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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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domingo, 8 de noviembre de 2009

PLANETA PROHIBIDO


PLANETA PROHIBIDO
John E. Muller


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INTRODUCCIÓN

Charles Fort, el gran filósofo rebelde americano, creía que todos los hombres tenían derecho a dudar. Apuntaba sus despiadadas flechas lo mismo a los guías científicos que a los religiosos. Ninguna doctrina sostenida se encontraba libre de la crítica Forteana. simplemente porque era vieja y aceptada. Fort quería pruebas, quería más pruebas de las que cualquier hombre de ciencia pudiera dar. Fort quería ver con sus propios ojos y oír con sus propios oídos.
El que un telescópico indicara que cierto hecho astronómico era muy probable no constituía una prueba para Fort de que era un HECHO. No podía haber aceptado que la Tierra estaba a 93.000.000 de millas del Sol hasta que pudiera pasar una cadena medidora a través del intercurrente espacio.
Habrá hombres como Charles Fort en todas las edades, en todos los planetas civilizados, hombres que querrán ver y oír razas extrañas por ellos mismos. Hombres que harán volar sus valerosas naves exploradoras a todos los rincones del universo. Estos hombres vivirán... Estos hombres morirán, fracasarán, tendrán éxitos.
Esta es la historia de uno de sus viajes.
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CAPÍTULO I
EL GRAN MÍSTICO

Había a bordo de la gran nave espacial «Silver Eagle» un buen grupo de turistas de clase corriente, todos ellos agradables y dispuestos a divertirse.
La astronave tenía mucho de una nave de turismo.
Disponía de acomodo confortable para cerca de quinientos pasajeros y unos setenta miembros de tripulación. Estaba equipada con las comodidades corrientes para la distracción de los viajeros durante la travesía y tenía un certificado A de seguridad espacial.
La «Silver Eagle» realizaba su viaje alrededor de ese particular Sector del Cosmos que era conocido en la carta de Navegación como ZG3/M2. Nadie que no fuera un astronauta profesional podía tener idea de lo que realmente significaba. La mayoría de los pasajeros a bordo de la «Silver Eagle» estaban, sin embargo, bastante familiarizados con el mapa planetario que cubría todo el sector. Los pasajeros estaban de acuerdo en un punto de vista; ellos sabían, naturalmente, de una manera más bien vaga y en un aspecto general, que el Universo sin límites existía en innumerables millones de años de luz en todas direcciones fuera del Sector ZG3/M2, pero era en su propio sector, y más particularmente en su sistema planetario, en lo que ellos estaban en verdad interesados.
El sistema estelar del sector era relativamente denso para que una nave del tipo de la «Silver Eagle» pudiera alcanzar la mayor parte de sus estrellas en un período de tiempo razonable. El tiempo, además, aunque pudiera causar algunas quejas, no era tan largo como para ser prohibitivo, para seres sensitivos, la duración de cuya vida no pasaba con exceso de los cien años. Los Humanoides con medios razonables podrían visitar cualquier planeta que escogieran sin temer terriblemente el coste en tiempo.
La «Silver Eagle» operaba a varios grados por debajo de la velocidad de la luz, pero su sistema de propulsión a cohete era bastante eficiente, y dentro de sus limitaciones no era una nave para ser despreciada. Mapas del Sector ZG3/M2 fueron previamente expuestos en varios puntos de la astronave, tanto para la información e instrucción de los pasajeros como para que sirviera a los miembros de la tripulación y a los aspirantes a la Navegación Espacial.
Había un total de sesenta y cuatro planetas habitables, federados en la «Convención Intergaláctica» en el Sector ZG3/M2. Cuatro de esos mundos, llamados A 7, A 8, B 7 y B 8, ocupaban la parte superior de la esquina izquierda del mapa y evolucionaban alrededor de la estrella Alba. En la parte superior del centro del mapa, los seis planetas que evolucionaban alrededor de Gloria, eran designados como A 4, 5 y 6, B 4, 5 y 6. respectivamente.
Él mapa estaba planificado en un sistema de división por coordenadas. Toda la Galaxia, por esta razón, podía ser dividida sobre un enorme mapa de «Astrogator» de tres dimensiones y con un sistema de enrejado con tres juegos de coordenadas, más un coordenador variable de tiempo, todo manipulado conjuntamente. Pero como quiera que una área tan grande estaba fuera del alcance de las naves humanoides, los mapas de sectores pequeños resultaban mucho más populares. Berin ocupaba la esquina derecha de la parte superior del mapa, y los seis satélites planetarios colocados respectivamente llenaban los cuadros A 1, 2, 3, y B 1, 2, y 3. En la parte izquierda debajo de Alba, nueve planetas evolucionaban alrededor de la estrella Ranor, y eran designados respectivamente como C 6, 7, 8; D 6, 7, 8, y E 6, 7, y 8.
Ocupando la mayor superficie del mapa estaba la estrella gigante Queen, con un satélite planetario seguido por no menos de quince satélites. Estos ocupaban cuadrados del enrejado C, D, E, 1, 2, 3, 4 y 5.
Nueve sistemas planetarios parecían sorprendentemente frecuentes en este comparativamente pequeño sector de la Galaxia, pues debajo de la gigante Queen había dos sistemas planetarios más, que pertenecían respectivamente a Phenon que ocupaba las cuatro referencias náuticas 1, 2, 3, F, G, H y Arax, cuyos satélites ocupaban las referencias F, G, H, 4, 5, 6. La estrella enana «Star Galk», con sus dos satélites planetarios, estaba casi estrujada por sus vecinos más grandes, pero el enrejado indicaba que F 7 y F 8 estaban ocupados por estos dos pequeños planetas.
La esquina izquierda del fondo del mapa daba sitio de preferencia a Psi y a sus cuatro satélites planetarios; evolucionaban a través de las referencias del enrejado G, H, 7, 8. Era un mapa extremadamente simple y a pesar de su simplicidad tenía grandeza, sentido de utilidad y equilibrio de ejecución, lo cual no dejó nunca de cautivar a los pasajeros. Si su fascinación hubiera fallado alguna vez, habían los entretenimientos del «Silver Eagle». Nada menos que entre los animadores profesionales de a bordo estaba «El Gran Místico»
El «Gran Místico» era el nombre de escena que utilizaba Johnny Denver para sus actuaciones de telepatía o prestidigitación.
Johnny Denver era un hombre alto, llamativo, de majestuosa y regia nobleza. Tenía un flamante cabello rojo, lo que además servía para distinguirle, de sus menos destacados contemporáneos, y que denotaba en él un singular y notable carácter. Johnny Denver había nacido con un problema el cual por sí mismo le procuró su propia solución. Johnny Denver era telépata, un sumamente hábil telépata. Según los artículos de las Reglas de la Federación Intergaláctica, telépatas de su potencia tenían que estar bajo continua inspección por necesidades de seguridad. No era que la gente o los Gobiernos desconfiaran o despreciaran la telepatía. Sencillamente, un hombre cuya mente podía penetrar impunemente en los lugares más secretos de la seguridad gubernamental debía, ya por su propia seguridad, ya por la del sector de la Federación Galáctica, ser mantenido fuera del alcance de cualquier posible potencia hostil. Un telépata incontrolado era la negación al ruego de un Gobierno, o de una Federación que llevara a cabo proyectos de espionaje.
Johnny Denver era tan patriota a su país, su planeta o sistema estelar como cualquier otro grupo de Federación Galáctica en cualquier lugar del Cosmos. Pero Johnny Denver era un hombre que amaba la libertad. Una de sus principales jactancias era que podía retroceder en la historia de su familia, ininterrumpidamente, hasta los días de los remotos antecesores de todos los humanoides que ahora poblaban la Galaxia; y, verdaderamente, una gran parte de todo el Cosmos brotó del diminuto planeta Tierra, muy lejos sobre el aro Galáctico.
Los humanoides del Sector ZG3/M2 estaban a unos treinta millones de años luz de la Tierra. Miles de años habían transcurrido desde que la primera nave exploradora humanoide desembarcó colonizadores en el Sector ZG3/M2, y los de aquella nave recordaban la Tierra como algo muy confuso, casi un sueño legendario. Era como una especie de Jardín Celeste, de Edén, como un planeta materno en el que los humanoides habían estado detenidos durante muchos miles de años, pero eran tan adaptables y afortunados que desde el momento que comenzaron a extenderse por la Galaxia y en el Cosmos nada les pudo detener. Su adaptabilidad les permitió vivir en planetas en los cuales encontraban la muerte las razas más débiles. Y su fuerza, inventiva, vigor, y su tenaz capacidad para agarrarse a la vida, pronto les clasificaron como una de las cuatro potencias dominantes del Cosmos... De las cuatro eran los más jóvenes y los más vigorosos. La relación entre las cuatro potencias era moderadamente amigable; cada una sabía que la fuerza de las otras tres era demasiado grande para aplastarla; cada una sentía respeto hacia las otras. Las viejas razas envidiaban el vigor, la tenacidad y el arrojo de los efervescentes humanoides. Los humanoides admiraban la cultura científica, la tecnología y el poder mental, sin olvidar la casi divina madurez de las razas más viejas.
Las más viejas razas, en lugares en donde el ambiente se lo permitía, coexistían con los humanoides con la mutua ventaja para el comercio y el intercambio de los cuatro.
La raza que más frecuentemente tenía contacto con los humanoides, y que a pesar de su rara y extraña naturaleza estaban más cercanamente relacionados con el «Homo Sapiens» que las dos restantes eran los Zurgs. Los Zurgs tenían el poder para viajar a través de la cuarta dimensión. Un poder que guardaban celosamente. Esto tenía sus limitaciones, porque utilizaban una clase de acceso sinuoso; era como si hubieran descubierto la entrada al ultra espacio. Los humanoides y las dos restantes razas intentaron durante largo tiempo penetrar en el secreto Zurg, pero este quedó obstinadamente inviolado. Quizá fuera algún poder mental inherente en ellos, y que ninguna otra raza podía imitar, por lo menos hasta que las mutaciones genéticas demostraran lo contrario. Sea cuales fueran las razones, los hechos eran incuestionables. Aunque más bien carentes de progreso y tecnología científica, los Zurgs, que eran cuadrúpedos peludos con cara de aspecto equino, y de pies blandos tenían la ventaja de viajar a través de la cuarta dimensión, cualidad que nadie más poseía.
La tercera gran raza, algo más vieja y más potente que los Zurgs —aunque considerablemente menos numerosa que los humanoides— eran los Garaks. Los Garaks tenían el poder de teleportación. Sin embargo, su teleportación tenía poco o ningún parecido con el transporte cuatridimensional del que disponían los Zurgs. Los Zurgs, por ejemplo, se desplazaban vía cuarta dimensión más bien de una manera rara. Se sabía que los Zurgs en el planeta A 1 habían cruzado el Sector ZG3/M2 en un tiempo sorprendentemente corto y por una ruta también sorprendentemente extraña. Habían dejado A 1 que circundaba Berin con sus cinco vecinos y viajado cuatridimensionalmente en las tortuosidades del ultraespacio, reapareciendo milagrosamente en otro del grupo de los planetas Berin, B 3. Desapareciendo de nuevo en una visita en la cuarta dimensión, seguidamente vieron la luz del día en D 4, y demostrando las coordenadas que era uno de los quince planetas de Queen. En el planeta D 4 de Queen desaparecieron, para reaparecer en uno de los nueve globulares hijos de Arax, que era designado en el mapa. De ahí viajaron cuatridimensionalmente a otro planeta de Arax, H 6, y de allí se desplazaron, bajo el asombro de todos los que observaban la progresión, al más pequeño de los dos planetas Galk, designado como F 7 en el mapa. De allí se desvanecieron de nuevo para reaparecer otra vez en uno de los cuatro planetas Psi que estaba indicado en el recuadro H 8. Así habían cruzado el Sector entero ZG3/M2.
La locomoción Garak era más espectacular y fue una fuente de continuo asombro, y ocasionalmente de mortificación, para los humanoides, incapaces de emularla. De la misma manera que humanoides y Garaks no podían emular el método Zurg de movilidad, los humanoides y Zurgs eran incapaces de imitar la teletranslación de los Garaks.
Un Garak deseando hacer el mismo viaje desde A 1 en el sistema Berin, al H 8 en el sistema Psi, tendría simplemente que desaparecer en A 1 y reaparecer en H 8. Había, sin embargo, limitaciones al transporte de los Garaks.
Estos seres gigantes teletransportadores, en forma de hormiga, en lo que a dirección se refiere, estaban limitados. De hecho, existían algunos planetas que jamás habían visitado. Los que no comprendían plenamente la raza, tenían la opinión que los restantes planetas eran nefastos para su metabolismo, quizás incluso fatal para su constitución. Sin embargo, lo sorprendente era que la misma raza Garak se había subdividido en dos distintas especies, en lo que a viajes se refiere. Aunque físicamente no se podían diferenciar en lo que a las otras tres razas concernía, era bien conocido en todo el sector Galáctico ZG3/M2 que solamente un Garak podía distinguir a otros dos, el uno del otro; se había observado que ciertos Garaks tenía el poder de viajar a través del sector en lo que parecían ser trayectorias diagonales. Por ejemplo, los que habían hecho un estudio estadístico del problema sabían que Garaks de cierto tipo podían desplazarse muy cómodamente a través de planetas designados A 8 y B 3 en el sistema Berin, a través C 4 y D 5 en el sistema Queen y de allí al E 6 en el sistema Ranor, al Galk, el mismo planeta que fue visitado por los Zurgs en su asombrosa singladura de A 1 a H 8, el planeta que ocupa el recuadro F 7. El trayecto Garak concluiría en G 8, uno de los 4 planetas Psi.
Un trayecto alternativo en el que el mismo Garak a una de las mismas subespecies de Garak, podría emprender sería la larga diagonal que desde H 1, uno de los nueve planetas del sistema Phenon, por G 2 y F 3, ambos también del sistema Phenon, podría tocar E 4 y D 5 de los mundos de Queen, desde allí al C 6, uno de los planetas Ranor, y así hasta su destino final en el rincón opuesto del Sector Galáctico, vía dos de los cuatro planetas Alba, a saber, B 7 y A 8. El Garak capaz de estos trayectos mediante la teletranslación sería absolutamente incapaz de visitar cualquiera de los cuadriláteros opuestos. Tal Garak jamás podría tocar los otros dos planetas Alba, aunque estuviera cerca de ellos. Evitaría A 7 y B 8, como si estuvieran contaminados de virus mortífero, y en ningún caso visitaría B 6, uno de los seis planetas de Gloria, aunque B 5 y A 6 pudieran ser lugar de estancias frecuentes.
Sin embargo, lo contrario era posible para los Garaks de las otras subespecies. El viaje sería satisfactorio para ellos en los planetas tan especialmente evitados por sus contemporáneos. Este Garak que atravesaría el Sector de G 1 al A 7, desde el sistema Phenon de nueve mundos al sistema Alba de cuatro mundos, probablemente iría —si le convenía— mediante la teletranslación en cortos trayectos, o tal vez en un trayecto largo desde los planetas designados por los recuadros G 1, F 2, E 3, D 4, C 5 —los tres últimos en el sistema Queen— a B 6 del sistema de seis mundos de Gloria, yendo finalmente a descansar en A 7 de los cuatro Alba.
Los Pralos eran la cuarta raza cósmica dominante. Contrastaban poderosamente con los Garaks y humanoides. El humanoide es un ser bípedo, muscular, de fuerte constitución, con una fuerte osamenta interna, y una amplia y resistente funda cerebral; la cabeza se encuentra en la parte superior del cuerpo. El Zurg, cuadrúpedo, peludo, más como una bestia equina, excepto los pies, que son como los de los camellos legendarios que se decía existieron en la Tierra en los oscuros y casi míticos días anteriores a la vasta empresa colonial que pobló casi la cuarta parte del Cosmos con humanoides. Garaks como hormigas gigantes, cornudas, cubiertas de escamas, terroríficas a los ojos de los Zurgs y de los humanoides; y a pesar de todo, no eran deliberadamente peligrosos o antagonistas. Los Garaks tenían más bien la costumbre desconcertante de aparecer en sitios extraños y cuando menos se les esperaba, debido al poder de teletranslación que poseían. Los Pralos, contrariamente, parecían más bien octópodos correosos que se movían arrastrándose. Eran seres sin huesos. Si uno pudiera imaginar una gran cabeza correosa con dos ojos inquisitivos, sostenido por una red de piernas como tentáculos y seudópodos... semejante cosa era un Pralos. Estos múltiples tentáculos eran extremadamente diestros, porque los Pralos estaban mucho más adelantados que los Garaks en relación a los Zurgs y éstos lo eran de los humanoides. Mientras que los Zurgs se movían a través de la cuarta dimensión dentro de los límites de su sinuosidad, y los Garaks se teletrasladaban a la largo de líneas diagonales del sector Galáctico, los Pralos confiaban en su potente tecnología, con naves más rápidas que la luz. Dentro de sus brillantes cabezas correosas tenían también cerebros brillantes, y con sus tentáculos seudópodos habían construido magníficos e intrincadas máquinas. A pesar de su apariencia repulsiva, los seres octópodos eran fabulosamente inteligentes. Con sus naves más rápidas que la luz podían desplazarse a distancias ignotas. Un Pralos que deseara hacer un viaje a través de su sector Galáctico, plantearía el trayecto electrónicamente, por medio de un computador complicado; entonces aceleraría más allá de los límites técnicos y aparentemente desafiaría las leyes físicas tal y como son comprendidas por los humanoides, para lanzar su astronave más rápida que la misma luz hacia su destino.
Pero incluso los Pralos tenían sus limitaciones; no estaban confinados como los Garaks, solamente a ciertos planetas. No había ningún mundo en el Sector Galáctico ZG3/M2 que un Pralos no pudiera visitar y deprisa. Pero —había un gran «pero»— su debilidad era su inhabilidad para alcanzar ciertas referencias en el recuadro de coordenadas planetarias que fácilmente eran accesibles a un Garak, a un Zurg y en ocasiones a un humanoide.
A menudo se habían presentado situaciones extrañas en las cuales un humanoide en uno de los planetas Queen designado como E 4 había deseado alcanzar el mismo planeta hermano —otro del sistema Queen— el D 4. No tuvo dificultad en hacer el recorrido entre los dos mundos lindantes, a pesar del hecho que su conocimiento tecnológico sobre cohetes parecía lento y anticuado en comparación con las proezas de los Zurgs, Garaks y Pralos.
Un Garak sobre E 4 era completamente incapaz de alcanzar D 4, a pesar de que estuviera obligado a hacerlo por los científicos del instituto que llevaban a cabo varios experimentos sin novedad, pero dos correligionarios en E 3 y E 4 no pudiendo alcanzar D 4 en una rápida maniobra, se vieron obligados a desplazarse primero a E 4 y desde allí a D 4, por lo que dos Garaks de subespecies diferentes a la del Garak de E 4, estuvieron en E 3 y E 5. Respondiendo a una petición del comité de Investigación Galáctica de Transportes se desplazaron con facilidad a D 4, sin antes alcanzar E 4. Esto había planteado un problema al comité de Transportes del Sector Galáctico, el cual estaba todavía en discusión.
Un Pralos que deseara trasladarse de C 1 a C 8, debería simplemente computar una trayectoria hacia ese planeta y lo alcanzaría en un tiempo fantásticamente corto, puesto que esta nave cruzaría el espacio a la velocidad de la luz.
De la misma manera podría desplazarse de A 4 en el sistema Gloria de seis mundos; a H 4 en el sistema de nueve planetas de Arax, pero no podría trasladarse a G 1 a A 7 de la misma manera que lo haría un Garak. Los Pralos necesitarían aproximadamente dos veces el tiempo de desplazamiento de los Garaks de G 1 a A 7, de Phenon a Alba, porque podría hacer el viaje yendo de G 1 a A 1 y de éste a A 7, o alternativamente podría desplazarse en un trayecto desde G 1 en el sistema Phenon, al G 7 en el sistema de cuatro mundos de Psi, y desde allí del G 7 al A 7. Sin duda alguna, la senda diagonal tomada por el Garak desafiaría la habilidad de la sólida técnica de los Pralos.
Además de estas cuatro razas dominantes que retienen el equilibrio del poder entre ellos, tanto en lo que concierne al Cosmos, habían pocos, muy pocos, seres extremadamente raros y poderosos, que parecían humanoides cubiertos de escamas más que ninguna otra cosa, si bien la diferencia terminaba enteramente por cuanto los humanoides eran mamíferos. Esas extrañas criaturas, conocidas como Gishgilks, eran decididamente reptilianos; se reproducían por el simple hecho de poner huevos correosos, sin cáscara, de los cuales nacían sus pequeños.
Los Gishgilks, con sus antepasados reptilianos y su áspera y escamosa piel, tenían una técnica fantásticamente avanzada, aún más que la de los Pralos y la de los Garaks, dejando muy atrás a los Zurgs y a los humanoides, prácticamente sin comparación. Los inteligentes reptilianos Gishgilks poseían naves más rápidas que la luz, superiores a las de los Pralos. Además, también tenían la habilidad de transportarse ellos mismos. Cualquier cosa que un Pralos o un Garak podía hacer, un Gishgilk lo hacía mejor, más rápidamente y con más habilidad técnica. Ellos tenían una ciencia extremadamente desarrollada y una tecnología muy brillante. Pero había algo que no podían hacer; la habilidad de los Zurgs, para aparecer y desaparecer a través del sinuoso ultraespacio, no estaba a su alcance. Ellos eran muy superiores a los Zurgs en todos los sentidos, pero el secreto de los Zurgs escapaba a su conocimiento.


CAPÍTULO II
IMPOSICIÓN

Místico estaba divirtiendo a los pasajeros y a la tripulación del «Silver Eagle». Disfrutaba divirtiéndolos porque podía usar su telepatía para fines comerciales, pero al mismo tiempo Johnny Denver había escondido detrás de la mejor pantalla que posiblemente pudo obtener su habilidad.
Argumentaba, muy lógicamente, que la última cosa que un gobierno o agencia de seguridad esperaba, era que un telépata guardara su telepatía secreta y que la utilizara charlatanescamente manteniéndola dentro de los límites de un simple número de variedades. Y así, Johnny Denver, distraía, asombraba, deleitaba y desconcertaba a aquel público que estaba seguro se trataba solamente de un hábil ilusionista. Todo esto le producía un pequeño complejo de inferioridad acompañado de una leve sonrisa cínica, lo que no era realmente penoso en su agitada y flamante profesión, porque Johnny Denver era un animador de nacimiento y encontró tanta satisfacción siendo el «Gran Místico» como hubiera encontrado en cualquier otra clase y en cualquier Galaxia. Miraba su público; los pasajeros y la tripulación del «Silver Eagle» eran todos humanoides. No porque existiera discriminación racial alguna a bordo, sino porque simplemente Zurg, Garaks y Pralos podían viajar más rápido y económicamente sin necesidad de recurrir al anticuado sistema de propulsión a cohete. Habían una o dos personas en el público que eran bien conocidas de Johnny Denver, el «Gran Místico». Les había visto varias noches; eran el grupo de entusiastas que siempre aplaudían calurosamente.
Reconoció a Quince Ambrose, Roger Bennet y a Sam Charlton; y también sabía que Tom Davis y Urquhart Ericson estaban en la representación, porque no faltaron a una sola sesión desde que la astronave se lanzó al espacio. Ver non Frisby, Will Greer y Xavier Harris también estaban ahí, admirándole, y Johnny Denver disfrutaba la satisfacción que le producía el éxito y la certeza de que creaba un entusiasta club de «fans». Esta noche, a pesar de su código farfullador y de las preguntas de rutina que su asistente le hacia mientras estaba sentado en la escena y con los ojos vendados, algo, y por alguna razón, no respondía normalmente. Oía vagamente la voz de sus asistente, aunque muy lejana. Acaso estorbaba su mente ¿Acaso la estaba perdiendo? A un telépata de la capacidad y habilidad de Johnny Denver, la idea de perder esta rara facultad, la perspectiva de ser privado de este sentido impetuoso, es tan terrorífica y odiosa como la reacción de un hombre corriente al pensar que puede perder la vista o el oído. Un telépata ama y venera su don una vez se ha acostumbrado a él, y más si ha sido capaz de evitar la vigilancia que los departamentos de seguridad imponen a los telépatas cuando son descubiertos. No era tan desagradable como una detención domiciliaria; un telépata puede ir por dónde quiera y hacer lo que le plazca, pero hay siempre una sombra que sigue sus pasos. Donde fuera, sería seguido.
Si tomaba una copa en un bar, el hombre en el taburete próximo sería un oficial de seguridad; cuando se sentara para ver un programa de video, el hombre acomodado en el próximo asiento antigravedad sería un oficial de seguridad, y en un viaje, el hombre de la próxima litera de la nave espacial sería un oficial de seguridad. Cuando iría al cuarto de baño, un oficial de seguridad estaría fuera ante la ventana, y otro oficial esperaría fuera delante de la puerta. A menos que se escapara buceando por el desagüe de la bañera no había posibilidad de huir para un telépata. Johnny Denver no imaginaba que esto pudiera ocurrirle. Libertad es una cualidad rara e indefinible, pero tal vez a causa de su rareza e indefinibilidad era excepcionalmente preciosa. Decidió aferrarse a la libertad mientras hubiera aliento en su cuerpo y telepatía en su cerebro.
Fue capaz de esquivar estas ideas a causa de la poderosa calidad de su talento indómito. Podía presentir el peligro, podía descubrir un pensamiento sospechoso desde muy lejos, y sabía exactamente cuando había logrado apaciguarlo.
Pero esto era algo diferente. No se trataba de un pensamiento sospechoso; era una sensación de estar enfrentado contra algo, de un poder tan inmenso que su propia mente parecía una diminuta cáscara de nuez colocada en el camino de un rodillo apisonador. Había probado muy intensamente oír lo que su asistente decía, pero las palabras carecían de sentido alguno. La voz era débil, lejana, apagada, remota.
—Tengo un objeto aquí que este caballero me acaba de dar.
¿Qué diablos significa esto?
¿Es un bomba o un encendedor?, pensó Johnny. Condéneme si lo sé. No tiene sentido alguno para mí. No puedo comprenderlo mentalmente, mi celebro se esfuerza demasiado. Probó desesperadamente de controlar la fuente, de descubrir el origen de este vacilante poder, pero no le fue posible. Había tantas influencias contrarias, que no logró hallar ningún rastro. Se levantó y se quitó la venda de los ojos.
—Lo siento mucho, señoras y caballeros, no me encuentro bien. Reanudaré la sesión más tarde. —Tenía dificultades al hablar. Era como si su cabeza fuera de corcho, sacudida por un gigantesco mar de poder mental. Seguramente ellos podían captarlo también. Lo sentían también, y cuando les miró, captó que ellos aparentemente ignoraban... que su cerebro estaba a punto de desintegrarse, y que era como un vasto océano agitado por un poderoso y turbulento oleaje producido por una fuerza invisible.
Tuvo súbitamente la sensación de que una gigantesca mano imaginaria le cogía. Era como si una fuerza extragaláctica, una fuerza hipnótica invisible, hubiera tomado total absoluto y completo control de su destino y de su propio ser, como si ya no fuera dueño de su alma y capitán de su destino; se sentía como un muñeco balanceándose en el extremo de una irrompible cuerda, mientras que una mano, con enorme fuerza, movía el mecanismo sacudiendo su fuente para servir a su propia voluntad. La fuerza parecía ir en aumento y al desvanecerse sus sentidos miró a través de las candilejas y vio al público que también sentía lo mismo. ¡Así que no lo estaba imaginando! Sólo que él era más sensible que ellos.
Extrañamente podía ver que la mayoría de los hombres que creía eran sus amigos, estaban de pie. Podía ver a Quince Ambrose con una mirada de asombro en su cara y entonces, de súbito. Quince Ambrose ya no estaba allí. Roger Bennet y Sam Charlton estaban levantados, perplejos, con la misma mirada de asombro... y de repente desaparecieron como Quince Ambrose lo había hecho.
El resto del público se hundía como si estuviera sumido en un poderoso rapto hipnótico. Todo el auditorio estaba silencioso, como una isla desierta en medio de un mar, como una laguna. Instintivamente con la parte de poder telepático que aún funcionaba a pesar del gigantesco entumecimiento mental que había rodeado la nave, Johnny Denver sintió que la tripulación ya no estaba en sus puestos de trabajo, que el piloto no continuaba encargándose de los mandos de control. Estaban perdidos. Irremediablemente perdidos. La nave era tan sólo una masa de metal volando en la inimaginable soledad del espacio intergaláctico. Estaban perdidos. Sentía como si hubiera sido arrancados de su familiar sector ZG3/M2... Perdido, se dijo a si mismo, perdido en esta inimaginable soledad del espacio intergaláctico. La frase continuó martilleándole el cerebro. Y entonces, con una visión turbia, vio cómo Tom Davis, Urquhart Ericson, Vernon Frisby, Will Greer y Xavier Harris se habían también puesto en pie, con la misma mirada de asombro que precedió a la desaparición de Quince Ambrose y Roger Bennet. ¡Harris, Greer, Frisby, Ericson y Davis desaparecieron tan abruptamente y tan por completo como Ambrose y Bennet!
Johnny Denver estaba de pie, contemplando estúpidamente el espacio vacío donde sus amigos habían estado, y después quedó con la mirada fija. Repentinamente no había nave para mirar.
No sabía dónde estaba, ni tampoco cómo había sido transportado. Sentía como si hubiera sido arrastrado por un fantástico y poderoso torbellino. Era barrido y arremolinado, y ahora todo a su alrededor se ponía negro. Más negro que una de esas noches infinitamente negras. Más oscuro que la oscuridad del espacio. Caía, iba cayendo; buceando en un pozo sin fondo; las aguas se acumulaban sobre su cabeza; estaba inconsciente. ¿Cuánto tiempo? No lo sabía, pues el reloj de su cerebro subconsciente, que registraba fiel y exactamente el paso del tiempo mientras la conciencia está apagada, le había fallado totalmente. Era como si hubiera sido paralizado por la misma fuerza mental que se había apoderado de él y había casi extinguido, por lo menos temporalmente, sus habilidades telepáticas.
Abrió de nuevo sus ojos y encontró con gran asombro que estaba en uno de los planetas, y que estaba muy lejos del sitio donde se encontraba el «Silver Eagle» cuando esa extraña fuerza se apoderó de ellos.
Estaba sentado y muy lentamente se puso de pie, restregándose los ojos extrañado. La memoria comenzó a renacer y con ello su habilidad.
Debo dominarme, se dijo a sí mismo. Estoy en un mundo extraño, estoy en un planeta prohibido y debo averiguar dónde.
Quería saber primero si aún continuaba en el Sector ZG3/M2, y si era así ¿en qué parte estaba? Sabía que alguna información llegaría a él. Si quería saber lo sucedido, tendría que ir y averiguarlo. Deseaba saber su posición exacta. Tendría que encontrar algunos nativos y preguntarles.
El planeta le parecía vagamente familiar, pero... ¿lo era? Miró hacia el sol y reconoció esa órbita brillante sin ninguna dificultad. Era Arax, con sus nueve mundos. ¿Pero cuál era éste?
Encogió sus anchos hombros y pasó sus bronceados, fuertes y delgados dedos entre su cabello rojo.
Presentía la presencia de otra mente. Esto era ya una ayuda. Envió su telepática prueba mental como una pregunta. Buscó el otro cerebro como si estuviera escudriñando sobre un mapa. Era un humanoide, un humanoide masculino. No podía verle, pero sabía que lo tenía muy cerca. Parecía colmo si anduviera despacio en la otra parte del verde terraplén.
El sondeo fue sin molestia y salió de nuevo con la información que Johnny Denver quería. Lanzó un suspiro de alivio; por fin sabía que su habilidad telepática no se había alterado. Ahora que la gran fuerza mental que le había súbitamente lanzado fuera del «Silver Eagle» y arrojado sus compañeros, Ambrose, Bennet, Charlton, Davis, Ericson, Frisby, Greer y Harris con él, cambió, podía servirse de su poder otra vez.
Se preguntaba si ellos estarían también en este mundo. Su telepatía le había dicho dónde estaba él, pero nada más. Había acertado con respecto a Arax; siendo éste el sol, se hallaba en el planeta designado H 5 en el recuadro astronáutico.
Una sensación peculiar de ansiedad le invadió de nuevo; tenía que alcanzar la estación de radio interplanetaria y llamar a alguien en H 5 que también se encontraba en el sistema de Arax. Pero no conocía a nadie en G 5. La peculiar sensación le invadió de nuevo. Tenía que comunicar por radiófono. Una radio interplanetaria. Tenía que llamar a G 5. Tenía que hacerlo. No era un deseo, era una obligación. Fuerte, irresistible; era una obligación impetuosa.
Emprendió su camino hacia el verde terraplén en la carretera de abajo, y subió a un vehículo que se movía despacio; era una especie de máquina de transporte público, y el encargado de dicho vehículo le miró un poco extrañado. El dialecto en G 5 era internacional humanoide, con acento Araxiano. Johnny Denver se las arreglaba para hacerse comprender, aparentemente, bastante bien, y buscó en su cartera un pequeño billete de crédito interestelar. El conductor le devolvió el cambio y regresó a sentarse para pensar. ¿Cómo había sido arrojado fuera de la nave? ¿Cómo ese poder mental le había ordenado que llamara a G 5 por radioteléfono interplanetario?
Continuaba rebuscando en su cerebro a alguien que conociera en G 5, pero estaba seguro que su primer recuerdo era correcto... y sin embargo... y sin embargo... se decía a sí mismo que tenía que haber alguien. Tenía que haber alguien. ¿Quién podría ser?
Se apeó del vehículo público y tomó el camino hacia la cabina del transmisor radiotelefónico.
Introdujo una ficha de crédito interplanetario por el importe de la llamada de esa zona y esperó al operador para que le preguntara el número que quería.
Cuando le preguntaron el número, estuvo a punto de contestar: «No lo sé». Pero súbitamente brotó en su cabeza. Dio el número con una voz que costaba trabajo reconocer como suya. Aquello no significaba nada para él. Parecía como si la parte racional de su cerebro reconociera la gran tontería que era el introducir monedas interplanetarias en un radioteléfono para llamar a un número que no conocía y a un planeta en el que estaba convencido de no conocer a nadie. En el auricular se oyó una voz.
—¿Quién llama por favor? —La voz era sorprendentemente familiar. Pero no podía ser, se decía a sí mismo, ¿o si podía ser?
Las cosas parecían no tener ningún sentido. Tenía un horrible presentimiento intuitivo de que las cosas tendrían aún menos sentido antes de que esta pesadilla terminara.
—Dígame —dijo la voz otra vez—. ¿Quién llama por favor? —Johnny Denver no encontraba palabras. Finalmente después, que la pregunta fue repetida por tercera vez dijo muy suavemente.
—Soy Johnny Denver, ¿con quién hablo? —Hubo en el otro lado una alarma seguida de un tartamudeo.
—Aquí Tom Davis —dijo la voz—, ¿qué puedo hacer por ti, Denver?
—Ni yo mismo lo sé —contestó Johnny.


