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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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miércoles, 21 de octubre de 2009

EL ORINAL FLORIDO



EL ORINAL FLORIDO
Alfred Bester

—Concluiremos este primer semestre de Antigüedades —dijo el profesor Paul
Muni— con una reconstrucción de la jornada habitual de un habitante de los
Estados Unidos de América (nombre que se daba hace quinientos años al Gran
Los Angeles) a mediados del siglo veinte.
»Nos referiremos a él como Jukes, uno de los nombres más ilustres de la
época, inmortalizado en la epopeya de las luchas entre Kallikak y Jukes. Se
acepta hoy generalmente que las misteriosas letras JU, halladas en los listines
de Hollywood Este, o en la ciudad de Nueva York como se decía entonces (por
ejemplo, JU 6-0600 o JU 2-1914), indican de algún modo una relación
genealógica con la poderosa dinastía Jukes.
»Estamos en el año de 1950. El señor Jukes, un típico "solitario" (es decir,
"soltero"), vive en un pequeño rancho a las afueras de Nueva York. Se levanta
al amanecer, se pone sus botas con espuelas, sus vaqueros, su camisa de
cuero, un chaleco gris de franela y un lazo negro. Se arma con un revólver y
sale al Bar-B-Q a prepararse un desayuno de Plancton con curry o algas
elaboradas. Puede sorprender a delincuentes juveniles o pieles rojas en su
rancho, linchando una víctima o robándole automóviles, de los que tiene un
rebaño de unos ciento cincuenta.
»A estos delincuentes los dispersa tras singular combate a puñetazos. Como
todos los norteamericanos del siglo veinte, Jukes es un individuo de fuerza
extraordinaria, capaz de aguantar y asestar golpes terribles. Pocas veces utiliza
su revólver para estos fines; reserva normalmente su uso para los ritos
ceremoniales.
»El señor Jukes acude a su trabajo en la ciudad de Nueva York montado en un
coche deportivo (una especie de automóvil abierto), o en un tranvía eléctrico.
Lee su periódico matinal, en el que aparecerán noticias como: "El
descubrimiento del Polo Norte», » El hundimiento del Titanic", "Una cápsula
espacial dirigida por el hombre logra orbitar Marte" o "La extraña muerte del
presidente Harding".
»Jukes trabaja en una agencia de publicidad situada en la Avenida Madison
(hoy Bulevar Crepúsculo Este), que, en aquella época, era un fangoso y áspero
camino, cruzado por diligencias, en el que se alineaban garitos llenos de
camorristas, cadáveres y bellas artistas de variedades de someros vestidos.
Jukes se dedica a la orientación del gusto, la mejora de la cultura, la elección
de los funcionarios públicos y la selección de héroe
fuelle, un sillón gravedad nula, o caída libre, y una escupidera de latón. Está
iluminado con bombillas Maser. Grandes ventiladores colgados del techo la
refrescan en verano, y una estufa Franklin de rayos infrarrojos la calienta en
invierno.
»Las paredes están decoradas con extrañas pinturas ejecutadas por artistas
tan famosos como Miguel Angel, Renoir y Domingo. En la mesa hay un
magnetofón, que él usa para dictar. Sus palabras las escribe luego una
secretaria utilizando una pluma y papel carbón. (Se ha demostrado de modo
irrefutable que la máquina mecanográfica no se creó hasta el apogeo de la Era
de la Computadora, a finales del siglo veinte.)
»El trabajo del señor Jukes consiste en crear las consignas espirituales que
animan a la mitad consumidora de la nación. Algunas de estas consignas han
llegado hasta nosotros de modo más o menos fragmentaria, y aquellos de
ustedes que hayan seguido el curso del profesor Rex Harrison, lingüistica 916,
ya saben de las extraordinarias dificultades que se plantean en su
interpretación: "Bueno hasta la última gota" (¿Debemos leer "Dios" donde dice
"bueno"?); "¿Lo hace o no lo hace?" (¿El qué?); y '"Soñé que iba al circo con
mi sostén Maidenform" (incomprensible).
»A mediodía, el señor Jukes toma una segunda comida, normalmente en forma
comuntaria con otros miles de individuos en un estadio gigantesco. Regresa a
su oficina y reanuda el trabajo, pero, como han de tener en cuenta que las
condiciones no eran ideales para la concentración, se veía obligado a trabajar
hasta cuatro y seis horas al día. En aquellos tristes tiempos había una
repetición constante de asaltos a mano armada, robos, guerras de bandas y
otras brutalidades. El aire estaba lleno de los cuerpos de los agentes de bolsa
desesperados que se tiraban por las ventanas de sus oficinas.
»En consecuencia, es muy natural que el señor Jukes busque paz espiritual al
final del día. Y la encuentra en un ritual llamado "fiesta de cocktail". El y otros
creyentes más se encierran en una pequeña habitación, rezando en voz alta, y
llenando el aire con residuos sagrados de marihuana y mescalina. Los
creyentes suelen llevar atuendos denominados "trajes de cocktail", conocidos
también como "negro básicon".
»Después, el señor Jukes puede tomar su última comida del día en un club
nocturno, un centro de diversión subterráneo donde se ofrecen diversos
espectáculos. Va acompañado a menudo por su "cuenta de gastos", frase difícil
de interpretar. El doctor David Niven afirma que esto puede relacionarse con
»una mujer de vida fácil», pero el profesor Nelson Eddy afirma que esto no
hace más que aumentar las dificultades, pues nadie sabe hoy lo que era una
"mujer de vida fácil".
»Por último, el señor Jukes regresa a su rancho en una especie de coche de
vapor en el que juega juegos de azar con los jugadores profesionales que
infectan todos los sistemas de transportes de la época. Ya en su casa, hace
una hoguera al aire libre, calcula los gastos del día con su ábaco, toca música
triste con su guitarra, hace el amor con una de las miles de extrañas mujeres
que tienen la costumbre de irrumpir a horas extrañas ante las hogueras, se
enrolla en una manta y se echa a dormir.
»Tal era la barbarie de aquella época tan histérica que pocos hombres vivían
más de los cien años. Y sin embargo los románticos de ahora añoran aquella
era monstruosa de agitación y terror. La América del siglo veinte está de moda.
En fecha muy reciente, un solo ejemplar de Life, una especie de catálogo
postal, fue vendido en subasta por el famoso coleccionista Clifton Webb por
150.000 dólares. He de decir, de pasada, que en el análisis que hago de esta
pieza en el Phit Trans actual planteo dudas sobre su autenticidad. Ciertos
anacronismos del texto indican una posible falsificación.
»Y ahora unas últimas palabras sobre vuestros exámenes. Se ha hablado
mucho de parcialidad por parte de la computadora. Se ha sugerido que cuando
este departamento recibió la Multi-III de Bioquímica, se pasaron por alto varios
circuitos, dejándose en situación operativo, con lo que se inclinó a la
computadora en favor del enfoque matemático. Esto es un completo absurdo.
Nuestro psiquiatra de computadoras asegura que la Multi-III ha recibido un
curso completo de readoctrinación y un lavado de cerebro minucioso.
Detalladas comprobaciones han mostrado que todos los errores se debieron a
torpeza y descuido de los estudiantes.
»Les pido que se atengan a los procedimientos normales de esterilización
antes de realizar su examen. Comprueben sus gorras, batas, máscaras y
guantes quirúrgicos y procuren que estén perfectamente ajustados.
Asegúrense también de que los instrumentos estén esterilizados. Recuerden
que una mota de contaminación en su tarjeta de respuesta puede invalidar su
examen. La Multi-III no es una máquina, es un cerebro, y exige el mismo
cuidado y consideración que dispensan a sus propios cuerpos. Gracias, buena
suerte, y espero verles de nuevo el próximo semestre.
Al salir del aula, el profesor Muni fue abordado en el atestado pasillo por su
secretaria, Ann Sothern. Vestía ella un bikini de punto, llevaba una bandeja con
bebidas en una mano y en la otra un bañador del profesor. Muni hizo un gesto
agradecido, tomó un trago rápido y frunció el ceño al oír el número de comedia
musical tradicional con el que los estudiantes pasaban de clase a clase.
Comenzó a estructurar sus notas mientras salían apresuradamente del edificio.
—No hay tiempo para darse un chapuzón, señorita Sothern—dijo—. Tengo que
acudir a ver un descubrimiento revolucionario esta tarde en el Edificio de Artes
Médicas.
—Eso no figura en su programa, doctor Muni.
—Lo sé. Lo sé. Pero Raymond Massey está enfermo, y tengo que hacerlo por
él. Ray dice que me sustituirá la próxima vez que tenga que aconsejar a un
joven genio que abandone la poesía.
Salieron del Edificio de Sociología, pasaron ante la piscina en forma de lágrima,
ante la biblioteca que tenía forma de libro, ante la Clínica cardiaca que tenía
forma de corazón, y llegaron al Edificio Facultad que tenía forma de facultad.
Estaba en un bosquecillo de palmas reales a través del cual serpeaba una pista
de golf diminuta, cuyos acondicionadores de aire emitían un rumor silbante.
Dentro del Edificio Facultad, altavoces ocultos radiaban el último éxito-ruido.
—¿Qué es... "Niágara" de Caruso?—preguntó con aire ausente el profesor
Muni.
—No, es "Johnstown Flood", de la Callas—contestó la señorita Sothren,
abriendo la puerta de la oficina de Muni—. Qué extraño. Juraría que dejé las
luces encendidas.
Intentó localizar el interruptor.
—Alto—murmuró el profesor Muni—. Aquí hay algo más de lo que parece,
señorita Sothern.
—¿Qué quiere decir...?
—¿Quién suele planear un encuentro por sorpresa en una habitación a
oscuras?
—¿Los... Ios Malos?
—Exactamente.
—Tiene razón—dijo una voz nasal—, mi querido profesor pero le aseguro que
se trata sólo de una cuestión privada de negocios.
—Doctor Muni —murmuró la señorita Sothern—. Hay alguien en su oficina.
—Vamos, entre, profesor—dijo la voz nasal—. Es decir si me permite usted que
le invite a entrar en su propia oficina. No intente encender las luces, señorita
Sothern. Han sido... preparadas.
—¿Qué significa esta intrusión? —preguntó el profesor Muni.
—Entre. Vamos, entre. Boris, lleva al profesor hasta una silla. El individuo que
le coge de un brazo, profesor Muni, es mi implacable guardaespaldas, Boris
Karloff. Yo soy Peter Lorre.
—Exijo una explicación —gritó Muni—. ¿Por qué ha invadido mi oficina? ¿Por
qué han estropeado las luces? ¿Qué derecho tienen a. . . ?
—Las luces están apagadas porque es mejor que la gente no vea a Boris. Es
un hombre muy útil, pero no una delicia estética, todo ha de decirse. Y el
motivo de que haya invadido su oficina se le hará saber después de que haya
contestado a una o dos preguntas.
—No haré nada de eso. Señorita Sothern, busque al decano.
—Usted se quedará donde está, señorita Sothern.
—Haga lo que se le dice, señorita Sothern. No permitiré esto. . .
—Boris, enciende algo.
Algo se encendió. La señorita Sothern lanzó un grito. El profesor Muni quedó
sobrecogido.
—Ya está bien, Boris, apaga. Ahora, mi querido profesor, vayamos al asunto.
En primer lugar, permítame que le informe de que si contesta honradamente a
mis preguntas no se arrepentirá de ello. ¿Sería tan amable de extender la
mano?—el profesor Muni extendió la mano; alguien posó en ella un fajo de
billetes—. Son 10.000 dólares; por la consulta. ¿Quiere usted contarlos?
¿Quiere que Boris encienda algo?
—Le creo —murmuró Muni.
—Muy bien. Profesor Muni, ¿Dónde y durante cuánto tiempo estudió usted
historia norteamericana?
—Es una pregunta extraña, señor Lorre.
—Se le ha pagado para que conteste, profesor Muni.
—Está bien. Bueno... estudié en el Instituto Hollywood, Instituto Harvard,
Instituto Yale y en la Universidad del Pacífico.
—Qué es "Universidad"?
—El nombre antiguo de Instituto. En el Pacífico son tradicionalistas...
Obstinados reaccionarios.
—Y, ¿Durante cuánto tiempo estudió?
—Unos veinte años.
—¿Cuánto tiempo lleva enseñando aquí en el Instituto Columbia?
—Quince años.
—Eso significa treinta y cinco años de experiencia. ¿Diría usted que posee un
amplio conocimiento de los méritos y capacidad de los diversos historiadores
actuales?
—Entonces, ¿Quién es, en su opinión, la autoridad máxima en la historia
Norteamérica del siglo veinte?
—Bueno. Es una pregunta interesante. Harrison, por supuesto, es el que más
sabe de publicidad, titulares de periódicos y pies de fotos. Taylor de ciencia
doméstica, me refiero a la doctora Elizabeth Taylor. Gable probablemente sea
el mejor en transportes. Clark está en el Instituto Cambrige ahora, pero...
—Perdóneme, porfesor Muni. Planteé mal la pregunta. Debería haber
preguntado: ¿Quién es la máxima autoridad en objetos históricos del siglo
veinte? Antigiiedades, cuadros, muebles, objetos curiosos, piezas artísticas,
etcétera.
—¡Ah! En cuanto a eso no hay duda, señor Lorre. Soy yo.
—Muy bien. Excelente. Ahora escúcheme bien, profesor Muni. Un pequeño
grupo de hombres poderosos me ha encargado que contrate sus servicios
profesionales. Se le pagarán a usted 10.000 dólares por adelantado. Usted
dará su palabra de mantener la transacción en secreto. Y quedará entendido
que si su misión fracasa, no haremos nada por ayudarle.
—Eso es mucho dinero —dijo lentamente el profesor Muni—. ¿Cómo puedo
estar seguro de que esta oferta viene de los Buenos?
—Tiene mi palabra de que es en defensa de la libertad y la justicia del hombre
de la calle, de los desheredados y del sistema de vida del Gran Los Angeles.
Por supuesto puede usted rechazar esta peligrosa misión, y no se le tendrá en
cuenta, pero piense que es el único hombre de todo el Gran Los Angeles que
puede realizarla.
—Bueno —dijo el profesor Muni—, dado que no tengo nada mejor que hacer
hoy, salvo estudiar una cura de cáncer, aceptaré.
—Sabía que podríamos contar con usted. Es usted de esa clase de hombres
que hacen grande a Los Angeles. Boris, canta el himno nacional.
—Gracias, pero sus elogios son inmerecidos. No hago más que lo que haría
cualquier ciudadano leal, honrado y patriota del Gran Los Angeles.
—Muy bien, pues. Le recogeré a media noche. Llevará usted traje de tweed,
sombrero de fieltro muy bajo y zapatos gruesos. Llevará usted treinta metros de
soga de escalador, prismáticos y un revólver de fisión de cañón corto. Su
número de identificación será el 369.
—Aquí—dijo Peter Lorre—369. 369, tengo el placer de presentarle a X, Y, y Z.
—Buenas noches, profesor Muni—dijo el caballero de aspecto italiano—. Yo
soy Vittorio de Sica. Esta es la señorita Garbo. Este Edward Everett Horton.
Gracias, Peter. Váyase ya.
El señor Lorre salió. Muni miró a su alrededor. Se hallaba en un suntuoso
apartamento todo decorado de blanco. Incluso el fuego que ardía en la estufa,
por algún milagro de la química, se componía únicamente de llamas de un
blando lechoso. El señor Horton paseaba nervioso ante el fuego. La señorita
Garbo estaba lánguidamente tendida sobre una piel de oso polar, con una
boquilla de marfil en la mano.
—Permítame que coja yo esa soga, profesor—dijo De Sica—. Supongo que
trae usted también la pistola de cañón corto y los prismáticos habituales.
También me los llevaré. Usted póngase cómodo. Perdone que estemos
vestidos de etiqueta, nuestras identidades encubiertas, compréndalo. Nosotros
controlamos el infierno del fuego. Actualmente estamos...
—¡No! —gritó alarmado el señor Horton.
—A menos que tengamos fe plena en el profesor Muni y seamos
completamente sinceros, no iremos a ningún sitio, mi querido Horton. ¿No
estás de acuerdo, Greta?
La señorita Greta asintió.
—En realidad—continuó De Sica—, somos un pequeño grupo de poderosos
comerciantes en arte.
—En... entonces. . entonces—balbució Muni—son ustedes los famosos De
Sica, Garbo y Horton...
—Esos somos.
—Pe... pero... pero todo el mundo dice que ustedes no existen. Todo el mundo
cree que la organización conocida como el Pequeño Grupo de Poderosos
Comerciantes en Arte es en realidad propiedad de "Los Treinta y Nueve
Pasos", con el control oculto de Cosa Vostra. Es decir que...
—Sí, sí—interrumpió De Sica—. Eso es lo que nosotros queremos hacer creer;
de ahí nuestra identidad oculta como trío siniestro que controla este sindicato
de juego. Pero somos nosotros tres quienes controlamos el arte en el mundo, y
por eso está usted aquí.
—No comprendo.
—Enséñale la lista—dijo la señorita Garbo.
De Sica sacó una hoja de papel y se la entregó a Muni.
—Tenga la bondad de leer esta lista de artículos, profesor. Estúdiela
detenidamente. Depende casi todo de las conclusiones que usted extraiga.
Horno parrilla automático.
Plancha de vapor.
Batidora eléctrica velocidad 12.
Cafetera automática de seis tazas.
Sartén de aluminio eléctrica.
Horno de gas con cuatro quemadores y tapadera.
Nevera de once pies cúbicos más congelador de 170 bras.
Aspiradora eléctrica, tipo lata, con tope de vinilo.
Máquina de coser con bobinas y agujas
Candelabro rueda de carro, de pino y arce.
Lámpara de techo de cristal opalino.
Lámpara de cristal claveteado estilo provincial.
Lámpara de bronce abatible con pantalla de cristal.
