si resulta ser insatisfactorio, siempre puedo despedirlo, aunque supongo que se me quedará pegado como una garrapata—. Entonces escúchame, Pum. Tengo asuntos importantes que resolver en Tiro. Sí, pueden llegar a implicar a los magistrados y al mismo rey. Viste cómo un mago intentó detenerme. Por suerte, me ayudaste contra él. Eso podría volver a pasar, y tal vez no tenga tanta suerte. No puedo decirte más. Pero creo que comprenderás la necesidad de descubrir todo lo posible, de conocer a gente de toda condición. ¿Qué sugieres tú ? ¿Una taberna, quizá, e invitar a todos a beber?

El humor mercurial de Pum se congeló en seriedad. Frunció el ceño y miró al vacío durante unos latidos, antes de chasquear los dedos y decir:

—¡Exacto! Bien, excelente amo, no puedo recomendar mejor comienzo que visitar el Alto Templo de Asherat.

—¿Eh? —Sorprendido, Everard repasó la memoria implantada en cerebro. Asherat, la Astarté de la Biblia, era la consorte de Melqart, el dios patrón de Tiro; Baal—Melek—Qart—Sor.. Era una figura poderosa por derecho propio, diosa de la fertilidad en el hombre, bestias y tierra, una guerrera femenina que en una ocasión se había atrevido a penetrar en el mismísimo infierno para recuperar a su amante de entre los muertos, una diosa del mar de la que Tanith podría ser simplemente un avatar... sí, era Ishtar en Babilonia, y entraría en el mundo griego como Afrodita...

—Porque estoy seguro de que los vastos conocimientos de mi r incluyen el hecho de que sería una tontería que un visitante, especialmente uno tan importante como vos, no le rindiera homenaje, que ella acoja con agrado sus empresas. Cierto, si los sacerdotes llegasen a conocer tal omisión, se pondrían en vuestra contra. Eso, ente, ha causado dificultades con algunos emisarios de Jerusalén. Además, ¿no es un buen acto liberar a una dama de ataduras y los? —Pum lo miró con lascivia, guiñó un ojo y le dio un codazo—. Además de ser una actividad placentera.

—El patrullero lo recordó. Por un momento, se sintió repelido. Como la mayoría de los semitas de la época, los fenicios exigían que toda mujer libre sacrificase su virginidad en el templo de la diosa, como una prostituta sagrada. No podría casarse hasta que un hombre no pagase sus favores. La costumbre no tenía un origen lascivo; se remontaba s temores y ritos de fertilidad de la Edad de Piedra. Y además, también atraía rentables peregrinos y visitantes extranjeros.

—Espero que el pueblo de mi señor no prohíba tales actos —apostilló ansioso el muchacho. —Bueno... no los prohíbe.

—¡Bien! —Pum agarró a Everard por el hombro y lo arrastró—. Si mi señor permite que su sirviente le acompañe, es probable que pueda conocer a alguien que sea útil conocer. Con toda humildad, dejadme deciros que recorro la ciudad y mantengo ojos y oídos abiertos. Están por completo al servicio de mi señor.

Everard sonrió, con un lado de la boca, y caminó. ¿Por qué no debería hacerlo? Para ser sinceros, después del viaje por mar se sentía muy cachondo. Y era cierto, frecuentar el santo prostíbulo, en esa época no era una forma de explotación sino de devoción, y podría conseguir algunas pistas en su misión.

Primero será mejor que descubra lo fiable que es mi guía.

—Cuéntame algo de ti mismo, Pum. Podría ser que estuviésemos juntos durante varios días, si no más.

Salieron a una avenida y se abrieron paso por entre la multitud que se empujaba, gritaba y apestaba.

—Hay poco que decir, gran señor. Los anales de un pobre son cortos y simples. —Esa coincidencia también asombró a Everard. Luego, mientras Pum hablaba, comprendió que en su caso la frase era falsa.

Padre desconocido, presumiblemente uno de los marineros y trabajadores que frecuentaban ciertos hostales de mala vida mientras Tiro se construía y tenían los medios para disfrutar de las mozas de servir, Pum era un bebé en una camada, criado a salto de mata, un saqueador desde que aprendió a andar y, sospechaba Everard, un ladrón, y cualquier otra cosa que pudiese darle el equivalente local de un dólar. Sin embargo, desde temprano se había convertido en acólito de un templo en el puerto del comparativamente poco importante dios Baal Hammon —Everard recordó las iglesias ruinosas en los barrios bajos de la América del siglo xx—. Su sacerdote había sido antes un hombre culto, ahora amable y borracho; Pum había adquirido de él un vocabulario considerable y muchos conocimientos, como una ardilla acumulando bellotas en un bosque, hasta su muerte. Su más respetable sucesor había echado al pillo postulante. A pesar de eso, Pum consiguió un gran círculo de conocidos, que llegaban hasta el mismísimo palacio. Los sirvientes reales acudían a los muelles en busca de diversión barata... Todavía demasiado joven para adquirir cualquier forma de liderazgo, se ganaba la vida como podía. Que hubiese sobrevivido hasta entonces era todo un logro.

—pensó Everard—, puede que mi suerte haya cambiado un poco.

Los templos de Melqart y Asherat se encaraban uno con el otro a lo largo de una plaza abarrotada cerca del centro de la ciudad. El primero era el mayor, pero el último era muy impresionante. Una entrada con muchas columnas de elaborados capiteles y pintadas de forma llamativa, daba paso a un patio decorado con banderas donde se encontraba la gran vasija de latón con el agua para el ritual de la purificación. La casa se extendía por el lado más alejado del recinto, el aspecto cuadrado aliviado por revestimientos de piedra, mármol, granito y jaspe. Dos pilares relucientes flanqueaban la entrada superando el techo (en el Templo de Salomón, que imitaba el diseño tirio, recibirían los nombres de Jachin y Boaz). En su interior, como sabía Everard, había una cámara interior para los devotos, y más allá se encontraba el santuario.

Parte de la multitud de¡ foro se habían extendido por el patio y se encontraba dividida en pequeños grupos. Los hombres, supuso, simplemente buscaban un sitio tranquilo en el que hablar de negocios o lo fuese. Las mujeres los superaban en número, amas de casa en su mayoría, manteniendo en equilibrio pesadas cargas sobre las cabezas cubiertas con pañuelos, tomándose un respiro del mercado para algo de devoción y quizá un poco de cotilleo. Aunque los asistentes de la diosa eran hombres, las mujeres eran siempre bienvenidas.

Las miradas siguieron a Everard mientras Pum le guiaba hacia el o. Empezó a sentirse expuesto, incluso incómodo. Había un sacerdote sentado a una mesa, a la sombra, tras la puerta abierta. Exceptuando la túnica de los colores del arco iris y el colgante fálico de plata, parecía muy diferente de un seglar, con la barba y el pelo bien cortados y los rasgos aquilinos y destacados.

Pum se detuvo frente a él y dijo con gran énfasis.

—Saludos, hombre santo. Mi amo y yo deseamos rendir honores a nuestra Señora de las Nupcias.

El sacerdote hizo un gesto de bendición.

—Alabados seáis. Un extranjero confiere doble fortuna. —El interés relucía en sus ojos—. ¿De dónde venís, valioso extranjero?

—Del norte, más allá de las aguas —contestó Everard.

—Sí, sí, eso está claro, pero es un territorio vasto y desconocido. ¿Sois de la tierra de la Gente del Mar? —El sacerdote señaló un taburete como el que él ocupaba—. Por favor, sentaos, noble señor, descansad un rato, dejadme que os sirva una copa de vino.

Pum dio vueltas nervioso varios minutos, sufriendo la agonía de la ración, antes de dejarse caer al pie de una columna, enfurruñado. Everard y el sacerdote hablaron durante casi una hora. Otros se aproximaban para escuchar y unirse a ellos.

Podría fácilmente haber durado todo el día. Everard estaba descubriendo muchas cosas. Probablemente nada tenía relación con su misión, pero nunca se sabía y, de todas formas, disfrutó de la sesión de palique. Lo que le devolvió a la tierra fue la mención del sol. Se había hundido por debajo del techo del porche. Recordó la advertencia de Yael Zorach y se aclaró la garganta.

—Oh, como lo lamento, amigo, pero el tiempo pasa y debo irme pronto. Si fuésemos los primeros en presentar respetos...

Pum se alegró. El sacerdote rió.

—Sí —dijo—, después de tan largo viaje el fuego de Asherat debe de arder con fuerza. Bien, la donación por voluntad propia es de medio shekel de plata o su valor en mercancía. Claro está, hombres de posibles y posición son dados a dar más.

Everard pagó con un generoso trozo de metal. El sacerdote repitió su bendición y le dio a él y a Pum un pequeño disco de marfil, con un grabado bastante explícito.

—Entrad, hijos, buscad quien os vaya bien, echad esto en su regazo. Ah... ¿comprendéis, gran Eborix, que debéis sacar a vuestra elegida de los recintos sagrados? Mañana ella devolverá la señal y recibirá su bendición. Si no tenéis lugar propio para pasar la noche, entonces mi compatriota Hanno alquila habitaciones limpias por un buen precio, en su posada en la calle de los Alcahuetes.

Pum entró con rapidez. Everard con lo que esperaba fuese más dignidad. Sus compañeros de charla le lanzaron buenos deseos sexuales. Eso era parte de la ceremonia, la magia.

La cámara era grande, la oscuridad no muy aliviada por las lámparas de aceite. Destacaban murales intrincados, hojas doradas, recuadros de piedras semipreciosas. Al fondo relucía una imagen dorada de la diosa, los brazos extendidos en una compasión que de forma extraña se destacaba en la cruda escultura. Everard percibió las fragancias, mirra y sándalo, y murmullo de crujidos y susurros.

Al dilatarse sus pupilas, distinguió a las mujeres. Quizá un centenar en total, sentadas en taburetes, ocupando las paredes de izquierda a derecha. Las ropas variaban desde telas delicadas hasta lana deshilachada. Algunas estaban hundidas, otras miraban al vacío, algunas realizaban gestos de invitación todo lo atrevido que permitían las reglas, la mayoría miraban tímidas y pensativas a los hombres que pasaban. Los visitantes eran pocos a esa hora de un día normal. Everard creyó identificar tres o cuatro marineros de permiso, un mercader gordo, un par de jóvenes. Su comportamiento era razonablemente amable; aquello era una iglesia.

Se le aceleró el pulso. Maldición —pensó irritado—, ¿por qué me estoy preocupando tanto? Ya he estado con suficientes mujeres.

Le invadió la tristeza. Pero sólo dos eran vírgenes.

Siguió andando, mirando, preguntándose, evitando miradas. Pum lo encontró y le tiró de la manga.

—Radiante amo —susurró el joven—, vuestro sirviente puede que haya encontrado lo que requerís.

—¿Eh? —Everard dejó que su asistente lo llevase al centro de la sala, donde podían murmurar sin que los oyesen.

—Mi señor comprende que este hijo de la pobreza hasta hoy no había podido entrar en este recinto —dijo Puro—. Pero, como dije antes, tengo conocidos hasta en el mismísimo palacio real. Conozco una a que ha venido siempre que sus obligaciones y la luna se lo permitían, para esperar y esperar, durante estos últimos tres años. Se llama Sarai, hija de pastores en las colinas. Por medio de un tío en la guardia, consiguió un puesto en la casa del rey, al principio sólo como fregona, ahora trabaja estrechamente con el jefe de camareros. Y hoy está aquí. Ya que mi amo desea establecer contactos de ese tipo...

Perplejo, Everard siguió a su guía. Cuando se detuvieron tuvo que tragar aire. La mujer que, en voz baja, respondió al saludo de Pum, era rechoncha, de nariz grande —decidió considerarla fea— y al borde de soltería. Pero la mirada que dirigió al patrullero era alegre y segura. —¿Desearíais liberarme? —preguntó en voz baja—. Rezaría por vos durante el resto de mi vida.

Antes de poder cambiar de idea, arrojó la señal al regazo de su falda.

Pum se encontró una belleza, llegada ese mismo día y comprometida con un vástago de una familia importante. Se sintió consternada de semejante pilluelo la hubiese escogido. Bien, eso era problema de ella, quizá de él también, aunque Everard lo dudaba.

Las habitaciones en la posada de Hanno eran diminutas, equipadas con jergones de paja y poco más. Las delgadas ventanas, que daban al patio interior, dejaban entrar algo de la luz de la tarde, también el humo, los olores de la calle y los pollos, las conversaciones, la triste melodía de una flauta de hueso. Everard retiró la cortina de caña que servía de puerta y se dirigió a su acompañante. Ella se arrodilló ante él como si se acurrucase dentro del vestido.

No conozco vuestro nombre o país, señor —dijo en voz baja y todo firme—. ¿Se lo diréis a vuestra criada?

—Claro —le dio su alias—. ¿Y tú eres Sarai de Rasil Ayin?

—¿El muchacho mendigo os envió a mí? —inclinó la cabeza—.

—Perdonadme, no quería ser insolente, no pensé.

Él se aventuró a apartarle el pañuelo y acariciarle el pelo. Aunque áspero, era abundante, su mejor característica física.

—No me has ofendido. Bien, aquí estamos, ¿nos conocemos un poco mejor? ¿Qué te parecería tomar un par de vasos de vino antes de...? Bien, ¿qué te parecería?

Ella estaba boquiabierta, asombrada. Él salió, encontró al posadero y consiguió lo que necesitaba.

En poco tiempo, mientras estaban sentados en el suelo uno al lado del otro con el brazo de Everard sobre su hombro, ella hablaba con mayor libertad. Los fenicios no tenían una idea demasiado clara de la intimidad personal. Además, aunque sus mujeres disfrutaban de mayor respeto e independencia que en la mayoría de las sociedades, un poco de consideración por parte de un hombre conseguía mucho.

—... no, no hay esponsales todavía para mí, Eborix. Vine a esta ciudad porque mi padre es pobre, con muchos otros hijos a los que alimentar, y no parecía que nadie en mi tribu fuese a pedirle mi mano para su hijo. ¿Vos conoceríais a alguien? —Él mismo, que iba a tomar su virginidad, estaba excluido. De hecho, la pregunta infringía ligeramente la ley que prohibía los acuerdos previos, como por ejemplo con un amigo—. He ganado posición en el palacio, en la práctica aunque no de nombre. Disfruto de un cierto poder entre los sirvientes, proveedores y artistas. He conseguido reunir una dote para mí misma, no grande, pero... pero podría ser que la diosa me sonriese al fin después de haber hecho mi oblación...

—Lo siento —contestó él lleno de compasión—. Aquí soy un extranjero.

Everard la comprendía, o suponía que lo hacía. Ella quería desesperadamente casarse: no tanto por tener un marido y poner fin a los desprecios y sospechas apenas ocultos en que se tenía a las solteras, como para tener hijos. Entre aquella gente, pocos destinos eran más terribles que morir sin hijos, ir doblemente a la tumba... Las defensas de Sarai se desmoronaron y lloró contra el pecho de Everard.

La luz se desvanecía. Everard decidió olvidar los temores de Yael (y, risas, la exasperación de Pum) y tomarse su tiempo, para tratar a Sarai como un ser humano, simplemente porque eso es lo que era, esperar a la oscuridad y luego usar su imaginación. Después la llevaría de vuelta a su casa.

Los Zorach estaban principalmente molestos por la ansiedad que su invitado les causaba, no porque volviese mucho después de la puesta de sol. No les contó lo que había hecho, ni ellos lo presionaron para descubrirlo. Después de todo, eran agentes asignados, personas capaces que lidiaban con un trabajo difícil a menudo lleno de sorpresas, pero no eran detectives.

Everard sí se sintió obligado a disculparse por estropearles la cena. Iba ser un banquete inusual. Normalmente la comida principal del día se tomada a media tarde, y la gente no tomaba más que un ligero tentempié por la noche. Una razón era la pobreza de las lámparas, que hacía difícil preparar cualquier cosa elaborada.

Sin embargo, los logros técnicos de los fenicios merecían admiración. Durante el desayuno, que también era una comida escasa, lentejas cocidas con puerros y acompañadas de galletas, Chaim mencionó el sistema de abastecimiento de agua. Las cisternas para acumular el agua de la lluvia eran útiles pero insuficientes. Hiram no quería que Tiro dependiese de barcos desde Usu, ni que estuviese unida al continente por un largo acueducto que pudiese servir de puente al enemigo. Como los sidonios antes que él, tenía en mente un proyecto que sacaría agua potable de las fuentes bajo el mar.

Y claro, la habilidad, el conocimiento acumulado y el ingenio estaban también tras los estampados y trabajos en vidrio, y eso sin mencionar los barcos, menos frágiles de lo que parecían, ya que en el futuro llegarían hasta Bretaña...

—Alguien en nuestro siglo llamó a Fenicia el Imperio de la púrpura— comentó Everard—. Casi me hace preguntarme si Merau Varagan siente algo por ese color. ¿No llamó W H. Hudson a Uruguay la Tierra Púrpura? —Resonó su risa—. No, soy un tonto. El tinte de múrice normalmente tiene más de rojo que de azul. Además, Varagan estaba metido en trabajos sucios muy al norte cuando chocamos en el pasado. Y hasta ahora no tengo pruebas de que esté implicado en este caso; sólo una corazonada.

—¿Qué sucedió? —preguntó Yael. Su mirada lo buscó al otro lado de la mesa, por entre la luz del sol que entraba inclinada por la puerta a al jardín.

—Eso no importa ahora.

—¿Estás seguro? —insistió Chaim—. Es concebible que tu experiencia nos haga recordar algo que pudiese ser una pista. En todo caso, estamos hambrientos de noticias del mundo exterior en un puesto como éste.

—Especialmente de aventuras tan maravillosas como las tuyas —añadió Yael.

Everard sonrió con tristeza.

—Por citar a otro escritor más, la aventura es alguien sufriendo un infierno a mil kilómetros de distancia —dijo—. Y cuando las apuestas son altas, como en este caso, eso convierte en mala la situación. —Hizo una pausa—. Bien, no hay razón para no contároslo, aunque muy por encima, porque los antecedentes son complicados. Eh, si no va a venir ningún sirviente, me gustaría encender la pipa. ¿Y queda algo de ese delicioso café clandestino?

