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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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jueves, 21 de mayo de 2009

LA VISIÓN DEL EDÉN ---- Howard Fast

LA VISIÓN DEL EDÉN

Howard Fast








Estaban en órbita; el viaje había terminado. Habían cruzado el vacío, habían salvado todos los abismos del tiempo y la imaginación, habían sondeado lo insondable, y habían pasado por los siete círculos del infierno. Estaban cuerdos, aunque habían rozado las fronteras mismas de la locura. Sonreían, aunque habían conocido las simas de la aflicción y las tentaciones del suicidio; y estaban vivos, aunque habían enfrentado las distintas muertes que esperan en el espacio ilimitado.

Habían tenido un miedo y un terror indescriptibles, y ahora podían hablar de ese miedo y de ese terror. Eran siete, tres mujeres y cuatro hombres, y habían vivido cinco años interminables, encerrados en aquella nave estelar. Estaban a muchos años luz de la Tierra; la nave había atravesado las curvas y las trampas extrañas del espacio, alterando y deformando los cálculos y la geometría conocidos por los hombres, y había llegado a la otra orilla del espacio, donde las estrellas se arracimaban como uvas en las vides de otoño. Los siete tripulantes habían cumplido su tarea, habían hecho lo que nadie en la Tierra había hecho hasta entonces. Y ahora estaban en una órbita silenciosa y ondulante, sobre un planeta tan azul, tan verde y tan hermoso como el que habían dejado atrás.

Ahora podían recordar y podían jactarse. Se sentían muy seguros de sí mismos, como era de esperar. Ahora, en el cuarto de oficiales se miraban mutuamente de un cierto modo. Lo habían hecho.

Todas las palabras que podían decirse ahora eran en verdad inútiles. En cinco años se habían dicho todas las palabras, se habían puesto a prueba todas las reacciones, se habían derramado todas las lágrimas. Ahora sólo importaba la realidad actual, el planeta que tenían debajo, bañado por la luz del sol, lavado por el aire, y adornado con ríos, lagos y lagunas. Era la prueba del universo lo habían arriesgado todo para demostrar que la vida no se limitaba al planeta Tierra y el sistema solar, sino que era parte de la lógica del universo. La realidad actual era un planeta poco mayor que la Tierra, quizá de menor densidad, con una atmósfera de nitrógeno y oxígeno respirable, y con agua y vida vegetal en abundancia. Su día era de treinta y dos horas; su año de unos cuatrocientos quince días. Su sol, semejante al que alumbraba la Tierra, y de casi un millón y medio de kilómetros de diámetro, se encontraba en aquel momento a 179.000.921 kilómetros del planeta. Había once planetas en el sistema; pero primeramente tenían que examinar aquel; los otros diez podían esperar.

La nave recorría su órbita en cinco horas y dieciséis minutos, y ya había cumplido ocho revoluciones. Aquella era una reunión final en el cuarto de oficiales donde se discutirían los distintos puntos de vista. Sería una reunión breve y luego descenderían.

Briggs, el piloto y tan capitán como cualquier otro en la nave, miró a todos y dijo:

—Ya no queda mucho de que hablar, a menos que alguien pueda alegar algún motivo para no descender.

—Hay toda clase de motivos —contestó la doctora Frances Rhodes—. Microbios, gérmenes, virus, radiaciones; y ninguno es suficiente. —La doctora sonrió, y en aquel momento pareció hermosa, con el rostro iluminado, como los demás, por el resplandor de la hazaña—. Descenderíamos aunque fuese una colonia de leprosos, ¿no es así?

Hubieran descendido aunque hubiese lava hirviente allá abajo, pues habían soportado todo el confinamiento que es posible soportar, y habían sentido la desnudez vertiginosa del espacio vacío.

—No me preocupan los microbios —dijo Carrington, el agrónomo—. No es miedo a la enfermedad. Ni a la radiaciones. Es otra cosa.

Gene Ling, la segunda piloto, y Premio Nobel, movió la cabeza afirmativamente. Era una china delgada y cortés de San Francisco.