Despertador con timbre doble.
Cubertería de cincuenta piezas para ocho.
Cubertería de dieciséis piezas para cuatro, modelo Du
Alfombra de nailon, 9X12, beige espiga.
Alfombra colonial, oval, 9x12, verde helecho.
Felpudo de cáñamo "Bienvenido", 18X30.
Sofá cama y sillón, verde salvia.
Almohadón redondo de goma-espuma.
Silla abatible de espuma con mecanismo de tres posturas.
Mesa plegable, ocho plazas.
Cuatro sillones con soporte.
Armario de roble colonial de soltero, tres cajones.
Armario doble de roble colonial, seis cajones.
Cama con dosel estilo provincial francés, cincuenta y cuatro pulgadas de
anchura.
Después de estudiar la lista durante diez minutos el profesor Muni dejó el papel
y lanzó un profundo suspiro —parece el tesoro enterrado más fabuloso de la
historia.
—Oh, profesor, no está enterrado. Muni se incorporó.
—¿Quiére decir que realmente existen esos objeto?
—Desde luego que sí. Ya hablaremos más de eso. Primero, dígame, ¿Tiene
usted una idea clara de este conjunto de objetos?
—¿Los ha retenido con los ojos de su mente?
—Sí, los he retenido.
—Entonces podrá usted contestar a esta pregunta: ¿Corresponden todos estos
tesoros a un tipo, un estilo, un
—No hablas claramente, Vittorio—masculló la señorita Garbo.
—Lo que queremos saber —intervino Edward Everett Horton—es si un hombre
podría...
—Por favor, mi querido Horton. Cada pregunta a su tiempo. Profesor, quizás
haya sido oscuro. Lo que quiero decirle es esto: ¿Representan estos tesoros el
gusto de un hombre? Es decir, ¿Podría el hombre que, digamos, colecciona la
batidora eléctrica, ser el mismo del felpudo de cáñamo "Bienvenido"?
—Si podía permitirse ambos—gorjeó Muni.
—Supondremos, en principio, que él puede permitirse todos los artículos de
esta lista.
—Ni siquiera un gobierno nacional podría permitírselo a todos—contestó
Muni—. Sin embargo, déjeme pensar...
Se echó hacia atrás en su asiento y clavó los ojos en el techo, apenas
consciente de que el Pequeño Grupo de Poderosos Comerciantes en Arte le
observaba con gran interés. Tras mucha concentración, Muni abrió los ojos y
miró su alrededor.
—Bien, díganos—pidió Horton con ansiedad.
—He estado visualizando esos tesoros en una habitación—dijo Muni—. Se
compaginan admirablemente. En realidad, compondrían una de las
habitaciones más bellas impresionantes del mundo. Si uno entrase en una
habitación así, querría saber inmediatamente quién era el genio que la había
decorado.
—¿Entonces...?
—Sí. Yo diría que corresponde al gusto de un hombre.
—¡Ajá! Entonces nuestra sospecha era fundada, Greta. Estamos tratando con
un tiburón solitario.
—No, no, no. Es imposible.—Horton arrojó al fuego el vaso, y luego se encogió
de hombros ante el estruendo— No puede ser un tiburón solitario. Tienen que
ser muchos hombres, de todo tipo, que operan independientemente. Os
aseguro...
—Mi querido Horton, sírvete otro trago y cálmate. No haces más que confundir
al buen doctor. Profesor Muni le dije que los artículos de esta lista existían. Así
es. Pero no le dije que no sabemos dónde están actualmente. No lo sabemos
por una buena razón: todos han sido robados.
—¡No! No puedo creerlo.
—Pues sí, y por lo menos una docena de antigüedades más, que no nos
molestamos en incluir porque son de mucho menos valor.
—No debían de pertenecer a una sola colección... yo habría tenido noticia de
su existencia.
—No. Una colección como ésa nunca existió y nunca existirá.
—No lo permitiríamos —dijo la señorita Garbo.
—¿Cómo los robaron entonces? ¿Dónde?
—Independientemente —exclamó Horton, agitando su vaso. Por docenas de
ladrones distintos. No puede ser obra de un solo hombre.
—Según el profesor corresponden al gusto de un hombre.
—Es imposible. ¿Cuarenta audaces robos en quince meses? No puedo creerlo.
—Los objetos de esa lista—continuó De Sica dirigiéndose a Muni—los robaron
en un período de quince meses a coleccionistas, museos, comerciantes e
importadores todo en el área Hollywood Este. Si, como dice usted, los objetos
representan el gusto de un hombre...
—Así es.
—Entonces no hay duda de que tenemos en nuestras manos una rara avis, un
delincuente muy listo que es además especialista en arte, o, lo que sería aún
más peligroso, un especialista que se ha hecho delincuente.
—¿Pero por qué particularizar?—preguntó Muni—. ¿Por qué ha de ser un
especialista? Cualquier comerciante normal en arte podría decirle a un ladrón
el valor de las obras de arte antiguas. La información se podría obtener incluso
en una biblioteca.
—Digo un especialista—contestó De Sica—porque ninguno de los objetos
robados ha vuelto a verse. Ninguno se ha ofrecido a la venta en las cuatro
órbitas del mundo, a pesar de que cualquiera de ellos valdría el rescate de un
rey. Por tanto, estamos frente a un hombre que roba para aumentar su
colección.
—Basta, Vittorio—dijo la señorita Garbo—. Hazle la siguiente pregunta.
—Profesor, supongamos ahora que estamos tratando con un hombre de gusto.
Ya ha visto la lista de lo que ha robado hasta ahora. Le pregunto, como
historiador: ¿Puede usted sugerirnos algún objeto que evidentemente se
integre en su colección? Si pudiésemos llamar su atención con un nuevo
objeto, algo que fuese bien en esa hipotética habitación que usted visualizó. ..
dígame, qué objeto podría ser? ¿Qué podría tentar al coleccionista que hay en
el delincuente al delincuente que hay en el coleccionista ? añadió Muni.
De nuevo clavó los ojos en el techo mientras los otros le observaban con
ansiedad. Al final murmuró:
—Sí... sí... eso es. Eso mismo. Sería el punto focal de toda la colección.
—¿El qué?—gritó Horton—. ¿De qué habla?
—El orinal florido —respondió solemnemente Muni.
Tan perplejo parecían los tres comerciantes que Muni se vio obligado a
ampliar:
—Es una jardinera azul de porcelana de función incierta, decorada con una
banda de margaritas en blanco y oro. Un intérprete francés lo descubrió en
Nigeria hace un siglo. Lo llevó a Grecia, donde lo ofreció a la venta, pero fue
asesinado y el cuenco desapareció. Apareció luego en poder de una prostituta
del Uzbek que viajaba con pasaporte de Formosa y que se lo dio a un charlatán
en Civitavechia a cambio de un supuesto afrodisíaco.
El charlatán contrató a un suizo, un desertor de la guardia vaticana, para que le
sirviese de guardaespaldas hasta Quebec, donde esperaba vender el cuenco a
un magnate de uranio canadiense, pero desapareció en el viaje. Diez años
después un acróbata francés con pasaporte coreano y acento suizo vendió el
cuenco en París. Lo compró el noveno duque de Startford por un millón de
francos oro, está desde entonces en poder de la familia Olivier.
—¿Y esto —preguntó ansioso De Sica— podría ser el punto focal de toda la
colección de nuestro amigo?
—Sin duda alguna. Pongo en juego mi reputación.
—¡Magnífico! Entonces nuestro plan es de lo más simple. Debemos anunciar
una supuesta venta del orinal florido a un importante coleccionista de
Hollywood Este. Quizás señor Clifton Webb sea la persona más adecuada.
Debemos dar abundante publicidad al envío de este raro tesoro al señor Webb.
Y luego tender una trampa al ladrón en casa del señor Webb y... ¡Creo que
vamos a atraparlo!
—¿Querrán cooperar el duque y el señor Webb?—preguntó Muni.
—Cooperarán. No tienen más remedio.
—¿No tienen más remedio? ¿Por qué?
—Porque les hemos vendido tesoros artísticos a ambos, profesor Muni.
—No comprendo.
—Mi buen doctor, hoy las ventas se hacen enteramente en una base residual.
Del cinco al cincuenta por ciento de la propiedad, el control y el valor de
reventa de todas las obras de arte lo retenemos nosotros. Nosotros tenemos
derechos residuales sobre todos esos objetos robados también, por eso
debemos recuperarlos. ¿Comprende ahora?
—Sí, comprendo, y veo que me he equivocado.
—Así es. ¿Le ha pagado ya Peter?
—¿Le ha prometido usted guardar secreto?
—Di mi palabra.
—Grazie. Entonces, habrá de disculparnos, tenemos mucho trabajo.
Mientras De Sica entregaba a Muni la soga, los prismáticos y la pistola de
cañón corto, la señorita Garbo se acercó a él.
—No—dijo.
De Sica le lanzó una mirada inquisitiva
—¿Hay algo más, cara mía ?
—Tú y Horton id a hacer vuestro trabajo fuera de aquí —masculló—. Peter
quizás le haya pagado, pero yo no. Queremos estar solos.—Le hizo una seña
al profesor Muni indicando la piel de oso.
En la elegante biblioteca de la mansión de Clifton Webb en el Camino de
Skouras, el inspector detective Edward G. Robinson presentó a sus hombres al
Pequeño Grupo de Poderosos Comerciantes en Arte. Su equipo se alineaba
ante las estanterías exquisitamente simuladas, con sus uniformes de criados,
domésticos
—Sargento Eddie Brophy, criado—dijo el inspector Robinson—. Sargento
Eddie Albert, segundo criado. Sargento Ed Begley, cocinero. Sargento Eddie
Mayhoff ayudante de cocina. Detectives Edgar Kennedy, chófer y Edna May
Oliver, criada.
El inspector Robinson llevaba un uniforme de mayor.
—Ahora, damas y caballeros, la trampa está tendida y el subcomisario Eddie
Fisher, el mejor especialista, al cargo de todo.
—Le felicitamos —dijo De Sica.
—Como todos ustedes saben muy bien —continuó Robinson—, todo el mundo
cree que el señor Clifton Webb ha comprado el orinal al duque de Startford por
dos millones de dólares. Se sabe perfectamente que se envió en secreto a
Hollywood Este escoltado por una guardia armada y que en este mismo
instante el tesoro artístico se encuentra en una caja de caudales oculta en la
biblioteca del señor Webb.
El inspector señaló una pared en la que la combinación de la caja estaba
hábilmente enmascarada en el ombligo de un desnudo de Amadeo Modigliani
(2381-2431), e iluminada por un punto de luz oculto.
—¿Dónde está ahora el señor Webb?—preguntó la señorita Garbo.
—Después de cedernos su gran mansión, a petición nuestra—contestó
Robinson— ha emprendido un crucero de placer por el Caribe con su familia y
su servidumbre. Como saben muy bien éste es un secreto muy bien guardado.
—Y el orinal —preguntó nervioso Horton—. ¿Dónde está?
—En esa caja de caudales señor.
—Quiere usted decir... ¿Quiere usted decir que realmente lo trajo hasta aquí?
¿Está ahí? ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué? ¿Por qué?
—Teníamos que transportar el tesoro artístico, señor Horton. ¿Cómo podíamos
hacer si no que se filtrase el secreto estrechamente guardado a la Associated
Press, a Televisión Unida, a la Reuters y al Sindicato de Satélites,
permitiéndoles sacar fotografías?
—Pe... ro... pero, pueden robarlo realmente... ¡Oh, Dios mío! es horrible.
—Damas y caballeros—dijo Robinson—. Mis ayudante y yo, los mejores
policías de Hollywood Este, y el señor comisario Edmund Kean, estaremos
aquí, teóricamente cumpliendo las tareas propias del servicio doméstico, en
realidad vigilando sin cesar; y no se preocupen. Nadie cogerá el orinal florido, y
cogeremos al Chico de las Antigüedades.
—¿A quién? —preguntó De Sica.
—Ese delincuente coleccionista, señor. Así es como llamamos en el Escuadrón
Bunco. Y ahora, si ustedes fuesen tan amables de salir al amparo de la
oscuridad, utilizando una puerta poco conocida del patio posterior, mis
colaboradores y yo podremos empezar nuestro trabajo, simulando realizar las
tareas domésticas. Tenemos un soplo según el cual nuestro hombre actuará...
esta noche.
El Pequeño Grupo de Poderosos Comerciantes en Arte se alejó al amparo de
la oscuridad; el escuadrón Bunco comenzó las tareas domésticas de la noche
para convencer a todo posible observador suspicaz que la vida transcurría
normalmente en la mansión Webb. Había que ver al inspector Robinson,
paseando ante los ventanales del salón con una bandeja de plata en la que
estaba pegado un vaso de vino, con el interior ingeniosamente pintado de rojo
para simular clarete.
Los sargentos Brophy y Albert, criados, se abrían alternativamente la puerta de
la calle con gran ceremonia cuando acudían por turnos a echar las cartas al
correo. El detective Kennedy pintaba el garaje. La detective Edna May Oliver
colgaba las ropas de cama de las ventanas superiores para airearlas. Y a
intervalos frecuentes, el sargento Begley (cocinero) perseguía al sargento
Mayhoff (ayudante de cocina) por toda la casa con un cuchillo de cortar carne.
A las 23 horas, el inspector Robinson posó su bandeja y bostezó
prodigiosamente. Sus hombres entendieron la señal, y toda la casa se llenó de
bostezos. En el salón, el inspector Robinson se desvistió, se puso un pijama y
un gorro de dormir, encendió una vela y apagó las luces. En la biblioteca sólo
quedaba el punto de luz que enfocaba el marcador de la caja de caudales.
Luego el inspector subió al piso de arriba. En el resto de la casa, sus ayudantes
se pusieron también los pijamas y luego se unieron a él. La mansión Webb
quedó oscura y silenciosa.
Pasó una hora; un reloj dio las veinticuatro. Sonó por el Camino de Skouras un
ruido sordo.
—La verja principal—murmuró Ed.
—Alguien entra —dijo Ed.
—Es nuestro hombre—anadió Ed.
—Hablen más bajo.
—Está bien, jefe.
Se oyó un rumor de pisadas sobre grava
—Viene por la senda central—murmuró Ed.
—Es un tipo listo—dijo Ed.
El rumor de la grava se convirtió en un ruido suave.
—Está cruzando el seto de flores—dijo De Sica.
Se oyó un golpe sordo, y una maldición.
—Ha metido el pie en un tiesto—dijo Ed.
Se oyó una serie de ruidos sordos a intervalos irregulares.
—No puede sacarlo—dijo Ed.
Se oyó un crac y un repiqueteo.
—Ahora lo ha conseguido—dijo Ed.
—Oh, que hábil es—dijo Ed.
Se oyeron unos golpecitos exploratorios en el cristal.
—Es en la ventana de la biblioteca—dijo Ed.
—¿La dejaste abierta?
—Creí que lo haría Ed, jefe.
—¿Lo hiciste, Ed?
—No, jefe. Creí que tenía que hacerlo Ed.
—No podrá entrar. Ed, mira a ver si puedes abrirla sin que te vea...
Ruido de cristales rotos.
—Da lo mismo, ya ha abierto. Un profesional es un profesional.
Chirrió la ventana; hubo roces y gruñidos mientras el intruso saltaba por ella.
Cuando por fin asentó los pies en la biblioteca, su silueta frente al rayo de luz
que señalaba hacia la caja era simiesca. Miró a su alrededor inseguro un rato,
y al fin empezó a buscar desordenadamente por armarios y cajones.
—Nunca la encontrará—murmuró Ed—. Dije que debíamos poner una señal
debajo del marcador, jefe, y tenía razón.
—No, confía en un profesional. ¿ves? ¿Qué te decía yo? Ya la ha localizado.
¿Todo preparado ya?
—¿No quiere esperar a que la abra, jefe?
—¿Por qué?
—Para cogerle con las manos en la masa.
—Por amor de Dios, esa caja está hecha a prueba de ladrones. Vamos ya.
¿Preparados? ¡Adelante!
La biblioteca se llenó de luz. El ladrón se apartó de la caja oculta consternado,
y se vio rodeado de siete hoscos detectives, que le apuntaban a la cabeza con
las armas. El hecho de que estuviesen en pijama no les hacía parecer menos
decididos. Los detectives, por su parte, vieron a un ladrón ancho de hombros,
con cuello de toro y grandes quijadas. El hecho de que aún no se hubiese
sacudido los restos del tiesto, y llevase una violeta de Parma (Viola Pallida
Plena) en el zapato derecho, no le hacía parecer peligroso.
—Y ahora, amigo, por favor—dijo el inspector Robinson con la exagerada
cortesía que hacía que sus admiradores le llamasen el Beau Brummel del
Escuadrón Bunco.
Se llevaron al malhechor a la comisaría en triunfo.
Cinco minutos después de que los detectives saliesen con su prisionero un
caballero vestido de etiqueta se plantó ante la puerta principal de la mansión
Webb. Llamó al timbre. Del interior salía la música del principio del Bolero de
Ravel interpretado por una orquesta completa a ritmo de vals. Mientras el
caballero parecía esperar tranquilamente, su mano derecha se deslizó por el
forro de su capa y rápidamente probó una serie de llaves en la cerradura.
Luego volvió a llamar el timbre. Hacia la mitad del bolero, encontró una llave
que servía.
Giró la llave, empujó la puerta unos centímetros con el pie, y habló
suavemente, como si hubiese dentro un criado invisible
—Buenas noches. Creo que llego un poco tarde. ¿Están todos dormidos, o aún
me esperan? Oh, muy bien. Gracias.
El caballero entró en la casa, cerró la puerta tras de si suavemente, miró a su
alrededor en el oscuro y vacío vestíbulo, y rió entre dientes.
—Como quitarle un caramelo a un niño —murmuró—. Debería avergonzarme.