Se acomodó, pasó el humo por la lengua, dejó que el calor del día calentase sus huesos después del fresco de la noche.

—Mi misión era en Suramérica, la región de Colombia, en 1826. Bajo el liderazgo de Simón Bolívar, los patriotas se habían liberado del dominio español, pero seguían teniendo muchos problemas, algunos concernientes al Libertador. Había impuesto una constitución a Bolivia que le daba extraordinarios poderes como presidente vitalicio; ¿iba a convertirse en un Napoleón y colocar bajo su bota todas las nuevas repúblicas? El comandante militar de Venezuela, que entonces formaba parte de Colombia, o de Nueva Granada como se la llamaba, se había rebelado. No es que ese José Páez fuese un altruista; en realidad era un bastardo cruel.

»Oh, los detalles no importan. Ya no los recuerdo demasiado bien. En esencia, Bolívar, que era venezolano de nacimiento, organizó una marcha desde Lima a Bogotá. Sólo le llevó un par de meses, lo que sobre el terreno y en esos días era un ritmo rápido. Al llegar, asumió poderes presidenciales por ley marcial y entró en Venezuela contra Páez. La sangre derramada era cada vez mas espesa.

»Mientras tanto, agentes de la Patrulla, analizando la historia, descubrieron indicios de que no todo era kosher (Bueno... perdón). Bolívar no se estaba comportando exactamente como el humanitario desinteresado que sus biógrafos, en general, describían. Había encontrado un amigo... en alguna parte... en el que confiaba. Los consejos de ese hombre habían sido brillantes en ocasiones. Pero parecía que se estaba convirtiendo en el genio malvado de Bolívar. Y las biografías no lo mencionaban...

»Yo me encontraba entre los agentes No asignados enviados a investigar. Eso se debía a que, antes de haber oído hablar de la Patrulla, ya me había paseado por esas zonas. Eso me daba un sentido ligeramente especial de lo que hacer. Nunca podría hacerme pasar por u', latinoamericano, pero podría ser un mercenario yanqui, en parte ilusionado por la liberación, y en parte deseoso de ganar algo con ella... y, en principio, aunque lo suficientemente macho, sin la arrogancia que podría repeler a gente tan orgullosa.

»Es una historia larga y en general tediosa. Creedme, amigos, el noventa y nueve por ciento de una operación sobre el terreno consiste en la recopilación de hechos aburridos y normalmente irrelevantes, entre interminables periodos de date-prisa-y-corre. Digamos que, ayudado por un buen montón de suerte, me las arreglé para infiltrarme, conseguir contactos, sobornar a unos pocos y reunir información y pruebas. Al menos no había duda razonable. Ese Blasco López de oscuro origen debía venir del futuro.

»Llamé a nuestras tropas y atacamos la casa en la que se hospedaba en Bogotá. La mayoría de lo que pescamos eran habitantes locales inofensivos, contratados como sirvientes, aunque lo que nos dijeron resultó útil. La amante de López, que lo acompañaba, resultó ser su socia. Ella nos dijo mucho más, a cambio de una situación cómoda cuando llegase al planeta de exilio. Pero el jefe había escapado y huido.

»Un hombre a caballo, en dirección a la cordillera Oriental que se elevaba más allá de la ciudad, un hombre como otros diez mil criollos de verdad. No podíamos ir tras él con saltadores temporales. La búsqueda llamaría la atención con rapidez. ¿Quién sabe qué efecto podría tener? Los conspiradores ya habían hecho que el flujo temporal fuese inestable...

»Cogí un caballo, un par de monturas frescas, algunas pastillas de vitaminas para mí y me fui en su busca.

El viento resonaba hueco al desplazarse montaña abajo. La hierba y los dispersos matorrales bajos temblaban bajo su fuerza. En lo alto, daban paso a la piedra desnuda. A derecha, izquierda, por detrás, los picos se elevaban ante la desolación azul. Un cóndor volaba en lo alto, buscando una muerte. Los campos de nieve de las alturas relucían bajo el sol en declive.

Sonó un mosquete. A aquella distancia, el ruido era débil, pero los ecos lo repitieron. Everard oyó el silbido de la bala. ¡Cerca! Se acurrucó sobre la silla y azuzó a la montura.

Varagan realmente no puede esperar darme a esta distancia —pensó—. Entonces, ¿qué?¿Espera que me retrase? Si así fuese, si él ganase un poco más de tiempo,¿de qué le serviría?¿Qué meta persigue?

Su enemigo todavía le llevaba medio kilómetro de ventaja, pero Everard podía ver que la montura se tambaleaba, agotada. Buscar el rastro de Varagan le había llevado tiempo, yendo desde ese peón a aquel pastor preguntando si había pasado un hombre que correspondiera a cierta descripción. Sin embargo, Varagan sólo tenía un caballo, que debía tratar con cuidado si no quería que se desmoronase debajo de él. Cuando Everard hubo encontrado el rastro, un ojo acostumbrado a la selva había podido seguirlo, y el ritmo de la cacería se había acelerado.

También se sabía que Varagan había huido llevándose nada más que un mosquetón. Había estado malgastando la pólvora y los perdigones con bastante libertad desde que el patrullero se había plantado tras él. Como recargaba con rapidez y tenía una excelente puntería, eso le retrasaba. Pero ¿qué refugio había en aquella tierra inhóspita? Varagan parecía dirigirse a un peñasco en particular. Era bastante visible, no sólo por su altura sino por su forma, que recordaba la torre de un castillo. Pero no era una fortaleza. Si Varagan se refugiaba allí, Everard podía usar su rayo para arrojarle las rocas sobre la cabeza.

Quizá Varagan no supiese que el agente tenía tal arma. Imposible, Varagan era un monstruo, sí, pero no un tonto.

Everard se bajó el ala del sombrero y se ajustó el poncho para protegerse del viento. No cogió el rayo, todavía no tenía sentido, pero, como por instinto, su mano izquierda se colocó sobre el fusil de chispa y el sable que llevaba al cinto. Eran básicamente elementos del disfraz con el propósito de convertirlo en una figura de autoridad frente a los habitantes, pero su peso le daba cierta seguridad.

Tras detenerse para disparar, Varagan siguió montaña arriba, esta vez sin recargar. Everard hizo que su caballo pasase del trote al medio galope y acortó aún más la distancia. Se mantenía atento... no tenso, pero sí preparado para cualquier contingencia, listo para hacerse a un lado o saltar detrás de la bestia.

No pasó nada, sólo un recorrido solitario bajo el frío. ¿Había disparado Varagan su última carga? Ten cuidado, Manse, hijo. La escasa hierba alpina desapareció, excepto por algunos matojos entre las piedras, y la roca resonó bajo los cascos.

Varagan se detuvo cerca del precipicio y se sentó a esperar, el mosquete enfundado y con las manos sobre la silla. El caballo se estremecía y se balanceaba, con el cuello caído, totalmente destrozado; el sudor le corría frío por el pelo y entre las crines.

Everard sacó su pistola de energía y se adelantó haciendo ruido. Detrás de él, una montura relinchó. Varagan seguía esperando.

Everard se detuvo a tres metros.

—Merau Varagan, queda arrestado por la Patrulla del Tiempo —dijo en temporal. El otro sonrió. —Tiene ventaja sobre mí —contestó en un tono suave que sin embargo, imponía—. ¿Puedo solicitar el honor de conocer su nombre y procedencia?

—Uh... Manse Everard, No asignado, nacido en los Estados Unidos de América como cien años en el futuro. No importa. Va a venir conmigo. Permanezca ahí mientras llamó a un saltador. Se lo advierto, a la menor sospecha de que va a intentar algo, le disparo. Es demasiado peligroso para que me ande con reparos.

Varagan hizo un gesto de amabilidad.

—¿En serio? ¿Qué sabe de mí, agente Everard, o cree que sabe, para justificar esa actitud tan violenta?

—Bien, cuando un hombre me dispara creo que no es demasiado buena persona.

—¿Podría haber creído que usted era un bandido, de los que abundan en estas tierras? ¿Qué crimen supuestamente he cometido?

La mano libre de Everard se detuvo en su camino para recoger el pequeño comunicador que llevaba en el bolsillo. Durante un momento, extrañamente fascinado, miró por entre el viento a su prisionero.

Merau Varagan parecía más alto de lo que en realidad era, porque mantenía su cuerpo atlético completamente recto. El pelo negro le caía sobre una piel cuya blancura no había sido manchada en absoluto por el clima. No había en su rostro signos de barba, podría haber sido el de un joven César de no estar tan delicadamente marcado. Los ojos eran grandes y verdes, los labios sonrientes de un rojo cereza; la ropa hasta las botas, negra con ribetes plateados, como la capa que se agitaba sobre sus hombros. Frente a la torre del peñasco, a Everard le recordó a Drácula.

Pero su voz seguía siendo amable.

—Evidentemente sus colegas han extraído información de los míos. Me atrevería a decir que ha estado en contacto con ellos durante su viaje. Por tanto, conoce nuestros nombres y algo de nuestro origen...

Milenio trigésimo primero. Proscritos después del fracaso de los exaltacionistas por liberarse del peso de una civilización que se había quedado más anticuada que la Edad de Piedra para mí. Durante su momento de poder, se apropiaron de unas máquinas del tiempo. Su herencia genética.,.

Nietzsche podría haberlos comprendido. Yo nunca podré.

—... pero ¿qué sabe realmente de nuestro propósito aquí?

—Iban a cambiar los acontecimientos —respondió Everard—. Apenas hemos podido evitarlo. Y a nuestro cuerpo le queda por delante un complejo trabajo de restauración. ¿Por qué lo hicieron? ¿Cómo pudieron ser tan... egoístas?

—Creo que «egotista, sería un término mejor —se mofó Varagan—. El ascenso del ego, la voluntad sin limitaciones... Pero piénselo. ¿Hubiese estado mal que Simón Bolívar hubiese fundado un verdadero imperio en la América hispana, en lugar de una manada de pendencieros estados sucesores? Hubiese sido un imperio ilustrado, progresista. Imagínese todo el sufrimiento y las muertes que hubiesen podido evitarse.

—¡Venga! —Everard sintió cómo la furia se elevaba cada vez más en su interior—. Debe saber que no sería así. Es imposible. Bolívar no tiene el cuadro de mando, las comunicaciones, los apoyos. Si para muchos es un héroe, tiene a otros tantos furiosos contra él: como a los peruanos, después de independizar Bolivia. Gritará en su lecho de muerte que «aró los mares» con todos sus esfuerzos por construir una sociedad estable.

»Si su intención era unificar aún una parte del continente, debería haberlo intentado antes y en otro sitio.

—¿Sí?

—Sí. La única posibilidad. He estudiado la situación. En 1821 San Martín negociaba con los españoles en Perú, y jugaba con la idea de establecer una monarquía bajo alguien como don Carlos, el hermano del rey Fernando. Hubiese podido incluir los territorios de Bolivia y Ecuador, incluso Chile y Argentina más tarde, porque tendría las ventajas de las que carece el círculo interior de Bolívar. Pero ¿por qué le estoy contando todo esto, bastardo, sino para demostrar que sé que miente? Deben de haber hecho sus deberes.

—¿Y cuál supone que era mi objetivo real?

—Es evidente. Hacer que Bolívar se extendiese demasiado, Es un idealista, un soñador, además de un guerrero. Sí lo empujan demasiado, aquí todo se romperá en un caos que se extenderá por el resto de Suramérica. ¡Y ahí estaría su oportunidad de tomar el poder!

Varagan se encogió de hombros, como hubiese podido encogerse de hombros un gato.

—Concédame al menos —dijo—, que tal imperio hubiese podido tener cierta magnificencia tenebrosa.

El saltador se manifestó y flotó a seis metros de altura. El tripulante sonrió y apuntó el arma que llevaba. Desde la silla de su caballo, Metau Varagan saludó a su yo del futuro.

Everard nunca supo exactamente qué sucedió después. De alguna forma saltó de los estribos al suelo. El caballo relinchó al recibir una descarga de energía. Emanaron el humo y el olor a carne chamuscada. Mientras el animal muerto se desmoronaba, Everard lo usaba ya para cubrirse al disparar.

El saltador enemigo viró. Everard se apartó de la masa que caía y detuvo el fuego, hacia arriba y de lado. Varagan saltó de su propio caballo, tras una roca. Los rayos se encendían y crujían. La mano libre de Everard sacó el comunicador y pulsó el botón de ayuda.

El vehículo bajó, por la parte de atrás del peñasco. El aire desplazado produjo un sonido de explosión. El viento dispersó el penetrante ozono.

Apareció una máquina de la Patrulla. Era demasiado tarde. Merau Varagan ya se había llevado a su yo anterior a un punto desconocido del espacio-tiempo.

Everard asintió con pesadez.

—Sí —terminó—, ése era su plan, y salió bien, maldición. Llega hasta un punto obvio y apunta el tiempo en el reloj. Eso significa que sabría en un punto posterior de su línea de mundo, el dónde—cuándo al que ir, para preparar su operación de rescate.

Los Zorach estaban horrorizados.

—Pero, un bucle causal de ese tipo —dijo Chaim con voz entrecortada—, ¿no tenía ni idea del peligro que corría?

—Sin duda sí que lo sabía, incluida la posibilidad de haber borrado su propia existencia —contestó Everard—. Pero claro, estaba dispuesto a eliminar todo un futuro para favorecer una historia en la que podría haber estado en la cima. No tiene miedo, es el bandido definitivo. Debe de estar en los genes de los príncipes exaltacionistas.

Suspiró.

—También carecen de lealtad. Varagan, y los asociados que le quedasen, no intentaron salvar a los que capturamos. Se limitaron a desvanecerse. Hemos temido su reaparición «desde entonces», y esta nueva estratagema tiene similitudes con esa otra. Pero claro, nuevamente los peligros del bucle temporal, no puedo leer el informe que entregaré al terminar la misión actual. Si tiene conclusión y yo no muero.

Yael le toco la mano.

—Estoy segura de que triunfarás, Manse —dijo— ¿Qué sucedió después en Suramérica?

—Oh, una vez que los malos consejos, que él no había reconocido como malos... una vez que cesaron, Bolívar volvió a su forma natural —les dijo Everard—. Llegó a un acuerdo pacífico con Páez y declaró una amnistía general, Después se produjeron más problemas, pero también los resolvió con capacidad y humanidad, mientras defendía el interés y la cultura de su gente. Cuando murió, la mayor parte de la fortuna que había heredado había desaparecido, porque nunca se había quedado para sí ni con un centavo del dinero público. Un buen gobernante, uno de los pocos que conocerá la humanidad.

»Así es Hiram, supongo... y ahora su reinado sufre una amenaza similar, por un diablo suelto en el mundo.

Cuando Everard salió, por supuesto, Pum lo esperaba. El muchacho fue a su encuentro.

—¿Adónde va hoy mi glorioso maestro? —cantó—. Dejad que vuestro sirviente os lleve a donde queráis ir. ¿Quizá a visitar a Conor el vendedor de ámbar?

—¿Eh? —Con ligera sorpresa, el patrullero miró al nativo—. ¿Qué te hace pensar que tendría algo que hablar con... tal persona?

Pum le devolvió una mirada cuya deferencia no ocultaba por completo su sagacidad.

—¿No declaró mi señor que ésa era su intención a bordo del barco de Mago?

—¿Cómo sabes eso? —ladró Everard.

—Busqué a los hombres de la tripulación, hablé con ellos, agité sus recuerdos. No es que vuestro humilde sirviente se interesase en lo que no debe oír. Si me he excedido, me humillo y pido perdón. Mi intención no era más que saber más sobre los planes de mi amo para descubrir cómo mejor asistiros. —Pum sonrió con engreimiento.

—Ya. Entiendo. —Everard se acarició el bigote y miró a su alrededor. Nadie podía oírle Bien, debes saber que era un engaño. Mi verdadera intención es diferente.

Lo que ya debes de haber supuesto, por el hecho de haber ido directamente a Zakarbaal y hospedarme con él, añadió para sí. No era ni de lejos la primera vez que la experiencia le recordaba que la gente de una época determinada era intrínsecamente tan inteligente como cualquiera del futuro.

—¡Ah, sí! Seguro que nuestras intenciones son importantes. Los labios del sirviente de mi amo están sellados.

—Comprende que mi intención no es en absoluto hostil. Sidón es amiga de Tiro. Digamos que estoy implicado en la organización de una gran empresa conjunta.

—¿Para incrementar el comercio con la gente de mi amo? Ah, pero entonces querréis visitar a vuestro compatriota Conor, ¿no?

—¡No! —Everard se dio cuenta de que había gritado. Calmó su ánimo—. Conor no es compatriota mío, no de la forma en que Mago es compatriota tuyo. Mi gente no tiene un único país. Por desgracia, lo más probable es que Conor y yo no compartiésemos la misma lengua.

Era algo más que probable. Everard ya tenía mucho equipaje intelectual que cargar, en su mayoría información sobre los fenicios, para encima añadir información sobre los celtas. El ordenador electrónico simplemente le había enseñado lo suficiente para pasar por celta entre gente que nos los conociese muy bien... eso esperaba.

—Lo que tengo en mente es simplemente un paseo por la ciudad, mientras Zakarbaal me prepara una audiencia con el rey. —Sonrió—. Claro, y para eso bien podría ponerme en tus manos, muchacho.

La risa de Pum alzó el vuelo. Entrechocó las palmas.

—¡Ah, mi señor es sabio! Venid, que él juzgue si fue conducido al placer o no, y a saberes como los que busca, y quizá él... en su magnanimidad considere adecuado otorgar su generosidad a su guía.

Everard sonrió.

—Bien, dame el gran paseo. Pum fingió timidez.

—¿Podemos ir primero a la calle de los Sastres? Ayer decidí pedir un vestido nuevo que ya debería estar listo. El coste será grande para un pobre, a pesar de la munificencia que su amo ya ha demostrado, porque debo pagar tanto el material como la velocidad. Pero no es adecuado que el asistente de un gran señor vista con harapos como éstos. Everard gruñó, aunque realmente no le importaba.