CAPÍTULO III
EL MONTAJE

La alarma y el tartamudeo se repitió en la otra parte del radioteléfono. Por lo que Johnny Denver recordaba de Tom Davis, había sido un muchacho corriente, inquieto y vagabundo; era una clase de muchacho que no tenía costumbre de tartamudear, ni alarmarse, excepto en circunstancias verdaderamente excepcionales. No era, y ello sin hacer un esfuerzo imaginativo, un snob, no era uno de esos tipos que perseguían la afectación y los manerismos. En circunstancias normales Denver estaba bien seguro que tartamudeo y alarma no formaban parte del vocabulario de Davis.
—Tengo un problema —dijo Denver.
La voz de Davis en la otra parte del radioteléfono sonaba muy comprensiva, como si un radioteléfono comunicando a las distancias que separaban H 5 de G 5 pudiera transmitir cualquier clase de sentimiento.
El tiempo que se perdía entre las observaciones de la conversación se notaba, aunque no fuera bastante grande para ser un obstáculo. Sencillamente, hacía el diálogo lento y un poco embarazoso. Se decía por todo el sector, que cualquier persona podría llegar a ser un brillante orador con tal que hablara solamente por radioteléfono. La lentitud con que transcurría el tiempo, daba al menos hábil sobrado margen para que pudiera pensar algo bastante brillante. Johnny Denver no era hombre de ingenio lento. Su clasificación I.Q. llegaba a los 140; hubiera sido considerablemente más alta, pero Johnny Denver moderó alguna de sus habilidades naturales. En una ocasión, fue cuando su viejo amigo el doctor Grenville Prince, el sicólogo, estuvo cerca de hacer un descubrimiento, le calificó de «excelente adivinador», Johnny Denver observó una serie de pensamientos que fluían del eminente cerebro de Grenville Prince, y durante la media hora que siguió, jugó con su propia inteligencia, hasta que aquella brillante serie de pensamientos no enlazaba con el análisis de «excelente adivinador» y con la posibilidad que Johnny Denver fuera telépata.
Coloso mental era él, y un hombre inteligente era Tom Davis; y sin embargo, ambos tenían dificultad para mantener una conversación inteligente. Hablaban como un par de niños de siete años que usaban el teléfono por primera vez, con miedo, durante la ausencia de la madre. Era algo nuevo y extraño.
—Me alegro mucho de oírte —dijo Davis—. Johnny, no creerás lo que te voy a decir... —hubo una larga pausa embarazosa, más larga y más embarazosa de lo que ordinariamente ocurre en estos casos.
—Adelante —dijo Denver. Otra larga y embarazosa pausa.
La voz de Davis bajó de tono hasta convertirse en un cuchicheo.
—No sé cómo he llegado aquí —Johnny Denver oyó el cuchicheo; sintió miedo y en toda la espina dorsal un escalofrío.
—Estoy en una cabina radiotelefónica —dijo Davis.
—Esto es una locura —exclamó Denver—. Tiene que haber millones de radiolocutorios en G 5.
—Apostaría que los hay en gran número —contestó Tom.
—A lo que yo me refiero —dijo Johnny— es ¿cómo supe el número del receptor de la cabina en que estabas?
—Debo admitir que estaba muy sorprendido...
Antes de que Johnny pudiera continuar hablando, la misma extraña impresión que le forzó a telefonear a G 5 le estaba ordenando algo de nuevo. Esta impresión era innegable. Por unos segundos su cerebro rápido, y duro como el acero, trató de comprenderlo, pero era inútil, completamente inútil; tenía que resignarse. La corriente era tan fuerte que ningún ser podía ir en contra. La cuestión era seguir esta corriente o ahogarse en la lucha. Decidió seguir.
La corriente de fuerza mental, las mismas olas de fuerza hipnótica del océano que le engulló a bordo del «Silver Eagle», volvieron de nuevo. Como entonces, percibió el mismo susurro, apremiándole para que dijera algo a Tom Davis. Pero le pareció todo sin sentido. Escuchó lo que creía era su propia voz, pero que en realidad sonaba como la de un extraño. Parecía imperativa, una voz seca, no como la suya, suave. Era evidente que esa voz que había adoptado temporalmente, estaba acostumbrada a mandar y a ser obedecida.
—David Lomond nos va a dar que hacer —dijo de repente—. Mucho trabajo; tenemos que salirle al encuentro. Pero claro, Gus Tremayne está detrás de todo —y continuó—. Ha mandado a Lomond. Las complicaciones empezarán en D 5. ¿Has comprendido esto, Tom?
—Sí —contestó Davis sorprendido—. Pero ¿qué quieres que haga? —Su voz sonaba, también, como si estuviera bajo la influencia de alguien, aunque era natural que obedeciera las órdenes de Johnny.
—Tomando la nave para E 5, puedes enfrentarte con las dificultades allá. Tu presencia impediría a Lomond desembarcar. Si sabe que nuestra influencia está en esa área, pasara en D 5, y esto hará pensar a Tremayne por algún tiempo.
La sensación extraña pasó, y Tom salió vacilante de la cabina radiotelefónica, al aire fresco soleado y limpio de G 5.
Johnny Denver colgó, y fue como si el «clic» del receptor cortara la conexión final con esa misteriosa fuerza, con la objetiva o subjetiva influencia; era que había recobrado sus sentidos normales. ¿Es que era algo interno? ¿O era espontáneo y externo? Johnny sabía que había solamente un hombre capaz de ayudarle. Sería una oportunidad contra un millón que ese hombre estuviera en H 5. Pero esa sola oportunidad en el millón era la que necesitaba. Para cualquier otro hombre que no fuera Johnny Denver, la tarea de localizar un ser humano en un planeta sobre el que seguramente no se hallaba, era difícil. Pero Denver tenía la habilidad y poder que necesitaba tal circunstancia.
Empezó su periplo por los puertos espaciales. H 5 no era un mundo enorme. El planeta Araxiano era agradable, semejante a la Tierra; no estaba totalmente colonizado. Tenía una fauna medianamente mansa y una flora no muy agreste; los seres humanos lo encontraban muy agradable. No había nada siniestro ni peligroso en el planeta. Como la mayoría de los mundos Araxianos, era de aspecto acogedor y hospitalario.
Para el recorrido de los puertos espaciales, Denver necesitó tres días. Su técnica era simple, reservaba con un nombre «musical», como si fuera a emprender un corto vuelo de cohete. Llegando tan sólo al despacho de Aduanas, sondeaba la memoria de todos los oficiales para descubrir si alguno de ellos había visto a Grenville Prince. En el penúltimo espaciopuerto, cuando Johnny Denver estaba a punto de abandonar la empresa decepcionado, obtuvo una reacción positiva de la mente de un joven oficial de Aduanas. Grenville Prince se encontraba en H 5. Hubiera sido simple, pensó Johnny, para el hombre corriente haber usado el radioteléfono y discar el número de Grenville. Se preguntaba ahora por qué no había adoptado este simple y fácil procedimiento, pero las llamadas no eran baratas, y Grenville Prince era un hombre muy difícil de encontrar. Sus intereses y su reputación galáctica le llevaban por todo el Cosmos, o por lo menos le llevaba todo lo lejos que podía alcanzar. Los cuatridimensionales Zurgs, extraños seres de aspecto equino, ocasionalmente hacían uso del tratamiento psiquiátrico, y Grenville Prince no era un simple psicólogo en el más estricto sentido de la palabra. Era psicólogo, psiquiatra, psicoanalista y un brujo de la mente de primer orden. Hasta los Zurgs, con su extraño poder, habían en ocasiones consultado al doctor Grenville Prince.
Los gigantescos Garaks, parecidos a hormigas, también se sabía que habían tenido tratos con él; y, aún más increíble, que había tratado, en una ocasión por lo menos, con un Pralos.
Después de haber encontrado el joven oficial de Aduanas que examinó el equipaje de Grenville Prince, fue tan sólo cuestión de seguir el rastro telepático. Denver caminaba despacio desde el cosmódromo a lo largo de la muy concurrida vía pública. Se detuvo ante el escaparate de un viejo vendedor de periódicos. Los cabellos grises, despeinados, del viejo y los ojos llorosos, descubrían sus ciento treinta años, aproximadamente; años que empezaban a marcar su fin. Johnny Denver le miró con una mezcla de compasión, pero como su sentido telepático profundizo con curiosidad en la memoria del anciano, vio que guardaba muchos recuerdos alegres y el viejo vendedor de periódicos y revistas era mucho más feliz de lo que su apariencia externa indicaba.
Las huellas eran bastante débiles; Denver debió emplear toda su fuerza para establecer su plan general. Las impresiones que recibía, a través del canal, de sus sentidos, eran mucho menos intensas y directas que las de un hombre más joven. Denver deseaba encontrar a Grenville Prince muy rápidamente. Pasaba a través de un recuerdo subconsciente de la escena de la multitud, cuando captó una ojeada como si estuviera acorralada en la memoria del anciano vendedor de periódicos, una impresión de Grenville Prince pasando y deteniéndose ante la puerta de un gran hotel.
Era una lugar de reunión de gente que estaba de vacaciones; por lo tanto, Grenville no hacía un viaje de negocios, pensó Johnny Denver. Mucho mejor; esa era la clase de coincidencia que necesitaba. Deseaba la ayuda de Prince y la precisaba ardientemente.
Hechos caóticos se revolvían en su cerebro, haciendo las comunicaciones telepáticas con las impresiones débiles del viejo vendedor de periódicos muy difíciles. Tan absorto estaba Johnny en su búsqueda en la memoria del anciano, que no notó un pensamiento consciente que le asaltaba. «Este tipo ha estado mirando los libros durante mucho tiempo. Quisiera saber si va a comprar algo».
Una de las cosas que Denver no podía hacer, era reír. Miró al viejo; éste sonreía agradablemente «Quisiera saber de dónde sacan estos tipos todo este tiempo para malgastarlo. Nunca tuve tiempo para eso cuando yo era joven»
Ser un telépata tiene sus compensaciones divertidas, pensó Johnny. Le era difícil reprimir una sonrisa. Metió su mano en el bolsillo. «Parece esperanzador» pensó el anciano. La dificultad de Johnny para reprimir una sonrisa fue más fuerte que antes. «Quisiera saber si me dará una pequeña propina. Una taza de té no me sentiría mal; esta mañana las cosas no han ido muy bien».
Johnny ofreció un billete de crédito interestelar, de poco valor y cogió una revista diaria. La mitad del valor del billete hubiera sido más que suficiente.
—Guarde el cambio —dijo con una mueca.
«¡Vaya, eso pagará mi cena!», este pensamiento en la mente del anciano resplandeció tanto como el fulgor de una chispa. Esto proporcionó a Johnny Denver un halo agradable. La gratitud impresiona siempre a un telépata como una brisa de aire templado, o una corriente aromática tropical. Era muy bonito recoger un pensamiento grato. Johnny también se sintió agradecido; solamente deseaba que el viejo pudiera saberlo.
Se metió la revista en el bolsillo y cruzó en dirección al hotel donde el doctor Grenville Prince se había introducido, según la pista mental del viejo vendedor de periódicos. Denver se dirigió a la recepcionista y sonriendo preguntó si había habitación. La chica era de una belleza deslumbradora, muy moderna, pero no era exactamente del gusto de Denver.
—Sí, señor, lo miraré. —Su sonrisa era más bien descarada. Johnny sondeó con más intensidad para conocer su pensamiento; aparentemente toda su atención estaba concentrada en las manecillas del reloj. Todo lo que deseaba era salir. El sondeo de Denver todavía profundizó más. Llegó debajo del nivel del pensamiento consciente y encontró el rastro del subconsciente que buscaba.
Grenville Prince se alojaba allí. Grenville Prince estaba todavía allí.
—Sí señor, tenemos habitación. —De nuevo Johnny tuvo dificultad en reprimir una mueca, pero consiguió mantener su expresión normal; el hilo de su subconsciencia estaba lleno de un surtido de extraños clientes. La deformación de las imágenes era debida, hasta cierto punto, a la hostilidad de sus patronos y a su trabajo. Miraba a los clientes con el rencor vitriólico de un experto y agriado caricaturista. Denver observó como la cinta de su memoria recibía las impresiones de su persona; era más lisonjera que la de los otros, pero no dejaba de ser una caricatura. La sonrisa de Johnny fue puramente interior. El botones le condujo hacia el elevador.
—¿El señor no tiene equipaje?
—Lo dejé en el cosmopuerto —contestó Johnny, mirando al muchacho—. No te hagas mala sangre, hijo; pagué por adelantado. Aquí tienes algo para ti —lanzó al chiquillo un billete. El chico abrió la puerta y le entregó la llave magnética. Johnny empujó la puerta contra la cerradura magnética y la cerró detrás de él. Retiró la llave magnética y la metió en su bolsillo. Lanzó un sondeo mental para encontrar a Grenville Prince.
Estaban tan sólo separados por dos habitaciones, en el mismo pasillo. Se preguntaba si por casualidad Prince se hallaba dentro. Estaba.
El sondeo mental que había mandado al azar captó súbitamente una descarga de términos complejos de psicoanálisis. Prince estaba de nuevo escribiendo otro de sus estupendos libros de texto, obras que eran conocidas por todo el sector, y aún más allá del sector. Era fascinador ver trabajar a aquel enorme cerebro. Sólo en raras ocasiones Denver había tenido el atrevimiento de explorar profundamente en el cerebro del psiquiatra; sólo en unas pocas ocasiones había tenido la temeridad de zambullirse en los fondos de la mente de Grenville Prince. Era como si estableciera contacto con algo muy grande y muy poderoso. Encontró reacciones de tipo, tropismos y reflejos. Halló un vasto conocimiento del comportamiento intuitivo, mecanismos disparadores innatos, clasificaciones biológicas de instinto e inteligencia; conceptos dinámicos de comportamientos e intenciones humanas. Encontró emociones y electroencefalogramas. Halló leyes complicadas relativas al comportamiento. Encontró un vasto conjunto de conocimientos relativos a los reflejos condicionados. Había datos que trataban de psicología gestal y sociabilidad. Halló todo lo que el psicólogo necesitaba saber. Todo lo que abarca desde la disociación de la personalidad, tendencias de comportamiento infantil, agresividad, risa, incentivos, actividad impulsiva y evolutiva, tendencias del comportamiento social, sociometría, criminología y la psicología de la delincuencia...
Encontró una enorme masa de información sobre métodos de estadística, inteligencia y sobre la complicada psicología de la estética. Pero lo más complicado de todo fue el almacén de recuerdos, que, por lo que el telépata podía deducir, estaban lo más cerca del alma del eminente psicólogo. Esto era el conocimiento con el que un psicoanalista construía su fe. Un hombre que podía reconciliar su Dios con la ciencia. Un hombre que podía ser el pensador más grande de su tiempo, del siglo más adelantado de toda la historia del ser humano.
El influjo del pensamiento comentado disminuyó cuando Denver cesó su sondeo mental. No podía persistir durante más tiempo esta profunda concentración. Redujo el volumen de recepción hasta que la terminología psicológica que fluía de la mente de Grenville Prince, mientras éste escribía su obra, bajó a un nivel mínimo. Era como una conferencia en un programa cultural de video sintonizado a bajo volumen y desde un segundo plano mientras un hombre fumaba y leía una revista. Después de aproximadamente media hora, Denver se dio cuenta que la recepción había cesado. Grenville Prince había finalizado un capítulo. Siendo él mismo algo psicólogo, Denver no sintió el deseo de interrumpir este magno cerebro en medio de aquel esfuerzo creador. Ahora sacó de su bolsillo la llave magnética y la introdujo en la cerradura también magnética. La puerta se abrió, deslizándose. Otro contacto en la cerradura y la puerta se cerró.
Denver se dirigió a la habitación de Grenville Prince; un golpecito rápido en la puerta, y el pensamiento volvió a él y le dio como un latigazo, saltando violentamente en la mente del psicólogo. «¿Quisiera saber quién diablos ha podido hacer esto? Nadie sabía que yo estaba aquí».
Durante un segundo Denver se mordió el labio; Grenville Prince era un muchacho formidable amigo de confianza, pero incluso Prince ignoraba que él era un telépata. Una vez, pero esto era otra historia, una vez casi fue... ah... ¡Estuvo tan cerca del descubrimiento!
Tal vez, pensó Johnny, si consigo interesarle en lo que ocurre, quizá será necesario decírselo. Dios quiera que no sea así, pero parece que es el único camino de solucionar este problema. ¡Siempre mejor esto que sucumbir!
La puerta se abrió muy despacio, el psicólogo esperó en la entrada alzando su frente alta y arrugada. Sus ojos brillaban, penetrantes y fulgurantes como ascuas en su cara de facciones duras como la roca.
—¡Johnny, el Gran Místico, entra! Pasa, Denver, ¿cómo diablos me has encontrado?
Era la misma pregunta que Denver quería evitar.
—Ahora hablaremos de esto —dijo. «De esto», la mitad era una evasiva y la otra mitad una promesa.
Más tarde o más temprano, pensó Denver, alguien tendrá que saberlo. Puedo sondearlo primero con cuidado. La pregunta tendrá que esperar. Vio de nuevo la bandera de la sospecha en la frente de Grenville; después, rápidamente, entró. Sintió la sensación de que era bienvenido y el verdadero placer que le causaba al psiquiatra al verle de nuevo. Grenville Prince fue muy astuto.
—Tú tienes un problema —dijo. Johnny podía leer sus pensamientos—. Nunca he visto al viejo Denver tan preocupado, pobre muchacho. Quisiera saber qué es lo que diablos te pasa... —Johnny se instaló confortablemente en una butaca antigravedad.
—Tengo un problema —admitió—. Un gran problema. Quiero muchas y grandes contestaciones.
—O.K., Johnny, empecemos —sonrió el psiquiatra. Denver descansó y mientras descansaba, comenzó a hablar.


