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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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domingo, 3 de mayo de 2009

Isaac Asimov - Los Santos

Isaac Asimov - Los Santos

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Jerome Bishop, compositor y trombonista, nunca había estado en un hospital
mental hasta ese día.
En algún momento había sospechado que tal vez acabaría algún día en uno de
ellos, como paciente (¿quién podía considerarse a salvo?), pero jamas se
le había pasado por la cabeza que podría llegar a estar allí como asesor
para un asunto de aberración mental. Como "asesor".
Permaneció allí sentado, en pleno año 2001, con el mundo en una situación
bastante espantosa, pero (eso decían) saliendo de ella, y luego se levantó
al entrar una mujer de mediana edad. Los cabellos de la mujer comenzaban a
teñirse de gris, y Bishop pensó agradecido en su porpio cabello aún de
punta y de un uniforme calor negro.
- ¿Es usted el señor Bishop? - preguntó ella.
- Eso me pareció la última vez que lo comprobé.
- Yo soy la doctora Cray - dijo ella alargándole la mano -.
¨ ¿Quiere acompañarme?
Le estrechó la mano y luego la siguió. Procuró no sentir aprensión ante
los monótonos uniformes grises que vestían todas las personas con quienes
se cruzó.
La doctora Cray se llevó un dedo a los labios y le indicó una silla.
Apretó un botón y las luces se apagaron, poniendo de relieve la imagen de
una ventana con una luz por detrás. A través de la ventana, Bishop pudo
ver a una mujer recostada sobre lo que parecía un sillón de dentista. Un
bosque de cables flexibles brotaba de su cabeza, un fino arco de luz se
extendía de polo a polo a sus espaldas, y una tira de papel un poco menos
estrecha se alargaba hacia arriba.
Volvió a encenderse la luz y la imagen se desvaneció.
- ¿Sabe lo que hacemos allí dentro? - preguntó la doctora Cray.
- ¿Graban las ondas cerebrales? Sólo es una suposición.
- Buena suposición. Hacemos justamente eso. Es una grabación de rayos
láser. ¿Sabe como funciona el sistema?
- Mis obras han sido grabadas con rayos láser - dijo Bishop y cruzó una
pierna sobre la otra -, pero eso no significa que sepa cómo funciona es
sistema. Los ingenieros se ocupan de los detalles... Mire doctora, si
imagina que soy un ingeniero de rayos laser, se equivoca.
- No, ya sé que no lo es - se apresuró a decir la doctora Cray -. Le hemos
traído aquí para otra cosa... Permita que se lo explique. Es posible
alterar un rayo laser con gran delicadeza; mucho más rápidamente y con
mucha mayor precisión de lo que se puede alterarse una corriente
eléctrica, o incluso un rayo de electrones. Gracias a ello es posible
grabar una onda muy compleja con mucho mayor detalle del que nunca pudo
imaginarse hasta ahora. Es posible hacer un rastreo con un rayo láser de
amplitud microscópica y obtener una onda que luego podemos estudiar bajo
un microscópio y conseguir una exacta pormenorización de aspectos
invisibles para el ojo desnudo e imposibles de obtener de ninguna otra
forma.
- Si eso es lo que desea consultarme - dijo Bishop -, sólo puedo decirle
que no vale la pena obtener tanto detalle. La capacidad auditiva tiene sus
límites. Si se afina una grabación con rayos láser más allá de cierto
punto, se hace aumentar el coste de la misma, pero no ocurre otro tanto
con el efecto obtenido. De hecho, algunas personas dicen que lo que se
consigue es una especie de zumbido que comienza a ahogar la música. Yo,
personalmente, no lo oigo, pero puedo asegurarle que si uno desea una
grabación óptima, no concentra el rayo láser al máximo... Naturalmente,
tal vez la cosa cambie tratándose de ondas cerebrales, pero eso es todo lo
que puedo decirle, de modo que ahora mismo me marcho, y sólo le cobrar‚ el
transporte.
Hizo ademan de levantarse, pero la doctora Cray sacudió vigorosamente la
cabeza.
- Por favor, siéntese, señor Bishop. La grabación de ondas cerebrales no
es lo mismo. En este caso necesitamos todo el detalle que podamos
conseguir. Hasta el momento sólo hemos logrado deducir de las ondas
cerebrales los minúsculos efectos superpuesto de diez millones de células
cerebrales, una especie de muestra media aproximada que lo difumina todo
excepto los efectos m s generales.
- ¿Quiere decir algo así como estudiar diez mil millones de pianos, cada
uno de los cuales tocase una melodía distinta a cien kilómetros de
distancia?
- Exactamente
- ¿No captan más que un ruido?
- No del todo. Captamos alguna información, sobre la epilepsia, por
ejemplo. Pero con las grabaciones de rayos láser hemos comenzado a
escuchar las melodías individuales que tocan esos distintos pianos; hemos
comenzado a detectar qué pianos concretos est n desafinados.
Bishop arqueó las cejas.
- ¿Con qué pueden saber a qué se debe la locura de una persona loca en
concreto?
- En cierto modo. Fíjese en esto. - En otro rincón de la habitación se
encendió una pantalla, sobre la cual se proyectaba una fina línea
oscilante -. ¿Se da cuenta, señor Bishop?
La doctora Cray apretó el botón de un indicador que tenía en la mano y un
puntito de la línea se puso rojo. La línea fue pasando por la pantalla
iluminada y periódicamente fueron encendiéndose varios puntillos rojos.
- Es una microfotografía - dijo la doctora -. Esas pequeñas
discontinuidades rojas no son visibles a simple vista y tampoco serían
visibles con ningún procedimiento de grabación menos sutil que el de los
rayos láser. Sólo aparecen cuando esta paciente concreta sufre una
depresión. Cuanto mas profunda es la depresión, mas profundas son las
señales.
Bishop reflexionó un momento. Luego, dijo:
- ¿Puede hacer algo para remediarlo? De momento, ello sólo significa que
las señales luminosas le permiten saber que existe una depresión, algo que
se puede averiguar con sólo escuchar a la paciente.
- Perfectamente correcto, pero los detalles son útiles. Por ejemplo,
podemos transformar las ondas cerebrales en delicadas ondas luminosas
oscilantes y, lo que es más, también podemos convertirlas en ondas sonoras
equivalentes. Para ello empleamos el mismo sistema de rayos láser que usan
para la grabar su música. Obtenemos una especie de zumbido vagamente
musical que concuerda con el parpadeo de la luz.
Me gustaría que lo escuchara con un auricular.
- ¿La música de esa persona depresiva concreta cuyo cerebro ha generado
esa línea?
- Si, y como no podemos aumentar demasiado la intensidad sin perder
detalles, quisiéramos que la escuchara con auriculares.
- ¿Y debo observar la luz al mismo tiempo?
- No será necesario. Puede cerrar los ojos. El destello penetrar a través
de los párpados en la medida suficiente para que el cerebro reciba el
efecto.
Bishop cerró los ojos. En medio del zumbido pudo oír el débil lamento de
un ritmo complejo y triste que encerraba todo el dolor del viejo mundo
cansado. Lo escuchó, vagamente consciente de la tenue lucecita que
golpeaba los globos de sus ojos a intervalos intermitentes.
Sintió que le tiraban con fuerza de la camisa.
- Señor Bishop... Señor Bishop...
Inspiró profundamente.
- ¡Gracias! - dijo con ligero estremecimiento -. Esa música me ha
trastornado, pero no podía dejar de escucharla.
Ha estado escuchando ondas cerebrales depresivas y éstas comenzaban a
hacer mella en usted. Sus propias ondas cerebrales se veían obligadas a
seguir el compás. Se ha sentido deprimido, ¿verdad?
- Totalmente
- Bueno, si conseguimos detectar el fragmento de la onda característico de
la depresión, o de cualquier anomalía mental, lo suprimimos, y luego
hacemos escuchar al paciente el resto de lo onda cerebral, sus propias
ondas cerebrales se modificarían para adoptar la forma normal.
- ¿Durante cuanto tiempo?
- Durante un cierto tiempo después de la interrupción del tratamiento.
Durante un cierto tiempo, pero no demasiado. Algunos días.
Una semana. Después, el paciente tiene que volver.
- Eso es mejor que nada.
- Y menos que suficiente. Una persona nace con determinados genes que
configuran una estructura cerebral potencial determinada, señor Bishop.
Una persona sufre determinadas influencias ambientales. No es fácil
neutralizar todo eso, de modo que aquí, en esta institución, intentamos
encontrar los m‚todos m s eficientes y duraderos... Y tal vez usted pueda
ayudarnos. Por eso le pedimos que viniera.
- Pero yo no entiendo nada de esto, doctora. Nunca he oído hablar de la
grabación de ondas cerebrales mediante rayos láser. - Abrió las manos, con
las palmas hacia arriba -. No tengo nada que ofrecerles.
La doctora Cray le miró impaciente. Hundió profundamente las manos en los
bolsillos de su chaqueta y dijo:
- Hace un momento usted dijo que el láser registraba más detalles de los
que era capaz de captar el oído humano.
- Sí. Y lo ratifico.
- Lo sé. Uno de mis colegas leyó una entrevista suya en la revista "High
Fidelity" del mes de diciembre del año dos mil, donde usted decía
exactamente eso. Y eso es lo que nos llamó la atención. El oído no puede
captar detalles que recoge el láser pero, como usted ha comprobado, el ojo
si los capta. Lo que modifica las ondas cerebrales adecuándolas a la norma
es el parpadeo de la luz, no la oscilación del sonido.
El sonido por si solo no conseguiría nada. Sin embargo, sirve para
reforzar el efecto en presencia de la luz.
- Ahí no hay problema.
- Sí lo hay. El refuerzo no es suficiente. El oído no capta las suaves,
delicadas, casi infinitamente complejas variaciones que la grabación de
rayos láser introduce en el sonido. Hay demasiadas cosas, y la porción que
tiene un efecto de refuerzo queda ahogada en medio de todo ese detalle.
- ¿Qué le hace pensar que existe una porción con un efecto de refuerzo?
- Porque ocasionalmente, de forma m s o menos accidental, hemos conseguido
producir algo que parece surtir mejores efectos que la onda cerebral
completa, pero no logramos averiguar por qu‚. Necesitamos un músico. Tal
vez usted. Si escuchase ambos conjuntos de ondas cerebrales, tal vez
pudiera distinguir por alguna intuición un ritmo m s acorde con el
conjunto normal que con el conjunto anómalo. Entonces este podría reforzar
el efecto de la luz y hacer m s efectiva la terapia, ¿comprende?
- Un momento - dijo Bishop alarmado -. Pretende hacerme cargar con una
enorme responsabilidad. Cuando compongo música, me limito a acariciar el
oído y hacer saltar los músculos. No estoy intentando curar un cerebro
enfermo.
- Sólo le pedimos que acaricie los oídos y haga saltar los músculos, pero
al compás de la música normal de las ondas cerebrales... Y le aseguro que
no debe temer nada, señor Bishop. Es sumamente improbable que su música
pueda causar algún daño, y tal vez pueda hacer mucho bien. Y le pagaremos,
señor Bishop, tanto si gana como si pierde.
- Bueno, lo intentar‚, pero no prometo nada - concluyó Bishop.
Regresó al cabo de dos días. La doctora Cray tuvo que abandonar una
reunión para recibirle. Le miró con ojos cansados, empequeñecidos.
- ¿Ha conseguido algo?
- Algo he conseguido. Tal vez sirva.
- ¿Cómo lo sabe?
- No lo sé. Sólo tengo la sensación... Mire, he escuchado las cintas de
rayos láser que usted me dio; la música de las ondas cerebrales tal como
la produjo el paciente en estado depresivo y la música de las onda
cerebrales modificadas por ustedes para convertirla al estado normal. Y
usted tenía razón; sin los preparados de la luz, no me afectó ni en uno ni
en otro sentido. De todos modos, resté la segunda de la primera para ver
donde estaba la diferencia.
- ¿Tiene una computadora? - dijo la doctora Cray, extrañada.
- No, una computadora no hubiera servido de nada. Me hubiera dado
demasiados datos. Si uno coge una complicada distribución de ondas láser y
le resta otra complicada distribución de ondas láser, lo que queda seguir
siendo una distribución bastante complicada de ondas láser. No, las resté
en mi cabeza para ver qué clase de ritmo quedaba... sería el ritmo anómalo
que yo debería anular con un contraritmo.
- ¿Cómo puede restar en su cabeza?
Bishop la miró impaciente.
- No lo sé. ¿Cómo escuchó Beethoven la Novena Sinfonía en su cabeza antes
de pasarla al pentagrama?, ¿no cree?
- Supongo que sí. - La doctora adoptó una actitud sumisa -. ¿Ha traido el
contraritmo?
- Eso creo. Lo he grabado en una cinta ordinaria porque no precisaba nada
más. Es más o menos así: dididiDa-dididiDa-dididdDADADAdiDA; y así
sucesivamente. Le he añadido una melodía y puede hacérsela escuchar a la
paciente por los auriculares mientras ella mira la luz parpadeante
acoplada a la distribución normal de las ondas cerebrales. Si no me
equivoco, servir para reforzar la viva claridad que aquella encierra.
- ¿Est seguro?
- Si estuviera seguro, no haría falta probarlo, ¿no cree doctora?
La doctora Cray quedó pensativa un momento.
- Concertaré una cita con la paciente. Me gustaría que usted estuviera
presente.
- Si así lo desea... Forma parte del trabajo de asesoramiento, supongo.
- Como comprenderá, no podrá entrar en la sala de tratamiento, pero me
gustaría que estuviera aquí fuera.
- Lo que usted diga.
La paciente llegó con aspecto de persona abrumada por las preocupaciones.
Tenía los párpados caídos y hablaba en voz baja y entre dientes. Bishop la
lanzó una mirada casual mientras permanecía sentado muy quieto,
desapercibido, en un rincón. La vio entrar en la sala de tratamiento y
esperó pacientemente, mientras se decía: "¿Y si la cosa sale bien? ¿Por
qué no dotar a los destellos luminosos de las ondas cerebrales de un
acompañamiento musical adecuado para combatir la tristeza, aumentar la
energía e intensificar el amor? No sólo para gente enferma sino también
para las personas normales, que podrían sustituir con ello todas las
palizas que se han dado con el alcohol o las drogas en sus esfuerzos por
adaptar sus emociones..., un sustituto perfectamente inocuo basado en las
propias ondas cerebrales..." Y por fin, al cabo de cuarenta y cinco
minutos, volvió a salir la mujer.
Ahora se la veía plácida y en cierto modo las arrugas de su rostro
parecían haberse borrado.
- Me siento mejor, doctora Cray - dijo con una sonrisa -. Mucho mejor.
- Es lo que suele ocurrirle - dijo reposadamente la doctora Cray.
- No como ahora - dijo la mujer -. No como ahora. Esta vez es algo
distinto. Otras veces, incluso cuando me parecía sentirme bien, podía
notar esa terrible depresión en el fondo de mi cabeza, dispuesta a
instalarse nuevamente en cuanto me relajara. Ahora... simplemente ha
desaparecido.
- No podemos estar seguros de que haya desaparecido para siempre - dijo la
doctora Cray -. Concertaremos una cita para dentro de, pongamos, dos
semanas, pero llámeme antes si ocurre cualquier cosa, ¿lo hará? ¿Ha notado
alguna diferencia en el tratamiento?
La mujer reflexionó un poco.
- No - dijo dubitativa. Y añadió -: Aunque hay ese destello de luz. Tal
vez fuera distinto. Más nítido y penetrante, en cierto modo.
- ¿Ha oído algo?
- ¿Debía oír algo?
La doctora Cray se levantó.
- Estupendo. No olvide concertar la cita con mi secretaria.
La mujer se detuvo junto a la puerta, se volvió y dijo:
- Es una sensación tan feliz sentirse feliz - y dicho esto se marchó.
- No ha oído nada, señor Bishop - dijo la doctora Cray - Supongo que su
contraritmo ha reforzado la distribución normal de las ondas cerebrales de
modo que el sonido se ha fundido naturalmente con la luz, como si
dijéramos... Y es posible que tambi‚n haya surtido su efecto.
Se volvió para mirar a Bishop cara a cara.
- Señor Bishop, ¿querrá asesorarnos en otros casos? Le pagaremos lo máximo
que podamos, y si este procedimiento resulta ser una terapia eficaz para
las enfermedades mentales, reconoceremos gustosos todo el mérito que le
corresponde.
- Les ayudar‚ con mucho gusto, doctora - dijo Bishop -, pero no ser tan
fácil como usted cree. El trabajo ya está hecho.
- ¿Ya esta hecho?
- Hace siglos que tenemos músicos. Tal vez no supieran nada sobre las
ondas cerebrales, pero ponían todo su empeño en conseguir las melodías y
los ritmos capaces de llegar a la gente, de hacerles marcar en compás con
los pies, de hacer temblar sus músculos, sonreír sus caras, funcionar sus
lagrimales y latir sus corazones. Esas melodías est ahí, esperando. Una
vez deducido el contraritmo, solo hay que elegir la melodía adecuada.
- ¿Es eso lo que hizo?
- Claro. ¿Existe algo mejor para sacarnos de una depresión que un himno de
resurrección? Para eso son. El ritmo nos hace salir de nosotros mismos.
Crea una exaltación. Tal vez el efecto no dure mucho por sí solo, pero si
se emplea para reforzar la distribución normal de las ondas cerebrales,
debería machacarla bien machacada.
- ¿Un himno de resurrección? - La doctora Cray se lo quedó mirando con los
ojos muy abiertos.
- Claro. En este caso he usado el mejor de todos. La he hecho escuchar
"Cuando los Santos salen de paseo". Empezó a cantarlo suavemente, marcando
el ritmo con los dedos, y al llegar a la tercera línea, la doctora Cray ya
seguía el compás con los pies.
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RITOS LEGALES --- ISAAC ASIMOV & FREDERICK POHL