Localizó la biblioteca, entró y encendió todas las luces. Se quitó la capa,
prendió un cigarrillo, advirtió el bar y se sirvió un trago de una de las botellas
más atractivas. Probó y escupió.
—¡Ah! un nuevo horror, y creí que los conocía todos. ¿Qué demonios es?—
metió la lengua en el vaso—. Whisky, sí; pero whisky con qué...—probó de
nuevo—. Dios mío, es zumo de coliflor.
Miró a su alrededor, descubrió la caja, se acercó a ella y la inspeccionó.
—¡Santo cielo!—exclamó—.Toda una clave con tres números... Veintisiete
combinaciones posibles. Absolutamente a prueba de robos. Realmente estoy
impresionado.
Se acercó al marcador, alzó la vista, se encontró con la difusa mirada del
desnudo y sonrió disculpándose.
—Le ruego que me perdone—dijo, y empezó a marcar la combinación: 1-1-1,
1-1-2, 1-1-3, 1-2-1, 1-2-2, 1-2-3, y así sucesivamente, tanteando cada vez la
palanca de la caja, disfrazada hábilmente como dedo índice del desnudo. Al
llegar al 3-2-1, la palanca descendió con un breve clic. La puerta de la caja se
abrió, destripando, como si dijésemos, el hermoso vientre del desnudo. El
ladrón metió la mano y sacó el orinal florido. Lo contempló durante un minuto.
—Notable, ¿verdad?—dijo una voz grave.
El ladrón alzó la vista rápidamente. En la puerta de la biblioteca había una
chica que le miraba despreocupadamente. Era alta y delgada, con el pelo
castaño y los ojos de un azul oscuro muy intenso. Llevaba una túnica blanca
casi transparente, y su piel clara brillaba bajo las luces.
—Buenas noches, señorita Webb... ¿O señora?
—Señorita. —Hizo un gesto con el tercer dedo de su mano izquierda.
—Creo que no la oí entrar.
—Ni yo a usted. —Entró en la biblioteca—. Le parece notable, ¿No es así?
Quiero decir, espero que no le desilusione.
—No, no me desilusiona, es único.
—¿Quién cree usted que lo diseñó?
—Nunca lo sabremos.
—¿Cree usted que no haría muchos? ¿Qué por eso es tan raro?
—Sería inútil especular, señorita Webb. Sería como preguntarse cuántos
colores utilizó un pintor en un cuadro o cuantas notas utilizó un compositor en
una ópera.
Ella se acercó hasta un canapé.
—¿Un cigarrillo, por favor? ¿Por casualidad está mostrándose
condescendiente?
—En absoluto. ¿Fuego?
—Gracias.
—Cuando contemplamos la belleza debemos ver sólo la Ding en sich, la cosa
en sí. Sin duda sabe usted de qué se trata, señorita Webb.
—Sospecho que es usted un poco engreído.
—¿Yo? ¿Engreído? En modo alguno. Cuando la contemplo, también veo sólo
la belleza en sí. Y aunque es usted una obra de arte, no es, en absoluto, una
pieza de museo.
—Así que es usted también especialista en halagos.
—Usted podría convertir en especialista a cualquier hombre, señorita Webb.
—Y ahora que ha abierto usted la caja de caudales de mi padre, ¿Qué va a
hacer?
—Me propongo pasar varias horas admirando esta obra de arte.
—Considérese en su casa.
—No tenía ninguna intención de molestar. Me lo llevaré conmigo.
—Así que va usted a robarlo.
—Le ruego que me perdone.
—Hace usted una cosa muy cruel, sabe.
—Estoy avergonzado de mí mismo.
—¿Sabe usted lo que ese cuenco significa para mi padre?
—Desde luego. Una inversión de dos millones de dólares.
—¿Cree usted que él comercia en belleza como los agentes de bolsa con
acciones?
—Por supuesto. Todos los coleccionistas ricos lo hacen. Compran para vender
con beneficio.
—Mi padre no es rico.
—Oh, vamos, señorita Webb. ¿Y los dos millones de dólares?
—Pidió prestado el dinero.
—Tonterías.
—Es cierto.—Hablaba con gran pasión, y sus ojos azul oscuro se achicaron—.
El no tiene dinero, de veras. Sólo tiene crédito, debía usted saber cómo
manejan esto los financieros de Hollywood. Pidió prestado el dinero y ese
cuenco es la garantía.—Se levantó del sofá—. Si lo roban será un desastre
para él... y para mí.
—Señorita Webb, yo...
—Se lo ruego, no se lo lleve. ¿Cómo puedo convencerle?
—Por favor, no se acerque más.
—Oh, no llevo armas.
—Está usted provista de armas mortíferas que está utilizando
implacablemente.
—Si ama usted esta obra de arte sólo por su belleza, ¿Por qué no la comparte
con nosotros? ¿O pertenece usted a esa misma clase de hombres a los que
odia, los que necesitan poseer?
—Estoy recibiendo lo peor de esto.
—¿Por qué no puede dejarlo aquí? Si usted lo deja ahora, habrá ganado un
poder perpetuo sobre él. Tendrá libertad para ir y venir a su antojo. Se habrá
ganado la estimación de nuestra familia... de mi padre, mía, de todos
nosotros...
—iAy! ¡Dios mío! Me ha convencido. Muy bien, quédese su maldito... —se
interrumpió.
—¿Qué pasa?
Miraba fijamente el brazo izquierdo de ella.
—¿Qué es eso que tiene en el brazo?—preguntó lentamente.
—Nada.
—¿Qué es?—insistió él.
—Una cicatriz. Me caí cuando era niña y...
—Eso no es una cicatriz. Eso es la señal de una vacuna.
Ella no contestó.
—Es la señal de una vacuna—repitió él sobrecogido. Hace cuatrocientos años
que no se vacuna... al menos así.
—¿Cómo lo sabe?—dijo ella mirándole fijamente.
En respuesta, él se subió la manga izquierda y mostró su cicatriz de la vacuna.
—¿También usted?—exclamó ella asombrada.
Él asintió.
—Entonces ambos venimos. .
—¿De entonces? Sí.
Se miraron desconcertados. Empezaron a reír con incrédulo gozo. Se
abrazaron y se dieron palmadas en la espalda, como turistas del mismo pueblo
que se encuentran inesperadamente en la cúspide de la Torre Eiffel. Por último
se separaron.
—Es la coincidencia más fantástica de la historia—dijo—¿verdad que sí? —dijo
ella moviendo la cabeza con asombro—. Aún no puedo creérmelo del todo.
¿Cuándo naciste?
—En mil novecientos cincuenta. ¿Y tú?
—Eso no se pregunta a una dama.
—¡Vamos, vamos !
—En mil novecientos cincuenta y cuatro.
—¿Cincuenta y cuatro? —él rió entre dientes—. Entonces tienes quinientos
diez años.
—¿Ves? Nunca se debe confiar en un hombre.
—Así que no eres hija de los Webb. ¿Cómo te llamas?
—Dugan. Violet Dugan.
—Es un nombre muy bonito y muy sencillo.
—¿Cómo te llamas tú?
—Sam Bauer.
—Es aun más sencillo y más bonito. ¡Vaya, vaya!
—Esa mano, Violet.
—Encantada de conocerte, Sam.
—Es un placer.
—Lo mismo digo, de veras.
—Yo trabajaba en las computadoras en el Proyecto Denver en mil novecientos
setenta y cinco—. Dijo Bauer tomando un sorbo de su ginebra con jengibre, la
combinación menos espantosa del bar de Webb.
—¿Ese fue el que estalló en el setenta y cinco?—exclamó Violet.
—No lo sé. Compraron una de las nuevas IBM 1709, e IBM me envió como
ingeniero de instalación para enseñar el funcionamiento de la máquina al
personal del ejército. Recuerdo que la noche de la explosión... por lo menos yo
creo que fue una explosión. Lo único que sé es que yo estaba enseñándoles a
programar nuevos algoritmos para la computadora cuando...
—¿Cuándo qué?
—Alguien apagó las luces. Cuando desperté, estaba en un hospital de
Filadelfia (Santa Mónica Este, le llaman) y me enteré de que había sido
lanzado a cinco siglos más tarde en el futuro. Me habían recogido desnudo,
medio muerto y sin documentación.
—¿Les explicaste quién eras realmente?
—No. ¿Quién iba a creerme? Así que me curaron, me dieron de alta y anduve
vagando por ahí hasta que encontré un trabajo.
—¿Cómo ingeniero de computadoras?
—Oh, no; no por lo que pagan. Calculo probabilidades para uno de los mayores
tenedores de apuestas del Este. ¿Y tú?
—Prácticamente la misma historia. Yo estaba en Cabo Kennedy haciendo
ilustraciones para una revista sobre el primer cohete que iba a Marte. Soy
artista de profesión...
—¿A Marte? Eso estaba programado para el setenta y seis, ¿verdad? No me
digas que fallaron.
—Debieron de fallar, pero no he podido encontrar gran cosa en los libros de
historia.
—Son muy vagos respecto a nuestra época. Creo que la guerra debió arrasarlo
casi todo.
—De cualquier forma, lo cierto es que yo estaba en el centro de control
haciendo bocetos y coloreando durante la cuenta atrás, cuando... bueno, tal
como tú dijiste, alguien apagó las luces.
—¡Dios mío! El primer despegue atómico, y fallaron.
—Desperté en un hospital de Boston Burbank Norte ahora, exactamente igual
que tú. Después salí de allí, y conseguí un trabajo.
—¿Cómo artista?
—Algo así. Soy falsificadora de antigüedades. Trabajo para uno de los
traficantes en arte más importantes del país.
—Así que aquí estamos, Violet.
—Aquí estamos, sí. ¿Qué crees que pasó, Sam?
—No tengo ni idea, pero no me sorprende. Cuando se juega con la energía
atómica a una escala tan gigantesca, puede suceder cualquier cosa. ¿Crees
que hay más como nosotros?
—¿Más lanzados hacia el futuro?
—Sí, eso.
—No podría asegurarlo. Tú eres el primero que encuentro.
—Si supiese que había más, los buscaría. Dios mío, Violet, tengo tanta
nostalgia del siglo veinte.
—También yo.
—Es tan grotesco todo esto; es como una película mala —dijo Bauer—. Un
tópico de Hollywood. Todo es igual, los nombres, las casas, la forma de hablar.
Cómo se comportan. Todo parece sacado del peor mundo del cine.
—Así es. ¿No lo sabías?
—¿Saber? ¿Saber qué? Cuéntame.
—Yo lo leí en sus libros de historia. Al parecer, después de aquella guerra casi
todo quedó barrido. Cuando empezaron a construir una nueva civilización, no
tenían más punto de referencia que los restos de Hollywood. Quedó
relativamente marginado de la guerra.
—¿Por qué?
—Supongo que nadie pensó que valiese la pena bombardearlo.
—¿Quiénes eran las dos partes, nosotros y Rusia ?
—No sé. Sus libros de historia sólo les llaman los Buenos y los Malos.
—Típico. Dios mío, Violet, son como niños idiotas. No, son como extras de una
mala película. Y lo que me mata es que son felices. Están viviendo esta
especie de vida sintética de espectáculo Cecil B. De Mille, y los muy estúpidos
están encantados. ¿viste el funeral del presidente Spencer Tracy? Llevaban el
ataúd en una esfinge de tamaño natural.
—Eso no es nada. ¿viste la boda de la princesa Joan ?
—¿Fontaine?
—Crawford. Se casó anestesiada.
—Bromeas.
—De verás que no. Ella y su marido fueron unidos en santo matrimonio por un
cirujano plástico.
Bauer se estremeció.
—Vaya, vaya. ¿Has estado en un partido de fútbol?
—No juegan al fútbol; sólo se dan dos horas de descanso.
—Como los desfiles de bandas; no hay músicos, sólo majorettes con bastones.
—Lo tienen todo aireacondicionado, incluso al aire libre.
—Con altavoces que transmiten música en cada árbol.
—Piscinas en cada esquina.
—Luces Kleig en cada tejado.
—Comisarios para restaurantes.
—Máquinas automáticas que venden autógrafos.
—Y diagnósticos médicos. Les llaman Medic-Matones.
—Grabados de piernas femeninas en las aceras.
—Y aquí estamos, atrapados en el infierno —gruñó Bauer—. Por cierto, eso me
recuerda... ¿No crees que deberíamos salir de esta casa? ¿Dónde está la
familia Webb?
—En un crucero. Tardarán días en volver. ¿Dónde están los policías?
—Me libré de ellos con un sustituto. Tardarán horas en volver. ¿Otra copa?
—Está bien. Gracias.—Violet miró a Bauer con curiosidad—. ¿Robas por eso,
Sam, porque odias este mundo? ¿Es venganza?
—No, nada de eso. Es porque tengo nostalgia... prueba esto, creo que es ron y
ruibarbo... he conseguido una casa en Long Island (Catalina Este, debería
decir) e intento convertirla en un hogar del siglo veinte. Naturalmente tengo que
robar las cosas. Paso los fines de semana allí, y es una bendición, Violet, es mi
único escape.
—Comprendo.
—Lo cual me recuerda de nuevo una cosa. ¿Qué demonios haces tú aquí,
disfrazada de la hija de Webb?
—También yo buscaba el orinal florido.
—¿Venías a robarlo?
—Claro. Me sorprendió mucho descubrir que alguien se me había adelantado.
—Y con ese cuento de pobre niñita rica... estabas intentando birlármelo...
—Así es. De hecho, lo hice.
—Lo hiciste realmente. ¿Por qué?
—No por la misma razón que tú. Yo quiero emprender negocios por mi cuenta.
—¿Cómo falsificadora de antigüedades?
—Y traficante también. Estoy reuniendo existencias, pero no he tenido tanto
éxito como tú.
—¿Entonces fuiste tú quien robó el espejo Vanidad de tres cuerpos con marco
de oro simulado?
—Sí.
—¿Y aquella lámpara de lectura de bronce, para la cama, con extensión
graduable?
—Fui yo también.
—Que lástima; yo realmente quería eso. ¿Y qué me dices de la chaise longue
con adornos de borlas tapizada de estambre?
—Yo también —dijo ella—. Casi me rompí la espalda para llevármela.
—¿No puedes conseguir ayuda?
—¿Cómo confiar en nadie? ¿No trabajas tú solo?
—Sí—dijo Bauer pensativo—. Hasta ahora, sí; pero no veo ninguna razón para
seguir haciéndolo. Violet, hemos estado trabajando uno contra otro sin saberlo.
Ahora que nos hemos encontrado, ¿Por qué no establecemos un acuerdo?
—¿Qué acuerdo?
—Trabajaremos juntos, amueblaremos mi casa juntos y la convertiremos en un
maravilloso santuario. Y al mismo tiempo tú puedes aumentar tus reservas de
antigüedades. Quiero decir, si deseas vender la silla, no me opondré. Siempre
podremos coger otra.
—¿Quieres decir compartir tu casa juntos?
—Claro.
—¿No podríamos establecer turnos?
—¿Cómo turnos?
—Algo así como fines de semana alternados...
—¿Por qué?
—Tú sabes por qué.
—No lo sé. Dímelo.
—Oh, vamos...
—No, dime por qué.
—¿Cómo puedes ser tan estúpido? —ella se ruborizó—. Sabes perfectamente
bien por qué. ¿Crees que soy el tipo de chica que pasa fines de semana con
hombres?
Bauer se sintió desconcertado.
—Pero yo no pensaba en ninguna proposición de esa clase, te lo aseguro. La
casa tiene dos dormitorios. Estarás perfectamente segura. Lo primero que
haremos será robar una cerradura Yale para tu puerta.
—De eso ni hablar—dijo ella—. Conozco a los hombres.
—Te doy mi palabra, será una relación puramente amistosa. Se observará el
mayor decoro.
—Conozco a los hombres—repitió ella con firmeza.
—¿No estás siendo un poco irrealista?—preguntó él—. Aquí estamos los dos,
refugiados en esta pesadilla hollywoodiana; deberíamos estar ayudándonos y
consolándonos mutuamente; y tú permites que un estúpido problema moral nos
separe.
—¿Eres capaz de mirarme a los ojos y decirme que tarde o temprano esa
ayuda y ese consuelo no acabarán en la cama?—contestó ella—. ¿Eres
capaz?
—No, no lo soy—contestó él honestamente—. Eso sería negar el hecho de que
eres una chica condenadamente atractiva. Pero yo...
—Entonces eso queda fuera de cuestión, a menos que quieras legalizarlo; y no
estoy prometiendo que acepte.
—No—dijo Bauer con viveza—. Ahí yo trazo una línea, Violet. Habría que
hacerlo a la manera que se hace aquí. Siempre que una pareja quiere
mantener una relación de una noche van al Bodamatón, entran en un cuarto y
quedan conectados. A la mañana siguiente van al Renomatón y allí les
desconectan, y su conciencia queda limpia. ¡Eso es hipocresía! Cuando pienso
en las chicas que me han hecho pasar por esa humillación: Jane Russell, Jane
Powell, Jayne Mansfield, Jane Withers, Jane Fonda, Jane Talzan... ¡Ay Dios
mío!
—¡Oh! ¡Tú! —Violet Dugan se puso en pie de un salto llena de furia—. Así que,
después de tanta charla sobre lo espantoso que es esto, también tú has ido a
Hollywood.
—Es imposible discutir con una mujer—dijo Bauer exasperado—. Yo sólo dije
que no quería hacerlo tal como lo hacen aquí, y ella me acusa de aceptar
Hollywood. ¡Lógica femenina!
—No intentes imponerme tu supremacía masculina—chilló ella—. Cuando te
escucho, me parece volver a los viejos tiempos, y eso me pone enferma.
—Violet... Violet... no nos peleemos. Debemos mantenernos unidos. Mira, lo
arreglaremos a tu modo. Qué demonios, es sólo un cuarto. Pero pondremos
esa cerradura en tu puerta de todos modos. ¿De acuerdo?