—Sí, otra cosa —dijo—. No hay océanos.

—Ni desiertos —añadió Carrington.

—Ni luces en las ciudades por la noche —dijo Gluckman, el ingeniero.

—Si hay ciudades —dijo McCaffery.

—Las noches son claras con la luz de las estrellas —reflexionó Briggs—. Quizá duerman de noche. Esto tiene que ser diferente. No lo olvidemos.

—Acaso ellos nos vean —dijo Laura Shawn, la bióloga—. ¿Por qué no nos llaman, no nos hacen señales, no suben hasta nosotros?

—¿Ellos?

—Con el telescopio parece el país de las hadas —observó con afectación Phillips, el segundo ingeniero—. No me gusta.

—¿Qué fue de su infancia, Phillips?

—No me gusta.

—¿Armas? —preguntó Gluckman.

—Supongo que sí —dijo Briggs, inquieto—. Armas blancas en todo caso.

—¿En el país de las hadas? —sonrió Laura Shawn.

La conversación no era fácil ni agradable, y Briggs comprendió que si seguía así podía concluir con una nota de histeria. Se asían a la realidad muy débilmente y la reunión era inútil y se hacía demasiado larga.

—Descenderemos —dijo—. Todos a sus puestos.

Los otros sintieron alivio, pues no deseaban seguir hablando. Fueron a sus puestos, y la nave del espacio descendió por su trayectoria electromagnética hasta que los tensores antigravitatorios flotaron a treinta centímetros sobre la superficie del planeta. Los tripulantes abrieron luego las cámaras de aire, y salieron.


El aire era dulce como la miel. Al sol la temperatura era cálida y agradable, y a la sombra había veintidós grados. Habían descendido en una ancha pradera de unos quinientos acres, con un césped verde de dos centímetros y medio de altura, que parecía cuidadosamente recortado. Pero cuando examinaron las briznas, descubrieron que el césped crecía naturalmente. Un arroyo cruzaba la pradera, zigzagueando perezosamente, y a lo largo de sus orillas había un millón de flores rojas, azules, amarillas. Las abejas zumbaban, y en el aire flotaba la fragancia de las flores, y aquí y allá crecía un árbol cargado con frutos dorados o azules. Aguas abajo, a un kilómetro, se alzaba un puente afiligranado.

Habían estado cinco años en la nave, y al principio se contentaron con mirar y respirar. Luego algunos se sentaron en el césped. Todos lloraron un poco, como podía esperarse. Si hubiesen tenido que enfrentar algo peligroso, horroroso, o increíble, hubieran reaccionado de otro modo. Pero aquella belleza y aquella paz eran casi insoportables. Lloraron, y se sintieron un poco mejor.

Pasearon un poco, pero la mayor parte del tiempo estuvieron tendidos en el césped, escuchando el soplo de la suave brisa. Nadie decía nada y nadie quería decir nada. Pasó media hora y al fin Briggs dijo:

—No podemos quedarnos aquí.

—¿Por qué no? —preguntó Laura Shawn.

Todos pensaban, como Briggs, que ese mundo era un sueño o una ilusión, o que estaban muertos. Pensaban que ese mundo era como una burbuja que estallaría de pronto, y Briggs dijo:

—Gluckman y Phillips, suban a la nave y sígannos.

Los otros cinco echaron a caminar, seguidos por la nave espacial que flotaba en. una red magnética. Fueron hacia el puente afiligranado de encaje de cristal, y cruzaron el río. Una senda de luz danzante y color llevaba a una colina. Del otro lado había un jardín, y en el centro del jardín un edificio, un castillo de sueño o de país de hadas, parecido a risas de niños. Pero si el edificio se parecía a risas de niños, el jardín era como los sueños de los niños de las ciudades, cuando sueñan con jardines. Mientras Briggs llevaba a los tripulantes por un sendero sinuoso, el jardín —de casi dos kilómetros cuadrados— parecía abrirse en innumerables brazos de encantamiento y maravilla. Era un jardín de fuentes; de una salía agua dorada, de otra agua roja, de una tercera agua verde, de una cuarta un arco iris de colores; y había centenares de fuentes, adornadas con niños que bailaban y reían, tallados en una piedra del color de las aguas. Era un jardín de escondrijos y rincones de secreta delicia, con bancos hermosos y cómodos. Era un jardín de setos verdes, amarillos y azules, de macizos de flores y maravillosos pájaros, y era un jardín de surtidores.