—Te entiendo. ¡Claro que sí! No es adecuado a mi dignidad que te compres tu propia ropa. Bien, vamos, y tú vestirás tu ropaje de muchos colores.

Hiram realmente no se parecía a sus súbditos. Era más alto, de rostro más claro, de pelo y barba rojos, ojos grises y nariz recta. Su apariencia recordaba a la Gente del Mar: las hordas de bucaneros formadas por cretenses desplazados y bárbaros europeos, algunos de ellos del lejano norte, que atacaron Egipto un par de siglos antes y que con el tiempo se convirtieron en los antepasados de los filisteos. Un número menor, que acabaron en Líbano y Siria, se mezclaron con unos beduinos que ya se estaban interesando por cuestiones marítimas. De ese cruce salieron los fenicios. La sangre de los invasores todavía se manifestaba en su aristocracia.

El palacio de Salomón, del que se enorgullecía la Biblia, cuando estuviese terminado, sería una pobre imitación de la casa en la que ya vivía Hiram. Pero el rey solía vestir con simplicidad, con un caftán de lino blanco ribeteado de púrpura, sandalias de buen cuero, una cinta de oro en la cabeza y un grueso anillo de rubí marca de su realeza. Igualmente sus modales eran directos y carentes de afectación. De mediana edad, parecía más joven, y su vigor seguía intacto.

Él y Everard estaban sentados en una amplia sala, cómoda y bien ventilada, que daba al jardín del claustro y a un estanque con peces. La alfombra era de paja, pero teñida con dibujos delicados. Los frescos que cubrían las paredes de yeso habían sido ejecutados por artistas de Babilonia, y mostraban emparrados, flores y quimeras con alas. Una mesa baja entre los dos hombres tenía incrustaciones de madreperla. Sobre ella había vino sin aguaren copas de vidrio y platos de fruta, pan, queso y dulces. Una chica hermosa con una túnica diáfana, arrodillada, tocaba una lira. Detrás, dos criados aguardaban órdenes.

—Estás siendo muy misterioso, Eborix —murmuró Hiram.

—Cierto, y no es mi intención ocultar nada a su alteza —contestó Everard con cuidado. Una orden de mando podía traer soldados a matarlo. No, eso era improbable; un invitado era sagrado. Pero si ofendía al rey, toda su misión se vería comprometida—. Por desgracia, si soy vago sobre ciertas cosas es porque mi conocimiento de ellas es superficial. Ni tampoco me arriesgaría a hacer acusaciones sin fundamento contra alguien si mi información resultase ser errónea.

Hiram unió los dedos y frunció el ceño.

—Y sin embargo, afirmas traer palabras de peligro... lo que contradice lo que dijiste en otra ocasión. Ni tampoco eres el guerrero brusco que pretendes ser.

Everard construyó una sonrisa.

—Mi señor en su sabiduría sabe bien que un miembro de una tribu sin educación no es necesariamente un tonto. Admito, ah, haber antes ensombrecido ligeramente la verdad. Fue porque debía, incluso como hace cualquier comerciante tirio en el curso de sus negocios. ¿No es así?

Hiram rió y se relajó.

—Sigue. Si eres un pillo, al menos eres interesante.

Los psicólogos de la Patrulla habían invertido considerable ingenio en la historia de Everard. No había forma de que fuese inmediatamente convincente, ni tampoco era deseable que lo fuese; no había que obligar al rey a hacer cosas que pudiesen cambiar la historia conocida. Pero la historia debería ser lo suficientemente plausible para que cooperase en la investigación que era el propósito real de Everard.

—Sabed entonces, mi señor, que mi padre era un jefe guerrero en unas tierra montañosa muy lejos de las olas. —La región de Hallstatt, en Austria.

Eborix siguió relatando cómo varios celtas que habían estado entre la Gente del Mar habían regresado huyendo después de la gran derrota que Ramsés III había infligido a aquellos semivikingos en el 1149 a.C. Sus descendientes habían mantenido débiles conexiones en su mayoría a través de la ruta del ámbar, con los descendientes de sus compañeros que se habían asentado en Canaán por consentimiento del victorioso faraón. Las viejas ambiciones no se olvidaban; los celtas siempre habían tenido una gran memoria racial. Se hablaba de revivir el gran empujón mediterráneo. El sueño se reforzaba a medida que, oleada tras oleada, los bárbaros llegaban a Grecia, sobre las ruinas de la civilización micénica, y el caos se extendía por el Adriático y hasta Anatolia.

Eborix sabía de espías que también servían como emisarios de los reyes de las ciudades—estado filisteas. La amabilidad de Tiro con los judíos no hacía precisamente que los filisteos la amasen más; y claro está, las riquezas fenicias constituían una tentación aún mayor. Se desarrollaban planes, lentamente, durante generaciones. Ni el mismo Eborix sabía en qué estado se encontraban los planes para traer un ejército de aventureros celtas.

Ante Hiram admitió con franqueza que hubiese considerado unirse a semejante ejército, con sus hombres leales a la espalda. Sin embargo, una disputa entre clanes había terminado con su padre depuesto y muerto. Eborix apenas había podido escapar con vida. Deseando la venganza tanto como deseaba recuperar su fortuna, viajó hasta allí. Una Tiro agradecida de su aviso podría, al menos, darle los medios para contratar soldados propios y llevarlos a casa para recuperar su trono.

—No me ofreces ninguna prueba —dijo lentamente el rey—, nada más que tus palabras desnudas.

Everard asintió.

—Mi señor ve con tanta claridad como Ra, el Halcón de Egipto. ¿No admití de antemano que podría estar equivocado, que realmente podría no haber ninguna amenaza real, sino sólo los parloteos sin sentido de monos que se vanaglorian? Sin embargo, animo a mi señor a examinar la cuestión con toda la profundidad posible, por su seguridad. En ese esfuerzo, yo vuestro sirviente podría ser de ayuda. No sólo conozco a mi gente y sus costumbres, sino que en mi peregrinar por el continente conocí muchas tribus diferentes, y también naciones civilizadas. Por tanto, podría ser mejor sabueso que muchos en este rastro en particular.

Hiram se acarició la barba.

—Quizá. Una conspiración así debería necesariamente implicar a alguien más que a unos montañeses salvajes y unos magnates filisteos. Hombres de diverso origen... pero los extranjeros van y vienen como la brisa errante. ¿Quién seguirá los vientos?

El corazón de Everard dio un vuelco. Allí estaba el momento por el que había trabajado.

—Vuestra alteza, he pensado mucho en ello, y los dioses me han enviado algunas ideas. Creo que primero no deberíamos buscar mercaderes comunes, capitanes y marineros, sino extranjeros de tierras con las que los tirios han tenido poco contacto o nunca han visitado, extranjeros que a menudo hacen preguntas que no están relacionadas con el comercio, ni siquiera con la curiosidad general. Se presentarían en lugares altos, así como bajos, buscando aprenderlo todo. ¿Recuerda algo así mi señor?

Hiram negó con la cabeza.

—No, nada como eso. Y yo hubiese oído hablar de ellos y hubiese querido conocerlos. Mis seguidores saben cómo deseo nuevos conocimientos, noticias. —Rió—. Como demuestra el hecho de que esté dispuesto a recibirte a ti.

Everard se tragó la decepción. Sabía amarga. Pero no debería haber imaginado que el enemigo actuaría ahora abiertamente, estando tan cerca del momento del ataque. Sabrían que la Patrulla estaría trabajando. No, realizaría su investigación preliminar, adquiriendo detallada información sobre los fenicios y sus puntos vulnerables, en el pasado. Quizá muy en el pasado.

—Mi señor —dijo—, si realmente hay una amenaza, debe de haber permanecido mucho tiempo en el huevo. ¿Sería muy atrevido pedirle a su alteza que rememore? El rey en su omnisciencia podría recordar algo de hace muchos años.

Hiram bajó la vista y se concentró. El sudor cubría la piel de Everard. Se obligó a mantenerse recto en el asiento. Finalmente, en voz baja oyó:

—Bien, al final del reinado de mi ilustre padre, el rey Abibaal... sí... recibió a ciertos invitados, sobre los que corrían rumores. No venían de ninguna tierra que conociésemos... Venían del Lejano Oriente buscando sabiduría, dijeron... ¿Cuál era el nombre de su país? ¿Shi-an? No eso no. —Hiram suspiró—. Los recuerdos se empañan. Especialmente el recuerdo de las simples palabras.

—¿Entonces mi señor no los conoció?

—No, estaba fuera, pasando unos años de viaje por el interior y el extranjero, para prepararme para el trono. Y ahora Abibaal duerme con su padre. Como, me temo, todos los que pudieron conocer a esos hombres.

Everard suprimió un suspiro propio y luchó por relajarse. La pista era tenue como la niebla, si era una pista. Pero ¿qué podría esperar? El enemigo no iba a dejar anuncios grabados.

Allí nadie llevaba diarios o guardaba cartas, ni tampoco numeraban los años de la misma forma que posteriores civilizaciones. Everard no podría descubrir exactamente cuándo Abibaal recibió a sus curiosos visitantes. El patrullero tendría suerte si encontraba a uno o dos individuos que los recordasen. Hiram reinaba desde hacía dos décadas, y la esperanza de vida no era muy grande.

Pero debo intentarlo. Es la única pista que he descubierto. O quizá una falsa pista, claro. Podrían haber sido contemporáneos legítimos...quizá exploradores de la China de la dinastía Chou.

Se aclaró la garganta.

—¿Me concede permiso mi señor para hacer preguntas a sus sirvientes, tanto en la casa real como en la ciudad? Pienso que la gente humilde podría hablar con algo más de libertad y facilidad frente a un hombre normal como yo que ante la magnificencia de la presencia de su alteza.

Hiram sonrió.

—Para ser un hombre normal, Eborix, sabes usar la lengua. Pero sí, puedes intentarlo. Permanece un tiempo como mi invitado, con el joven sirviente que he visto fuera. Seguiremos hablando. Al menos sois un fantástico conversador.

De noche, un paje llevó a Everard y Pum por una serie de pasillos hasta sus aposentos.

—El noble visitante comerá con los oficiales de la guardia y hombres de similar rango, a menos que sea invitado a la mesa real —explicó servil—. Su asistente es bienvenido a la mesa de los sirvientes libres. Si se desea algo, que él informe a un sirviente; la generosidad de su alteza no conoce límites.

Everard decidió no probar demasiado los límites de la generosidad. La casa parecía más consciente del nivel social que lo habitual en la sociedad de Tiro —sin duda la presencia de muchos esclavos redomados lo reforzaba— pero Hiram era probablemente frugal.

Pero cuando el patrullero llegó a su habitación, descubrió que el rey era un anfitrión cuidadoso. Hiram debía de haber dado órdenes después de su charla, mientras a los recién llegados se les mostraba el palacio y se les daba una cena ligera.

La cámara era grande, bien decorada, y estaba iluminada por varias lámparas. Una ventana, que podía cerrarse, miraba a un patio donde crecían flores y granadas. Las puertas eran de madera sólida con bisagras de bronce. La puerta interior daba a un cubículo adyacente, lo suficiente para un jergón de paja y un cuenco, donde dormiría Pum.

Everard se detuvo. La luz de las lámparas iluminaba con suavidad alfombras, cortinas, sillas, una mesa, un cofre de cedro, una cama doble. Las sombras se agitaron cuando una joven se puso en pie y saludó.

—¿Desea más mi señor? —preguntó el paje—. Si no, que esta persona inferior os desee buenas noches. —Se inclinó y se fue.

El aliento salió por entre los dientes de Pum.

—Maestro, es hermosa.

A Everard le ardían las mejillas.

—Eh. Buenas noches a ti también, muchacho.

—Noble señor ..

—Buenas noches, he dicho.

Pum levantó los ojos al techo, se encogió de hombros y se fue a su perrera. La puerta se cerró de un golpe tras él.

—Ponte recta, querida —murmuró Everard—. No temas. No te haré daño.

La mujer obedeció, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza baja, servil. Era alta para su época, esbelta, dotada. El ligero vestido ocultada una piel blanca. El pelo atado ligeramente en la nuca era de un marrón teñido de rojo. Sintiéndose poco seguro de sí mismo, Everard le puso un dedo bajo la barbilla. Ella levantó un rostro que tenía ojos azules, nariz coqueta, grandes labios, pecas.

—¿Quién eres? —preguntó. Sentía dura la garganta.

—Vuestra criada enviada para atenderos, señor. —Las palabras arrastraban un ligero acento extranjero—. ¿Qué os place?

—Yo... yo te he preguntado quién eres. Tu nombre, tu gente.

—Me llaman Pleshti, amo.

—Supongo que porque no pueden pronunciar tu verdadero nombre, o no quieren ni molestarse. ¿Cuál es?

Ella tragó. Las lágrimas relucieron.

—Una vez fui Bronwen —susurró.

Everard asintió para sí. Mirando a su alrededor, vio sobre la mesa una jarra de vino así como agua, más un cubilete y un cuenco con fruta. Él le cogió la mano. Era pequeña y suave en la suya.

—Ven —dijo—, sentémonos, tomemos algo, conozcámonos. Compartiremos esa copa.

Ella se estremeció y se apartó a medias. Él volvió a sentir tristeza, aunque consiguió sonreír.

—No temas, Bronwen. No pretendo nada que pueda hacerte daño. Sólo deseo que seamos amigos. Comprende, macushla, creo que eres de mi gente.

Ella contuvo el llanto, se cuadró de hombros y tragó.

—Mi señor es... casi divino en su bondad. ¿Cómo podría darle las gracias?

Everard la llevó a la mesa, la sentó y sirvió vino. Pronto empezó a oír su historia.

Era demasiado corriente. Aunque sus conceptos de geografía eran vagos, él dedujo que pertenecía a una tribu celta que había emigrado al sur desde el Urheimat del Danubio. La suya era una villa al comienzo del mar Adriático, y había sido la hija de un pequeño terrateniente acomodado, como los primitivos de la Edad de Bronce medían la riqueza.

No había contado cumpleaños antes ni después, pero suponía que tenía unos trece años cuando llegaron los tirios, aproximadamente hacía una década. Venían en un solo barco, viajando con arrojo al norte en busca de nuevas posibilidades comerciales. Acamparon en la orilla y hablaron por medio de signos. Evidentemente decidieron que no había nada por lo que valiese la pena volver, porque al irse raptaron a varios niños que se habían acercado para mirar a los maravillosos extranjeros. Bronwen estaba entre ellos.

Los tirios no habían violado a las mujeres cautivas, ni maltratado a ningún prisionero más de lo que les pareció necesario. Una virgen en buenas condiciones valía demasiado en el mercado de esclavos. Everard admitió que ni siquiera podía llamar malvados a los marineros. Se habían limitado a hacer lo que era natural en el mundo antiguo, y en la mayor parte de la historia posterior.

Teniéndolo todo en cuenta, Bronwen tuvo suerte. Fue adquirida para el palacio: no el harén real, aunque el rey la había tenido extraoficialmente un par de veces, sino para entregarla a sus invitados como considerase oportuno. Rara vez los hombres eran deliberadamente crueles con ella. El dolor sin fin era ser una cautiva entre extraños.

Eso, y sus hijos. A lo largo de los años había dado a luz cuatro, de los que dos murieron en la infancia; un buen récord, considerando que no le había costado demasiado en dientes o salud. Los dos supervivientes todavía eran pequeños. La niña probablemente también se convertiría en concubina cuando tuviese la edad, a menos que se la pasase a un burdel (las mujeres esclavas no eran desfloradas en un rito religioso. ¿A quién le importaba su fortuna en la vida?). El chico probablemente fuese castrado a esa edad, ya que crecer en la corte le convertiría en un asistente en potencia para el harén.

Y en cuanto a Bronwen, cuando perdiese su belleza se la asignaría a trabajar. Al no haber recibido formación en habilidad como la costura, lo más probable es que acabase en el fregadero o el molino.

Everard tuvo que sacarlo todo lentamente, poco a poco. Ella ni se lamentó ni rogó. Su destino era el que era. Él recordó una frase que Tucídides escribiría siglos después, sobre una desastrosa expedición militar ateniense cuyos últimos miembros acabaron sus días en las minas de Sicilia: «Habiendo hecho lo que los hombres podían hacer, sufrieron lo que los hombres debían sufrir.»

Y las mujeres. Especialmente las mujeres. Se preguntó si, muy en su interior, él tenía tanto coraje como Bronwen. Lo dudaba.

Sobre sí mismo dijo poco porque le parecía mejor jugar sobre seguro.

Sin embargo, al final ella levantó la vista, se sonrojó, sonrió, y dijo con una voz ligeramente alterada por el vino:

—Oh, Eborix... —Él no pudo entender el resto.

—Me temo que tu lengua es demasiado diferente a la mía, querida —dijo.

Ella volvió al púnico:

—Eborix, qué generosa ha sido Asherat habiéndome traído hasta vos por todo el tiempo que ella desee. Qué maravilloso. Ahora venid dulce señor, permitid que vuestra criada os devuelva algo de la alegría…

—Se puso en pie, dio la vuelta a la mesa, situó su calor y su peso sobre las rodillas de Everard.

Él ya había consultado su conciencia. Si no hacía lo que todos esperaban, el rey acabaría enterándose. Hiram bien podría ofenderse o preguntarse qué le pasaba a su invitado. La misma Bronwen se sentiría herida, asustada; podría meterse en problemas. Además, era encantadora y él había pasado mucha necesidad. La pobre Sarai apenas contaba.

Acercó a Bronwen.

Inteligente, observadora, sensible, había aprendido bien cómo satisfacer a un hombre. Él no había esperado más que uno, pero ella pronto le hizo cambiar de opinión, más de una vez. Su propio ardor, tampoco parecía fingido. Bien, él probablemente era el primer hombre que había tratado de darle placer a ella. Después del segundo, ella le susurró al oído:

—No he tenido... más... en estos tres últimos años. Cómo ruego a la diosa que abra mi vientre a vos, Eborix, Eborix...