CAPÍTULO IV
LA APERTURA

Habían estado más de quince minutos hablando cuando la brillante mente de Grenville Prince tomó una decisión. Pensando en lo mismo, Denver podía ver muchas complicaciones y sin embargo solamente formulaba teorías como si fueran elaboradas por hadas en el cerebro de Grenville Prince.
El psicólogo estaba intrigado y Johnny podía adivinar su excitación. Grenville estaba rígido. Sus nervios, que normalmente estaban muy tranquilos, se tensaron como las cuerdas de un instrumento musical. Los latidos de su corazón eran como martillazos, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo físico pues cuando este enorme cerebro de Grenville se ponía en marcha, consumía tanta energía como si fuera un corredor de maratón.
Johnny le miraba con interés, y decidió que era el momento de poner las cartas sobre la mesa.
—Grenville —dijo suavemente— tú eres más que psicólogo. Nosotros hemos sido amigos durante mucho tiempo, y no estoy hablando como lo haría un paciente después de su análisis.
—Ya lo sé —dijo Grenville—. Yo también te aprecio mucho, Johnny. Tú siempre has sido un buen amigo para mi. La amistad es una cosa extraña; existe o no. A veces se simpatiza con un hombre a pesar de sus faltas. En otras ocasiones es lo contrario. Algo falta, algo que no encaja. O bien tú vibras en la misma onda psicológica o no. Ahora no empleo el término con ningún grado de exactitud científica. Ya no hago más que jugar a codazos.
Johnny podía leer la creciente excitación en la mente de Grenville Prince. Podía leer pensamientos que sobrepasaban meras, vacilantes teorías, aquellas medio formuladas ideas fueron relegadas a un remoto límite de la conciencia. Ahora el subconsciente empezaba a trabajarlas, a mesarlas. Regresaría a más altos niveles de la mente bajo una forma más concreta.
—Me vas a decir algo —Johnny leyó lo que pensaba Grenville—. Me pregunto si estoy en lo cierto... Quisiera saber si él está en lo cierto. No te delataré al gobierno si eso es lo que temes.
—Gracias —dijo Johnny. Y súbitamente comprendió que por primera vez en su vida su astucia había sido sobrepasada. Pensó gracias a Dios no importa. Pues el doctor Grenville Prince no había pronunciado estas palabras en voz alta. La promesa de no traicionarle había sido solamente pensada y Johnny únicamente hubiera podido leerla siendo un telépata. Grenville Prince estaba riendo.
—Te cogí —dijo.
—No llego a captar la alusión —dijo Johnny sonriendo ampliamente.
—Tienes que leer más —dijo el psiquiatra—. Tiempos atrás, mucho antes de la época oscura de la expansión colonial, hace cientos de miles de años, la primera sociedad humana sobre la tierra era muy literaria.
—¿Has leído algo de esa vieja literatura terrestre? —preguntó Johnny.
—Sí, mucho —dijo Prince—. ¡Buen material! Particularmente algo de ciencia ficción, era muy brillante. Escribieron historias del espacio, de la era espacial. ¡Describieron imperios Galácticos! Y la cosa más técnica que tuvieron fue un sputnik y una sonda lunar. Y ya hubo hombres entonces que anticiparon que hombres terrestres, exploradores, un día colonizarían un cosmos entero. Eran hombres de la Tierra, tenían fe en ellos mismos. Tenían fe en su Dios y en su creación, fe en la humanidad. Pero no era su ciencia ficción a la que yo me refería. Una de sus distracciones era las historias de detectives; se cometía un crimen y los lectores lo seguían paso a paso, con el detective, urdiendo un proceso lógico de deducción, siguiendo testimonios circunstanciales, y así hasta que se descubría quién había cometido el crimen. Generalmente era la persona menos sospechosa de la historia. De todas estas novelas de detectives, las más clásicas eran las de «Sherlock Holmes» de Sir Arthur Conan Doyle. Llamar a un hombre «Sherlock» equivale a llamarle detective.
—Pienso que empiezo a comprender —dijo Johnny. Si resolvías un caso, eras un Sherlock Holmes. Si conseguías descubrir algo particularmente, si ese algo era un secreto bien guardado...
—¡Eres un Sherlock! —añadió Prince—. Y de paso, sea dicho, que lo afirmo, y tan sinceramente como tu puedes ser capaz de leerlo. Sería la última persona que soplara una palabra de esto a las autoridades. Estoy convencido, como todo hombre civilizado merecedor de este calificativo, que la libertad es una herencia preciosa, herencia que no podemos permitir de poner en peligro. Esto solamente porque te conozco muy bien y sé que podía hacer esa promesa. Si se tratara de otro telépata, lo denunciaría.
—Eso es más bien una contradicción —replicó Denver—. ¿Cómo puedes creer en la libertad si al mismo tiempo no pudieras ver a un hombre constantemente vigilado?
—A ti te puedo tener confianza —dijo Grenville Prince— de la misma manera que tú puedes confiar en mí. Sé que preferirías morir antes de negociar con cualquier secreto para la seguridad... si supieras algo. No se lo revelarías a ninguna potencia extranjera. No puedes ser sobornado ni puedes ser intimidado. He sido tu psiquiatra durante mucho tiempo para saber que tu carácter es fuerte. Si tú sintieras que habías traicionado a tu planeta o a tu sector en la Federación Galáctica ya no podrías soportar la vida, preferirías ser un héroe muerto, que vivir como un cobarde; estás hecho de esta manera. Esto hace que seas de fiar. Un telépata débil sería un hombre extremadamente peligroso. Un telépata codicioso, un telépata egoísta, podría ser sobornado, se le podría intimidar; eso quiere decir que todo telépata conocido debe ser fichado. ¿Ves la razón? A menos que conozcan a un hombre a fondo que no sea necesario fichar, como es tu caso, esto es bastante justo.
—Gracias —dijo Denver—. Yo odiaría pensar que hubiera un oficial de seguridad sentado detrás de mí en todos los sitios donde estuviera. Esto me molestaría tanto, que preferiría no ir a ningún sitio.
—Conozco a un par de muchachos que se hallan en esta situación —dijo Prince—. Ellos no lo encuentran tan mal; con el tiempo se han acostumbrado, pero como digo, es porque creemos en la libertad, que debemos privar en casi todos los casos al telépata de la suya. De no hacerlo, sería un suicidio.
—Sí, lo comprendo —convino Johnny.
—Bien, ahora que te has quitado de tu pecho el gran secreto, podemos realmente ponernos a trabajar en el problema con el que te enfrentas. Como tú probablemente puedes ver, tengo seis teorías diferentes, cada una de ellas persiguiendo a las otras como si fueran moscas.
—Desde fuera tienen un aspecto más gracioso. Parecen hadas revoloteando alrededor de una cucaña adornada con flores —dijo Johnny Denver.
Prince se echó a reír.
—Hay hadas en el fondo de mi cerebro —sonrió—. Mira, me has dicho que fuiste arrancado de repente de tu nave; que viste ocho hombres desapareciendo delante de tus ojos; que percibiste un poder mental gigantesco, más grande que tú mismo, controlándoles y dirigiéndoles. Me has dicho que te ordenaron de contactar Tom Davis, el que presumo estaba en la nave contigo, y tu fuiste uno de los hombres que desapareció, que su número te lo dieron por radiófono...
—No —dijo Johnny—. Tuve que llamarle por radiófono; su número vino del espacio. Lo capté de algún sitio.
—Ya veo, eso es importante —dijo Prince— muy importante. Es como si una inteligencia desincorporada te moviera, como un muñeco principal controlando a otro muñeco.
—Es como me ocurrió —convino Johnny—. Y al mismo tiempo se sirve de mí para dar órdenes a Tom Davis. ¡Y lo asombroso es que Tom Davis, obedeció estas órdenes! ¿Por qué debía obedecerme?
—No lo sé —contestó Prince—. Lo ignoro en absoluto, pero me propongo descubrirlo. O.K., Johnny descansa, te voy a probar un poco de hipnoterapia. Tú sabes que ahora no tienes nada que temer del hipnotismo pues aunque tu subconsciente chismorreara tu secreto, yo sólo estoy escuchando. Ya lo conozco, así pues puedes descansar y relajarte.
—Nunca he sido hipnotizado —dijo Denver.
—No, tú no te hubieses atrevido —replicó Prince—. Es una gran experiencia, te lo digo.
Johnny se reclinó cómodamente en los profundos pliegues de la silla antigravedad.
Prince sacó un brillante pendiente de cristal del bolsillo de su chaleco y lo hizo girar lentamente por el hilo del que estaba suspendido.
—Descansa —su voz era profunda y sonora—. Descansa, descansa, deja que cada músculo de tu cuerpo se relaje. Eres un saco de plumas cayendo lentamente de increíbles alturas. Estás cayendo en un pozo sin fondo... hacia abajo... abajo... abajo... —repitió la palabra una vez y otra vez—. Te estás hundiendo más y más; se vuelve más oscuro y más oscuro. Tus ojos pesan mucho, te encuentras muy cansado y tienes mucho sueño... Muy cansado y soñoliento. Tan cansado que no puedes tener tus ojos abiertos. Tus párpados son tan pesados como el plomo. No puedes tener tus ojos abiertos, se cierran, se cierran. Tus ojos están cerrados. Tú no estás oyendo más que mi voz. Tú no te das cuenta de nada excepto de mi voz... Estás muy adormilado, muy adormilado, muy adormilado, te vas a dormir, dormir, dormir... Estás profundamente dormido... Te vas durmiendo más y más profundamente. Más profundamente. Profundamente, profundamente, profundamente... dormir... dormir... dormir... ¿Puedes oírme Johnny?
—Sí —la voz de Denver sonó un poco débil y lejana.
—Estás profundamente dormido, pero estás escuchando cada palabra que digo. Puedes oír cada palabra claramente y harás todo lo que te diga. ¿Comprendes, Johnny?
—Sí.
—¿Puedes leer mis pensamientos ahora que estás dormido?
—No.
—Muy bien. Escucha... Escucha cuidadosamente... Quiero que vuelvas tu mente atrás, a bordo de la «Silver Eagle». Estás a bordo de la «Silver Eagle», dime lo que está ocurriendo. Dime exactamente lo que está ocurriendo a bordo de la «Silver Eagle»... Las últimas cosas que puedes recordar antes de que te encontraras en H 5. Dime, Johnny, dímelo.
De nuevo la voz de Denver sonó con una extraña cantinela lejana, con la calidad de ese sonido lejano.
—Estaba ejecutando mi número. Presento un acto de lectura mental en una revista de variedades... Se desarrollaba muy bien. Había ocho de los pasajeros en los que había reparado de un modo particular. Asistían a todas las exhibiciones de prestidigitador. Estaban, Quince Ambrose, Roger Bennet, Sam Charlton, Tom Davis, Urquahart Ericson, Vernon Frisby, Will Creen y Xavier Harris. Les vi uno por uno mientras este poder iba apoderándose de mí; me encontré cogido por una fuerza mental gigante mientras permanecían de pie en su sitio e iban desvaneciéndose.
—¿Y entonces? —preguntó—. Por favor, dime lo que ocurrió.
—Y entonces toda la nave desapareció en aquel momento. Adivino lo que ocurrió y es que yo desaparecí y ya no me encontré a bordo, estaba en H 5.
—¿En qué sitio de H 5? —Las insistentes preguntas de Prince continuaban, suaves y categóricas.
—Estaba aproximadamente a una hora fuera de la ciudad.
—Ya lo veo. ¿En el mismo continente?
—Sí, en el mismo continente —dijo Johnny, moviéndose un poco incómodo.
—Descansa —dijo Grenville Prince—. Descansa y duerme. Duerme, duérmete profundamente. Ahora, Johnny, quiero que te concentres en ese poder mental. Quiero que recuerdes todo lo que puedas en relación con todo esto.
—Puedo ver a Quince Ambrose —susurró súbitamente. Y Grenville Prince supo que un extraño acontecimiento nuevo se estaba produciendo.
—¡Puedo verlo muy claramente!
—¿Dónde está? —inquirió Prince.
—Está en G 8 —contestó Denver.
—Conozco los alrededores bien. No puedo estar equivocado. Nadie que haya viajado por ese sector como yo y que conozca el ZG3/M2 tan bien como yo, puede confundir ese mundo. Es uno de los cuatro planetas de Psi.
—¡Se han ido! —dijo Johnny—. Puedo sentir el formidable poder que me agarra otra vez. No puedo alcanzarlo, pero me tiene cogido. Se sirve de mí como si fuera un embudo. Hay una gran fuerza allí en alguna parte... Es tremendo.
—¿Es un Gishgilk? —preguntó rápidamente Prince.
—No, no. Más grande que los Gishgilks, cien veces más grande, un millón de veces mayor. Comparándolo, hace parecer a un Gishgilk una pequeña cosa —contestó Johnny.
—Comprendo —dijo Prince. Y en su voz había algo que lo mismo podía ser miedo que terror. ¡Algo más poderoso que un Gishgilk!
—Está usándome como si fuera un embudo o un par de tenazas —dijo Johnny—. Soy algo que está usando para sus propios fines. A causa de su tamaño tiene que usar tenazas para manipular algo más pequeño; vierte sus pensamientos en mí como si fuera un embudo y el pensamiento sale por la otra parte de mi mente canalizado y directo. Soy como la boquilla de una manguera, con un fantástico depósito de agua sobre mí. Pero esta agua no sirve sin mí. Me usan porque soy un telépata.
—Creía que habías dicho que no podías leer mi mente en estado de hipnotismo —dijo Grenville Prince.
—No puedo leer tu mente ahora, pero puedo oír tu voz —dijo Johnny.
—Ya veo —los pensamientos de Prince salían disparados como de una ametralladora.
—Ya no puedo ver a G 8, se ha disipado —continuó Johnny—. Siento como si formara parte de algo más grande. Como si yo estuviera en concordancia con algo infinitamente poderoso, con algo inmenso. Parece que estoy viendo una enorme cantidad de sitios al mismo tiempo. Es como si fuera yo tan alto como la montaña más alta. Es como si hubiese volado fuera del universo y estuviera mirando desde un sitio muy lejos, desde alguna extraña quinta o sexta dimensión que hiciera aparecer nuestro universo de cuatro dimensiones como un diminuto juguete.
De nuevo, algo como miedo estremeció al doctor Grenville Prince.
—Continúa —dijo valerosamente.
—Puedo ver a los otros —susurró Johnny Denver—. Puedo ver a Roger Bennet, está en G 7 —éste es otro de los mundos de Psi— y Sam Charlton está seguramente en G 6, ¡ése es otro de los mundos de Arax!. Y ése es Tom Davis, está en donde dijo que se hallaba cuando yo comuniqué con él por radioteléfono. ¡Está en G 5!
Hubo una pausa. Prince vio que las manos de Johnny se cerraban y se abrían y que el sudor estaba goteando de su frente. Grenville cogió un pañuelo y secó la frente de su amigo. La respiración de Johnny era muy fuerte. Prince estaba un poco preocupado por los efectos del hipnotismo. Esto no era un hipnotismo corriente. Esto no era un delirio salvaje de la imaginación. Prince estaba preparado para arriesgar su reputación profesional dado que Denver estaba en contacto con alguna rara inteligencia de un fantástico poder y gran amplitud.
—Allí está Urquhart Ericson —dijo Johnny, rechinando los dientes—. Está en G 4, éste es otro de los mundos de Arax. Y en G 6 puedo ver a Vernon Frisby. Está más lejos, en Phenon... ¡Will Greer y Xavier Harris también están en el sistema de Phenon. Están en G 2 y G 1. Puedo ver un Pralos en H 8. Nunca le había visto antes, y sin embargo, siento de una manera rara como si estuviera conectado conmigo. No sé qué clase de conexión es, pero hay un enlace. Esta alta mentalidad de la cual súbitamente he formado parte me demuestra que hay un enlace entre ese gran Pralos y yo. Puedo ver cada detalle suyo. Puedo ver su cuerpo correoso, sus tentáculos, sus ojos... unos grandes e inteligentes ojos. Puedo ver cada detalle —repitió—. Y sé su nombre, algo me ha comunicado su nombre. Su nombre es Reezang. Y está en H 8.
Grenville Prince estaba tomando notas y haciendo diagramas a una velocidad fantástica.
—Allí hay un Zurg —dijo Johnny Denver—. He perdido de vista a Reezang, pero puedo ver a un Zurg, con su peluda piel, su larga cabeza, parecida a un caballo y sus blandos y almohadillados pies. Se ha instalado, después de uno de esos viajes cuatridimensionales o así lo parece. Está en H 7, ése es otro de los mundos de Psi... y hay un Garak.
—¿Tenía el Zurg un nombre? —preguntó Grenville Prince.
—Sí, su nombre es Flemboj —dijo Denver con excitación—. Y el nombre del Garak es Mashtag.
—¿Dónde está el Garak? —preguntó Grenville Prince.
—El Garak está en H 6, ése es otro de los mundos de Arax. Está muy cerca de nosotros —dijo Johnny Denver— hablando interplanetariamente —añadió.
—¿Qué puedes ver ahora? —preguntó Grenville Prince.
—Puedo vernos a ti y a mí —murmuró—. Puedo verte a ti y a mí como si estuviera lejos, muy lejos, mirándonos desde una tremenda altura... ¡Hay un Gishgilk, un gran reptiliano escamoso! Casi como un ser humano y no obstante no es como un hombre. Puedo percibir el poder de su cerebro, está muy cerca. No se pueden ver a menudo tan cerca como ahora. Está en H 4, otro de los mundos de Arax. Puedo ver a Natash el Gishgilk. Hay también una conexión entre nosotros. Esta poderosa inteligencia, esta cosa que es un millón de veces más grande que los Gishgilks, me muestra una conexión entre nosotros. Hay otro Garak, pero ¡espera un minuto! He visto otra cosa también, otro Garak... Su nombre es Hertag. Una cosa como un gigantesco insecto, como una enorme hormiga. ¡Prince, esto es importante!
—Adelante —apremió Grenville.
—Este Garak no es igual que el otro Garak. ¡Este puede visitar mundos que el primero no puede abordar! Hertag podría ir a planetas que a Mashtag le está prohibido alcanzar... ¡Se ha desvanecido! —Sostenía una lucha tremenda, aprisionado por la fuerza que le retenía. Más sudor goteaba de su frente. Grenville Prince se estaba sintiendo inquieto.
—Hay otro Zurg en H 2. —La voz de Denver ahora llegaba de muy lejos... débil... temerosa—. Su nombre es Natak... ¡y ahora se ha desvanecido! Estoy pasando a la velocidad del relámpago, volando a un millón de veces de la velocidad de la luz, haciendo una pausa, echar una mirada momentánea, y después arrastrándome fuera de nuevo. Y durante todo el tiempo me estoy dando cuenta de una gran fuerza que les atrae a nosotros, y nosotros a ellos. ¡Y ahora hay otro Pralos! Otra de esas bestias correosas y tentaculares, como enormes pulpos. Su nombre es Samzang. Está en H 1. No acabo de comprender, Grenville, no comprendo.
—Todavía no lo comprendo —convino Prince. Miraba con asombro sus notas y diagramas.
—¡Puedo ver a Tom Davis otra vez! —exclamó Johnny—. Está entrando en una nave espacial, me está enseñando un billete como si quisiera tener mi conformidad.
—¿Para dónde ha sacado el billete? —preguntó Grenville.
—Lo ha sacado para E 5.
—¿Dónde diablos está E 5?
—Es uno de los planetas de Queen —replicó Denver que estaba todavía sumido en su hipnosis.
Grenville Prince estaba definitivamente preocupado. Johnny Denver era un hombre mental y físicamente fuerte, pero aún los hombres robustos tienen sus limitaciones. Y los hombres fuertes bordean el peligro de agotamiento, pues como necesitan más tiempo para alcanzar su barrera, se hacen la ilusión que para ellos no hay límites. Es por lo que mientras están bajo esta ilusión, corren el peligro máximo.
—Quiero que despiertes ahora Johnny —dijo su amigo, esforzándose para ocultar la ansiedad de su voz—. ¡Despierta, Johnny, quiero que vuelvas! Estás trepando por ese oscuro pozo, vuelve. Cuando yo haya contado hasta diez... Estás subiendo más y más para salir del pozo. Estás subiendo más. Cuando yo haya contado hasta diez, despertarás. A cada número llegas más alto, más arriba para salir del pozo. Estás subiendo más. Hay más claridad. Hay más claridad, más claridad. La oscuridad se desvanece... Uno... Sé está poniendo más claro. Subes más, vuelves; dos... estás ya más arriba, otro peldaño de la escalera, ven, estás flotando hacia arriba, empiezas a despertar. Tres... estás despertando mucho más ahora, tu mente está volviendo bajo tu control. El hipnotismo se disipa. Cuatro... todavía más alto, más alto. Cinco... Seis... ya llegamos, prepárate, solamente faltan cuatro para contar... ¡pronto estarás despierto!... Despacio, gradualmente... No sufrirás malos efectos, todo volverá a ser perfectamente normal en todos los sentidos... Estás cerca. Siete, estás cerca... ahora, prepárate. Todo sucede con naturalidad... Ocho... prepárate para mover tus brazos y tus piernas de nuevo. Tus ojos empiezan a parpadear cerca de la luz. Está completamente claro ahora. Nueve... un segundo más y estarás despierto. Tus facultades están volviendo bajo tu control, bajo el control de tu voluntad. Despierta...
Denver pestañeó y abrió los ojos.
—Bien, eso fue interesante —dijo el psicólogo—. Tengo una idea vaga de lo que podría ocurrir, pero es tan grande, tan enorme que... —se encogió de hombros—. No puedo aventurarme a hacer ninguna conjetura, pero tú has mencionado muchos nombres, Johnny, muchos nombres. Tengo que empezar extrayendo algunos hechos que se relacionen con estos nombres. No puedo formar testimonio suficiente para establecer un plan de trabajo. La ciencia ha sido tristemente rebasada por brillantes teoristas que adelantaron sus ideas cuando disponían de insuficiente información y entonces, porque eran reconocidos como maestros de su especialidad, sus ideas ganaron influencia y terreno. Aunque en algunas ocasiones tenían razón, en otras estaban muy equivocados. Pero tú sabes que existe una actitud mental que nos impide de ir contra viejos dogmas. Te hable una vez, lo recordarás, hace muy poco, de Sherlock Holmes...
—Estuve muy interesado —dijo Johnny— en la vieja literatura de la Tierra.
—He leído mucho de la literatura de la vieja Tierra —dijo el psicólogo—. Entre los asombrosos libros, estaba la serie de Charles Fort.
—¿Quién era Charles Fort? —preguntó Johnny Denver, sorprendido.
—Deja que te explique —dijo el sicólogo—. Hace miles de años, muchos años antes del gran movimiento colonial, que es el confuso amanecer de nuestra historia, la Tierra no era un planeta unido, como todos nuestros planetas están federados no solamente en el imperio planetario, sino también en el imperio galáctico en algunos casos. Por lo menos, en imperios escogidos. Bien, la Tierra no era un planeta grande; evolucionaba solamente en un sistema de nueve mundos alrededor de un pequeño y muy viejo sol amarillo. La Tierra estaba dividida en naciones separadas. Naciones que combatían y luchaban como nuestros imperios galácticos difícilmente creerían posible. Hombres de una pequeña isla luchaban con hombres de otra pequeña isla con salvajismo y crueldad. Lucha a muerte. Hombres de un continente luchaban ferozmente con hombres de otro continente. Algunas veces, una nación se levantaba contra ella misma en una guerra civil, cuando un partido político quería derribar a otro. Una de las más grandes, más poderosas y más agitadas de las naciones era un país llamado América. América era una nación joven, fuerte y vigorosa y debido a su vigor, tenía lo mismo tragedias que glorias. Hubo una guerra civil. Los hombres del norte creían en la libertad. Creían que todos los hombres tenían derecho a vivir sus propias vidas, pero había una odiosa institución llamada esclavitud la que era practicada en toda la parte sur, que era la mitad de esa nación. Los hombres del norte luchaban con los del sur para liberar a los esclavos, y los liberaron. Y después de mucho tiempo, la guerra civil fue casi olvidada, y esa gran nación fue una de las primeras investigadoras del espacio. Lanzaron satélites, hicieron sondeos lunares y enviaron hombres valientes al espacio, a unas cuantas cientos de millas, para ver el efecto que hacían los rayos cósmicos a esa altura sobre los seres humanos...
»Te estaba hablando de Charles Fort. Mucho tiempo después de la guerra civil, en los primeros años antes de empezar los viajes espaciales, vivía un gran americano llamado Charles Fort. Su nombre completo era Charles Hoy Fort; nació en Albany, Nueva York, que era una de las más grandes ciudades del mundo, era un puerto de mar de ese enorme país, América... Enorme, claro, para las dimensiones de esa diminuta Tierra. Nació allí, en el 1874. Tal vez no sepas que ellos cuentan sus fechas desde un episodio que continuó siendo el más importante, aún después de haber pasado innumerables miles de años desde que ocurrió. Además este hecho es todavía importante en lo que se refiere a fechas; cuentan su tiempo a partir del nacimiento del Hijo de Dios, el Fundador de la religión Cristiana. Habían pasado casi dos mil años después de esto, en su año 1874, cuando nació Charles Hoy Fort.
»Cuando era niño le gustaba coleccionar minerales e insectos y se dedicó por bastante tiempo a la ornitología y taxidermia. También fue escritor y después de haber recibido una herencia que le permitió llevar a cabo algunas investigaciones privadas, durante veintiséis años estudió viejas revistas y periódicos —que en la Tierra eran los equivalentes a nuestros videos—. Nosotros miramos el video en la pantalla y escuchamos transmisiones de estereondas en microcintas; ellos leían. La palabra impresa era el almacén fuerte en donde el conocimiento de la Tierra se guardaba.
»Es duro para nosotros pensar que con nuestros escasos vendedores de periódicos y revistas, la mayor parte de éstos anticuados, la importancia que tenían para ellos las revistas. Nuestros vendedores de revistas y hojas de noticias serían como pregoneros en el siglo veinte...
—En historia estás mucho más adelantado que yo —confesó Johnny—. Si no fuera capaz de sondear tu memoria, cada vez que me sales con una referencia histórica estaría completamente en tinieblas. Continúa; si mencionas una palabra que yo no conozca, la tendré de la reserva de tu memoria.
—Puedo continuar más deprisa, si no tuviera que pensar para descubrir los términos —dijo el psicólogo—. Fort llevó a cabo mucha de su investigación en el British Museum; las notas que tomó concernían a cada caso misterioso que no correspondiera con la ciencia que la gente de la vieja tierra entendía. También hizo mucho trabajo en la Biblioteca Pública de Nueva York.
»Los norteamericanos que escribían hablando de él, decían que era un hombre delgado, muy tímido, como un gran oso manso, con bigote de foca y gafas muy gruesas. Tenía solamente dos amigos, según decían. Uno se llamaba Theodore Dreiser, y el otro Tiffany Theyer.
»El primer libro de Fort se titulaba «Book of the Damned» y por «Condenados» Fort se refería a cualquiera cuyas opiniones eran rechazadas por la ciencia dogmática de aquel tiempo, eran las almas pérdidas de Data, por decirlo así. En el año 1923 publicó su segundo libro, titulado «New Lands» y su tercer libro fue «Lo». Tiffanny Theyer escribió después que «Lo» era inspirado por él. Explicó el título diciendo que los astrónomos están siempre calculando y después señalando el cielo donde dicen que hay una nueva estrella o que debe ser algo, diciendo «Lo» ¡y no hay nada para ver donde señalan! Su cuarto y último libro, «Wild Talents» (Talentos Salvajes), no se publicó hasta poco tiempo después de su muerte, en 1932. En 1937, Tiffany Theyer comenzó a publicar la revista Portean Society, título que más tarde cambió por «Doubt» (Duda).
—¿Cuáles eran los propósitos de la Portean Society? —preguntó Johnny—. Estoy intrigado.
—Bien, tú no eres el único hombre que tiene dones mentales que no son corrientes —dijo el psicólogo—. El mío no es tan fuerte como tu telepatía, pero tengo uno.
—Sé lo que es —contestó Johnny Denver.
—Supongo que lo sabes, no es necesario que te lo diga; está aquí.
—Tienes una memoria fotográfica.
—Esto no es raro. Todo el mundo tiene una memoria fotográfica. Lo que pasa es que mi cámara mental funciona mucho mejor que otras, y novecientos noventa y nueve de cada mil nunca son capaces de desarrollar las placas que impresionan. Ves, si solamente tuviéramos la habilidad de leer retrospectivamente, a voluntad, todo lo que está depositado en nuestra memoria subconsciente, podríamos ejecutar hechos fantásticos de memoria... porque la subconsciencia lo almacena casi todo.
—Lo que llamas memoria fotográfica es simplemente tu habilidad para leer en tu propia mente lo que las otras personas tienen en la suya y no pueden leer. El hombre corriente —continuó Johnny— es como alguien que puede escribir y registrar todo lo que ve y oye, pero no puede leer lo que ha escrito. Eres como un hombre que puede escribir todo lo que ve y oye y además leer lo que has escrito... Tu memoria fotográfica te permite recordar grandes párrafos de libros que has leído.
—He conseguido —dijo el psiquiatra— a un precio tremendo como están ahora todos los antiguos documentos de la Tierra, un viejo folleto que fue publicado por la Portean Society, el que define sus objetos. Te citaré verbatium este folleto.
»La Portean Society es una asociación internacional de filósofos, es decir, de hombres y mujeres que no vivirían de una manera diferente si no existieran leyes; de hombres y mujeres cuyo comportamiento no es una consecuencia de sacudidas de reflejos causados por las circunstancias, sino más bien el resultado de alguna función cerebral o de alguna caprichosa mística propia...
»Científicos eminentes, físicos y médicos son miembros, como también quiroprácticos, espiritistas, y cristianos, y hasta un sacerdote católico... La Sociedad da refugio a los que luchan por Causas Perdidas, la mayor parte de las cuales, si no fuera por compasión, se extinguirían... Muchos adictos de antivivisección, de antivacunación y contrarios a los experimentos de Wasserman y gente que aún cree que el desarme de las naciones sería una buena cosa... Estos miembros adoptan la única doctrina que el Forteano tiene, es decir, la suspensión temporal del juicio, la aceptación y el debate eterno...
El psicólogo hizo una pausa.
—¿Qué piensas de la Portean Society, ahora que has oído su objeto? —El telépata se encogió de hombros. Grenville Prince prosiguió.
—Charles Fort el gran filósofo rebelde americano, creía sobre todas las otras cosas que cada hombre tenía derecho para dudar y apuntaba sus despiadadas flechas lo mismo contra los hombres de ciencia que contra los jefes religiosos. Ninguna doctrina cariñosamente alimentada se veía libre de la crítica Forteana, simplemente porque era vieja y admitida. Fort quería pruebas. Quería más pruebas de las que cualquier científico pudiera darle. Quería ver con sus propios ojos; oír con sus propios oídos. El que un telescopio indicara que cierto hecho astronómico era muy probable, no era una prueba para Fort de que ello era un hecho. No podía admitir que la Tierra estuviera a noventa y tres millones de millas del sol antes de que pudiera colocar una cadena de agrimensor a través del espacio que se interponía.
Los ojos de Grenville Prince miraron muy lejos.
—Supongo que habrá hombres como Charles Fort en cada edad; tales hombres viven hoy. Encontrarás a un hombre como Charles Fort en cada planeta civilizado, hombres con un sentido cómico del humor, hombres que quieren pruebas, hombres que quieren vivir, oír razas extranjeras; su espíritu será el espíritu que sale en valerosas naves exploradoras a todos los rincones del universo. A causa de su valentía y de sus dudas, a causa de su deseo de saber y de su negativa para admitir el dogma, sus vidas no serán fáciles. Estos hombres vivirán, morirán, algunas veces fracasarán, a menudo tendrán éxito y las historias de sus viajes serán contadas mientras el hombre tenga dientes, lengua y oídos.
El telépata aceptaba con un movimiento afirmativo de cabeza.
—Veo a dónde quieres ir a parar —dijo.
—Entonces has estado leyendo como si mi mente fuera un libro. Eres como un lector que coje un libro de aventuras y engaña al autor leyendo primero la última página —sonrió el psiquiatra.
—Tú ibas a decirme algo —dijo el telépata—, más sobre Fort. Sigue haciéndolo; haré ver que no vi tu pensamiento antes de que saliera.
—Bien, esto es por lo que he sacado este asunto de Fort primeramente —dijo el psiquiatra—. Un astrónomo mira a través del telescopio y ve el disco del planeta y hace algunos cálculos en un pedazo de papel y dice: ese pequeño disco que tiene tal y tal tamaño en mi telescopio y ejerce tal y tal influencia en mi pedazo de papel, es un planeta que está a miles de millones de millas lejos, o quizás a cientos de millones de millas lejos. Tal vez en el caso de un satélite, solamente a unos miles de millas lejos. Obtiene estos hechos de su papel, sus matemáticas, su telescopio, y su espectroscopio. Junta su evidencia circunstancial y dice esto, esto y esto acerca del planeta que ha visto y que ha analizado. Pero Fort sale al encuentro y dice; tú no conoces estas cosas, sospechas solamente que son así, no has estado allí para verlo. Tú solamente piensas que los hechos son éstos. Ahora hay otra posibilidad, el planeta no es tan grande como dices, tiene el tamaño de una pelota de fútbol y está solamente a algunos miles de pies arriba en el espacio. Solamente parece ser lo que dices que es.
»El astrónomo dice que un satélite está formado de los mismos minerales y elementos que los de un planeta del que fue arrancado y desde entonces edades geológicas han pasado.
»El Forteano dice, pruébalo, no has estado allí, no has sacado muestras para análisis químicos. No has puesto los pies allí o levantado un poco de tierra en la palma de tu mano. No lo sabes realmente, sólo piensas. Dispones del testimonio de las circunstancias. El Forteano dice: deja que te dé una teoría alternativa. El planeta, como ya hemos dicho, podría estar a unos miles de pies lejos y del tamaño de una pelota. Un satélite puede ser que se halle tan solo a una milla lejos, en vez de un cuarto de millón de millas, y tal vez esté hecho de queso verde. El científico dijo que la tierra era un globo... el Forteano dice que tal vez tuviera la forma de un plato. En otras palabras, adelantó una teoría alternativa que era absolutamente absurda y sin embargo, a pesar de su ridiculez y gracias a la fuerza de una argumentación hábil, concordaría con una serie de hechos científicos que descansaban sobre puntos extraños.
»Tenemos aquí un problema que requiere la habilidad, el humor y la ingeniosidad de un Charles Fort para resolverlo, un problema que no tiene sentido con ninguna de nuestras profesadas doctrinas, cariñosamente alimentadas. ¿Qué problema es?
El psiquiatra se preguntaba a sí mismo la cuestión, retóricamente. No necesitaba una contestación. Por esta razón, ninguna pregunta necesita contestación cuando uno de los interlocutores es un telépata.
—Tú piensas que si realmente hay alguna contestación, —dijo Denver— sería tan tonta y extraña que equivaldría a uno de los sofismos humorísticos que los Porteanos deliberadamente acostumbran a presentar con el fin de reírse de los científicos dogmáticos?
—Sí más o menos esto es lo que creo —contestó el psicoanalista—. Pero no tengo el sentido del humor ni el valor de alguno de esos Porteanos. Cuando la ciencia lanza un hecho horrible que infunde temor y espanto, no puedo quedarme allí y reír. En realidad, tengo miedo. Mientras te encontrabas en el estado hipnótico de manera que todas las inhibiciones estaban suprimidas y podías ejercer la facultad receptiva de tu mente a su máximo poder, estabas en contacto con algo que te llevaba a un viaje mental por este sector de la galaxia, o por lo menos en determinado sector. Este algo es tan grande y poderoso que me da miedo mental. Hay aquí un fundamento en algún sitio... Debo emplear algún tiempo estudiando las notas que he tomado. Hay un fundamento fantásticamente complicado; no obstante, hay otro fantásticamente simple. Tal vez a causa de su gran simplicidad, parece complicado, o tal vez a causa de su complicación somos incapaces de ver la simple solución que reposa en la complicación... No sé. —Se dio una palmada en la frente—. Sencillamente, no lo sé. Continúo teniendo una media idea, continúo recibiendo teorías, pero ninguna de ellas me dice mucho. Ninguna es apta, ninguna se ajusta a los hechos; si no se ajustan a todos los hechos, son tan absurdas que tendrán que ser descartadas.
—Ninguna teoría debería ser descartada completamente —dijo Denver— hasta no haberla investigado a fondo, con seguridad.
—Entonces, muy bien. Continuemos con el estudio de estos diagramas —dijo su amigo Grenville Prince— y esto nos hará bien.
Sacó un pliego de papel, y los dos hombres empezaron a estudiar la información que tenían.
Grenville abrió un cajón y sacó el conjunto impreso del sector que le interesaba, el sector que era designado en el mapa astronáutico y en las cartas como ZG3/M2.
—Estamos limitados por estas coordenadas de las letras A a la H, y de los números 1 al 8. dándonos un total de 64 planetas —dijo el psiquiatra—. Con el H en nuestro lado de la carta y el A lejos de nosotros, y los números con 8 a nuestra izquierda y 1 a nuestra derecha.
Denver y Prince estudiaron sobre la carta, y conforme llenaban detalles, de las notas que el psicólogo había tomado mientras Denver estaba en su sueño hipnótico, un hecho asombroso de repente se destacó dentro de sus conciencias. Los planetas en donde Denver había visto los habitantes en su sueño hipnótico en donde aparentemente había estado retenido por la presión de algún vasto poder mental superior, por alguna súper normal conciencia cósmica que no era física, todos esos planetas ocupaban en el mapa los dieciséis recuadros más cercanos a ellos. En un segundo pensamiento Prince llenó H 5 con las iniciales J.D.
—Si te consideras parte de este montaje —dijo el psiquiatra—, llenarás todos los recuadros enteramente, no hay claros. Mira, Johnny, allí, en el extremo de la mano izquierda, en G 8 tienes a Quince Ambrose como tú le viste bajo tu hipnótica influencia. Estas son las notas que he obtenido. Justamente detrás de él, en lo que a la carta se refiere, hay un Pralos, que dijiste se llamaba Reezang. Próximo a Quince Ambrose, moviéndose de izquierda a derecha está Roger Bennet. y detrás de Roger Bennet hay un Zurg que se llama Flemboj; a la derecha de Roger Bennet se halla Sam Charlton en el G 6; y detrás de Sam Charlton, en H 6, hay un Garak llamado Mashtag... Según la carta nosotros estamos en H 5. Delante de nosotros, a la derecha y a la derecha de Sam Charlton, está Tom Davis, con el que ya has estado en contacto; a su derecha, Urquhart Ericson. Y lo más fascinante es que detrás de Urquhart Ericson hay uno de esos seres extremadamente raros, un Gishgilk, un Gishgilk que te dijo se llamaba Matash. En el otro lado del Gishgilk había otro Garak, llamado Hertag, y delante de Hertag está tu viejo amigo Vernon Frisby en G 3. Próximo a él está Will Greer y detrás de Will Greer hay otro Zurg que se llama Natak; a la derecha de Will Greer, de hecho en el extremo derecho de la carta, ocupando el planeta G 1, tenemos a Xavier Harris y detrás de Xavier Harris todavía hay otro Pralos que se llama Samzang... Ahora bien, no olvidemos ciertos hechos que en este momento no estoy dispuesto a revelar, porque son, como dije, demasiado extravagantes e improbables.
—En lo que a mí me concierne, estás hablando enigmáticamente, Grenville —dijo Denver.
—Debo hablar enigmáticamente hasta que esté más seguro de mis hechos. Diré algo, sin embargo, sobre la clase de suposición que emerge; tengo una idea que deberíamos contactar a alguien más; podría posiblemente compartir tu talento indómito.
—¿Alguien más? ¿Un telépata secreto? —Denver frunció las cejas.
—Cada cosa en su sitio —dijo Prince— y un sitio para cada cosa. Hagámoslo lógica, razonablemente. Las cosas necesitan su tiempo. Las cosas deben encajar, tú lo sabes; un enigma es la combinación de un discurso bastante útil cuando las circunstancias lo piden —dijo con una sonrisa burlona el psicólogo—. Te prometo, Johnny, que te dejaré entrar en cada cosa...
—¿Cómo puedo llegar? —preguntó Denver. Su amigo sonrió.
—Has olvidado algo, Johnny.
Denver se encogió de hombros.
—¿Cierto? —La palabra era interrogativa y entonces se dio cuenta de lo que había perdido. Prince no estaba de acuerdo con las normas corrientes para juzgar la imaginación, ni por el nivel de su civilización colonial humanoide, a un hombre normal. Era un genio supernormal, con un extraño poder mental propio.
—No puedo seguirte con tu telepatía, Johnny —dijo—. He estado estudiando el problema y pienso que he descubierto la manera de proteger de ti parte de mi mente.
Denver envió la sonda mental más fuerte que tenía; como si fuese un cuchillo invisible, intentó sondear los pensamientos en la mente del psicólogo. La mayor parte de las mentes son como de papel; Denver había descubierto que la de Prince era como de cartón duro, como de madera de fibra muy apretada. Podía penetrar, pero no era fácil. La penetración era más difícil, como si comprendiera Prince que su defensa caía ante la mente de Johnny.
—Tu poder es fantástico —murmuró—. ¡Vas penetrando!
—No seguiré si tú no quieres que continúe —dijo Denver—. No encontré nunca a nadie que pudiera poner ninguna clase de barrera a mi sonda. Pienso que si llegara el caso de hacer una demostración, podría hacerla.
—Creo que podrías hacerla —convino el psiquiatra.
—Tú opones una buena defensa, sin embargo —confesó Denver—. No he llegado al fin... ¿Pero qué es lo que tan ansiosamente quieres proteger?
Prince se encogió de hombros.
—No lo sé, llámalo un capricho de mi naturaleza, llámalo orgullo profesional, llámalo como quieras; el nombre no es importante, es insignificante, carece de valor alguno. Lo importante es que te pido, como amigo, que no hagas presión en mi mente para obtener un secreto que por razones personales quiero mantener secreto por el momento. Comprende que estoy celoso de mi reputación; es más, soy extremadamente orgulloso. Estoy orgulloso de ser el hombre que soy, estoy orgulloso que me reconozcan como una autoridad galáctica en psicología y en psiquiatría y en estudios mentales conexos. Me gusta ser uno de los pocos humanoides que los Zurgs, los Garaks y los Pralos se dignan consultar en sus problemas psiquiátricos. Es algo ser de estos tiempos de gran competencia un maestro en un terreno particular, saber que estás en la cumbre de la profesión. —Sonrió y su sonrisa reflejó buen humor, fue una sonrisa franca—. Mira —hizo una pausa momentánea, ajustando sus palabras cuidadosamente— no es que no tenga confianza en ti, Johnny, pero a pesar de toda mi habilidad, en el fondo soy tan sensitivo a la crítica que me sacaría de mi equilibrio. Soy hipersensitivo. No puedo exponerme a cometer un error incluso ante la gente como tú, un hombre que considero muy adicto a mí, uno de los más íntimos del círculo de mis conocidos, una de las personas en la que más puedo confiar en todo el universo. Tal vez porque eres mi amigo, no deseo empequeñecerme con una profecía que más tarde demostraría ser falsa y sin esperanza. Deseo hacer alguna investigación. Había un dicho en los libros que eran considerados como clásicos en el mundo de la Tierra, cientos de miles años atrás. Uno de estos dichos era: «los médicos te curan». Si lo aplicara a mí mismo, diría: «psiquiatra, analízate a ti mismo». Este es mi problema; sé que tengo este rasgo. Sé que no es necesariamente una buena o hermosa cosa, pero con toda mi experiencia y conocimiento he sido incapaz de hacer nada en este sentido... —Se detuvo de nuevo, miró a su alrededor y suspiró profundamente—. Por esto te pido que no pases la barrera que he puesto alrededor de estos pensamientos privados; deja que continúe jugando a Sherlock Holmes, a mí manera. Tal vez serías bastante benévolo siendo el doctor Watson.
—Todavía continúas sin precisar —comentó Denver—. Pero sé por donde vas —añadió.
Johnny retiró la sonda y podía sentir la tensión en la mente reposada de Prince; la estructura mental que más se parecía a la madera de fibras apretadas, iba perdiendo su dureza. Podía sentir esas presiones férreas detrás de esas defensas mentales, relajándose. Podía percibir un verdadero descanso en la atmósfera.
El psiquiatra abrió y cerró sus manos un par de veces. Denver notó que las palmas del psiquiatra estaban mojadas de sudor. Al tiempo que Grenville secaba su frente con un gran pañuelo de seda, frotó también sus manos vigorosamente y volvió a ponerlo en un bolsillo diferente.
Denver debió observar su curiosidad. El psiquiatra sonrió. Era dueño de sí mismo otra vez.
—Material raro —dijo Denver. La barrera había caído, aislando el resto de la mente del psiquiatra.
Había construido como si fuera una caja fuerte, un pequeño armario, un almacén para la protección de sondeos mentales. En esta caja fuerte metió la teoría que aún no quería que Johnny Denver leyera.
El resto de su mente estaba tan abierta como lo había estado siempre. Por respeto, amistad y gratitud. Denver frenó su curiosidad y mantuvo su sonda fuera de la caja fuerte... Prince comprendió lo que Denver estaba haciendo y sonrió expresando su propia gratitud. Dijo súbitamente.
—Johnny, ¿es que hay alguna forma de que un telépata pueda reconocer a otro?
—No lo sé —dijo Denver—. Pienso que podría arreglarse fácilmente. ¿A quién quiere que pruebe y nos ponemos a trabajar?
—Quiero que hagas una prueba en Gus Tremayne.
Denver vaciló.
—¿Tremayne? —dijo—. ¿Qué sabes de Tremayne?
—Solamente lo que me has dicho y lo que he podido deducir de mis teorías —contestó Prince—. Pero si me puedes dar los hechos que yo quiero acerca de Tremayne y de Lomond, tal vez pueda decirte de qué trata esta teoría. Te digo todo esto sin comprometerme. Como hemos observado, hay un ejemplo que al mismo tiempo es simple y complicado. Complicado por su simplicidad y sin embargo extrañamente simple y directo a pesar de su complicación. Vamos a ver primero la parte más fácil de este ejemplo. Hay ocho seres humanos a los que llamaremos no telépatas envueltos en esto, además de ti mismo. Vamos a considerarlos a ellos primero; Ambrose, Bennet, Charlton, Davis, Ericson, Frisby, Greer y Harris... Están atados en una línea a través de cada sector galáctico, atados en los ocho planetas G 1, al G 8.
—Sí, estoy de acuerdo contigo hasta aquí —convino Denver.
—Vamos a ponerte a ti solo en una clase porque tú eres un telépata. Tú no viajas más deprisa que ellos; puedes transportarte como un Garak. En una palabra, puedes ir a través de las cuatro dimensiones, saltando de un lado a otro como un Zurg. No, no puedes exceder la velocidad de la luz de la misma manera que un Pralos, y ciertamente no puedes acercarte al poder de un Gishgilk ni siquiera en el más remoto grado. Pero por lo menos eres diferente a los otros seres humanos. Tú eres un telépata. Entonces, piensa en los dos Zurgs. Uno dijiste que se llamaba Flemboj y el otro Natak. ¿Por qué dos Zurgs? ¿Por qué no un Zurg? ¿Por qué no tres Zurgs? Dos, un par de Zurgs. ¿Quién desearía un par de Zurgs y por qué? ¿Dónde encajan ellos en este fantástico asunto! Uno en H 6, otro en H 7. ¿Ves el equilibrio en relación del uno con el otro? —El psiquiatra señaló los cuadros en el mapa Galáctico, y en cada parte de los Zurgs, en el borde extremo del sector, los dos Pralos, Reezang y Samzang—. Vamos a señalarlos en nuestro mapa, marcándolos con un color diferente. Esto hace el segundo par. Y otra vez, ves, el ejemplo empieza a formarse. Los dos Garaks del H 5 y del H 6, tienen forzosamente, que ser de diferente clase. Lo notaste cuando estabas en estado hipnótico. Pero sé perfectamente bien que una clase de Garak no puede visitar H 6, G 5, F 4, los planetas en esta línea diagonal de la galaxia. Por lo que la otra clase de Garak puede visitar éstos en alterna diagonal y aún más. Así parece ser que tenemos Garaks de las dos clases...
—¿En dónde el Gishgilk encaja en todo esto? —preguntó Denver—. No puedes tener un gran ejemplo solamente con un Gishgilk. ¿Por qué no un par de Gishgilks?
—De acuerdo con la teoría tendría que haber solamente un Gishgilk —dijo el psiquiatra—. Pero temo que tengo que guardar esa teoría obstinadamente encerrada en el armario mental hasta que pueda recoger más información, y sin embargo, además, diré que si hay algo verosímil en mi teoría, deduciríamos de lo que ya nos ha sido dicho que, David Lomond es un perfecto ser humano; pero que está bajo el control de Gus Tremayne de la misma manera que Tom Davis está bajo tu control. Y además de esas órdenes que distes a Tom Davis para que se trasladara a E 5, encontraríamos que David Lomond llegó a E 5 un poco antes que él.
—¿Puedes predecir lo que ocurrirá próximamente?
—Desgraciadamente, podría hacer una predicción general bastante justa, pero no muy exacto —contestó Prince—. No tenemos más que esperar para ver. Tendremos que esperar hasta que tenga alguna información sobre Gus Tremayne en A 1 porque creo que es donde está. Además, tenemos que esperar hasta que oiga alguna información, lo cual precisará una visita a los archivos para ver que microfilm o registros alámbricos tienen de alguna rara literatura de la Tierra. Creo que encontraremos la solución de nuestro problema mirando primeramente millones de lejanos años de luz atrás y miles de años pasados.