Gene Ling se inclinó para beber de un surtidor. La observaron, pero no trataron de impedir que bebiera.

—Es agua —dijo Gene Ling—, agua límpida y fría.

Bebieron todos. Ya no se cuidaban. Las defensas se derrumbaban con demasiada rapidez.

Gluckman detuvo la nave estelar y los siete tripulantes entraron en la casa. En seguida se oyó una música y todos se pararon, nerviosos.

—Es automática —insinuó McCaffery—. Una célula fotoeléctrica, quizá.

Aquella nerviosidad momentánea no podía resistirse a la música; un río sonoro y vibrante de bienvenida y seguridad, y de encantamiento, y de inocencia. Recorrieron el edificio acompañados por la música. Entraron en una vasta sala de espectáculos con una pantalla de plata en un extremo. Atravesaron corredores desiertos, y en las paredes había unas pinturas con niños que jugaban. Encontraron habitaciones con divanes y la música los invitó entonces al sueño; y reconocieron comedores, salas de juego, y aulas. Le parecía siempre que todo era allí como debía ser, y los recuerdos terrestres parecían toscos y absurdos. Salieron del edificio y volvieron a la nave estelar.

Con las miras abiertas, la nave del espacio recorrió la superficie del planeta a treinta metros de altura. Vieron jardines tan hermosos como el primero, y todavía más hermosos. Vieron bosques de árboles viejos y magníficos, y sendas de color entre los árboles. Vieron grandes anfiteatros para cien mil personas y otros más pequeños. Vieron edificios de vidrio y alabastro, de piedra rosada y piedra violeta, de cristal verde. Vieron grupos de edificios parecidos a la Acrópolis de la antigua Atenas; pero era como si los atenienses hubiesen trabajado mil años más en busca de una belleza última. Vieron lagos con barcas amarradas a los muelles, barcas pequeñas, para excursiones de recreo. Vieron pabellones, campos de juego, glorietas, enramadas...

Pero en ninguna parte vieron un hombre, una mujer o un niño vivientes.

Por la noche, después de comer, se reunieron y conversaron. Fue una conversación que se arrastró en circunloquios, dudas, y especulaciones. Habían viajado demasiado; el espacio los había envuelto, y aunque la nave estaba ahora a trescientos metros de altura, sobre un planeta tan grande como la Tierra, tenían la impresión de haber cruzado las fronteras de la nada.

—Supongamos —dijo Carrington— que han tomado forma todos nuestros sueños.

—Todos los recuerdos y deseos de nuestra infancia —dijo Frances Rhodes.

—Han tomado forma —repitió Carrington—. ¿Quién sabe qué es o qué hace la fábrica del espacio?

—Hace cosas raras —dijo Gene Ling, la física.

—¿Qué es el pensamiento? —insistió Carrington—. Un planeta así es un país de hadas, está hecho de la materia de los sueños, de todos los sueños que hemos traído de la Tierra; de todos los anhelos y deseos... es una creación del pensamiento.

—¿Quién dijo «haremos de la Tierra un jardín»?

—Yo no lo creo —declaró Briggs, quizá con demasiada aspereza, pues advertía que estaba aceptando las absurdas teorías de los otros—. ¡No lo creo en absoluto! Están ustedes cayendo en un galimatías metafísico. La imaginación no crea planetas.

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó Laura Shawn soñadoramente.

—¿Cómo lo sé? Lo sé. Conozco la realidad y la sustancia de los sueños y la realidad y la sustancia de la materia, y son dos mundos diferentes.