Él no le recordó que cualquier hijo también sería un esclavo.

Pero antes de dormirse ella murmuró algo más, algo que él consideró que no hubiese dejado escapar de haber estado completamente despierta.

—Hemos sido una carne esta noche, mi señor, y pronto lo volveremos a ser. Pero sabed que sé que no somos del mismo pueblo.

—¿Qué? —El hielo lo apuñaló. Se sentó de pronto.

Ella se acercó:

—Tendeos, corazón mío. Nunca, nunca os traicionaré. Pero... recuerdo muchas cosas de casa, cosas pequeñas, y no creo que la gente en la montaña pueda ser muy diferente de la gente en la costa... Tranquilo, tranquilo, vuestro secreto está a salvo. ¿Por qué Bronwen hija de Brannoch iba a traicionar a la única persona que la ha tratado bien? Dormid, mi amor sin nombre, dormid bien en mis brazos.

Al amanecer un sirviente despertó a Everard —disculpándose y alabándole a cada paso— y se lo llevó a darse un baño caliente. El jabón era cosa del futuro, pero una esponja y una piedra pómez le rasparon la piel, y luego el sirviente le dio una friega con aceite aromático y un buen afeitado. Después se unió a los oficiales de la guardia, para un rápido desayuno y una conversación vivaz.

—Hoy tengo permiso —propuso uno de los hombres—. ¿Qué te parece ir a Usu, amigo Eborix? Te mostraré la ciudad. Más tarde, si queda luz, podremos ir fuera de las murallas. —Everard no estaba seguro si eso sería a lomos de burros, o con mayor rapidez pero menos comodidad en un carro de batalla. En ese momento, los caballos eran casi siempre animales militares, demasiado valiosos para todo aquello que no fuese el combate y la pompa.

—Muchas gracias —contestó el patrullero—. Pero primero necesito ver a una mujer llamada Sarai. Trabaja como camarera.

Se levantaron algunos ceños.

—Qué —se mofó un soldado—, ¿los del norte prefieren a una camarera mugrienta que el presente del rey?

Este palacio está lleno de chismosos —pensó Everard—. Mejor será que arregle rápido mi reputación. Se sentó recto, miró al otro lado de la mesa y dijo refunfuñando:

—Estoy aquí a petición del rey, para realizar investigaciones que no importan a nadie más. ¿Está claro, muchacho?

—¡Oh, sí, oh, sí! No era más que una broma, noble señor. Esperad, encontraré a alguien que sepa dónde está. —El hombre se levantó del banco.

Guiado a una sala exterior, Everard tuvo unos minutos de soledad. Los pasó meditando sobre su sensación de urgencia. Teóricamente, tenía todo el tiempo que quisiese; si fuese necesario, podría hacer un bucle doble, siempre que tuviese cuidado de evitar que la gente lo viese junto a sí mismo. En la práctica, eso implicaba riesgos aceptables sólo en las peores emergencias. Aparte de la posibilidad de iniciar un bucle causal que podría expandirse sin control, estaba la posibilidad de que algo saliese mal en el curso normal de los acontecimientos. La probabilidad de algo así se incrementaría a medida que la operación se hiciese más amplia y compleja. Pero también sentía la natural impaciencia por acabar el trabajo, completarlo, asegurar la existencia del mundo que le había visto nacer.

Una figura rechoncha abrió la cortina. Sarai se arrodilló frente a él.

—Vuestra adoradora espera las ordenes de su señor —dijo con ligeramente desigual.

—Levántate —le dijo Everard—. Tranquila. No deseo más que hacerte una pregunta o dos.

Agitó los párpados. Se puso colorada al final de su gran nariz.

—Lo que ordene mi señor, ella que tanto os debe se esforzará por cumplirlo.

Él comprendió que ella no se comportaba de forma servil ni coqueta. Ni invitaba ni esperaba atrevimiento por su parte. Una vez hecho su sacrificio a la diosa, una pía mujer fenicia permanecía casta. Sarai simplemente se sentía agradecida. Se sintió conmovido.

—Tranquila —repitió—. Deja que tu mente vague con libertad. En nombre del rey, busco saber de ciertos hombres que en una ocasión visitaron a su padre, al final de la vida del glorioso Abibaal.

Ella abrió los ojos.

—Amo, apenas había nacido.

—Lo sé. Pero ¿qué hay de los viejos sirvientes? Debes de conocer a todo el personal. Puede que queden algunos que sirvieron en esa época. ¿Preguntarás entre ellos?

Ella se tocó frente, labios y pecho, el signo de la obediencia.

—Siendo el deseo de mi señor.

Le pasó la escasa información que tenía. Eso la alarmó.

—Me temo... me temo que no saldrá nada de esto —dijo—. Mi señor debe comprender lo mucho que apreciamos a los extranjeros. Si eran tan extraños como decís, los sirvientes hubiesen hablado el resto de sus días sobre ellos. —Sonrió con tristeza—. Después de todo, no recibimos muchas novedades, los que habitamos entre las paredes de palacio. Mordisqueamos los mismos chismes una y otra vez. Creo que hubiese oído hablar de esos hombres si quedase alguien que los recordase.

Everard se maldijo a sí mismo en varios idiomas. Parece que tendré que ir a Usu en persona, hace veintitantos años, y buscar yo mismo... sin que importe el peligro de que mi máquina sea descubierta por el enemigo y que eso le alerte, o de que me maten.

—Bien —dijo, cansado—, pregunta de todas formas, ¿sí? Si no descubres nada, no será culpa tuya.

—No —dijo—, pero será mi pesar, amable señor. —Volvió a arrodillarse antes de partir.

Everard fue a buscar a su conocido. No tenía ninguna esperanza real de descubrir nada en el continente, pero el viaje eliminaría algunas tensiones de su cuerpo.

El sol se encontraba bajo cuando regresaron a la isla. Una ligera neblina cubría el mar, difundiendo la luz, haciendo que las altas murallas de Tiro pareciesen doradas, no del todo reales, como un castillo mágico que fuese a desvanecerse en cualquier momento. Al tomar tierra, Everard descubrió que la mayoría de los ciudadanos se habían ido a la cama. El soldado, que tenía familia, dijo adiós, y el patrullero se abrió paso hasta palacio por calles que, después del bullicio matutino, parecían fantasmales.

Había una figura oscura al lado del porche real, no tenida en cuenta por la guardia. Los guardias se pusieron en pie y mostraron las lanzas al aproximarse Everard, listos para comprobar su identidad. Todavía a nadie se le había ocurrido mantenerse en pie en la guardia. La mujer se apresuró a interceptarlo. Reconoció a Sarai mientras ésta se inclinaba para arrodillarse.

Le saltó el corazón.

—¿Qué deseas? —dijo en un desgarro.

—Señor, he estado esperando vuestro regreso durante casi todo el día, porque parecíais ansioso de oír lo que pudiese descubrir.

Debía de haber delegado sus obligaciones regulares. La calle había estado caliente, hora tras hora.

—Tú... ¿has descubierto algo?

—Quizá, amo; quizá un fragmento. Puede que haya más.

—¡Habla en nombre... en nombre de Melqart!

—En vuestro nombre, señor, ya que pedisteis esto a vuestra sirvienta. —Sara¡ tomó aliento. Lo miró a los ojos, y sostuvo la mirada. Su tono se hizo fuerte, directo.

»Como temía, de los criados lo suficientemente mayores para recordarlo, ninguno tenía los conocimientos que buscabais. Todavía no estaban en el servicio, y si lo estaban, trabajaban para el rey Abibaal en algún otro lugar lejos de palacio... en una granja, casa de verano o lugar similar. En el mejor de los casos, un hombre o dos dijeron haber oído algo alguna vez; pero lo que recordaban no era más de lo que mi señor ya me dijo. Me desesperé, hasta que pensé en buscar un templo a Asherat. Recé para que fuese buena con vos que la habíais servido a través de mí, durante un tiempo que no hubiese empleado ningún otro hombre. Y bien, contestó. Alabada sea. Recordé que un mozo llamado Jantin—hamu tiene un padre con vida que antes era criado en palacio. Busqué a Jantin—hamu, y él me llevó hasta Bomilcar, y sí, Bomilcar puede hablaros de esos extranjeros.

—Pero, eso es espléndido —dijo él—. No creo que yo mismo hubiese podido hacer lo que tú has hecho. No hubiese sabido cómo.

—Ahora ruego porque esto realmente ayude a mi señor —dijo en voz baja—, él que fue bueno con una horrible mujer de las montañas. Venid, os guiaré.

Por piedad filial, Jantin—hamu dio a su padre un lugar en la casa de una habitación que compartía con su esposa y un par de hijos que todavía dependían de ellos. Una única lámpara destacaba, entre sombras monstruosas, el jergón de paja, los taburetes, los recipientes de barro y el brasero que se encontraba entre los muebles. La mujer cocinaba en una cocina compartida con otros residentes, luego traía los alimentos para comerlos; el aire estaba cargado y grasiento. Todos los demás estaban sentados en el suelo, mirando, mientras Everard interrogaba a Bomilcar.

El vicio estaba calvo excepto por los restos blancos de una barba, desdentado, medio sordo y lisiado por la artritis. Tenía los ojos blancos por las cataratas (su edad cronológica debía de rondar los sesenta Vaya una sorpresa para la gente que en América deseaba volver a la naturaleza). Estaba caído sobre un taburete, con las manos débilmente cerradas alrededor de un palo. Pero su mente funcionaba bien... saliendo de la ruina en la que estaba atrapada como un planta que buscase la luz del sol.

—Si, si, vienen y permanecen frente a mí mientras hablo, como si fuese ayer. Si sólo pudiese recordar igual de bien lo que sucedió realmente ayer. Bien, no pasó nada, ya no pasa nada...

»Siete, eran, que decían haber venido por barco desde la costa hitita. El joven Matinbaal sintió curiosidad, sí, y fue allí y preguntó, y nunca encontró a un capitán que llevase a tales pasajeros. Bien, quizá fue una nave que siguió su curso, hacia Filistea o Egipto... Decían llamarse sinim y hablaban de un viaje de miles y miles de leguas desde las Tierras del Sol Naciente, para poder llevar de regreso un relato del mundo para su rey. Hablaban un púnico razonable, aunque con un acento que jamás había oído... Eran más altos que la mayoría, fornidos; caminaban como gatos salvajes, y eran igualmente discretos y, suponía, peligrosos si se los provocaba. No llevaban barbas; no era que se afeitasen, sino que no tenían pelos en la cara, como las mujeres. Pero no eran eunucos, no, las mozas que les dieron pronto tuvieron que sentarse con cuidado, je, je. Tenían ojos claros, la piel más blanca que la de un aqueo de pelo rubio, pero el pelo recto era negro como un cuervo... Siempre tuvieron un aire de magos, y oí historias de cosas asombrosas que mostraron al rey. Fuese lo que fuese, no causaron daño, sólo sentían curiosidad, oh, qué curiosos eran de todos los detalles de Usu, y de los planes que entonces se trazaban para Tiro. Se ganaron el corazón del rey; él ordenó que viesen y oyesen lo que quisiesen, ya fuesen los más profundos secretos de un santuario o la casa de un mercader.. A menudo me pregunté, después, si eso fue lo que provoco a los dioses en su contra.

¡Judas Iscariote! —se dijo Everard—. Parecen mis enemigos. Sí, ellos, exaltacionistas, la banda de Varagan. Sinim... ¿Chinos? ¿Un señuelo, en caso de que la Patrulla encontrase el rastro? No, sospecho que no, creo que probablemente usaron ese alias para tener una historia lista que dar a Abibaal y a su corte. Porque no se molestaron en disfrazar su aspecto. Como en Suramérica, Varagan debe de haber creído que su inteligencia sería excesiva para la laboriosa Patrulla. Lo que bien podía haber sido, de no ser por Sarai.

Aunque no es que haya avanzado mucho.

—¿Qué fue de ellos? —exigió.

—Ah, fue una pena, a menos que fuese un castigo por algo malo que hicieron, quizá entrometiéndose en lo más sagrado. —Bomilcar chasqueó la lengua y agitó la cabeza—. Después de varias semanas, pidieron permiso para partir. Era ya el final de la temporada, y muchas naves estaban ya guardadas para el invierno, pero contra todo consejo ofrecieron un buen pago por pasaje a Chipre, y consiguieron que un atrevido capitán aceptase. Yo mismo fui al muelle a verlos partir, sí. Un día frío y ventoso. Miré cómo la nave empequeñecía bajo las nubes hasta que se desvaneció en la bruma, y algo en el camino de vuelta me hizo detenerme en el templo de Tanith y poner aceite en una lámpara… no por ellos, realmente, sino por todos los pobres marineros y por el bienestar de Tiro.

Everard se controló para no agitar el cuerpo marchito.

—¿Y luego? ¿Algo más?

—Por desgracia, mi sentir era cierto. Mis impresiones han sido siempre ciertas, ¿no, Jantin—hamu? Siempre. Debería haber sido sacerdote, pero demasiados muchachos buscaban las pocas literas de acólito que había... Y, sí. Ese día se desató una tempestad. La nave se hundió. Todos se perdieron. Lo supe porque naturalmente quería saber qué había sido de esos extranjeros. El mascarón y algunos trozos llegaron hasta las rocas donde ahora se alza esta ciudad.

—Pero... espera, viejo... ¿Estás seguro de que se ahogaron todos?

—No, supongo que no podría jurarlo, no. Supongo que un hombre o dos podrían haberse agarrado a una tabla y llegar hasta la orilla. Hicieron tierra en algún otro punto y llegaron a casa sin que nadie lo supiese. En el palacio, ¿a quién le importa un marinero normal? Lo cierto es que la nave se perdió y los sinim... si hubiesen regresado lo sabríamos, ¿no?

La mente de Everard corría a toda velocidad. Una máquina podría haber traído directamente a los viajeros temporales. Todavía no estaba establecida la base de la Patrulla, con los instrumentos adecuados para detectarlos (no podemos vigilar cada instante del milenio. Lo mejor que podemos hacer es despachar hombres cuando sea necesario desde las bases que tenemos). Pero si no querían provocar una impresión que se recordase, debían partir de la forma normal, por tierra o mar. Pero claro, antes de embarcarse, comprobarían cómo iba a ser el tiempo. Los barcos de esta época casi nunca navegan en invierno; son demasiado frágiles.

Pero ¿podría ser una pista falsa? La memoria de Bomilcar podría no ser tan clara como dice y los visitantes proceder de una de esas extrañas civilizaciones de corta vida que la historia y la arqueología perdieron de vista, y que los viajeros temporales han encontrado por puro accidente. Por ejemplo, una ciudad estado de las montañas de Anatolia, que aprendió cosas de los bititas y cuya aristocracia es tan endogámica que tiene una fisonomía característica...

Pero claro, por otra parte, aquel naufragio podía ser la forma de interrumpir las pistas. Eso explicaría porqué los agentes enemigos no se molestaron en adoptar aspecto chino.

¿Cómo descubrirlo antes de que Tiro explotase?

—¿Cuándo sucedió eso, Bomilcar? —preguntó con tanta suavidad como pudo.

—Pero, ya os lo he dicho —dijo el anciano—. En los días del rey Abibaal, cuando trabajaba para él en el palacio de Usu.

Everard fue muy consciente, casi con rabia, de la familia que lo rodeaba y de sus ojos. Los oía respirar. La lámpara se agitó, las sombras aumentaron, el aire se enfriaba con rapidez.

—¿No podrías ser más preciso? —dijo—. ¿Recuerdas en qué año del reinado de Abibaal?

—No. No. No hubo nada más de especial. Dejadme pensar.. ¿Fue dos años, o tres, después de que el capitán Rib—adi trajese esos tesoros de... de... dónde era? Algún lugar más allá de Tarsis... No, ¿no fue después?... Mi primera mujer murió poco después al dar a luz, eso lo recuerdo, pero pasaron varios años antes de que pudiese concertar un segundo matrimonio, y mientras tanto tenía que conformarme con las rameras, je, je... —Con la rapidez de la edad, el humor de Bomilcar cambió. Se le saltaron las lágrimas—. Y mi segunda mujer, mi Batbaal, murió también, de la fiebre... Estaba loca, ni me reconocía... no me acoséis, señor, no me acoséis, dejadme en paz y oscuridad y que los dioses os bendigan.

No sacaré nada más aquí. ¿Qué he conseguido? Quizá nada.

Antes de irse, Everard le hizo a Jantin—hamu un regalo de metal que permitiría a la familia vivir con mayor comodidad. El mundo antiguo tenía unas cuantas ventajas sobre el suyo; no había donaciones ni impuestos.

Un par de horas después de la puesta de sol, Everard regresó a palacio. Era tarde a ojos locales. Los guardias levantaron lámparas, lo miraron con ojos entrecerrados y llamaron a su oficial. Una vez que Eborix fue identificado, le dejaron pasar entre disculpas. Su risa indulgente fue mejor que cualquier recompensa.

Realmente no sentía ganas de reír. Con los labios apretados siguió a un sirviente con una lámpara hasta su habitación.

Bronwen estaba dormida. Todavía ardía una llama solitaria. Se desvistió y permaneció un par de minutos de pie mirándola en la oscuridad. El pelo suelto relucía sobre la almohada. Un brazo, fuera de la manta, apenas cubría un pecho joven y desnudo. Pero él la miraba a la cara. Qué inocente parecía, qué infantil, indefensa incluso ahora, incluso después de todo lo que había soportado.

Si al menos... No. Puede que ya estemos un poco enamorados, pero de ninguna forma podría durar, no podríamos vivir realmente juntos, a menos que fuésemos sólo dos cuerpos. Nos separa demasiado tiempo.

¿Qué será de ella?

Empezó a meterse en la cama, con la intención de dormir simplemente. Ella se agitó. Los esclavos aprenden a dormir en estado de alerta. Vio cómo la alegría la inundaba.

—¡Mi señor! ¡Bienvenido, un millar de bienvenidas!

Se abrazaron. igualmente, él descubrió que le apetecía hablar con ella.

—¿Cómo te fue el día? —le preguntó allí donde la mandíbula se unía con su oído.