ISAAC ASIMOV -- FREDERICK POHL
RITOS LEGALES



...
I
Las estrellas se habían apagado ya, aunque el sol; apenas se había hundido en el horizonte, y el oeste del cielo, detrás de la Sierra Nevada, era una plancha de oro manchada de sangre.
—¡Eh! —cloqueó Russell Harley—. ¡Regresa!
Pero el motor de aquel viejo «Ford» hacía demasiado ruido, y el chófer no le oyó. Harley soltaba palabrotas viendo al viejo automóvil inclinarse sobre las roderas arenosas con las ruedas semideshinchadas. La luz trasera le contestaba con un rojo «no». No, no puedes ; marcharte esta noche; no, tendrás que quedarte aquí y arreglártelas solo.
Harley refunfuñó y volvió a subir las escaleras del porche de la antigua casa de madera. Estaba bien construida. Las escaleras, aunque databan de casi medio siglo atrás, no crujían bajo sus pisadas ni tenían grietas.
Harley recogió los bolsos que había dejado caer cuando sufrió aquel repentino cambio de idea —eran de imitación de cuero, y muy desgastados— y los metí en la casa. Una vez dentro, los abandonó sobre un sofá cubierto de polvo y miró a su alrededor.
Hacía un calor sofocante; el olor del desierto se había filtrado en la habitación. Harley estornudó.
—Agua —dijo en voz alta—. He ahí lo que necesito. Merodeó por todas las habitaciones de la planta baja hasta que, de pronto, se dio una palmada en la cabeza. ¡Instalación de agua...! ¡Naturalmente, no habría tal cosa en aquel agujero perdido a trece kilómetros al interior del desierto! Un pozo era lo mejor que podía prometerse...
Tal vez, ni siquiera eso.
Oscurecía. Tampoco había luz eléctrica, por supuesto. Harley anduvo a tientas, irritado, por las oscuras habitaciones hasta la parte trasera de la casa. La puerta vidriera emitió un gemido al abrirse. Junto a la puerta, había un cubo colgado. Lo cogió, lo volvió boca abajo y sacudió la arena suelta que contenía. Escudriñó con la mirada el «patio trasero»... unas doce mil hectáreas ante la vista de arena ondulada, rocas y trechos de salvia y ocotillo coronado de llamas. Ningún pozo.
El viejo idiota se proveería de agua en alguna parte, pensó enfurecido. Obstinadamente, bajó los escalones traseros y se internó por el desierto. Arriba, las estrellas lucían cegadoras, a millones y millones de kilómetros, pero el crepúsculo había terminado y la visibilidad era muy escasa. Reinaba un silencio ominoso. Únicamente un leve susurro de brisa en la arena y el roce de los zapatos.
Divisó un reflejo de luz de las estrellas en la espesura de salvia más cercana y anduvo hacia allá. Había un charco de agua en el ángulo de dos grandes piedras. Lo miró dubitativo, e hizo un gesto indiferente. Era agua. Y eso era mejor que nada. Hundió el cubo en el charquito. Inexperto en aquellas lides, arrastró el cubo Por el fondo y recogió una cuarta parte de arena. Cuando se lo acercó, rebosante, a los labios, hubo de escupir el primer sorbo y se puso a maldecir violentamente.
Luego utilizó la cabeza. Dejó el cubo en el suelo, esperó unos segundos para que los granos de arena se Posaran, cogió agua con las manos y se la llevó a los labios...
Pat. JISS. Pat. JISS. Pat. JISS... —¡Qué demonios! —Harley se puso en pie y miró a su alrededor con brusco desconcierto. Sonaba como agua que cayera de alguna parte sobre una estufa al rojo vivo, silbando al convertirse en vapor. No veía nada, sólo la arena y el charco de agua tibia, nauseabundo.
Pat. JISS...
Entonces lo vio, y los ojos se le salieron de las órbitas. Caía de la nada, una gota por segundo, una gota pegajosa, negra, que descendía al suelo perezosamente, en lento desafío a la gravedad. Y al dar en tierra, cada gota producía un sonido siseante, se desparramaba y desaparecía. Se hallaba a cosa de dos metros y medio de él, apenas visible a la luz de las estrellas.
Luego una voz, salida de la nada, ordenó:
—¡Fuera de mis tierras!
Harley salió fuera. Cuando llegó a Rebel Butte, tres horas después, apenas podía andar y deseaba con desesperado afán haberse demorado lo suficiente para beber otro trago de agua, a pesar de todos los demonios del infierno. Pero los primeros cinco kilómetros los había hecho a la carrera. Le habían proporcionado sobrados estímulos. Ahora recordaba con un estremecimiento cómo el limpio aire del desierto había tomado una forma lechosa alrededor de aquel increíble rezumar y había avanzado hacia él amenazadoramente.
Y cuando llegó al primer saloon, iluminado con petróleo, de Rebel Butte, y entró tambaleándose, la fascinación con que el dueño se puso a mirar la pechera de su desastrada chaqueta le hizo descubrir una poderosa prueba de que no había sufrido un repentino ataque de demencia, ni le había embriagado el desacostumbrado contacto con el aire puro del desierto. Aquello le había manchado toda la parte delantera del traje, y cuanto más la frotaba, más se pegaba a la tela y más viscosa se volvía. ¡Sangre!
—¡Whisky! —pidió con voz ahogada, dando traspiés hacia la barra. Y sacando del bolsillo un ajado billete de un dólar, lo puso de un manotazo sobre la madera.
La partida de juego del fondo del local se había interrumpido. Harley sentía clavados en su persona losaos de todos los jugadores, los del camarero y los de aquel hombre alto y delgado recostado en la barra. Todos le observaban.
El camarero rompió el hechizo. Cogió, sin mirarla, una botella que había a su espalda y la dejó sobre el mostrador, delante de Harley. Luego llenó un vaso de agua de un jarro, lo dejó sobre el mostrador también y puso otro vasito pequeño junto a la botella.
—Yo habría podido decirle que le pasaría eso. Pero usted no me habría creído. Tenía que encontrar a Hank por sí mismo, o no habría creído que estuviera allí.
Harley se acordó de la sed y vació el vaso de agua; después se echó un trago de whisky y lo apuró sin esperar a que le volvieran a llenar el vaso de agua. El whisky descendía hacia el estómago dejando una sensación agradable, casi bastante agradable como para poner fin a los temblores de sus entrañas.
—¿De qué está hablando? —preguntó por fin, doblando el cuerpo e inclinándose sobre el mostrador para esconder algo las manchas de la chaqueta. El dueño del saloon se puso a reír.
—El viejo Hank —dijo—. Le he reconocido a usted inmediatamente, antes de que Tom volviese y me dijera adonde lo había llevado. Sabía que usted era el sobrino de Zeb Harley, que venía a tomar posesión de Harley Hall para venderlo aun antes de que el cadáver del tío estuviera frío en la tumba.
Russell Harley vio que los jugadores seguían mirándole. Sólo el hombre delgado recostado en la barra parecía haberle olvidado. En aquel momento volvía a llenarse el vaso y estaba completamente absorto en esta tarea. Harley se sonrojó.
—Escuche —dijo—, yo no he venido en busca de consejos. Quería beber un trago. Y pago con mi dinero. Cierre el pico y no se meta en mis asuntos.
El dueño del saloon levantó los hombros, le dio la espalda y se volvió a la mesa de juego. Un par de segundos después, un jugador se volvía también y arrojaba un naipe. Los demás siguieron su ejemplo.
Harley empezaba a sentirse dispuesto a tragarse el orgullo y hablar nuevamente con el dueño del saloon que parecía saber algo sobre lo que le había ocurrido y quizá pudiera serle útil—, cuando el hombre delgado le dio una palmadita en el hombro. Harley se volvió tan rápido que por poco no tumbó el vaso. Absorto y nervioso, no le había visto acercarse.
—Joven —le dijo el desconocido—, me llamo Nicholls. Venga conmigo y discutiremos este asunto. Creo que Podemos sernos útiles mutuamente.
Hasta el automóvil de doce cilindros que conducía Nicholls saltaba como un carro de heno por las areniscas roderas que llevaban a la vivienda que el viejo Zeb había bautizado —riendo— con el nombre de «Harle Hall».
Russell Harley torcía el cuello y fijaba la mirado en el montón de cosas diversas que había en el asiento trasero.
—Eso no me gusta —se lamentó—. Yo nunca he te nido tratos con espíritus. ¿Cómo puedo saber si esta miscelánea servirá para nada?
Nicholls sonrió.
—Debe fiarse de mi palabra. Yo he tenido tratos con espíritus en otras ocasiones. Esté usted seguro de que yo podría ostentar el título de exterminador de espíritus, si quisiera.
—A pesar de todo, no me gusta —refunfuñó Harle Nicholls clavó en él una mirada penetrante.
—Pero la perspectiva de ser dueño de Harley Hal sí le gusta, ¿verdad? ¿Y no quiere buscar la respetable cantidad de dinero que se cree que su tío escondió por allá? —Harley se encogió de hombros—. Claro que sí —afirmó Nicholls, volviendo a fijar la mirada en el camino—. Y con sobrado motivo. Las noticias que circulan por ahí mencionan una cifra muy elevada, joven.
—Y en este punto interviene usted —dijo Harley, malhumorado—. Yo encuentro el dinero (que debo ya, de todos modos) y le doy una parte a usted. ¿Cuánto?
—Lo discutiremos más tarde —respondió Nicholls. Sonreía distraído, mirando al frente.
—¡Lo discutiremos ahora, en seguida!
La sonrisa desapareció del rostro de Nicholls.
—No —dijo—. No lo discutiremos. Le estoy haciendo un favor, joven Harley. Recuérdelo. A cambio, usted hará lo que yo diga, ¡en todo momento!
Harley paladeó la frase cuidadosamente. No era ur-manjar apetitoso. Aguardó un par de segundos antes de cambiar de tema.
—Yo estuve aquí una vez, en vida del viejo —explicó—. Y no me habló para nada de ningún espíritu.
—Quizá pensara que le consideraría... digamos, un tipo raro —respondió Nicholls—. Y acaso usted lo hubiera mirado así. ¿Cuándo estuvo aquí?
—Oh, hace mucho tiempo —contestó evasivamente Harley. Pero estuve un día entero y parte de la noche. El viejo estaba loco de atar; pero no guardaba fantasmas en el ático.
—Ese fantasma era un amigo suyo —replicó Nicholls—: El caballero encargado del bar se lo ha dicho a usted, sin duda. Su difunto tío era como un recluso. Vivía en esta casa, a veinte kilómetros del lugar habitado más cercano, apenas iba nunca a la población y no permitía que nadie buscara su amistad. Pero no era un ermitaño, exactamente. Tenía la compañía de Hank.
—¡Valiente compañía!
Nicholls inclinó la cabeza con aire grave.
—Ah, no sé —dijo—. Según todas las versiones, se llevaban muy bien los dos. Jugaban al «pinacle» y al ajedrez... Se dice que Hank había sido un gran jugador de «pinacle». Según dicen en el pueblo, por eso le mataron. Cogió a uno haciendo trampas y dirimieron el caso a tiros. Perdió él. Una bala le atravesó el cuello y murió vomitando mucha sangre.
Torció el volante, cargando el peso del cuerpo en el esfuerzo, y consiguió sacar el coche de las roderas del «camino» para dirigirlo, saltando a través de la arena inalterada, hacia la antigua casa de madera que constituía su meta.
—Eso —terminó al detener el coche delante del porche— explica la sangre que acompaña a su aparición.
Harley abrió, poco a poco, la portezuela y descendió, mirando inquieto la vieja casa destartalada.. Nicholls paró el motor, bajó y se dirigió en seguida hacia la Parte trasera del automóvil.
—Vamos —dijo, sacando cosas del compartimiento—. Écheme una mano. No voy a llevar yo solo toda esta impedimenta.
Harley fue de mala gana, y miró el curioso revoltijo de manojos de leña seca, trozos de cuerdas de colores, tizas, feos manojitos de hierbas marchitas, resecos huesos de animales pequeños y un par de cosas más, menos agradables todavía, con ojos que no expresaban ningún placer.
Pat. JISS. Pat. JISS...
—¡Aquí está! —chilló Harley—. ¡Escuche! Está por aquí, en algún sitio, vigilándonos.
—¡Ja! ¡Ja!
Era una carcajada profunda, repulsiva... y sin cuerpo. Harley escudriñó los alrededores con la mirada, desesperadamente, en busca de las gotas de sangre delatoras. Y las encontró; salían del aire, al lado mismo del coche, bajando lentamente hacia el suelo, siseando un momento, para desaparecer en seguida.
—Os estoy vigilando, en efecto —dijo la voz en tono huraño—. Russell, tú, indigno pedazo de corrupción, yo necesito tan poco de ti como tú de mí. Vivo o muerto, ¡esta tierra es mía! La compartí con tu tío, bribonzuelo, pero no quiero compartirla contigo. ¡Fuera!
Harley sintió que las rodillas le flaqueaban y se fue, tropezando desorientado, hasta el parachoques trasero, y se sentó en él.
—Nicholls... —dijo con voz torpe.
—Eh, anímese —le recomendó el otro, sin irritarse. Y le arrojó un ovillo de bramante chillón, rojo y verde, que de trecho en trecho formaba unos extraños nudos. Luego se enfrentó con las gotas de sangre e hizo unos cuantos pases enérgicos en el aire, delante de ellas. Harley veía que los labios de Nicholls se movían, pero en silencio, sin que saliera ninguna palabra de ellos.
De la fuente de las gotas de sangre se escapó un sonido inarticulado de sorpresa y un grito entrecortado. Nicholls dio unas fuertes palmadas; luego se volvió hacia el joven Harley.
—Coja la cuerda que tiene en las manos y rodee la casa con ella —le dijo—. Toda la casa, y asegúrese que pase por el centro de puertas y ventanas. No es gran cosa, pero le tendrá sujeto mientras montamos lo importante.
