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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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jueves, 24 de diciembre de 2009

BUTTON, BUTTON

BUTTON, BUTTON

Fue el smoking lo que me engañó, y durante un par de segundos no le reconocí. Para mí era tan sólo un posible cliente, el primero al que hubiera olido el rastro en una semana... y estaba precioso.
Hasta vistiendo un smoking a las nueve cuarenta y cinco de la mañana estaba hermoso. Quince centímetros de huesuda muñeca y veinticinco de nudosa mano continuaban el camino allí donde la manga ya no seguía; el final de los calcetines y la botamanga de los pantalones no se unían del todo; y sin embargo, estaba hermoso.
Luego le miré a la cara, y dejó de ser un posible cliente. Era mi tío Otto. Se acabó la hermosura. Como de costumbre, el semblante de tío Otto tenía la expresión de un sabueso que acabara de recibir un puntapié en el trasero de parte de su mejor amigo.
No reaccioné de una manera excesivamente oríginal.
– ¡Tío Otto! -exclamé.
También usted le reconocería, si hubiese visto aquella cara. Cuando apareció en la cubierta del Time, hace unos cinco años -fue por el 1957 o el l958, doscientos cuatro lectores, exactamente, escribieron diciendo que jamás olvidarían aquel semblante. La mayoría añadía comentarios relativos a pesadillas. Si quieren saber el nombre completo de tío Otto, es el de Otto Schlemmelmayer. Pero no saquen conclusiones precipitadas. Es hermano de mi madre. Yo me llamo Smith.
– Harry, hijo mío -exclamó él. Y soltó un gemido.
Muy interesante, pero nada ilustrativo. Yo pregunté:
– ¿Y por qué el smoking?
– Es de alquiler -respondió.
– De acuerdo. Pero ¿por qué lo lleva por la mañana?
– ¿Es ya la mañana? -miró vagamente a su alrededor; luego fue hasta la ventana y miró fuera.
Mi tío Otto Schlemmelmayer es así.
Le aseguré que sí, que había llegado ya la mañana y él, haciendo un esfuerzo, dedujo que se había pasado la noche entera andando por las calles de la ciudad.
Luego apartó un puñado de dedos de la frente para decir:
– Pero es que estaba tan transtornado, Harry. En el banquete...
Los dedos revolotearon por un minuto; luego se doblaron en un cuarto de puño y descendieron, abriendo hoyos en la superficie de mi mesa escritorio.
– Pero ¡se acabó! Desde hoy, haré las cosas a mi manera.
Una afirmación que tío Otto venía repitiendo desde los comienzos del asunto del «Efecto Schlemmelmayer». Quizá esto le sorprenda a usted. Quizá crea usted que mi tío debía la fama al Efecto Schlemmelmayer. Bien, todo depende de cómo se mire.
Descubrió el Efecto allá por el 1952, y es muy probable que usted esté tan bien enterado como yo mismo. En pocas palabras, ideó un relé de germanio de tal naturaleza que reaccionaba ante las ondas del pensamiento, o en todo caso ante los campos electromagnéticos de las células cerebrales. Y trabajó años y años para convertir dicho relé en una flauta, de modo que no tocara música bajo ninguna presión que no fuera la del pensamiento. Aquello era su amor, su vida; aquello iba a revolucionar la música. Todo el mundo sabría tocar aquella flauta; no se necesitaría habilidad alguna..., sólo el pensamiento.
Luego, hace unos cinco años, un sujeto joven de Consolidated Arms, un tal Stephen Wheland, modificó el Efecto Schlemmelmayer y lo invirtió. Ideó un campo de ondas supersónicas capaces de activar el cerebro por medio de un relé de germanio, freírlo, y matar una rata a seis metros de distancia. Según descubrieron más tarde, también podía matar hombres.
Visto lo cual, Wheland obtuvo una gratificación de diez mil dólares y un ascenso, mientras que los mayores accionistas de Consolidated Arms se pusieron a ganar millones, cuando el gubierno compró las patentes y cursó pedidos.
¿Y tío Otto? Salió en la cubierta del Time.
Después de lo cual, todo el que se hallara cerca de su persona, digamos a un radio de unos cuantos kilómetros, comprendía que tenía una queja. Unos pensaban que se debía al hecho de no haber recibido dinero alguno; otros a que su gran descubrimiento se hubiera convertido en un instrumento de guerra y matanza.
¡Tonterías! ¡Era por la flauta! He ahí la auténtica tachuela en el sillón de su vida. ¡Pobre tío Otto! Estaba enamorado de su flauta. La llevaba siempre consigo, dispuesto a mostrar sus virtudes. El instrumento reposaba dentro de un estuche especial, en el respaldo de la silla, cuando comía, y en la cabecera de la cama cuando dormía. Las mañanas de los domingos, los laboratorios de física de la Universidad resultaban odiosos por culpa de la flauta de tío Otto, cuyos sonidos, bajo un control mental imperfecto, se abrían un desafinado paso por alguna llorosa canción popular alemana.