—¿Qué? Yo, oh, amo. —Le sorprendió que él preguntase—. Fue agradable, porque quedaba algo de vuestra magia. Vuestro sirviente Pummairam y yo hablamos durante mucho rato. —Rió—. Es un sinvergüenza adorable, ¿no? Algunas de sus preguntas fueron demasiado personales, pero no temáis, señor: me negué a responderlas y las retiró inmediatamente. Más tarde hice una salida, pero dejé dicho dónde podrían encontrarme si mi señor regresaba, y pasé la tarde en la guardería donde están mis hijos. Son adorables. —Ella no se atrevió a preguntar si él quería conocerlos.

—Humm. —Una idea incomodaba a Everard—. ¿Qué hizo Pum mientras tanto? —No puedo dejar a esa ardilla sentada todo el día sin hacer nada.

—No lo sé. Bien, le he visto dos veces, en sus movimientos por los salones, pero supuse que hacía lo que mi señor le había ordenado…¿Mi señor?

Alarmada, se sentó mientras Everard salía de la cama. Abrió de golpe la puerta del cubículo. Estaba vacío. ¿Qué demonios tramaba Pum?

Quizá no mucho. Pero un sirviente que hiciese diabluras podía causar problemas a su amo.

De pie en el estudio marrón, con el suelo frío bajo los pies, Everard fue consciente de unos brazos alrededor de su cintura, una mejilla que le acariciaba entre los omoplatos y una voz que decía con suavidad:

—¿Está demasiado cansado mi señor? Si así es, que deje que su criada le cante una canción de cuna de su tierra. Pero si no...

Al demonio con mis preocupaciones. Seguirán ahí. Everard desvió su atención a otra parte y hacia sí mismo.

Cuando el hombre despertó, el muchacho seguía desaparecido. Preguntas discretas revelaron que el día anterior había pasado horas hablando con varios miembros del personal. Admitían que era inquisitivo y agradable. Después había salido, y nadie lo había visto desde entonces.

Probablemente se impacientó y fue a gastarse lo que le di en vino y prostíbulos. Una pena. A pesar de su estilo pícaro, pensé que era básicamente de fiar, y pretendía hacer algo q u e le diese la oportunidad de una vida mejor.

No importa. Tengo que preocuparme de los asuntos de la Patrulla.

Everard se excusó de posteriores actividades y fue solo a la ciudad. Yael apareció mientras un contratado le dejaba entrar en casa de Zakarbaal. Le sentaba muy bien el estilo de vestir y peinar de los fenicios, pero él estaba demasiado preocupado para apreciarlo. La misma intensidad se apreciaba en los rasgos de ella.

—Por aquí —dijo, desacostumbradamente brusca y lo llevó a las cámaras interiores.

Su marido estaba sentado frente a una mesa de conferencias con un hombre de gran barba y rostro marcado cuyo vestido difería en muchos aspectos de la moda local masculina.

—Oh, Manse —exclamó Chaim—. Qué alivio. Me preguntaba si debía enviar a buscarte. —Cambió al temporal—: Agente Manson Everard, No asignado, permítame presentarle a Epsilon Korten, director de la base de Jerusalén.

El otro hombre se puso en pie con gesto militar y saludó.

—Es un honor, señor —dijo.

Sin embargo, su rango no estaba muy por debajo del de Everard. Era responsable de las actividades temporales por las tierras hebreas, entre el nacimiento de David y la caída de Judá. Tiro podía ser más importante en la historia secular, pero nunca atraería ni a la décima parte de los visitantes del futuro que conseguía Jerusalén y sus alrededores. El puesto que ocupaba indicó inmediatamente a Everard que se trataba de un hombre de acción y de un cuidadoso estudioso.

—Haré que Hanai traiga refrescos, y luego diré al personal que se aleje de aquí y que no permita que entre nadie —propuso Yael.

Everard y Korten pasaron varios minutos conociéndose. Korten había nacido en el siglo XXIX en Nueva Edom, Marte. Aunque no se jactaba de ello, Everard se enteró de que sus análisis informáticos de antiguos textos semíticos habían ido acompañados de actuaciones como astronauta en la Segunda Guerra de los Asteroides, hechos por los que llamó la atención de los reclutadores de la Patrulla. Lo sondearon, le hicieron participar en las pruebas que demostraron que era de confianza, revelaron la existencia de la organización, aceptó su alistamiento, lo entrenaron... el procedimiento habitual. Lo que era menos habitual era su nivel de competencia. En muchos aspectos, su trabajo era más exigente que el de Everard.

—Comprenderá que para mi oficina esta situación es especialmente alarmante —dijo una vez que los cuatro estuvieron sentados—. Si Tiro es destruida, puede que Europa tarde décadas en notar los efectos importantes, el resto del mundo siglos... milenios en América y Australasia. Pero será una catástrofe para el reino de Salomón. Sin el apoyo de Hiram y el prestigio que le otorga, probablemente no podrá mantener juntas a las tribus durante mucho tiempo; y sin Tiro a sus espaldas, los filisteos no tardarán en buscar venganza. El judaísmo, el monoteísmo yahvítico, es nuevo y frágil, todavía medio pagano. Mi extrapolación es que tampoco sobreviviría. Yahvé se hundirá para convertirse en un personaje más en un panteón tosco y mutable.

—Y por ahí se pierde mucho de la civilización clásica —añadió Everard—. El judaísmo influyó en la filosofía así como en los acontecimientos entre los griegos alejandrinos y los romanos. Evidentemente, no habrá cristianismo, y por tanto tampoco civilización occidental, o bizantina, o cualquiera de sus sucesoras. No hay forma de saber lo que surgirá en su lugar. —Pensó en otro mundo alterado que había ayudado a abortar, y le dolió una herida que llevaría durante toda la vida.

—Sí, claro —dijo Korten con impaciencia—. La cuestión es que, vale que los recursos de la Patrulla son finitos, y sí, están muy dispersos por un continuo que tiene muchos nexos tan críticos como éste, pero no creo que deba concentrar todos sus recursos disponibles en rescatar Tiro. Si eso sucede, y fracasamos, todo está perdido; las posibilidades de restaurar el mundo original se hacen infinitesimalmente pequeñas. No, mejor establezcamos una reserva fuerte, personal organización, planes en Jerusalén, una lista para minimizar los efectos allí. Cuanto menos sufra el reino de Salomón, menos potente será el vórtice de cambio. Eso nos daría mayores posibilidades de reducirlo por completo.

—¿Propone desentenderse de Tiro? —preguntó Yael, consternada.

—No, claro que no. Pero quiero que tengamos alguna seguridad contra su pérdida.

—Eso sí es jugar mucho con la historia. —El tono de Chaim era inestable.

—Lo sé. Pero las situaciones extremas requieren medidas extremas. Vine primero aquí a discutirlo con ustedes, pero sepan que tengo intención de defender esa política en el escalafón más alto. —Korten se volvió hacia Everard—. Señor, lamento la necesidad de reducir aún más los limitados recursos que tiene a su disposición, pero mi juicio es que así debe ser.

—No son limitados —gruñó el americano—, son completamente ridículos. —Después del examen preliminar, ¿a quién ha enviado la Patrulla aquí aparte de a mí?

¿Significa eso que los danelianos saben que voy a triunfar? ¿O significa que están de acuerdo con Korten... o que incluso Tiro está ya condenada? Si fallo... si muero...

Se enderezó, buscó pipa y tabaco en la bolsa y dijo:

—Dama y caballeros, esto podría convertirse fácilmente en una discusión a gritos. Hablemos como personas razonables. Lo primero es reunir los hechos que tengamos y examinarlos. No es que haya conseguido muchos.

El debate duró horas.

Era ya entrada la tarde cuando Yael propuso una pausa para comer.

—Gracias —dijo Everard—, pero creo que preferiría volver al palacio. En caso contrario, Hiram podría sospechar que estoy holgazaneando a sus expensas. Volveré mañana, ¿vale?

La verdad es que no sentía apetito para la gran comida del día, cordero asado o lo que fuese. Prefería tomar una rebanada de pan y un trozo de queso de cabra en cualquier puesto de comida, mientras intentaba meditar sobre ese nuevo problema. (De nuevo gracias a la tecnología. Sin los microbios protectores alterados genéticamente que los médicos de la Patrulla le habían implantado, nunca se hubiese atrevido a tomar comida local que no estuviese quemada por completo. Y vacunas para todas las enfermedades que recorrían los siglos hubiesen sobrecargado hacía tiempo su sistema inmunológico.)

Al estilo del siglo XX, dio la mano a todos. Korten podía estar equivocado, o podía no estarlo, pero era agradable, capaz y tenía buenas intenciones.

Everard salió a una calle que rumiaba y hervía bajo el sol.

Pum lo esperaba.

Se levantó con menos exuberancia que antes. La cara del joven demostraba una seria preocupación.

—Amo —dijo—, ¿podemos hablar en un lugar tranquilo?

Encontraron una taberna donde eran los únicos clientes. En realidad, era una techo inclinado que cubría una pequeña zona con cojines; te sentabas con las piernas cruzadas y el tabernero traía copas de vino del interior de su casa. Everard le pagó con cuentas, después de un desganado regateo. El tráfico a pie pasaba en ríos por la calle en el que se encontraba el puesto, pero a esa hora los hombres normalmente tenían prisa. Allí se relajarían, los que pudiesen permitírselo, cuando las frías sombras cayesen sobre las murallas.

Everard bebió la tenue y amarga bebida e hizo una mueca en su opinión, antes del siglo XVII d.C. nadie entendía de vino. La cerveza era aún peor. No importaba.

—Habla —dijo—. Y no necesitas malgastar aliento llamándome luz del universo y ofreciéndote agacharte para limpiar mis pies. ¿Qué has estado haciendo?

Pum tragó, se estremeció y se inclinó hacia él.

—Oh, mi señor —empezó a decir, y su voz se rompió por un gemido adolescente—, vuestro subordinado se ha atrevido a ocuparse de mucho. Regañadme, pegadme, azotadme, lo que sea, si me he excedido. Pero nunca, os lo ruego, penséis que he buscado otra cosa aparte de vuestra fortuna. Mi único deseo es serviros en la medida que permitan mis limitadas habilidades. —Relució una rápida sonrisa—. ¡Entendedlo, pagáis tan bien!

La sobriedad regresó:

—Sois un hombre fuerte, un hombre de grandes poderes, a cuyo servicio espero florecer. Pero por ahora debo demostrar mi capacidad. Cualquier patán puede llevar vuestro equipaje o guiaros a una casa de placer. ¿Qué puede hacer Pummairam, por encima de eso, para que mi amo desee conservarme como asistente? Bien, ¿qué requiere mi señor? ¿Qué necesita?

»Amo, os agrada pasar por un rudo hombre de tribu, pero desde el principio tuve la sensación de que erais mucho más. Claro está que no confiaríais en un pilluelo encontrado al azar. Por tanto, sin saber, ¿cómo podría saber en qué ser útil?

Sí —pensó Everard—, viviendo como vive al día, tiene que desarrollar una gran intuición o perecer. Mantuvo su tono amable.

—No estoy enfadado. Pero dime qué hiciste.

Pum lo miró con sus grandes ojos color marrón rojizo, casi de igual a igual.

—Me atreví a preguntar a otros sobre ni¡ amo. Siempre con cuidado, sin dejar entrever mi propósito o, en realidad, sin dejar que la otra persona sospechase lo que me había revelado. Como prueba de ello, ¿alguien ha parecido dudar de mi señor?

—Humm... no... no más de lo esperado. ¿Con quién hablaste?

—Bien, la encantadora Pleshti... Bo—ron—u—wen, para empezar. —Pum levantó una palma—. ¡Amo! No me dijo ni una palabra que no aprobaríais. Leí su rostro, sus movimientos, mientras hacía ciertas preguntas. No más. Me negó respuestas, de vez en cuando, y esas negativas también me decían cosas. Y su cuerpo no sabe guardar secretos. ¿Es una falta?

—No. —Además, no me sorprendería que esa noche hubieses abierto un poco la puerta para espiar. No importa. No quiero saberlo.

—Así descubrí que no sois del norte, ¿es ése el nombre? No me sorprendió, ya lo había supuesto. Comprended, aunque estoy seguro de que mi amo es terrible en la batalla, es paciente con las mujeres como una madre con su hijo. ¿Lo sería un vagabundo medio salvaje?

Everard rió pesaroso. Touché! En anteriores misiones había oído en ocasiones comentarios sobre su falta de dureza normal, pero nadie más había sacado conclusiones de ese hecho.

Animado, Pum siguió hablando:

—No cansaré a mi señor con los detalles. Los sirvientes siempre vigilan a los grandes y adoran contar chismes. Puede que engañase un poquito a Sara¡. Como soy vuestro criado, no vio razones para echarme. Aunque tampoco es que le preguntase mucho directamente. Eso hubiese sido innecesario además de una tontería. Me contenté con dirigirme a la casa de Jantin—hamu, donde todo era anhelo por su visitante de la tarde de ayer. Así tuve indicios de lo que busca mi señor.

Tomó aire:

—Eso, mi resplandeciente amo, era lo que requería este sirviente. Me dirigí a los muelles y empecé a callejear por allí. ¡Con suerte!

Una ola recorrió a Everard.

Qué descubriste? —Casi gritó.

Qué otra cosa —declamó Pum— sino un hombre que sobrevivió al naufragio y al ataque de los demonios?

Gisgo parecía tener cuarenta y tantos años, era bajo pero nervudo y con la cara castigada llena de vida. A lo largo de los años, había pasado de marinero de cubierta a timonel, un puesto importante y bien remunerado. También a lo largo de los años, sus compañeros se habían cansado de oír su extraordinaria experiencia. Además, sólo la consideraban una exageración.

Everard apreciaba la fantástica labor detectivesca realizada por Pum, buscando al hombre haciendo que los marineros en las tabernas hablasen de quién contaba qué historias. Él mismo nunca lo hubiese logrado; se hubiesen mostrado demasiado recelosos de un extraño que además era invitado real. Como la gente inteligente a lo largo de los siglos, el fenicio medio quería tener la menor relación posible con su gobierno.

Había sido una suerte que Gisgo estuviese en casa en temporada de viaje. Sin embargo, había conseguido suficiente prestigio y ahorrado lo bastante para no tener que unirse ya a expediciones largas, peligrosas e incómodas. Su nave realizaba viajes a Egipto y hacía paradas entre viajes.

En su buen apartamento del quinto piso, sus dos mujeres trajeron refrescos mientras él se arrellanaba y discurseaba frente a sus invitados. Una ventana daba a un patio entre casas de vecindad. La vista consistía en paredes de barro y la colada tendida en las cuerdas que la cruzaban. Pero entraba la luz del sol junto con una ligera brisa para tocar recuerdos de muchos viajes... un querubín en miniatura de Babilonia, una siringa de Grecia, un hipopótamo del Nilo reproducido en loza fina, un talismán íbero, una daga de bronce en forma de hoja traída del norte... Everard le había hecho un importante regalo de oro y el marinero se había vuelto elocuente.

—Sí —dijo Gisgo—, aquél fue un viaje extraño. Mala época del año, con el equinoccio próximo, y esos sinim de quién sabe dónde llevando la desgracia en sus huesos por todo lo que sabíamos. Pero éramos jóvenes, toda la tripulación, desde el capitán hasta el último marinero; pensamos en pasar el invierno en Chipre, donde los vinos son fuertes y las chicas dulces; esos sinim pagarían bien, vaya que sí. Por ese tipo de metal estábamos dispuestos a ir al infierno y volver. Desde entonces me he vuelto más sabio, pero no diré que estoy más contento, no, no. Todavía estoy lleno de vida, pero empiezo a sentir los dientes constantemente y, creedme amigos, era mejor ser joven.

Hizo un gesto de buena suerte.

—Los pobres muchachos que murieron, que descansen en paz. —Miró a Pum—: Uno de ellos se parecía a ti, zagal. Me diste un susto, sí, cuando nos vimos por primera vez. Adiyaton, ¿se llamaba así? Sí, creo que sí. ¿Podrías ser su nieto?

El muchacho hizo un gesto de ignorancia. No tenía forma de saberlo.

—He hecho ofrendas por todos ellos, sí —siguió diciendo Gisgo—, así como en agradecimiento por mi supervivencia. Siempre apoya a tus amigos y paga tus deudas, entonces los dioses te ayudarán cuando lo necesites. A mí me ayudaron ciertamente.

»El viaje a Chipre es complicado incluso en el mejor de los casos. No se puede acampar; es de noche en pleno mar, en ocasiones durante días si hay viento. En esa ocasión... ¡ah, en esa ocasión! Apenas nos habíamos alejado de la tierra cuando comenzó la tempestad, y de poco nos sirvió arrojar aceite en esas aguas. Fuera remos y mantener la proa sobre el agua, eso era, hasta que nos fallase el aliento y estallasen los músculos, pero debíamos seguir remando. Estaba oscuro como en el vientre de un cerdo, y había crujidos, agitaciones, balanceos y rugidos mientras la sal se me metía en los ojos y me quemaba los labios rotos... ¿y cómo mantener el ritmo cuando no podíamos oír el tambor del timonel debido al viento?

»¡Pero en la pasarela de guardia vi al jefe de los sinim, con la capa volando a su alrededor, mirando directamente la tormenta, y riendo, riendo!

»No sé si era valiente, ignoraba el peligro, o era más sabio que yo en los modos del mar. Después he recordado, y a la luz de la experiencia duramente ganada, decidido que con suerte hubiésemos Podido salir de la tormenta. Aquélla era una buena nave, y los oficiales conocían su oficio. Sin embargo, los dioses, o los demonios, no querían que fuese así.

»Porque de pronto, ¡furia y resplandor! La luz me cegó. Perdí el remo, como la mayoría. De alguna forma, conseguí agarrarlo antes de que se perdiese entre los toletes. Eso puede que me salvase la vista, porque no miraba al cielo cuando estalló el siguiente resplandor.