Harley hizo un gesto de asentimiento; luego señaló con rígido dedo las gotas de sangre, que ahora siseaban y humeaban con más encono que antes.
—¿Y eso, qué? —consiguió articular. Nicholls sonrió complacido.
—Lo retendré aquí hasta que las vacas vuelvan al establo —contestó—. ¡En marcha!
Inadvertidamente, Harley inspiró y se llenó los pulmones de humo blanco, nocivo, y hubo de toser hasta que las lágrimas le rodaron por las mejillas. Cuando se recobró, miró a Nicholls, que leía silenciosamente un libro encuadernado en cuero verde y con las esquinas de las páginas dobladas.
—¿Puedo dejar de agitar esto? —le preguntó.
Nicholls hizo una mueca furiosa y movió la cabeza, sin mirarle. Y continuó leyendo; sus labios se curvaban formando sílabas que no figuraban en ningún idioma que Harley hubiera escuchado en toda su vida. Luego cerró el libro de golpe y se secó la frente.
—Muy bien —dijo—. Hasta aquí, todo va bien. —Luego dio unos pasos hasta situarse, por la parte donde soplaba el aire, junto al recipiente suspendido en el hogar y que Harley estaba removiendo. Miró con precaución al interior.
—Ya casi está listo —dijo—. Sáquelo del fuego y déjelo enfriar un poco.
Harley levantó el caldero, y después se apretó con la mano izquierda el dolorido bíceps. La masa poseía la consistencia de un chocolate espeso y un color verde repugnante.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó.
Nicholls no respondió. Levantó los ojos sorprendido al oír el repentino grito de triunfo del exterior, seguido del aullido de un viento glacial.
—Hank debe andar suelto —dijo en tono indiferente— No puede hacernos ningún daño, pero será mejor que nos pongamos en movimiento. —Revolvió el montón de chatarra que había traído del coche y sacó un pincel—. Embadurne todo el contorno de puertas y ventanas con esto. Menos la puerta principal. Para aquélla tengo otra cosa —señaló un objeto que parecía el eje delantero de un modelo T anticuado—. Déjelo en el umbral de la puerta. Es hierro frío. Usted puede pasar por encima, y en cambio Hank no. Ha sido tratado previamente con la mejor taumaturgia.
—Pasar por encima —repitió Harley—. ¿Por qué he de querer pasar por encima? El está ahí fuera.
—No le hará ningún daño —dijo Nicholls—. Usted llevará encima un amuleto (aquel de allí) que mantendrá apartado al fantasma. Es probable que no pudiera hacerle ningún daño en ningún caso, pues se trata de un espíritu que no puede
materializarse hasta poseer una densidad apreciable. Sin embargo, no corra riesgos; lleve el amuleto y no esté fuera demasiado tiempo. El amuleto no mantendrá al fantasma alejado por mucho rato, no por más de media hora. Siempre que tenga que salir y permanecer algún tiempo fuera, átese ese manojo de hierbas al cuello —Nicholls sonrió—. De todos modos, esto es para casos de emergencia. Actúa según el principio del asafétida. Los espíritus no se le pueden acercar..., pero tampoco a usted le gustará tenerlo cerca. Despide un olor bastante..., bastante definido.
Volvió a inclinarse vivamente sobre el calderito, olisqueando. Estornudó.
—Bueno, ya se ha enfriado bastante —dijo—. Empiece a trabajar, antes de que se endurezca. Comience extender el preparado por el piso de arriba... y asegúrese de no dejar ni una ventana sin él.
—Y usted, ¿qué hará?
—Yo —dijo secamente Nicholls— me quedaré aquí Empiece.
Pero no se quedó. Cuando Harley hubo terminado la desagradable tarea y volvió a bajar, llamó a Nicholls por su nombre; pero Nicholls no estaba. Harley fue hasta la puerta y miró al exterior; el coche también había desaparecido.
—Ah, bueno —dijo, levantando los hombros, y se puso a quitar la capa de polvo de los muebles.
.
II
En algún punto del interior de su mente legalista, el abogado Turnbull estaba sopesando la relativa similitud entre la pesadilla y la demencia.
Con la vista clavada en el sillón de terciopelo que tenía delante, notaba, desazonado, cómo las gotas rojas, singularmente ingrávidas, extrañamente salidas de ninguna parte, desaparecían apenas tocaban el suelo, aunque dejaban en el tapizado unas largas rayas color ocre fangoso. Además, aquel ruidito resultaba desagradable: Pat. JISS. Pat. JISS...
La voz continuó impaciente:
—¡Maldita sea su estupidez humana! Por más que yo sea un espíritu, Dios sabe que no trato de atormentarle. Amigo, no tiene tanta importancia para mí. Entérese bien, estoy aquí por negocios.
Turnbull aprendió en ese momento que uno no se puede humedecer los labios con una lengua seca.
—¿Asuntos de justicia?
—Naturalmente. El hecho de haber muerto de muerte violenta y tener que continuar mi existencia en el plano astral, no significa que haya perdido mis derechos ante la ley. ¿Verdad que no?
El abogado movió la cabeza desorientado.
—La entrevista me resultaría más fácil si usted no fuese invisible. ¿No puede resolver este punto? Hubo un corto silencio.
—Bueno, podría materializarme por un minuto —respondió la voz—. Significa un trabajo muy duro..., terriblemente duro para mí. Entre nosotros, los seres astrales, hay muchos que pueden materializarse con la misma facilidad que uno salta de la cama; pero... bueno, si debo hacerlo, lo intentaré una sola vez.
Se advirtió un leve resplandor en el aire, encima de la silla, y un vapor tenue, lechoso, se condensó en una figura sentada, impalpable. A Turnbull no le
entusiasmó nada ver que, a través de la figura, seguían divisándose, aunque algo desdibujadas, las líneas de la silla. La figura se hizo más densa. En el preciso instante en que los rasgos fisonómicos tomaban forma (en el momento en que los salientes ojos de Turnbull distinguían una nariz grande y aguileña y una hirsuta barba) la figura volvió a debilitarse y explotó con un «pop» débil.
La voz se quejó, descompuesta.
—No creía que me hiciera sufrir tanto. Ya no tengo práctica. Creo que es la primera materialización a la luz del día que he realizado en setenta y cinco años.
El abogado se colocó bien los impertinentes y tosió. «¡Juergas del infierno —pensaba—, lo peor de todo esto es que lo creo!»
—Ah, bueno —dijo en voz alta. Pero añadió apresuradamente, antes de que el cliente pudiera darse por ofendido—; ¿Qué quería, pues? Yo no soy más que un abogado de población pequeña, ya sabe. Me ocupo casi por completo de trámites rutinarios...
—Sé muy bien de qué se ocupa —replicó la voz—. Puede llevar mi caso... es un asunto de tierras. Quiero querellarme con Russell Harley.
—-¿Harley? —Turnbull se acariciaba la mejilla—. ¿Pariente de Zeb Harley, quizá?
—Sobrino... y su heredero, además.
—Sí, ahora lo recuerdo —comentó Turnbull con un movimiento de cabeza—. La familia de mi esposa vive en Rebel Butte, y yo he estado allí. Es toda una coincidencia que usted haya venido a mi despacho...
La voz soltó una carcajada.
—No ha sido tal coincidencia —dijo dulcemente.
—Ah —Turnbull permaneció unos segundos en silencio. Luego añadió—: Comprendo—y dirigió una mirada oblicua a la silla—. Los procesos judiciales cuestan dinero, señor... no creo que me haya dicho su nombre.
—Hank Jenkins —completó la voz—. Ya lo sé. ¿Sería...? Veamos... ¿Bastaría con seiscientos cincuenta dólares?
Turnbull estiró el cuello.
—Creo que sí —dijo en un tono bastante sosegado... Relativamente, comparado con lo que estaba pensando.
—Entonces supongamos que damos a esta cantidad el nombre de anticipo. Resulta que escondí una considerable suma de dinero, en oro, cuando era... es decir, antes de convertirme en una entidad astral. Estoy bien seguro de que no la ha tocado nadie. Usted tendrá que llamarlo un tesoro hallado, me figuro, y deberá entregar la mitad al Estado; pero en total hay allí mil trescientos dólares.
Turnbull movió la cabeza afirmativamente con aire sensato.
—Suponiendo que podamos localizar ese tesoro —dijo—, creo que sería un trato bastante satisfactorio —Se recostó en la silla y puso semblante de hombre de leyes. Había recobrado el aplomo.
Media hora después, prometía pausadamente:
—Me encargo de su caso.
Hasta entonces, el juez Lawrence Cimbel había sido un hombre enamorado de su profesión. Pero los trece honorables años de magistratura que llevaba
perdieron su encanto mientras hacía una mueca de fatiga y llevaba la mano hacia el mazo. El pleito que iba a verse resultaba demasiado confuso para él.
El secretario pronunció el discurso, y la multitud se sentó toda a la vez. Cimbel se llevó la mano a los ojos por unos breves momentos antes de tomar la palabra.
—¿Está preparado el abogado del demandante?
—Lo estoy, Señoría —Turnbull, solo en su mesa, se levantó y saludó con una reverencia.
—¿Y el abogado del demandado?
—¡Dispuesto, Señoría! —espetó Fred Wilson, mirando con gran interés hacia Turnbull, solitario en su mesa, para luego inclinarse y murmurarle algo al oído a Russell Harley. El joven hizo un malhumorado gesto afirmativo y se encogió de hombros.
Cimbel decía:
—Tengo entendido que los abogados de las dos partes han renunciado al juicio por jurados en este caso de Henry Jenkins contra Russell Joseph Harley.
Ambos abogados hicieron gestos afirmativos. Y Cimbel continuó:
—En vista del carácter inusitado de este caso, imagino que será necesario llevarlo sin excesivo apego a los formalismos. Este tribunal se propone una sola cosa, Y es conocer la verdad de los hechos en litigio y dictar sentencia de acuerdo con las leyes pertinentes a tales hechos. No daré importancia al ceremonial. Con todo, no toleraré desórdenes ni irregularidades innecesarias. Los espectadores tendrán la bondad de recordar que están aquí por privilegio especial. Cualquier manifestación implicará que se despeje la sala —dirigió una mirada severa a las pálidas caras que relumbraban estúpidamente, vueltas hacia él. Cimbel contuvo un suspiro al decir—; El abogado del demandante tiene la palabra.
Turnbull se levantó prestamente y se volvió hacia el juez.
—Señoría —dijo—, nosotros nos proponemos demostrar que mi cliente, Henry Jenkins, ha sido privado de sus justos derechos por el demandado. En virtud de una continuada residencia de más de veinte años en la casa sita en Route, 22, a unos trece kilómetros al norte de Rebel Butte, con pleno conocimiento de su legítimo dueño, mi cliente, el señor Jenkins, ha adquirido ciertos derechos. En la terminología legalista solemos definirlos como derechos de adversa posesión. El lego los llamaría derechos de justicia común, derechos de ocupante.
Gimbel se cogió las manos e intentó relajarse. Derechos de ocupante... ¡para un fantasma! Exhaló un suspiro; pero escuchó atentamente mientras Turnbull continuaba:
—A la muerte de Zebulon Harley, dueño de la casa en litigio (más conocida acaso por Harley Hall), el demandado heredó el título de propiedad. Nosotros no ponemos en duda su derecho a este título. Pero mi cliente tiene también un derecho sobre Harley Hall: el de vivir plena y libremente en la casa. El demandado ha arrojado de allí a mi cliente por la fuerza, empleando medios que le han causado un gran sufrimiento mental e incluso han puesto en peligro su misma existencia.
Cimbel dio un cabezazo. Si al menos el caso hubiera tenido un precedente en alguna parte... Pero no lo tenía. Cimbel se acordaba tristemente de las horas que se había pasado hojeando toda clase de libros de leyes poco conocidos, buscando algo que tuviera cierta relación con el pleito actual. Su buen criterio le había aconsejado resolver el asunto por la vía rápida; un juez no podía permitir que se rieran de él, y menos si era un hombre ambicioso. Y en este caso, lo único seguro eran las carcajadas del público. Pero Wilson se obstinó de tal modo que el
juez se dejó llevar de su mal genio. De todos modos, jamás había sentido simpatía alguna por Wilson.
—Puede interrogar al testigo —anunció. Turnbull movió la cabeza afirmativamente, y, dirigiéndose al escribano dijo:
—Llamen a Henry Jenkins al estrado. Wilson estaba en pie antes de que el funcionario hubiera podido abrir la boca.
—¡Protesto! —bramó—. ¡El supuesto Henry Jenkins no sirve como testigo!
—¿Por qué no? —preguntó Turnbull.
—¡Porque está difunto!
Con una mano, el juez se cogió la frente; con la otra empuñó el mazo. Y dio un golpe a la mesa para imponer silencio en la sala.
Turnbull permanecía en pie, sonriendo.
—Naturalmente —dijo—, usted tendrá pruebas de lo que ha dicho.
—Claro que sí —Wilson enseñaba los dientes, y consultó su informe—. El llamado Henry Jenkins es el fantasma, espíritu o espectro de un tal Henry Jenkins, un buscador de oro que anduvo por este territorio hace un siglo. Lo mató, atravesándole el cuello, una bala salida del arma de un tal Long Tom Cooper, y fue declarado legalmente muerto el día 14 de septiembre de 1850. A Cooper lo ahorcaron por este asesinato. No importa lo que esgrima usted como pruebas en contra, la situación de muerte legal sigue siendo completamente válida.