CAPÍTULO V
LOS MOVIMIENTOS

Prince se había ido y Denver estaba solo. Pensaba en las palabras del psiquiatra. Cuanto más pensaba en ellas, menos sentido tenían. Ansiaba, con una ardiente curiosidad, saber qué es lo que el psiquiatra tenía en ese compartimiento cerrado de su mente, un compartimiento en el que la amistad le prohibía entrar. Tenía en su mente una imagen del sector galáctico. Esta imagen mental le dijo que Tom Davis estaba en E 5. También le dijo que Tom Davis estaba en E 5 con el propósito expreso de evitar que David Lomond continuara avanzando, él que ya había alcanzado D 5, instigado por Gus Tremayne. Esto, de todas formas, parecía ser la llave de todo el problema.
Tenía que comunicar con Gus Tremayne, pero las cosas no iban a ser tan fáciles, tan simples y tan directas como esto. Estaban a una distancia considerable del sitio en que se encontraba en aquel momento Gus Tremayne, en A 5. Había un largo y fastidioso viaje entre los dos.
No hubiera sido tan malo si hubiese sido un Zurg o un Garak; habría sido muy fácil de ser un Gishgilk o un Pralos, pero no era ninguna de estas cosas. No le hubiera importado ser un galáctico, como no le hubiera importado ser otra cosa que un humanoide. Un camaleón podía cambiar de color; sólo los leopardos pueden cambiar sus manchas. Pero el problema de contactar Gus Tremayne lo puso a un lado y se acostó. Parecía ser la única cosa razonable que podía hacer. Estaba cansado, mentalmente agotado; ser un telépata desgasta mucho a un hombre.
Mientras se encontraba en el estado de insomnio y sueño, pensamientos fantásticos se desfilaron súbitamente en su mente como si hubiera estado sumido en ese sueño; ahora se encontró con el poder gigantesco que había estado acosándole para que continuara.
Parecía como si fuera una estación de enlace a través de la cual se transmitían órdenes, y en esa misma especie de estado extraño hipnótico, se encontró bajando al vestíbulo del hotel donde los locutorios del radioteléfono estaban vacíos.
El sistema de radioteléfono era enteramente independiente del enlace de suscripción entre el hotel y la Compañía explotadora. El cliente no tenía que introducir monedas. El importe de las llamadas podía ser cargado en su cuenta. Como un hombre en un sueño que estuviera definitivamente seguro de estar guiado por esta otra fuerza, Denver hizo una llamada. Se oyó hablando a Urquhart Ericson.
—¿Ericson?
—¡Diga, Denver!
—¿Está ahora en G4? ¿Es esto correcto? ¿Uno de los nueve mundos del sistema Arax?
—Así es. Estoy en G 4 —dijo Ericson. No me preguntes cómo llegué aquí. En un momento estuve en la nave. ¿Eres tú quien llama, no es esto, Johnny?
—Sí, soy yo —convino Denver—. ¿Por qué dudas? .
—Tu voz sonaba extrañamente —dijo Ericson—. No parecía tuya. ¿Estás seguro de que te encuentras bien?
—¡Naturalmente que me encuentro bien! —La fuerza que Denver había demostrado, el poder de mandar, regio, noble, majestuosos, llegó de nuevo a su voz. Sintió como algo por encima y más allá le estaba proporcionando la fuerza necesaria.
—Hay problemas con Gus Tremayne otra vez —dijo—. Ya ha hecho regresar a David Lomond a D 5 y Tom Davis está en E 5, sosteniendo la situación allí momentáneamente, impidiendo que Lomond desembarque, que se extienda más lejos.
Denver no acabó de comprender lo que estaba diciendo él mismo; sin embargo, escuchaba las palabras que salían estrepitosamente de su boca como si fuera un saco de serrín agitado por una mano poderosa. Pero lo que no comprendió Urquhart Ericson, apareció, aunque la conciencia de Denver le decía, a pesar de la gran fuerza que le dominaba, que aquella voz tampoco sonaba como la de Urquhart Ericson. Ericson solía hacer preguntas, pero ahora solamente escuchaba más bien pasivamente.
—Lomond no es la única molestia —Denver oía su propia voz diciendo de nuevo—. Por si era poco, Tremayne tiene un Zurg entre su personal. Este Zurg se ha trasladado de A 2 en el sistema Berin de los seis mundos cruzando al C 3 en el sistema Queen.
—Bien, esto no nos causara ninguna molestia.
—Espera un momento —dijo Denver. El poder que le controlaba parecía confuso. Sentía una gran sensación de incertidumbre, como si el mismo cosmos hubiera sido sacudido; entonces la incertidumbre desapareció. El poder le dominaba de nuevo.
—Estoy equivocado Ericson —dijo— con respecto a la posición del Zurg. Es un Zurg diferente. Tiene dos. ¡Gus Tremayne tiene dos Zurgs! Su nombre es Ikzok, se ha trasladado a C 6.
—Esto da un aspecto diferente a las cosas —dijo Ericson. Su voz continuaba muy insegura, pero sonaba con ansiedad—. Esto da un aspecto muy distinto a las cosas. Ese Zurg es capaz de posarse en E 5, en el sistema de Queen. Si hace esto, será muy duro para Davis manejarlo. Tenemos que prestarle alguna ayuda.
—Bien... Estaba pensando en poner la presión en alguna otra parte —dijo Denver—. Estoy buscando palabras para poner esta fuerza en alguna otra parte. Estoy pensando en la forma de poner la fuerza en Lomond. Mientras Tom retiene a Lomond, pienso que tal vez si fueras arriba a E 4, en el sistema de quince mundos de Queen, estarías muy cerca de Tom si necesitara que le dieras una mano.
—Veo lo que quieres decir —convino Urquhart Ericson—. Saldré en el próximo cohete; espero que comprenderás que el hombre de Gus Tremayne estará en posición de aplastarme.
—Si lo hace podremos atraparle porque tienes la ayuda directa de Natash, de Gishgilk el que está actualmente en H 4 —dijo Johnny Denver. Él mismo no sabía lo que decía, y sin embargo, Urquhart Ericson estaba escuchando todo lo que tenía que decir. ¡Y estaba conforme!
Johnny Denver colgó y tambaleándose regresó a su cama. Pasó los tres días siguientes probando, en un duro esfuerzo de encontrar una manera de ponerse en contacto con Gus Tremayne. El teleradio no era una solución. Se figuraba que la única manera de contactar a Tremayne sería hacer una carrera directa por todo lo largo del número 5, en el enrejado del sector ZG3/M2. Tendría que viajar desde su actual H 6, en H 5, en el sistema Arax a través de G 5 y F 5, en el sistema de Arax, hasta alcanzar E D y C 5, en los quince mundos de Queen. Desde allí, un salto de cohete de C 5 a G 5, le llevaría a los seis mundos del sistema Gloria, y desde allí, navegando corrientemente, en unas horas de cohete, estaría en el cuartel general de Gus Tremayne en A 5. Tal vez Tremayne no quería contactarle, pero antes de que pudiera hacer algún progreso, Prince le había dicho que tenía que contarle. Pensó de nuevo en el radioteléfono. Era una larga distancia para llamarle; sería costoso y no había ninguna garantía de que la recepción fuera bastante buena para hacerla audible. Por otro lado, había la imposibilidad de que Tremayne dijera cualquier cosa de importancia en una comunicación tan abierta como la de la radiotelefónica, sí, como Prince sospechó, el general en jefe era un telépata secreto; en este caso, él, con su gran imperio fiscal y financiero, tendría todas las razones para mantener su telepatía secreta. ¡Tenía mucho más que perder!
El Gran Gus Tremayne apostaba más en el juego que el Gran Místico. ¿Era su apuesta mayor? ¿Es que un hombre apuesta más que otro? En lo que atañe a consecuencias morales, él y Gus Tremayne estaban bastante equilibrados...
En lo que se refería al valor ético de los hombres, no había elección entre los dos. Posiblemente Gus Tremayne poseía unos millones de créditos interestelares a su disposición, pero ¿qué importancia tenía? Tremayne era sólo un ser humano en el mismo camino en que se hallaba Denver... Este comenzó a salir de la calma chicha; probaría el radioteléfono. Cuando llamó a Gus Tremayne, encontró que Tremayne era extrañamente tratable y dispuesto a escuchar. El general en jefe, al que no conocía en carne y hueso, habló en cortos y más bien fuertes acentos, y a juzgar por la emisión de sonidos de alarma, que aumentaron tan pronto como Denver mencionó, aunque de una manera velada e indirecta, que había tenido un misterioso sueño físico acerca de Zurgs, Garaks y Pralos, sin olvidar un Gishgilk y un número de otros humanoides en un ejemplo ordenado. Gus Tremayne dio un salto que casi chocó con el techo.
—Oiga, señor, usted dice que su nombre es Johnny Denver...
—Eso es —dijo el Gran Místico—, Johnny Denver... He tenido una especie de sueño con un amigo que es un psicólogo...
—He tenido sueños. Quiero conocer a este psicólogo, quiero que le diga exactamente lo que he soñado. Si lo hace, nos hará a los dos un gran favor. ¡Hablo en serio! El mío engrana con el suyo en el ejemplo esencial, creo, por lo que me ha dicho. —Gus Tremayne tenía una mente rápida y clara—. No sé todo lo que esto significa, pero cuando dos hombres en diferentes lados de un sector galáctico empiezan a soñar acerca de ejemplos misteriosos y montajes, no es coincidencia. Hay algo grande dentro de todo esto. Algo tan grande que me asusta. —Había una muy leve señal de tono bajo en su voz de tendencia oculta, como si estuviera insinuando algo más grande de lo que le hubiera gustado mencionar por teléfono y no se atrevió. El tiempo corría y la perturbación atmosférica hacía la conservación difícil, pero no imposible. Johnny Denver tenía el auricular en sus manos, agarrándolo tan fuertemente que los nudillos de sus poderosas, delgada y bronceadas manos se pusieron blancos.
Gradualmente se dio cuenta de la presión con la que tenía el aparato, y dejó que la presión se aflojara un poco.
—En mi sueño —dijo Gus Tremayne— había un Pralos en H 8, que está en el sistema Alba de cuatro mundos y había otro en A 1, que está en el sistema Berin de seis mundos.
—Sí, conozco el sistema Berin —contestó Denver—. El nombre del Pralo en A 6, en el sistema Alba, era Urzang y el nombre del otro en el sistema Berin era Tarfzang.
—¿Qué hay de los Zurgs? —prosiguió Denver. Pensó en el ejemplo que le había sido tan familiar—. ¡No... no me lo diga, deje que lo adivine! —Miró en su mapa y calculó rápidamente—. ¿Estaba uno de ellos en A 2, en Berin, y el otro en A 7, en el sistema Alba?
—Usted está enteramente en lo cierto —dijo Tremayne— está absolutamente en lo cierto. ¿Cómo diablos lo ha adivinado?
—Porque es la manera en que mi fundamento operó y si la suya es la base de la mía, lo que parece que lo es por lo que ya me ha dicho de la posición de sus Pralos, de Urzang y Tarfzang, sus Zurgs encajan dentro de esto también. ¿Cuáles son los nombres de estos Zurgs?
—Soñé que había uno llamado Ikzok; actualmente está en mi nómina. También están los Pralos, que forman parte de mi imperio financiero... pero no sueño a menudo en mis empleados. —Gus Tremayne soltó una carcajada gutural—. Hay un Zurg en A 7, en el sistema de cuatro mundos Alba. Su nombre es Ikzok. Recientemente le he enviado a hacer un trabajo.
—Si lo sé —contestó Denver. Era como un rápido relámpago en la oscuridad.
—Usted lo sabe —contestó como un eco Gus Tremayne—. Oiga, señor, ¿quién y qué diablos es usted? —Hubo algo que habría podido ser un matiz de miedo en la voz de Gus Tremayne.
—Tal vez esté más cerca de lo que usted piensa —contestó Denver. Lo dijo con un ligero énfasis, justamente en el momento apropiado. Hubo una larga, tensa pausa: un largo y angustioso silencio del otro extremo.
—Ya veo —dijo Tremayne al fin—. Por lo menos, lo pienso.
—Usted ha enviado a Ikzok, el Zurg —dijo Denver, hablando lenta y pensativamente—, a C 6; atravesó la cuarta sinuosidad dimensional de manera que, si se presenta la necesidad, su próximo salto de la cuarta sinuosidad podría llevarle a E 5. en donde amenazaría a uno de mis hombres. Tom Davis, el que fue enviado allí con el expreso propósito de bloquear a David Lomond.
—¿Demonios, qué es esto? —repuso Gus Tremayne—. Usted sabe más acerca de mis asuntos que yo. No podía pensar que nadie conociera lo del movimiento de David Lomond.
—Calculo que usted tenía razón cuando dijo que yo conocía tanto como usted —añadió Denver en voz fuerte, con sentido, vibrando con insinuación.
Hubo un silencio aún más largo que el del intervalo corriente.
—¿Qué me dice acerca del resto de su plan? Probablemente puedo ayudarle —dijo Denver por último—. ¿Tiene un Gishgilk con usted, no es verdad?
—Sí, tengo un Gishgilk —reconoció Tremayne—. Tengo un Gishgilk en A 4. uno de los seis mundos del sistema Gloria.
—Usted mismo está en A 5, lo sé —confirmó Denver—. En A 3 calculo que usted tiene un Garak y cuento que tiene otro Garak en A 6. También calculo que esos dos Garaks pertenecen a subespecies diferentes. Uno puede viajar en la diagonal de teleportación, y el otro puede visitar otro tipo de mundo en las diagonales de teleportación alterna. ¿Es esto cierto?
—Espontáneamente correcto —dijo vacilante Gus Tremayne. Su voz era fría. Denver recordó algo que una vez había leído; el hombre más peligroso de todos es el hombre asustado. Tal vez no era una buena política intentar asustar a Tremayne. Pero esa no había sido su primera intención.
—¿Cuál es el nombre de su Gishgilk en A 4? —preguntó.
—Devinka —contestó Tremayne, lentamente—. El Garak en A 6, es Guntag y el Garak en A 3, es Riftag; cerca de este Garak, al otro lado del próximo mundo, que es uno de los seis planetas de Berin, A 2 para ser preciso, tengo a mi segundo Zurg, como ya le he dicho, cuyo nombre es Yarkan.
—Aparte de David Lomond, ¿cuántos humanoides más tiene usted en su actual alineación?
—Bien, con la ocupación que tenemos en vista, tengo ocho, lo mismo que usted —contestó Gus Tremayne.
—¿Usted tiene ocho? Lomond ya lo sé... ¿A quién más?
—Los míos se extienden a lo largo de la línea B.
—Me figuro que serían para equilibrar el fundamento que me apareció —respondió Johnny Denver.
—Tengo Zeb Inwood, Alee Johnson, Ben Kelly, como usted sabe, Lomond. Eric Mac Morris, Fred Naughton, George Ormsby y Harry Philips —dijo el general en jefe—. Ocho, como le dije.
—Humm... —dijo Denver—. Y hay ocho en mi montaje.
—¿Qué ha hecho usted de Ikzok, el Zurg en C6? —dijo Tremayne de repente, más bien violentamente.
—Tengo a uno de mis hombres en E 4, que traje de G 4, un hombre llamado Urquhart Ericson.
—Así usted ejerce presión sobre Lomond desde este ángulo, ¿no es esto? —dijo Tremayne.
Johnny Denver deseaba desesperadamente saber de lo que se trataba. Probó de hacer sonar su voz fuerte, tan impresionante como la del general en jefe.
—Bien, usted ejerce presión sobre el Zurg Ikzok —afirmó.
—Esto es lo que puede ser —dijo Tremayne—. Puede ser que tenga un derecho para hacerlo.
—Puede ser que no lo tenga —contestó Denver. Había una cólera fría en su voz. Estaba atormentado, entre la hostilidad y la curiosidad. Quería saber más con respecto a Tremayne, quería saber lo que estaba pasando.
—Tal vez le sorprenda saber —dijo Tremayne— que mientras hemos estado hablando he dado órdenes a otro de mis hombres.
—No me sorprende de usted nada, su reputación se le ha adelantado —dijo Johnny Denver.
Tremayne parecía muy desilusionado.
—Uno de mis hombres está ya en camino de C 4, en el sistema de Queen —dijo dramáticamente.
Hubo un largo, tenso silencio... un silencio que de una manera estaba acentuado por los retrasos en el radioteléfono. Este retraso dio a Johnny Denver pie para pensar. El radioteléfono no se parecía a la radio del siglo veinte que tenían en la Tierra, pensó; sólo había una afinidad de nombres.
Actualmente, los mensajes transmitidos por radioteléfono intergaláctico eran amplificados por un transmisor fantásticamente complicado que los presionaban contra radiaciones melbar. Las radiaciones melbar consistían en una red de líneas de ondas paralelas que se extendían en tres dimensiones por todo el cosmos; un impulso electrónico sincronizaba la frecuencia exacta de las radiaciones melbar que eran captadas por esa radiación y ampliadas dentro de unas miles de yardas de su destino, en donde transmisores remotos de control las captarían y las harían retroceder a lo largo de ondas sonoras ordinarias. Allí las ondas conductoras, a su vez, eran captadas por un transmisor de tipo normal y devueltas al otro locutor al lado del sistema de comunicación. Tal método puede ser explicado inadecuadamente en términos del siglo veinte. Es el cerebro infantil de una ciencia muchos milenios a la cabeza de la nuestra. Pertenezca a la gran función pensadora de las razas intergalácticas. Es tan grande en adelanto sobre la telecomunicación del siglo treinta como el transmisor de televisión está adelantado en comparación con una jaca.
Simplemente no hay punto de comparación entre los dos. Lo importante acerca del radioteléfono es que funcionó y funcionaba, y que funcionaba con cierta pérdida de tiempo razonable. Estaba tan cerca de la transmisión instantánea como era posible obtener cuando se trataba de distancias galácticas. La única manera de conseguir un mensaje más rápidamente por radioteléfono era enviar el mensaje por una de las naves más rápidas que la luz, que las de los Gishgilks o de los Pralos, o que fuera enviado por un Garak teletranslador.
Para distancias más cortas, no más lejos que tres o cuatro cuadros en el enrejado galáctico, un Zurg podía también vencer al radioteléfono, pero era algo más rápido que el tipo humanoide de nave cohete del mismo tipo que la «Silver Eagle».
—Quiero contactarle —dijo Denver al final. La curiosidad vencía su cólera.
—Pienso que esto sería para nuestra mutua ventaja —dijo el general en jefe. Había una ansiedad en la voz de Tremayne que hubiera podido ser el resultado de inquietud y hasta posiblemente de frío, de miedo sincero.
—Pero en estas circunstancias no sé si esto sería posible. Pienso que deberíamos encontrarnos por medio de un intermediario. Tengo el sentimiento que estoy complicado en algo más grande que yo. Y cuando Tremayne admite que es algo más grande que él, Dios mío! ¡Esa cosa es realmente grande!
Denver pudo apreciar esta observación, pues a Gus Tremayne no se le conocía por su modestia.
—Pienso que el psiquiatra sería nuestra mejor apuesta —dijo Denver.
—Naturalmente he oído hablar de él. Hago de esto mi oficio; de oír hablar de todo el mundo que vale la pena y como he oído que vale mucho como comerciante honrado. Esto me conviene.
Denver se sorprendió de oír a Tremayne decir esto. Algunas veces, pensó, el tramposo más grande, el más cruel y agresivo general en jefe, en sentido intergaláctico, tiene un código de honor, el cual, aunque tenga poca relación con la moral y la ética del hombre corriente, es de alguna manera inflexible, formal y poderoso.
Hubo otra vez una pérdida de tiempo, una larga, ansiosa pausa, y entonces Tremayne habló de nuevo.
—Déme su número —dijo—. Le llamaré. —Johnny Denver transmitió el número a Tremayne.
—En caso de que la próxima vez nos encontremos, no será en circunstancias tan felices —dijo Gus—. Le doy las gracias por lo que usted ha hecho.
Denver quería saber exactamente lo que Tremayne quiso decir con aquella observación. Era más bien una observación enigmática. Era críptica, era una cifra. Sin embargo, se reduce a esto; parecía que había un código de alguna clase o una cifra en la mayor parte de lo que Tremayne había dicho.
—¡Maldita sea! —pensó Denver—. Es un extraño carácter para clasificarlo. Casi imposible. Su habilidad telepática no se extendía sobre distancias tan vastas como las que separan Tremayne de él mismo. No podía enviar su sondeo para contactar la mente de Gus Tremayne... aunque le hubiera gustado mucho haberlo hecho.
—Adiós —dijo. Y colgó.


CAPÍTULO VI
GUS TREMAYNE

El radiófono de Prince llamó de una manera persistente. Casi había terminado la investigación que ocupó todo su tiempo desde su última reunión con su amigo Denver. La investigación iba encaminada a probar, de una manera concluyente, que su primera dificultad no había sido insuperable después de todo. Cada fragmento de evidencia que había recogido, cada copia antigua de un manuscrito de la Tierra que consiguió leer, parecía indicar el mismo camino. La evidencia era decididamente débil, y aunque fuera débil, sin embargo, existía.
Sintió que un eslabón más completaría su cadena de investigación, y entonces conocería la increíble verdad con certeza. Pero eso sería tan sólo un comienzo. Su teoría no ofrecía una solución. Sólo clarificaba el problema y le mostraba cómo continuar haciendo sus preguntas.
—He estado en comunicación con un amigo mutuo —dijo, pues Tremayne no había llegado a ser una de las figuras más poderosas de la Galaxia por nada. El tiempo para Gus era un artículo de valor; tal vez el de más valor entre todos. Porque el dinero no era ya una dificultad para él. Podía gastar créditos interestelares como agua y el depósito no se secaría jamás porque manaba más de lo que cualquier hombre pudiera gastar en veinte vidas, no importa lo extravagante que pudiera ser. Gus Tremayne había heredado un gran imperio, lo había doblado y triplicado. Acabaría no con una galaxia, sino con varias.
El psiquiatra apreció la manera directa en que Gus Tremayne atacó la cuestión. Tremayne tenía más bien una mala reputación, pero Prince estaba preparado para juzgar a un hombre por su propia inteligencia y no por una evidencia de segunda mano, a menudo fanática.
La pérdida de tiempo era una incomodidad. Pero Prince y Tremayne consiguieron calmar su impaciencia, pues esperaban que las voces del uno y del otro estuvieran enlazadas a través de distancias increíbles que les separaban en el espacio.
—Su amigo Denver me dice que ha tenido usted una experiencia muy parecida a la mía —dijo Tremayne. Esto fue una novedad para Prince.
—Me gustaría que me dijera todo lo referente a esto, Mr. Tremayne. Me gustaría que fuera directo al asunto y que me diera los hechos.
—Esta es mi manera —contestó Tremayne. Silenciosamente. Prince asintió para sus adentros con un movimiento de cabeza en señal de apreciación de este hecho. Tremayne comenzó a explicar.
—No hace mucho tiempo tuve lo que pensé era un sueño muy malo y sin embargo debe ser más que coincidencia. La coincidencia tiene un brazo largo, pero no es tan largo como esto. El hecho de que iba atado con el sueño de Denver hace imposible la coincidencia. Las probabilidades de que esto sucediera, son innumerables billones contra uno. De hecho, está bastante cerca de ser una imposibilidad.
—Dígame exactamente lo que soñó —preguntó Prince.
—Me pareció ver la galaxia completa desplegada delante de mí como un mapa gigantesco —dijo Tremayne—. Un enorme, tremendo mapa. Era como si mi mente estuviera enlazada, justo por un breve instante, con una mente mil veces más grande que yo, y, créame, cuando Tremayne admite que hay una mente más grande que la suya, esa mente es verdaderamente grande. Una mente de fuerza tremenda. Me sentí como si fuera un tapón de corcho flotando en un océano colosal de fuerza mental. Esa cosa no parecía física bajo ningún concepto. Era demasiado grande para ser física, demasiado vasta, demasiado inmensa. Era estupenda, colosal... No puedo encontrar bastantes adjetivos para describirla. No hay bastantes adjetivos en el lenguaje, en ningún lenguaje... si se pusieran juntos todos los adjetivos de todas lenguas, no habría bastantes para describir este poder. Pareció ser casi el infinito poder. Casi, pero no completamente. Parecía que había un paso entre cualquier mente humanoide con la que había estado en contacto, un paso entre esa y la inmensidad que controla el mismo cosmos. Era. aunque yo no soy un hombre de religión, como la mente de un ángel o de un demonio. No era una mente bastante poderosa para ser la mente de Dios, pero es una mente que está más cerca de Dios que del hombre. No necesariamente en bondad, sino en poder, si me comprende.
—Le comprendo perfectamente —dijo el psiquiatra—. Pienso que su descripción es muy clara. Encaja con más precisión con lo que Denver tenía que decir.
—Sí, me lo figuraba por lo que me explicó —dijo Tremayne—. También tengo la impresión de que esta mente me hacía servir como una especie de embudo.
—Ya veo —dijo el psiquiatra muy pensativamente. Así estaba en lo cierto en lo que respecta a Tremayne; era un telépata, pues sólo él y Denver posiblemente hubieran podido descubrirlo de la misma manera si hubiese tenido el mismo talento indómito. Eso tenía sentido.
—Al mirar a este enorme mapa cósmico en nuestro sector de la galaxia —dijo Tremayne— me enteré de que cierta gente, humanoides y no humanoides, forman parte de mi organización. Solamente una pequeña parte y ampliamente diseminada en realidad. Pero, sin embargo, son parte de mi organización. Eran representantes de casi todas las razas conocidas de alguna importancia en nuestro sector.
»Había ocho humanoides aparte de mí mismo, dos Pralos, dos Zurgs, dos Garaks. uno de cada subespecie de Garaks y un Gishgilk. Estaban puestos en fila a lo largo del enrejado, los humanoides enfrente, los Pralos en la parte exterior, los Zurgs próximos a éstos y los Garaks y el Gishgilk lo más cerca de mí. También tuve la impresión de que yo tenía un objetivo definitivo en vista. No estaba completamente seguro de lo que era un objetivo, pero me aparecía más claro a cada momento que pasaba. Tengo la sensación que estoy sosteniendo una guerra psicológica. Es una guerra de nervios, una guerra fría, y más tarde o más temprano el presentimiento que se convertirá en una guerra caliente.
—Ya comprendo —dijo el psiquiatra.
—Esta formación original —prosiguió Tremayne— ha sido ahora rota. Tres de mis hombres, que estaban en ciertas posiciones, han sido trasladados. Aparentemente, ante las circunstancias, han sido trasladados por orden mía, pero a mí me lo ordenó algo más grande, algo más poderoso, algo colosal. Este poder consciente del que yo hablé al principio, esta fuerza que dije parece que me usa como si yo fuese un embudo, para satisfacer sus propios fines. Me está usando como un foco para penetrar en pequeños canales para usarlos.
—Denver empleó expresiones parecidas cuando me habló —dijo el psicólogo.
—Yo adiviné lo mismo —dijo Tremayne. El psicólogo estaba examinando los mapas, pensativo.
—¿Quiere decirme los cambios de posición? —preguntó tranquilamente.
—Bien; para empezar —dijo Tremayne— fui usado por esta fuerza superior que me dijo que enviara uno de mis mejores hombres, un muchacho llamado David Lomond, de su primera estación en B 5 a D 5.
—Ya veo —el psicólogo estaba enredado con los mapas y pensaba rápidamente.
—Usted tenía que adelantarle entonces desde B 5. que es uno de los quince mundos del sistema planetario de Gloria, a D 5, que es uno de los quince mundos del sistema planetario Queen.
—Es correcto —convino Tremayne.
—¿Qué ocurrió entonces?
—Bien, mi primera intención —dijo Tremayne— fue de adelantarme aún más. Pero estuve bloqueado por un hombre que estoy, bastante seguro ahora que obraba bajo las órdenes de Denver.
—¿Es esto cierto? —dijo Prince.
—Este personaje está obrando bajo las instrucciones de un sujeto llamado Toni Davis. Usted conoce el titular que apareció en la pantalla video; que una nave espacial chocó hace algunos días y que nueve hombres desaparecieron del «Silver Eagle» en medio del espacio y súbitamente reaparecieron en nueve mundos diferentes.
—¡Sí. ciertamente, lo recuerdo! —replicó el psiquiatra.
—Esto es lo primero que despertó mi interés en el caso.
—Bien, Tom Davis era uno de aquellos hombres y después de ese misterioso incidente en la «Silver Eagle», se encontró en G 5, uno de los nueve planetas que evolucionan alrededor de Arax. Obedeciendo las instrucciones de Johnny Denver, pasó desde G 5, a E 5, evidentemente con la orden de bloquear el avance de David Lomond.
—¿Qué hizo usted a este respecto? —preguntó el psiquiatra.
—Me pareció que era yo quien tenía que hacer algo. Si ello era posible, debía detener a ese hombre Davis para evitar que se pusiera en mi camino.
—¿Qué hizo usted exactamente? —persistió el psicólogo.
—Tengo, como ya le he dicho, un par de Zurgs en mi organización; tengo más de un par, sí, pero hay un par que parece que están envueltos en este asunto actualmente. Uno de ellos es un operador bastante listo llamado Ikzok. Adelanté a Ikzok de A 7, que es uno de los cuatro planetas Alba, y ahora está en A 6.
El psicólogo hizo un rápido cálculo en su mapa.
—¿Y su próximo movimiento? —dijo Prince con excitación—. Lo llevaría, si así lo deseaba, en un cuarto salto dimensional, de C 6 a E 5, en el sistema Queen que por el momento está ocupado por Tom Davis y usted pensó que una vez lo tuviera allí, podría eliminar a Davis.
—Es una forma muy severa de decirlo, pero ésa era mi intención.
—¿Qué es lo que hizo Denver?
—Me sorprende mucho. No sacó a Davis; allí probablemente no había ninguna nave que saliera para poder sacar a Davis antes de que llegara el Zurg; allí ejerció alguna contrapresión en David Lomond trayendo uno de sus hombres, uno de los ocho que habían desaparecido, un muchacho llamado Urquhart Ericson...
—Ahora espere un minuto —pidió el psiquiatra—. Déjeme que lo diga yo, no me lo diga usted.
Hizo un cálculo rápido.
—Trajo a Urquhart Ericson —dijo Prince— desde su situación en G 4, hasta E 4, de modo que no había más que un cuadro diagonalmente lejos de E 4 a D 5. Hay un servicio frecuente entre esos dos mundos. Su hombre Lomond habrá tenido las manos muy ocupadas vigilando para ver donde Tom Davis probaba de crear molestias. Una presión extraña le hubiera agotado. Hay todas las posibilidades que ese Urquhart Ericson hubiera podido tratar con Lomond tomando la próxima nave desde E 4 a D 5.
—Esto es exactamente como yo lo vi —agregó Tremayne.
—¿Qué hizo después? —insistió de nuevo el psicólogo.
—Evidentemente tengo que ayudar a Lomond; por esto traje a otro de mis nombres, un muchacho llamado Eric McMorris; también lo traje al sistema Queen. Anteriormente había estado en uno de los mundos de Gloria. Había estado en B 4, muy cerca de mí.
—Comprendo —murmuró el psiquiatra—. Así usted lo trajo hasta C 4, en donde estaría en posición para poder ayudar a Lomond si se hubiera presentado alguna molestia.
—Esto es lo largo y lo corto de la cuestión —agregó Tremayne.
El psiquiatra cabeceaba silenciosamente para sí mismo.
—Han habido más acontecimientos? —inquirió.
—Sí —dijo Denver abriendo la puerta y sonriendo a su amigo—. Dile que hasta ahora estoy conforme con él y que voy a dar una ayuda adicional a Urquhart Ericson. Dile que ya he trasladado a Vernon Frisby de G 3, en el sistema de los nueve mundos de Phenon hasta F 3, lo cual es un terreno conveniente para saltar al sistema Queen. Un vuelo corto de cohete y puede estar en E 4 para respaldar a Urquhart Ericson.
—He oído esto —dijo Tremayne. Y colgó con una rapidez que resultaba asombrosa.