El problema estaba en que ningún fabricante quería aventurarse con ella. Apenas se revelaba la existencia de dicho instrumento, el Sindicato de Músicos amenazaba con silenciar hasta la última semicorchea del país; las diversas industrias de objetos de entretenimiento ponían firmes a sus cabilderos y los sacaban formados en escuadras de asalto para entrar en acción inmediatamente; y hasta el anciano Pietro Faraníni se puso la batuta detrás de la oreja e hizo apasionadas declaraciones a los periódicos sobre la inminente defunción del arte.
Tío Otto no se sobrepuso jamás.
– Ayer tuve las últimas esperanzas -me estaba diciendo. La Consolidated informa a mi que un banquete en honor mío querrán dar. ¿Quién sabe?, me digo. Acaso querrán mi flauta comprar.
Cuando está nervioso, tío Otto suele desviarse de la ordenación de las palabras según el estilo inglés para volver al alemán.
El cuadro me intrigó.
– ¡Qué idea! -grité-. Un millar de flautas gigantes escondidas en puntos clave de los territorios enemigos bramando canciones de propaganda comercial bastante desafinadas como para...
– ¡Silencio! ¡Silencio! -Tío Otto abatió la palma de la mano contra mi mesa escritorio como un tiro de pistola, y el calendario de plástico, asustado, dio un salto y cayó muerto.- ¿También de ti guasitas? ¿Dónde está tu respeto?
– Lo siento, tío Otto.
– Entonces, escucha. Yo asistí al banquete y pronunciaron discursos sobre el Efecto Schlemmelmayer y sobre cómo reforzaba la energía mental. Luego, cuando yo pensaba que anunciarían que mi flauta comprarían, ¡ellos me dan esto!
Tío Otto sacó una moneda que lucía como oro y que parecía ser de dos mil dólares y la tiró contra mí. Yo me agaché.
Si la moneda hubiera dado contra la ventana, habría caído fuera y acaso hubiese perforado el cráneo de un transeúnte; pero dio contra la pared. La recogí. Por el peso, se adivinaba en seguida que no era de oro, sino solamente dorada. En una cara decía: «Premio Elias Bancroft Sudford», en letras grandes, y «al doctor Otto Schlemmelmayer por sus contribuciones a la ciencia», en letras pequeñas. En la otra cara había un perfil, que, evidentemente, no era el de mi tío Otto. En realidad no se parecía a ninguna variedad canina, sino más bien a un cerdo.
– ¡Ese -dijo tío Otto- es Elias Bancroft Sudford, presidente de Consolidated Arms! -Y continuó-: De modo que cuando vi que eso era todo, me levanté muy cortés y les dije: «¡Caballeros, ojalá revienten!» Y me marché.
– Luego ha andado por las calles toda la noche -completé yo por su cuenta-, y ha venido aquí sin cambiarse de ropa siquiera. Todavía luce el smoking.
Tío Otto estiró un brazo y fijó la mirada en las prendas que le cubrían.
– ¿Un smoking? -repitió.
– ¡Un smoking! -insistí.
Sus largas, carrilludas mejillas se cubrieron de manchas encarnadas, y rugió:
– ¡Yo he venido aquí por un asunto de importancia trascendentalísima, y tú te empeñas en nada más que de los smoking hablar! ¡Mi propio sobrino!
Dejé que la llama se apagara por sí misma. Tío Otto es el miembro brillante de la familia; de modo que, aparte de procurar evitar que se caiga a una cloaca o que salga de paseo por las ventanas, los otros, pobres imbéciles, procuramos no molestarle.
– ¿Y en qué puedo servirle, tío? -pregunté, tratando de dar un tono profesional a mis palabras, de introducir en ellas la relación abogado-cliente.
El aguardó, en una pausa impresionante, y dijo:
– Necesito dinero.
Inevitable, había de equivocarse de casa. Respondí:
– Tío, en estos momentos no tengo...
– No el tuyo -puntualizó.
Me sentí mejor.
– Tengo un Efecto Schlemmelmayer nuevo, y mucho mejor. Este yo no en científicos periódicos lo publico. La mi bocaza grande cerrada mantengo. Ello enteramente mío propio es. -Mientras hablaba, con el huesudo índice, iba dirigiendo una orquesta fantasma.
– Con este nuevo Efecto -prosiguió-, dinero ganaré y mi propia fábrica de flautas abriré.
– Muy bien -dije yo, pensando en la fábrica de flautas y mintiendo.