—¿Y si nos hubiésemos salido de una curva del espacio pasando del mañana al ayer, eso sería real? —preguntó Gene Ling.

—Este planeta es real —insistió Briggs.

—¿Sin habitantes?

—¿Ni ciudades?

—¿Ni industria? Los palacios no nacen del aire. ¿O cree usted que sí, Briggs? ¿Dónde está la industria?

—¿Quién cultiva la tierra? —preguntó Carrington, el agrónomo—. ¿Quién cuida un millón de macizos de flores? ¿Quién abona el terreno? ¿Quién planta? ¿Quién poda los setos?

—¿Y quién pinta esos murales con niños terrestres? ¿Quién talla esas estatuas de niños?

—¿Por qué han de ser niños terrestres? —preguntó Briggs lenta y tenazmente—. ¿Por qué ha de ser el hombre una rareza de la Tierra, un accidente en un planeta, entre miles de millones de planetas? ¿Es el sol un accidente?

—Yo juraría —dijo Carrington— que esos macizos de flores fueron atendidos ayer. ¿Dónde está esa gente?

—Si es que existe...

—Bueno, basta —interrumpió Briggs—. Sólo hemos visto un rincón de este mundo. Mañana veremos más. Ocho horas de sueño no nos vendrán mal, y quizá disipen estas telarañas metafísicas.



Llegó el día siguiente, y a una velocidad de mil kilómetros por hora, la nave del espacio recorrió el planeta, a trescientos metros de altura. Los tripulantes miraron y vieron jardines, lagos, ríos dorados y serpeantes, palacios, y todos los lugares hermosos que el nombre había imaginado alguna vez, y otros que nunca había imaginado. Los observaron hasta que ya no soportaron más aquella resplandeciente abundancia. Al fin el sol se puso. Pero no vieron a ningún ser viviente. Era un mundo desierto.

Esa noche volvieron a conversar, y la conversación los llevó al borde de la locura, y Briggs les dijo que se callaran y se fueran a dormir. Briggs sabía que él mismo no estaba muy lejos del borde de la locura.

El tercer día, la nave del espacio se posó a orillas de un lago rodeado de casas de recreo y lugares de ensueño. No se les ocurrían otros nombres para aquellos edificios. Phillips y Gluckman se quedaron en la nave: Briggs llevó a los otros a un muelle que parecía de alabastro, y todos se subieron a una barca amarrada allí. Mientras se sentaban, la barca se animó con la música rara y encantada del planeta, una música que disipó temores y preocupaciones. Briggs vio que los otros sonreían.

—Podríamos quedarnos aquí —dijo Laura Shawn perezosamente.

Briggs sabía lo que ella quería decir. Luego de cinco años en la nave estelar todos conocían los secretos de todos. Laura Shawn era fruto de la pobreza, la desdicha, y finalmente el divorcio. Sus triunfos científicos habían dejado atrás una serie de derrotas sentimentales. Nunca había sido feliz hasta entonces, y Briggs se preguntaba si alguno de ellos lo había sido. Pero eran felices ahora, y él también, aunque hubiese querido conservar su escepticismo y su desconfianza. La desconfianza no era posible en aquel lugar.

Briggs se sentó al timón y movió una palanca. La barca no tenía hélice; se deslizó sobre el agua como si se moviera a sí misma, pero eso no los asombró, pues la nave del espacio era llevada por las olas y corrientes de magnetismo y de fuerza del universo. Briggs pensó que lo mismo sucedía con todos los misterios y maravillas que había enfrentado alguna vez el hombre. Eran milagros que no tenían explicación hasta que se descubría la causa, sencilla y evidente. El hombre se reía entonces de su temor y su superstición anteriores. ¿Era aquel planeta más maravilloso o enigmático que la trama de fuerza que sostenía y ordenaba el universo?