CAPÍTULO VII
EL ZURG ATACA

Tom Davis estaba sentado en la habitación de su hotel; se hallaba excesivamente nervioso. Lo de «excesivamente» era cuestión de opinión. Pensaba que había muchas razones para estar nervioso. Estaba en un limbo, sin llegar a comprender porque había ido, porque había permitido a Denver que le ordenara tomar el cohete desde G 5, en el sistema Arax a E 5, en el sistema Queen. No le gustaba mucho el sistema Queen, estaba aislado y E 5 parecía ser un punto particularmente peligroso. Durante varias guerras interestelares que habían hecho furor en toda la galaxia durante los primeros años de su formación colonial, E 4 y 5, D 4 y 5, habían sido los más agitados de todos los sitios. Ocupaban una posición central estratégicamente de importancia vital. Tenía la sensación que usaban de él como si fuera la garra de un gato, que Denver le había enviado esperando que algo ocurriera. Y sin embargo, no sentía nada. Denver. No tenía idea por qué Denver le dijo de ir, excepto que tenía que retener a un hombre llamado Lomond. Lomond, que ahora estaba esperando a unos millones de millas lejos en uno de los planetas más cercanos del grupo, otro de los mundos de Queen. Estos cuatro puntos del enrejado evolucionaban todos alrededor de Queen.
Lomond estaba en D 5, y si intentaba desplazarse a E 5, Tom Davis sabría que tenía que detenerlo. De hecho, Tom estaba bastante seguro que su propia presencia allí era suficiente para parar a Lomond, pero también sabía en cambio que Lomond era un cerebro extraordinariamente poderoso.
Denver había dicho que Tremayne estaba detrás de todo, y Tremayne no era tonto. Tremayne era el hombre más poderoso del sector y llevaba camino de ser dueño de una galaxia. Gus Tremayne era un adversario cruel y poderoso. ¿Por qué Denver le escogió para cruzarse en su camino?
Había una gran fuerza acerca de Denver, pensó Tom pasando la mano por su difusor energético bien ajustado y disimulado en el bolsillo de su túnica. No era, por naturaleza, un hombre especialmente violento, pero la sensación de que estaba envuelto en algo más grande que él mismo por alguna fuerza externa, le tenía tenso y le encolerizaba.
Tenía que hacer algo. ¿Pero qué?
La sensación de peligro aumentó. Decidió salir y tomar una bebida. Salió de la habitación del hotel, cerró cuidadosamente la puerta con la cerradura magnética y tomó el elevador al piso bajo. Se deslizó por la puerta de servicio de detrás, su mano descansando ligeramente en el difusor energético. Cada nervio de su cuerpo estaba tenso como la cuerda de un arco. Cada fibra de su ser estaba violentamente alerta. No le gustaba esto, no le gustaba de ningún modo. Era espantoso. Era demasiado espantoso. Se desesperaba, un sudor frío le invadía. Necesitaba esa bebida imperiosamente. Un pequeño bar alumbrado por una brillante luz de neón retuvo su vista. Parecía bajo y más bien ligero; era esa clase de bar que podía encontrarse en cualquiera de las grandes ciudades de Queen E 5.
Se deslizó en el bar; parecía que estaba patrocinado principalmente por humanoides... Había un Zurg que no lo había visto antes, por lo que recordaba, sentado tranquilamente en el rincón. Su largo, más bien puntiagudo hocico, en el típico plato de plástico para beber que los Zurgs usaban, le hizo pensar extrañamente en los grabados que había visto en museos de caballos de los tiempos pasados de la Tierra con un morral de avena.
Arrimó un taburete al bar y pidió un Aleo. Se lo tragó deprisa, demasiado deprisa. Pidió otro. El camarero le miró extrañamente. Una mujer delgada humanoide se le acercó y miró su vaso vacío sugestivamente.
—Pónganle una bebida —aconsejó al camarero. Ella sonrió con amabilidad, al menos su boca lo hizo. Sus ojos no sonreían, su propósito era demasiado evidente; estaba en el bar e iba con el bar.
Tom Davis quería compañía, pero no la quería de esa clase. Terminó su bebida, inclinó la cabeza, más bien bruscamente al camarero y salió. El Aleo generalmente calmaba sus nervios, esta noche no los calmó. Parecía que acentuaba este sentimiento de irritación. Cada vez que su pie tocaba la acera parecía como si recibiera una sacudida eléctrica. Hormigueos nerviosos, sus dedos se abrían y se cerraban, empuñando la culata de su difusor energético.
De repente, paró en seco. Algo estaba andando a lo largo de la acera. Algo de pies blandos, de pies correosos... algo que no andaba con dos pies. Era ese maldito Zurg. Lo sabía. Su instinto le dijo que acelerara su paso, que corriera, que gritara para llamar a un miembro del I.P.F. que generalmente había uno en cada esquina.
¿A dónde diablos habrán ido esta noche? Fuera de la luz deslumbradora del bar, la calle estaba extrañamente quieta. ¡Las pisadas! Las pisadas blandas estaban más cerca. ¡Malditas sean sus cuatro patas! ¿Por qué no podrán andar con dos pies como cada criatura civilizada? Los humanoides no eran los únicos guijarros en la playa galáctica.
Zurgs, Pralos, Gishgilks, Garaks, ninguno de ellos andaba con dos piernas. Puede ser, pensó, que ésta fuera su fuerza. Puede ser que fuera su debilidad. Quizá, pensó Tom, serían mejores si se balancearan en los árboles como hacían en los tiempos pasados en la madre Tierra, hace miles de millones de años. La vida hubiera sido más simple. Deseaba balancearse en un árbol en vez de andar a lo largo de esa maldita acera en E 5.
¿Por qué diablos Johnny Denver le había enviado allí? ¿Qué diablos tenía que ver de todos modos con Denver? ¡Sólo porque había aplaudido las exhibiciones del tipo! Eso no quería decir que estuviera pagado por Denver.
¿Por qué había obedecido?
¡Había una fuerza en Denver que era más grande que Denver! Estimó que tenía que ir a un radiófono. Tenía que llamar a Denver. Tenía que llamar a Denver en H 5 otra vez. Tenía que establecer contacto: Denver sabía lo de este Zurg.
El Zurg le alcanzó, pad, pad, pad, pad, como los pies de la Muerte y del Juicio Final.
—Buenas tardes —dijo el Zurg. Hablaba la lengua del sector, una especie de lengua intergaláctica, pero le hablaba con un acento vago que podía ser reconocido, no un acento de Queen. No era un acento de Queen. Así que este Zurg no era uno de los Zurgs de Queen. Tampoco no era un nativo de E 5, lo mismo que Tom Davis. ¿De dónde era este acento? Naturalmente era un acento Albano. Hacía mucho tiempo, mucho, que Davis había estado en A 7, en un viaje de negocios, A 7, en el mismo Alba, el sistema de los cuatro mundos más habitables del pequeño sistema de cuatro planetas, A 7. Es allí donde había oído este acento. Así pues el Zurg venía de Alba. Eso significaba que estaba a dos saltos alejado de su país. Se había sumergido dos veces en la cuarta dimensión para ir de A 7 abajo a E 5. Había pasado de Alba a uno de los mundos de Ranor —lo debió hacer— había visitado uno de los nueve planetas de Ranor y ahora estaba aquí, en Queen. Amenazadoramente en Queen, en uno de los recuadros agitados.
Esto no le gustaba a Tom de ninguna manera.
Era mortífero, espantoso. Se daba cuenta de que el Zurg le miraba extrañamente.
—¿Conoce usted a un hombre llamado Denver —preguntó el Zurg con amabilidad. Tom Davis movió la cabeza.
—Puede ser que lo conozca.
—¿Conoce a un hombre que se llama Tremayne? —Tom asintió.
—¿Conoce a un hombre que se llama Lomond?
—He oído el nombre —convino Davis, con sus dedos apretados en la culata del difusor energético—. ¿Por qué lo quiere saber?
—Oh, usted lo puede llamar curiosidad ociosa —respondió el Zurg. Estaba muy cerca ahora, peligrosamente cerca. Había un brillo en sus claros ojos, que no le gustó a Davis. El Zurg estaba ligeramente inclinado hacia atrás, apoyando su peso en los pies traseros; la parte trasera se balanceaba como un muelle grande, poderoso. Davis se sintió más asustado.
—Usted estorba el camino de Lomond, ¿sabe? —dijo tranquilamente—. Me han pedido que hable unas palabras con usted acerca de esto.
—Tremayne le envió, supongo —dijo Davis. Y al hablar, el difusor energético estaba fuera en su mano, apuntando directamente a la cabeza del Zurg.
—Tremayne dijo que no sería fácil —dijo el Zurg con un suspiro. Y se movió como si fuera a retroceder. Por una fatal fracción de un segundo, Davis se calmó. No sabía mucho acerca de los Zurgs. El movimiento de ese retroceso había sido engañoso, había sido para darle el necesario empuje. Salió hacia delante como una espiral que se desenrolla. Los pies delanteros, blandos, correosos, pero terriblemente poderosos, martillearon el difusor energético que Davis empuñaba. El Zurg atacó una vez y otra vez con sus poderosos pies equinos.
Tom Davis había muerto. El Zurg continuaba atacando y golpeando con sus poderosos y correosos pies, hasta que Tom se extinguió para siempre...
El Zurg se fue tranquilamente al radioteléfono más cercano y llamó a un número en A 5.
—Soy Ikzok, es Ikzok que habla, señor Tremayne. Me he ocupado de nuestro problema en E 5.
—Bueno —dijo Tremayne—. Ahora tendrás que esperar acontecimientos ulteriores.
El Zurg colgó el auricular con sus pies más bien torpes. Salió de la cabina del radioteléfono y fue en busca de un sitio para lavarse.


CAPÍTULO VIII
GARAKS Y GISHGILKS

Johnny Denver se despertó súbitamente con el terrible sentimiento de que algo iba mal. Había olor de muerte en el aire. Envió su sondeo tan lejos como podía ir y no descubrió nada.
Entonces probó un plan de acción. Estaba tendido en la cama, en el silencio de la noche e hizo su mente tan receptiva como pudo. Dobló la sonda y la puso en un compartimiento mental y permitió que el pensamiento de alguna otra parte fluyera sobre él en ondas gigantes de poder. Llegó despacio al principio, y en seguida lo dominó. Estaba sincronizado con esta otra cosa que era muy grande, más grande que él. Esa cosa tan poderosa que le asustaba. La cosa que le dirigía, la cosa que se servía de él como un canal, como un embudo, como la boquilla de una manguera. La cosa que parecía que estaba dirigiendo cualquier maniobra extraña que estaba preparándose. La cosa que de alguna manera estaba luchando contra Tremayne, o el pensamiento se le ocurrió de repente a Johnny Denver; ¡contra algo que se servía de Gus Tremayne!
Era como si dos vastas inteligencias cósmicas estuvieran luchando la una contra la otra, la una sirviéndose de Gus Tremayne como una fuerza organizadora y la otra sirviéndose de él. Una vez que hubo comprendido que la situación completa era más clara, vio súbitamente el sector galáctico entero extendido delante de él. Un gran mapa, un enorme enrejado de 64 cuadrados y aquí y allí en muchos de los mundos, observaba la presencia de gente. La mayor parte humanoides con un considerable número de Garaks, Zurgs y Pralos intercalados y hasta un par de Gishgilks. esos seres raros tremendamente poderosos.
De nuevo notó esa sensación de que algo iba mal. Y entonces su entera mente pareció aclararse como una gran pantalla de televisión interrumpida por una red de cuadros de un enrejado. Vio el panorama cambiado como si estuviera mirando con los ojos del ser vasto que era más grande que el tiempo y que el espacio. Fue parte del Infinito por algunos minutos. Entonces vio lo que le había ocurrido a Tom Davis. Vio al Zurg derribando a su hombre y se encolerizó con el Zurg. Un mensaje estaba llegando del gran poder que le dominaba.
Hasta ahora sólo había sido una guerra de nervios, una guerra fría, pero Tremayne había hecho que uno de sus «hombres» matara.
¡Tremayne había hecho que su Zurg matara! ¡A ese Zurg tenía que darle una lección!
El gran poder que dominaba a Johnny Denver parecía como si le preguntara lo que en su opinión tendría que hacer la próxima vez. ¿Cómo se podría ejercer presión sobre el Zurg?
Johnny pensó inmediatamente en el Gishgilk que estaba cerca. Se concentró en el pensamiento y abrió su mente a ese vasto poder que estaba guiando, dirigiendo y controlando. El gran poder pareció indicarle su muda aprobación. Johnny saltó de su cama, esta vez no en un estado semihipnótico, sino despierto, poderoso y decidido. Tenía que contactar al Gishgilk. Fue al teléfono.
El sereno del hotel le miró sorprendido, pero no dijo nada.
Johnny cogió el aparato. El poder que fuera de él sabía el número. El Gishgilk es el cuadro contiguo del mapa. El nombre del Gishgilk era Natash y se hallaba en H 4, uno de los mundos de Arax, en uno de nueve planetas que tenía por sol a Arax.
Johnny habló con rapidez al Gishgilk. Parecía imposible, increíble que meramente un hombre, un telépata como él pudiera mandar a un Gishgilk, pues un Gishgilk tenía un tremendo poder. Y por lo tanto, el Gishgilk escuchaba obedientemente. Johnny hablaba deprisa, porque ahora comprendía mucho de la situación. Había cosas que todavía no comprendía, pero comprendía mucho más que al principio. Explicó la situación muy rápida y categóricamente.
—Gus Tremayne envió a un hombre llamado Lomond a uno de los planetas de Queen. Yo probé de pararlo enviando a Tom Davis, Tom pudo hacerle frente y entonces Tremayne envió a un Zurg. El Zurg acaba de matar a Tom.
—Esto no está bien —dijo el Gishgilk.
—Nosotros queremos que tu vayas y desafíes al Zurg.
—En seguida —dijo el Gishgilk y colgó el aparato. Los Gishgilk podían viajar a una velocidad fantástica. Antes de que despegara Natash el Gishgilk, una criatura reptiliana escamosa, una vaga caricatura humana, fue arrojada violentamente de H 4, y salió de su órbita supervídica para encontrarse en F 4.
Estaba solamente a unos pocos segundos lejos del Zurg indefenso en E 5. El radioteléfono llamó a la habitación de Johnny. Cogió el auricular.
—Soy Natash, el Gishgilk —dijo ahora una voz conocida—. Un paso más y lo alcanzaré; será destruido tan rápidamente como el Zurg destruyó a Davis.
—Bueno —aplaudió Denver—. Muy bien, de verdad. —Colgó y esperó al lado del aparato. Unos minutos y se enteraría del resultado. Maldijo lo intrincado del sistema radiotelefónico, lo que hacía necesario, cuando se quería llamar, correr abajo a la cabina pública transmisora; pero en cambio, los clientes de un hotel podían recibir llamadas directamente en sus propias habitaciones.
Le hubiera gustado llamar al Gishgilk de nuevo, para oír lo que pasaba, pero estaba ya en una órbita supervídica, camino de E 5, en el sistema Queen; no podía alcanzarlo durante los próximos minutos. Se mordía las uñas en su estado de agitación... una cosa que no había hecho desde sus tiempos de colegial.
El teléfono llamó. Era el Gishgilk de nuevo.
—Soy Natash. Hay dificultades.
—¿Dificultades? ¡Seguro que puedes destruir a un Zurg! No es nada comparado contigo —protestó Denver.
—No es solamente un Zurg. ¡El Zurg ha recibido ayuda!
—¿Cómo diablos pudo llegar allí tan pronto?
—Hay un Gishgilk en el campo enemigo —dijo Matash— pero no puedo tampoco alcanzar ese lugar.
—¿Entonces qué es? —preguntó Denver.
—Es un Garak llamado Riftag —dijo el Gishgilk con amargura—. Un Garak llamado Riftag que se ha adelantado súbitamente de A 3, en el sistema Berin de seis planetas, hasta ahora está delante de mí, en D 6, en el sistema Ranor. Si yo destruyera al Zurg, el Garak se teleportaría inmediatamente desde D 6, en el sistema Ranor a lo largo de la senda diagonal a E 5, en el sistema Queen de quince mundos, en donde está ahora el Zurg al que yo busco para destruir; si se teleporta con suficiente rapidez y destreza podría hasta destruirme a pesar de todo mi poder.
El Gishgilk no tenía miedo. Era tan solo realista y Johnny Denver lo comprendía. Perder su único Gishgilk por un mero Garak, sería un desastre fatal. Una vez su Gishgilk suprimido, no tendría ningún poder.
Estaría completamente imposibilitado para entendérselas con el enemigo. Johnny Denver se mordió el labio abrumado por el contratiempo. Ese Zurg se hallaba ahora en una situación más bien peligrosa. ¡Otro salto a través de la cuarta dimensión y estaría cerca dentro de sus propias líneas! No se imaginaba que esa cosa de pies blandos estuviera cerca. Encontraría a la mayor parte de sus hombres desprevenidos. Tendría que entendérselas con esa cosa él mismo. ¡La idea completa era monstruosa, ultrajante! ¿Pero qué podía hacer?
—Debo obtener más instrucciones —dijo el Gishgilk—. Aguarda y te llamaré otra vez.
—Muy bien. —El Gishgilk colgó el auricular.
Johnny Denver abrió su mente a la fuente de poder para que subconscientemente pudiera pensar en ello. No podía hacer nada con relación al Zurg hasta tanto no hubiese desplazado al Garak. Su propio ataque estaba paralizado por la presión de Gus Tremayne. Gus Tremayne había comenzado esta cosa, pero Denver estaba decidido a terminarla.
¿O Gus Tremayne lo había comenzado? ¿Era el mismo Gus Tremayne solamente un muñeco impotente, una herramienta en las manos de un gran poder contrario?
Las ondas mentales empezaron a inundar la mente de Johnny Denver otra vez. La fuente del poder estaba pensando en una respuesta a la ayuda al Garak para la destrucción del Zurg que su Gishgilk intentaba quitar de en medio.
Un nuevo plan de ataque era necesario; ¿cómo encontrarlo? El enemigo se servía de un Garak; muy bien; ¡él también podía servirse de un Garak! Hasta aquí no había derramado sangre. ¡Era ya hora que lo hiciera! Tremayne lograba demasiado fácilmente las cosas con sus propios procedimientos. Pero no había sitio inmediato en donde las fuerzas de Denver podían atacar. Estaba todavía pensando profundamente, todavía en contacto con el gran poder. Deseaba servirse del Garak para oponerse al otro Garak, para abrir una nueva línea de ataque. Esto sería la cosa indicada. Usar al Garak, el más cercano a él. Usar al Garak llamado Mashtag, que estaba ahora esperando instrucciones en H 6, otro de los mundos de Arax.
¿Pero en dónde iba a colocar a ese Garak? ¿A dónde debía ir Mashtag? Se puso en comunicación con el gran poder más completamente y el gran poder le dijo que Mashtag, el Garak, debía recibir instrucciones para ir a G 5, en el planeta Arax, delante, como indica el enrejado del mapa. Johnny Denver hizo la llamada necesaria. El Garak contestó y respondió...
En lo que concierne a H 6, Mashtag el Garak cesó de existir, y reapareció con una terrorífica rapidez en G 5. Tan pronto como hizo su teleportación, contactó a Johnny Denver otra vez por radioteléfono.
—¿Cuál será el próximo paso? —preguntó Mashtag.
—No lo sé —contestó Denver. Era una sensación extraña escuchar la voz chillona, más bien metálica, del enorme insecto teleportado, una cosa como una gigantesca hormiga—. Creo que deberemos esperar y ver lo que Tremayne hace próximamente, pero por lo menos estás prestando un buen apoyo a Matash el Gishgilk.
—Sí, comprendo —dijo el Garak—. Estoy preparado para partir a donde me digas que debo ir.
—Bueno —dijo Denver. Volvió a ponerse en contacto con el gran poder de manera que una vez más pudiera ver todo el sistema de enrejado del mapa expuesto delante de él.
¿Qué haría Gus Tremayne a continuación? Era un truhán marrullero y un poderoso contrario. No tuvo que esperar mucho tiempo. Gus Tremayne hizo su próximo movimiento, pero esta vez no era un Garak o un Gishgilk el que tomó la ofensiva. Gus Tremayne movió uno de sus hombres, un hombre singularmente peligroso llamado Ben Kelly, e inmediatamente que lo movió, Johnny Denver se dio cuenta de la intención de la maniobra; Ben Kelly había estado en B 6, uno de los seis planetas del sistema Gloria. Antes no estaba bien situado para ayudar a David Lomond, pero el astuto Tremayne había trasladado a su criado de B 6, al C 6, para que ejerciera presión directamente sobre el flanco de David Lomond.
Lomond estaba ahora en una posición extremadamente fuerte. De un lado estaba ayudado por Ben Kelly y del otro lado por Eric McMorris. Era casi un problema insoluble en lo concerniente a Johnny Denver. Johnny Denver pensaba, pensaba profundamente. Todo el problema se presentaba más complicado. Había primeramente ordenado a Natash, el Gishgilk, que se trasladara al F 4, con el fin de ejercer presión sobre el Zurg Ikzok de Gus Tremayne que ocupaba F 5. Entonces Riftag, el Garak, se teleportaría rápidamente a D 6 con el fin de ayudar al cuatridimensional Zurg. La mente de Denver se movió a lo largo de una pista lógica, estudiada. Si su primitivo plan de enfrentarse con el Zurg llegaba a realizarse, tendría que trasladar a Riftag, que estaría amenazando a su Gishgilk Natash, si Natash consiguiera destruir al Zurg.
¿Pero cómo, se preguntó a sí mismo, podría ejercer presión sobre Riftag el Garak que estaba defendiendo a Ikzok el Zurg?
Decidió que Roger Bennet era el hombre indicado. Roger Bennet sabía que actualmente se hallaba en G 7; G 7 era uno de los cuatro mundos de Psi. Había un servicio muy rápido, pero subvídico, que enlazaba G 7 con E 7, uno de los planetas del sistema de nueve mundos de Ranor. Si pudiera conseguir que Roger Bennet se trasladara de G 7 a E 8, entonces existían todas las probabilidades de que Roger Bennet estaría en posición para atacar al Garak. La amenaza debería ser suficiente para que el Garak retirara su ayuda.
El tiempo y la maniobralidad eran de vital importancia, en este extraño conflicto. Fue al radiófono y contactó Roger Bennet.
Bennet, bajo la misma extraña imposición que había inspirado a Davis y a Urquhart Ericson a obedecer sin preguntar, estaba preparado, dispuesto y capaz para llevar a cabo la maniobra de Johnny Denver, Roger cogió el primer cohete espacial y partió muy rápidamente de G 7 de los cuatro mundos de Psi, a través del diminuto sistema Gilk y así al mundo Ranor que ocupa el cuadrado 7 en el enrejado del mapa. Desde allí, en un extremadamente corto salto en cohete espacial, a D 6.
Johnny Denver se relajó y se dejó absorber temporalmente por el poderoso pensamiento que le permitía ver la totalidad del sistema de enrejado del mapa con alguna claridad. ¿Qué, se preguntó, fue lo que impidió a Riftag, el Garak de Tremayne, trasladarse rápidamente a E 7 y destruir a Roger Bennet, antes de que Roger Bennet pudiera trasladarse a D 6 y destruir a Riftag, el Garak de Tremayne?
El Garak era una bestia grande, fuerte, como Johnny Denver sabía muy bien, y su poder de teleportación lo hacía extremadamente mortífero y formidable. De otra parte, los humanoides, con sus difusores energéticos, se hacían respetar por los Garaks, ya que una ligera presión sobre un difusor energético era suficiente para liquidarlos.
Denver se preguntaba lo que el astuto Tremayne iba a hacer y lo que el poder detrás de la mente de Tremayne se proponía hacer acerca de esta nueva amenaza. Porque si ese Garak, Riftag, en D 6, estuviera retirado, entonces el Zurg Ikzok, el que mató a Tom Davis estaría sentenciado. Ya que Natash, el Gishgilk, se precipitaría en una órbita supervídica y lo destruiría completamente.
El enrejado del mapa que la mente poderosa había colocado a la disposición mental de Johnny Denver comenzó a cambiar puesto que el poder de pensar estaba claramente en contacto con los acontecimientos.
El Zurg Ikzok, que había apaleado a muerte a Tom Davis en el sistema Queen, súbitamente comenzó a moverse y Johnny Denver sintió que se hundía en una sensación de miedo. Tremayne había sido demasiado bueno para él.
Tremayne había sido más listo que él. Sabía donde el salto del Zurg al super espacio lo depositaría, y sabía lo peligroso y mortífero que sería. También sabía que había poco, muy poco, que él pudiera hacer acerca de esto. Tal vez había tiempo todavía. Tal vez... un millón de cosas. Tal vez... cien cosas. Tal vez las ruedas del «sí» darían vueltas en su dirección precisamente, precisamente esta vez. Y por otro lado, posiblemente no.
Las ruedas del «sí» parecía que no daban vueltas a su favor. De hecho, parecía que las cosas iban tan devastadoras como era posible en contra, en dirección contraria; iba tan mal como era posible que fueran.
Corrió de nuevo al radiófono. Tenía que hacer una llamada urgente; si su pensamiento era correcto, el peligro sería triple, posiblemente cuádruple. Tenía en su mente la imagen del enrejado del mapa cuando arrebató el transmisor y comenzó a marcar un número, un número que el poder mental le había procurado en el momento crucial.
Era como si tuviera una guía de teléfono invisible en su cerebro, dada la manera que el poder mental le procuraba automáticamente los números en el momento de necesitarlos. Llamó a Sam Charlton, en G 6, otro de los mundos de Arax, otro de los nueve planetas que llamaba a Arax su sol.
—Sam, soy Johnny Denver. ¿Recuerdas la desaparición de la nave? Hay más dificultades que vienen aquí. Tenemos que luchar con nuestras manos...
—¡Sí! —la contestación monosílaba era tensa y concreta—. ¿Qué ocurre entonces Johnny? ¿Qué quieres que haga?
—No hay nada que puedas hacer, Sam, excepto que estés alerta. ¿Recuerdas a Tom Davis?
—Sí, conozco a Tom, es un buen amigo mío.
—Está muerto —dijo Johnny Denver— lo mató un Zurg.
—¿Matado por un Zurg? ¿Dónde? ¿Cómo?
—No tengo tiempo para explicártelo. Tengo que hacer muchas llamadas. Sam, tú no eres el único hombre que va a estar en peligro. ¡Tenemos una guerra en perspectiva, una gran guerra, a muerte, con Gus Tremayne! ¡Y más que con Gus Tremayne, con algún poder que le respalda!
—Caramba —dijo Sam—. No sabía que Gus Tremayne necesitara ningún apoyo.
—¿Recuerdas la desaparición de la nave? —preguntó Denver—. Bien, desde la desaparación de la nave una especie de banda no oficial formada por nosotros, una comisión, unos cuantos humanoides, Pralos, Zurgs y Garaks se han adherido a mi alrededor. No me pidas que te explique por qué o cómo. No lo sé, ciertamente, pero empiezo a verlo más claro a cada minuto. Tú formas parte de esta banda, Sam. Tú, yo y el resto de los muchachos que desaparecieron. Todos, excepto el pobre viejo Tom Davis; sus luchas se acabaron.
—¡Caramba! Eso es demasiado —replicó Charlton—. Tom era un buen muchacho, como he dicho antes. ¿Tú dices que este Zurg viene a por mí?
—¡Creo que sí! No necesita tocar G 6, puedo estar equivocado, puede haber un error. Hay una ligera probabilidad que si se desvía tomando otra senda y sale del superespacio en donde no intentaba ir, puede ser que termine en F 7.
—Sí termina allí, puedo tomar el próximo cohete espacial y lo cogeré antes de que se entere de lo que ha ocurrido —dijo Charlton—. Por otro lado, si viene atravesando la curva y desemboca en G 6 inesperadamente, tiene una buena oportunidad de cazarme.
—Bien, debes estar alerta de todas maneras —dijo Johnny Denver—. ¡Por Dios, Sam, estáte alerta! Ya hemos perdido a Davis, no podemos permitir que te perdamos. ¡Nosotros no hemos derramado ninguna sangre... todavía!
—Eso es demasiado malo —convino Charlton—. Déjalo por mi cuenta, Johnny. Haré lo que pueda para ti. ¡Tengo mi difusor energético conmigo y está cargado y listo!
Denver colgó. Tenía otras llamadas que hacer. Llamadas que eran aún más importantes que la que acababa de hacer a Sam Charlton.
En lo más íntimo de su corazón, Denver sintió que su amigo estaba condenado si el Zurg se dirigía rápida y silenciosamente a través de la cuarta dimensión, y aparecía ante Charlton en su mundo. El factor sorpresa estaría enteramente a favor del Zurg. Ello hacía una gran diferencia, dando la ventaja al rival.
Johnny había hecho lo que podía. Había avisado a Sam y él mismo estaba en una buena posición para alcanzar G 6 muy rápidamente si era necesario. Esperó que su propia presencia en H 5 tendría algún efecto en el futuro de Sam. Pero comprendió, además, que en lo que se refería al enrejado del mapa, en su mente, era el único guerrero capaz de alcanzar G 6 apresuradamente.
Pero había ciertas limitaciones en su propia capacidad para ejecutar esto. Puede ser que llegara la hora que debería entrar en la lucha, pero probablemente esa hora no había llegado todavía... Cogió el radiófono en marcha todavía e hizo una llamada a H 8. De nuevo el poderoso pensamiento misterioso le facilitó el número que necesitaba. Contactó a Reezang en H 8. uno de los cuatro mundos de Psi. El Pralos escuchó ansiosamente.
—Estoy en una situación muy seria en este momento —dijo Reezang—. Las dos órbitas más rápidas que la luz abiertas para mí en mi presente situación están bloqueadas por dificultades técnicas. ¡No puedo trasladarme a ningún sitio! No me agrada particularmente el pensamiento que un Zurg tan salvaje y tan hostil como tu me dices, está llegando a G 6, en el sistema Arax. Esto significa que el mismo Zurg, de un salto cuatridimensional podría alcanzarme y yo estaría en una gran desventaja en estas circunstancias. En cuestión de unas horas, o de unos días, estaría bien informado. Podría tener mi nave efectivamente en marcha. Podría viajar a cualquier parte de la galaxia.
—Esto nos ayudará en la ejecución de nuestros planes, pero existe toda posibilidad que Ikzok está persiguiendo a Sam Charlton esto hará que las cosas se compliquen infernalmente. ¡Mantente alerta!