—¡Oh! ¡Vaya! ¡Sólo un cuarto! Eres repugnante.—Cogió el orinal florido y le dio
la vuelta.
—Sólo un minuto—dijo Bauer—. ¿Adónde crees que vamos?
—Yo voy a casa.
—Entonces, ¿No formamos equipo?
—No. Por mí puedes ir a consolarte con esas tramposas, llamadas Jane.
Buenas noches.
—Tu no te vas Violet.
—Claro que me voy, señor Bauer.
—No con el orinal. Es mío.
—Lo robé yo.
—Y yo te lo quité a ti.
—Déjalo, Violet.
—Tú me lo diste. ¿Recuerdas?
—Te lo repito, déjalo.
—No lo dejaré. ¡No te acerques a mí!
—Ya conoces a los hombres. ¿Recuerdas? Pero no lo sabes todo sobre ellos.
Ahora deja ese orinal como una buena chica, o sabrás algo más sobre la
supremacía masculina. Te lo advierto, Violet... muy bien, querida, así.
La pálida aurora brillaba en la oficina del inspector Edward G. Robinson,
lanzando rayos azules a través del denso humo de los cigarrillos. La Brigada
Bunco formaba un círculo amenazador alrededor de la figura simiesca
derrumbada en una silla. El Inspector Robinson hablaba pesadamente.
—Está bien. Oigamos de nuevo su historia.
El hombre de la silla se estremeció e intentó alzar la cabeza.
—Me llamo William Bendix—murmuró—. Tengo cuarenta años. Soy escaladorcolocador
de la empresa Groucho, Chico, Harpo y Marx, ingenieros civiles, 122
03 Goldwin Terrace.
—¿Qué es un escalador-colocador?
—Un escalador colocador es un especialista que, por ejemplo, si la empresa
construye un edificio en forma de zapato, para una zapatería, es el que ata los
cordones arriba; pone las pajas encima de un puesto de helados. También. ..
—¿Cuál fue su último trabajo?
—El Instituto de la Memoria del Bulevar Louis B. Mayer 30449.
—¿Y qué hizo usted?
—Puse las venas en el cerebro.
—¿Tiene usted antecedentes policiales?
—No, señor.
—¿Qué estaba haciendo usted en la elegante residencia de Clifton Webb sobre
la media noche pasada?
—Como dije, estaba tomando un vaso de vodka y espinacas en un bar, la
taberna moderna, donde yo puse la espuma de la cerveza arriba cuando lo
construimos, y apareció ese tipo, se acercó a mí y empezó a hablarme. Me
habló de ese tesoro artístico que acababa de importar un tipo muy rico. Me
explicó que también él era coleccionista, pero que no podía permitirse comprar
ese tesoro, y el coleccionista rico estaba tan celoso de él que ni siquiera le
dejaría verlo. Me dijo que me daría cien dólares sólo por poder echarle una
ojeada.
—Quiere usted decir robarlo...
—No, señor, nada de eso. Él dijo que si yo podía sacarlo a la ventana para
poder verlo, me pagaría cien dólares.
—¿Y cuánto le pagaría si se lo entregaba?
—No, señor, sólo mirarlo. Luego yo debía ponerlo otra vez donde estaba, y ése
era el trato.
—Describa a ese hombre.
—Tenía unos treinta años. Bien vestido. Hablaba un poco raro, como un
extranjero, y no hacía más que reírse, como si tuviese un chiste que quisiese
contar. Era de estatura media, quizás algo más. Los ojos oscuros. Y el pelo
también oscuro y ondulado; quedaría muy bien en el tejado de una barbería.
Hubo un repiqueteo urgente en la puerta de la oficina. Entró el detective Edna
May Oliver, con aire alterado.
—¿Qué pasa?—preguntó el inspector Robinson.
—Su historia parece cierta, jefe —informó el detective Oliver—. Fue visto en
ese bar anoche... La Vieja Taberna.
—No, no, no. Es la Taberna Moderna.
—Es igual, jefe. La renovaron para hacer otra gran inauguración esta noche.
—¿Quién colocó la botella en el tejado?—quiso saber Bendix. Nadie le hizo
caso.
—Al parecer le vieron hablando con el hombre misterioso que describe—
continuó el detective Oliver—. Salieron juntos.
—Era nuestro hombre.
—Sí, jefe.
—¿Podría identificarle alguien?
—No, jefe.
—¡Maldita sea!—el inspector Robinson aporreó la mesa exasperado—. Tengo
la impresión de que nos ha engañado.
—¿Cómo, jefe?
—¿Es que no comprendes, Ed? Al parecer se dio cuenta de que estábamos
preparándole una trampa.
—No entiendo, jefe.
—¡Piensa, Ed, piensa! Quizás fuese él el informador que nos dio el soplo de
que nuestro hombre actuaría esta noche.
—¿Quiere decir que se denunció a sí mismo?
—Exactamente.
—Pero, ¿Por qué, jefe?
—Para engañarnos y hacernos detener a otro. Te aseguro que es diabólico.
—Pero, ¿Y qué adelanta con eso, Jefe? Usted ya se ha dado cuenta del
engaño.
—Tienes razón, Ed. El plan de nuestro hombre debe de ir más allá que todo
eso. Pero, ¿Cómo? ¿Cómo?
El inspector Robinson se levantó y empezó a pasear, intentando determinar
con su poderosa mente las tortuosas maquinaciones del astuto ladrón.
—¿Y qué me pasará a mí?—preguntó Bendix.
—Usted puede irse—dijo Robinson—. Amigo mío no es usted más que un peón
en un juego mucho más importante.
—No, lo que yo quiero saber es si puedo cerrar el trato, con ese hombre.
Probablemente esté aún esperando fuera de la casa.
—¿Cómo ha dicho? ¿Esperando?—exclamó Robinson—. ¿Quiere decir que él
estaba allí cuando le detuvimos a usted?
—Debía de estar, claro.
—¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo!—gritó Robinson—. Ahora lo veo todo claro.
—¿El qué, jefe?
—¿No te das cuenta, Ed? El estaba viéndonos cuando nos llevamos a este
idiota. Luego, en cuanto desaparecimos, él entró en la casa.
—¿Quiere decir que...?
—Probablemente esté ahora mismo allí, intentando abrir esa caja.
—¡Dios mío!
—Ed, avisa a la Brigada Volante y a la Brigada Antisubversiva.
—Muy bien, Jefe.
—Ed, quiero que se bloqueen todas las carreteras y caminos que van a dar a la
casa.
—Está bien, jefe.
—Ed, tú y Ed venid conmigo.
—¿Adónde vamos, jefe?
—A la mansión Webb.
—No puede hacer eso, jefe. Es una locura.
—Debo hacerlo. Esta ciudad no es lo bastante grande para nosotros dos. Esta
vez será él... o yo.
La noticia ocupó la primera plana de los periódicos: cómo la Brigada Bunco
había descubierto el diabólico plan del famoso ladrón de antigüedades y
llegado a la fabulosa mansión Webb sólo momentos después de salir éste de
allí con el orinal florido; cómo había encontrado a su inconsciente víctima, la
bella Audrey Hepburn, fiel ayudante de la misteriosa dama del juego Greta
"Ojos de Serpiente" Garbo; cómo Audrey, sospechando intuitivamente que algo
fallaba, había decidido investigar por su cuenta; cómo el astuto ladrón había
practicado un siniestro juego de ratón y gato con ella hasta que tuvo la
oportunidad de derribarla con un golpe brutal.
Entrevistada por los sindicatos de noticias, la señorita Herburrn dijo:
—Fue sólo intuición femenina. Sospeché que algo iba mal y decidí investigar
por mi cuenta. El astuto ladrón practicó un siniestro juego del ratón y el gato
conmigo hasta que tuvo la oportunidad de derribarme con un golpe brutal.
Recibió diecisiete proposiciones de matrimonio por Bodamatón, tres ofertas de
pruebas cinematográficas, veinticinco dólares del Fondo de la Comunidad de
Hollywood Este, el premio Darryl F. Zanuck de interés humano y una riña de su
jefe.
—Deberías haber dicho que te habían violado, Audrey —dijo la señorita
Garbo—. Eso habría mejorado la historia.
—Lo siento, señorita Garbo. Procuraré acordarme la próxima vez. Me hizo una
proposición indecente.
Sucedía esto en el estudio secreto de la señorita Garbo, donde Violet Dugan
(Audrey Hepburn) se dedicaba afanosamente a falsificar un calendario del Corn
Exchange Bank del año 1943, mientras los miembros del Pequeño Grupo de
Poderosos Comerciantes en Arte conferenciaban.
—Cara mía—preguntó De Sica a Violet—. ¿Puedes darnos una descripción
más completa del ladrón?
—Ya he dicho todo lo que puedo recordar, señor De Sica. El único detalle que
parece ayudar es el hecho de que calcula probabilidades para uno de los
tenedores de apuestas más importante del Este.
—¡Bah! Hay centenares de esa especie. Eso no ayuda nada. ¿No dijo algo
relacionado con su nombre?
—No, señor; al menos, no del nombre que usa ahora.
—¿El nombre que usa ahora? ¿Qué quiere decir con eso?
—Bueno... quiero decir... el nombre que utiliza cuando no es el Chico de las
Antigüedades.
—Comprendo. ¿Y su casa?
—Habló de un sitio en Catalina Este.
—Hay doscientos kilómetros de casas en Catalina Este —dijo Horton irritado.
—¿Y qué quiere que haga yo, señor Horton?
—Audrey—ordenó la señorita Garbo—, deja ese calendario y mírame.
—Sí, señorita Garbo.
—Tú te has enamorado de ese hombre. Para ti es una imagen romántica, y no
quieres entregarlo a la justicia. ¿No es así?
—No, señorita Garbo—contestó Violet con vehemencia—. Si hay algo en el
mundo que deseo es que le detengan.—Se acarició la mandíbula—.
¿Enamorada de él? ¡Le odio!
—Bueno—dijo De Sica con un suspiro—. Esto es un desastre. Sencillamente,
estamos obligados a pagar dos millones de dólares si no se recupera el
original.
—En mi opinión —intervino Horton— la policía jamás lo encontrará. ¡Son unos
idiotas! Casi tanto como nosotros por habernos metido en esto.
—Entonces es un caso para un agente privado. Con nuestras conexiones con
el hampa, no deberíamos tener ningún problema para contratar al hombre
adecuado. ¿Alguna sugerencia?
—Nero Wolfe—dijo la señorita Garbo.
—Excelente, Cara mía. Un caballero de cultura y erudición.
—Mike Hammer—propuso Horton.
—Se anota la candidatura. ¿Qué os parece Perry Mason?
—Ese tipo es demasiado honesto—contestó Horton.
—Pues queda tachado. ¿Más sugerencias?
—La señorita North—dijo Violet.
—¿Quién, querida? Oh, sí, Pamela North, la dama detective. No... No, creo que
no. No es un caso para una mujer.
—¿Por qué, señor de Sica?
—Porque hay perspectivas de violencia que parecen poco adecuadas para el
sexo débil, mi querida Audrey.
—No estoy de acuerdo—dijo Violet—. Las mujeres son muy capaces de
cuidarse de sí mismas.
—Ella tiene razón—gruñó la señorita Garbo.
—No lo creo, Greta; y su experiencia de anoche lo prueba.
—Él me derribó con un golpe brutal cuando yo no miraba—protestó Violet.
—Quizás. ¿Queréis que votemos? Yo voto por Nero Wolfe.
—¿Por qué no por Mike Hammer?—preguntó Horton—. Consigue resultados
sin preocuparse cómo.
—Pero esa falta de tacto puede significar que recobremos el original en piezas.
—¡Dios mío! No se me ocurrió pensar eso. Está bien, votaré por Wolfe.
—Yo por la señorita North—dijo la señorita Garbo.
—Pierdes, cara mía. Y queda elegido Wolfe. Bene. Creo que es mejor que
vayamos a visitarle sin Greta, Horton. Resulta notablemente antipático a las
mujeres. Señoras, arrivederchi.
Después de salir dos de los tres poderosos comerciantes en arte, Violet miró
enfurecida a la señorita Garbo.
—¡Machistas!—gruñó—. ¿Por qué tenemos que soportarlos?
—¿Y qué podemos hacer, Audrey?
—Señorita Garbo, quiero permiso para localizar a ese hombre yo sola.
—¿Hablas en serio?
—Desde luego.
—Pero, ¿Qué puedes hacer tú?
—Tiene que haber una mujer en su vida en alguna parte.
—Naturalmente.
—herchez la femme.
—¡Una idea muy inteligente!
—Él mencionó unos cuantos nombres probables, así que la encontraré, y le
encontraré a él, ¿Puedo tomarme un permiso, señorita Garbo?
—Está bien, Audrey. Hazlo. Tráemelo vivo.
La vieja dama que llevaba sombrero galés, delantal blanco, gafas hexagonales
y una masa de labor de punto con agujas, tropezó en la reproducción de las
Escaleras Españolas que llevaban a la Residencia del Rey. La Residencia del
Rey tenía la forma de una corona imperial, con una reproducción de quince
metros del diamante Esperanza relumbrando en la cúspide.
—¡Maldita sea! —murmuró Violet Dugan—. No debería haber sido tan
auténtica con los zapatos. Son infernales.
Entró en la Residencia y subió hasta la décima planta, donde tocó una
campanilla en una puerta flanqueada por un león y un unicornio que rugieron y
relincharon respectivamente. La puerta se hizo nebulosa y luego se aclaró,
mostrando a una Alicia en el País de las Maravillas de grandes ojos inocentes.
—¿Lou?—dijo con ansiedad. Y luego su cara se desvaneció.
—Buenos días, señorita Powell—dijo Violet, sus ojos mirando por encima de la
dama y examinando el apartamento.—Represento al Servicio de Maledicencia,
Ine. ¿Le interesan a usted las murmuraciones? ¿Se está perdiendo los
escándalos más sabrosos? Nuestro equipo de cotillas expertos garantiza la
última noticia a los cinco minutos de producirse; noticias difamatorias, noticias
humillantes, noticias calumniosas, ofensivas, denigrantes...
—Flam —dijo la señorita Powell. La puerta se volvió opaca.
La marquesa de Pompadur, con una falda de brocado y un corpiño de encaje,
su peluca empolvada elevándose por lo menos medio metro, entró en el
enrejado pórtico de Descanso de los Pájaros, una casa privada en forma de
jaula de pájaro. Una cacofonía de cantos de pájaros descendía de su dorada
cúpula. Madame Pompadur sopló en el silbato de reclamo de pájaros que
había en la puerta, que tenía forma de reloj de cuco. La puertecilla que había
sobre la esfera del reloj se abrió y salió de allí una cámara de televisión con un
alegre "¡Cu-cú!" que la inspeccionó.
Violet hizo una profunda reverencia.
—¿Puedo ver a la señora de la casa, por favor?
Se abrió la puerta. Apareció Peter Pan que vestía transparencias verde Lincoln
que revelaban su sexo femenino.
—Buenas tardes, señorita Withers. Avon la visita. Ignatz Avon, el mejor sastre,
que diseña pelucas, transformaciones, tupés, moños, para representaciones,
diversión, moda y...
—Fauf—dijo la señorita Withers. Hubo un portazo. La marquesa se desvaneció.
El artista de la Rivera Izquierda con boina y blusón de terciopelo llevaba su
paleta y su caballete hasta la planta quince de La Pirámide. Justo bajo el ápice
había seis columnas egipcias frente a una inmensa puerta de basalto. Cuando
el pintor arrojó una limosna en el plato de un mendigo de piedra, la puerta giró
sobre unos pivotes, mostrando una tumba sombría en la que había una mujer
tipo Cleopatra vestida como una diosa serpiente cretense, con serpientes a
juego.
—Buenos días, señorita Rusell. Tiffany tiene el placer de ofrecerle una nueva
colección de joyería orgánica, las gemas dérmicas de Tiffany. Tatuadas en alto
relieve, incorporan una fuente de radiación gamma, que se garantiza inofensiva
por treinta días, con diamantes resplandecientes de la mejor agua.
—¡Cholck! —dijo la señorita Rusell. La puerta giró de nuevo sobre sus pivotes
cerrándose, al compás de los últimos acordes de Aida, suavemente entonados
por un coro de armónicas.
La maestra, vistiendo un tailteur de encaje, el pelo tenso y apretado en un
moño, los ojos ampliados por los gruesos cristales de las gafas, cruzaba con
sus libros de texto el puente levadizo de la Casa Solariega. Un almenado
ascensor la llevó hasta la doceava planta, donde se vio obligada a saltar por
encima de un pequeño foso antes de llegar al llamador de la puerta, que tenía
forma de puño. La puerta se movió hacia arriba, como un rastrillo en miniatura,
y apareció Goldilocks.
—¿Louis?—rió ella. Luego su cara se desvaneció.
—Buenas noches, señorita Mansfield. Read-Eze ofrece un nuevo y
espectacular servicio personalizado. ¿Por qué someterse a la monotonía de los
lectores mecánicos cuando Read-Eze dispone de especialistas con voces
adecuadas, capaces de matizar cada palabra individual, que pueden leerles en
persona tebeos, revistas cinematográficas y sentimentales a cinco dólares la
hora? Novelas de misterio, del oeste, y ecos de sociedad a...
El rastrillo descendió de nuevo.
—Primero Lou, luego Louis—murmuró Violet—. Me pregunto si...
La pequeña pagoda estaba emplazada en una reproducción exacta del paisaje
de una lámina Willow Pattern, incluyendo las imágenes de tres culíes en el
puente. La estrella de cine, con gafas de sol oscuras y una blusa blanca
estirada sobre su poitrine de ciento diez centímetros, palmeó sus cabezas al
pasar.
—Cuidado, muñeca—dijo el último.
—¡Oh, perdóneme! Creí que eran estatuas.
—A cincuenta centavos la hora lo somos, pero sólo a efectos visuales.