– Lo malo es que poseo una mente brillante. Sé elaborar conceptos que superan a las personas corrientes. Solamente, Harry, que maneras de ganar dinero elaborar no sé. Ese es un talento que no poseo.
– Mal -dije yo, sin mentir nada en absoluto.
– Por eso acudo a ti como abogado.
Yo me reí un poco, con una risita deprecatoria.
– Acudo a ti -continuó él-, para hacer que me ayudes con tu taimado, embustero, escurridizo, deshonesto cerebro de abogado.
Mentalmente, archivé el comentario en la carpeta de cumplidos inesperados, y dije:
– Yo también le aprecio a usted, tío Otto.
Debió de notar el tono de sarcasmo, porque se puso morado de rabia y chilló:
– No te pongas quisquilloso. Sé como yo, paciente, comprensivo y llano, cabeza de leño. ¿Quién de ti como hombre habla? Como hombre, eres un badulaque honrado, pero como abogado has de ser un granuja. Todo el mundo lo sabe.
Suspiré. El Colegio de Abogados me había advertido que viviría días como éste.
– ¿Cuál es su nuevo efecto, tío Otto? -pregunté.
– Puedo retroceder en el tiempo y traer al presente cosas del pasado.
Actué con presteza. Con la mano izquierda saqué el reloj del bolsillo inferior izquierdo del chaleco y lo consulté con toda la ansiedad que supe acumular. Con la mano derecha cogí el teléfono.
– Bien, tío -dije con calor-, acabo de recordar una cita tremendamente importante a la que llegaré ya con horas de retraso. Siempre me alegra verle. Pero ahora me temo que debo decirle adiós. Sí, señor, verle ha sido un placer, un verdadero placer. Bueno, adiós, señor. Sí, señor...
No llegué a levantar el auricular del soporte. Iba a levantar la mano, en efecto, pero la de mi tío se había posado sobre la mía y empujaba hacia abajo. Imposible competir con él. ¿He dicho antes que tío Otto perteneció en 1932 al equipo de lucha grecorromana de Heidelberg?
Me cogió suavemente -para él- por el codo; yo me puse en pie. Fue un tremendo ahorro -para mí- de esfuerzo muscular.
– Permitasenos -dijo-, a mi laboratorio ir.
Y al laboratorio se fue. En cuanto a mi, como no tenía cuchillo, ni ganas de cortarme el bruzo izquierdo, separándolo del hombro correspondiente, a su laboratorio me fui también...
El laboratorio de tío Otto se encuentra al final de un pasillo, después de doblar una esquina, en un edificio de la Universidad. Desde que se vio la gran importancia del Efecto Schlemmelmayer, le dispensaron de todo trabajo rutinario y dejaron que hiciera lo que le pareciese bien. Lo cual se reflejaba en su laboratorio.
– ¿Ya no cierra nunca la puerta? -pregunté.
Me miró con aire taimado, arrugando la enorme nariz como si olisquease algo.
– Lo está; está cerrada. Con un relé Schlemmelmayer, está cerrada. Yo pienso una palabra... y la puerta se abre. De otro modo no puede nadie entrar. Ni siquiera el Rector de la Universidad. ¡Ni siquiera el portero!
– ¡Vaya, tío Otto! Una cerradura mental podría reportarle...
– ¡Ah! ¿Debería vender la patente para que algún rico se lo apropiase? Jamás. Dentro de un tiempo yo mismo rico seré.
Una cosa hay que decir de tío Otto. No es uno de esos sujetos con los que tienes que discutir y volver a discutir para lograr que vean la luz. Sabes de antemano que nunca la verá. Por ello cambié de tema.
Y dije:
– ¿Y la máquina del tiempo?
Tío Otto me aventaja unos treinta centimetros en estatura, pesa cerca de catorce kilos más y es fuerte como un buey. Cuando me rodea el cuello con las manos y me sacude, tengo que limitar mi papel en el conflicto a ponerme de color morado.
Y morado me volví, como era de rigor. El dijo:
– ¡Sssiiittt!
Y yo entendí la idea.
Entonces me soltó y dijo:
– Nadie sabe nada del Proyecto X. -Y repitió ponderosamente-: El Proyecto X. ¿Comprendes?
Hice un signo afirmativo. De ningún modo habría podido hablar con una laringe que iba reponiéndose muy lentamente.
– No quiero que me creas sobre mi palabra -dijo-. Para ti voy una demostración a hacer.
Procuré quedarme cerca de la puerta.
– ¿Traes un pedazo de papel con letra tuya escrito? -preguntó.
Rebusqué por el bolsillo interior del chaleco. Guardaba unas notas para una posible defensa de un posible cliente en un posible día futuro.