CAPÍTULO IX
EL ZURG ATACA OTRA VEZ

Sam Charlton era ancho de espaldas y de figura recia, con cejas negras y salientes y una cara fuerte y arrugada.
Era un hombre de pocas palabras y poco dado a pensar. Cualesquiera que fueran sus otras faltas, Sam Charlton era innegablemente duro. Precisamente la excesiva falta de funcionamiento de su cerebro le hizo la vida relativamente simple. Estaba desorientado; en un momento estaba disfrutando sus vacaciones a bordo del crucero turístico «Silver Eagle» y al otro momento se halló sin contemplaciones proyectado, como si fuera debido a una magia cósmica, a G 6, en el sistema Arax de nueve mundos.
G 6 no era de ninguna manera un planeta desagradable. La flora y la fauna eran gratas a la vista, la temperatura era buena, el clima agradable. Habían pocas razones para que un hombre del temperamento de Sam Charlton no pudiera ser completamente feliz en G 6, durante un largo tiempo. Disponía de una provisión adecuada de créditos interestelares, los que había hecho en un negocio más bien feo. Los que no querían a Sam Charlton decían que explotaba una especie de negocio para proteger bandas de gente poco escrupulosa. Los que tenían o bien miedo o respetaban a Sam Charlton se referían a sus actividades con rodeos, como si tuviera una «Compañía de Seguros»; una cosa con otro nombre olería lo mismo y una cloaca con otro nombre olería tan mal...
Sam no había ganado su dinero por los medios más honrados y no era modelo de la más aceptable ética, un hombre particularmente puro, correcto, decente o un ciudadano honrado. No era totalmente malo, pero muy pocos hombres son totalmente malos.
Era su dureza la cualidad más apreciada. Era su dureza la de la clase de malvado fuerte al que el héroe debe respetar aunque sea a regañadientes. Había en él una poderosa veta de decencia y una rociada de leche de bondad humana. Ningún hombre es blanco o negro, ni tampoco puede ser una isla dentro de sí mismo.
Así como cada hombre es una parte del gran continente sociológico de la misma vida, así cada hombre es gris. Los que llevan una vida casi sin censura, son de un gris tan claro que a distancia podrían casi ser equivocadamente tomados por blancos.
Los que llevan vidas censurables están en el extremo opuesto de la balanza; son de un gris tan oscuro que pueden ser tomados por negros. Pero en el gris más oscuro hay una veta de blanco y en el más puro blanco hay una veta de negro.
Sam Charlton era de aquellos hombres que calan a medio camino aproximadamente entre los dos extremos, aplicaba su protección hasta que lastimaba, pero entonces no tenía miedo, un día más tarde metía mano en su cartera y daba generosamente en donde pensaba que hacia un poco de bien.
Pero no era de todas maneras un Robin Hood o un Dick Turpin. Ni siquiera su más bondadoso y bien dispuesto cronista podía haberlo blanqueado como si fuera uno de esos caballeros ladrones que roban al rico para alimentar a los pobres. Pero, decididamente, Sam Charlton estaba antes, era el primero, pero si quedaba alguna cosa, los pobres no lo pasaban mal...
Por otro lado, era igualmente seguro sostener que la mayor parte de sus actividades ayudaban a producir un margen creciente de pobres. Especialmente entre los comerciantes menos afortunados que se encontraban en su área.
Sam decidió que si el Zurg Ikzok le perseguía, sería una cosa muy buena encontrarle en campo abierto. Era una bestia grandota y Sam quería mucho espacio para maniobrar. Pensó que la defensa mejor era un buen y amplio espacio, para que tuviera un aviso bastante anticipado de la llegada de una cosa tan grande como un Zurg.
Un amplio aviso significaba tiempo para sacar su difusor energético de su bolsillo y descargar en donde al Zurg le sentara mejor.
Sam Charlton salió de la ciudad utilizando los medios más rápidos disponibles. El terreno en G 6, del sistema Arax, era adecuado para esa clase de maniobras. Se sentía como en su casa allí. El desierto interrumpido por las rugosas y purpúreas rocas, le dio una sensación de igualdad con el Zurg. Pero también conocía a Tom Davis bastante bien. Tom Davis no había sido un provocador, pero el Zurg, mató a Davis... Charlton a pesar de la falta de cabeza, no era un tonto para pensar que él era indestructible en lo que se refería al Zurg.
Erial gris y rocas purpúreas que hacían pensar a Sam Charlton en los dientes del dragón levantados en un prehistórico cementerio.
¡Tal vez no era buena idea encontrar al Zurg en campo abierto! Sabía bastante acerca de los Zurgs. ¿Cómo decía Johnny Denver que éste se llamaba? ¿Era Ikzok? El nombre individual no le dijo nada, pero en alguno de los tratos horribles que tuvo en el pasado, al encontrar a un Zurg supo que eran duros, salvajes y al mismo tiempo de una suavidad y dulzura como si fueran garras de acero calzadas en guantes de terciopelo. Puede ser que hubiera sido mejor encontrar al Zurg entre la amigable barahúnda de la ciudad. Quizás el Zurg podría maniobrar más rápidamente de lo que él podría hacerlo en campo abierto. Se supone que tenían una especie de quinto sentido, una habilidad para ver en la oscuridad, en una luz muy reducida. Charlton sacó el difusor enérgico de su bolsillo y se encaminó a la roca purpúrea más cercana que sobresalía en el paisaje. Había una oquedad en la roca, bastante profunda, ofreciendo protección en tres lados. La oscuridad aumentó. La vigilancia de Charlton no cesó ni por un momento. Estaba bastante seguro que el Zurg andaba cerca. En su imaginación casi podía oír la voz de ultratumba de Tom Davis diciéndole:
—Ten cuidado, Sam, ten cuidado, eso es lo que me cogió.
Había también otras cosas que Charlton había oído acerca de los Zurgs. Tenían una especie de poder mental dominador. ¿Y por que de repente había recordado esto? ¿Era debido a que algo, en lo más profundo de su subconsciencia, probaba de avisarle? Sintió un deseo casi invencible, un impulso terrible, de abandonar la seguridad de la cueva de la roca y correr, regresar a la ciudad. Luchó contra el impulso, pero vino de nuevo.
«¡Maldito sea!», pensó. Algo como un imán mental le sacaba de la roca...
Despacio, vacilante, andando como un zombi, con pasos espasmódicos, inciertos, salió de la oquedad de la roca, midiendo su camino paso a paso. Entonces, de arriba, de la oscuridad, saltó una cosa correosa de pies blandos, equina. Sam Charlton no podía perder tiempo. El difusor energético fue arrancado salvajemente de su mano de un coz. Probó valientemente, pero en vano, de agarrarse a la bestia que pesaba tres veces más que él y que era mucho más fuerte.
Cayó como un soldado de juguete que hubiese sido alcanzado por un fuerte chorro de agua.
Cayó y se quedó en el suelo y cuando el Zurg, finalmente, se incorporó, Charlton había exhalado su último suspiro.
El Zurg desapareció en la oscuridad y de vuelta a su hotel en H 5, Denver supo que algo iba seriamente mal. Estaba en contacto con el gran poder otra vez. con el infinito depósito mental que controlaba esta extraña organización de humanoides, Pralos, Zurgs, Garaks y Gishgilks, conocía también el mortífero peligro. Reezang, el Pralos, estaba irremediablemente atrapado en H 8, en el sistema Psi, a la merced del Zurg triunfante. Pero, peor que esto, su Gishgilk, Natash, estaba doblemente amenazado: si al Zurg se le antojara saltar a través del pliegue de G 6, en el sistema Arax, podría muy fácilmente oprimir el Gishgilk en F 4, en el sistema Arax también.
Es verdad que hasta cierto punto el Gishgilk estaba protegido por Mashtag, el Garak, pero estaba doblemente amenazado. Porque no sólo estaba en peligro de Ikzok, el Zurg. Ahora que la línea estaba despejada desde D 6, en el sistema Ranor de cuatro mundos, también estaba amenazado por el rival Garak, Riftag.
Denver era llevado por una nube, una nube mental, que parecía formada por el poder mental detrás de esta extraña asociación.
Podía presentir una especie de tensión galáctica en la mente del pensamiento poderoso. Las cosas, admitió, están lejos de ir bien. Tremayne estaba consiguiendo las cosas a su manera, demasiado bien para él.
Durante más de una hora Denver jugaba a cara o cruz con sus ideas y se metió de nuevo en la cama, buscando una solución, pero no había ninguna. Debe haberla, se dijo a sí mismo. Debe haber un camino para salir de esta situación. Debe de haber una solución. Precisamente tiene que haber una. Extrañas frases de viejos proverbios y pequeños pedazos de dichos folklóricos cruzaban rápidamente por su mente.
Para cada cosa mala debajo del Sol hay un remedio... Debe de haber un remedio... debe haber habido un remedio.
La solución existía. Si pudiera pensar en ella... Si pudiera encontrarla.
El radiófono sonó chillonamente; se levantó vacilante de la cama, preguntándose si las noticias serían buenas o malas.
No era una llamada do larga distancia, como al principio había supuesto. Había oído mal el timbre del teléfono. Viene de mucho más cerca de lo que pensó. Era del interior.
Era de Grenville Prince, el psicólogo.
—Tengo la solución —dijo Prince por el teléfono interior—. ¡Y es aún más fantástica de lo que pensé! ¡He encontrado la prueba final que estaba buscando! ¿Puedo venir y comunicarte parte del hallazgo?
—Naturalmente nada me gustaría más —contestó Johnny Denver.
Cinco minutos más tarde, Prince se había reunido con él, abriendo su cartera y mostrándole los antiguos documentos que apoyaban la increíble verdad que había descubierto.


CAPÍTULO X
LA CERRADURA DA VUELTAS

Prince se sentó en una de las confortables sillas antigravedad y colocó los papeles delante de él, en una agitada confusión que era totalmente rara para su correcto temperamento. Su corazón latía como un martinete de fragua. Tenía sudor frío en su cara. Pasaba sus fuertes dedos por su cabello grisáceo.
—Johnny —dijo cuando finalmente recobró su coherencia para hablar—. ¡Johnny, he hecho el descubrimiento del siglo! ¡Tal vez de cualquier siglo! ¡Qué repercusiones va a tener! ¡Solamente los dioses en el cielo lo saben!
Denver fue al bar y mezcló un fuerte Aleo para su amigo.
—No te había visto nunca así, Grenville —comentó Johnny—. ¿Qué es lo que no marcha?
—¿Qué es lo que no marcha? —Prince se desahogó con una seca, vacía carcajada—. ¡Rayos y centellas, qué es lo que no va dirás! Si yo de repente te dijera que las cosas no son lo que parecen y que ¡no sé cómo explicártelo! Dame unos minutos para que recobre mis sentidos... ¡Esto ha chocado contra mí como si fuera un bomba! ¡Me siento como si mi mundo hubiera explotado a mi alrededor! —Se tragó el Aleo y devolvió el vaso vacío.
—Es una buena mezcla, Johnny. Dame otro.
—Como quieras. —El sondeo de Denver entró curiosamente en la mente del psiquiatra. Regresó agitado.
Había tal confusión de miedo, horror y de pensamientos alborotados e indómitos, Johnny Denver no repitió el experimento. El pulso del psiquiatra estaba disparado.
La curiosidad consumía a Denver.
—¿Qué diablos es esto? —dijo abruptamente—. No puedo esperar por más tiempo. Tú me vuelves loco.
—Ven quiero saberlo. ¡Dime los hechos!
—Probaré empezando desde el principio —dijo el psiquiatra, recuperando el dominio de sí mismo al final—. Comenzaré por el principio... Tuve esta indómita, descabellada teoría, hace algunos días, cuando este extravagante asunto empezó, cuando tú viniste a verme con tu problema. He estado trabajando sobre este asunto, he estado investigando, no me preguntes dónde ni cómo, he estado sacudiendo la vida de cada museo y de cada librería en el sistema. He gastado una pequeña fortuna en llamadas a archivos y librerías, me he puesto en contacto con todos los grandes estudiantes de la antigüedad de la literatura prehistórica de la Tierra y... ¡lo he descubierto! Deja que abrevie y verás en qué lío te has metido. Hace innumerables miles de años, antiguamente, en la Tierra tenían un juego llamado ajedrez. Se jugaba en un tablero de 64 cuadros...
Johnny Denver le miraba y fríamente.
—Adelante —le dijo con suavidad, pues empezaba a comprender la terrible verdad.
—Este juego era muy popular y antiguo. En el tiempo en que la civilización del siglo veinte alcanzó su cumbre, era un juego reconocido internacionalmente como el más grande de todos los juegos de habilidad. Era un juego de pura habilidad. Cada jugador tenía dieciséis piezas. Te voy a describir cuidadosamente estas piezas. Mira, en este diagrama, hay ocho peones; formaban la primera fila, es decir, el frente. Cada peón podía moverse dos cuadros en su primer movimiento y en lo sucesivo un cuadro solamente. No podía ser movido a un cuadro que ya estuviera ocupado por una pieza de su mismo color. Podía moverse a un cuadro que estuviera ocupado por una pieza contraria cuando estaba en una posición para tomar esta pieza. Ahora bien, no podía tomar esta pieza directamente; podía ser «tomada» solamente en sentido diagonal.
»Sí, aunque ello era muy difícil, un peón llegaba a ocupar el lado opuesto del tablero, la primera fila del enemigo, entonces podía cambiar su peón por cualquiera otra pieza que el jugador deseara. Siempre lo cambiaba por una reina, o casi siempre. Las reinas eran las piezas más importantes del tablero. Pero voy a continuar explicándote el resto de las piezas.
»En cada rincón del tablero los jugadores tenían dos piezas llamadas «torres» o «castillos». Tengo ilustraciones de estas piezas aquí; mira, es como una miniatura de una torrecilla o torre. En alguno de los juegos primitivos se les representaba como los castillos que se ponían a lomos de elefantes, castillos que se empleaban en las guerras primitivas en los pasados tiempos prehistóricos, en la Tierra.
»Después de estos castillos habían los «caballos». El caballo podía moverse de una manera peculiar; avanzaba a un cuadro directamente y entonces diagonalmente a otro. Era la única pieza en el tablero que podía saltar. No importaba si una pieza propia u opuesta ocupaba el cuadro, siempre podía cruzar a condición de que el cuadro donde acaba su movimiento estuviera vacío o bien ocupado por una pieza del enemigo que él deseaba tomar.
»Después de los caballos venían los «alfiles»; originalmente eran llamados arqueros. El testimonio histórico tiene la tendencia de ser algo contradictorio; pero esto es aparte. Los alfiles podían moverse solamente en las diagonales de un lado a otro del tablero si era necesario. No había limitación sobre el número de cuadros en que podían moverse, siempre que no dieran la vuelta en un rincón y se mantuvieran dentro de sus propios colores. Si había un alfil en los cuadros negros y otro en los cuadros blancos, un alfil negro no podía moverse a los cuadros blancos y el blanco no podía moverse a los cuadros negros.
»Y ahora llegamos a la pieza más importante, al «rey»; él únicamente podía moverse a un cuadro en cualquier dirección y de su seguridad dependía el ganar o perder el juego. La reina era vital también. La reina podía moverse en cualquier número de cuadros en cualquiera dirección. Era la pieza luchadora más poderosa del tablero. Podía ir directamente a lo largo de los laterales, de los horizontales, de los verticales, de los diagonales... La única cosa que no podía hacer era competir con el movimiento de un caballo. Tenía la fuerza combinada de un alfil y de una torre o castillo.
Denver estudiaba los diagramas con atención, moviendo la cabeza. Todo esto encajaba fantásticamente con los sueños extraños que había tenido y con la rara sensación de tener algo detrás y controlando la organización de la cual él era parte integrante. Empezaba a ver la cosa con claridad por primera vez y la enormidad de la increíble verdad se desató sobre él como si fuera un huracán.
La voz tranquila, sin remordimientos, la voz del psiquiatra, continuó:
—Como te decía —añadió Prince, que había recobrado el completo dominio de sí mismo—. Todo encaja en este loco ejemplo; te he explicado cómo este prehistórico juego de la Tierra se jugaba. No me he detenido en detalles, pero lo esencial es que tú capturases el rey de tu rival, ocupando una posición desde donde puedas tomarlo en el próximo movimiento. Esta jugada se llamaba jaque al rey. Parece, según algunos libros de historia que yo he consultado para mí investigación, aunque la mayor parte de éstos eran manuscritos y fragmentos de manuscritos hechos jirones y de un valor inapreciable que tenían miles de años, esto venía de dos palabras persas. Persia fue uno de los países antiguos de la Tierra. La palabra persa para rey era «Sha», y la versión inglesa de «Shat mat» quiere decir «el rey está muerto». Comprenderás que el rey, aunque comparativamente sin poder, es al mismo tiempo la pieza más vital en el tablero, el objeto del ataque.
—¿Pero quiénes son los jugadores —preguntó Denver perplejo— si como tu sugieres nosotros somos las piezas?
—Oh, yo no soy —dijo el psiquiatra—. Yo no soy parte de tu organización. He estado ocupándome para saber quién está envuelto en este juego. Ven aquí, mira estos diagramas...
—¿Pero y los jugadores? ¿Quiénes son los jugadores?
—Oh, unos seres fantásticamente poderosos.
—¿Quieres decir una especie de seres sobrenaturales?
—No. No pienso que nada es sobrenatural —contestó el psiquiatra— excepto tal vez una gran realidad detrás del universo. Pienso que hay fuerzas cósmicas enormes, fuerzas cósmicas inteligentes, que se hallan tan por encima del Gishgilks como los Gishgilks están por encima de nosotros; pienso que estas cosas trascienden el Tiempo y el Espacio, pero no son dioses, porque no son particularmente buenos. Uno de los atributos esenciales de una divinidad debe ser la bondad completa y absoluta. La bondad absoluta no puede ser reconciliada con el uso de criaturas vivientes, como piezas en juego.
—¿Cuál es tu teoría, entonces? —inquirió Denver.
—Bien, es sólo una teoría —dijo Prince—, pero creo que encaja con los hechos tan cerca como cualquier cosa que no podrías jamás retener. En algún sitio, más allá del tiempo y del Espacio, mucho más grande que nosotros, más grande aún que los Gishgilk, aunque más, mucho más pequeño que el Dios universal, hay criaturas. Lo que son esas criaturas, los cielos lo saben; pero una de esas criaturas se sirve de ti como si fueras su rey, simplemente porque eres un telépata, para transmitir sus instrucciones al otro jugador. Puede ser que hay algo en tu mente de telépata, que no lo puede alcanzar y no puede alcanzar a los otros. Tú eres su Cuadro de Control, su Cuartel General Divisionario si tu quieres. La otra criatura se está sirviendo de Gus Tremayne, usando su organización como sus piezas... porque él es también un telépata.
—Comprendo —dijo Johnny Denver—. ¿Y que se sabe de lo pasado en la nave? ¿Qué ocurrió allí? En un momento estábamos a bordo de la «Silver Eagle» y un instante después ya no estábamos. Fuimos sacudidos, arrancados.
—En un minuto tú y los hombres estabais a bordo de la «Silver Eagle» al siguiente minuto ya estabais dispersos alrededor. Pero fue una dispersión casual. ¿Puedes imaginar que los sesenta y cuatro planetas del Sector ZG3/M2 corresponden a los cuadros del tablero del ajedrez? Ahora bien, los dos jugadores han colocado sus piezas en un orden especial. Cuando el ajedrez se jugaba en la Tierra, las piezas se guardaban en una cajita, se sacaban y se disponían... tanto si estas piezas querían ser arregladas o no.
—¿Y quieres decir que nosotros fuimos arrastrados por alguna fuerza cósmica y arrojados sobre los mundos en donde nos querían?
—Justamente de esta manera —convino el psiquiatra.
—Dios mío —dijo vacilante Denver—. Mientras esas fuerzas existan, la vida de un hombre no es su propia vida, no le pertenece.
—Es un pensamiento espantoso —aceptó el psiquiatra—. Quince Ambrose, tú sabes, era el peón de una torre; Roger Bennet era el peón de un caballo; Sam Charlton era el peón de un alfil. Ellos estaban en G 8, G 7 y G 6, respectivamente, Tom Davis estaba inmediatamente enfrente de ti; era el peón del rey. La pieza que de acuerdo con estos manuscritos se movía la primera, o casi siempre, o bien para empezar el juego y atacar o para abrir la defensa, era el peón del rey. Próximo a él, Urquhart Ericson, inmediatamente delante de Natash el Gishgilk, era el peón de la reina. Y el Gishgilk, el miembro más poderoso de tu organización, es la reina.
»Vernon Frisby, delante de Hertag, tu Garak en G 3, era el peón del alfil de tu reina, y Will Greer enfrente de Natak, tu Zurg, era el peón del caballo de tu reina. Xavier Harris que fue arrojado a G 1, inmediatamente delante de Samzang, el Pralos, era el peón de la torre de tu reina, o, como lo puedes describir el peón del castillo de tu reina. Esto nos muestra las mayores piezas del juego a favor de los humanoides. Samzang, el Pralos, es tu torre o castillo en el lado de la reina, en el cuadro H 1, o en este caso en nuestro sector galáctico, en el planeta H 1, en el sistema Phenon; arriba, en el otro extremo, Reezang el Pralos, en H 8, está la torre o castillo de tu rey. Los dos caballos son los dos Zurgs, Flerhboj y Natak. Mashtahg y Hertag, los dos Garaks de diferentes subespecies, son su alfil en los cuadros negros y tu alfil en los cuadros blancos; cada uno de ellos puede atravesar diferentes diagonales. Todo el complot es diabólicamente hábil. Los paralelos son tan cerca como es conveniente, perfectos. Piensa de nuevo; tienes a Natash, el Gishgilk; un Gishgilk puede moverse en un impulso más rápido que la luz, y puede, por lo tanto, igualar todo lo que un Pralos puede hacer. También dispone de teleportación y puede hacer lo mismo que un Garak. Una cosa que no puede hacer es emular los movimientos de un Zurg; así, pues, una reina puede igualar una torre y un alfil juntos, puede moverse ya en línea recta o diagonalmente. de la misma manera que un Gishgilk puede anular a un Garak y a un Pralos y es más fuerte que un Gishgilk y un Pralos combinados. Pero es incapaz de emular el extraño salto cuatridimensional de un Zurg, lo mismo que una reina en un tablero de ajedrez no puede imitar los movimientos de un caballo, aunque puede hacer casi todos los movimientos, compara el poder de las piezas en un tablero de ajedrez con el poder de seres sensibles en tu organización... tu ejército, tu partido, tu juego de piezas, llámalo como quieras, el paralelismo, la comparación, es absolutamente fantástica.
»Tienes ocho peones humanoides en un tablero de ajedrez; el peón no es particularmente poderoso, puede moverse un cuadro a la vez. aunque en el sitio adecuado puede hacer un daño considerable. Así, un peón en un tablero de ajedrez puede tomar una pieza mayor si esta pieza mayor es bastante tonta para ponerse en su camino. Así los hombres son peones perfectos en este galáctico juego de ajedrez. Ahora vamos a tomar la próxima pieza más fuerte. En el tablero al peón se le da el valor de 1. Algunas autoridades dan valores ligeramente diferentes, pero nosotros nos atendremos al sistema más sencillo de acuerdo con los fragmentos de antiguos manuscritos que he podido encontrar tratando sobre esta materia... y cuando te digo que ésta es una de las más oscuras investigaciones que yo jamás haya emprendido, pienso que empezarás a apreciar la magnitud de nuestro descubrimiento... Aparte de estas extrañas referencias, el ajedrez no es un juego olvidado. Humanoides o peones pueden viajar solamente en cohetes subvídicos, por lo tanto son todas las piezas más lentas del tablero y nosotros somos los más lentos viajeros de la galaxia.
—Esto tiene sentido —convino Denver—. Veo ahora el paralelismo.
—Los Zurgs... en nuestro partido tenemos a Flemboj y a Natak. Vamos a considerarlos. Ellos pueden saltar a través de la cuarta dimensión a una velocidad muy rápida pueden despistar la maniobra de un humanoide en cualquier momento, pero tampoco pueden cruzar el sector galáctico en un salto rápido. Ellos necesitan tres o cuatro saltos para atravesarlo, pues son comparativamente más listos que los Garaks. Los Garaks tienen un poder de teleportación, pero limitado a ciertos mundos. El alfil en el tablero de ajedrez es el equivalente del Garak en nuestro tablero de ajedrez galáctico. Lo mismo que el alfil está confinado a su diagonal en los cuadros de un color, así el Garak está confinado a viajar a lo largo de líneas diagonales, entre ciertos planetas solamente, dependiendo sobre las subespecies a las que pertenece. Así el Zurg es superior al humanoide como pieza de lucha y el Garak es ligeramente superior al Zurg. Tenemos, por lo tanto, una marca de un punto para los peones humanoides; dos puntos para los Zurgs o caballos; y dos puntos y un cuarto para los Garaks o alfiles. Y ahora llegamos a las piezas realmente más importantes. Los Pralos, con su marcha más rápida que la luz, son mucho más fuertes, y mucho más maniobrables que los Zurgs o los Garaks, aunque un Garak puede viajar tan rápidamente como un Pralos, lo mismo que un alfil está confinado a los cuadros de un color solamente en las diagonales. El castillo o torre puede cruzar cuadros de cualquier color.
—Comprendo —Denver movió la cabeza.
—Así, pues, hay una diferencia. El Pralos no está limitado de la misma manera que el Garak está limitado. Los Pralos con sus naves supervídicas son muy superiores a los Garaks; así, pues, ahora tenemos: peones humanoides, caballos Zurgs, Garaks alfiles y Pralos como torres. La pieza más importante de todas es la reina, el Gishgilk. Aunque se le llame reina, es de hecho el Comandante en Jefe del ejército, pues el juego de ajedrez es una batalla entre fuerzas opuestas. La reina puede moverse en cualquier dirección, siempre que no pruebe de saltar. En la vida real, aquí en la galaxia, un Gishgilk puede igualar la fuerza de un Pralos, moviéndose más rápido que la luz. Puede también igualar el poder de un Garak moviéndose con el poder de teleportación.
Denver se rascaba la cabeza.
—Increíble —suspiró—. El cuadro que presentas es de seres supremamente poderosos, que se han apoderado de Gus Tremayne y de mí porque somos telépatas; nos han hecho reyes contrarios en un partido de ajedrez que no hemos buscado y debemos emplear los equipos de nuestra asociación, en parte a nuestra discreción y en parte a la de ellos, para probar de derrotar al otro. Tú me dices que el único camino que tengo para poder detener esta horrible carnicería es atrapar a Gus Tremayne, para que no pueda moverse...
—O bien —dijo el psiquiatra— permitir a Gus Tremayne que te atrape a ti. Tienes un consuelo Johnny; de acuerdo con las reglas del juego, si estas inteligencias cósmicas juegan según las leyes de la antigua Tierra, tú no podrás ser atrapado.
—Esto es un pensamiento consolador —convino Johnny— pero no borra el hecho que muchos de mis amigos pueden ser matados fácilmente. ¿Ya sabes las intenciones del equipo de Gus Tremayne?
—Sí, he estado en contacto con Tremayne —dijo el psiquiatra— y él tiene una idea absolutamente idéntica a la tuya. Este Lomond, que es el causante de toda la molestia original, es el peón de su rey. También en sus equipos, en lo que atañe a los humanoides, tiene a Zeb Imvood, Alee Johnson, Ben Kelly, Eric McMorris, Fred Naughton, George Ormsby y Harry Philips. Tiene un Pralos llamado Tarfzang y a otro llamado Urzang. Sus Zurgs son nuestros amigos asesinos, Ikzok y otro personaje equino llamado Yarkan. Sus Garaks son Riftag y Guntag, respectivamente y su Gishgilk se llama Devinka. Este es el equipo de Tremayne... O así me lo parece, después de que he estado estudiando lo que sucedió. Tremayne comenzó todo esto; por lo tanto, cualquier ser extraño que esté detrás de él juega con las piezas blancas porque las piezas blancas siempre se mueven primero y comienzan el ataque. El trabajo de las negras es defenderse.
—Comprendo —dijo Denver de nuevo. La enormidad de la situación le fue impuesta aún más fuertemente, aun de una manera más convincente.
—¿Qué vamos a hacer, Grenville? —preguntó—. ¿Qué podemos hacer? No me gusta pensar que soy solamente una pieza, una pieza de juego en las manos de un poder mental cósmico gigantesco. ¡Quiero ser el capitán de mi alma, el maestro de mi destino una vez más!
—La única solución que veo para liberarte —contestó Grenville— es terminar el juego. He practicado alguna investigación, y pienso que tu única esperanza es probar y negociar un empate.
—¿Qué diablos es esto? —preguntó Denver.
—Un empate o tablas es una situación en un tablero de ajedrez en la que el rey no puede moverse sin que se ponga en posición de jaque y en donde otros movimientos no son posibles. Para conseguir esto, es claro que tendremos que trabajar con Tremayne, dado que si tú y Tremayne cooperáis es posible crear la situación de jaque.
—Muy bien. Entonces, si puedes hacer los arreglos necesarios, encontraré a Tremayne. Tenemos que parar este maldito juego antes de que ellos nos destruyan —afirmó Denver.
—Convenir —dijo el psiquiatra—. En alguno de los juegos que he leído con mucha frecuencia, hasta treinta piezas podían ser retiradas del tablero dejando sólo los dos reyes, oponiéndose el uno al otro; imagínate la carnicería: Pralos, Zurgs, Garaks y Gishgilks, todos muertos. Todos los humanoides, excepto tú y Tremayne. Es un cuadro bastante horrendo, ¿no es verdad? Cuanto más tardemos más probable es que ocurra. Lo que debemos hacer es sobrepasar la astucia de los genios cósmicos jugando su propio juego. Las mismas piezas ayudarán. Será como si el muñeco de un ventrílocuo empezara a contradecirle o como si una marioneta súbitamente se hubiese separado de sus cuerdas y se pusiera a bailar una pequeña danza independiente, ejecutándola de su propia y libre voluntad. Las piezas están jugando contra los jugadores de ajedrez.
—¿Quieres decir que eso sería así si conseguimos que Tremayne coopere?
—Tremayne no es un hombre excesivamente amable —convino Prince—, pero no es tonto. Tremayne es lo suficientemente inteligente para no desear destruir su propia organización, para aceptar divertir a alguna clase de dios cósmico...
Denver se interrumpió, diciendo:
—Has afirmado que este juego era conocido en la Tierra hace cientos de miles de años, en los tiempos primeros antes del gran movimiento colonial.
—Así lo prueban las viejas crónicas —contestó el psiquiatra—. ¿Qué hay en tu cabeza, Johnny?
—Varias cosas. ¿Piensas que esas inteligencias cósmicas originalmente podían haber vivido en la Tierra? —preguntó Denver.
—Este pensamiento pasó por mi mente —admitió Prince—, pero creo que fue al revés. El ajedrez es más que un juego; para los verdaderos entusiastas, aparentemente era una clase de vida; vivían casi para esto. Había profesionales que no hacían otra cosa; lo comían, lo dormían, lo respiraban, lo absorbían a través de los poros de su piel. Lo era todo para ellos. Para ellos vivir era ajedrez... y más ajedrez... y todavía más ajedrez. Sus cerebros se desarrollaban en 64 modelos de cuadros. Y no me sorprende.
—Puedo comprender, por lo poco que me has dicho, que debía tener una tremenda fascinación —dijo Denver.
—El ajedrez —afirmó el psiquiatra—, es un juego atractivo, tan absorbente que yo creo que a pesar de la inventiva de nuestros antepasados en la Tierra, no estuvo en su poder el inventarlo.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Denver incrédulamente.
—No hago una afirmación categórica —dijo el psiquiatra— pero mi teoría es que esos seres inoportunos que están ahora sirviéndose de ti y de tu organización y de Tremayne y de la suya, no aprendieron ajedrez de nuestros antepasados terrícolas, ¡ellos se lo enseñaron!
—Comprendo lo que quieres decir —dijo Denver—. Lo que has visto del juego es tan brillante y tan complicado que no fue invención de una mera mente humana. Se la dieron de fuera, del exterior.
—Sí, y se les puede haber dado de la manera que ahora se da de nuevo a esta generación —dijo Prince.
Denver se mordió los labios, pensativo.
—Esto tiene sentido —dijo lacónicamente—. Puede ser que estos superseres se sirvieran de hombres de la Tierra de diferentes fuerzas, en los tiempos prehistóricos, se sirvieran de reyes y de gobernadores, y de caballeros, para jugar una serie de juegos de ajedrez a través del tablero de la historia de la antigua Tierra.
—Exactamente esto —convino el psiquiatra—, y en alguna parte, de alguna manera, dieron con un telépata como tú, o como Tremayne, quizás una de las figuras legendarias, Nostradamus tal vez, o la Madre Shipton, o una de las llamadas «videntes» o uno de los profetas. Ese gran vidente, o profeta, o telépata analizó lo que estaba pasando. Comprendió que él y su pueblo eran usados como piezas de un juego y así fue como se conoció el ajedrez en la Tierra. Una vez conocido el juego, llegó a ser peligroso para que los dioses jugaran con él. Lo podían jugar solamente en donde no era conocido.
—Comprendo lo que quieres decir —respondió Denver—. La salvación de nuestro sector galáctico, descansa en extender el conocimiento del juego, de manera que los seres sensibles comprendieran lo que estaba pasando. Una vez conocido el juego, llega a ser increíblemente claro y simple lo que está ocurriendo. ¿Piensas que es simplemente mala suerte que nuestro sector ZG3/M2, esté montado de esta manera?
—Bien, creo que es una coincidencia increíble —contestó Prince— y es otra coincidencia que esos seres, en su impulso a través del Tiempo y del Espacio, la descubrieron, revelándose en su mente como un tablero ideal de ajedrez. En particular, cuando los paralelos entre Gishgilk y reinas humanoides, y peones, Pralos y torres, Garaks y alfiles, Zurgs y caballos llegaron a verse claro.
Denver movía la cabeza pensativamente.
—Así pues hay dos caminos de acción que debemos emprender ahora —dijo—. Primero debemos saber todo lo que podamos de este juego, y segundo debemos propagar su conocimiento; nuestro último objetivo debe ser terminar en tablas tan rápidamente como sea posible.
La mente brillante del psicólogo y la mente magnífica del telépata, se pusieron a trabajar con los diagramas que Prince había dibujado. Los pedazos de información que había recogido de antiguas y secretas fuentes fueron estudiados, hasta que comenzaron a tener un conocimiento práctico del ajedrez.
Durante cuarenta y ocho horas no hicieron nada más que estudiar los fragmentos...
—Lo más importante antes que podamos realmente analizar en serio el ajedrez —dijo el psiquiatra— es aprender estos apuntes de memoria. Cada cuadro en el tablero tiene un nombre. —Señaló otro diagrama que había dibujado— y esto es una de las cosas que encuentro más difícil de asimilar, porque en nuestro sector galáctico, en el enrejado del mapa, la nota está exactamente al revés de la anotación que generalmente se empleaba. En las antiguas anotaciones, las letras del alfabeto iban de izquierda a derecha, es decir, con H en el fondo en el rincón a mano izquierda y con H en el fondo en el rincón a mano derecha. Los números de los cuadros estaban arriba del tablero 1, 2, 3, 4 y así sucesivamente. En la referencia del enrejado nuestros extraños superseres que trascienden el Tiempo y el Espacio han colocado sus piezas arriba con las anotaciones en el enrejado inclinadas a noventa grados, de manera que los números se encuentran a lo largo en la base de los cuadros en vez de las letras. Estas letras sustituyen los números. La notación alternativa, y las más viejas en la Tierra, era el uso de los nombres de las piezas y después un número que iba de los extremos opuestos del tablero. Era siempre convencional emplear blanco en el fondo del diagrama y negro en la parte superior. De la manera que tenemos nuestro diagrama galaico montado, lo que llamamos H 8 podrá alternativamente ser conocido como A 1. No lo tienen solamente cabeza abajo: también lo tienen mal alrededor. Tienen blanco donde tenemos negro, tal vez lo hicieron deliberadamente para crear la confusión y los investigadores que conocieran alguna de las antiguas referencias sobre ajedrez. Con la pieza blanca en el fondo del tablero y recordando que somos negros, entonces las piezas de Tremayne empiezan en el cuadro A 1. uno de los seis mundos del sistema Berin. En el viejo sistema de la Tierra de numerar los cuadros. A 1 en el sistema Berin sería realmente 1 A; el próximo cuadro también en el sistema Berin que es A 2. en nuestra referencia sería 1 B. El cuadro que llamamos A 3 sería actualmente 1 C. El cuadro que llamamos A 4 sería actualmente 1 D y así sucesivamente. El cuadro que llamamos B 1, también en el sistema Berin de los seis mundos sería A 2. El cuadro que llamamos C 1 sería A 3 y así hasta el cuadro que llamamos H 1 en el sistema Phenon que sería realmente A 8.
La mente de Denver estaba confusa; era una mente magnífica; también, lo era la del psiquiatra, pero hay un límite, para las más preclaras mentes de los humanos, y también para la impresionante mente de los telépatas.
—Pienso que utilizaremos la otra anotación, la que tiene los cuadros nombrados según las piezas; así aquí tenemos blancas en el fondo; esto simplificará las cosas inmensamente. Ahora bien, el cuadro que llamamos A 1 que está en el campo de Gus Tremayne, es realmente el cuadro de la torre de la reina de las piezas blancas. El cuadro que llamamos A 2 está en el cuadro del caballo de la reina. El cuadro que llamamos A 3 es realmente el alfil del cuadro de la reina. El cuadro que llamamos A 4 está en el cuadro de la reina. El propio Gus que está en A 5, está actualmente en el cuadro del rey. En lo que se refiere a las piezas blancas, y a A 6, tenemos el alfil del rey; en A 7 el caballo del rey, y en A 8 la torre del rey, o la torre o el castillo del rey, llámalo como quieras. Ahora que tenemos las anotaciones hechas —dijo el psiquiatra— podemos empezar los movimientos en ambas anotaciones y ver si concuerdan. Primero podemos decir que las blancas van desde E 2 a E 4. Las piezas negras de E 7 a E 5, por lo tanto, en la otra anotación podría marcarse PK 4.
»Una vez terminadas las anotaciones básicas, las cosas empezarán a moverse muy deprisa.
El radiófono sonó estridentemente; Denver lo cogió. Un sexto sentido intuitivo le dijo, aun cuando estaba escuchando, quién era exactamente la voz que llegaba.
—Soy Gus Tremayne —dijo la voz—. ¿Es usted el señor Denver?
—Exactamente el hombre con el que deseo hablar —dijo Johnny—. Su amigo Grenville Prince está aquí.
—Quiero hablar con él y también con usted —dijo Tremayne—. Es acerca... es acerca... dijo vacilante.
—Ya sé de que se trata —contestó Denver—. Y creo que tenemos una respuesta a su problema.