»Por desgracia, un rayo nos había dado, En dos ocasiones. No oí el trueno, pero quizá el rugido de las olas y el aullido del viento lo habían cubierto. Cuando recuperé la visión vi el mástil en llamas como una antorcha. El casco estaba roto y debilitado. Sentí cómo el mar agitaba mi cabeza, y también mi culo, mientras partía la nave.

»Aquello no parecía importar. A la poca luz imprecisa pude vislumbrar cosas en el cielo, como toros alados pero enormes como bueyes y relucientes como si estuviesen hechos de hierro. Los cabalgaban hombres. Venían hacia abajo...

»Entonces todo se desmoronó. Me encontré en el agua, agarrado al remo. Otros hombres que podían ver también estaban agarrados a trozos de madera. Pero la furia no había terminado Para nosotros. Un rayo cayo, directo hacia el pobre Huru mabi, mi compañero de bebida desde que era un niño. Debió de morir inmediatamente. En cuanto a mí, me hundí y contuve el aliento todo lo que pude.

»Cuando al final tuve que sacar la nariz del agua, parecía estar solo en el mar. Pero por encima había un enjambre de esos dragones o carros o lo que fuesen, corriendo en el viento. Entre ellos saltaban llamas. Volví a sumergirme.

»Creo que pronto volvieron al más allá del que habían venido, pero yo estaba demasiado ocupado sobreviviendo para prestar atención. Al fin llegué a tierra. Lo que había sucedido parecía irreal, como un sueño febril. Quizá lo fue. No lo sé. Lo que sé es que fui el único hombre de esa nave que regresó. Gracias a Tanith, ¿eh, chicas? —Sin preocuparse de los recuerdos, Gisgo pellizcó el trasero de su esposa más cercana.

Vinieron más recuerdos, que precisaron un par de horas para desenredarlos. Al fin Everard pudo preguntar con la lengua seca a pesar del vino:

—¿Recuerdas cuándo sucedió eso? ¿Hace cuántos años?

—Claro que sí, claro que sí —contestó Gisgo—. Hace una veintena completa y seis años, quince días antes del equinoccio de otoño, o cerca de ahí.

Agitó una mano.

—¿Cómo lo sé, se pregunta? Bien, es como los sacerdotes egipcios, que tienen esos calendarios porque el río sube y baja todos los años. Un marinero que no se preocupa no es probable que llegue a viejo. ¿Sabía que más allá de las Columnas de Melqart el mar se eleva y cae como el Nilo pero dos veces al día? Es mejor controlar bien el tiempo, si quieres sobrevivir en esas partes.

»Pero fueron realmente los sinim los que me metieron la idea en la cabeza. Allí estaba, asistiendo a mi capitán mientras negociaba el pasaje, y hablaban continuamente del día exacto en que partir.. haciéndoselo entender. Yo escuchaba, y me pregunté qué se podría ganar recordando las cosas así, y decidí tenerlo en cuenta. En aquella época no sabía leer ni escribir, pero lo que sí podía era señalar las cosas especiales que sucediesen cada año, y mantener esos acontecimientos en orden para poder contar hacia atrás cuando fuese necesario. Así que ése fue el año de una expedición a los Acantilados Rojos y el año en que pillé la enfermedad babilónica...

Everard y Pum salieron y empezaron a alejarse desde la zona residencial del puerto Sidonio hacia la calle de los Cordeleros ahora llena de oscuridad y tranquilidad, en dirección a palacio.

—Veo que mi señor conserva sus fuerzas —murmuró el muchacho al cabo de un rato.

El patrullero asintió distraído. Su mente era una tormenta.

Le parecía claro el procedimiento de Varagan (Everard estaba completamente seguro de que se trataba de Merau Varagan, perpetrando una nueva barbaridad). Desde donde se encontrase su escondite en el espacio-tiempo, él y media docena de sus confederados habían negado a la zona de Usu veintiséis años atrás. Otros debían de haberles llevado en saltadores, que se fueron y regresaron inmediatamente. La Patrulla no podría cazar esos vehículos en un espacio de tiempo tan corto, cuando el momento y tiempo exactos eran desconocidos. La banda de Varagan había entrado a pie en la ciudad y se había congraciado con el rey Abibaal.

Debían de haberlo hecho después de bombardear el templo, dejado la nota de rescate, y probablemente atentar contra Everard... es decir, después en términos de sus líneas de mundo, su continuidad de experiencias. No hubiese sido difícil elegir un blanco, o incluso plantar un asesino. Los científicos que estudiaban Tiro habían escrito libros que estaban disponibles. El atentando inicial le daría a Varagan una idea de las posibilidades del plan. Habiendo decidido que valía la pena invertir una cantidad sustancial de esfuerzo y tiempo de vida, buscó entonces el conocimiento detallado, ese tipo de conocimiento que rara vez llega a los libros, que necesitaría para realmente destruir aquella sociedad.

Una vez que hubo descubierto en la corte de Abibaal todo lo que le pareció necesario, Varagan partió con sus seguidores de la forma usual, para no extender entre la gente historias que persistirían y que acabarían siendo una pista para la Patrulla. Por esa misma razón, la desaparición del interés público en ellos, querían que se pensase que habían muerto.

De ahí su fecha de partida, sobre la que habían insistido; un vuelo de reconocimiento había mostrado que se levantaría una tormenta en cuestión de horas. Los que habían ido a recogerlos habían disparado armas de energía para destruir la nave y matar a los testigos. Si no se hubiesen saltado a Gisgo, hubiesen cubierto por completo su rastro. De hecho, sin la ayuda de Sarai, era probable que Everard nunca hubiese oído hablar de los sinim que desgraciadamente habían perecido en el mar.

Desde su base, Varagan «ya» había enviado agentes para vigilar el cuartel general de la Patrulla en Tiro, a medida que se aproximaba el momento del ataque de demostración. Si el pistolero tenía éxito en reconocer y matar a uno o más de los escasos agentes No asignados, ¡excelente! Eso aumentaría las probabilidades de que los exaltacionistas consiguiesen lo que querían: ya fuese el transmutador de materia o la destrucción del futuro daneliano. Everard no creía que a Varagan le importase mucho cuál de ellos. Cualquiera de los dos satisfaría sus ansias de poder y Schadenfreude.

Bien, pero Everard había encontrado el rastro. Podía soltar a los sabuesos de la Patrulla...

¿Podía?

Se agarró el bigote celta y pensó sin lógica en lo mucho que se alegraría cuando pudiese afeitarse el maldito mostacho al terminar la operación.

¿Se terminará?

Superado en número y armas, Varagan no estaba necesariamente derrotado en inteligencia. Su plan tenía un mecanismo de seguridad que podría ser imposible de romper.

El problema era que los fenicios no tenían ni reloj ni instrumentos de navegación precisos. Gisgo no sabía, más allá de una semana o dos, cuándo había sufrido el desastre la nave; ni tampoco sabía, más allá de una precisión de treinta kilómetros, dónde se encontraban en ese momento. Por tanto, Everard tampoco lo sabía.

Claro está, la Patrulla podría verificar con facilidad la fecha, y la ruta a Chipre se conocía. Pero cualquier cosa más precisa exigía mantener una vigilancia desde el aire, ¿no? Y el enemigo debía de tener detectores que se lo advertirían. Los pilotos que debían destruir la nave y llevarse al grupo de Varagan llegarían preparados para luchar. No necesitarían más que unos minutos para completar su misión, y luego desaparecerían sin posibilidad de ser seguidos.

Peor aún, podrían cancelar la misión por completo. Podrían esperar un momento más favorable para recuperar a sus asociados... o peor todavía, hacerlo antes, incluso antes de que la nave partiese. En cualquier caso, Gisgo no tendría (no tuvo) la experiencia que Everard acababa de oírle relatar. La pista que el patrullero había descubierto con tanto trabajo nunca habría existido. Probablemente, las consecuencias a largo plazo en la historia serían triviales, pero no había garantía de eso, una vez que se empezaba a jugar con los acontecimientos.

Por la misma razón —la segura desaparición de las pistas y la posible alteración del continuo—, la Patrulla no podía anticiparse al plan de Varagan. No se atrevería, por ejemplo, a bajar a la nave y arrestar a los pasajeros antes de la tormenta y del ataque de los exaltacionistas.

Parece que la única forma en que podemos actuar es aparecer exactamente donde están, con una ventaja de unos cinco minutos o menos en la que los secuaces realizan el trabajo sucio. Pero ¿cómo vamos a descubrir el momento exacto sin alertarlos?

—Creo —dijo Pum—, que mi señor tiene intención de luchar, en un reino extraño donde los magos son sus enemigos.

¿Soy tan transparente para él?

—Sí, podría ser —contestó Everard—. Pero primero te recompensaré bien, porque has sido mi mano derecha.

El joven le tiró de la manga.

—Señor —imploró—, dejad que vuestro sirviente os siga.

Asombrado, Everard se detuvo a medio paso.

—¿Eh?

—¡No quiero separarme de mi señor! —Lloró Pum. Las lágrimas relucían en sus ojos y mejillas—. Mejor la muerte a su lado, sí, mejor que los demonios me condenen al infierno, que volver a la vida de cucaracha de la que me sacasteis. Enseñadme lo que debo hacer. Sabéis que aprendo rápido. No tendré miedo. ¡Me habéis convertido en un hombre!

Por Dios, creo que por primera vez su pasión es genuina.

Pero no puede ser, claro.

¿No puede ser? Se detuvo de pronto.

Pum bailaba frente a él, riendo y sollozando.

—¡Mi señor lo hará, mi señor me llevará con él!

Y quizá, quizá, cuando acabe todo esto, si sobrevive... quizá hayamos ganado algo precioso.

—El peligro será grande —dijo Everard despacio—. Más aún, espero cosas y hechos de los que huirían valientes guerreros, gritando de pánico. Y primero tendrás que adquirir conocimientos que la mayoría de los hombres sabios de este mundo ni siquiera comprenderían, si se los contase.

—Probadme, mi señor —contestó Pum. Sobre él había descendido una súbita calma.

—¡Lo haré! ¡Vamos! —Everard caminaba tan rápido que el joven debía correr para mantenerse a su lado.

El adoctrinamiento básico llevaría unos días, dando por supuesto que Pum lo soportase. Pero no era problema. Llevaría un tiempo reunir el equipo de inteligencia y organizar la fuerza. Además, mientras tanto tendría a Bronwen. Everard no sabía si él mismo sobreviviría al conflicto. Mejor era recibir primero cualquier alegría que viniese a su paso, e intentar devolverla.

El capitán Baalram se mostraba reacio.

—¿Por qué debería enrolar a tu hijo? —quiso saber—. Ya tengo una tripulación completa, incluidos dos aprendices. Éste ha nacido en tierra, y es pequeño y flacucho.

—Es más fuerte de lo que parece —contestó el hombre que se decía padre de Adiyaton (un cuarto de siglo después se haría llamar Zakarbaal)—. Descubrirá que es listo y está dispuesto. Y en cuanto a la experiencia, todo el mundo empieza sin tenerla, ¿no? Entendedlo, señor. Estoy ansioso por introducirlo en la carrera comercial. Por eso, estaría dispuesto a... hacer que para usted personalmente valiese la pena.

—Bien. —Baalram sonrió y se acarició la barba—. Eso es diferente. ¿Qué cantidad en pago tiene en mente?

Adiyaton (que, un cuarto de siglo después no tendría ninguna razón para no llamarse Pummairam) parecía jubiloso. Por dentro, temblaba porque miraba a un hombre que pronto estaría muerto.

Desde donde esperaba el escuadrón de la Patrulla, en lo alto del cielo, la tormenta era una cordillera montañosa que ocupaba el horizonte al norte. Por lo demás, el mar se extendía plateado y de color zafiro por toda la curva del planeta, excepto allí donde las islas rompían el brillo y, al este, donde la costa Siria formaba una línea oscura. En el oeste, el sol relucía tan frío como el azul que lo rodeaba. El viento silbaba en los oídos de Everard.

Estaba sentado, envuelto en un abrigo, en el asiento delantero del saltador temporal. El asiento de atrás estaba vacío, como los de la mitad de los cuarenta vehículos que compartían el cielo con el suyo. Los pilotos tenían la esperanza de transportar prisioneros. El resto cargaba armas, huevos de munición en los que el fuego aguardaba para nacer. La luz se reflejó de pronto en el n—letal.

¡Maldición! —pensó Everard—. Me estoy congelando. ¿Cuánto durará esto? ¿Ha salido mal? ¿Se traicionó Pum ante el enemigo, le ha fallado el equipo, o qué?

Un receptor colocado sobre la barra de dirección dio un pitido y parpadeó en rojo. Dejó escapar un suspiro, vapor blanco que el viento retorció y se tragó. A pesar de su años como cazador de hombres, tuvo que tragar antes de hablarle al micrófono de garganta.

—Señal recibida en el mando. Informen, estaciones de triangulación.

Frente a ellos, entre algas y salpicaduras, había aparecido la banda enemiga. Ya habían comenzado su malvada labor. Pero Pum había metido la mano en su ropa y había apretado el botón de un emisor de radio en miniatura.

Radio. Los exaltacionistas no anticiparían algo tan primitivo. O al menos eso esperaba Everard.

Ahora, Pum, muchacho, ¿podrás encontrar refugio, protegerte, como se te dijo? El miedo rodeó con sus dedos el gaznate del patrullero. Sin duda había tenido hijos, aquí y allá a lo largo de la historia, pero aquella situación era lo más cerca que había estado de sentirse como un padre.

La palabras resonaron en los auriculares. Después vinieron los números. Instrumentos a cientos de kilómetros de distancia habían determinado con precisión la posición exacta de la cercada nave. Los relojes ya habían grabado el primer segundo de la recepción.

—Vale —dijo Everard—. Calculad las coordenadas especiales de cada vehículo según nuestra estrategia. Agentes, esperad órdenes.

Eso exigió varios minutos. Sintió crecer en su interior una calma helada. La suya era una unidad comprometida. En aquel exacto momento, estaba en la batalla. Que se hiciese la voluntad de las Nornas.

Los datos llegaron con claridad.

—¿Todos listos? —gritó—. ¡Adelante!

Él mismo ajustó los controles y le dio al interruptor del impulsor principal. Su máquina saltó en el espacio y retrocedió en el tiempo hasta el momento que Pum había señalado.

El viento rugía. El saltador se agitaba y movía en el campo de antigravedad. A cincuenta metros por debajo, negras en las tinieblas, se agitaban las olas. La espuma que soltaban era del color del aguanieve. Everard vio en la distancia la luz de una gran antorcha. Un mástil resinoso, enmarcado por la tormenta, ardía con furia. Trozos alquitranados y en llamas de la nave quedaban envueltos en el vapor al saltar.

Everard bajó los amplificadores ópticos. La visión se volvió clara. Le mostraba que su orden había llegado correctamente, para cercar a la media docena de vehículos enemigos por todos los lugares sobre las olas.

No había llegado tan pronto como para impedirles comenzar su masacre, que habían iniciado en el momento mismo en que aparecieron. Al no saber dónde iba a estar cada uno de ellos, pero sabiendo que irían todos letalmente bien armados, Everard se había visto obligado a hacer aparecer a su grupo a una distancia desde la que pudiese evaluar la situación antes de que los asesinos los detectasen.

Cosa que harían en un segundo.

—¡Atacad! —rugió Everard sin necesidad. Su montura salió disparada.

Un rayo infernal blanquiazul atravesó la oscuridad. Volando en zigzag, sintió que no le daba por un centímetro: el calor, el olor a ozono, el crujido en el aire. No lo vio, porque las gafas habían corregido automáticamente un resplandor que podría haberle dejado ciego.

Ni tampoco devolvió el fuego, aunque sacó su arma. Ésa no era su tarea. El cielo ya estaba atravesado por esos rayos. Las aguas los reflejaban como si también estuviesen en llamas.

No había ninguna forma adecuada de capturar a los pilotos enemigos. Los artilleros de Everard tenían órdenes de matar, inmediatamente, antes de que los malvados comprendiesen que los superaban en número y escapasen por el espacio-tiempo. La tarea de los patrulleros que volaban solos era capturar a los espías que viajaban en el barco.

No esperaba encontrarlos en las secciones del casco que se agitaban de un lado a otro en las olas hasta desintegrarse. Los hombres las comprobarían, claro, por si acaso. Pero lo más probable era que los viajeros estuviesen flotando. Seguro que habían tenido la precaución de llevar chalecos salvavidas automáticos bajo los caftanes contemporáneos.

Pum no podía arriesgarse a hacerlo. Como chico de tripulación, hubiese sido raro que llevase algo más que un taparrabos. Le servía para ocultar el transmisor, pero nada más. Everard se había asegurado de que aprendía a nadar.

Pocos marineros púnicos sabían nadar. Everard vio a uno que se agarraba a una tabla. Casi fue a su rescate. Pero no, no debía. Baalram y sus marineros se habían hundido... excepto por Gisgo, cuya supervivencia resultó no ser un accidente. La Patrulla había atacado justo a tiempo para evitar que fuese asesinado mientras flotaba en el agua; y tenía fuerzas para soportar su situación hasta llegar a la costa, El resto, sus compañeros de navegación, sus amigos... murieron y sus familiares los lloraron, corno sería el destino de los marinos durante los siguientes milenios... y después de los viajeros espaciales, los viajeros temporales... Al menos aquellos hombres habían muerto para que los suyos, e incontables miles de millones de personas en el futuro, pudiesen vivir.

Se trataba de un triste consuelo.

La visión ampliada de Everard te trajo la imagen de otra cabeza, inconfundible, sí. Un hombre subía y bajaba como un corcho: un enemigo a capturar. Bajó. El hombre levantó la vista desde la confusión. La maldad le torcía la boca. Una mano surgió del agua. Llevaba una pistola de energía.

Everard disparó con mayor rapidez. Un delgado rayo se clavó en la figura. El grito del hombre se perdió en la tormenta. Al igual que su arma. Miró boquiabierto la carne abierta y el hueso de la muñeca.

En ese caso Everard no sintió piedad. Pero no había querido matarlo en aquel encuentro. No. Cautivos vivos, bajo psicointerrogación perfectamente inofensiva y sin dolor, podrían dirigir a la Patrulla a todo tipo de villanos interesantes.