Tío Otto dijo:
– No me lo enseñes. Desgárralo, nada más. A pequeños pedazos desgárralo y en este vaso de análisis los trozos pon.
Rompí el papel en ciento veintiocho pedazos.
El los examinó pensativamente y se puso a ordenar botones de una... humm... una máquina. La tal máquina llevaba adosada una pequeña repisa de vidrio opalino que parecía la batea de un dentista.
Hubo una pausa. El seguía ordenando. Luego exclamó:
– ¡Ajá! -Y yo emití un sonido raro, que no traduzco en letras.
Unos cinco centímetros más arriba de la batea había una cosa que parecía un trozo de papel peludo. Mientras yo miraba, quedó enfocado y... oh, vaya, ¿por qué darle demasiada importancia? Eran mis notas. Mi letra. Perfectamente legible. Perfectamente legítima.
– ¿Hay inconveniente en que lo toque? -Yo estaba un poco ronco, en parte por la sorpresa, y en parte por la dulce manera que tenía tío Otto de imponer el secreto.
– No se puede -contestó, pasando la mano al través. El papel continuaba allí detrás, intacto-. Es sólo una imagen en un foco de un paraboloide tetradimensional. El otro foco se halla en un punto del tiempo anterior al momento en que lo has desgarrado.
Yo también lo atravesé con la mano. Yo no sentí nada.
– Ahora mira -dijo. Hizo girar un botón de la máquina y la imagen del papel se desvaneció. Entonces sacó unos cuantos trozos de papel del montón, los arrojó al cenicero y les acercó una cerilla. Luego echó las cenizas al fregadero y las hizo desaparecer por el tubo. Hizo girar nuevamente el botón y otra vez apareció el papel; aunque con una diferencia. Faltaban unos trozos irregulares.
– ¿Los pedazos quemados? -pregunté.
– Exactamente. La máquina debe recorrer el tiempo a lo largo de los hipervectores de las moléculas sobre las cuales se enfoca. Si ciertas moléculas están dispersas por el aire... ¡pff-f-ft!
Tuve una idea.
– Supongamos que dispusiera solamente de las cenizas de un documento.
– Entonces sólo podríamos seguir la pista de esas moléculas.
– Pero quedarían tan bien distribuidas -señalé-, que obtendría una imagen, aunque borrosa, del documento.
– Hummm. Ouizás.
La idea me entusiasmaba cada vez más.
– Bueno, pues, oiga, tío Otto. ¿Sabe cuánto pagarían por una máquina como ésa muchos departamentos de policía? Sería un don del cielo para los agentes...
Me interrumpí. No me gustaban los bufidos que tío Otto soltaba. Y pregunté, muy cortés:
– ¿Decía usted algo, tío?
El conservaba una calma notable. Al hablar, su voz apenas pasaba de un berrido.
– De una vez para siempre, sobrino. Mis inventos yo, de ahora en adelante, por mi cuenta explotaré. Primero debo algún capital inicial obtener. Capital de otra fuente que la de mis ideas vender. Después de lo cual, una fábrica para mis flautas manufacturar abriré. Eso en primer lugar. Después, después, con las ganancias puedo maquinaria vector-tiempo manufacturar. Pero primero mis flautas. Antes que nada, mls flautas. Anoche, así lo juré.
»Por el egoísmo de unos cuantos el mundo de gran música se está privando. ¿Debe mi nombre a la historia como un asesino pasar? ¿Debe el Efecto Schlemmelmayer una manera de freír cerebros humanos ser? ¿O debe hermosa música a la mente traer? Grande, maravillosa, perdurable música.
Tenía una mano levantada en actitud oratoria... la otra se la había llevado a la espalda. Las ventanas producían un zumbido agudo al vibrar bajo el impacto de sus palabras.
– Tío Otto, que le oirán -advertí precipitadamente.
– Entonces, deja de gritar -replicó.
– Pero, oiga -protesté-, ¿cómo piensa obtener el capital inicial, si no quiere explotar esa maquinaria?
– No te lo he contado. Puede hacer una imagen real. Y si resulta una imagen valiosa, ¿qué me dices?
Esto parecía excelente.
– ¿Quiere decir algo así como un documento perdido, un manuscrito, una primera edición... cosas de ese calibre?
– Pues no. Hay una pega. Dos pegas. Tres pegas.
Yo aguardé a que parase de contar; pero parecía ser que el limite era tres.
– ¿Qué pegas? -inquirí.
– Primera -respondió-, que debo tener el objeto en el presente para enfocarlo; de lo contrario no puedo localizarlo en el pasado.
– ¿Quiere decir que no puede encontrar nada que no exista actualmente, en un lugar donde usted pueda verlo?
– En ese caso, las pegas números dos y tres son puramente académicas. Pero, de todos modos, ¿en qué consisten?