Briggs llevó la embarcación a través del lago, y luego a lo largo de la costa, y los edificios, uno tras otro, los saludaron con una música distinta. Al fin la barca entró en un canal bordeado de árboles florecidos, y llegaron a otro lago de agua clara con un fondo de rocas doradas, rojas y purpúreas, y peces dorados y plateados. Luego entraron en un río zigzagueante, de aguas serenas, y cuando habían viajado dos kilómetros por ese río, vieron al hombre.

Estaba de pie en un desembarcadero de piedra rosada y translúcida, en medio de un círculo de bancos tallados, y los saludó casi con indiferencia.

—¿Será también una creación del pensamiento? —preguntó Briggs cáusticamente mientras acercaba la barca al muelle.

Llegaron al embarcadero y el hombre los ayudó a salir de la barca. Era un hombre alto y fornido, sonriente, de cabellos castaños, peinado como los pajes de otro tiempo en la Tierra. Tenía una edad madura indeterminada, y vestía una túnica azul liviana ceñida en la cintura.

—Acompáñenme por favor, y pónganse cómodos —dijo con voz afectuosa y sonora y en un inglés impecable—. Lamento esos tres días de perplejidad que han pasado ustedes, pero yo tenía algo que hacer. Siéntense; podemos descansar un rato, y hablar sobre algunos problemas que tenemos en común.

Los cinco terrestres se habían quedado sin habla. Al fin Briggs pudo decir:

—¡Bueno! ¿Que diablos es esto?


—Llámenme Smith —dijo el hombre—. No tengo nombre realmente, pero Smith les facilitará las cosas. No, no están soñando. Soy real. Ustedes son reales. Este sitio es real. No hay motivo para temer, créanme. Y hagan el favor de sentarse.

Se sentaron en los bancos translúcidos, y el hombre respondió a lo que ellos pensaban:

—No, no soy un hombre de la Tierra, sólo un hombre.

—Entonces usted lee el pensamiento —dijo Frances Rhodes en voz baja.

—Leo el pensamiento, si. Por esa razón, entre otras, hablo con tanta facilidad el idioma de ustedes.

—¿Y las otras razones? —pensó McCaffery.

—Hemos escuchado sus señales de radio durante muchos, muchísimos años. Yo estudio inglés.

—Y este planeta... —murmuró Briggs—. ¿Vive usted aquí solo?

—Nadie vive aquí —dijo Smith sonriendo—, excepto los custodios. Y cuando supimos que ustedes iban a descender, les pedimos que se fueran durante un tiempo.

—¡En nombre de Dios! —exclamó Carrington—. ¿Qué lugar es este?

—Sólo lo que parece ser —Smith sonrió y sacudió la cabeza—. No hay misterio alguno. ¿Qué parece ser?

—Un jardín —contestó Laura Shawn—. El jardín de todos mis sueños.

—Entonces sueña usted bien, señorita Shawn. En su planeta tienen ustedes lugares como este, parques, campos de deportes. Esto es un parque, un campo de recreo para niños. Por eso no vive nadie aquí. Es un lugar para que los niños jueguen y aprendan un poco acerca de la vida y la belleza... En nuestra cultura, la belleza no está separada de la vida.

—¿Qué niños?

—Los niños de la Galaxia —y Smith movió una mano hacia el firmamento—, hay muchos niños, y muchos campos de recreo y parques parecidos. Hoy no hay nadie aquí; mañana habrá cinco millones de niños, pues vienen y se van, como en los parques de ustedes.

—Nuestros parques —pensó Briggs amargamente.

—No, no me burlo, piloto Briggs. Trato de responder a sus preguntas y a sus pensamientos, y de relacionar estas cosas con las que ustedes conocen y comprenden.

—¿Quiere usted decirnos que la Galaxia está habitada... por hombres?

—¿Por qué no? ¿Pueden creer de veras que el hombre sea un accidente? Dondequiera que hay vida, aparece con el tiempo el hombre. Y ahora vive en más de medio millón de planetas, y eso sólo en nuestra Galaxia. Y crea lugares como este para los niños.