CAPÍTULO XI
LA CONFERENCIA

Denver puso su mano sobre el transmisor del radiófono.
—Acabo de pensar en algo —dijo.
—Yo también —afirmó Prince—. No sé lo que habrás pensado acerca de esto. O si yo lo he pensado y tú lo has captado con esa sonda infernal telepática tuya...
—Esto no tiene importancia. Lo importante es saber lo que vamos a hacer. —Quitó su mano del transmisor—. Vuelvo dentro de un minuto —dijo.
—Muy bien —contestó Tremayne. La voz del gran Gus sonaba singularmente sumisa, estaba acostumbrado que le hicieran esperar, sin demostrar que esto le contrariaba o, por lo menos, expresar en voz alta su descontento. Se sentía humillado.
La mano de Johnny bloqueó de nuevo el transmisor.
—Grenville —dijo quedamente— los grandes poderes que están interviniendo en este juego, una vez se den cuenta de lo que perseguimos y sepan que estamos intentando terminarlo de acuerdo con nuestros intereses y no con los suyos, harán todo lo posible para impedírnoslo. Si celebramos esta conferencia con Tremayne, deberemos hacerlo con reserva y secreto.
—Dile que ibas a llamarle —sugirió el psicólogo—. Dile que sabes exactamente lo que pasa. Dile que es peligroso hablar por el momento, pero que le avisaremos en el instante en que hayamos encontrado la solución.
Denver envió el mensaje. La voz de Gus Tremayne parecía un poco desilusionada.
—Es muy urgente —dijo.
—¡Lo sé! —contestó Denver—. Es terriblemente urgente. Pero, créame, la seguridad es lo primero.
—Si usted quiere decir esto en el mismo sentido que yo —dijo Tremayne— no podría estar de acuerdo con usted.
—Usted recibirá noticias nuestras —prometió Denver. Y colgó.
—Tenemos que practicar algunos experimentos y ejecutarlos rápidamente —dijo Prince—. Cada minuto es vital. El tiempo que hemos empleado para encontrar el quid de este asunto de ajedrez era un tiempo que no podíamos permitirnos el lujo de perder; y sin embargo, era un tiempo que teníamos que perder. Aventurarnos a intervenir en un juego entre dos mentes maestras cuando nosotros no comprendíamos el juego, hubiera sido muy peligroso.
Johnny Denver inclinó la cabeza.
—¿Qué clase de experimento quieres hacer?
—Tengo que encontrar algo donde tu sonda no pueda penetrar —contestó el psiquiatra sorprendido.
—¿Por qué? —preguntó Johnny.
—Porque si vamos a hablar con Gus Tremayne, tenemos que hablar en secreto absoluto. De lo que nosotros estamos en contra es de un poder mental, ¿correcto?
—Correcto —convino Denver.
—Bien, entonces —contestó el psiquiatra— si vamos a conferenciar, tendremos que encontrar una protección que tu sonda telepática sea incapaz de penetrar; entonces sabremos que por lo menos tendremos un cincuenta por ciento de oportunidades de quedarnos fuera del alcance de esa gran trascendental criatura.
—¡Pero esta cosa es un millón de veces más poderosa que yo! —dijo el telépata—. El que tú hayas encontrado una protección para mi sonda, no quiere decir que hayas encontrado una protección contra esa criatura.
—Quizá —dijo el psiquiatra—, pero todo es cuestión de fuerza.
Johnny Denver ya lo había pensado. Podía ver a dónde iba su amigo. Si él pudiera crear alguna clase de protección a través de la cual la sonda no lograra operar, entonces tendría todo el material para impedir que una sonda más fuerte pudiera actuar. Denver probó de pensar en alguna circunstancia acaecida cuando fue incapaz, de aparecer como el Gran Místico. La única ocasión que ha podido recordar últimamente fue la sucedida a bordo de la «Silver Eagle» cuando él y los otros pasajeros fueron arrancados de la nave y puestos por los semidivinos jugadores de ajedrez en los planetas necesarios del enrejado galáctico. Fueron solamente las fuerzas de los jugadores de ajedrez superhumanos que habían oscurecido su poder telepático de lo que estaba completamente convencido. No parecía muy prometedor. No había ninguna dirección. Esta forma de pensar parecía haber desaparecido, quedando inmovilizada. Dio un profundo suspiro y se preparó un fuerte Aleo. Dio unos pasos alrededor de la habitación, exhalando humo y contemplando sus espirales subir lentamente.
Prince, levantando una ceja, le miraba burlonamente.
—¿Aún no tienes ideas, Johnny? —Denver tragó su Aleo, gargarizándolo de una forma vulgar.
—¡No! —dijo enigmáticamente— aún no tengo ideas, amigo mío. ¿Y tú? ¿Qué hay de ese super I. Q. tuyo? ¿Paralizado?
—Por el momento... sí, —convino el psiquiatra—. Ya encontraré algo...
Se pasearon por la habitación encerrados en una agonía de pensamiento silencioso. Y así pasaba el tiempo.
—El pensamiento tiene una longitud de onda —apuntó el psiquiatra.
—Tendríamos que armar alguna clase de distorsionador de ondas —contestó Denver.
—Esto es bastante lógico; si tú puedes estorbar una señal de radio, tú puedes estorbar una onda de pensamiento... —Llamó al departamento de servicio, y le mandaron un experto electrónico. Era bajo, gordo y calvo; miraba al mundo a través de unos lentes con una gruesa montura verde.
—Soy el experto electrónico que ha solicitado. ¿Qué puedo hacer por usted? —Parecía más bien un refugiado de un monasterio medieval. Tenía una clase de cara que parecía estar más en su ambiente estudiando libros de teología que chapuceando con radios complicados. Sin embargo, había una rápida e inteligente luz en sus ojos que dejaba sin efecto la inocente apariencia eclesiástica de su cara. Parecía algo así como un gnomo, pensó Denver. Pero cuando envió su sonda cuidadosamente, le sorprendió el poder de las reservas de memoria en la mente del pequeño hombre.
El ingeniero bajo y gordo les miró impaciente.
—¿Cómo se las arreglaría para detectar la frecuencia de longitudes de ondas hasta ahora incontroladas? —preguntó el psiquiatra.
—Esto parece un gran encargo, mister —Los ojos del pequeño parpadeaban—. Suena interesante —añadió.
—¿Cree que podría hacerlo?
—Si es una onda larga que pueda ser reconocida, y si viene de alguna parte entre frecuencias conocidas, calculo poder encontrarla. Precisamente hace poco estuve trabajando en un detector de onda larga. ¿Qué clase de onda larga quiere usted que encuentre?
—Queremos que encuentre la frecuencia del pensamiento humano. El pensamiento de un hombre en particular, probablemente de tres hombres. Cuando la encuentre, queremos que la interfiera.
—¿Ustedes quieren que yo haga daño a alguien? —murmuró el pequeño hombre muy alarmado.
—No deseamos que haga daño a nadie —dijo Denver—. Yo soy el que quiere que usted estorbe mis pensamientos.
—Puedo estropear su mente —susurró el pequeño ingeniero electrónico.
—No de la manera que le diremos que lo haga —dijo el psiquiatra. Y le explicó—. Queremos tener una conferencia en secreto; creemos que en alguna parte hay una mente trabajando contra nosotros y es tan poderosa que hasta puede captar nuestros pensamientos...
—¿Tiene un Zurg que le persigue? —preguntó el pequeño hombre muy nervioso. Era claramente uno de esos antiguos humanos inclinados a tener miedo de los Zurgs.
—Ojalá fuera solamente un Zurg —replicó Denver, mientras acariciaba el difusor energético que llevaba siempre en su bolsillo. No, amigo, esto es más que un Zurg.
—¿Un Garak? —suspiró el pequeño hombre, con sus ojos muy abiertos, Denver se reía, pero no era una risa descortés; era amable y educada. Al mismo tiempo, tenía un débil ribete de burla. Solamente una sospecha de burla.
—¡No, no es un Garak! —dijo.
—¿No habrá tenido jaleo con un Pralos?
—He tenido jaleos con muchos Pralos —contestó Denver—. Es peor que esto, amigo, mucho peor.
—Un Gishgilk —murmuró el pequeño hombre, como si fuera un piadoso y joven sacerdote pronunciando el nombre de alguna divinidad inspiradora de terror—. ¿Usted quiere ayuda contra un Gishgilk?
Denver echó una mirada a Grenville Prince.
—Hay cosas más poderosas que los Gishgilks —afirmó Prince, y esperó que el significado de la frase fuera comprendida por el ingeniero para profundizar más en el asunto.
—¿Más poderoso que los Gishgilks? —farfulló el pequeño hombre. Estaba visiblemente tembloroso.
—¡Más poderoso que los Gishgilks! —Prince repitió la frase despacio, dejando que cada sílaba se metiera en la mente del pequeño hombre, del temeroso ingeniero de electrónica—. Gishgilk, Pralos y Zurgs están en el jaleo, como también algunos Garaks. pero no están en contra nuestra... están con nosotros, es casi una guerra industrial. —Prince no sabía cómo explicarle más sin profundizar demasiado en el asunto ni comprometer al pequeño ingeniero electrónico; no era prudente hacerlo en aquel momento dio un profundo suspiro antes de continuar—; Quisiera que usted construya un distorsor de pensamientos para hombres que aceptan que dicho distorsor de pensamientos sea construido. Si no podemos guardar la discreción necesaria, una terrible cantidad de hombres y otras inteligencias sufrirán. —Miró al pequeño hombre como obligándole; lo mismo hizo Denver. El ingeniero los estudió durante unos minutos. Al principio le gustó lo que veía.
—De acuerdo, les tengo confianza —dijo—. No me parecen mala gente. Es mejor que vengan a mi taller; tengo mis herramientas allí.
Era sorprendente la cantidad de pequeñas cosas raras que tenía y todavía más extraño con la rapidez que podía trabajar.
Empezó ajustando los electrodos detectores en la cabeza de Denver. Finalmente, el ingeniero conectó su aparato y empezó marcando complicadas fórmulas en un bloque de notas. Tachó algunos símbolos y dividió y multiplicó otros.
Continuó probando varios complicados procesos.
—¡Lo tengo! —dijo finalmente—. Pruebe esto.
Allí sonaba un relincho muy agudo; el aire en el laboratorio parecía que vibraba. Denver sintió como si batieran un huevo en su mente, agitando su cerebro; sacudió su cabeza y palmoteo sus manos en sus orejas. El pequeño ingeniero aflojó su máquina, y el dolor y la molestia cesaron, pero Johnny no continuó siendo un telépata.
—¡Esto es! —y dio súbitamente un grito de satisfacción—. ¡Esto es! Lo he encontrado.
El ingeniero, satisfecho, se quitó sus gafas verdes y se frotó los ojos.
—Sabía que podríamos hacerlo —dijo muy excitado.
—¿A qué distancia puede operar esa cosa —preguntó Johnny.
—Solamente sobre una área muy pequeña. Es baja tensión —precisó el ingeniero.
—No importa —dijo Denver— marchará bien. Ahora déjeme que piense; podemos probar de conectar a G.T. allí...
El pequeño hombre miraba pensativo a uno y a otro.
—Puede que esto no me importe, ¿pero quién es G.T.?
—Como usted dice —contestó Denver— esto no le importa. Perdóneme, pero por su propio bien no puedo decirle nada, aparte del hecho de que sí puedo asegurarle, para tranquilizarle, que somos sinceros. Usted ayuda a la ley y al orden, amigo mío, usted ayuda no sólo a la humanidad, sino también a las razas inteligentes del sector galáctico.
El pequeño ingeniero parecía visiblemente hinchado por el orgullo.
Una llamada críptica a través del radiófono; vio a Gus Tremayne corriendo para tomar el próximo cohete.
Denver encontró a Tremayne en el puerto espacial y le previno para que no dijera ni pensara en nada.
Llamaron a un Helicab y voló rápido al laboratorio eléctrico del ingeniero y puso en marcha su electrodetector y Gus Tremayne parecía confuso y atemorizado.
—¿Qué es lo que has hecho Denver? —dijo—. No puedo pensar más...
—Oh no puedes pensar bastante —contestó Denver—. Lo que quiero decir, Gus, es que ya no eres un telépata.
—¿Es que esto es alguna trampa? —gruñó Tremayne.
—De ninguna manera —dijo el psiquiatra, al tiempo que pasaba por la puerta de salida de detrás del laboratorio.
—Le aseguro. Tremayne, que el señor Denver y yo somos sinceros. No tenemos más que sus intereses en el corazón.
—No sin olvidar sus propios intereses también —dijo Tremayne—. He corrido bastante para saber que uno sólo encuentra Santos en los libros de imágenes y en las lápidas talladas de los sepulcros. Los santos no se pasean por la galaxia.
—Creo que es usted exageradamente crítico y cínico —dijo el psiquiatra— pero ésta no es la razón por la que estamos aquí para discutir.
—Presumo que no, pero ¿con qué idea?
—Usted es un telépata, naturalmente —afirmó Prince. Lo dijo con tanta naturalidad como si hubiera dicho «¡hoy es miércoles» o «el equipo local ganó el partido».
Tremayne levantó sus cejas.
—No se desgañite —dijo.
—Pensé que usted era la clase de hombre que hubiera tenido un guarda de corps —dijo Denver al ocurrírsele la asociación de ideas.
—Gus Tremayne es su propio guarda de corps —dijo Gus—, usted no puede aspirar a ser tan grande a menos que sea lo suficiente grande para guardarse usted mismo. Tengo dos difusores energéticos, sin nombrar otros pequeños trucos que guardo en mi manga; puedo tirar y hacer blanco más deprisa que la mayor parte de los hombres. Puedo usar mis puños. ¿Qué puede preocuparme?
—Desventajas importantes —sugirió Denver más bien cínicamente.
—Me gustan las desventajas —dijo Tremayne— son grandes desventajas contra un hombre que está llegando a la cumbre, ¡pero las venzo!
—Sí, usted venció y ahora usted está luchando contra desventajas aún más grandes cada día para mantenerse en la cumbre —afirmó el psiquiatra.
—O.K., así ya no soy un telépata, usted ha conseguido apagarlo. Dígame como lo ha logrado.
Brevemente Denver y el psiquiatra se lo explicaron.
—Es así, ¿comprende? —concluyó Prince—. Johnny es un telépata también. Su sonda fue el medio que empleamos para desarrollar esta onda de interferencia. Funciona en una pequeña área, pero al menos funciona.
—Ciertamente —dijo Tremayne—. Me siento como un hombre ciego sin su perro guía. No me di cuenta de lo que significaba la telepatía para mí hasta que de pronto noté que había perdido esta facultad. Es como si uno tuviera la mitad del cerebro debajo del agua.
—Usted se acostumbrará a la pérdida en unos minutos —dijo Denver—. Después no lo notará.
—¿No es permanente, verdad? —preguntó Tremayne.
—Naturalmente no —dijo Denver.
—¡Esto es bueno! Y ahora bien, ¿qué utilidad tiene esta cosa?
—Estaba probando de decírselo —dijo el psiquiatra—. Con el distorsor en marcha nadie puede capturar sus pensamientos, lo mismo que usted no puede captar los de los otros. Esto no se refiere a una audiencia humana. Lo mismo usted que Denver, tenían la sensación de que se servían de ustedes, y así era; hay un par de seres conscientes, transcendentales...
—¿Usted quiere decir dioses? —preguntó Tremayne dudosamente.
—No, no quiero decir dioses, quiero decir cosas que se consideran ser menos que dioses, pero al mismo tiempo bastante más que cualquier criatura que hayamos encontrado alguna vez. Una especie de paso intermedio, si usted quiere, entre seres normales, sensibles, y dioses.
Tremayne movía la cabeza.
—Tuve la idea que tenía que capturarle, Denver.
—Yo tuve la misma idea referente a usted —contestó Johnny— usted era el hombre detrás de estas cosas. Usted era el hombre que tenía que capturar, pero escuche lo que el doctor Prince tiene que decir, señor Tremayne.
Gus se echó en una silla confortable y escuchó mientras Prince explicaba...
Tremayne estaba bastante impresionado, Grenville Prince estaba satisfecho; al principio dudó de su habilidad para convencer a Tremayne.
—¿Usted comprende? Para un empate es necesario inmovilizar solamente al rey; no debe que dar la posibilidad para que el rey haga un movimiento.
—¿Hay otra manera? —preguntó Gus.
—Podría haberla si uno de ustedes está conforme en perder.
—Bastante justo —dijo Tremayne—. Lo que deseo saber es ¿qué ocurre cuando usted pierde?
—Esto es lo que quiero saber también —dijo Johnny—. Puede ser que le libere a usted y a los nombres que están con usted en el juego.
—Veamos estos diagramas con los que usted ha trabajado —dijo Tremayne—. Puede ser que tengamos una idea.
Examinaron los diagramas del psiquiatra, con sus cálculos y representaciones.
—Lo que nosotros queremos realmente —dijo Tremayne, con su intuición positiva y dinámica— es hacer un modelo. Hacer algunas piezas... Hacer un tablero de ajedrez.
—¡Naturalmente! Fui un tonto al no pensar en esto. —Había material plástico y equipo para moldear en el taller del ingeniero, y el pequeño hombre no perdió el tiempo y se puso a trabajar para ayudarles.
—Aquí están las piezas y el diagrama está marcado en el banco —dijo Tremayne— y ¡por los cielos, muchacho!, mantén esa máquina funcionando —dijo al ingeniero—. Veamos cuál es la posición, explíqueme estas reglas una vez más.
Con la ayuda de los diagramas, el psiquiatra explicó las reglas.
—¿Usted dice que un empate es la única solución? No veo mucha probabilidad de que esto ocurra —dijo Tremayne— a menos que... ¡Mire! El juego ha cambiado un poco: no hay más que estos dos seres superiores jugando el uno contra el otro. ¡Las piezas trabajan ahora contra ellos! ¡Esto comienza a gustarme!
Había un tremendo poder en Tremayne. y Denver se encontró súbitamente sintiendo simpatía por Tremayne. No podía evitar admirar su poder.
—De todos modos, debemos tenerlo todo listo... —Se dirigió a Denver—. Siento mucho lo de sus dos amigos, Charlton y Davis. Le aseguro que no fui yo, que no quería que los matasen... Fue ese poder.
—Creo que no fue su culpa, ni culpa de su Zurg —dijo Johnny.
—Solamente espero que el distorsor sea efectivo —dijo el pequeño ingeniero, que comenzaba a ver como las cosas marchaban. Estaba temblando de nuevo.
—No te hagas mala sangre —dijo Tremayne—. Cuídate de que este distorsor funcione...
—Mire —dijo el psiquiatra— lo que tenemos que hacer es que regresen una u otra de las fuerzas a una posición en donde técnicamente, según las reglas del juego, no puedan moverse.
—Usted está en la posición más fuerte, por el momento —dijo Denver— siempre que termine en un empate de todos modos. No me importa retroceder, pues podemos hacerlo sin ninguna pérdida de vidas.
—Mi Zurg está en una posición de hacer mucho daño y calculo que tan pronto como yo salga de detrás del distorsor. recibiré instrucciones para que mi Zurg liquide o bien a su Pralos o a su Gishgilk.
—Exactamente —murmuró Denver.
—Es su movimiento —dijo Tremayne—. Debe encontrar alguna manera para embotellarse. Pienso que el Zurg puede ser la clave de la situación —y añadió— la cosa comienza a tener ahora un significado para mí. Si podemos embotellar sus fuerzas, calculo que podré hacer algo...
—¿Cómo lo hará? —inquirió Denver.
—Tengo una idea —dijo Tremayne—. ¿Tiene usted un radiófono aquí? ¿Y está al alcance de este distorsor?
—Podemos siempre cambiar de sitio el distorsor de manera que afecte el fono.
—Esto es lo que vamos a hacer —afirmó Tremayne y comenzó a mover piezas en el tablero para experimentar. Tan pronto como hubo empezado a moverlas, el ingeniero hizo los arreglos necesarios para sincronizar el transmisor con la frecuencia del radioteléfono, para que permitiera a Tremayne y a Denver contactar a sus propios hombres.
—Usted tiene que dar una respuesta a mi Zurg. ¿No lo ha hecho, Denver?
—Lo que se espera que haga yo es alejar del peligro inmediato a mi Gishgilk.
—Bastante justo.
—No creo que esto levantase las sospechas del gran poder si usted llamara a su Gishgilk para que regresara. Yo moveré el mío, volviéndolo a G 4. Los humanoides tendrán que ser bastante fáciles de perturbar, pero debemos perturbarles de tal forma que no puedan entenderse los unos con los otros, y además quiero atraparles de tal manera que no puedan liberar las piezas grandes que están detrás. Si yo pudiera mantener a sus hombres donde están, con los Pralos y Garaks detrás de ellos no podrían obligarles a hacer un movimiento...
—¿Cómo va usted a comenzar? —preguntó Denver.
—Pienso que traeré a Harry Philips, que en este momento está en B 1, en el sistema Berin —dijo Tremayne.
Llamó a Harry Philips en B 1.
—Harris, soy Gus; sal en el próximo cohete de donde estás y dirígete a D1 en el sistema Queen. ¿Está esto claro?
—Y en la otra anotación —sonrió el psiquiatra—. La Blanca está moviendo un peón a la torre de la reina 4.
—Ahora vamos a pensar acerca de su respuesta —dijo Tremayne mirando el tablero desde el lado de Denver—. Usted quiere hacer algo para que le abra el campo para sujetarle. ¿Cómo podemos hacer esto? Calculo que si usted corre a su Garak, Mashtag de G 5 a H 4, lo podrá conseguir.
—O.K., acertado —Denver fue al radiófono y llamó a Mashtag, el Garak, que se hallaba entonces en G 5.
—Te necesitan en H 4; piden que vuelvas —dijo deprisa. El psiquiatra estaba mirando el otro mapa, usando las anotaciones de la Tierra.
—El alfil del rey a la reina 1. —Sonrió—. ¡Hasta aquí muy bien!
—Yo voy a correr a Harry Philips otro cuadro —dijo Gus. Fue al radiófono otra vez—. Tan pronto como ese cohete te desembarque en D 1, vuela a E 1. ¿Lo comprendes, está claro?
—O.K., señor, se hará todo lo que usted diga.
—Ahora debo tener cuidado —dijo Johnny—. No puedo levantar sospechas si puedo evitarlo. Es necesario trabajar con la cabeza fría. La cosa comienza a parecerme un poco misteriosa; parece como si yo probara de suicidarme.
—Tengo mala cara yo mismo, pero no voy a perder más vidas —dijo Tremayne—. La única cosa que puedo hacer es bloquear mis peones adelantados.
—Es una idea —dijo Denver—. Hágalos subir contra mis hombres; entonces no se verán forzados a adelantarse más allá. Ellos simplemente no pueden avanzar; Urquhart Ericson está en E 4; si avanzo uno, a D 4, no podrá ir más allá, porque estará estrujado contra su hombre McMorris.
—Voy a traer a Harry Philips tan lejos como pueda venir a F 1. Esto le trae con fuerza contra su hombre Xavier Harris. en G 1.
—El peón blanco de la torre de la reina está ahora en la torre 6 —dijo el psiquiatra.
—Hay un peligro; que el poder que controla mi organización, esperara que yo envíe a Will Greer desde G 2... o el caballo de la reina 2 para tomar su hombre.
—No es necesario... si usted le adelanta uno, no podrá tomar.
—Pero ofrece la oportunidad a alguno de los otros para salirse, y esto no es conveniente.
—Esto empieza a tener un aspecto inverosímil; hemos perdido demasiadas oportunidades.
Hubo súbitamente un crujido y una lluvia de chispas cuando el distorsor cedió.
—¡Condenación! ¡Maldita sea! —dijo Denver—. ¿No lo puede percibir, Gus? Las cosas que nos empujan están sobre nosotros. ¡Ellos saben que les hemos perturbado!
—¡Qué Dios nos ampare! —dijo Tremayne— porque tengo una idea horrible, van a considerar que somos un estorbo. Y a menos que pensemos deprisa en algo nos van a borrar.


CAPÍTULO XII
LA SOLUCIÓN

La atmósfera vibraba con el poder oculto. El aire estaba cargado de puro terror. Gus Tremayne recobró sus sentidos primero.
—¡Ya lo tengo! —exclamó:
—Bien, no lo chilles, no hables en voz tan alta —dijo Denver—. Están aquí, ¿no los puedes sentir? Están escuchando nuestros pensamientos ahora que el distorsor se ha averiado.
—Debemos hacer funcionar este distorsor de nuevo.
—Dame unos minutos. ¡Pienso que tengo la respuesta! —gritó Tremayne.
—¿Qué es?
—No lo voy a decir —contestó Gus—. Estoy cerrando deliberadamente este rincón de mi mente; usted debería tener confianza en mí. Tal vez usted pueda conseguir apartar su atención de mí durante unos segundos —dijo.
Denver se hundió en la vieja silla antigravedad del laboratorio electrónico. Se sintió de nuevo en contacto con la mente infinita, pero ahora no era amable, amiga, cooperativa. Era colérica, y su cólera era cosa terrible... Miedo, como oleadas de dolor físico, sacudió el cuerpo de Denver. Fue como si el poder infinito sacudiera su mente, como un niño sacude un juguete que ya no le gusta.
En cualquier momento esperaba encontrarse mentalmente estrujado, fuera de la existencia; sin embargo mantenía el ánimo. Prince abrió su propia mente tan receptivamente como le fue posible y Denver envió su sonda en la senda de la memoria brillante del psiquiatra. Una especie de áncora física encontró en la mente juiciosa y racional de Prince, que ayudó a Denver...
La cólera de la sensibilidad trascendental empezó a menguar un poco. Estaba en contacto directo con Denver; no en palabras, pero estaba inspirándole ideas. Las inspiraba impulsiva, explosiva y extremadamente poderosas.
—¡Conoces! —dijo el poder—. ¡Comprendes!
—Sí —contestó con un destello—. Conozco y comprendo.
—¡No está bien! —El pensamiento de una poderosa negativa llegó muy fuerte, la cólera del trascendental ser surgió de nuevo. Denver se agarró a su sentido común como un hombre que al ahogarse cogiera una paja...
—¿Dónde está el otro? ¿La otra pieza de contacto?
—¿Quieres decir Tremayne? —Denver apenas si se dio cuenta de que estaba hablando en voz alta.
—Sí, Tremayne! —más cólera en la cosa, como un dios que le tenía agarrado mentalmente con fuerza.
—¡Eres un traidor, Denver! ¡Tú eres un traidor! ¡Estás trabajando con nuestros enemigos!
—No pedí estar de tu lado —contestó con un destello Denver, y ahora era su turno para estar colérico—. ¡No pedí ser una pieza en este maldito juego! No te dice nada a ti que estuviéramos matando a nuestros compañeros, a nuestras humanas criaturas.
Hubo un silencio para pensar de la parte de esa cosa sensible, como si estuviera asombrada por el pensamiento provocativo de repulsa que había recibido de este diminuto pigmeo, de este hombre cuya inteligencia era mucho más pequeña y débil que la suya propia.
Cuando contactó Denver de nuevo, había desaparecido la cólera.
—¿Te importa mucho? ¿Es de tu incumbencia que los otros mueran? Tú mismo no morirás, no es parte del juego.
—No tiene nada que ver conmigo, no se trata de mí solamente. Tengo amigos. ¡Dos de ellos ya han muerto!
—No pensé que fuera de tu incumbencia —contestó la criatura—. Me parece que con mi sabiduría hay todavía cosas que tengo que aprender.
—Hay mucho que debes aprender —dijo Denver con amargura. Y en la parte secreta de su mente, la parte cerrada, quería saber ¿qué diablos estaba haciendo Tremayne?
—¿Estará buscando una contestación en alguna parte? Debe encontrarla deprisa y debe ser simple, pero ¿Cuál es la respuesta?
De repente llegó un destello de energía, violento, de poderosa energía. Derribó a Tremayne, a Prince y a Denver arrojándoles indefensos a través de la habitación; cuando se levantaron de nuevo, apaleados y jadeantes, el terrible poder mental del intruso había desaparecido. Estaban solos.
—Lo he hecho —dijo Tremayne jubilosamente—. ¡Lo he hecho! —Y tenía razón.
—Se han ido —convino el psicólogo—. Estamos sanos y salvos. ¿Cómo diablos lo has hecho, Gus?
—Lo habíamos hecho sin darnos cuenta —explicó Tremayne—. Todo lo que tuve que hacer fue contactar mi poder mientras Denver contactaba el suyo.
Hizo una pausa y se quedó pensativo. Había venido aquí a este planeta; fue un movimiento ilegal. Dos reyes no pueden venir juntos... no pueden ocupar el mismo cuadro, no cumplimos con las reglas. El juego fue invalidado. Tuvieron que parar.
—Necesito una bebida —dijo Denver. Fueron al armario Aleo.
—A la salud del ajedrez —propuso Prince—. Siempre que se juegue en un tablero y con pequeñas piezas de madera...



EL DÍA DE AÑO NUEVO
H. Kuttner y C. L. Moore


Irene volvió el Día de Año Nuevo. Esto es una fecha olvidada por aquellos que nacieron antes de 1980, el día del calendario que va entre el fin del año que muere y el principio del nuevo, el día en donde uno se desahoga. Nueva York estaba en extremo brillante. Los radioanuncios me seguían sin parar. Y cuando me adentré en la pista de velocidad, me había olvidado de tomar los tapones para mis oídos...
La voz de Irene salió del pequeño enrejado redondo de encima del parabrisas. Es extraño lo claro que la oí, pese a todo el estrépito.
—Bill —decía la voz—. ¿Dónde estás, Bill?
Hace seis años que no oía aquella voz. Durante un instante todo ello desapareció y fue como si condujera en pleno silencio, no oí nada más que a Irene... Evité el choque por milímetros con un vehículo de la policía... y el ruido, la publicidad, el tumulto cobraron de nuevo realidad.
—Déjame entrar, Bill —dijo la pequeña voz de Irene en la rejilla. Durante un segundo creí casi poderlo hacer. Su voz parecía tan precisa, tan clara, que pensé estirar la mano, abrir la rejilla y tomarla, minúscula y perfecta, en la palma de mi diestra, plantada sobre sus altos tacones que me harían cosquillas en la piel, quizá se me clavaría como diminutas agujas. El Día de Año Nuevo debía ser así. Todo es maravilloso.
Me reanimé.
—Buenos días. Irene —mi voz sonó perfectamente tranquila—. Estoy en camino hacia la casa. Llegaré dentro de un cuarto de hora: el portero te dejará entrar.
—Te esperaré, Bill —contestó la voz tan clara.
Luego escuché el cric lejano del micrófono de la puerta de mi apartamento y de nuevo me encontré solo entre el tráfico; experimentaba una impresión extraña, tenía miedo, no estaba seguro de desear verla, pero automáticamente me coloqué en la pista de velocidad para llegar más pronto a mi casa.
Nueva York brilla todo el año. El Día de Año Nuevo, el ritmo dobla de intensidad. Cada uno está animado, busca pasar una buena jornada, gastar el mayor dinero posible. Las publicidades se convierten en enloquecedoras. Hacían temblar la atmósfera. Una vez o dos la pista cruzó por un barrio equipado con micros especiales de desamplificadores para recoger el sonido y después enviarlo con reacciones lo bastante desfasadas para crear el silencio. Habían algunos pasajes parecidos, en donde, después de tanto ruido, se conducía como en un sueño, pero que después de estos instantes de paz, una voz acariciante decía cada minuto:
—Este silencio se lo ofrece Hogares Paraíso. Freddi Lester al micrófono.
Ignoro si existe Freddi Lester. Quizá sea una creación cinematográfica. Quizás no exista. Resulta ciertamente demasiado perfecto para ser real. Una cantidad inmensa de hombres se quitan ahora los cabellos y los llevan con rizos en la frente, como Freddi. He visto su cara de tres metros de altura, resbalar por el flanco de los inmuebles en un círculo de luz. aplicarse a todas las formas y he visto a las mujeres levantar el brazo para tocarla, como si esa imagen fuese real.
—Desayune con Freddi. Aprenda hipnotismo durmiendo... con la voz de Freddi. Invierta su dinero en los Hogares Paraíso... —sin embargo... La pista salió de la zona silenciosa, el estrépito y los rugidos de Manhattan me abrumaron de nuevo. ¡COMPRE... COMPRE. COMPRE! Repetido sin cesar por la luz, el sonido, el ritmo, un millón de maneras distintas.