– Sólo puedo traer del pasado un gramo de materia, aproximadamente.
¡Un gramo! ¡La milésima parte de un kilogramo!
– ¿Qué pasa? ¿No dispone de bastante energía?
Tío Otto contestó con acento irritado:
– Se trata de una relación exponencial inversa. Ni toda la energía del universo más que acaso dos gramos traer no podría.
Eso ponía la situación más bien nublada.
– ¿Y la tercera pega? -pregunté.
– Pues... -E1 hombre titubeaba-. Cuanto más separados los focos, tanto más elástico el lazo. Cierta distancia ha de existir antes de que al presente se pueda traer. En otras palabras, hacia el pasado al menos ciento cincuenta años hay que retroceder.
– Comprendo -dije- aunque en realidad no lo comprendía.
Yo procuraba expresarme como un abogado.
– Resumiendo: usted quiere traer del pasado algo que le permita reunir un capitalito. Ha de ser algo que exista y que usted pueda ver; de manera que no puede ser un objeto perdido, de valor histórico O arqueológico. Ha de pesar menos de un gramo, de modo que no puede ser el diamante Kullinan ni cosa parecida. Ha de tener ciento cincuenta años de antigüedad al menos, de modo que no puede ser un sello raro.
– Exacto -dijo tío Otto-. Lo has captado perfectamente.
– ¿Qué he captado? -Medité un par de segundos. Luego dije-: No se me ocurre nada. Bueno, adiós, tío Otto.
No creía que me saliera bien; pero intenté marcharme.
No salió bien. Las manos de tío Otto descendieron sobre mis hombros y me quedé de puntillas sobre un par de centímetros de aire.
– Me arrugará la chaqueta, tío Otto.
– Harold -dijo él-, como abogado a su cliente, me debes algo más que un adiós precipitado.
– No he cobrado anticipo alguno, comprometiéndome -logré gargarizar.
El cuello de la camisa empezaba a oprimir en exceso el mío propio. Probé de deglutir, y el primer botón salió disparado.
– Entre parientes, el dar un anticipo es una formalidad baladí -razonaba mi tío-. Por mi condición de cliente y de tío tuyo me debes una fidelidad absoluta. Además, si no me ayudas a salir de este apuro, te ataré las piernas detrás del cuello y te bloquearé como si fueses una pelota de baloncesto.
Como abogado que soy, la lógica me infunde mucho respeto.
– Me entrego -dije-. Me rindo. Usted gana.
El me dejó caer.
Y entonces... (ésta es la parte que me parece más increíble cuando vuelvo la vista hacia la aventura en conjunto)... tuve una idea.
Fue la ballena de las ideas. Un monstruo. Esa idea en toda una vida que todo el mundo tiene sólo una vez.
Por el momento, no le expliqué toda la cuestión a tío Otto. Quería pasar unos días meditándolo. En cambio, si le dije lo que había que hacer. La dije que tendría que irse a Washington. No fue fácil convencerle a fuerza de discursos; aunque, por otra parte, si ustedes conocieran a tío Otto, hay ciertos medios...
Encontré dos billetes de diez dólares asomando lamentablemente en mi cartera y se los di.
– Comprobaré cuánto vale el billete del tren, y usted podrá quedarse con los veinte dólares, si resulta que no me porto honradamente.
El reflexionó.
– Tonto para arriesgar veinte dólares por nada tampoco lo eres -admitió.
Tenía razón, además...
Volvió a los dos días y me comunicó qué objeto había enfocado. Al fin y al cabo, estaba en una caja llena de nitrógeno y herméticamente cerrada; pero tío Otto dijo que no importaba. De regreso al laboratorio, unos seiscientos kilómetros más allá, el enfoque continuaba perfecto. También fue tío Otto quien me lo aseguró.
Yo dije:
– Dos cosas, tío Otto, antes de hacer nada.
– ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? -Y siguió mucho más rato-: ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?
Colegí que le dominaba la ansiedad. Y dije:
– ¿Está seguro de que si traemos al presente un fragmento de un objeto perteneciente al pasado, ese fragmento no desaparecerá del objeto tal como ahora exista?
Tío Otto hizo sonar los largos nudillos y dijo:
– Creamos materia nueva, no robamos la vieja. ¿Para qué otro fin enormes cantidades de energía necesitaríamos?
Yo pasé al segundo punto.
– Y mis honorarios, ¿qué?
Acaso ustedes no lo crean, pero hasta entonces no había mencionado el dinero para nada. Tampoco lo habia mencionado tío Otto. En su caso, era muy lógico.
Los labios se le estiraron en una mala imitación de una sonrisa afectuosa.
– ¿Honorarios?
– El diez por ciento de lo que usted cobre -le dije.
El hombre abrió la boca de sorpresa.