—¿Qué pruebas tiene usted de que mi cliente sea ese mismo Hank Jenkins? —preguntó, ceñudo, Turnbull.
—¿Acaso usted lo niega?
El otro se encogió de hombros.
—Yo no niego nada. No es a mí a quien están interrogando. Además, el único prerrequisito de un testigo es que comprenda el valor de un juramento. Henry Jenkins fue examinado por John Quincy Fitzjames, profesor de psicología de la Universidad de California del Sur. El resultado (tengo la declaración jurada del doctor Fitzjames sobre dicho resultado, y la presentaré como documento probatorio) muestra con toda claridad que mi cliente posee un coeficiente intelectual bastante superior al normal y que el examen psiquiátrico no revela ninguna aberración importante que limite el valor de su testimonio. Insisto en que se permita a mi cliente atestiguar en propio beneficio.
—¡Si ya murió! —graznó Wilson—. ¡Si en estos mismos instantes es invisible!
—Mi cliente —dijo Turnbull, seco y severo —no está presente en estos momentos. Indudablemente, esto es lo que le induce a usted a declarar su invisibilidad —el abogado hizo una pausa para dar tiempo al murmullo de aprobación que se extendió por la sala. «La cosa empieza bien», pensó, muy risueño—. Aquí tengo otra declaración —continuó—. La firman Elihu James y Terence MacRae, jefes, respectivamente, de los departamentos de física y biología de la citada Universidad. El documento certifica que mi cliente exhibe todos los fenómenos vitales de la vida. Estoy dispuesto a llamar a los tres expertos mencionados como testigos, si es necesario.
Wilson puso mala cara, pero no dijo nada. El juez Cimbel se inclinó sobre la mesa.
—No veo la posibilidad de negar al demandante el derecho a prestar declaración —dijo—. Si los tres expertos que han redactado estos informes ratifican
en el estrado los hechos contenidos en los mismos, Henry Jenkins podrá presentarse como testigo.
Wilson se sentó ponderadamente. Los tres expertos pronunciaron unas breves y secas palabras. Wilson no los sometió sino al interrogatorio más convencional.
El juez ordenó un breve descanso. Fuera, en el pasillo, Wilson y su cliente encendían cigarrillos y se miraban mutuamente con poca simpatía.
—Tengo la sensación de estar lelo —decía Russell Harley—. ¡Armar pleito contra un fantasma!
—Ha sido el fantasma el que ha suscitado el pleito —le recordó Wilson—. Si al menos hubiéramos podido aplazar la escaramuza por un par de semanas, hasta la toma de posesión de otro juez, habría podido conseguir que esta causa se resolviera con un «no ha lugar».
—¿Por qué no hemos podido esperar?
—¡Porque usted tenía tantísima prisa! —replicó Wilson—. Usted y ese idiota de Nicholls; tan confiado en que no llegaría a celebrarse un juicio.
Harley se encogió de hombros y recordó tristemente cómo habían fracasado, cómo no habían logrado exorcizar por completo el espíritu de Hank Jenkins. Se habían armado un lío. Fuese como fuere, Jenkins había huido del círculo encantado que habían levantado a su alrededor y dentro del cual pensaban retenerle hasta que el juez hubiera fallado la causa en contra suya por falta de comparecencia.
—Y ése es otro punto —continuó el abogado—. ¿Donde de está Nicholls?
Harley volvió a encogerse de hombros.
—No lo sé. La última vez que le vi fue en el despacho de usted. Vino a verme después de haber estado en casa el alguacil trayéndome la orden de comparecencia. El me llevó a su despacho; me dijo que le habían recomendado que acudiera a usted. Entonces hablamos del caso un rato, los tres. Y él se marchó, después de prestarme algún dinero para ayudarme a pagarle a usted el anticipo. Desde entonces no he vuelto a verle.
—Quisiera saber quién le habló de mí —dijo Wilson con aire torvo—. Creo que no recomendaría nunca más a nadie. No me gusta este caso, ni tampoco usted.
Harley produjo un sonido gutural, pero no dijo nada. Tiró el cigarrillo. Sabía a la basura que colgaba de su cuello..., todo tenía el mismo olor. Nicholls no mintió cuando dijo que a Harley no le gustaría mucho el puñado de hierbas que mantendrían alejado el espíritu del viejo Jenkins. De verdad que olían mal.
El escribano estaba en el pasillo, gritando algo; la gente empezaba a entrar nuevamente en la sala. Harley y su abogado se sumaron a los demás.
Reanudado el juicio, el escribano llamó:
—¡Henry Jenkins!
Turnbull se levantó al instante; abrió la puerta de la cámara del juez y dijo algo en voz baja. Luego se hizo a un lado, como para dejar paso a otra persona.
Pat. JISS. Pat. JISS...
Del público se elevó una exclamación ahogada, al uní sonó, cuando el fantasmagórico chorrito de sangre cruzó el espacio libre en dirección a la silla de los testigos. Era el fantasma... el demandante, en el pleito más absurdo de toda la historia de la jurisprudencia.
—Muy bien, Hank —murmuró Turnbull—. Tendrá que materializarse el tiempo suficiente para que el escribano 'e tome el juramento.
El escribano retrocedió nervioso ante la columna de neblina lechosa que se le apareció, con una forma vagamente humanoide. Una mano de fantasma, semitransparente, se extendió para tocar la Biblia. La voz del escribano temblaba al proponer el juramento. Se oyó la respuesta como si saliera del corazón de la columna de humo.
La neblina se arrastró hacia la silla de los testigos, se dobló de forma rara a la altura de las caderas y, con una Pequeña explosión, se disipó en la nada. El juez golpeaba furiosamente con el mazo. El rumo de alarma que se había levantado de los espectador se acalló.
—Les advierto de nuevo que no toleraré ninguna falta a las normas —declaró—. El abogado del demandante puede continuar.
Turnbull fue a situarse delante de la mesa del testigo y dirigió la palabra al vacío.
—¿Su nombre?
—Me llamo Henry Jenkins.
—¿Su ocupación? Hubo una ligera pausa.
—No tengo ninguna. Supongo que ustedes dirían qu estoy jubilado.
—Mister Jenkins, ¿qué relación tiene usted con edificio denominado Harley Hall?
—Lo vengo ocupando desde hace noventa años.
—Durante ese tiempo, ¿conoció usted al difunto Zebulon Harley, propietario del Hall?
—Conocí bastante bien a Zeb.
—¿Cuándo le conoció? —preguntó Turnbull después de un cabezazo de asentimiento.
—En la primavera de 1907, Zeb acababa de perder a su esposa. Después de lo cual, hizo de Harley Hall su domicilio permanente. Se convirtió... más o menos, un ermitaño. Anteriormente no nos habíamos conocido porque venía muy raras veces al Hall. Pero entonces nos hicimos amigos,
—¿Cuánto tiempo duró esa amistad?
—Hasta el otoño pasado, cuando murió. En el momento de fallecer, yo estaba con él. Todavía conservo unos cuantos recuerdos que me dio entonces.
Un suspiro nostálgico, claramente audible, se elevó de la silla del testigo, la cual estaba copiosamente salpicada de líquido encarnado. Las gotas que caían parecieron titubear unos segundos, y el ruido siseante que producían quedó sofocado como por una fuerte emoción.
Turnbull continuó:
—Entonces, ¿mantenía buenas relaciones con él?
—Yo diría que excelentes —replicó en tono firme el vacío—. Todas las noches pasábamos largo rato juntos. Cuando no jugábamos al «pinacle», o al ajedrez, o al «cribbage», charlábamos, sencillamente; comentábamos los sucesos del día. Todavía conservo el libro que utilizábamos para guardar recuerdo de las partidas de ajedrez y «pinacle». Zeb escribía las anotaciones de su puño y letra.
Turnbull se alejó del testigo por unos momentos y se dirigió al juez, con una sonrisa.
—Presento como prueba el libro mencionado —dijo—. Y también una sortija que regaló al demandante el difunto señor Harley, y un ejemplar de las obras dramáticas de Gilbert y Sullivan. En la anteportada del libro figura la dedicatoria: «Al viejo Hank», de puño y letra de
Harley.
Turnbull se volvió nuevamente hacia la vacía silla,
rezumante de sangre, del testigo y dijo:
—En todos los años de convivencia con Zebulon Harley, ¿le pidió alguna vez éste que se fuera o pagase alquiler?
—Por supuesto que no. ]Zeb no habría hecho tal cosa!
Turnbull hizo un nuevo gesto afirmativo.
—Muy bien —dijo—. Ahora, sólo un par de preguntas más. ¿Quiere decir, con sus propias palabras, qué ocurrió después de la defunción de Zebulon Harley que le obligara a usted a presentar querella?
—Pues, en enero, el joven Harley...
—¿Se refiere a Russell Joseph Harley, el demandado?
—Sí, llegó a Harley Hall el cinco de enero. Yo le pedí que se marchara, cosa que él hizo. Al día siguiente regresó con otro hombre. Entre los dos, colocaron un talismán sobre el umbral de la puerta principal, y a continuación cerraron todas las puertas y ventanas del Hall con una sustancia que me es nociva. Además, recurrieron, a varios encantamientos de los más mortíferos de la Ars Magicorum. Luego añadieron un Círculo de Exclusión de un radio de algo más de kilómetro y medio, rodeando por completo el Hall.
—Comprendo —dijo el abogado—. ¿Quiere explicar al tribunal los efectos de todos estos manejos?
—Bueno —respondió la voz pensativamente—, es difícil expresarlo con palabras. Yo no puedo atravesar el círculo sin gran derroche de energía. Y aunque lo atravesara no podría entrar en la casa por culpa del talismán y los sellos.
—¿Podría entrar por el aire? ¿Por una chimenea, quizá?
—No. El Círculo de Exclusión es en realidad una esfera. Estoy completamente seguro de que el esfuerzo me destruiría.
—Entonces, ¿es verdad que se halla completamente expulsado de la casa que ha ocupado durante noventa años, debido a las caprichosas acciones de Russell Joseph Harley, el demandado, y un cómplice suyo cuyo nombre ignoramos?
—En efecto.
—Gracias —dijo Turnbull con ancha sonrisa—. Nada más.
Y se volvió hacia Wilson, cuyo semblante había sido un estudio de malhumorada obstinación durante todo el interrogatorio.
—Se lo dejo a su disposición —le dijo.
Wilson se levantó con gesto enérgico y se dirigió a grandes zancadas hacia la silla del testigo, a quien preguntó en tono beligerante:
—¿Dice usted llamarse Henry Jenkins?
—Sí.
—Quiere decir que así es como se llama ahora. ¿Cómo se llamaba antes?
—¿Antes? —la voz que emanaba de aquel gotear de sangre tenía el acento de la sorpresa—. ¿Antes de qué? Wilson frunció el ceño.
—No se haga el ignorante —dijo vivamente—. Antes de haber fallecido, por supuesto.
—¡Protesto! —Turnbull estaba de pie, mirando furioso a Wilson—. ¡El abogado defensor no tiene ningún derecho a hablar de un hipotético fallecimiento de mi cliente!
Gimbel levantó la mano con aire fatigado, cortando las palabras que-se formaban en los labios de Wilson.
—Se acepta la protesta —dijo—. No se ha presentado ninguna prueba que identifique al demandante con el buscador de oro a quien mataron en 1850... ni con persona alguna.
Los labios de Wilson se torcieron en una mueca agria. El abogado continuó en tono más bajo:
—Dice usted, señor Jenkins, que ha ocupado Harley Hall por espacio de noventa años.
—Se cumplirán el mes que viene. El Hall no lo construyeron (en su forma actual al menos) hasta 1876, pero yo ya ocupaba la casa que se levantaba anteriormente en aquel lugar.
—¿Qué hacía antes?
—¿Antes? —La voz hizo una pausa; luego dijo en tono dubitativo—: No lo recuerdo.
—¡Está bajo juramento! —estalló Wilson. La voz cobró firmeza.
—Noventa años son mucho tiempo —afirmó—. No me acuerdo.
—Veamos si le refresco la memoria. ¿Es cierto que hace noventa años, el mismo año en que, según sostiene, usted empezó a ocupar Harley Hall, Hank Jenkins murió en un duelo con armas de fuego?
—Si usted lo dice, puede ser cierto. No lo recuerdo.
—¿Recuerda que el tiroteo tuvo lugar a unos quince metros del emplazamiento actual de Harley Hall?
—Es posible.
—Pues bien —tronó Wilson—, ¿no es una realidad que cuando Hank Jenkins murió de muerte violenta cobró existencia su fantasma? ¿No es cierto que entonces quedó sentenciado a frecuentar, por toda la eternidad el lugar donde lo habían matado?
La voz respondió sin alterarse:
—No tengo ninguna prueba de lo que dice.
—¿Niega, pues, que es muy sabido por toda aquella comarca que el espíritu de Hank Jenkins frecuenta Harley Hall?
—¡Protesto! —gritó Turnbull—. La opinión popular no constituye prueba.
—Aceptada la protesta. Borre la pregunta del sumario. Wilson estaba asqueado; perdía el control.
—El perjurio es un delito criminal. Señor Jenkins, ¿niega usted ser el espíritu de Hank Jenkins?
—Pues sí, ciertamente.
—Usted es un espíritu, ¿verdad? Se oyó una voz seca y severa:
—Soy una entidad del plano astral.
—Eso, creo, es lo que llaman un espíritu, o fantasma, ¿no?
—Yo no puedo impedir que lo llamen así o asá. He oído que a usted le llamaban muchas cosas. ¿Es eso una prueba?
El público estalló en carcajadas. Gimbel golpeó la mesa con el mazo, diciendo:
—El testigo se limitará a responder a las preguntas.
—A pesar de lo que dice —bramó Wilson—, es cierto, ¿verdad?, que usted no es sino el espíritu de un hombre que pereció de muerte violenta.
La voz que salía del chorro de sangre replicó:
—Repito que soy una entidad del plano astral. No me doy cuenta de si he sido nunca un ser humano.