Mamade Butterfly llegó a la arcada de la pagoda, riendo entre dientes e
inclinándose como una geisha, pero extrañamente adornada con un parche
negro en el ojo izquierdo.
—Buenos días, señorita Fonda. El Límite del Cielo está realizando una oferta
introductoria de un concepto revolucionario en la regeneración del pecho. Una
aplicación de Pecho-G, nuestro polvoantigravedad del color de la piel, bajo el
busto hace milagros. Viene en tres tonos: rubio, tiziano y castaño; y tres
alturas: uva, melón persa y...
—Yo no necesito ningún globo de ascensión—dijo secamente la señorita
Fonda—. Fauf.
—Siento haberla molestado —Violet vaciló—. Perdóneme, señorita Fonda,
pero ¿No desentona este parche en el ojo con el personaje?
—No es ningún adorno, querida; eso es sal. Ese Jourdan es un cabrón.
—Jourdan—dijo Violet para sí, volviendo sobre sus pasos a través del puente—
. Louis Jourdan. ¿Podría ser?
El hombre rana de goma negra, con todo el equipo de pesca submarina
incluyendo máscara, tanque de oxígeno y arpón, cruzó el sendero selvático
hasta la Colina de las Fresas, asustando a los chimpancés. A lo lejos
trompeteó un elefante. El hombre rana tocó un gong de bronce que colgaba de
un cocotero, y le respondieron tambores africanos. Apareció un watusi de más
de dos metros de altura y condujo al visitante a la parte trasera de la casa,
donde una mujer tipo Pocahontas agitaba sus piernas en una imitación del río
Congo a pequeña escala.
—¿Es Louis Bwana? —preguntó. Luego su cara se desvaneció.
—Buenas tardes, señorita Tarzán —dijo Violet—. Apchuck, con una
experiencia de cincuenta años, garantiza el placer de nadar en agua
esterilizada, sea en una piscina olímpica o simplemente en una vieja y
anticuada. Con su sistema patentado de bomba de mercurio limpieza al vacío,
Ap-Chuck elimina barro, arena, cieno, borrachos, heces, desperdicios...
El gong de bronce resonó, y de nuevo contestaron los tambores.
—¡Oh! Ahora debe de ser Louis—gritó la señorita Tarzán—. Sabía que iba a
cumplir su promesa.
La señorita Tarzán se acercó corriendo a la parte delantera de la casa. La
señorita Dugan se colocó la máscara sobre la cara y se sumergió en el Congo.
Al otro lado salió a la superficie tras una fronda de bambú, junto a un cocodrilo
de aire muy real. Golpeó su cabeza una vez para asegurarse de que estaba
disecado. Luego se volvió a tiempo justo de ver a Sam Bauer entrar en el
jardín-selva, del brazo de Jane Tarzán.
Oculta en la cabina en forma de teléfono del otro lado de la calle, frente a la
Colina de las Fresas, Violet Dugan y la señorita Garbo discutían
acaloradamente.
—Fue un error llamar a la policía, Audrey.
—No, señorita Garbo.
—El inspector Robinson lleva ya diez minutos en esa casa. Fallará otra vez.
—Con eso cuento, señorita Garbo.
—Entonces yo tenía razón. Tu no quieres que ese... ese Louis Jourdan sea
capturado.
—Sí quiero, señorita. ¡Claro que quiero! ¡Si me dejara!
—Te encandiló con su propuesta indecente.
—Escuche, por favor, señorita Garbo. Lo importante no es capturarle sino
recobrar los objetos robados. ¿No es cierto?
—¡Excusas! ¡Excusas!
—Si le detienen ahora, nunca nos dirá dónde está el orinal.
—¿Sí?
—Por eso tenemos que obligarle a que nos indique dónde esta.
—¿Pero cómo?
—Yo he cogido una hoja de su libro. ¿Recuerda cómo engañó a aquel
individuo para despistar a la policía?
—Aquel idiota de Bendix.
—Bueno, pues ahora nosotros utilizamos igual al inspector Robinson. ¡Oh,
mire! Algo pasa.
En la Colina de las Fresas se había organizado un auténtico pandemonio. Los
chimpancés chillaban y saltaban de rama en rama. Apareció el watusi,
corriendo a toda prisa perseguido por el inspector Robinson. El elefante
empezó a trompetear. Un gigantesco cocodrilo se arrastraba veloz entre la
hierba. Jane Tarzán apareció, corriendo a toda prisa, perseguida por el
inspector Robinson. Sonaban los tambores africanos.
—Yo habría jurado que ese cocodrilo estaba disecado —murmuró Violet.
—¿Qué dices, Audrey?
—Ese cocodrilo... ¡Sí, tenía razón! Perdóneme, señorita Garbo. Tengo que
irme.
El cocodrilo se había alzado sobre sus patas traseras y descendía ahora por el
prado de la Colina de las Fresas. Violet salió de la cabina telefónica y empezó
a seguirle sin prisa. El espectáculo de un cocodrilo andando sobre las patas
traseras seguido, a discreta distancia, por un hombre rana no producía ningún
interés particular a los transeúntes de Hollywood Este. El cocodrilo miró hacia
atrás por encima del hombro una o dos veces y al final advirtió la presencia del
hombre rana. Aceleró el paso. El hombre rana lo aceleró también. Empezó a
correr. El hombre rana corrió, fue quedando atrás, abrió su tanque de oxígeno y
empezó a reducir distancia. El cocodrilo dio un salto y se agarró a un tranvía
atestado de gente que le condujo hacia el Este. El hombre rana gritó a un
rickshaw que pasaba:
—¡Siga a ese cocodrilo!—gritó en el auricular del robot.
En el zoo, el cocodrilo abandonó el tranvía y se perdió entre la multitud. El
hombre rana abandonó el rickshaw y le siguió frenéticamente a través de la
Casa Berlín, la Casa Moscú y la Casa Londres. En la Casa Roma, donde los
curiosos arrojaban pizzas a los ejemplares que había tras la reja, Violet vio a
uno de los romanos que estaba tendido, desnudo e inconsciente en una
pequeña jaula de un rincón. A su lado había una piel de cocodrilo vacía. Violet
miró a su alrededor y vio a Bauer que se deslizaba vestido con un traje de
rayas y sombrero borsalino.
Corrió tras él. Bauer echó a un muchacho de un pony eléctrico de carrusel,
saltó a su grupa y empezó a galopar hacia el Oeste. Violet saltó a la espalda de
un lama que pasaba.
—Siga a ese carrusel—gritó. El lama empezó a correr.
—Ch-iao csi-fu nan tso mei mi chou—se quejaba—. Pero ése ha sido siempre
mi problema.
En la Estación Hudson, Bauer abandonó el pony, fue encorchado en una
botella y lanzado al río. Violet saltó al asiento de timonel de un bote de siete
remos.
—Siga a esa botella—gritó.
En la orilla de Jersey (Nueva Este), Violet persiguió a Bauer por el Freeway y
luego por Dodge em kar, hasta Old Newark, donde Bauer saltó a un trampolín y
fue catapultado hasta el cilindro delantero del monorraíl Block Island &
Nantucket. Violet esperó astutamente a que el monorraíl abandonase la
estación, y entonces se subió al cilindro trasero.
Dentro, a punta de arpón, detuvo a una madame adolescente y la obligó a
intercambiar la ropa con ella. Vestida con zapatillas de ópera, medias negras,
falda a cuadros, blusa de seda y rulos, arrojó a la chillona madame del
monorraíl en la estación de la calle Vine Este y comenzó a observar más
abiertamente lo que sucedía en el cilindro delantero. Bauer se apeó
subrepticiamente en Montauk, el punto situado más al este de Catalina Este.
Esperó de nuevo a que el monorraíl comenzase a abandonar la estación para
seguirle. En el andén inferior. Bauer se deslizó en el Cañón de trasbordo y fue
lanzado al espacio. Violet corrió al mismo cañón, dejó cuidadosamente los
indicadores de coordinación, tal como Bauer los había colocado, y fue lanzada
menos de treinta segundos después de Bauer, y fue a caer en la red de
aterrizaje justo cuando él subía por la escalerilla de cuerda.
—¡Tú!—exclamó él.
—Yo.
—¿Eras tú la que llevaba un traje de hombre rana?
—Creí que te había despistado en Newark.
—No, no lo conseguiste —dijo ella agriamente—. He conseguido alcanzarte,
amigo.
Entonces ella vio la casa.
Tenía la misma forma que la casa que solían dibujar los niños en el siglo
veinte: dos plantas; tejado picudo, cubierto con papel impermeabilizante; sucias
tejas marrones, la mitad de ellas desprendidas; ventanas simples con cuatro
paños de cristal en cada marco, chimenea de ladrillos rodeada de hiedra;
porche delantero medio hundido a la derecha los restos carcomidos de un
garaje para dos coches; una mata de desvaído zumaque a la izquierda. A la luz
del crepúsculo parecía una casa encantada
—Oh, Sam —balbuceó ella—. ¡Es maravillosa !
—Es una casa—dijo él con sencillez. ¿Cómo es por dentro?
—Ven y lo verás.
Dentro, era una casa encargada por correo sin adulterar, llena de artículos
baratos de segunda mano.
—Es magnífica—dijo Violet; recorrió con amoroso detenimiento el aspirador,
tipo lata, con tope de vinilo.
—Es tan... tan agradable—añadió—. No me había sentido tan feliz en años.
—¡Espera, espera! —dijo Bauer, reventando de orgullo. Se arrodilló ante la
chimenea y encendió un fuego de troncos de abedul. Las llamas crepitaron en
amarillo y naranja.
—Mira—añadió—. Auténtica madera y auténticas llamas. Y conozco un museo
donde tienen un par de morillos a juego.
—¡No! ¿De veras?
Él asintió.
—En el Peabodi, en Yale High.
Violet tomó una decisión.
—Sam, yo te ayudaré.
Él la miró fijamente.
—Te ayudaré a robarlos—dijo—. Yo... te ayudaré a robar todo lo que quieras.
—¿Hablas en serio, Violet?
—Fui una idiota. Nunca entendí... Yo... Tenías razón. Nunca debería haber
permitido que una cosa tan estúpida se interpusiera entre nosotros.
—¿No estás diciendo eso para engañarme, Violet?
—No, Sam. De veras.
—¿O porque te gusta mi casa?
—Claro que me gusta, pero ése no es el único motivo.
—¿Entonces somos socios?
—Sí.
—Esa mano.
Pero en vez de darle la mano ella le echó los brazos al cuello y se apretó
contra él. Minutos después, en la silla plegable de espuma con mecanismo de
tres posiciones, ella murmuraba en el oído de él:
—Somos nosotros contra todos, Sam.
—Déjales que vigilen, es todo lo que tengo que decir.
—Y "todos" incluye a esas mujeres llamadas Jane.
—Violet, te juro que nunca tuve nada serio con ellas. Si pudieses verlas
—Las he visto.
—¿De verás? ¿Dónde? ¿Cómo?
—Ya te lo contaré otro día.
—Pero...
—Oh, cállate...
Mucho más tarde él dijo:
—Si no colocamos un cierre en esa puerta del dormitorio, tendremos
problemas.
—Al diablo con el cierre—dijo Violet.
—ATENCIÓN, LOUIS JOURDAN—clamó una voz.
Sam y Violet se levantaron de la silla, asombrados. Una luz blanquiazul
penetraba por las ventanas de la casa. Llegó el excitado clamor de una
muchedumbre preparada para el linchamiento, el galopante crescendo de la
Obertura de Guillermo Tell y efectos sonoros del Derby de Kentucky, una
locomotora, destructores en estaciones de combate y ruidos de cataratas.
—ATENCIÓN, LOUIS JOURDAN —bramó de nuevo la voz.
Corrieron a una ventana y miraron. La casa estaba rodeada de cegadoras
luces Kleig. Confusamente pudieron ver una horda de Jacqueries con una
guillotina, televisión y cámaras de noticias, una orquesta de noventa
instrumentos, una batería de mesa sonora manejada por técnicos con
auriculares, un director con pantalones de montar que llevaba un megáfono, él
inspector Robinson con un micrófono y un círculo de sillas de cubierta en las
que se sentaban una docena de hombres y mujeres con atuendos teatrales.
—ATENCIÓN, LOUIS JOURDAN. HABLA EL INSPECTOR EDWARD G.
ROBINSON. ESTA RODEADO. NOSOTROS... ¿QUÉ? AH, TIEMPO PARA UN
ANUNCIO... MUY BIEN. ADELANTE.
Bauer miró furioso a Violet.
—Así que era una trampa.
—No, Sam, te lo juro.
—Entonces, ¿Qué están haciendo esos aquí?
—No lo sé.
—Tú los trajiste.
—iNo, Sam, no! Yo... quizás no fuese tan lista como creí que era. Quizás me
siguieron cuando yo te seguía a ti; pero te juro que no los vi.
—Mientes.
—No, Sam—empezó a llorar.
—Tú me vendiste.
—ATENCIÓN, LOUIS JOURDAN. ATENCIÓN LOUIS JOURDAN. DEBE
PONER EN LIBERTAD A AUDREY HEPBURN.
—¿Quién?—Bauer estaba confuso.
—Soy yo—murmuró Violet—. Es el nombre que adopté, lo mismo que tú.
Audrey Hepburn y Violet Dugan son la misma persona. Creen que tú me has
raptado; pero yo no te vendí, Sam. No soy una traidora.
—¿Estás de mi parte?
—Lo estoy.
—ATENCIÓN, LOUIS JOURDAN. SABEMOS QUIÉN ERES. SAL CON LAS
MANOS EN ALTO. DEJA LIBRE A AUDREY HEPBURN Y SAL CON LAS
MANOS EN ALTO.
Bauer abrió bruscamente la ventana.
—Ven a cogerme, policía—gritó.
—ESPERA A QUE TERMINE EL PERÍODO DE ANUNCIOS, AMIGO.
Hubo una pausa de diez minutos para identificación de la red. Luego se oyó
una descarga. Minúsculas nubes en forma de hongo se alzaron donde cayeron
los proyectiles de fisión. Violet lanzó un chillido. Bauer cerró de golpe la
ventana.
—Utilizan las municiones con mucho cuidado—dijo—. Tienen miedo a
estropear los objetos que hay aquí. Quizás tengamos una posibilidad, Violet.
—¡No! por favor, querido, no intentes luchar con ellos.
—No puedo. No tengo nada para luchar.
Los disparos llegaban ahora de modo continuo. Cayó un cuadro de la pared.
—Sam escúchame —suplicó ella—. Entrégate. Sé que por robo te condenarán
a noventa días, pero estaré esperándote cuando salgas.
Una ventana se estremeció.
—¿Me esperarás, Violet?
—Te lo juro.
Comenzó a arder una cortina.
—¡Pero noventa días! ¡Tres meses completos!
—Empezaremos una nueva vida juntos.
Fuera, el inspector Robinson lanzó un súbito gruñido y se llevó la mano al
hombro.
—Esta bien—dijo Bauer—me entregaré. Pero mírales, convirtiendo todo esto
en una película... "Los Intocables" y "Los Escandalosos Años Veinte". No les
dejaré que recuperen nada de lo que conseguí. Espera un minuto...
—¿Qué vas a hacer?
Fuera, la Brigada Bunco comenzó a toser, como por efecto de gases
lacrimógenos.
—Volarlo todo—dijo Bauer.
—¿Volarlo todo? ¿Cómo?
—Tengo un poco de dinamita que cogí en Groucho, Chico, Harpo y Marx
cuando andaba tras su colección de picos. No conseguí ningún pico, pero
conseguí esto. —Mostró una pequeña vara roja con un marcador arriba. A un
lado estaba escrito: TNT.
Fuera, Ed (Begley) se llevó la mano al corazón, sonrió con bravura y se
derrumbó.
—No sé cuanto tiempo nos darán —dijo Bauer—. Así que cuando yo empiece,
corre a toda prisa. ¿De acuerdo?
—Sí—dijo ella, temblando.
Accionó el marcador, que inició un tic-tac amenazador, y arrojó el TNT sobre el
sofá-cama verde salvia.
—¡Corre!
Salieron corriendo por la puerta principal bajo la cegadora luz con las manos en
alto.
El TNT era tolueno termonuclear.
—Doctor Culpepper —dijo el señor Pepys—, éste es el señor Chistopher Wren.
Este es el señor Robert Hooke.
Por favor, siéntese, caballero. Le hemos pedido que acuda a la Sociedad Real
y nos dé asesoramiento como el más destacado físicoastrologo de Londres.
Sin embargo, hemos de pedirle que guarde secreto sobre todo esto.
El doctor Culpepper asintió muy serio y miró a hurtadillas el misterioso cesto
que había sobre la mesa frente a los tres caballeros. Estaba cubierto con un
fieltro verde.
—Imprimís—dijo el señor Hooke—, los artículos que le mostraremos fueron
enviados a la Sociedad Real desde Oxford, donde fueron requeridos a varios
artífices, los diseños fueron suministrados por el comprador. Obtuvimos estos
ejemplares de los citados artesanos por robo. Secundo la fabricación de los
objetos fue encargada en secreto por ciertas personas que han alcanzado gran
poder y riqueza en las facultades universitarias a través de conjuros,
predicciones, augurios, y premoniciones. ¿Señor Wren?
El señor Wren alzó delicadamente el paño de fieltro como si temiese una
infección. Desplegados en el cesto había: una pila de servilletas de papel, doce
astillas de madera, sus puntas curiosamente empapadas en azufre, un par de
gafas de montura de concha con lentes de un color oscuro y humoso, un
extraño alfiler, doblado sobre sí mismo de modo que la punta encajaba en un
cierre; y dos grandes telas blandas de franela, una bordada con EL y otra con
ELLA.
—Doctor Culpepper —preguntó con tono sepulcral el señor Pepys—¿Son éstos
los amuletos de brujería?