Everard hizo descender su vehículo. El motor vibraba, manteniendo su posición contra las olas que entrechocaban, el viento que rasgaba, aullaba y enfriaba. Tenía las piernas fuertemente apretadas contra la estructura. Se inclinó sobre la montura, agarró al hombre semiconsciente, lo levantó y lo colgó del asiento. «¡Vale, a coger algo de altitud! »

Fue por pura casualidad, pero no por ello menos satisfactorio, que él, Manse Everard, resultase ser el agente de la Patrulla que había atrapado a Merau Varagan.

El escuadrón buscó un lugar tranquilo para evaluar la situación antes de ir al futuro. Eligieron un islote egeo deshabitado. Los acantilados blancos surgían de aguas cerúleas, cuya quietud sólo se veía alterada por el reflejo de la luz del sol y por la espuma. Las gaviotas volaban igualmente luminosas y gritaban mecidas por la brisa. Por entre los pedruscos crecían arbustos. El calor les arrancaba un aroma acre a sus hojas. Muy, muy lejos pasaba una vela. Podría haber sido la de la nave de Odiseo.

Los agentes celebraron una reunión. No habían sufrido más que unas pocas heridas. Para ésas había analgésicos y otros tratamientos, y más tarde el tratamiento hospitalario repondría lo que se hubiese perdido. Habían derribado cuatro vehículos exaltacionistas; tres habían escapado, pero los perseguirían. Habían hecho muchos prisioneros.

Uno de los patrulleros, siguiendo el transmisor, había rescatado a Pummairam del mar.

—¡Buen espectáculo! —bramó Everard y abrazó al muchacho.

Estaban sentados en un banco del puerto Egipcio. Era una lugar tan íntimo como cualquier otro, ya que todos los que los rodeaban estaban demasiado ocupados para prestar atención; y pronto el pulso de Tiro se apagaría para ellos dos. Atraían algunas miradas. Para celebrar la ocasión, además de visitar varios lugares de diversión de la ciudad, Everard había comprado para ambos caftanes de la mejor tela y los tintes más hermosos, dignos de los reyes que sentían ser. Lo único que le interesaba de la ropa era que causaría la impresión adecuada en su despedida de la corte de Hiram, pero Pum estaba en éxtasis.

El muelle estaba lleno de sonidos: el roce de los pies, el choque de las pezuñas, el crujido de las ruedas, el alboroto de los barriles rodando. Entraba carga de Ofir, a través del Sinaí, y los estibadores descargaban los costosos fardos. Los marineros descansaban en la taberna cercana, donde una chica bailaba al son de la música de la flauta y el tamboril; bebían, jugaban, reían, presumían, intercambiaban historias de países lejanos. Un vendedor cantaba alabanzas de sus dulces. Pasó cargando un carro tirado por un burro. Un sacerdote de Melqart, con una espléndida túnica, hablaba con un austero extranjero servidor de Osiris. Un par de aqueos de pelo rojo se abrían paso con aspecto de piratas. Un guerrero de larga barba venido de Jerusalén y el guardaespaldas de un dignatario filisteo intercambiaron miradas, pero la paz de Hiram detuvo sus espadas. Un hombre negro vestido con piel de leopardo y plumas de avestruz atraía un enjambre de pilluelos fenicios. Un asirio caminaba con dificultad, sosteniendo el bastón como si fuese una lanza. Un anatolio y un rubio del norte de Europa caminaban del brazo, borrachos de cerveza y alegres... El aire olía a tintes, heces, humo, alquitrán, pero también a sándalo, mirra, especias y sal.

Al final moriría, todo aquello, siglos en el futuro, como todo debe morir; pero primero, ¡con qué fuerza habrá vivido! ¡Qué rica será su herencia!

—Sí —dijo Everard—. No quiero que te sientas excesivamente orgullo... —rió—, aunque no sé si alguna vez has sido humilde. Aun así, Pum, eres un importante hallazgo. No nos limitamos a rescatar Tiro, te ganamos a ti.

Ligeramente más vacilante de lo habitual, el joven miró al frente.

—Me lo explicasteis, mi señor, cuando me enseñasteis. Que casi nadie en esta edad del mundo puede imaginar el viaje en el tiempo y las maravillas del mañana. No tiene sentido decírselo, porque simplemente no lo entenderán y se asustarán. —Se agarró la aterciopelada barbilla—. Quizá yo soy diferente porque siempre he estado solo, sin que nunca me metiesen en un molde y me dejasen secar. —Con alegría—: En ese caso alabo a los dioses, o a quienes sean, que me arrojaron a esta vida. Me prepararon para una nueva vida con mi amo.

—Bien, no, realmente no es eso —contestó Everard—. No nos volveremos a ver muy a menudo.

—¿Qué? —exclamó Pum sorprendido—. ¿Por qué? ¿Os ha ofendido vuestro sirviente, mi señor?

—De ninguna forma. —Everard agarró el pequeño hombro de¡ muchacho—, Al contrario. Pero mi trabajo es errante. A ti te queremos como agente en un lugar, aquí, en tu país natal, que conoces mejor de lo que ningún extranjero como yo, o Chaim y Yael Zorach, conocerá nunca. No te preocupes. Será un buen trabajo, y te exigirá todo lo que puedas dar.

Pum suspiró. Su sonrisa era blanca.

—¡Bien, será perfecto, amo! En verdad, me sentía ligeramente intimidado por la idea de viajar siempre entre extraños. —Bajó el tono—. ¿Vendréis a visitarme?

—Claro, de vez en cuando. O si lo prefieres, podrás reunirte conmigo en lugares interesantes del futuro cuando tengas permiso. Los patrulleros trabajamos duro, y en ocasiones corremos peligro, pero también nos divertimos.

Everard hizo una pausa, y luego siguió hablando:

—Claro está, primero necesitarás entrenamiento, educación, todos los conocimientos y habilidades de los que careces. Irás a la Academia, en otro momento del espacio y el tiempo. Allí pasarás años, y no serán años fáciles... aunque creo que en general los disfrutarás. Finalmente regresarás a este mismo año en Tiro, sí, a este mismo mes, y te integrarás en tu puesto,

—¿Seré un adulto?

—Exacto. De hecho, te harán ganar tanto peso y altura como conocimientos te metan dentro. Necesitarás una nueva identidad, pero eso no será difícil de arreglar. Te servirá el mismo nombre; es muy común. Serás Pummairam el marino, que partió años antes como joven de cubierta, hizo fortuna en el comercio y está preparado para comprar una nave y fundar su propia empresa. No te harás notar demasiado, eso lo estropearía todo, pero serás un próspero y bien considerado súbdito del rey Hiram.

El muchacho entrechocó las manos.

—Señor, vuestra benevolencia supera a vuestro sirviente.

—Todavía no he terminado —contestó Everard—. Tengo autoridad discrecional en casos como éste, y voy a hacer algunos arreglos en tu nombre. No podrás pasar por hombre respetable cuando te establezcas a menos que te cases. Muy bien, te casarás con Sara¡.

Pum gimió. Su mirada al patrullero era de consternación.

Everard rió.

—¡Venga, vamos! —dijo—. Puede que no sea una belleza, pero tampoco es desagradable; le debemos mucho. Es leal, inteligente y conoce los modos de palacio y muchas cosas útiles. Cierto, nunca sabrá quién eres realmente.

»Simplemente será la esposa del capitán Pumrnairam y la madre de sus hijos. Si en su mente se forma alguna pregunta, creo que tendrá la inteligencia de no manifestarla. —Con severidad—: Serás bueno con ella. ¿Me oyes?

—Bien... bueno, bien... —La atención de Pum se desvió a la bailarina. Los hombres fenicios vivían con una doble medida, y Tiro tenía más que su porción de casas de diversión—. Sí, señor.

Everard golpeó la rodilla del otro.

—Leo tu mente, hijo. Sin embargo, podrías descubrir que no te interesará ir por ahí. Como segunda esposa, ¿qué te parece Bronwen?

Fue un placer ver a Pum pasmado. Everard se puso serio.

—Antes de irme —le explicó—, tengo intención de ofrecerle a Hiram un regalo, no el tipo de regalo común, sino algo espectacular, como un lingote de oro. La Patrulla posee riquezas ¡limitadas y adopta una actitud relajada con la requisa. Por su honor, Hiram no podrá negarme nada a cambio. Le pediré a su esclava Bronwen y sus hijos. Cuando sean míos, los liberaré formalmente y luego le daré una dote.

»La he sondeado. Si puede tener libertad en Tiro, realmente no quiere regresar a su tierra natal y compartir una choza con otros diez o quince miembros de una tribu. Pero para quedarse aquí debe tener un marido, un padrastro para sus hijos. ¿Podrías ser tú?

—Yo... podría yo... podría ella... —La sangre iba y venía al rostro de Pum. Everard asintió.

—Le prometí que le encontraría un hombre decente.

Ella se había quedado melancólica. Pero aun así, en esta época, como en la mayoría, las cuestiones prácticas se imponían al romance.

Para él puede llegar a ser duro ver a su familia envejecer mientras él sólo lo finge. Pero con sus misiones por el tiempo, los tendrá durante muchas décadas de su vida; y, después de todo, no ha crecido con la sensibilidad americana. Debería irle razonablemente bien. Sin duda las mujeres se harán amigas, y se unirán para gobernar con calma el nido del capitán Pummairam.

—Entonces... ¡oh, mi señor! —El joven se puso en pie de un salto e hizo cabriolas.

—Tranquilo, tranquilo. —Sonrió Everard—. En tu calendario, recuerda, pasarán años antes de que te establezcas. ¿Por qué retrasarlo? Busca la casa de Zakarbaal y preséntate ante los Zorach. Ellos te pondrán en camino.

Por mi parte... me tomaré unos días para terminar con cortesía y de forma plausible mi estancia en palacio. Mientras tanto, Bronwen y yo... Everard suspiró, con melancolía propia.

Pum se fue. Con los pies volando y el caftán aleteando, la rata del puerto púrpura corrió hacia el destino que iba a labrarse por sí mismo.

FIN


Las cascadas de Gibraltar

Poul Anderson

La base de la Patrulla del Tiempo sólo estaría allí durante el centenar de años más o menos que duraría la afluencia. A lo largo ese periodo, poca gente, aparte de los científicos y el personal de mantenimiento, se quedaría allí demasiado tiempo. Por tanto era pequeña, un refugio y un par de edificios de servicio, casi perdidos en la tierra.

Cinco millones de años y medio antes de su nacimiento, Tom Nomura descubrió que el sur de Iberia era más empinado de lo que recordaba. Las colinas trepaban abruptamente hacia el norte hasta convertirse en montañas bajas que amurallaban el cielo, atravesadas por cañones en los que las sombras eran azules. Era una región seca, con lluvias violentas pero breves en el invierno, con ríos convertidos en arroyuelos o en nada cuando la hierba ardía en el verano. Los árboles y los arbustos crecían muy apartados: espino, mimosa, acacia, pino, áloe; alrededor del agua había palmeras, helechos, orquídeas.

Con todo, era rica en vida. Los halcones y los buitres siempre flotaban en el cielo despejado. Manadas de rumiantes se entremezclaban; había ponis rayados, rinocerontes primitivos, antepasados de la jirafa con aspecto de okapi, en ocasiones mastodontes —de fino pelo rojo, con grandes colmillos— o extraños elefantes. Entre los depredadores y carroñeros se contaban los dientes de sable, formas primarias de los grandes gatos, las hienas y los correteantes monos de tierra que en ocasiones caminaban sobre sus patas traseras. Los hormigueros se levantaban a casi dos metros sobre el suelo. Las marmotas silbaban.

Olía a heno, a quemado, mierda cocida y carne caliente. Cuando se despertaba el viento, corría con fuerza, empujando y arrojando polvo y calor a la cara. A menudo la tierra resonaba por las pisadas de los animales, los pájaros clamaban y las bestias barritaban. Por la noche llegaba un frío súbito, y las estrellas eran tantas que uno no distinguía las extrañas constelaciones.

Así habían sido las cosas hasta hacía poco. Y todavía no se había producido ningún gran cambio. Pero había comenzado un siglo de trueno. Cuando terminase, nada volvería a ser igual.

Manse Everard miró con los ojos entrecerrados a Tom Nomura y a Feliz a Rach durante un breve momento antes de sonreír y decir:

—No, gracias, hoy me quedaré por aquí. Divertíos.

¿Había caído uno de los párpados del hombre alto, con nariz rota y algo canoso en dirección a Nomura? Éste no podía estar seguro. Eran del mismo entorno, del mismo país. Que Everard hubiese sido reclutado en Nueva York en 1954 y Nomura en San Francisco en 1972 no debería representar gran diferencia. Los trastornos de esa generación no eran más que burbujas en comparación con lo sucedido antes y lo que vendría después. Sin embargo, Nomura acababa de salir de la Academia, con apenas veinticinco años de tiempo vital a las espaldas. Everard no había dicho cuántos años sumaban sus propios viajes por el tiempo; y, considerando el tratamiento de longevidad que la Patrulla ofrecía a sus miembros, era imposible adivinarlo. Nomura sospechaba que el agente No asignado había visto suficiente existencia como para haberse convertido en más extraño para él que Feliz, que había nacido a dos milenios de ambos.

—Muy bien, empecemos —dijo ella. Por cortante que fuese, Nomura pensaba que su voz convertía el temporal en música.

Salieron del porche y atravesaron el patio. Un par de patrulleros los saludaron, con un placer dirigido a ella. Nomura estaba de acuerdo. La mujer era joven y alta, la fuerza de sus rasgos quedaba suavizada por unos grandes ojos verdes, y tenía la boca grande y un pelo castaño que relucía a pesar de llevarlo cortado a la altura de las orejas. El habitual mono gris y las botas resistentes no podían ocultar su figura y la agilidad de su paso.

Nomura sabía que él mismo no era mal parecido —un cuerpo ancho pero flexible, rasgos regulares de altos pómulos, piel bronceada pero ella hacía que se sintiese soso.

También por dentro —pensó él—. ¿Cómo se las arregla un patrullero novato, ni siquiera asignado a labores policiales, sino un simple naturalista, para decirle a una aristócrata del Primer Matriarcado que se ha enamorado de ella?

El ruido que siempre llenaba el aire, esos kilómetros de distancia de las cataratas, a él le sonaba como un coro. ¿Era su imaginación, o realmente sentía un interminable estremecimiento por el suelo hasta sus huesos?

Feliz abrió un cobertizo. En su interior había varios saltadores, que se asemejaban vagamente a motocicletas de dos asientos sin ruedas, propulsados por antigravedad y capaces de saltar varios miles de años (ellos y sus actuales jinetes habían sido transportados hasta allí por transbordadores de carga). El de ella estaba cargado de equipos de grabación. Él no había conseguido convencerla de que estaba cargado en exceso y sabía que nunca le perdonaría que se lo advirtiera a alguien de fuera. Su invitación a Everard —el oficial de mayor rango disponible, aunque allí estaba sólo de vacaciones—, para que se uniese a ellos, había sido realizada con la vaga esperanza de que Everard viese la carga y le ordenase permitir que su asistente llevase una parte.

Ella saltó a la silla.

—¡Vamos! —dijo—. La mañana avanza.

Nomura montó en su vehículo y tocó los controles. Los dos se deslizaron hacia el exterior y hacia lo alto. A la altura de un águila, recuperaron la horizontal y se dirigieron al sur, donde el río Océano vertía a la Mitad de la Tierra.

Bancos de niebla elevados siempre marcaban el horizonte, pasando del plata al azul celeste. A medida que uno de acercaba, ganaban altura. Más adelante, el universo se convertía en gris, estremecido por el rugido, amargo a los labios humanos, mientras el agua fluía entre las rocas y atravesaba el barro. Tan espesa era la fría niebla salina que era poco recomendable respirarla más de unos cuantos minutos.

Desde lo alto, la imagen era todavía más asombrosa. Allí podía verse el final de una era geológica. Durante millón y medio de años la cuenca del Mediterráneo había sido un desierto. Ahora las Puertas de Hércules se habían abierto y el Atlántico entraba.

Con el viento del movimiento a su alrededor, Nomura miró al oeste a través de una inmensidad inquieta, de muchos colores y llena de espuma. Podía ver las corrientes, atraídas hacia el nuevo espacio abierto entre Europa y África. Allí entrechocaban y retrocedían, un caos blanco y verde cuya violencia iba de tierra a cielo y regresaba, desmoronaba los acantilados, tapaba valles y cubría las costas de espuma durante kilómetros hacia el interior. Desde allí venía una corriente, del color de la nieve por su furia, con resplandores esmeralda, para situarse en una pared de doce kilómetros entre los continentes y bramar. La espuma saltaba a lo alto, ocultando torrente tras torrente donde el mar penetraba.

Los arco iris llenaban las nubes resultantes. A esa altura, el ruido no era más que una monstruosa piedra de molino chirriando, Nomura podía oír con claridad la voz de Feliz en su receptor cuando ésta detuvo el vehículo y levantó un brazo.

—Un momento. Quiero unas muestras más antes de volver.

—¿No tienes suficientes? —preguntó él.

Las palabras de ella fueron suaves.

—¿Cómo puede haber suficiente de un milagro?

A él le dio un vuelco el corazón. Ella no es una guerrera, nacida para dominara un montón de súbditos. A pesar de su vida anterior no lo es. Ella siente el temor, la belleza, sí, la sensación de Dios en su obra...

Un a sonrisa triste para sí mismo: ¡Mejor que sea así!

Después de todo, la tarea de Feliz era realizar una grabación multisensorial de todo aquello, desde el comienzo hasta el día en que, cien años después, la cuenca estuviese llena y en calma el mar donde navegaría Odiseo. Precisaría meses de su tiempo vital. ¡Y, del mío, por favor, del mío! Todos en el cuerpo querían experimentar aquel espectáculo estupendo; la esperanza de aventura era prácticamente un requisito para el reclutamiento. Pero no era posible que tantos viniesen al pasado remoto y se acumularan en una zona temporal tan limitada. La mayoría tendría que experimentarlo de segunda mano. Sus jefes no hubiesen elegido a nadie que no fuese un artista consumado, para vivirlo y pasarles la experiencia.