El abogado se volvió hacia el tribunal con semblante desesperado.
—Su Señoría —dijo—, le pido que ordene al testigo que deje esta especie de juego del escondite verbal. Es perfectamente evidente que el testigo es un espíritu; por lo cual, ipso facto, es la reliquia de un ser humano. Las pruebas circunstanciales indican claramente que es el espectro del tal Hank Jenkins, asesinado en 1850. Aunque el detalle en sí no importa. Lo seguro y concreto es que es el espectro de alguien que falleció, y, por ende, ¡no puede prestar declaración! ¡Pido que borren su declaración del sumario!
Turnbull replicó inmediatamente.
—¿Querrá explicar en qué se funda el abogado del demandado para calificar a mi cliente de fantasma... a pesar de la repetida declaración de éste de que es una entidad del plano astral? ¿Cuál es la definición legal de un fantasma?
El juez Cimbel sonrió y dijo:
—El abogado del demandado continuará el interrogatorio.
El semblante de Wilson adquirió un color morado oscuro. Después de secarse la frente con un pañuelo de hierbas, miró el incesante, siseante gotear de sangre.
—Sea lo que fuere usted —dijo—, responda a esta pregunta: ¿Puede pasar a través de una pared?
—Sí, ciertamente —había un acento claro de sorpresa en la voz que emergía de la nada—. Pero no es tan fácil como algunos se figuran. Exige muchísimo esfuerzo.
—No importa. ¿Puede atravesar?
—Sí.
—¿Se le podría impedir que lo hiciera, por algún medio físico? ¿Se le podría sujetar con unas esposas? ¿O con cadenas, paredes de cárcel, o con un cofre de acero cerrado herméticamente?
Jenkins no tuvo ocasión de contestar. Oliendo peligro, Turnbull atajó inmediatamente:
—Protesto contra este curso del interrogatorio. No hace al caso.
—Al contrario —gritó Wilson con voz sonora—, ¡tiene muchísimo que ver con la capacidad del llamado Henry Jenkins para actuar como testigo! Pido que conteste la pregunta.
El juez Cimbel dijo:
—Rechazada la protesta. El testigo responderá a la pregunta.
La voz de la silla replicó en tono altivo:
—No tengo inconveniente en contestar. Los obstáculos físicos no representan nada para mí, en ningún sentido.
El abogado del demandado se irguió con aire de triunfo.
—Muy bien —dijo, profundamente satisfecho—. Muy bien —luego, dirigiéndose al juez, con palabra viva y rápida continuó—: Sostengo, Señoría, que el llamado Henry Jenkins no tiene capacidad legal para prestar testimonio en un juzgado. Evidentemente, comprender el valor del juramento sirve de poco si violar ese juramento no puede acarrear ningún castigo. Las declaraciones de un hombre que puede cometer perjurio sin que le .pase nada no tienen ningún valor. ¡Pido que sean borradas del sumario!
Turnbull se plantó ante la mesa del juez en dos zancadas.
—Había previsto el argumento, Señoría —se apresuró a interponer—. Por la misma naturaleza del caso, no obstante, se ve muy bien que existen medios para entorpecer los movimientos de mi cliente: hechizos, estrellas de cinco puntas, talismanes, amuletos, Círculos de Exclusión..., ¡y qué sé yo! Tengo aquí (y estoy dispuesto a entregarla al alguacil del tribunal) una lista de los diversos métodos para confinar a una entidad astral dentro de un espacio muy reducido por períodos que pueden variar desde unos momentos hasta toda la eternidad. Además, deme también una fianza de cinco mil dólares, antes de que comenzara el juicio, que estoy dispuesto a perder si mi cliente fuese encerrado y se fugara, en caso de ser aliado culpable de un mal comportamiento como testigo.
La faz de Cimbel, que había mostrado por un segundo una expresión de alarma, se despejó poco a poco. Con un movimiento afirmativo, dijo:
—El tribunal acepta la explicación del abogado del demandante. Parece no caber duda de que al demandante se le puede castigar por toda declaración falsa que haga; por lo cual, la moción de la defensa no ha lugar.
Wilson estaba encolerizado, pero levantó los hombros.
—Muy bien —dijo—. He terminado.
—Puede bajar del estrado, señor Jenkins —indicó Cimbel, y siguió, fascinado, con la mirada la columna chorreante que se levantó y flotó por el aire, cruzando la sala, recorriendo el pasillo y saliendo al exterior.
Turnbull se acercó de nuevo a la mesa del tribunal, y dijo:
—Desearía presentar como pruebas estas notas, el diario del difunto Zebulon Harley. Se lo regaló a mi cliente el mismo Harley el otoño pasado. Llamo particularmente la atención sobre la nota" del seis de abril de mil novecientos diecisiete, en la que menciona la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, y anota los resultados de once partidas de «pinacle» jugadas con un personaje al que denomina el «Viejo Hank». Con la venia de la sala, leeré lo escrito en dicho día, y también algunas otras anotaciones a lo largo de los cuatro años siguientes. Tengan la bondad de fijarse en las alusiones a un ser al que da indistintamente los apelativos de «Jenkins», «Hank Jenkins» y (en un párrafo extremadamente significativo) «Viejo Invisible».
Wilson se recocía en silencio durante la pausada lectura del diario de Harley. Tenía el rostro colérico, a pesar de lo cual prestaba gran atención; y apenas terminada la lectura, se puso en pie de un salto.
—Me gustaría saber —adujo—, si el abogado del querellante está en posesión de algún diario posterior a novecientos veinte.
Turnbull movió la cabeza, en un gesto negativo.
—Por lo visto, Harley nunca llevó un diario, salvo durante los cuatro años que éste abarca.
—Entonces pido que el tribunal se niegue a admitirlo. Y por dos razones —Wilson levantó dos dedos para señalar mejor los puntos en cuestión—. En primer lugar, la prueba que se presenta es baladí. Las escasas, vagas e insatisfactorias alusiones-a Jenkins no le describen nunca, en ninguna parte, como lo que es: un fantasma, una entidad astral, o como ustedes quieran llamarlo. En segundo lugar, las pruebas (aun pasando por alto el primer punto) sólo se refieren a los años anteriores al mil novecientos veintiuno. El caso gira exclusivamente sobre la supuesta ocupación de Harley Hall por el supuesto Jenkins durante los veinte años últimos... a partir del mil novecientos veintiuno. Por lo tanto, no cabe duda, la prueba no hace al caso.
Cimbel miró a Turnbull, quien sonrió sosegadamente.
—La referencia al «Viejo Invisible» dista mucho de ser vaga —dijo—. Es una indicación concreta del carácter astral de mi cliente. Además, las pruebas de que existía una amistad entre mi cliente y el difunto Zebulon Harley antes de mil novecientos veintiuno son muy pertinentes, porque es lógico suponer que, una vez establecida tal amistad, continuaría indefinidamente. A menos que, por supuesto, la defensa pueda presentar pruebas en contra.
—Se admite el diario como prueba —decidió el juez
Cimbel.
—No añado nada más —dijo Turnbull.
Hubo un murmullo de conversación en la sala mientras el juez echaba una ojeada al diario y luego lo entregaba al escribano para que lo marcase y lo diera por admitido.
—La defensa puede tomar la palabra —dijo Cimbel. Wilson se levantó. Dirigiéndose al escribano, dijo:
—Russell Joseph Harley.
Pero el joven Harley estaba recalcitrante.
—¡Quiá! —decía, en pie, señalando la silla del testigo—. ¡Eso está todo lleno de sangre! No van a creer que voy a sentarme en ese gran charco de sangre, ¿verdad?
El juez Cimbel se inclinó para ver la silla. El goteo continuo de sangre de la aparición que estuvo prestando testimonio había dejado su huella. Toda la parte delantera de la silla tenía un color pardo fangoso. Cimbel se sorprendió preguntándose cómo se las componía el fantasma para reabastecerse de líquido; pero abandonó el intento.
—Comprendo su actitud —dijo—. Bueno, además, se está haciendo ya un poco tarde. El escribano retirará esta silla del testigo y pondrá otra en su lugar. Declaro el juicio aplazado hasta mañana a las diez de la mañana.
..
III
Russell Harley notó que la espalda del ascensorista del hotel manifestaba repulsión y disgusto, y frunció el ceño. No era un huésped muy bien mirado, lo sabía bien. Pero, sin embargo, se equivocaba al pensar que la causa radicaba en el pestilente hacecillo de hierbas que llevaba colgado del cuello. Su odiosa personalidad tenía mucho que ver con la actitud glacial del personal del hotel y de los demás huéspedes.
Harley se encaminó hacia el bar, ignorando las cabezas que se volvían sorprendidas para seguir la maloliente cola de cometa que se extendía a su paso, y entró en la sala de bebidas —cuero rojo y cromo— buscando con la mirada al abogado Wilson.
Pero al descubrirlo parpadeó atónito. Wilson no estaba solo. Con él, en el tabladillo, había una figura alta, oscura, de espaldas a Harley. Aunque bastaba con la espalda para reconocerla. ¡Nicholls!
Wilson le había visto ya.
—Hola, Harley —saludó, todo sonrisas y afabilidad en presencia del hombre que había de pagarle—. Venga y siéntese. El señor Nicholls ha pasado a verme hace un rato y le he traído acá.
—Hola —dijo Harley malhumorado, y Nicholls le saludó con la cabeza. Los músculos de las mejillas se le movían en una pulsación, y parecía muy nervioso, extrañamente incómodo en presencia de Harley. A pesar de todo, acompañó de un guiño la mirada que le dirigió y su voz tuvo un tono bastante amistoso, aunque altivo, al decir:
—Hola, Harley. ¿Cómo va el juicio?
—Pregúnteselo a él —respondió Harley, señalando con el pulgar a Wilson mientras deslizaba las rodillas bajo la mesa y se sentaba—. El abogado es él. Es quien debe saber estas cosas.
Harley se encogió de hombros y estiró el cuello buscando a la camarera.
—Ah, eso me figuro... ¡Whisky y agua! —Miró a la muchacha con ojo estimativo mientras ella asentía con un gesto y se iba hacia el mostrador. Luego volvió a fijar la atención en Nicholls—. Lo malo es —dijo— que Wilson acaso piense que lo sabe; pero yo pienso que está en Babia.
Wilson arrugó el ceño.
—¿Quiere decir...? —empezó. Pero Nicholls levantó la mano.
—No nos peleemos —dijo—. ¿Y si respondiera a mi pregunta? Yo tengo parte en esto y me interesa saberlo.
¿Cómo va el juicio?
Wilson puso la mejor cara de sinceridad que pudo.
—Francamente, no demasiado bien —contestó—. Me temo que el juez está a favor de la otra parte. Si me hubieran escuchado y hubiesen esperado hasta el nombramiento de otro juez...
—Yo no tenía tiempo para demoras —replicó Nicholls—. Dentro de pocos días debo hallarme en otra parte. En este instante, ya debería estar en camino. ¿Cree que podemos perder el caso?
Harley emitió una carcajada seca. Mientras Wilson le miraba furioso, cogió el vaso de la bandeja de la camarera y lo apuró de un trago. La sonrisa no desapareció de sus labios mientras escuchaba cómo Wilson decía
llanamente:
—Corremos muchísimo peligro, sí.
—¡Hummm! —Nicholls se examinó las uñas con gran interés—. Quizá me equivoqué al elegir abogado.
—Sin duda —Harley hizo seña a la camarera y pidió otro vaso—. ¿Quiere saber qué otra cosa pienso? Pienso que también se equivocó al escoger al cliente, o, dicho letra por letra, al t-í-t-e-r-e. Ya estoy harto de este asunto. Esa porquería que llevo al cuello huele mal. A fin de cuentas, ¿cómo sé si sirve de algo? Por todo lo que veo, simplemente, huele mal, y nada más.
—Sirve —aseguró con laconismo Nicholls—. No le aconsejaría que se lo quitara. El difunto Hank Jenkins no es un espíritu muy fuerte (de lo contrario le despedazaría a usted y se comería esas hierbas para postre), Pero sin la protección de lo que lleva atado al cuello, desde el preciso instante en que Jenkins se enterase de que ya se lo había quitado, sufriría usted sobrados tormentos. —Dejó el vaso de vino tinto que había estado olfateando, sin beberlo, y miró fijamente a Wilson—. Yo he puesto el dinero en este asunto —dijo—. Confiaba que usted sabría encargarse del aspecto judicial del mismo. Ahora veo que tendré que hacer algo más. Escúcheme atentamente, porque no tengo intención de repetir mis palabras. El caso puede enfocarse desde un ángulo que se le ha pasado por alto a su perspicacia legal. Jenkins dice ser una entidad astral, e indudablemente lo es. Veamos pues, en lugar de querer demostrar que es un fantasma y, legalmente, un difunto, por lo cual no . posee las condiciones necesarias para prestar testimonio, que es lo que ha hecho usted en todo momento, supongamos que lo enfocara así...
Y siguió hablando aprisa y muy atinado.
Cuando se separó de ellos un rato después, Wilson acompañó a Harley hasta su cuarto y lo echó sobre la cama, sintiéndose dichoso por primera vez desde hacía varios días.
Russell Joseph Harley, nervioso y un poco fastidiado por la resaca del licor, fue llamado al estrado como primer testigo en su propio favor. Wilson le preguntó:
—¿Cuál es su nombre?
—Russell Joseph Harley.
—¿Es sobrino del difunto Zebulon Harley, que le legó la vivienda conocida por Harley Hall?
—Sí.
Wilson se volvió hacia el juez.