FIN

EL TIEMPO ES EL TRAIDOR



EL TIEMPO ES EL TRAIDOR
Alfred Bester

No se puede retroceder ni se puede parar. Los finales felices son siempre
dulces y amargos al mismo tiempo.
Había un hombre llamado John Strapp; era el hombre más valioso, más
poderoso y legendario de un mundo que comprendía setecientos planetas y
casi dos billones de individuos. Se le valoraba por una sola cualidad: era capaz
de tomar Decisiones. Adviértase la D mayúscula. Era uno de los pocos
hombres que podían tomar Decisiones Capitales en un mundo de increíble
complejidad, y sus Decisiones eran correctas en un ochenta y siete por ciento.
Vendía sus Decisiones a elevado precio.
Había también una industria llamada, digamos, Bruxton Biótica, con fábricas en
Deneb Alfa, Mizar III, Terra, y oficinas centrales en Alcor IV. Los ingresos
brutos de Bruxton eran de doscientos setenta millones de crs. El desarrollo de
las relaciones comerciales de Bruxton con consumidores y competidores exigía
los servicios especializados de doscientos economistas de empresa expertos
cada uno en una pequeña faceta del inmenso cuadro general. Nadie era lo
bastante grande como para coordinar todo el cuadro.
Bruxton podía necesitar una Decisión Capital sobre política. Un especialista en
investigación llamado E.T.A. Golan, de los laboratorios de Deneb, había
descubierto un nuevo catalizador de síntesis biótica. Era una hormona
embriológica que producía moléculas nucléicas tan plásticas como la arcilla. La
arcilla podía modelarse y desarrollarse en cualquier dirección. Problemas:
¿Debía Bruxton abandonar los métodos de la vieja cultura y adaptarse a esta
nueva técnica? La decisión implicaba una amplia gama de factores
interrelacionados: costos, beneficios, tiempo, suministro, demanda, formación,
patentes, legislaciones, acciones judiciales, etc. Sólo había una respuesta.
Preguntar a Strapp.
Las negociaciones iniciales fueron breves. Strapp y Compañía contestó que la
factura de John Strapp era de cien mil crs, más un uno por ciento de las
acciones con derecho a voto de Bruxton Biótica. Lo toma o lo deja. Bruxton
Biótica lo tomó con placer.
La segunda etapa fue más complicada. John Strapp tenía muchísima
demanda. Tenía un programa de Decisiones con un ritmo de dos por semana
hasta principio de año. ¿Podía Bruxton esperar tanto? Bruxton no podía.
Enviaron entonces a Bruxton una lista de las visitas concertadas por John
Strapp, y se le dijo que acordase un cambio con cualquiera de los clientes
como mejor pudiese. Bruxton trató, pagó, sobornó, y consiguió su propósito.
John Strapp debía presentarse en la fábrica central de Alcor, el 29 de junio,
lunes, exactamente al mediodía.
Entonces comenzó el misterio. A las nueve en punto de aquella mañana del
lunes, Aldous Fisher, el hosco mensajero de Strapp, apareció en las oficinas de
Bruxton. Tras una breve conferencia con el viejo Bruxton en persona, se radió
por toda la fábrica el siguiente mensaje: ¡ATENCIÓN! ¡ATENCIÓN!
¡URGENTE! ¡URGENTE! TODO EL PERSONAL MASCULINO LLAMADO
KRUGER PRESÉNTESE EN LA OFICINA CENTRAL. REPITO. TODO EL
PERSONAL MASCULINO LLAMADO KRUGER PRESÉNTESE EN LA
OFICINA CENTRAL. ¡URGENTE! REPITO. ¡URGENTE!
Cuarenta y siete hombres llamados Kruger se presentaron en la oficina central
y fueron enviados a casa con órdenes estrictas de quedarse allí hasta nueva
orden. La policía de la fábrica organizó una rápida investigación y, acompañada
del irascible Fisher, comprobó los carnets de identidad de todos los empleados
a los que pudieron coger. Nadie llamado Kruger quedaba en la fábrica, pero era
imposible identificar a dos mil quinientos hombres en tres horas. Fisher ardía y
humeaba como ácido nítrico.
A las once y media, Bruxton Biótica estaba inquieta. ¿Por qué enviar a casa a
todos los Kruger? ¿Qué tenía que ver aquello con el legendario John Strapp?
¿Qué clase de hombre era Strapp? ¿Qué aspecto tenía? ¿Cómo actuaba?
Ganaba diez millones de crs al año. Poseía el uno por ciento del mundo.
Estaba tan próximo a Dios en la mente del personal que la gente esperaba
ángeles y trompetas doradas y una criatura gigante y barbuda de infinita
sabiduría y compasión.
A las once cuarenta llegó la guardia personal de Strapp: un escuadrón de
seguridad de diez hombres, de paisano, que comprobaron puertas y vestíbulos
con helada eficiencia. Dieron órdenes. Había que quitar aquello. Había que
cerrar aquello otro. Había que hacer varias cosas. Se hicieron. Nadie discutía
con John Strapp. El escuadrón de seguridad tomó posiciones y esperó. Bruxton
Biótica no respiraba.
Llegó el mediodía y una mancha plateada apareció en el cielo. Se aproximó
con un gran silbido y aterrizó con tremenda velocidad y precisión ante la puerta
principal. Se abrió la puerta de la nave. Salieron dos individuos corpulentos con
los ojos alertas, recelosos. El jefe del escuadrón de seguridad hizo una señal.
De la nave salieron dos secretarias, pelo castaño una y la otra pelirroja.
Elegantes, bellas, eficaces. Tras ellas salió un delgado oficinista de unos
cuarenta años, de traje arrugado, con los bolsillos laterales llenos de papeles,
gafas de concha y el pelo revuelto. Tras él salió una majestuosa criatura, alta,
mayestática, recién afeitada pero de infinita sabiduría y compasión.
Los dos forzudos se situaron a los lados del hombre apuesto y le escoltaron
escaleras arriba y cruzaron con él la puerta principal. Bruxton Biótica suspiró
feliz. John Strapp no desilusionaba. Era realmente Dios y era un placer que
poseyese el uno por ciento de ti mismo. Los visitantes descendieron por el
vestíbulo principal hasta la oficina del viejo Bruxton y entraron. Bruxton les
estaba esperando, mayestáticamente situado tras su mesa. Se levantó casi de
un salto y corrió hacia adelante. Cogió la mano del hombre majestuoso con
fervor y exclamó:
—Señor Strapp, en nombre de toda mi empresa, le doy la bienvenida.
El oficinista cerró la puerta y dijo:
—Strapp soy yo.—Hizo una seña a su empleado, que se sentó tranquilamente
en un rincón—. ¿Dónde tiene sus datos?
El viejo Bruxton indicó su mesa. Strapp se sentó ante ella, cogió las gruesas
carpetas y empezó a leer. Un hombre delgado. Un hombre acosado. Un
hombre de cuarenta y tantos años. Pelo negro y liso. Ojos azul porcelana. Una
buena boca. Buenos huesos bajo la piel. Una cualidad destacaba: la falta total
de conciencia de sí mismo. Pero cuando hablaba había un subtono histérico en
la voz que mostraba que había en su interior algo violento y salvaje.
Tras dos horas de implacable lectura y de comentarios en murmullos a sus
secretarias, que tomaban notas crípticas con símbolos especiales, Strapp dijo:
—Quiero ver la fábrica.
—¿Por qué?—preguntó Bruxton.
—Para sentirla —contestó Strapp—. En una Decisión siempre va implícita una
cuestión de matiz. Es el factor más importante.
Salieron de la oficina y se inició el desfile: el escuadrón de seguridad, los
forzudos, las secretarias, el oficinista, el acre Fisher y el majestuoso empleado.
Lo recorrieron todo. Lo vieron todo. El "oficinista" hizo la mayor parte del trabajo
práctico para "Strapp". Habló con obreros capataces, técnicos, y personal alto,
bajo y medio. Pidió nombres, cotilleó, se los presentó al gran hombre, hablaron
de sus familias, sus condiciones de trabajo, sus ambiciones. Exploró, olió y
sintió. Tras cuatro horas agotadoras volvieron a la oficina de Bruxton. El
"oficinista" cerró la puerta. El empleado se fue a su rincón.
—Bueno —dijo Bruxton—. ¿Sí o no?
—Espere, —dijo Strapp.
Repasó las notas de sus secretarias, las asimiló cerró los ojos y estuvo
silencioso y quieto en medio de la oficina como quien se esfuerza por oír un
susurro distante.
—Sí—decidió, y pasó a ser más rico en un total de cien mil crs. y un uno por
ciento de las acciones con derecho a voto de Bruxton Biótica. En
compensación, Bruxton tenía una seguridad de un ochenta y siete por ciento de
que la Decisión era correcta. Strapp abrió de nuevo la puerta, se reorganizó el
desfile y salió de la fábrica. El personal aprovechó su última oportunidad para
fotografiar y tocar al gran hombre. El oficinista ayudaba en las relaciones
públicas con voluntariosa afabilidad. Preguntaba nombres, presentaba y
amenizaba la charla. El rumor de voces y risas se incrementó cuando llegaron
a la nave. Entonces sucedió lo increíble.
—¡Tú! —gritó súbitamente el oficinista, su voz horriblemente aguda—. ¡Tú, hijo
de puta! ¡Condenado y piojoso asesino! ¡Llevaba tiempo esperando esto! ¡Hace
diez años que lo espero!
Sacó un aplanado revólver de su bolsillo interior y asestó un tiro en la frente a
un hombre.
El tiempo se detuvo. Los sesos y la sangre tardaron horas en salir por la nuca,
y el cuerpo en encogerse. Entonces el equipo de Strapp se puso en acción.
Metieron rápidamente al oficinista en la nave. Le siguieron las secretarias,
luego el empleado majestuoso. Los dos forzudos saltaron tras ellos y cerraron
la puerta. La nave despegó y desapareció con un silbido. Los diez hombres que
iban de paisano se dispersaron tranquilamente y desaparecieron. Sólo quedó
Fisher, el hombre contacto de Strapp, junto al cadáver, en el centro de una
multitud horrorizada.
—Compruebe su identificación—masculló Fisher.
Alguien sacó la cartera del muerto y la abrió.
—William F. Kruger, biomecánico.
—¡Condenado idiota! —dijo Fisher furioso—. Se lo advertimos. Se lo
advertimos a todos los Kruger. Muy bien. Llame a la policía.
Aquél era el sexto asesinato de John Strapp. Arreglarlo le costó exactamente
quinientos mil crs. Los otros cinco le habían costado lo mismo, y la mitad de la
cifra iba normalmente a manos de un hombre lo bastante desesperado para
sustituir al asesino y alegar locura temporal. La otra mitad, a los herederos del
difunto. Había seis sustitutos encerrados en diversas penitenciarías,
cumpliendo de veinte a cincuenta años. Sus familiares eran doscientos
cincuenta mil crs. más ricos.
En sus habitaciones del Alcor Splendide, el equipo de Strapp evacuaba
consultas sombrío.
—Seis en seis años—dijo con amargura Aldous Fisher—. No vamos a poder
mantenerlo en secreto mucho más. Tarde o temprano alguien se preguntará
por qué John Strapp contrata siempre oficinistas locos.
—Entonces le contratamos también a él —dijo la secretaria pelirroja—. Strapp
puede permitírselo.
—Puede permitirse un asesinato al mes —murmuró el empleado majestuoso.
—No.—Fisher negó con la cabeza vivamente—. Las cosas pueden arreglarse
hasta ciertos límites, pero no más allá. Uno llega al punto de saturación. Ahora
hemos llegado. ¿Qué vamos a hacer?
—¿Pero qué demonios le pasa a Strapp?—preguntó uno de los forzudos.
—¿Quién sabe? —exclamó Fisher exasperado—. Tiene una fijación Kruger.
Conoce a un hombre llamado Kruger Cualquier hombre que se llame Kruger. Y
se pone a gritar, a maldecir. Y lo mata. No me preguntéis por qué. Es algo
enterrado que pertenece a su vida pasada.
—¿No le has preguntado a él?
—¿Cómo iba a hacerlo? Es como un ataque epiléptico. Ni siquiera él sabe qué
sucedió.
—Habría que llevarle a un psicoanalista—sugirió el forzudo.
—Eso es imposible.
—¿Por qué?
—Tú eres nuevo—dijo Fisher—. No comprendes.
—Hazme comprender.
—Te haré una analogía. Allá por mil novecientos la gente jugaba a la baraja
con cincuenta y dos cartas. Eran tiempos sencillos. Hoy todo es más complejo.
Jugamos con cinco mil doscientas cartas en la mesa. ¿Comprendes?
—Voy comprendiendo.
—Un cerebro puede controlar cincuenta y dos cartas. Puede tomar decisiones
sobre ese total. En mil novecientos lo tenían muy fácil. Pero no hay mente
capaz de hacer lo mismo con cinco mil doscientas cartas... salvo la de Strapp.
—Tenemos computadoras.
—Son perfectas cuando sólo se trata de cartas. Pero cuando hay que hacer
cálculos teniendo en cuenta también a los cinco mil doscientos jugadores que
manejan las cartas, lo que les gusta, lo que les disgusta, motivos, inclinaciones,
proyectos, tendencias, etc., lo que Strapp llama los matices, entonces Strapp
es capaz de hacer lo que no puede hacer una máquina. Él es único, y el
psicoanálisis podría destruir su capacidad.
—¿Por qué?
—Porque en Strapp se trata de un proceso inconsciente —explicó irritado
Fisher—. Él no sabe cómo lo hace. Si lo supiese acertaría en un cien por cien
en vez de en un ochenta y siete. Es un proceso inconsciente, y, por lo que
sabemos, puede relacionarse con la misma anormalidad que le empuja a matar
a todos los Kruger. Si le libramos de una cosa, podemos destruir la otra. No
podemos correr ese riesgo.
—¿Qué podemos hacer entonces?
—Proteger nuestra propiedad —respondió Fisher, mirando a su alrededor
sobriamente.— No olvidéis esto ni un instante. Hemos trabajado mucho en
Strapp para permitir que se destruya. ¡Hemos de proteger nuestra propiedad!
—Yo creo que lo que él necesita es amistad—dijo la secretaria de pelo
castaño.
—¿Por qué?
—Podríamos descubrir lo que le molesta sin destruir nada. La gente habla con
los amigos. Strapp hablaría.
—Nosotros somos sus amigos.
—No, no lo somos. Somos sus socios.
—¿Ha hablado él contigo?
—No.
—¿Contigo?—preguntó Fisher a la pelirroja.
Esta negó con la cabeza.
—Está buscando algo que no encuentra nunca.
—¿El qué?
—Una mujer, creo. Un tipo especial de mujer.
—¿Una mujer llamada Kruger?
—No sé.
—Maldita sea, esto no tiene sentido. —Fisher lo pensó un momento—. Está
bien. Le contrataremos un amigo y aligeraremos el programa de trabajo para
que el amigo tenga oportunidad de hacer hablar a Strapp. De ahora en
adelante reduciremos el programa a una Decisión semanal.
—¡Dios mío! —exclamó la secretaria de pelo castaño—. Eso significa cinco
millones menos al año.
—Hay que hacerlo—dijo Fisher—. Se trata de aceptar esta reducción ahora o
perderlo todo más tarde. Somos lo bastante ricos para aguantarlo.
—¿Y cómo vas a resolver lo del amigo? —preguntó el empleado majestuoso.
—Ya dije que contrataría a uno. Contrataremos al mejor. Comunica con Terra a
través del TT. Diles que localicen a Frank Alceste y ponlo en comunicación
urgente conmigo.
—¡Frankie! —gritó la pelirroja—. ¡Me desmayo!
—¡Oh! ¡Frankie! —la de pelo castaño se abanicó.
—¿Te refieres a Frank Alceste el Fatal? ¿Al campeón de levantamiento de
peso? —preguntó sobrecogido el forzudo—. Le vi luchar con Lonzo Jordan.
¡Oh, Dios mío!
—Ahora es actor —explicó el empleado majestuoso—. Trabajé con él una vez.
Canta. Y baila. Y...
—Y es doblemente fatal—interrumpió Fisher—. Le contrataremos. Firmaremos
un contrato. Él será amigo de Strapp. Tan pronto como Strapp le conozca, él...
—¿Conozca a quién?—Strapp apareció en el quicio de la puerta de su
dormitorio, bostezando, parpadeando ante la luz. Dormía siempre
profundamente después de sus ataques—. ¿A quién voy a conocer?
Miró a su alrededor, delgado, grácil, pero acosado e indudablemente poseído.
—Un hombre llamado Frank Alceste—dijo Fisher—. Nos ha pedido una
presentación y no podemos rechazarle por más tiempo.
—¿Frank Alceste?—murmuró Strapp—. Nunca oí hablar de él.
Strapp podía hacer Decisiones; Alceste amigos. Era un hombre vigoroso de
treinta y tantos años, pelo rubio pajizo, cara pecosa, nariz quebrada y ojos
grises muy hundidos. Tenía la voz firme y suave. Se movía con esa agilidad
casi femenina de los atletas. Te hechizaba sin que te dieses cuenta, y sin que
pudieses evitarlo. Hechizó a Strapp, pero Strapp también le hechizó a él. Se
hicieron amigos.
—No, se trata realmente de amistad—dijo Alceste a Fisher al devolverle el
cheque que pretendía darle como pago—. Yo no necesito ese dinero, y el viejo
Johnny me necesita. Olvidemos que me contratasteis. Rompe el contrato.
Intentaré ayudar a Johnny por mi cuenta.
Alceste se volvió para salir de la suite del Rigel Splendide y pasó ante las
secretarias que le contemplaban con ojos muy abiertos.
—Si no estuviese tan ocupado, señoritas —murmuró—, cuánto me gustaría
perseguirlas un poco.
—Persígueme a mí, Frankie—dijo la de pelo castaño.
La pelirroja parecía inmovilizada.