—¿Y quién es usted? —preguntó Carrington—. ¿Y por qué está aquí, solo?

—¿Qué seré yo para ustedes? —se preguntó Smith—. Nosotros no tenemos gobiernos, no tenemos naciones. Yo podría ser un administrador. Y me han enviado aquí para que los reciba y hable con ustedes. Los hemos observado mucho tiempo. Si. observamos la Tierra desde hace mucho tiempo.

—¿Para que hable con nosotros? —preguntó Frances Rhodes en voz baja.

—Sí.

—¿Acerca de qué? —preguntó a su vez Briggs.

—Acerca de la enfermedad de ustedes —contestó Smith con tristeza.


Había pasado una hora. Estaban sentados en silencio, mirándose y al fin Briggs dijo:

—Por favor, no nos compadezca. No pedimos compasión, ni de usted ni de ninguno de sus superhombres.

—No es compasión —replicó Smith—. Nosotros no sentimos compasión. Pena es una palabra más exacta.

—Evítenos también eso —dijo Gene Ling.

Carrington se resistía a que la ira o la impaciencia perturbasen sus razonamientos. Quería demostrarle a Smith que podía razonar desapasionadamente, y dijo con calma y firmeza:

—Usted. Smith, nos pide que confesemos nuestra locura, y pide mucho. Usted ha indicado, muy correctamente en mi opinión, que éramos ególatras y anticientíficos. Creíamos que la naturaleza limitaba al hombre a un oscuro planeta del borde de la Galaxia. Y yo le digo: es igualmente anticientífico pretender que entre todas las razas humanas de todos los planetas sólo los habitantes de la Tierra son mentalmente enfermos, sentimentalmente inestables, sí, dementes, aunque esta ha sido la única palabra que usted ha tenido la amabilidad de no emplear.

—Carrington, es inútil —dijo Briggs acremente—. Smith lee el pensamiento.

—Lo que no cambia mis razones —le dijo Carrington a Smith—. Usted menciona nuestras guerras, nuestras matanzas en gran escala, nuestras armas atómicas, nuestra crónica de asesinatos y destrucciones. Pero esos son los errores particulares y despilfarradores de nuestra evolución.

—Son peculiares de su evolución —dijo Smith de mala gana—. Me desagrada repetir que ninguna otra raza humana en todo el universo tiene como principal ocupación el homicidio. Sin embargo, así es. Solo en la Tierra.

—Pero no todos somos asesinos —protestó Frances Rhodes—. Yo practico la medicina. Si usted conoce tan bien la Tierra, conocerá la historia de la medicina...

—Practica la medicina y lleva un arma de fuego —dijo Smith encogiéndose de hombros.

—Para protegerme únicamente.

—¿Para protegerse? ¿De quién señorita Rhodes?

—Nosotros no sabíamos...

—Lo siento —suspiró Smith—. Lo siento.

—Ya dije que era inútil —dijo Briggs— Lee el pensamiento. Lo sabe. ¡Que Dios nos ayude, lo sabe!

—Sí, lo sé —convino Smith.

—Entonces, debe usted saber que nosotros no somos asesinos —insistió Carrington con la voz todavía tranquila—. Somos hombres de ciencia, somos personas civilizadas. Dice usted que somos supersticiosos, mentirosos, aficionados a los monstruos y lo obsceno. Habla usted de quinientos millones de seres humanos que profesan el cristianismo, pero que no lo practican. Habla de los millones de personas que hemos matado en nombre de la libertad, de la fraternidad y de Dios. Habla de nuestra codicia, nuestra mezquindad, del modo como hemos pervertido el amor, el sexo y la belleza. ¿No comprende que somos seres conscientes, que los mejores y más valientes de nosotros han luchado contra eso durante siglos?

—Lo comprendo —contestó Smith.

—Lee el pensamiento —repitió Briggs tercamente.