– Pero ¿a cuánto ascenderá lo que cobre?
– Quizá ascienda a cien mil dólares. A usted le corresponderian noventa mil.
– ¡Noventa mil...! ¡Himmel! Entonces, ¿a qué esperamos?
Saltó hacia la máquina y al medio minuto el espacio de encima de la bandeja del dentista brillaba con la imagen de un pergamino.
Aquello aparecía cubierto de una letra pulcra, juntita, como si fuese una anotación para un premio de caligrafía antigua. Al final de la hoja había unos nombres: uno grande y cincuenta y cinco pequeños.
¡Cosa curiosa! Me quedé sin aliento. Yo había visto muchas reproducciones, pero aquello era el documento original. ¡Era la auténtica Declaración de Independencia!
– ¡Que me cuelguen! -exclamé-. Lo ha conseguido.
– ¿Y los cien mil? -inquirió tío Otto, pasando al punto concreto.
Había llegado el momento de darle una explicación.
– Mire, tío, al final del documento hay firmas. Son los nombres de americanos eminentes, padres de su patria, a quienes todos reverenciamos. Cualquier cosa relativa a ellos interesa a todos los americanos.
– De acuerdo refunfuñó tío Otto-, te acompañaré tocando el Stars and Stripes Forever con la flauta.
Solté prestamente la carcajada para demostrar que tomaba a broma el comentario.
Porque si no era una broma, no había quien lo resistiera. ¿Han oído alguna vez
a mi tío tocando el Stars and Stripes Forever con la flauta?
– Uno de los firmantes -expliqué-, procedente del Estado de Georgia, murió en 1777, al año siguiente de haber firmado la Declaración. No dejó muchos recuerdos, de modo que las firmas auténticas suyas figuran entre las más valiosas del mundo. Se llamaba Button Gwinnett.
– Pero ¿de qué nos sirve eso para ganar dinero? -preguntó tío Otto, siempre con la mente ceñudamente fija en las verdades eternas del universo.
– Aquí -respondí sencillamente- tenemos una firma auténtica, verdadera, de Button Gwinnett, en la mismísima Declaración de Independencia.
Tío Otto había quedado tan pasmado que guardaba un silencio absoluto, ¡y conste que para imponer un silencio absoluto a tío Otto hay que dejarlo realmente pasmado!
– Pues ahora -dije yo-, ahí la tiene, exactamente en el extremo izquierdo del espacio reservado para las firmas, junto con los otros dos firmantes de Georgia: Lyman Hall y George Walton. Advertirá usted que amontonaron las firmas a pesar de haber espacio abundante encima y debajo. La verdad es que la G mayascula de Gwinnett desciende hasta entrar en contacto prácticamente con el apellido de Hall. Por consiguiente, no trataremos de separarlos. Los grabaremos todos. ¿Puede encargarse de ello?
¿Han visto jamás un perro sabueso que pusiera semblante de estar contento? Pues mi tío Otto consiguió ponerlo.
Una mancha de luz más intensa se posó sobre los nombres de los tres firmantes de Georgia.
Tío Otto dijo, un poquitín cortado el aliento:
– Hasta hoy, jamás había hecho este experimento.
– ¿Qué? -grité yo. Ahora me lo decía.
– Habría demasiada energía requerida. No deseaba que la universidad indagara qué estaba ocurriendo aquí. ¡Pero no te apures! Mis matemáticas no pueden estar equivocadas.
Yo recé en silencio para que sus matemáticas no estuviesen equivocadas.
La luz se hizo aún más brillante y se levantó un zumbido que fue llenando el laboratorio de un ruido áspero. Tío Otto hizo girar un botón, luego otro, y luego un tercero.

¿Se acuerdan ustedes de aquella vez, hace sólo unas semanas, que todo el Manhattan alto y el Bronx se quedaron doce horas sin electricidad a causa del más condenado corte por exceso de carga en la central generadora principal? No diré que fuese culpa nuestra, porque no tengo ganas de que me procesen por daños y perjuicios; pero sí diré lo que sigue: la corriente cesó cuando tío Otto hizo girar el tercer botón.
Fuera del laboratorio, todas las luces se apagaron y me encontré en el suelo con unos zumbidos terribles en los oídos. Tío Otto estaba tendido sobre mí.
Nos ayudamos recíprocamente a ponernos en pie, y tío Otto encontró una lámpara eléctrica. Un momento después aullaba de angustia:
– Fundida. Fundida. Mi máquina en ruinas está. A la destrucción entregada ha sido.
– Pero ¿y las firmas? -le grité-. ¿Las tiene?
El se interrumpió a mitad de un grito.
– No lo he mirado.
Mientras lo miraba, cerré los ojos. La desaparición de cien mil dólares no es cosa para mirarla tan tranquilamente.