—Presento como prueba esta copia del testamento del difunto Zebulon Harley. Todos sus bienes los deja al que es sobrino suyo y único pariente vivo.
Turnbull puntualizó desde su mesa.
—El demandante no discute en modo alguno los derechos del demandado sobre Harley Hall.
Wilson continuó:
—¿No es cierto que usted pasó parte de su infancia! en Harley Hall y lo visitó alguna vez siendo ya hombre adulto?
—Si.
—¿Se le apareció alguna vez algo que tuviera el aspecto de espíritu, espectro o entidad astral, en Harley Hall?
—No. Lo recordaría.
—¿Le habló alguna vez su difunto tío de apariciones de esta índole?
—¿Mi tío? No.
—Nada más.
Turnbull se puso en pie para preguntar a su vez:
—Señor Harley, ¿cuál fue la última vez que vio a su tío, antes de que falleciera?
—El año mil novecientos treinta y ocho. En septiembre..., no recuerdo bien la fecha..., sería el diez o el once del mes.
—¿Cuánto tiempo pasó con él?
Harley se sonrojó hasta un punto inexplicable.
—Ah, sólo un día —dijo.
—Y anteriormente, ¿cuándo le vio?
—Pues, no le había visto desde que era muy joven. Mis padres se trasladaron a Pensilvania en mil novecientos veinte.
—Y desde entonces (exceptuando esa visita de un solo día en mil novecientos treinta y ocho), ¿tuvo algún contacto con su tío?
—No, creo que no. Era un hombre un poco raro.., un solitario. Un poco alcohólico, me figuro,
—Bueno, es usted un sobrino cariñoso. Pero en vista de lo que acaba de explicar, ¿le sorprende que su tío no le hablase nunca de Jenkins? No tuvo muchas ocasiones, ¿verdad que no?
—Tuvo una en mil novecientos treinta y ocho —replicó Harley en tono retador.
Turnbull levantó los hombros y dijo:
—He terminado.
Cimbel empezaba a poner cara de aburrimiento. Se prometía algo más parecido a unos fuegos artificiales.
—¿Tiene otros testigos la defensa? —preguntó. Wilson sonrió torvamente.
—Sí, Señoría —contestó. Era su gran momento, y volvió a sonreír mientras decía amablemente—: Me gusta ría llamar al estrado al señor Henry Jenkins.
En el pesado silencio que se produjo, el juez Cimbel Preguntó, echándose hacia delante:
—¿Quiere decir que desea llamar al querellante como testigo de la defensa?
—Sí, Señoría —respondió con voz muy serena. Cimbel hizo una mueca.
—Llame a Henry Jenkins —le dijo al escribano, con acento fatigado, desplomándose de nuevo en el sillón.
Turnbull parecía alarmado. Se mordía el labio, tratando de decidir si debía oponerse a tan asombroso proceder, pero acabó levantando los hombros, mientras el escribano voceaba el nombre del fantasma.
Luego echó a correr por el pasillo y cruzó la puerta. Se oyó su voz en la antesala, y en seguida regresó, más pausadamente, seguido del goteo de sangre: Pat. JISS. Pat. JISS...
—Un momento —dijo Cimbel, despertando de la modorra—. No me opongo a que preste declaración, señor Jenkins, pero el Estado no habría de verse sometido al gasto innecesario de tener que tapizar la silla del testigo cada vez que usted la ocupa. Alguacil, busque una alfombra o algo que se pueda colocar sobre la silla antes de tomar juramento al señor Jenkins.
Trajeron, pues, a toda prisa un lienzo alquitranado y lo colocaron sobre la silla. Jenkins se materializó e] tiempo suficiente para prestar juramento, y luego se sentó.
—Explíqueme, señor Jenkins —pidió Wilson—, ¿cuántas «entidades astrales» (que creo es la denominación que se da a sí mismo) existen?
—No tengo manera de saberlo. Millones y millones.
—En otras palabras, ¿tantas como seres humanos que murieron de muerte violenta?
Turnbull se puso en pie con repentina agitación; pero el fantasma sorteó limpiamente el cepo.
—No lo sé. Sólo sé que son miles de millones. La sonrisa perduraba sin empañarse.
—Y todos esos millones y millones nos rodean continuamente, por todas partes, sólo que permanecen invisibles. ¿No es así?
—Oh, no. Muy pocos permanecen en la Tierra. Y de estos pocos, poquísimos tienen algo que ver con los hombres. Para nosotros, la mayoría de seres humanos: resultan muy molestos.
—Bien, ¿cuántos diría usted que hay en la Tierra? ¿Cien mil?
—Quizá más. Pero la cifra es bastante acertada. Turnbull interrumpió súbitamente.
—Me gustaría saber el significado de estas preguntas. Protesto contra este curso del interrogatorio nada pertinente al caso.
Wilson era un portento en dignidad legalista. Y replicó:
—Estoy tratando de elucidar unos factores de gran valor, Señoría. Esto puede cambiar el carácter entero del caso. Le pido que tenga unos momentos de paciencia.
—El abogado defensor puede continuar —dijo secamente Cimbel.
Wilson enseñó los caninos en una sonrisa. Y volvió a dirigirse al goteo sanguinolento que tenía delante.
—Bien, pues, lo que sostiene su abogado es que el difunto señor Harley permitió que una «entidad astral» ocupara su hogar durante veinte años o más, con su conocimiento y consentimiento plenos. A mí el hecho se me antoja completamente improbable, pero supongamos por un momento que ocurrió así...
—¡Ciertamente! Es la verdad.
—Entonces, dígame, señor Jenkins, ¿tiene usted dedos?
—¿Si tengo qué...?
—Me ha oído muy bien —espetó Wilson—. ¿Tiene dedos, dedos de carne y hueso, capaces de dejar huella?
—No. Yo...
Wilson se lanzó más resueltamente:
—¿O tiene una fotografía de usted, o muestras de su caligrafía... o alguna forma de identificación material? ¿Tiene alguna de esas cosas?
La voz sonó claramente querellosa:
—¿Qué quiere decir?
La voz de Wilson, en cambio, se tornó áspera, amenazadora.
—Quiero decir si puede demostrar que la entidad astral que se supone ha habitado la casa de Zebulon Harley es usted precisamente. ¿Era usted... o era otro de esos centenares de miles de cosas intangibles, desconocidas, sin fisonomía, sin rostro que, según usted ha declarado, vagan por toda la faz de la Tierra, errando por donde les viene en gana, sin que ni rejas ni cerraduras puedan detenerlas? ¿Puede demostrar que es un ser determinado, particular?
—¡Señoría! —la voz -de Turnbull fue más bien un alarido, cuando el abogado logró ponerse en pie por fin—. ¡La identidad de mi cliente no ha sido puesta en duda en ningún momento!
—¡Pues ahora la ponemos! —rugió Wilson—. El abogado de la parte contraria ha presentado a un personaje al que llama «Henry Jenkins». ¿Quién es ese Jenkins? ¿Qué es? ¿Es siquiera un solo individuo... o una asociación organizada de estas misteriosas «entidades astrales» que hemos de creer que están por todas partes, pero a las que nunca vemos? Y si es un individuo, ¿es el que se pretende? ¿Y cómo podemos saberlo, aunque él lo afirme? Que presente pruebas: fotografías, partida de nacimiento, huellas digitales. Que traiga un testigo identificador que haya conocido a ambos espectros y esté dispuesto a jurar que los dos son uno y el mismo. Sin este requisito, ¡no hay caso! ¡Señoría, pido que el tribunal pronuncie sentencia inmediatamente en favor del demandado!
El juez Cimbel miró fijamente a Turnbull.
—¿Tiene algo que decir? —le preguntó—. El argumento de la defensa parece muy razonable. Si no puede presentar pruebas de alguna clase sobre la identidad de su cliente, no tengo otra alternativa que fallar por la defensa.
Por un momento, la sala quedó en el más completo silencio. Wilson triunfante, Turnbull furioso y fracasado.
¿Cómo se podía identificar a un fantasma?
Pero entonces llegó una tranquila y regocijada voz desde la silla del testigo.
—Esto ya dura demasiado —dijo, dominando el siseo y chapoteo de su propia sangre—. Creo que podré presentar una prueba que dejará satisfecho al tribunal.
El rostro de Wilson cayó con la velocidad de un as- a censor rápido. Turnbull contenía el aliento, temiendo dar paso a la esperanza.
El juez Cimbel le recordó:
—Está bajo juramento. Continúe. No se oyó ningún otro sonido en la sala mientras la voz proseguía:
—El señor Harley, aquí presente, se ha referido a una visita que hizo a su tío en mil novecientos treinta y ocho. Yo puedo dar fe de ello. Pasaron una noche y un día juntos. No estaban solos. Yo estaba allí.
Nadie miraba a Russell Harley; si lo hubieran hecho j habrían visto la repentina palidez de enfermo que cubría su rostro.
La voz continuó, implacable:
—Quizá no debí escuchar a escondidas como lo hice, aunque, de todos modos, el viejo Zeb nunca tuvo secretos para mí. Escuché, pues, lo que decían. A la
sazón, el joven Harley trabajaba en un Banco de Filadelfia. Era su primer empleo importante. Necesitaba dinero, y lo necesitaba urgentemente. Había un desfalco en su departamento. Una mujer llamada Sally...
—¡Cállese! —chilló Wilson—. Esto no tiene nada que ver con las pruebas de su identificación. ¡No se aparte de la cuestión!
Pero Turnbull había empezado a comprender, y también gritaba, casi demasiado excitado para expresarse de un modo coherente:
—Señoría, debe permitir que mi cliente hable. Si demuestra estar enterado de una conversación privada entre el difunto señor Harley y el demandado, habría de considerarse prueba definitiva de que gozaba de la confianza del difunto señor Harley, ¡con lo cual queda demostrado que no es otro que la entidad astral que ha ocupado Harley Hall durante tanto tiempo!
Cimbel dio unos enérgicos cabezazos.
—Permítaseme recordar al abogado del demandado que se trata del testigo solicitado por él mismo. Siga, señor Jenkins.
La voz empezó de nuevo:
—Como iba diciendo, la mujer se llamaba...
—¡Cállese, maldito sea! —chilló Harley. Poniéndose en pie de un salto, se volvió hacia el juez con expresión implorante—. ¡Está deformando lo sucedido! ¡Mándele que se calle! Sí, claro, yo sabía que mi tío tenía un fantasma. Y es éste, de acuerdo, ¡maldita sea su alma negra! Puede quedarse con la casa, si quiere; yo me marcharé. ¡Me marcharé de este maldito Estado!
Entonces se puso a balbucear incoherencias y se volvió rápidamente. Sólo la intervención de un agente de la autoridad impidió que huyera de la sala. Cuando el público hubo retornado, o casi, a la normalidad, el Juez Cimbel, sudoroso y molesto, dijo:
—Por lo que a mí respecta, la identificación del testigo es completa. ¿Tiene alguna otra prueba que presentar !a defensa?
Wilson levantó los hombros malhumorado.
—No, Señoría..
—¿Y el abogado del demandante?
—Nada, Señoría. Lo doy por terminado. Cimbel se rastrilló el escaso cabello con la mano y parpadeó.
—En tal caso —dijo—, fallo en favor del demandante. Ordeno, pues, que el demandado, Russell Joseph Harley, deberá evacuar del lugar de autos todo hechizo, estrella de cinco puntas, talismán u otro medio de exorcismo empleado; que deberá desistir de realizar intento alguno, sea de la naturaleza que fuere, para expulsar en el futuro al ocupante; y que a Henry Jenkins, el demandante, se le permitirá el pleno uso y la ilimitada ocupación del lugar conocido por Harley Hall por todo el tiempo que dure su... humm... existencia natural —a continuación dio un mazazo—. El juicio ha terminado.
—No lo tome tan a pecho —dijo una voz benigna detrás de Russell Harley. Este giró, arisco, sobre sus talones. Nicholls subía por la calle tras él, y Wilson iba a la zaga de Nicholls.
—Han perdido el caso —dijo Nicholls—, pero siguen con vida. Permitan que les invite a beber. Ahí, quizá.
Y les empujó hacia un bar coquetón y les hizo sentar sin darles tiempo para expresar una protesta.
—Dispongo de unos minutos —dijo—. Luego me tendré que marchar definitivamente. Es un asunto urgente.
Llamó a un camarero y pidió para todos. Luego miró al joven Harley y sonrió gozosamente al mismo tiempo que dejaba caer un billete sobre la mesa para pagar la cuenta.
—Harley —dijo—, yo tengo un lema que usted debería recordar en ocasiones como la presente. Se lo ofrezco, si lo acepta.
—¿Cuál es?
—«Lo peor todavía ha de llegar.» Harley enseñó los dientes en una mueca de rabia y no dijo nada. Wilson replicó:
—Lo que me choca es que no vinieran a vernos antes del juicio con esos informes sobre este encantador e ilícito cliente que usted me suministró. Habríamos tenido que resolver la cuestión fuera del juzgado.
Nicholls respondió, encogiéndose de hombros:
—Tenían sus razones. Al fin y al cabo, un caso más o un caso menos de exorcismo no importa. En cambio, los juicios sientan precedentes. Usted es abogado, Wilson, ¿no comprende qué quiero decir?
—¿Precedentes? —Wilson le miró boquiabierto por un momento; luego abrió exageradamente los ojos.
—Ya veo que me comprende. —Nicholls hizo un gesto afirmativo—. A partir de ahora, en este Estado (y en iodos los de la nación, por obra y gracia de la cláusula de «total es buena fe y asenso» de la Constitución) ¡un fantasma tiene derecho, legal, a frecuentar una casa!
—¡Santo Dios! —exclamó Wilson. Y se puso a reír, no a grandes carcajadas, pero sí desde el fondo de su pecho. Harley miraba fijamente a Nicholls.
—Dígame de una vez y sin rodeos —susurró—, ¿qué papel representa usted en todo esto? Nicholls volvió a sonreír.
—Medítelo un rato —respondió en tono ligero— y empezará a entenderlo. —Olisqueó el vino una vez más, dejó el vaso sobre la mesa, cuidadosamente...
Y se esfumó.
FIN