Nomura recordó su asombro cuando le encomendaron que fuese su ayudante. Tan corta como andaba siempre de personal, ¿podía permitirse artistas la Patrulla?

Bien, después de contestar a un críptico anuncio, someterse a varias pruebas desconcertantes y aprender sobre el tráfico intertemporal, se había preguntado si el trabajo policial y de rescate era posible y le habían dicho que, generalmente, lo era. Podía entender la necesidad de personal administrativo, agentes residentes, historiadores, antropólogos y, sí, naturalistas como él mismo. Durante las semanas que llevaban trabajando juntos, Feliz le había convencido de que unos cuantos artistas eran al menos igualmente vitales. El hombre no vive sólo de pan, ni de pistolas, burocracia, tesis y otros detalles prácticos.

Ella volvió a poner en marcha su aparato.

—Vamos— ordenó.

Mientras se alejaba hacia al este por delante de él, su pelo reflejó un rayo de sol y brilló como si estuviese fundido. Nomura la siguió en silencio.

El suelo del Mediterráneo se encontraba a 3.000 metros por debajo del nivel del mar. El flujo caía por un estrecho de 80 km de ancho. Su volumen representaba unos 40.000 km3 al año, un centenar de cataratas Victoria o un millar de Niágaras.

Hasta ahí las estadísticas. La realidad era un estruendo de agua blanca, cubierta de espuma, capaz de agitar la tierra y estremecer montañas. Los hombres podían ver, oír, sentir, oler y saborear el espectáculo; no podían imaginarlo.

Donde el canal se ensanchaba, el flujo se suavizaba, hasta correr verde y negro. Después la neblina se desvanecía y aparecían las islas, como barcos que produjesen enormes estelas; y la vida podía de nuevo crecer o llegar a la orilla. Pero la mayoría de esas islas desaparecerían por la erosión antes de que terminase el siglo, y la mayor parte de esa vida perecería debido a los cambios climáticos. Porque ese acontecimiento llevaría al planeta del Mioceno al Plioceno.

Al avanzar volando, Nomura no oía menos ruido, sino más. Aunque allí la corriente era más tranquila, se movía hacia un clamor bajo que se incrementaba hasta que el cielo era un infierno bronco. Reconoció una cabeza de tierra cuyo resto gastado llevaría algún día el nombre de Gibraltar. No muy lejos, una catarata de 30 km de ancho producía casi la mitad de toda el agua que entraba.

Con terrible facilidad, las aguas saltaban ese obstáculo. Eran de un verde cristalino sobre los acantilados oscuros y el ocre profundo de los continentes, La luz encendía sus cumbres. Al fondo, otro banco de nubes se desplazaba blanco por entre los vientos sin fin. Más allá había una hoja azul, un lago cuyos ríos grababan cañones, sobre el centelleo alcalino, el polvo del diablo y el estremecimiento de espejismos de una tierra homo que convertirían en un mar.

Feliz volvió a detener su volador. Nomura se situó a su lado. Estaban a gran altitud; el aire corría frío a su alrededor.

—Hoy —le dijo ella— quiero intentar conseguir una impresión del tamaño. Me acercaré a la parte alta, grabando mientras me muevo, y luego hacia abajo.

—No demasiado cerca —le advirtió él.

Ella mostró su desagrado.

—Eso lo juzgaré yo.

—Bueno, yo... no intentaba darte órdenes ni nada parecido. —Mejor que no lo haga. Yo, un plebeyo y un hombre. Hazlo por mi, por favor... —Nomura se estremeció al oír sus propias palabras torpes—. Ten cuidado, ¿sí? Es decir, para mí eres importante.

La sonrisa de Feliz le dio ánimos. Ella se inclinó en el arnés de seguridad para cogerle la mano.

—Gracias, Tom. —Después de un momento se puso seria—: Los hombres como tú me hacen comprender lo equivocada que estaba la época de la que vengo.

Ella a menudo le hablaba con amabilidad: de hecho, casi siempre. Si hubiese sido una militante estridente, la belleza no le hubiese mantenido despierto por las noches. Se preguntó si no habría empezado a amarla cuando se dio cuenta del cuidado que ponía en tratarlo como a un igual. No era fácil para ella, casi tan novata en la Patrulla como él... no más fácil de lo que era para hombres de otras épocas creer, en el interior, donde importaba, que ella tenía sus mismas capacidades y que estaba bien que las usase hasta el límite.

Ella no pudo permanecer solemne.

—¡Vamos! —gritó—. ¡Date prisa! ¡Esa caída recta no va a durar veinte años más!

Su máquina salió disparada. Nomura se bajó la visera del casco y salió tras ella cargado con las cintas, baterías y otros elementos auxiliares. Ten cuidado —le suplicó—, oh, ten cuidado, querida.

Ella se había adelantado mucho. La vio como un cometa, una libélula, toda rapidez y hermosura, dibujada sobre un precipicio marino de kilómetros de altura. El ruido creció en él hasta que no hubo nada más, hasta que su cráneo estuvo lleno del juicio Final.

A varios metros del suelo, ella desvió el saltador hacia la sima. Tenía la cabeza enterrada en una caja llena de indicadores y con las manos trabajaba en los ajustes; guiaba el saltador con las rodillas. Las salpicaduras empezaron a empañar el protector de Nomura. Activó el limpiador.

La turbulencia lo agarró; siguió dando bandazos. Los oídos, protegidos contra el sonido pero no contra los cambios de presión, le dolían. Estaba bastante cerca de Feliz cuando el vehículo de ella se volvió loco. Lo vio dar vueltas, lo vio golpear la inmensidad verde, vio cómo la tragaba. No podía oírse gritar por entre el estruendo.

Le dio al control de velocidad, y corrió tras ella. ¿Fue el instinto ego lo que le hizo dar la vuelta, pocos centímetros antes de que el torrente se lo tragase? No la veía. Sólo quedaba el muro de agua, las nubes por debajo y la inmisericorde calma azul del cielo, el ruido que le agitaba la mandíbula y lo destrozaba, el frío, la humedad, la sal en la boca que sabía a lágrimas.

Fue a buscar ayuda.

En el exterior era mediodía. La tierra parecía desteñida, sin movimiento y sin vida exceptuando los buitres. Sólo la distante cascada tenía vida.

Una llamada a la puerta sacó a Nomura de la cama. Por entre el pulso ruidoso, dijo:

—Pasa.

Everard entró. A pesar del aire acondicionado, tenía la ropa empapada de sudor. Llevaba una pipa apagada y tenía los hombros caídos.

—¿Qué noticias hay? —le rogó Nomura.

—Como me temía. No regresó a casa.

Nomura se hundió en el sillón y fijó la mirada al frente.

—¿Estás seguro?

Everard se sentó en la cama, que chirrió bajo su peso.

—Sí. La cápsula de mensaje acaba de llegar. En respuesta a mi pregunta, etcétera, la agente Feliz a Rach no se ha presentado en su entorno de origen desde su puesto en Gibraltar, y no tienen ningún informe posterior de ella.

—¿En ninguna era?

—Nadie conserva expedientes de la forma en que los agentes se mueven por el tiempo, excepto quizá los danelianos.

—¡Pregúntaselo a ellos!

—¿Crees que iban a contestar? —le respondió Everard... ellos, los superhombres del remoto futuro que eran los fundadores y amos supremos de la Patrulla. Formó un puño sobre la rodilla— . Y no me digas que los mortales normales podrían tener mejor vigilancia si quisiesen. ¿Has comprobado tu futuro personal, hijo? No queremos que se haga, y eso es todo.

La aspereza lo abandonó. Movió la pipa y dijo con la mayor amabilidad:

—Si vivimos lo suficiente, sobrevivimos a aquellos que nos importan. Es el destino normal del hombre; no único del cuerpo. Pero lamento que tuvieses que pasar por esto tan joven.

—¡Yo no importo! —exclamó Nomura—. ¿Qué hay de ella?

—Sí... he estado meditando sobre tu informe. Mi teoría es que el flujo de aire es muy complejo alrededor de la catarata. Sin duda deberíamos haberlo previsto. Con sobrecarga, el saltador no era tan controlable como es habitual. Una bolsa de aire, un fallo, lo que fuese, algo la atrapó sin aviso y la arrojó a la corriente.

Nomura se apretó los dedos.

—Y se suponía que tenía que buscarla.

Everard negó con la cabeza.

—No te castigues aún más. No eras más que su ayudante. Ella tendría que haber tenido más cuidado.

—Pero... ¡Maldita sea! Todavía podemos rescatarla, ¿y tú no vas a permitirlo?

—Calla —le advirtió Everard—. No lo digas.

Nunca lo digas.— varios patrulleros podían retroceder en el tiempo, agarrarla con un rayo tractor y liberarla del abismo. O yo podría hacerle una advertencia a ella y a mi yo anterior. No sucedió, por tanto no sucederá.

No debe suceder.

Porque el pasado se convierte en mutable, una vez que nosotros lo hemos convertido en presente con una de nuestras máquinas. Y si un mortal se arroga alguna vez tal poder, ¿dónde acabarían los cambios? Empezaremos salvando a una muchacha; seguimos salvando a Lincoln, pero alguien más intenta salvar los Estados Confederados... No, sólo a Dios puede confiársele el tiempo. La Patrulla existe para preservar lo que es real. Sus miembros no pueden violar esa fe más de lo que podrían violara sus madres.

—Lo siento —murmuró Nomura.

—No importa, Tom.

—No, yo... yo pensé... cuando la vi desvanecerse, mi primera idea fue que podríamos preparar un grupo, ir a ese mismo instante y liberarla ...

—Una idea natural en cualquier hombre. Los viejos hábitos mentales tardan en morir. El hecho es que no lo hicimos. Tampoco darían la autorización. Demasiado peligroso. No podemos permitirnos perder a más gente. No podemos hacerlo cuando los registros indican claramente que estamos condenados al fracaso.

—¿No hay forma de evitarlo?

Everard suspiró.

—No se me ocurre nada. Acepta el destino, Tom —vaciló—. ¿Puedo... puedo hacer algo por ti?

—No. —Sonó duro en la garganta de Nomura—. Excepto dejarme solo un rato.

—Claro. —Everard se puso en pie—. No eras la única persona que la tenía en buena estima —le recordó y se fue.

Cuando la puerta se hubo cerrado a su espalda, el sonido de la cascada pareció crecer, triturando, triturando. Nomura miraba al vacío. El sol pasó su punto más alto y empezó a deslizarse lentamente hacia la noche.

Debí haber ido tras ella, inmediatamente.

Y arriesgar mi vida.

Entonces, ¿porqué no seguirla a la muerte?

No, eso no tiene sentido. Dos muertes no forman una vida. No podía haberla salvado. No tenía el equipo o... lo racional era buscar ayuda. Sólo que se me negó la ayuda (ya fuese un hombre o el destino importa, ¿verdad?)y así ella cayó. La corriente se la llevó al abismo, o un momento de terror antes de perder el sentido, y luego la aplastó en el fondo, la destrozó, esparciendo los fragmentos de sus huesos por el suelo de un mar en el que yo, de joven, navegaré durante unas vacaciones sin saber que existe una Patrulla del Tiempo o una Feliz. ¡Oh, Dios, quiero que mi polvo vaya con ella, cinco millones y medio de años a partir de esta hora!

Un cañonazo remoto recorrió el aire, un temblor por la tierra y el suelo. Una ribera debía de haber cedido ante el torrente. Era el tipo de escena que a ella le hubiese encantado capturar.

—¿Le hubiese encantado? —aulló Nomura y saltó de la silla. La tierra seguía vibrando bajo sus pies. —Lo hará.

Debía haberlo consultado con Everard, pero temió —quizás equivocadamente, por la inexperiencia y la pena— que se le negaría el permiso y que le enviarían inmediatamente al futuro.

Tendría que haber descansado varios días, pero temió que sus modales le traicionasen. Una pastilla estimulante debía hacer el trabajo de la naturaleza.

Debió haber retirado oficialmente una unidad tractora, no haberla sacado a escondidas.

Cuando sacó el saltador, un patrullero lo vio y le preguntó adónde iba.

—A dar un paseo —contestó Nomura.

El otro asintió con compasión. Podría no sospechar que había perdido un amor, pero la pérdida de un compañero ya era suficiente. Nomura tuvo el cuidado de adentrarse bien en el horizonte norte antes de dar la vuelta hacia la catarata.

A izquierda y derecha, se perdía de vista. Aquí, más de medio camino en el acantilado de vidrio verde, la curva del planeta le ocultaba los extremos. Luego, al entrar en las nubes espumosas, el blanco lo rodeó, irritante e hiriente.

El visor permaneció limpio, pero hacia arriba la visión era incierta, por la inmensidad. El casco le protegía los oídos, pero no podía reducir la tormenta que le estremecía dientes, corazón y esqueleto. Los vientos soplaban y golpeaban, el saltador se agitaba y debía luchar por cada centímetro de control.

Y encontrar el segundo exacto...

Saltó de un lado a otro en el tiempo, ajustó el nonio, le volvió a dar al interruptor principal, se entrevió vagamente en la neblina y miró por entre ella hacia el cielo; una y otra vez, hasta que de pronto estuvo entonces.

Resplandores gemelos allá arriba... Vio uno alejarse y caer, mientras el otro daba vueltas hasta alejarse. Los pilotos no le habían visto oculto como estaba entre la neblina salina. Su presencia no estaba en ningún maldito registro histórico.

Corrió hacia delante. Pero lo dominaba la paciencia. Podría volar durante mucho tiempo vital si era necesario, buscando su oportunidad. El temor a la muerte, incluso sabiendo que ella podría estar muerta cuando la encontrase, era como un sueño medio recordado. Los poderes elementales lo dominaban. Era una voluntad que volaba.

Flotaba a metros del agua. Los chorros intentaron atraparlo, como habían hecho con ella. Estaba preparado, se liberó, volvió a mirar.. regresó por el tiempo así como por el espacio, de forma que una veintena de él mismo buscase por la cascada durante ese periodo de segundos en el que Feliz podría estar viva.

No prestaba atención a sus otros yo. No eran más que fases por las que había pasado o por las que debería pasar.

¡ALLÍ!

La ligera forma oscura cayó a su lado, bajo el flujo, camino hacia la destrucción. Le dio a un control. Un rayo tractor atrapó la otra máquina. Viró y fue tras ella, incapaz de liberar tanta masa de una presión tan grande.

La corriente casi le tenía cuando llegó la ayuda. Dos vehículos, tres, cuatro, todos luchando juntos, liberaron a Feliz. Ella se encontraba horriblemente fláccida sobre la silla, sostenida por el arnés. No fue inmediatamente a por ella.

Primero fue a esos pequeños parpadeos en el tiempo, y luego hacia atrás, para rescatarla a ella y a sí mismo.

Cuando finalmente estuvieron solos entre fuego y furia, ella se soltó y cayó en sus brazos; él hubiese quemado un agujero en el cielo para ir a una costa donde pudiese cuidar de ella. Pero se movió, sus ojos se abrieron y después de un minuto le sonrió. Luego él lloró.

Junto a ellos, el océano penetraba rugiendo.

La puesta de sol a la que Nomura había saltado tampoco estaba en los registros de nadie. Convirtió en dorada la tierra. Las cascadas debían estar llenas de luz. Su canción resonaba bajo la estrella vespertina.

Feliz acumuló almohadas contra el cabecero, se enderezó sobre la Cama en la que descansaba y le dijo a Everard:

—Si presenta cargos contra él, porque desobedeció las reglas o cualquier otra estupidez masculina en la que esté pensando, yo también dimitiré de su maldita Patrulla.

—Oh, no. —El hombretón levantó una palma como para detener un ataque—. Por favor. No me comprende. Sólo pretendía decir que estamos en una situación incómoda.

—¿Cómo? —exigió saber Nomura, desde la silla donde estaba sentado y sostenía la mano de Feliz—. No me habían dado ninguna orden de que no intentase esto, ¿no? Vale, se supone que los agentes deben proteger sus propias vidas si es posible, debido a su valor para la Patrulla. Bien, ¿no se sigue de ello que también es valioso salvar una vida?

—Sí. Claro. —Everard recorrió el suelo. Resonaba bajo sus botas, sobre el tamborileo del flujo—. Nadie discute el éxito, incluso en organizaciones más estrictas que la nuestra. De hecho, Tom, la iniciativa que demostraste hoy hace que tus perspectivas de futuro sean buenas, créeme. —La sonrisa se torció alrededor de la pipa—. Y en cuanto a viejos soldados como yo, se me puede perdonar que estuviese tan dispuesto a rendirme. —Un retazo de algo sombrío—. He visto a tantos perdidos más allá de toda esperanza.

Dejó de moverse, se enfrentó a ellos dos y declaró:

—Pero no podemos dejar cabos sueltos. El hecho es que su unidad no registra que Feliz a Rach regresase, nunca.

Los dos se apretaron más las manos.

Everard le dedicó una sonrisa —aunque teñida de tristeza, era sin embargo una sonrisa— antes de continuar:

—Pero no os asustéis. Tom, antes te preguntaste por qué nosotros, humanos normales, no seguíamos demasiado de cerca a nuestra gente. ¿Comprendes ahora la razón?

»Feliz a Rach nunca regresó a su base original. Podría haber visitado su antiguo hogar, claro, pero no preguntamos oficialmente qué hacen los agentes durante sus permisos. —Tomó aliento—. Y en cuanto al resto de su carrera, si quisiese transferirse a otro cuartel general y adoptar otro nombre, bien, cualquier oficial de graduación suficiente podría aprobarlo. Yo, por ejemplo.

»Somos bastante flexibles en la Patrulla. No nos atrevemos a hacerlo de otra forma.

Nomura comprendió y se estremeció.

Feliz le trajo de vuelta al mundo normal.

—Pero ¿en quién podría convertirme? —se preguntó.

Él aprovechó la oportunidad.

—Bien —dijo medio riendo y medio en trueno—, ¿qué tal señora de Thomas Nomura?

FIN


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