– ¡Ah! ¡Ah! -gritó él. Y yo abrí los ojos al momento. Tenía en la mano un trozo cuadrado de pergamino de unos cinco centímetros de lado. Había en él tres firmas, y la de arriba de todas era la de Button Gwinnett.
Bueno, fíjense bien, la firma era absolutamente auténtica. No era una falsificación. No había ni un átomo de fraude en el negocio aquél. Quiero que se comprenda bien esto. En la ancha mano de mi tío reposaba una firma trazada por la georgiana mano del mismísimo Button Gwinnett en el pergamino auténtico, real y verdadero de la fidedigna, realisima y autentiquisima Declaración de Independencia.

Decidimos que tío Otto se trasladarla a Washington con el pedazo de pergamino Yo no servía para el caso. Yo era abogado. Se supondría que estaba demasiado enterado. En cambio, él era meramente un genio científico; de él no se supondría que supiera nada. Además, ¿quién podría sopechar que el doctor Schlemmelmayer fuese capaz de nada más que de la honradez más pristina?

Nos pasamos una semana retocando nuestra versión. Yo compré un libro para el caso (una vieja historia de la Georgia colonial) en una librería de ocasión. Mi tío Otto se lo llevaría consigo y afirmaría haber encontrado un documento entre sus páginas; una carta al Congreso Continental en nombre del Estado de Georgia. Pero al verlo levantó los hombros con indiferencia y sostuvo el pergamino sobre un mechero «Bunsen». ¿Qué interés había de sentir un físico por una carta? Luego se dio cuenta del olor peculiar que despedía al arder y de la lentitud con que se consumía. Apagó las llamas, pero sólo pudo salvar el trozo con las firmas. Al mirarlas, el nombre de Button Gwinnett hizo vibrar una delgada fibra de su memoria.
El se aprendió la versión al pie de la letra. Yo quemé los bordes del pergamino de forma que el nombre del fondo, el de George Walton, se chamuscara un poco.
– Así parecerá más real -expliqué-. Por supuesto, una firma sin una carta encima pierde valor; pero aquí tenemos tres firmas; las de los tres representantes.
Tío Otto estaba pensativo.
– ¿Y si comparan las firmas con las de la Declaración y se dan cuenta de que hasta miradas al microscopio son idénticas, ¿no de fraude sospecharán?
– Ciertamente. Pero ¿qué pueden hacer? El pergamino es auténtico. La tinta es auténtica. Las firmas son auténticas. Tendrán que reconocerlo. Por más que sospechen algo raro, no podrán probar nada. ¿Se les puede ocurrir la idea de retroceder en el tiempo para saber la verdad? Ojalá armaran mucho revuelo sobre el caso. La publicidad haría subir el precio.
Esta última frase arrancó una carcajada a tío Otto.
Al día siguiente, el inventor subió al tren para Washington contemplando mentalmente constelaciones de flautas. Flautas largas, flautas cortas, flautas bajas, flautas trémolo, flautas macizas, micro-flautas, flautas para solo y flautas para orquesta. Un mundo de flautas para música modulada con la mente.
– Recuerda -fueron sus últimas palabras-, la máquina dinero no tengo para reconstruir. Esto debe salir bien.
– No puede fallar, tío Otto -dije yo, ¡Ahí
Al cabo de una semana estaba de vuelta. Yo había hablado con él, por teléfono, todos los días, y todos los días me había contestado que estaban investigando.
Investigando.
Claro, ¿no investigarían ustedes? Mas ¿de qué había de servirles?
Yo estaba en la estación esperándole. Su cara permanecía inexpresiva. No me atrevía a preguntarle nada en público. Tenía muchas ganas de inquirir:
«Bueno, ¿qué? ¿Sí o no?», pero pensé: «Dejemos que hable él»
Lo llevé a mi oficina. Le ofrecí un cigarro y un trago. Escondí las manos bajo la mesa, con lo cual sólo logré que la mesa bailotease también; de modo que me las puse en los bolsillos y temblé todo yo entero.
– Investigaron -dijo él.
– ¡Claro! Ya le dije que investigarían. ¡Ja, ja, ja! ¿Ja, ja?
Tío Otto dio una larga chupada al cigarro. Dijo:
– El encargado de la Oficina de Documentos se acercó a mí y me dijo: «Profesor Schlemmelmayer, usted es víctima de un fraude inteligente.» Yo respondi: «¿Sí? ¿Y cómo puede ser un fraude? ¿Acaso la firma una falsificación es?» Y él respondió: «En verdad que no parece una falsificación, ¡pero ha de serlo!» «¿Y por qué ha de serlo?», repliqué yo.