EL JARDÍN DEL TIEMPO --- J. G. BALLARD

EL JARDÍN DEL TIEMPO

J. G. BALI.ARD


Al atardecer, cuando la gran sombra de la villa alcanzaba la terraza, el conde Axel abandonó su biblioteca y bajó los anchos escalones de estilo rococó que conducían hacia las flores del tiempo. Una figura alta e imperiosa con una chaqueta de terciopelo negro; un alfiler de corbata de oro brillaba bajo su barba a lo Jorge V. En una de sus enguantadas manos mecía ligeramente un bastón. Comenzó a inspeccionar las exquisitas flores de cristal, sin emoción, mientras escuchaba los sonidos del clavicordio de su esposa, que estaba tocando un rondó de Mozart en la sala de música. Los ecos de la melodía vibraban a través de los translúcidos pétalos.

El jardín de la villa se extendía unos doscientos metros bajo la terraza, llegando hasta un lago en miniatura cruzado por un puente blanco que conducía a un menudo pabellón en la orilla opuesta. Axel nunca se aventuraba más allá del lago. La mayor parte de las flores del tiempo crecían en un pequeño arriate justamente bajo la terraza, amparadas por el alto muro que circundaba la finca. Desde la terraza, el conde podía ver por encima del muro la llanura que había más allá; una eran extensión de terreno abierto que avanzaba en ondulaciones hasta el horizonte, donde ascendía suavemente antes de perderse de vista. La llanura rodeaba la casa por todas partes, y su monótono vacío acentuaba la soledad y la suave magnificencia de la villa. Aquí, en el jardín, el aire parecía más brillante y el sol más cálido, mientras que en la llanura estaba siempre pálido y remoto.

Como de costumbre, antes de empezar su usual paseo vespertino, el conde Axel miró a lo largo de la llanura hasta la última elevación, donde el horizonte estaba iluminado como un escenario por los rayos del sol vespertino.

Cuando las delicadas y armoniosas notas de Mozart llegaban a él procedentes de las graciosas manos de su esposa, vio que las primeras filas de un enorme ejército se movían lentamente en el horizonte. A primera vista le pareció que avanzaban ordenadamente, pero en una inspección más detallada pudo comprobar que el ejército estaba formado por un vasto y confuso tropel de gente hombres y mujeres entremezclados con unos cuantos soldados de raídos uniformes, y todos ellos avanzando como una marea humana. Algunos lo hacían dificultosamente, bajo pasadas cargas suspendidas de toscos yugos que rodeaban sus cuellos; otros luchaban con toscas carretas de madera, ayudando con sus manos el girar de las ruedas. Solo unos cuantos caminaban libres, pero todos avanzaban al mismo paso, recortándose sus figuras a la luz del huidizo sol.

La multitud estaba casi demasiado lejos para ser visible; sin embargo, Axel siguió observando, con expresión fría y vigilante, hasta que se hizo claramente perceptible la vanguardia de un inmenso populacho. Por último, cuando la luz del día comenzó a desvanecerse, la multitud alcanzo la cresta de la primera ondulación bajo el horizonte; entonces, Axel abandonó la terraza y descendió a pasear entre las flores del tiempo.

Las flores crecían a una altura de dos metros; sus delgados tallos, como varillas de cristal, sostenían una docena de hojas. Al extremo de cada tallo estaba la flor del tiempo, del tamaño de una copa. Los opacos pétalos exteriores guardaban su corazón de cristal. Su brillantez diamantina presentaba mil facetas. Al ser movidas ligeramente por la brisa vespertina, refulgían como lanzas de fuego.

Muchos de los tallos habían perdido su flor, y Axel los examinaba cuidadosamente, con un destello de esperanza en los ojos en su búsqueda de algún nuevo brote.

Por último, seleccionó una gran flor de un tallo cercano al muro, se quitó los guantes y la arrancó con sus fuertes dedos.

Cuando llevaban la flor a la terraza esta comenzó a centellear y a deshacerse, y la luz procedente del corazón fue desvaneciéndose. Lentamente, el cristal también empezó a disolverse, y solo los pétalos de alrededor permanecían intactos. El aire que rodeaba a Axel se tomó brillante y vívido. En un instante, la tarde pareció transformarse, alternando sutilmente sus dimensiones de tiempo y espacio. El oscurecido pórtico de la casa quedó despojado de su pátina, y relumbraba con una espectral blancura, como surgido repentinamente de un sueno.

Alzando la cabeza, Axel miró fijamente otra vez por encima del muro. Solo el lejano borde del horizonte estaba iluminado por el sol, y la gran multitud que antes había avanzado casi una cuarta parte del camino de la llanura, había retrocedido ahora basta el horizonte. Todos habían vuelto atrás abruptamente, en una reversión del tiempo, y ahora parecían inmóviles.