—Somos hombres de ciencia —continuó Carrington— Construimos la nave estelar que nos trajo aquí. Hemos vivido encerrados cinco años interminables para conquistar las fronteras del espacio. Y ahora, cuando descubrimos un universo de hombres, y de hombres extraordinariamente capaces y admirables, usted nos dice que esto no es para nosotros, que hemos de vivir y morir en nuestra propia motita de polvo.

—Sí, me temo que sea así.

—Todo menos compasión —dijo Laura Shawn.

Smith se puso de pie, abrió la túnica, dejó que se le deslizara del cuerpo al suelo, y quedó desnudo ante ellos. Las mujeres, instintivamente, apartaron los ojos. Los hombres mostraron una incredulidad escandalizada. Smith recogió la túnica y se la puso.

—Ya ven ustedes —dijo.

Los cinco terrestres se quedaron mirándolo, comprendiendo quizá por primera vez.

—En todo el universo —dijo Smith— sólo hay una raza de hombres que se avergüence de su propio cuerpo, y lo desprecie. Todos los demás andan desnudos, con orgullo y sin avergonzarse. Sólo la Tierra ha hecho de la imagen del hombre una maldición y una ignominia. ¿Qué mas puedo decir?

—¿Se proponen ustedes destruirnos? —preguntó Briggs.

Smith lo miró tristemente.

—Nosotros no destruimos, Briggs. No matamos.

—¿Entonces?

—Ustedes tienen una cosa que nosotros no tenemos —dijo Smith lenta y amablemente—. Nosotros no la necesitamos, pero ustedes han tenido que inventarla. pues de otro modo la enfermedad hubiera acabado con ustedes.

—La conciencia —murmuró Gene Ling.

—Sí, la conciencia. Ella los ayudara. Vuelvan a la nave del espacio y regresen a la Tierra. Y luego decidan olvidar, cuando lo hayan decidido, nosotros los ayudaremos.

—Si decidimos olvidar —dijo Briggs.

—Si deciden olvidar —convino Smith.

—Denos alguna esperanza —suplicó Laura Shawn— No nos despida así, por favor Somos los primeros viajeros.

—No son los primeros —replicó Smith, con una tristeza insoportable en la voz—. Han venido otros de la Tierra, pero se destruyeron mutuamente, destruyendo también lo que habían aprendido. No son ustedes los primeros, ni serán los últimos.

—¿Podemos esperar? —preguntó Laura Shawn.

—Todos los hombres esperan —dijo Smith—. Más que eso... no sé.


La nave del espacio circundó el hermoso planeta, y los siete tripulantes se reunieron en la sala de oficiales. Gluckman y Phillips habían sido informados, y ahora todos discutían interminablemente el asunto. Sólo Briggs callaba, hasta que al fin preguntó:

—¿Por qué no podemos recordar que Smith lee el pensamiento? Smith sabía.

—Yo soy egoísta —murmuró Laura Shawn entre lágrimas—. Es más fácil renunciar a un futuro mejor para la humanidad que a mis propios recuerdos.

—¿Recuerdos de tres días de infancia? —dijo Briggs agriamente—. ¡Que se vaya al diablo! ¡Que se vaya al diablo esa maldita utopía! ¡Que se vayan al diablo las estrellas! ¡Crearemos una atmósfera en Marte y le sacaremos el gas tóxico a Venus! ¡Que se vayan al diablo Smith y sus jardines! ¡Tenemos mucho que hacer! ¡En rumbo hediondo hacia la Tierra, McCaffery, y los demás a la cama! ¡Mañana será otro día!

Briggs, más que cualquiera de los otros, sabía cuánta razón tenía Smith, y durante horas humedeció la almohada con sus lágrimas antes de dormirse. Por la mañana se sintió mejor. La nave del espacio ya había recorrido cien millones de kilómetros, en dirección a la Tierra, y Briggs se sentía más animado.

Como los otros, sólo recordaba un desierto de soles ardientes, y ningún otro planeta, en toda la Galaxia, que los del sistema solar. Como los otros, sabía que regresaba a un lugar raro y de una inestimable singularidad: la Tierra, única morada del hombre.





FIN



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