Tío Otto dejó el puro, dejó el vaso y se inclinó hacia mí por encima de la mesa. Me tenía tan intrigado que yo me incliné hacia él, así que, en cierto modo, me hice acreedor a lo que me sucedió.
– Eso es, precisamente -balbuceé-, ¿por qué ha de serlo? No pueden probar ninguna anormalidad en ella, porque es auténtica. ¿Por qué ha de ser un fraude, eh? ¿Por qué?
La voz de tío Otto tenía un acento dulzón.
– ¿Sacamos el pergamino del pasado? -preguntó.
– Sí. Sí. Usted sabe que lo sacamos.
– Muy pasado.
– Más de ciento cincuenta años atrás. Usted dijo...
– Y ciento cincuenta años atrás el pergamino en el que escribieron la Declaración de Independencia bonitamente nuevo estaba, ¿no?
Yo empezaba a entender el problema, aunque no con bastante rapidez.
La voz de tío Otto cambió de marcha y se convirtió en rugido opaco, retumbante:
– Y si Button Gwinnett en 1777 murió, ¡so cabeza de leño abandonada de Dios!, ¿cómo se puede encontrar una firma suya auténtica en un pedazo nuevo de pergamino?
Después de lo cual todo se redujo a que el mundo se precipitaba adelante y atrás a mi alrededor.
Espero que pronto podré volver a tenerme en pie. Todavía me duele todo el cuerpo; pero los médicos me dicen que no se me rompió ningún hueso.
Con todo, tío Otto no me tuvo que obligar a tragarme el maldito pergamino.

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Si confié en que a resultas de estos cuentos se me reconociera como a un maestro del humor, creo que fracasé.
L. Sprague de Camp, uno de los escritores de ciencia ficción y fantasía que cosechaba mayores éxitos, se refería a mí en los siguientes términos, en su Science Fíction Handbook (Hermitage House, 1953), que, como ustedes ven, apareció poco después de aquellas, en mi opinión, afortunadas incursiones mías por el campo del humor:
«Asimov es un individuo vigoroso, de aspecto joven, con el cabello castaño y ondulado, ojos azules y unas maneras exuberantes, joviales, efervescentes,
a quien sus amigos aprecian mucho por su carácter generoso y afectivo. Extremadamente sociable, lógico y ocurrente, le gusta libar en diversos cálices. Esta vena de humor oral contrasta con la sobriedad de sus narraciones.»
¡Sobriedad!
Por otra parte, doce años después, Groff Conklin incluía Button, Button en su antología 13 Above the Níght (Dell, 1965) y decía, en parte: «Cuando el Buen Doctor... decide tomarse un día de vacaciones y hacerse el gracioso, es indudable, sabe ser gracioso de veras...»
Bien, aunque tanto Groff como Sprague eran buenos amigos míos (Groff ha fallecido ya, por desgracia), no cabe duda de que en este caso concreto yo opino que Groff manifiesta buen gusto, mientras que Sprague no da una.
De paso, y antes de seguir adelante, convendrá que explique la ocurrencia ésa del «carácter generoso y afectivo» que me atribuye Sprague y que quizá desconcierte a los que me tienen por un bruto perverso y corrompido.

Creo que el prejuicio de Sprague en mi favor se funda en un solo incidente.
Ocurrió en 1942, cuando Sprague y yo trabajábamos en los Astilleros Navales de Filadelfia. Estábamos en guerra, y necesitábamos placas para entrar. Cualquiera que olvidara la suya tenía que vérselas una hora entera con la burocracia para conseguir una temporal, le penalizaban con el sueldo de una hora, y anotaban la odiosa falta en su historial.
Al encaminarnos hacia la puerta de entrada, aquel día, el semblante de Sprague adquirió un color verde pastel, y dijo:
– ¡He olvidado mi placa!
Estaba en camino de que le concedieran el grado de teniente de la Armada y temía que hasta una ligera mancha en su historial civil pudiera obrar un efecto pernicioso para el ascenso.
Yo, en cambio, no iba camino de nada, y estaba tan acostumbrado, desde mis días de colegial, a que me enviaran al despacho del director, que los gritos que pudieran dirigirme las autoridades constituidas no me atemorizaban en absoluto. De modo que le entregué mi placa y le dije:
– Entra, Sprague, y ponte ésta en la solapa.
Entró y, en efecto, no le miraron la placa. Yo declaré haber perdido la mía y sufrí las penalizaclones.
Sprague no olvidó jamás aquel incidente. Todavía hoy anda por ahí contándole a la gente lo buen muchacho que soy, a pesar de que todo el mundo le mira con ojo incrédulo. Aquel solo e impulsivo gesto ha dado origen a toda una vida de ferviente propaganda pro-Asimov. Haz bien y no mires a quién...
Pero sigamos adelante.

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