Y mientras Strapp y Compañía zigzagueaba lentamente de ciudad en ciudad y
de planeta en planeta, con su nuevo plan de una Decisión por semana, Alceste
y Strapp se solazaban tranquilos mientras el empleado majestuoso concedía
entrevistas y posaba para los fotógrafos. Hubo interrupciones cuando Frankie
tuvo que volver a Terra para hacer una película, pero entre tanto jugaron al
golf, al tenis, apostaron a los caballos, a los galgos, y asistieron a veladas de
lucha y de boxeo y a competiciones deportivas. Visitaron los centros nocturnos
y Alceste volvió con un curioso informe.
—Bueno, no sé hasta qué punto habéis estado observando de cerca a
Johnny—dijo a Fisher—, pero has de saber que apenas si duerme de noche.
—¿Cómo dices? —exclamó Fisher sorprendido.
—El amigo Johnny, se larga todas las noches cuando os creéis que está dando
reposo a su mente.
—¿Cómo lo sabes?
—Por su reputación—dijo Alceste con tristeza—. Le conocen en todas partes.
En todos los antros de aquí a Orión conocen al amigo Johnny. Y le conocen del
peor modo.
—¿Por su nombre?
—Por un mote. Le llaman Tierradevastada.
—¡Tierradevastada!
—Vaya, vaya. Señor Devastación. Arrasa a las mujeres como un fuego de la
pradera. ¿Sabías esto?
Fisher negó con un gesto.
—Debe pagarlo de su bolsillo personal—musitó Alceste y se fue.
Había algo aterrador en aquella relación de Strapp con las mujeres. Solía
entrar en un club con Alceste ocupar una mesa, sentarse y beber. Luego se
levantaba y examinaba fríamente el local, mesa por mesa, mujer por mujer. A
veces algunos hombres se enfurecían y pretendían pegarle. Strapp se libraba
de ellos con malevolencia y frialdad, de un modo que provocaba la admiración
profesional de Alceste. Frankie nunca peleaba personalmente. Ningún
profesional toca nunca a un aficionado. Pero procuraba hacer las paces, y si no
lo lograba, acudía a los puños como última solución.
Tras examinar a todas las mujeres, Strapp se sentaba y esperaba el
espectáculo, tranquilo, charlando y riendo. Cuando aparecían las chicas, se
apoderaba de nuevo de él aquel lúgubre arrebato y se ponía a examinar a la
concurrencia cuidadosa y desapasionadamente. Muy pocas veces localizaba a
una chica que le interesase; siempre el tipo idéntico: una chica de cola de
caballo, ojos negrísimos y piel clara y sedosa. Entonces empezaba el
problema.
Si era una artista, Strapp acudía al camerino después del espectáculo. Si hacía
falta sobornaba, gritaba y peleaba para conseguir abrirse paso hasta ella. Allí,
se plantaba frente a la asombrada muchacha, la examinaba en silencio y luego
le pedía que hablase. Escuchaba su voz, luego se acercaba como un tigre y
daba un paso violento e inesperado. A veces había gritos, otra una defensa
encarnizada, y otras complacencia. Strapp quedaba enseguida satisfecho.
Abandonaba a la chica bruscamente, pagaba todos los daños y perjuicios como
un caballero, y salía a repetir la misma función en un club tras otro.
Si la muchacha era una simple cliente, Strapp se acercaba inmediatamente,
despachaba a su acompañante, o si esto era imposible seguía a la chica hasta
casa y repetía allí el ataque del camerino. De nuevo abandonaba a la chica,
pagaba como un caballero y proseguía con su obsesionante búsqueda.
—Estuve con él, pero me asustó—dijo Alceste a Fisher—. Nunca vi a un
hombre tan precipitado. Podría disponer de cualquier mujer agradable si fuese
con un poco más de calma. Pero no puede. Parece poseído.
—¿Por qué?
—No lo sé. Es como si trabajase contrarreloj.
Después de que Strapp y Alceste se hiciesen íntimos, Strapp le permitió
acompañarle en una investigación, durante el día, que era aun más extraña.
Como Strapp y Compañía continuaba su gira por planetas e industrias, Strapp
visitaba la Oficina de Estadísticas Vitales de cada ciudad. Allí sobornaba al
encargado jefe y presentaba una tira de papel. El papel decía:
Altura 1,65
Peso 60
Pelo negro
Ojos negros
Busto 86
Cintura 66
Caderas 91
Talla 12
—Quiero los nombres y direcciones de todas las chicas de más de veintiún
años que se ajusten a esa descripción —decía Strapp—. Pagaré diez créditos
por cada nombre.
Veinticuatro horas después llegaba la lista, y Strapp se lanzaba a una
búsqueda obsesiva, examinando, hablando, escuchando, dando algunas veces
el paso aterrador, pagando siempre como un caballero. La procesión de chicas
morenas de ojos de tinta hacía tambalearse a Alceste.
—Está poseído por una idea fija—dijo Alceste a Fisher en el Splendide de
Cygnus—, y creo que sé de qué se trata. Está buscando una chica concreta
especial y ninguna se ajusta a las condiciones.
—¿Una chica llamada Kruger?
—No sé si el asunto Kruger tiene que ver con esto.
—¿Es difícil de complacer?
—Bueno, te diré. Algunas de esas chicas... yo las consideraría sensacionales.
Pero él no les presta la menor atención. Las mira y sigue. Otras... que son
prácticamente unos fetos, le emocionan y se convierte en el viejo señor
Devastación.
—Pero ¿Por qué?
—Creo que es una especie de prueba. Que pretende que las chicas reaccionen
de forma dura y natural. La pasión es fingida. Se trata de un truco fríamente
utilizado para poder comprobar cómo reaccionan las chicas.
—Pero ¿Qué es lo que anda buscando él?
—Aún no lo sé —contestó Alceste— pero lo descubriré. Tengo pensando un
pequeño truco. Esperaremos a que llegue una oportunidad, Johnny se lo
merece.
Sucedió en el circo, cuando Strapp y Alceste fueron a ver a un par de gorilas
despedazarse dentro de una jaula de cristal. Fue un espectáculo sangriento, y
ambos amigos concluyeron que la lucha de gorilas no era más civilizada que la
lucha de gallos, y dejaron aquel lugar decepcionados. Fuera, en el vacío pasillo
de hormigón, esperaba un hombre tembloroso. Cuando Alceste le hizo una
señal, se acercó corriendo a ellos como un cazador de autógrafos.
—¡Frankie! —gritó el hombre tembloroso—. ¡Mi viejo amigo Frankie! ¿No te
acuerdas de mí?
Alceste le miró con detenimiento.
—Soy Blooper Davis. ¿No te acuerdas del viejo barrio? ¿No te acuerdas de
Blooper Davis?
—¡Blooper! —la cara de Alceste se iluminó—. Claro. Pero entonces eras
Blooper Davidoff.
—Claro.—El hombre tembloroso se echó a reír—. Y tú eras Frankie Kruger.
—¡Kruger!—gritó Strapp, con voz aguda y chillona.
—Así es—dijo Frankie—. Kruger. Me cambié el nombre cuando empecé mi
carrera de luchador.
Avanzó con paso vivo hacia el hombre tembloroso, que retrocedió apoyado en
la pared del pasillo y desapareció.
—¡Tú, hijo de puta!—gritó Strapp; se había puesto pálido y la cara le temblaba
amenazadoramente—. ¡Miserable asesino! Llevo mucho tiempo esperando
esto. Llevo diez años esperando.
Sacó un aplanado revólver de su bolsillo interior y disparó. Alceste se hizo a un
lado justo a tiempo y la bala repiqueteó por el pasillo con un silbido. Strapp
disparó de nuevo y la llama chamuscó la mejilla de Alceste, que cogió a Strapp
por la muñeca y lo paralizó inmediatamente. Le quitó el revólver. Strapp
jadeaba de ira. Arriba se oían los gritos de la multitud.
—Está bien, soy Kruger—masculló Alceste—. Me llamo Kruger, señor Strapp.
¿Cuál es el problema? ¿Qué le importa a usted eso?
—¡Hijo de puta! —gritó Strapp, debatiéndose como uno de los gorilas que
habían visto luchar—. ¡Asesino! ¡Te sacaré las tripas!
—¿Por qué a mí? ¿Por qué a Kruger?—utilizando todas sus fuerzas, Alceste
arrastró a Strapp a un rincón y le inmovilizó allí.—¿Qué tuve que ver contigo
hace diez años?
Oyó la historia en histéricos arrebatos antes de que Strapp se desmayara.
Después de dejar a Strapp en la cama, Alceste pasó al lujoso salón de la suite
del Espléndido de Indi y explicó el problema al equipo.
—El viejo Johnny estaba enamorado de una chica llamada Sima Morgan —
empezó—. Ella estaba enamorada de él. Una cosa muy romántica. Iban a
casarse. Y entonces un tipo llamado Kruger mató a Sima Morgan.
—¡Kruger! Así que ésa es la relación. ¿Cómo fue?
—Ese Kruger era un gandul borracho. Tenía problemas conduciendo. Le
quitaron el permiso, pero eso a un tipo como Kruger le daba igual. Sobornando,
consiguió un reactor Hot-rod sin permiso de conducir. Un día se llevó por
delante una escuela. Deshizo el techo y mató a treinta niños y a la profesora...
esto fue en Terra, en Berlín.
"Nunca cogieron a Kruger. Fue escapando de planeta en planeta y aún no le
han localizado. La familia le envía dinero. La policía no es capaz de dar con él.
Strapp le busca porque la profesora era su chica, Sima Morgan.
Hubo una pausa, y luego Fisher preguntó:
—¿Cuánto hace de eso?
—Por lo que supongo, diez años y ocho meses.
Fisher calculó minuciosamente.
—Y hace diez años y tres meses Strapp demostró por primera vez que era
capaz de tomar Decisiones. Decisiones Capitales. Hasta entonces era un don
nadie. Luego vino la tragedia, y con ella la histeria y la capacidad de tomar
Decisiones. Indudablemente una cosa produjo la otra.
—Puede que sí.
—Así que él mata a Kruger una y otra vez—dijo Fisher fríamente—.
Corresponde. Fijación de venganza. Pero, ¿Y lo de las chicas y lo del asunto
señor Devastación?
Alceste sonrió con tristeza.
—¿Has oído alguna vez decir "a una chica en un millón"?
—¿Y quién no?
—Si tu chica era una en un millón, eso significa que habrá nueve más como
ella en una ciudad de diez millones ¿verdad?
Todo el equipo de Strapp asintió expectante
—El viejo Johnny trabaja con esa base. Cree que puede encontrar un
duplicado de Sima Morgan
—¿Cómo?
—Se lo plantea aritméticamente. Piensa lo siguiente: hay una posibilidad en
sesenta y cuatro mil millones de que las huellas dactilares coincidan. Pero
actualmente hay 1,7 billones de personas. Eso significa que puede haber
veintiséis con las mismas huellas dactilares, e incluso más.
—No necesariamente.
—Por supuesto, no necesariamente, pero existe la posibilidad y eso es lo único
que necesita el viejo Johnny. Calcula que si hay veintiséis posibilidades de que
las huellas dactilares coincidan, hay una posibilidad también de que coincidan
las personas. Cree que puede encontrar el duplicado de Sima Morgan si
persiste en su búsqueda.
—¡Eso es inconcebible!
—No digo que no lo sea, pero es lo único que le mantiene en pie. Es una
especie de preservador vital basado en números. Mantiene su cabeza a flote...
esa idea de que tarde o temprano podrá volver donde la muerte le dejó hace 10
años.
—¡Ridículo!—exclamó Fisher.
—No para Johnny. Él sigue enamorado.
—Imposible.
—Quisiera que pudieses sentirlo como lo siento yo—contestó Alceste—. Busca
sin cesar. Una chica tras otra. Conserva las esperanzas. Habla. Da el paso. Si
se trata del duplicado de Sima, sabe que reaccionará exactamente como
recuerda que reaccionó Sima diez años atrás. "¿Eres tú, Sima?" Se pregunta a
sí mismo. "No", contesta, y continúa.
Es una lástima ver en qué situación se encuentra. Hemos de hacer algo.
—No—dijo Fisher.
—Tenemos que ayudarle a encontrar su duplicado. Tenemos que convencerle
para que crea que alguna chica es el duplicado. Tenemos que hacerle
enamorarse otra vez.
—No —repitió Fisher enfáticamente.
—¿Por qué no?
—Porque en cuanto Strapp encuentre a su chica, se curará. Dejará de ser el
gran John Strapp, el Decisor. Se convertirá en un don nadie... un hombre
enamorado.
—¿Y a él qué le importa ser grande o no serlo? Él quiere ser feliz.
—Todos quieren ser felices —replicó Fisher—. Nadie lo es. Strapp no está peor
que los demás hombres, y además es mucho más rico. Nosotros mantenemos
el status quo.
—¿No querrás decir que tú eres mucho más rico?
Nosotros mantenemos el status quo —repitió Fisher; miró con frialdad a
Alceste—. Creo que lo mejor será que rescindamos el contrato. No
necesitamos ya de tus servicios.
—Señor, el contrato quedó rescindido cuando le devolví el cheque. Ahora habla
usted con el amigo de Johnny.
—Lo siento, señor Alceste, pero a partir de ahora el señor Strapp tendrá muy
poco tiempo para sus amigos. Cuando quede libre al año que viene se lo
haremos saber.
—No podéis secuestrarle. Veré a Johnny cuándo y dónde me plazca.
—¿Quiere usted tenerle por amigo?—dijo Fisher con una sonrisa
desagradable—. Entonces le verá cuándo y dónde quiera yo. O le ve en esas
condiciones o Strapp verá el contrato que firmamos. Aún lo tengo en los
archivos, señor Alceste. No lo rompí. Yo nunca rompo nada. ¿Cómo cree que
Strapp va a confiar en su amistad después de ver el contrato que firmó?
Alceste cerró los puños. Fisher se mantuvo firme. Por un instante se miraron
con odio, luego Frankie se apartó.
—Pobre Johnny—murmuró—. Es como un hombre atrapado por la solitaria. Le
diré adiós. Comunicadme cuándo puedo verlo.
Entró en el dormitorio, donde Strapp acababa de despertar de su ataque sin el
menor recuerdo, como siempre. Alceste se sentó en la cama.
—Hola, Johnny—dijo, sonriendo.
—Hola, Frankie—dijo Strapp, también sonriendo.
Se dieron un puñetazo en el hombro con solemnidad que es la única manera
de abrazarse y besarse entre los amigos.
—¿Qué pasó después de la lucha de los gorilas? —preguntó Strapp—. No
recuerdo.
—Amigo, estabas muy borracho. Nunca vi un tipo tan cargado. —Alceste volvió
a dar un suave puñetazo a Strapp—. Escucha, Johnny, tengo que volver a
trabajar. Tengo un contrato de tres películas al año y están que botan conmigo.
—Bueno, te tomaste un mes hace seis planetas —dijo Strapp, contrariado—.
Creí que habías terminado.
—Ni hablar. Tengo que irme hoy, Johnny. Volveremos a vernos muy pronto.
—Oye—dijo Strapp—. Manda al diablo las películas. Sé socio mío. Le diré a
Fisher que redacte un contrato. Esta es la primera vez que me río desde hace...
mucho tiempo.
—Puede que más tarde, Johnny. En este momento me obliga un contrato.
Pronto volveré. Adiós.
—Adiós—dijo Strapp con tristeza.
Fuera de la habitación, Fisher esperaba como un perro guardián. Alceste le
miró con disgusto.
—Una cosa que se aprende en la lucha—dijo lentamente—, es que nadie gana
hasta el último asalto. Tú has ganado éste, pero no es el último.
Antes de marchar, Alceste dijo, mitad para sí mismo, mitad en voz alta:
—Quiero que sea feliz. Quiero que todos los hombres sean felices. Y da la
sensación de que todos los hombres podrían ser felices sólo conque les
echásemos una mano.
Por eso Frankie Alceste no podía evitar hacer amigos.
El equipo de Strapp volvió a la misma vieja vigilancia celosa de los años de los
asesinatos, y elevó el número de Decisiones de Strapp a dos a la semana.
Ahora sabían por qué había que vigilar a Strapp. Sabían por qué había que
proteger a los Kruger. Pero ésta era la única diferencia. Su hombre estaba
triste, histérico, casi psicótico; daba igual. Era un precio justo a pagar por el uno
por ciento del mundo.
Pero Frankie Alceste persistía en su propósito y visitó los laboratorios de
Bruxton Biótica en Deneb. Allí consultó con un tal E.T.A. Golan, el genio en
investigación que había descubierto aquella nueva técnica para moldear vida
que fue lo que llevó a Strapp por primera vez a Bruxton, y que fue
indirectamente responsable de su amistad con Alceste. Ernesto Teodoro
Amadeo Golan era bajo, gordo, asmático y entusiasta.
—¡Claro!—exclamó, cuando el lego explicó todo su asunto al científico—.
¡Cómo no! Una idea muy ingeniosa. No sé por qué no se me habría ocurrido.
No presenta apenas dificultades.—Meditó un instante—. Salvo el dinero—
añadió.
—¿Podría, pues, duplicar a la chica que murió hace diez años?—preguntó
Alceste.
—Sin ninguna dificultad, salvo el dinero. —Dijo Golan enfáticamente.
—¿Parecería la misma? ¿Actuaría igual? ¿Sería la misma?
—En un noventa y cinco por ciento, más o menos un novecientos setenta y
cinco por mil.
—¿Y eso significaría mucha diferencia con respecto al cien por cien?
—¡Ah, no! Sólo individuos muy notables son capaces de captar más del
ochenta por ciento de las características totales de otra persona. No se ha oído
de ningún caso en que se supere el noventa por ciento.
—¿Y cómo podrían hacerlo?
—Bueno, empíricamente tenemos dos fuentes. Una, la estructura psicológica
completa del sujeto que se encuentra en los archivos principales de Centauro.