La flor, en la mano de Axel, se había contraído hasta adquirir el tamaño de un dedal de cristal. Los pétalos estaban crispados alrededor del desvanecido corazón. Un desmayado centelleo tembló por un instante desde el centro y se extinguió rápidamente; entonces, Axel sintió derretirse la flor como una gota de rocío en su mano.

El crepúsculo se cerraba alrededor de la casa, extendiendo sus grandes sombras sobre la llanura, fusionando el horizonte con el cielo. El clavicordio estaba silencioso y las flores del tiempo no reflejaban su música, ahora inmóviles, formando parte del bosque embalsamando.

Durante unos minutos Axel las miró, contando las flores que aún quedaban; después saludó a su esposa, que cruzaba la terraza arrastrando el borde de su vestido de noche, de brocado, por las baldosas.

- Qué hermoso atardecer, Axel - habló la mujer, conmovida como si fuesen obra de su marido las ornamentales sombras y el nítido aire.

Su rostro era sereno e inteligente; llevaba el pelo recogido por detrás con un broche de piedras montadas en plata. El vestido, escotado, revelaba un largo y delgado cuello y una barbilla altanera. Axel la examinaba con profundo orgullo. Le ofreció su brazo y juntos bajaron las escaleras hasta el jardín.

- Uno de los más largos atardeceres de este verano - confirmó Axel, añadiendo -: He arrancado una flor perfecta, querida. Una joya. Con suerte nos servirá para varios días - frunció el entrecejo y miró involuntariamente al muro -. Cada vez parecen estar más cerca.

Su mujer le sonrió alentadoramente y apretó su brazo con efusión. Ambos sabían que el jardín del tiempo estaba muriendo.

* * *

Tres tardes después, como había previsto (aunque más pronto de lo que esperaba), el conde Axel arrancó otra flor del jardín del tiempo.

Cuando aquel día miró por encima del muro, la chusma había alcanzado la mitad de la llanura, extendiéndose como una masa ininterrumpida. Creyó oír murmullos de voces traídos por el aire, un hosco ronroneo pleno de lamentos y gritos. Afortunadamente, su mujer estaba ante el clavicordio y los maravillosos contrapuntos de una Fuga de Bach se esparcían a través de la terraza, ocultando otros ruidos.

Entre la casa y el horizonte la llanura estaba dividida en cuatro grandes declives, y la cresta de cada uno de ellos era visible en la declinante luz. Axel se había prometido a sí mismo que nunca los contaría, pero el número era demasiado pequeño para pasar inadvertido, particularmente porque servían de referencia en el avance del ejército.

Ahora la avanzadilla había traspasado la primera cresta e iba camino de la segunda, y el grueso de la multitud presionaba detrás de los primeros. Mirando a izquierda y derecha de aquel compacto grupo, Axel pudo apreciar la ilimitada extensión del mismo. Lo que al principio pudo creer que formaba el cuerpo total de la masa no eran sino las avanzadillas. El verdadero centro no era visible todavía y Axel estimaba que cuando este, por fin, alcanzara la llanura no quedaría un palmo de terreno sin hollar.

Intentaba ver algunos vehículos o máquinas pero todo aquello era una maraña amorfa y sin coordinación. No había estandartes, banderas, mascotas ni cortapicas; con la cabeza inclinada, la multitud avanzaba sin tregua.

Repentinamente, las avanzadillas de la chusma aparecieron en lo alto de la segunda cresta y avanzaron hormigueando por la llanura. Lo que más asombró a Axel fue la increíble distancia que habían cubierto en tan poco tiempo. Las figuras se veían mucho más grandes que la vez anterior.

Rápidamente, Axel salió de la terraza, seleccionó una flor del tiempo del jardín y la arrancó del tallo. Esta despidió su compacta luz y Axel volvió a la terraza. Cuando la flor se redujo a una perla helada en su mano miró hacia la llanura y vio con alivio que el ejército había retrocedido hasta el horizonte. Entonces advirtió que el horizonte estaba mucho más cerca que cuando arrancó la flor; lo había confundido con la primera cresta.

* * *

Cuando se unió a la condesa en el paseo vespertino no le dijo nada de lo sucedido, pero ella se dio cuenta de su desconcierto e hizo todo lo posible para disipar su preocupación.

Mientras bajaban los escalones, la condesa señaló al jardín del tiempo.

- ¡Qué maravilloso panorama, Axel! ¡Hay tantas flores todavía!

Axel asintió, sonriendo interiormente ante la tentativa de su mujer para tranquilizarle. La entonación con que ella había pronunciado la palabra «todavía» revelaba su propio conocimiento del próximo fin. De hecho, restaba una escasa docena de flores de los cientos que habían crecido en el jardín, y en su mayor parte eran tan solo capullos. Solamente tres o cuatro habían alcanzado la plenitud. Cuando caminaban hacia el lago, Axel trataba de decidir si debía arrancar primero las flores desarrolladas o dejarlas para el final. Estrictamente, sería mejor dar tiempo suficiente para que los capullos creciesen y madurasen, y este beneficio se perdería si retenía las flores formadas hasta el final, como deseaba hacer para la última acción defensiva. Se dio cuenta, empero, que en cualquier caso era lo mismo; el jardín moriría pronto y las pequeñas flores requerían más tiempo para crecer que él podía otorgarles.

Cruzando el lago, él y su esposa miraron sus cuerpos reflejados en las oscuras aguas. Amparado por el «pavillon» por un lado y el muro por el otro, Axel se sentía tranquilo y seguro, y la llanura, con su alborotada multitud, parecía una pesadilla de la cual había despertado felizmente. Puso un brazo alrededor del suave talle de su esposa y la atrajo hacia sí cariñosamente, dándose cuenta de que no la había abrazado desde hacía años, aunque sus vidas habían sido eternas, y podía recordar, como si fuera ayer, cuando la trajo a vivir en la villa.

- Axel - le preguntó su mujer, con repentina seriedad -. Antes que el jardín muera..., ¿puedo arrancar yo la última flor?

Entendiendo su petición, él asintió lentamente con la cabeza.

* * *

Una por una, durante los dos atardeceres siguientes, Axel arrancó las flores que quedaban, dejando tan solo un pequeño capullo que crecía justamente bajo la terraza, destinado a su esposa.

Había cogido las flores al azar, rehusando contarlas o racionarías y arrancando dos o tres capullos a la vez cuando era necesario. La horda había alcanzado la segunda y tercera cresta; nublaba el horizonte. Desde la terraza, Axel podía ver con claridad la revuelta turba bajando por la depresión hacia la cresta final, y de cuando en cuando los sonidos de sus voces llegaban hasta él mezclados con gritos de cólera y chasquidos de látigos. Las carretas de madera daban tumbos por todos los lados sobre sus ruedas y los conductores luchaban por controlarlas. Por lo que podía distinguir Axel, ni un solo miembro de la multitud estaba enterado de la dirección que llevaban. Más bien cada uno avanzaba ciegamente sobre el terreno, pisando los talones a la persona que iba delante. Sin motivo que aducir, Axel tenía la vaga esperanza de que el verdadero núcleo, bajo el lejano horizonte, pudiera cambiar de dirección y la multitud alterase su curso gradualmente, desviándose de la villa, y retrocediera en la llanura como una resaca en el mar.

En el penúltimo atardecer, cuando arrancó la flor del tiempo, la avanzadilla de la chusma había alcanzado la tercera cresta y pasaba hormigueante ante ella. Mientras esperaba a la condesa, Axel miró las dos florecitas que quedaban; solo conseguirían hacerles retroceder un corto trecho en el próximo atardecer. Los tallos de cristal a los que arrancó las flores se alzaban en el aire, pero todo el jardín había perdido su lozanía.

* * *

Axel pasó la mañana siguiente tranquilamente en su biblioteca, encerrando sus manuscritos más raros en las cámaras de cristal situadas en las galerías. Caminó lentamente ante los retratos, puliendo cada uno de los cuadros cuidadosamente; después, puso las cosas en orden en su escritorio y cerró la puerta tras él. Durante la tarde halló trabajo en la sala, ayudando a su esposa que limpiaba sus ornamentos y ponía en orden los jarrones y bustos.

Al atardecer, cuando el sol declinaba por detrás de la casa, ambos estaban cansados y polvorientos y no habían cruzado la palabra en todo el día. Cuando su mujer se dirigía a la sala de música, la llamó.

- Esta noche cogeremos las flores juntos, querida - anunció lentamente -. Una para cada uno.

Lanzó una ojeada por encima del muro. Pudo oír a unos seiscientos metros el rugir de la chusma avanzando hacia la casa.

Rápidamente, Axel arrancó su flor, un capullo no mayor que un zafiro. A medida que este iba perdiendo su luz, el tumulto de afuera pareció ceder momentáneamente; después, comenzó de nuevo.

Cerrando sus oídos al clamor, Axel dirigió la vista hacia la villa, contando las seis columnas del pórtico; después, se fijó en la plateada superficie del lago que reflejaba la última luz del atardecer, y en las sombras que se cruzaban entre los árboles y se extendían por el crespo césped. Axel se detuvo sobre el puente donde él y su mujer habían visto sucederse, cogidos del brazo, tantos y tantos veranos.

-¡Axel!

Afuera, el tumulto se hacía ensordecedor; mil voces bramaban a veinte metros escasos de allí. Una piedra cruzó por encima de la valla y cayó en el jardín del tiempo, rompiendo algunos de los vítreos tallos. La condesa corrió hacia él cuando una nueva oleada retumbó a lo largo del muro. Después, una pesada baldosa cruzó por encima de sus cabezas y se estrelló en una de las ventanas del invernadero.

-¡Axel!

La rodeó con sus brazos, ajustándose la corbata que ella había ladeado con su hombro.

-¡Rápido, querida, la última flor!

La condujo al jardín. La condesa tomó el tallo, arrancó la flor limpiamente y la protegió entre las palmas de sus manos.

Por un momento el tumulto desmayó y Axel recobró su sangre fría. Al vívido centelleo de la flor vio el blanquecino rostro y los asustados ojos de su mujer.

- Retenla todo lo que puedas, querida, hasta que muera la última de sus fibras.

Permanecieron juntos en la terraza. De pronto, el griterío de afuera aumentó. La multitud estaba golpeando la verja de hierro y toda la villa temblaba ante este impacto.

Cuando el último rayo de luz desapareció, la condesa elevó sus manos como si liberase un invisible pájaro; después, en un acceso final de valor, tomó las manos de su esposo con una sonrisa radiante que se desvaneció rápidamente.

-¡Oh Axel!- lloró.

Como una espada, la oscuridad descendió súbitamente sobre ellos.

* * *

Pesadamente, la multitud que había afuera pasó por encima de los residuos del muro que cercaba la finca; acarreaban sus carretas por encima de él y a lo largo de los baches que una vez habían sido primoroso camino. Las ruinas de lo que antes fuera una espaciosa villa eran holladas por una incesante marea humana. El lago estaba seco. En su fondo quedaban troncos de árboles quebrados y el viejo puente deshecho. Brotaban las malas hierbas entre el largo césped de la pradera, cubriendo los senderos.

La mayor parte de la terraza se había derrumbado y casi toda la multitud cruzaba rectamente por el césped, desviándose de la destruida villa; pero uno o dos de los más curiosos treparon y buscaron entre su armazón. Las puertas habían sido sacadas de sus goznes y los suelos estaban agrietados. En la sala de música se veía un viejo clavicordio hecho astillas y algunas de sus teclas aún reposaban entre el polvo. Todos los libros estaban esparcidos por el suelo, fuera de sus estantes, y los lienzos habían sido acuchillados, cubriendo con sus tiras el suelo.

Cuando el cuerpo mayor de la multitud alcanzó la casa cubrió el muro en toda su extensión. Toda la gente junta caminaba a tropezones por el seco lago, por la terraza, y atravesando la casa cruzaban hacia la parte norte. Solo una zona soportaba esta ola sin fin. Justamente bajo la terraza, entre el derruido balcón y el muro, había unos matorrales espinosos de unos dos metros de altura. El punzante follaje formaba una masa impenetrable y la gente pasaba a su alrededor cuidadosamente. Muchos de ellos estaban demasiado ocupados buscando su camino entre las destrozadas losas para mirar el centro de los matorrales espinosos, donde dos estatuas de piedra, una junto a la otra, miraban alrededor desde su zona protegida. La mayor de las dos figuras representaba a un hombre con barba que llevaba una chaqueta de cuello alto y un bastón en una mano. Junto a él había una mujer con un traje de seda. Su rostro era suave y sereno. En su mano derecha sostenía ligeramente una rosa de pétalos tan suaves que casi eran transparentes.

Cuando el sol se puso tras la casa, un rayo de luz pasó a través de una cornisa rota e hirió la rosa y, reflejándose sobre las estatuas, iluminó la piedra gris de tal manera que, por un fugaz momento, esta fue indistinguible de la ya hacía tiempo desvanecida carne de los originales de las estatuas.

FIN
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