Ellos pueden enviarnos desde allí una copia si hacemos una solicitud y
pagamos cien créditos a través de los canales oficiales. Haré la solicitud.
—Y yo la pagaré. ¿Y la otra fuente?
—El proceso de embalsamamiento de la época moderna... Ella está enterrada,
¿No?
—Sí, lo está.
—Este sistema tiene una perfección de un noventa y ocho por ciento. Por
medio de los restos y de la estructura psicológica reconstruimos el cuerpo y la
mente por la ecuación Sigma igual a la raíz cuadrada de menos dos más... No
hay más problema que el dinero.
—Bueno, del dinero me encargo yo—dijo Frankie Alceste—. Encárguese usted
del resto.
Para ayudar a su amigo, Alceste pagó cien créditos y envió la solicitud a los
archivos centrales de Centauro pidiendo la estructura psicológica completa de
Sima Morgan, difunta. Cuando esto llegó, Alceste regresó a Terra y se dirigió a
una ciudad llamada Berlín, donde pagó a un individuo llamado Augenblick, para
que actuara como ladrón de cadáveres. Augenblick visitó el Staatsottesacker y
sacó el ataúd de porcelana de debajo de la lápida de mármol que decía SIMA
MORGAN. Contenía lo que parecía ser una chica de piel sedosa y negro pelo
sumida en un profundo sueño. Por vías dudosas, Alceste consiguió pasar el
ataúd de porcelana por cuatro barreras aduaneras hasta Deneb.
Un aspecto del viaje del que Alceste no había caído en la cuenta, pero que
desconcertó a varias organizaciones policiales, fue el de la serie de catástrofes
que le persiguieron sin alcanzarle nunca. Hubo una explosión de un reactor que
destruyó la nave y una hectárea de espaciopuerto media hora después de que
se bajaran los pasajeros y se efectuara la descarga. Hubo un verdadero
holocausto en un hotel diez minutos después de irse Alceste. Se produjo el
terrible desastre que acabó con el tren neumático para el que Alceste había
cancelado su billete inesperadamente. A pesar de todo, pudo entregar el ataúd
al bioquímico Golan.
—¡Vaya! —dijo Ernesto Teodoro Amadeo—. Una hermosa criatura. Merece la
pena recrearla. Lo que falta ahora es muy sencillo, salvo el dinero.
Para salvar a su amigo, Alceste dispuso las cosas para que Golan pudiese
abandonar sus ocupaciones habituales, le compró un laboratorio y le financió
una serie de experimentos increíblemente caros. Para ayudar a su amigo
Alceste derrochó dinero y paciencia hasta que al fin, ocho meses después,
salió de la opaca cámara de maduración una criatura de pelo negro, ojos como
el ébano y sedosa piel, largas piernas y busto erguido. Respondía al nombre de
Sima Morgan.
—Oí caer el reactor sobre la escuela —dijo Sima, sin darse cuenta de que
habían transcurrido once años—. Luego oí un gran estruendo ¿Qué pasó?
Alceste estaba impresionado. Hasta aquel momento ella había sido un
objetivo... una meta... algo irreal, no vivo. Ahora era una mujer viva. Había un
curioso temblor en su voz, casi un susurro. Su cabeza tenia un aire encantador
al moverse mientras hablaba. Se levantó de la mesa; no era suave y grácil
como Alceste esperaba. Se movía con una torpeza infantil.
—Yo soy Frank Alceste —dijo él, tranquilamente; la cogió por los hombros—.
Quiero que me mires y te convenzas de que puedes confiar en mi.
Sus ojos se unieron en una firme mirada. Sima le examinó con gravedad. De
nuevo Alceste quedó impresionado y conmovido. Sus ojos empezaron a
temblar y soltó los hombros de la muchacha aterrado.
—Si—dijo Sima—. Puedo confiar en ti.
—Diga lo que diga, debes confiar en mi. No importa lo que te diga que hagas,
tú confía en mi y hazlo.
—¿Por qué?
—Por la salvación de Johnny Strapp.
Ella le miró sobresaltada.
—Le ha pasado algo—dijo presurosa—. ¿Qué ha sido?
—A él no, Sima. A ti. Sé paciente, querida. Te lo explicaré. Tenia pensado
explicarlo ahora, pero no soy capaz. Será mejor... que espere hasta mañana.
La acostaron, y Alceste comenzó a debatirse en una terrible lucha consigo
mismo. Las noches de Deneb son suaves y negras como terciopelo, con un
aroma romántico dulce y tenue... o al menos así le parecía la noche a Frankie
Alceste.
"No puedes enamorarte de ella", murmuró. "Es una locura".
Y más tarde, se dijo: "Viste a centenares de chicas como ella, cuando Johnny
la buscaba. ¿Por qué no te enamoraste de una de ellas?"
Y por último: "¿Qué vas a hacer?"
Hizo lo único que un hombre honrado puede hacer en una ocasión tal, e intentó
convertir su deseo en amistad. Acudió a la habitación de Sima a la mañana
siguiente, con unos pantalones viejos, sin afeitar y sin peinar. Se sentó a los
pies de su cama mientras ella comía la primera de las comidas
cuidadosamente prescritas por Golan, encendió un cigarrillo y le explicó el
asunto. Cuando la vio llorar, no la cogió entre sus brazos para consolarla, sino
que le dio una palmada en la espalda como a un hermano.
Encargó vestuario para ella. Se equivocó en las medidas y cuando ella salió
con aquella ropa, le pareció tan adorable que quiso besarla. En vez de hacerlo,
le dio un puñetacito en el hombro, muy suave y muy solemne, y la llevó a
comprar otro vestido. Cuando apareció ante él con ropa a medida, le pareció
tan encantadora que tuvo que darle otro puñetazo en el hombro. Luego fueron
a comprar un pasaje inmediato para Ross-Alfa III.
Alceste había pensado quedarse unos cuantos días para que la chica
descansase, pero por miedo a sí mismo había renunciado a hacerlo. Sólo así
pudieron salvarse ambos de la explosión que destruyó el domicilio privado y el
laboratorio privado del bioquímico Golan, y también al bioquímico. Alceste no
llegó a enterarse de esto. Estaba ya a bordo de la nave con Sima, luchando
frenéticamente con sus tentaciones.
Una de las cosas que todo el mundo sabe del viaje espacial, pero nunca
menciona, es su cualidad afrodisíaca. Como en los tiempos antiguos, cuando
los viajeros cruzaban océanos en barcos, los pasajeros se encuentran aislados
en su pequeño mundo durante una semana. Quedan aislados de la realidad.
Invade la nave una mágica sensación de libertad de toda atadura y de toda
responsabilidad. Todos echan una cana al aire. Hay miles de romances de
reactor por semana... relaciones fugaces y apasionadas que se disfrutan en
completa seguridad y concluyen el día del aterrizaje.
En esta atmósfera, Frankie Alceste mantenía un rígido control de sí mismo.
Poco le ayudaba el hecho de ser una celebridad con un tremendo magnetismo
físico. Mientras una docena de bellas mujeres se arrojaban a sus brazos, él
perseveraba en su papel de hermano mayor y palmeaba a Sima como un
hermano, hasta que ésta protestó.
—Sé que eres un magnifico amigo de Johnny y un buen amigo mío —dijo la
última noche—. Pero eres agotador, Frankie. Estoy llena de cardenales.
—Si, ya lo sé. Es una costumbre. Algunos, como Johnny, piensan con el
cerebro. Yo, creo que pienso con los puños.
Estaban de pie bajo la bóveda acristalada por la que se veían las estrellas, y
les bañaba la suave luz de Ross-Alfa que se aproximaba ya, y resulta difícil
imaginar algo más romántico que el terciopelo del espacio iluminado por el tono
blanco violeta de un sol distante. Sima ladeó la cabeza y le miró.
—Hablé con algunos de los pasajeros dijo—. Eres famoso, ¿verdad?
—Más bien conocido...
—Hay tanto que apreciar en ti. Ante todo, quiero pensar en ti.
—¿En mi?
—Ha sido una cosa tan súbita—dijo Sima, asintiendo—. Estaba desconcertada
y tan emocionada que no tuve tiempo siquiera de darte las gracias, Frankie. Te
las doy ahora. Estoy comprometida contigo para siempre.
Le echó los brazos al cuello y le besó. Alceste empezó a temblar.
"No", pensó. "No. Ella no sabe lo que hace. Está tan atolondrada y feliz con la
idea de ver otra vez a Johnny que no se da cuenta..."
Buscó tras de sí hasta que sintió la helada superficie del cristal; antes de
apartarse, apretó deliberadamente las palmas de sus manos contra la
superficie, a temperatura bajo cero. El dolor le hizo dar un salto. Sima le soltó
sorprendida y cuando él apartó sus manos, dejó atrás treinta centímetros
cuadrados de piel y sangre.
Por fin desembarcó en Ross-Alfa III con una chica en perfectas condiciones y
dos manos en condiciones pésimas y fue recibido por el agrio Aldous Fisher,
acompañado de un funcionario que pidió al señor Alceste que le acompañase a
una oficina para tener una importante conversación privada.
—Se ha puesto en nuestro conocimiento, gracias al señor Fisher—dijo el
funcionario—, que intenta usted introducir a una joven de status ilegal.
—¿Cómo puede saberlo el señor Fisher? —preguntó Alceste.
—¡Imbécil!—escupió Fisher—. ¿Crees que te dejaría hacerlo? Estuvieron
siguiéndote. Minuto a minuto.
—El señor Fisher nos informa—continuó el funcionario con rigidez—, que la
mujer que viene con usted viaja con nombre supuesto. Sus papeles son falsos.
—¿Cómo que son falsos?—dijo Alceste—. Ella es Sima Morgan. Sus
documentos dicen que ella es Sima Morgan.
—Sima Morgan murió hace once años—contestó Fisher—. La mujer que viene
contigo no puede ser Sima Morgan.
—Y a menos que se aclare su verdadera identidad—dijo el funcionario—, se le
prohibirá la entrada.
—Tendré aquí, dentro de una semana, los documentos que demuestran la
muerte de Sima Morgan —añadió Fisher triunfalmente.
Alceste miró a Fisher y movió la cabeza.
—Aunque no lo sepas, estás facilitándome las cosas—dijo—. Si hay algo que
me gustaría hacer es sacarla de aquí y no permitir a Johnny verla. Tengo
tantas ganas de guardármela para mí que...
Se contuvo y acarició las vendas de sus manos.
—Retira tu acusación, Fisher—añadió.
—No—replicó Fisher.
—No puedes mantenernos separados. Al menos de este modo. Suponte que la
detienen. ¿A quién te parece que citaría judicialmente para demostrar su
identidad? A John Strapp. ¿A quien llamaría yo primero para que viniese a
verla? A John Strapp. ¿Crees que podrías detenerme?
—Ese contrato—empezó Fisher—. Lo que haré...
—Al infierno con el contrato. Enséñaselo. Él quiere a su chica, no a mí. Retira
tu acusación, Fisher. Y abandona la lucha. Has perdido tu vale de comidas.
Fisher le lanzó una furiosa mirada, tragó saliva, y luego masculló:
—Retiro la acusación —luego, miró el césped con los ojos inyectados en
sangre—. Este no es aún el último asalto —dijo, y salió de la oficina.
Fisher estaba preparado. A una distancia de años luz podría encontrarse
demasiado tarde con demasiado poco. Allí, en Ross-Alfa III, estaba protegiendo
su propiedad. Disponía de todo el poder y del dinero de John Strapp. El flotador
que Frankie Alceste y Sima tomaron en el espaciopuerto estaba pilotado por un
ayudante de Fisher que abrió la puerta de la cabina y realizó bruscos virajes
intentando arrojar al aire a sus viajeros. Alceste rompió el cristal de separación
y rodeó con un musculoso brazo la garganta del conductor hasta que éste
enderezó el flotador y les llevó pacíficamente a tierra. Alceste advirtió
complacido que Sima no se había puesto más nerviosa de lo necesario.
En la carretera, les recogió uno de los centenares de coches que pasaban bajo
el flotador. Al primer disparo, Alceste metió a Sima en el quicio de una puerta,
que abrió a costa de una herida en el hombro, la cual vendó precipitadamente
con trozos de la enagua de Sima. Los ojos oscuros de ésta se abrían
desmesuradamente, pero no se quejaba. Alceste la felicitó con poderosas
palmadas y la subió a la terraza y descendió con ella por el edificio contiguo,
donde entró en un apartamento y telefoneó pidiendo una ambulancia.
Cuando llegó la ambulancia, Alceste y Sima bajaron a la calle, donde se
encontraron con policías uniformados que tenían órdenes oficiales de buscar a
una pareja que respondía a su descripción. "Buscados por robo de flotador con
asalto. Peligrosos, tiren a matar". Alceste se deshizo del policía y también del
conductor de la ambulancia y del enfermero. El y Sima partieron en la
ambulancia, Alceste conduciendo como un loco, Sima manejando la sirena
como una alucinada.
Abandonaron la ambulancia en el distrito comercial del centro de la ciudad,
entraron en unos grandes almacenes y salieron cuarenta minutos después,
convertidos en un criado de uniforme que empujaba a un anciano en una silla
de ruedas. Pese a los problemas planteados por el busto, Sima podía pasar por
un criado. Frankie estaba lo bastante débil por las diversas heridas para
fingirse un viejo.
Se inscribieron en el Espléndido de Ross, donde Alceste encerró a Sima en
una suite, hizo que le curaran el hombro y se compró un arma. Luego fue a ver
a John Strapp. Le encontró en la Oficina de Estadísticas Vitales, sobornando al
encargado general y presentándole una tira de papel que daba la misma
descripción de aquel amor perdido tanto tiempo atrás.
—Qué hay, Johnny—dijo Alceste.
—¡Qué hay, Frankie! —gritó Strapp muy contento.
Se dieron un afectuoso puñetazo mutuo. Con sonrisa feliz, Alceste vio a Strapp
explicar detalles al encargado general y ofrecerle más dinero a cambio de los
nombres y direcciones de todas las chicas de más de veintiuno que se
ajustasen a la descripción del papel. Cuando salían, Alceste dijo:
—Conocí a una chica que podría ajustarse a eso, Johnny.
Aquella mirada fría brilló en los ojos de Strapp.
—¿Sí? —dijo.
—Tiene un ligero ceceo.
Strapp miró con expresión extraña a Alceste.
—Y una forma divertida de ladear la cabeza cuando habla.
Strapp agarró el brazo de Alceste.
—El único problema es que resulta más infantil que la mayoría, más como un
camarada. ¿Sabes lo que quiero decir? Atrevida y valiente.
—Muéstramela, Frankie—dijo Strapp en voz baja.
Subieron a un flotador y descendieron en la terraza del Espléndido. El ascensor
les condujo hasta la planta veinte y se dirigieron a la suite 2~M. Alceste llamó a
la puerta con la clave acordada. Respondió una voz de mujer: "Adelante".
Alceste estrechó la mano de Strapp y dijo: "Enhorabuena, Johnny". Abrió la
puerta y luego descendió hasta el vestíbulo y se apoyó en la balaustrada. Sacó
su revólver por si aparecía Fisher con malas intenciones. Contemplando la
resplandeciente ciudad, pensó que todos los hombres podrían ser felices si
todos echasen una mano. Pero a veces esa mano resultaba cara.
John Strapp entró en la suite. Cerró la puerta, se volvió y examinó fría,
detenidamente, a aquella muchacha. Ella le miraba desconcertada. Strapp se
acercó más, caminó alrededor de ella, volvió otra vez a situarse frente a frente.
—Di algo —pidió él.
—Tú no eres John Strapp—balbució ella.
—Sí.
—¡No! —exclamó ella—. ¡No! Mi Johnny es joven. Mi Johnny es...
Strapp se aproximó como un tigre. Sus manos y sus labios la recorrieron
ferozmente mientras sus ojos observaban con frialdad. La chica gritaba y se
debatía, aterrada por aquellos ojos extraños, tan ajenos. Por aquellas manos
ásperas, tan ajenas, por los impulsos ajenos de la persona que en tiempos
había sido su Johnny Strapp, pero de la que la separaban ahora dolorosos
años de cambios.
—¡Tú eres otro! —gritó—. Tú no eres John Strapp. Tú eres otro hombre.
Y Strapp, no tanto once años más viejo como once años distinto al hombre
cuyo recuerdo estaban intentando ocupar, se preguntó a sí mismo: "¿Eres tú mi
Sima? ¿Eres tú mi amor... mi amor perdido y muerto?" Y el cambio dentro de él
contestó: "No, ésta no es tu Sima. Esta no es tu amor. Sigue, Johnny. Sigue y
busca. La encontrarás algún día, a la chica que perdiste".
Pagó como un caballero y se fue.
Desde el balcón, Alceste le vio salir. Tan asombrado estaba que no pudo
llamarle. Volvió a la suite y encontró a Sima allí de pie, sobrecogida,
contemplando un montón de dinero que había sobre la mesa. Comprendió
inmediatamente lo que había sucedido. Sima, cuando vio a Alceste, empezó a
llorar... No como una chica, sino como un muchacho, con los puños cerrados y
la cara apretada.
—Frankie —gimió—. ¡Dios mío, Frankie! —extendió los brazos hacia él con
desesperación. Estaba perdida en un mundo que la había adelantado.
Él dio un paso, pero luego vaciló. Hizo una última tentativa de borrar el amor
que sentía en su interior por aquella criatura buscando un medio de unirla a
Strapp. Luego perdió el control y la cogió en sus brazos.
"Ella no sabe lo que hace", pensó. "Está asustada y se ve perdida. No es mía.
Aún no. Quizás nunca".
Y luego: "Fisher ha ganado y yo he perdido".
Y por último: "Sólo recordamos el pasado; nunca lo conocemos cuando lo
encontramos. La mente retrocede, pero el tiempo sigue y los adioses deberían
ser para siempre".
FIN
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