Ella se levantó cuando entré. No dijo nada. Apareció peinada de modo distinto y su maquillaje había cambiado, pero la habría reconocido en cualquier parte, en la niebla, en la oscuridad más completa y con los ojos cerrados. Y vi que, después de todo, los años la habían quizá transformado un poco y dudé en segundo, retenido por el miedo. Me acordaba que casi después de nuestro divorcio una mujer me llamo por video; se parecía perfectamente a Irene. Quería venderme un seguro contra la publicidad.
Pero hoy, en esta fecha que no existe realmente, esto no tenía importancia. Sólo las ventas al contado son reales el día de Año Nuevo, pero eso no significa mucho para Irene. Puede que jamás se haya percatado del principio que yo soy real. No simplemente admitirlo, sino considerarlo. Irene es un producto de su mundo y, seguro, yo también.
—La conversación va a ser difícil de iniciarse —dije.
—¿Es qué cuenta el día de hoy? —me preguntó.
—Quizá —contesté. Preparé el servidor automático—: ¿Qué es lo que bebes?
—Siete, doce, Ge —me dijo y compuso los números en el cuadrante. Salió un líquido rosa. Yo marqué para mí mismo el número del whisky escocés con soda.
—¿Dónde estuviste? —le pregunté—. ¿Feliz?
—Estuve... en cualquier parte. Me parece que he aprendido varias cosas. Sí. Feliz. ¿Y tú, eres feliz?
—Oh, sí, feliz como la alondra. Feliz como Freddi Lester.
Ella sonrió ligeramente y bebió unos sorbos del combinado rosa.
—Tenías celos de Jerome Foret cuando él tenía la fama de Lester —dijo—. Llevabas la doble raya de Foret en los cabellos, ¿te acuerdas?
—He hecho progresos. ¡Te das cuenta! Nada de tintes, nada de bucles. No imito a nadie en la actualidad. También tú estabas celosa. Creo que llevas un peinado a lo Niobé Gai.
Se encogió de hombros.
—Eso era más fácil que discutir con el peluquero. Quizá me imaginé que te gustaría... ¿Es así?
—Sobre todo, me gusta. Trato de no mirar nunca a Niobé Gai. O a Freddi Lester.
—Sus mismos nombres son horribles, ¿verdad?
Mostré mi sorpresa.
—Has cambiado —dije—. ¿Dónde estuviste?
No me miró. Después de un principio estábamos a unos tres metros el uno del otro, cada cual algo temeroso en presencia de su interlocutor. Ella miró por la ventana y dijo:
—Bill, los últimos cinco años he vivido en el Paraíso.
Durante un momento no me moví. Por último, alcé el vaso y bebí. No la miré en seguida. Ahora sabía porque parecía diferente. Había visto ya mujeres que vivieron en el Paraíso.
—¿Expulsada? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—Cinco años fueron suficientes. Tuve una sobredosis de lo que quería. El... máximo. Me he dado cuenta de que me equivoqué, Bill. Eso no era lo que buscaba.
—Todo lo que conozco del Paraíso —repuso—, es su publicidad. Sin embargo, no creí que eso influenciase.
—Siempre fuiste más fuerte que yo, Bill —contestó con humildad—. Ahora lo sé también. Pero eso me parecía casi imposible.
—Nada es fácil. Los verdaderos problemas no quedan resueltos contratando a alguien para que haga el trabajo.
—Lo sé ahora. Supongo que he madurado un poco. Pero resulta duro. Una se siente completamente acondicionada a nuestra época.
—¿Cómo creías que otras personas siguieran con vida? —le pregunté—. La demanda general está cayendo siempre y la producción ha bajado aún más anteayer, con seguridad. Debimos, unos y otros, soportar nuestro lavado de cerebro recíproco para continuar viviendo. Es preciso que exista una publicidad poderosa para hacer dinero. ¡Y, caramba, hace falta el dinero! Yo no tengo más que el que gasto, eso es todo.
—¿De veras?... ¿Vives bien? —preguntó Irene dudando.
—¿Es una oferta o una petición?
—¡Oh, una oferta! —contestó—. Yo tengo lo que necesito.
—El Paraíso no son muy buen mercado.
—Compré acciones de la Corporación de los Servicios Lunares hace cinco años; por lo tanto, ahora soy rica, bastante rica.
—Mejor. Yo también tengo lo preciso, gracias. Puede que haya gastado mucho en seguros para protección contra la publicidad. Las primas son caras, pero valen la pena. Puedo, de momento, pasar por Times Square sin sufrir de la publicidad de los cigarrillos Dubon-Lajoie.
—En los paraísos, no se admite ninguna publicidad —dijo ella.
—No lo creo. Existe ahora un procedimiento ultrasónico que puede atravesar los muros e inculcar palabras hipnóticas durante el sueño. Así mismo los tapones para los oídos nada pueden. Esto funciona por conductividad ósea.
—Cuando uno vive en los Paraísos, está protegido.
—No lo estás en este momento —dije—. ¿Por qué abandonaste tu claustro?
—Quizá haya madurado.
—¿Quizá?
—Bill —dijo—. Bill... ¿te has vuelto a casar.
No contesté, porque algo golpeaba la ventana; era una pequeña imitación de pájaro que volaba y trataba de penetrar por el cristal. Tenía una especie de diafragma y una ventosa en el pico. Debía ser un transmisor de ondas cortas, puesto que súbitamente una voz limpia, muy masculina, nos dijo:
—...Tienen ustedes que probar los pasteles Ibis Cuit, tienen ustedes... —En este momento la ventana se paralizó automáticamente y lanzó al espacio el publipájaro.
—No —dije entonces—. No me he vuelto a casar, Irene. —La miré un instante—. ¿Vienes a la terraza?
La puerta giró, nos dejó pasar y los aparatos de seguridad nos desconectaron. Se tratan de ingenios costosos, pero quedan incluidos en mis primas de seguros.
Aquí todo estaba en calma. Los micros especiales absorbían los gritos de la ciudad que ululaban sus anuncios al cielo y los neutralizaba con un silencio absoluto. El aparato de ultrasónicos agitaba el aire y los luminosos publicitarios de Nueva York se nublaban en una cascada de colores fundidos sin significado.
—¿Qué hay, Irene? —pregunté.
—Esto —contestó y pasando sus brazos en torno a mi cuello, me abrazó.
Al cabo de unos momentos, retrocedió.
—¿Qué te pasa, Irene? —pregunté por segunda vez.
—¿No te queda nada, Bill? —preguntó dulcemente—. ¿Nada en absoluto?
—No lo sé —contesté—. Dios mío, no lo sé. Tengo miedo de saberlo —miedo, era la palabra. No podía estar seguro. Vivimos en un mundo dedicado al comercio y, ¿cómo podríamos saber lo que es real, actualmente? De pronto pasé la mano por el interruptor y detuve los aparatos de seguridad.
Al instante los colores fundidos se reagruparon en signos violentos de luz, tan vivos de día como de noche. COMA, COMA, BEBA, GOCE, DUERMA, decían las letras de fuego, destallando en el silencio durante algunos segundos antes de que se extinguiese la barrera sónica y que las llamadas resultasen audibles.

¡COMA, BEBA, GOCE, DUERMA!
¡COMA, BEBA, GOCE, DUERMA!
¡SEA HERMOSO!
¡GOCE DE BUENA SALUD!
¡SEA ADMIRADO, SEA UN JEFE, SEA RICO, ENVIDIADO, CÉLEBRE!
¡DUBON LAJOIE! ¡IBIS CUIT! ¡UVAS DE MARTE!
¡VITEVITEVITEVITEVITEVITE!
¡NIOBÉ GAI DIJO... FREDDI LESTER PRESENTA...!
¡LOS HOGARES PARAÍSO ASEGURAN EL BIENESTAR!
¡COMA, GOCE, DUERMA! ¡COMA, BEBA, GOCE, COMPRE, COMPRE!

No me di cuenta de que Irene estaba a punto de gritar hasta que percibí que me sacudía; vi su rostro blanco emerger del torbellino agitado, atrayente, hipnótico, de colores, de superpublicidad concebida por los mejores psicólogos del mundo, para forzar la mente de todos y extraer de la gente hasta el último centavo... porque no había bastante efectivo en circulación.
Con la mano volví a conectar los dispositivos de seguridad. Con la otra cogí la de Irene. Los dos estábamos un poco atontados. La publicidad no es, de hecho, tan abrumadora como parece. Lo único es que no resulta recomendable dejar que golpee de súbito, puesto que uno se encuentra en pleno desequilibrio emotivo. Los anuncios se basan en las emociones, encuentran los puntos débiles, despiertan las emociones primordiales.
—Todo va bien. Todo mejora. Mira. He conectado los dispositivos de seguridad. Esos sucios trucos no pueden entrar aquí. Sólo cuando se goza resulta tan terrible, puesto que entonces uno no sabe como protegerse: resulta acondicionado. Deja de llorar, Irene. Entremos.
Marqué de nuevo el número de nuestras bebidas. Ella siguió llorando y yo continué hablando.
—Es este consagrado acondicionamiento —dije—. Te aporrea la cabeza desde que uno tiene poder para saber lo que significan las palabras. Películas, TV, revistas, libros hablantes, todos los medios conocidos de expresión. Sólo pretenden una sola cosa...: ¡Hacerte comprar! Llegan en oleadas, crean deseos y angustias artificiales hasta que no sabes distinguir lo verdadero de lo falso. Nada en verdad... ni siquiera tu aliento. Ella se siente mal; utilice entonces las Píldoras Super Ultra con clorofila. ¡Buen Dios, Irene!, ya sé porque eso no resultó entre nosotros.
—¿Por qué? —preguntó con una voz ahogada por su pañuelo.
—Creías que yo era Freddi Lester. Yo quizá pensé que eras Niobé Gai. Nada de personajes reales, comprendo y actuando sin parar. Nada extraña que los matrimonios no triunfen en nuestros días. ¿Crees que yo no he deseado que la cosa fuese distinta?
Me sentía mejor. Ocurre siempre cuando uno se desahoga. Aguardé a que dejase de llorar. Me miró por encima del pañuelo.
—¿Nada de Niobé Gai? —me preguntó.
—Al diablo con Niobé Gai.
—¿Y no me hablarás de Freddi Lester?
—¿Y por qué iba a hacerlo? No es más que una imagen como la de Niobé Gai. Supongo que lo mismo ocurre en los Paraísos.
Ella me dirigió una mirada curiosa, siempre por encima del pañuelo.
—La última vez —le recordé—, te dije cosas muy románticas. Esta vez...
—¿Sí?
—¿Quieres casarte conmigo, Irene?
—Sí, Bill —contestó.
Así, un minuto después de media noche del Día de Año Nuevo, nos casamos. Ella quería esperar a que el año siguiente iniciase verdaderamente. El Día de Año Nuevo, afirmaba, era demasiado artificial, no resultaba real. Me sentí feliz al oírle hablar de esa manera. Con el tiempo, era una cosa que ella había ignorado.
Poco después de la ceremonia, contratamos la barrera completa al caer sobre la publicidad directa que se dirigía contra nosotros, puesto que los espías habían informado de nuestro matrimonio. La ceremonia había sido interrumpida dos veces por anuncios especiales destinados a los recién casados.
Estábamos, pues, aislados en la calma y en la seguridad de un apartamento neoyorquino. Fuera, las irrealidades brillaban y bramaban, se sobrepasaban mutuamente en promesas de celebridad y de fortuna para cada cual. Todos podían hacerse ricos, más ricos que el vecino. Todos podían hacerse bellos, oler mejor, vivir más tiempo que los demás. Nosotros dos, solos, éramos reales, protegidos por nuestro oasis de silencio.
Hicimos proyectos aquella noche, muy vagos. Con pequeña guerra que se desarrollaba por todo el globo, no podíamos ir a ningún lugar seguro. La Luna es una pequeña colonia penitenciaria, el gobierno mantiene un anillo de hierro en torno a Marte y Venus. Rusia está en trance de transformarse penosamente, pasando de una dictadura política y económica a una sociedad semibudista. Sólo en África, donde tuvieron lugar las grandes experiencias de control meteorológico poseen algo de paz, aunque la esclavitud siga siendo siempre una fuente de disgustos.
Evidentemente, no queda nada de tierra arable. Nuestros proyectos se referían vagamente a comprar el equipo necesario y criar un buen terreno, una unidad casi hidropónica que se mantenía por sí sola, para huir de los centros urbanos y de toda la publicidad. Yo creo que todo esto quizá era muy poco realista.

Al día siguiente, por la mañana, al despertar, el sol se extendía en largas bandas paralelas sobre la cama e Irene no estaba allí.
No tenía ningún mensaje en el magnetofón. Aguardé hasta casi medio día. Me decidí, incluso, a desconectar la barrera, pensando que quizás ella quisiese ponerse en contacto conmigo, pero en seguida la volví a conectar para cortar de raíz el diluvio de anuncios destinados a los recién casados. Aquella mañana casi me vuelvo loco. No podía imaginarme lo que pasaba. Me di cuenta de todos los individuos que vinieron a llamar a la puerta, pero el micro apagado, la pantalla de cristal especial nunca me llegó a mostrar la cara de Irene y fueron un centenar los rostros que aparecieron durante la mañana; bebí café en tanta cantidad, que ya empezaba a tener la garganta irritada después de la décima taza y llegué hasta sentir náuseas.
Por último, me dirigí a una oficina de Investigación. No me gustaba del todo. Después de nuestro pequeño oasis de silencio, de calor y de paz de la noche pasada, me resulta penoso lanzar tras ella los sabuesos, particularmente deseando se encontrase siempre fuera de los torbellinos, los torrentes de anuncios y el estruendo que producía Manhattan.
Una hora más tarde, la oficina de Investigación me dijo dónde estaba. No podía creerlo; durante un segundo me pareció de nuevo que todo se hacía invisible y silencioso a mi alrededor y que me encontraba en el centro de una completa barrera individual, aislándome de esta vida demasiado estruendosa para poder soportarla.
Acabé por no entender el final de una frase que venía por la pantalla.
—¿Qué dice? —pregunté.
El hombre la repitió. Le contesté que no le creía. Después le pedí que me excusase. Apagué el aparato y marqué el número de mi banco. El informe era absolutamente exacto; mi saldo ahora era de cero. Por la mañana, mientras daba felizmente un centenar de paseos por la casa, mi joven esposa había retirado ochenta mil dólares de mi cuenta. Actualmente, el dólar no vale mucho, seguro, pero eso representaba mis economías de un largo período y era cuanto poseía.
—Hemos comprobado la firma, evidentemente —me dijo el representante de la banca—. Pero era perfectamente legal. Se trataba de su esposa, puesto que el matrimonio tuvo lugar un minuto después del día de año nuevo. La anulación de los contratos celebrados en dicha fecha no podía aplicarse.
—¿Y por qué no lo comprobaban conmigo?
—Es que era perfectamente legal —replicó el individuo con firmeza—. El cheque por la totalidad estaba en regla, deduciendo el montante normal de las comisiones y no nos quedó más remedio que aceptarlo.
Seguro. El cheque. Me había olvidado de eso. Naturalmente, la banca no había querido comprobarlo conmigo. Y nada podía hacer yo.
—Muy bien —dije—. Gracias.
—Si podemos serles útiles en alguna manera...
Siguió suave el anuncio comercial de la banca, en colores, que también apagué. Era inútil lanzar sobre mí su publicidad.
Me puse los tapones en los oídos y gané el nivel de la Tercera Calle. Allí la acera móvil me propulsó a través de la ciudad hasta la oficina de los Paraísos. Los Hogares Paraíso se hunden principalmente bajo tierra, pero sus oficinas se parecen a una catedral y el silencio es allí tan profundo que me quité los tapones auriculares. Las lámparas se hallaban espaciadas y eran azules, y las vidrieras me hicieron pensar en una capilla funeraria.
Debía ver a uno de los principales agentes antes de explicar mis deliberadas intenciones. Creo que es preciso tener en cuenta la amplitud del establecimiento, pero al mismo tiempo que la persona con quien me iba a entrevistar, apareció con una luz, un brillo en sus ojos y decidió servirme antes que presentarme su argumentación de venta.
—Seguro —dijo—. Me siento muy feliz de serle útil. Venga por aquí, el señor Field se ocupara de usted.
Me dejó en la puerta del ascensor descendente. Bajé algunos centenares de metros y salí a un corredor cálido, luminoso, en donde me aguardaba un hombretón amable, de rostro purpúreo, envuelto en las sombras completas. Tenía una voz muy cordial.
—Los Paraísos se sienten siempre felices de servir a la gente —runruneó—. Sabemos lo difícil que es adaptarse a esta época de jaleos. Creamos una adaptación óptima hacia la felicidad. Déjeme tratar de ayudarle y le sorprenderá al ver que sus problemas pueden quedar resueltos más fácilmente de lo que usted cree.
—Sé que pueden hacerlo —repuse—. ¿Dónde está mi mujer?
—Sígame —contestó y abrió la marcha a lo largo del pasillo. Había puertas a cada lado; algunas con plaquitas de metal demasiado pequeñas para ser leídas a cierta distancia. Por último, llegamos a una puerta abierta. La oscuridad reinaba en el interior.
—Pase —dijo el señor Field. Y su manaza cálida me empujo dulcemente, para que cruzase el umbral. Una luz atomizada apareció y vi un apartamento bastante pobre, con algunos muebles de serie. Era incoloro y sin carácter, como un hotel, pero de ínfima categoría—. El cuarto de baño —dijo el señor Field abriendo otra puerta.
—Muy bonito —contesté sin mirarlo—. En realidad, en el asunto de mi mujer...
—Observará usted —continuó el señor Field imperturbable—, que hay una cama en la pared. Este botón —hizo la demostración—. Y este otro botón la retira. Las sábanas de plástico duran eternamente. Una vez al día, un fluido detergente pasa por las cavidades de todos los lechos de los Hogares y por la noche tiene usted la cama adecuadamente hecha. Encontrará eso muy agradable.
—Estoy seguro.
—No le molestará el servicio —continuó el señor Field—. Campos de fuerza magnética hacen la cama. Los electroimanes...
—Eso poco me importa —dije mientras que le veía dispuesto a tocar un botón—. Pierde el tiempo. ¿Me va a llevar a dónde está mi mujer?
—Protegemos a nuestros clientes —contestó alzando las cejas—. Primero, tengo que explicarle cómo funcionan los Hogares Paraíso. Si me concede su paciencia, estoy seguro de que comprenderá porque es preferible...
Reflexioné. Aquella habitación me deprimía. Me sentí aturdido e incrédulo. Era difícil creer que en aquella celda mísera residía un paraíso, pero, para ser franco, en aquel día nada me parecía real. Probablemente estaba soñándolo todo. Lo pensé nada más oír la voz de Irene viniéndome precisa y clara por el altavoz del vehículo, pidiéndome que le abriese.
Había parecido tan transformada, tan contrita, tan madura, tan diferente, que Irene ya era responsable, de la que me separé seis años antes. Pensé que en aquella ocasión sería distinta. Que el Día de Año Nuevo, por alguna especie de magia, nos daría una segunda oportunidad, en esta jornada fuera del calendario donde podía producirse lo imposible. Jamás creí que...
—Y aquí —dijo el señor Field sacando del muro una larga tubería flexible—. Aquí podrá usted fumar. Le podemos elegir la marca que usted desee. Estamos bien equipados para proporcionarle... ejem... ejem... calidades extranjeras, si así lo desea. Estos tubos están instalados en cada pared a intervalos de un metro y medio; también se encuentran en el cuarto de baño. Esto que todo lo que hay en esta sala es incombustible —dijo con una sonrisa amable—, el ocupante no lo es, ni tampoco inmune a cualquier herida. Por eso hemos procurado que nadie pueda lastimarse en un Paraíso.
—¿Y si cae de la cama?
—El suelo es elástico.
—Como el de un caravan remolcable —añadí. El señor Field sonrió, sacudiendo la cabeza.
—Estas ideas no le pasaran más por el espíritu una vez se haya unido a nuestro grupo de felices inquilinos —reafirmó—. Los Paraísos aseguran el bienestar. Bueno —tendió la mano grasosa hacia el muro—. Esta hendidura es el tubo de los alimentos. Toda la comida que usted pida, le llegan por conducto neumático. También puede escoger alimentos líquidos —señaló una serie de tintas colocadas sobre cinco débiles tubos.
—Muy bien —dije—. ¿Es eso todo?
—¡Oh, no! —pasó la mano por la pared. Una débil voz tembló en el aire. Oí un lejano murmullo musical—. Si quiere sentarse un momento aquí... —me empujó dulcemente a un sillón. Le dejé hacer. La terrible cámara vaciló algo delante de mis ojos. Sentí curiosidad. Aguardé:
Nadie encontró algo tan diferente; me asombré, contemplando la alfombra y el muro que parecían vibrar bajo la luz tremola. ¿Por qué Los Paraísos hacen tanta publicidad, cree la gente de verdad que esta pobreza es lujo? No me había sorprendido que se fuese.
—Apóyese y relájese —me indicó gentilmente el señor Field—. Recuerde, los Hogares Paraíso financian a Niobé Gai lo mismo que a Freddi Lester. Seguimos a hombres y mujeres, y poseemos respuesta a todos los complejos de personalidad de esta era compleja. Considere lo difícil que es al hombre adaptarse a la sociedad. O a un hombre adaptarse a una mujer. En la actualidad resulta prácticamente imposible Pero en Los Paraísos tenemos la solución. Nosotros proporcionamos el bienestar; todos los deseos humanos y los apetitos son satisfechos. Ese bienestar, mi querido amigo, e aquí su bienestar.
Su voz se apagó un poco. Pasaba algo en la atmósfera. Se hizo más espesa, el canturreo era más rítmico con una pizca de articulación. El señor Field continuó hablando más y más dulcemente.
—Somos una gran organización. Nuestra tarifa cubre todos los deseos posibles de nuestros clientes. Háganos un cheque para un período de la longitud que usted desee y podrá descansar en esta cámara durante ese tiempo. Si lo pide usted, podemos cerrar la puerta herméticamente, de forma que no pueda abrirse más que desde el interior, hasta que expire el plazo. El precio del alquiler... es...
Apenas le oía. Esa voz era una especie de salmodia apagada.
El aire se agitó, se hizo un poco más lechoso, se movió como los neucolores de detrás de las barreras de seguridad de mi balcón.
Casi me pareció oír hablar a otra voz.
—Considere... —continuaba el señor Field—. Al extenderse, consigue acondicionarse usted a un deseo que parezca imposible, pero aquí podemos darle bienestar. Esto es el bienestar. Nuestro precio es en verdad muy bajo en consideración a las grandes cosas puestas a su disposición. Esto es el Paraíso.
Niobé Gai estaba allí. Moviéndose en el aire; me sonreía.
Es la mujer más bella del mundo. Es todo cuanto se pueda desear. Es la fortuna, la celebridad, la felicidad, la salud, la ocasión. Durante largos años me había visto acondicionado a desear todos estos elementos inaccesibles y a saber que Niobé Gai era el sumum. Pero jamás la vi así, en el mismo cuarto que yo, firme y real, cálida, tendiéndome los brazos, respirando...
Seguro que era una proyección, pero completa. Todos los elementos sensoriales y tácticos resultaban perfectos; cabellos, cara y perfume. Podía notar sus brazos rodeándome, el ligero crujir de sus cabellos en mí mano y la forma de sus labios. Podía sentir todo esto, exactamente como millares de otros hombres en los apartamentos subterráneos, gustaban sus labios y la abrazaban.
Fue esta reflexión y no el sentido de las realidades, lo que me hizo reposar, recuperarme y dar un paso atrás. Esto no preocupó a Niobé Gai. Continuó jugando al amor con el aire.
Entonces supe que mi última esperanza de encontrar algo sano, se había perdido. La última tentativa se ahogó cuando la ilusión cobró vida, puesto que uno podía tocarla, notarla y servirse de la visión comercializada como si fuese una mujer real. No había defensa posible.
Vi como Niobé Gai abrazaba al vacío. La visión de toda belleza, de todas las cosas deseables en la vida, amándola como si fuese una verdadera criatura humana.
Después abrí la puerta y salí al pasillo. El señor Field aguardaba estudiando una pequeña agenda. Me miró, y sin duda tenía una gran experiencia porque simplemente se encogió de hombros e inclinó la cabeza.
—Muy bien, si algún día se ve usted interesado, he aquí mi tarjeta —dijo—. Hay muchos que regresan, se lo aseguro, después de haber reflexionado un poco.
—No todos —contesté.
—Ejem, no —su rostro estaba serio—. Hay quien parece tener una resistencia natural... Quizá sea usted uno de esos. Si ése es el caso, le compadezco. Fuera, el mundo es una casa de locos, carente de personalidad, seguro. Nosotros debemos mantenernos viviendo cueste lo que cueste. Piénselo. Quizá más tarde...
—¿Dónde está mi mujer? —pregunté.
—Allá —contestó—. Perdóneme sino le aguardo. Tengo mucho trabajo. Seguro que sabrá encontrar el ascensor.
Oí como sus pasos se alejaban. Avancé y llamé a la puerta. No tuve respuesta. Volví a llamar, más fuerte. Pero el ruido quedó apagado, como si no atravesase los paneles. El cliente está verdaderamente protegido en Los Paraísos.
Ahora podía ver una de esas plaquitas de metal clavadas en el panel y hasta leer su texto: Alquilada hasta el 30 de junio de 1998. Pago al contado.
Hice un pequeño cálculo mental. Lo había gastado todo; mis ochenta mil dólares. Su arrendamiento le duraría muchos años.
Me pregunté qué haría la próxima vez.
Dejé de llamar. Seguí al señor Field. encontré el ascensor, llegué a la calle. Tomé una acera rápida y me dejé llevar en torno a Manhattan. La publicidad atacaba y hería. Encontré los tapones de los oídos en mis bolsillos y me los puse en las orejas. Pero eso sólo hizo que detener el sonido; los anuncios visuales, atorbellinados y deslumbrantes, ascendían sobre los edificios, daban vueltas a las esquinas, abrazaban los muros. Y allá donde miraba, encontraba la figura de Freddi.
Igual pasó cuando cerré los ojos; su imagen ardía dentro de mis párpados cerrados.



SALE EL PROFESOR
H. Kuttner y C. L. Moore


Los Hogben somos muy exclusivos. Ese fulano de la ciudad, el profesor, tuvo que haberlo sabido, pero se metió donde nadie lo había invitado, y ahora no tiene derecho a quejarse. En Kentucky la gente bien ubicada cuida de sus asuntos y no mete las narices donde no se le llama.
La vez que corrimos a los Haley con esa pistola que habíamos armado —aunque nunca pudimos averiguar cómo funcionaba—, esa vez todo empezó porque Rafe Haley vino a husmear y curiosear por la ventana del cobertizo para echarle un vistazo a Pequeño Sam. Después fue comentando que Pequeño Sam tenía tres cabezas o algo por el estilo.
A los Haley no se les puede creer una palabra. ¡Tres cabezas! No es natural, ¿verdad? Pequeño Sam tiene dos cabezas, y ni una más, desde el día que nació.
Así que Ma y yo disparamos esa pistola y acribillamos a los Haley. Como decía, nunca hasta ese momento habíamos podido averiguar cómo funcionaba. Conectamos algunas baterías y muchos alambres y cables y otras cosas raras, y Rafe quedó lleno de agujeros.
El forense informó que la muerte de los Haley fue instantánea, y el sheriff Abernathy vino a tomar whisky con nosotros y dijo que una más y me mataba a latigazos. No le hice caso. Sólo que algún maldito periodista yanqui debió enterarse del asunto, porque poco después llegó un grandote serio y gordinflón y se puso a hacer preguntas.
Tío Les estaba sentado en el porche, con el sombrero echado en la cara.
—Mejor será que se vuelva a su circo, hombre —le dijo, algo socarrón—. El mismísimo Barnum ya ha venido a hacernos ofertas y las hemos rechazado, ¿no es cierto, Saunk?
—Claro que sí —dije—. Nunca confíe en Phineas. Ha llamado monstruo a Pequeño Sam...
El fulano de cara respetable, que se llamaba profesor Thomas Galbraith, se volvió a mí.
—¿Qué edad tienes, hijo?
—No soy su hijo —le dije—. Además, no lo sé.
—Pese a tu tamaño, no parece que tengas más de dieciocho. No pudiste haber conocido a Barnum.
—Claro que lo conocí. No trate de enredarme o le daré un golpe.
—No pertenezco a ningún circo —dijo Galbraith—. Soy biogenista.
Vaya si nos reímos. El hombre se enfureció y nos preguntó cuál era el chiste.
—Esa palabra no existe —dijo Ma, y en ese momento Pequeño Sam se puso a berrear, y Galbraith se puso blanco como un ala de ganso y tembló como una hoja. Casi se desmaya. Cuando le levantamos, quiso saber qué había pasado.
—Era Pequeño Sam —dije—. Ma fue a calmarle. Ya se ha callado.
—Esas eran ondas subsónicas —dijo el profesor—. ¿Qué es Pequeño Sam? ¿Un transmisor de onda corta?
—Pequeño Sam es el bebé —le dije sin vueltas—. Le aconsejo que lo llame por su nombre. Ahora, ¿qué tal si nos cuenta lo que anda buscando...
Sacó una libreta y se puso a hojearla.
—Soy... científico —dijo—. Nuestra fundación estudia la eugenesis, y tenemos algunos informes sobre vosotros. Suenan increíbles. Uno de nuestros hombres sostiene que las mutilaciones naturales pueden pasar inadvertidas en regiones de subdesarrollo cultural y... —se calló y miró fijamente a tío Les—. ¿De veras puede usted volar?
Bien, no nos gusta hablar de esas cosas. Una vez el predicador nos dio una buena reprimenda. Tío Les había bebido de más y se puso a revolotear sobre los riscos y casi mata del susto a dos cazadores de osos. Y el Libro de Dios no menciona hombres que vuelen. Tío Les generalmente lo hace a escondidas, cuando nadie le ve.
El caso es que tío Les se caló bien el sombrero y refunfuñó.
—Qué estupidez. Los hombres no vuelan. Y en cuanto a esos inventos modernos que se comentan por ahí... Vea, mi amigo; entre nosotros, es mentira que vuelen. Son puras patrañas...
Galbraith parpadeó y volvió a estudiar su libreta.
—Pero tengo muchos testimonios sobre muchas cosas insólitas relacionadas con esta familia. El vuelo es sólo una de ellas. Sé que teóricamente es imposible... Y no estoy hablando de aviones, pero...
—Oh, cállese la boca.
—El ungüento de las brujas medievales incluía acónito para dar una ilusión de vuelo..., absolutamente subjetiva, desde luego.
—Deje de fastidiarme —dijo tío Les, irritado, supongo que porque se sentía incómodo. Después se levantó, tiró el sombrero en el porche y se fue volando. Un minuto después bajó a buscar el sombrero y le hizo una mueca al profesor. Salió volando por la cañada y no le vimos por un buen rato.
Yo también perdí los estribos.
—No tiene derecho a molestamos —le dije—. La próxima vez tío Les hará como Pa, y eso sí que es un fastidio. A Pa no le vemos el pelo desde que vino ese otro fulano de la ciudad. Un censista, creo.
Galbraith no dijo nada. Parecía un poco alterado. Le di un trago y me preguntó por Pa.
—Oh, anda por aquí —dije—. Sólo que ya no le vemos más. Dice que lo prefiere así.
—Sí —dijo Galbraith, bebiendo otro trago—. Oh, Dios. ¿Qué edad dijiste que tenías?
—Yo no he dicho nada.
—Bien, ¿cuál es el recuerdo más viejo que tienes?
—No sirve de nada recordar cosas. Embota demasiado la cabeza.
—Es fantástico —dijo Galbraith—. No esperaba poder enviar un informe así a la fundación.
—No queremos que nadie venga a curiosear —le dije—. Váyase y déjenos en paz.
—¡Pero, cielo santo! —se asomó por la baranda del porche y se interesó por la pistola—. ¿Qué es eso?
—Una cosa —dije.
—¿Qué hace?
—Cosas —le dije.
—Oh, ¿puedo echarle una ojeada?
—Claro —le dije—. Se la regalo, si después se larga.
Se acercó a mirarla. Pa, que estaba sentado junto a mí, se levantó y me dijo que me librara del yanqui y me metiera en la casa. El profesor volvió.
—¡Extraordinario! —dijo—. Entiendo algo de electrónica, y me parece que este artefacto es muy raro. ¿Cuál es el principio?
—¿El qué? —dije—. Abre agujeros en las cosas.
—No puede disparar cápsulas. Hay un par de lentes donde tendría que estar la recámara... ¿Cómo has dicho que funciona?
—No sé.
—¿Lo has hecho tú?
—Yo y Ma.
Me preguntó varias cosas más.
—No lo sé —dije—. El problema de las pistolas es que hay que cargarlas. Pensamos que si le añadíamos varias cosas no tendríamos que cargarla más. Y nos ha dado resultado.
—¿De verdad, me la regalas?
—Si deja de molestarnos.
—Escucha —dijo—, es milagroso que tu familia haya pasado inadvertida tanto tiempo.
—Tenemos nuestros recursos.
—La teoría de las mutaciones debe ser cierta. Hay que estudiar a tu familia. Este es uno de los descubrimientos más importantes desde...
Siguió la cháchara. No decía más que bobadas.
Finalmente decidí que había sólo dos maneras de encarar las cosas, y después de lo que había dicho el sheriff Abernathy no me parecía conveniente matar a nadie hasta que al sheriff se le pasara el mal humor. No me gusta provocar escándalos.
—Suponga que voy con usted a Nueva York —dije—. ¿Dejará en paz a mi familia?
Lo prometió de mala gana. Pero después juró y perjuró que me haría caso, pues le amenacé con despertar a Pequeño Sam. Claro que quiso ver a Pequeño Sam, pero le dije que no convenía. De cualquier modo Pequeño Sam no podía ir a Nueva York. Tiene que permanecer en el tanque, o se pone muy mal.
Sea como fuera, llegué a un acuerdo con el profesor, y él se fue después de que le prometí que a la mañana siguiente nos veríamos en el pueblo. Pero les aseguro que el asunto no me gustaba nada. No me he separado de mi familia desde ese escándalo en la madre patria, cuando tuvimos que poner pies en polvorosa.
Recuerdo que fuimos a Holanda. Ma siempre tuvo debilidad por el hombre que nos ayudó a salir de Londres. A Pequeño Sam le bautizó así en memoria de él. No me acuerdo cómo se llamaba; Gwynn o Stuart o Pepys... Cuando pienso en algo anterior a la Guerra Civil se me mezclan las cosas.
Esa noche charlamos. Como Pa estaba invisible, Ma pensaba que estaba tomando más whisky de la cuenta, pero después se ablandó y le dejó beber una garrafa. Todos me aconsejaban que tuviera cuidado.
—Ese profesor es muy listo —decía Ma—. Como todos los profesores... No vayas a molestarle. Pórtate bien, o no volveremos a verte.
—Me portaré bien, Ma —dije; Pa me dio un golpe en la cabeza, no era justo pues yo no podía verle.
—Eso es para que no te olvides —dijo.
—Somos gente sencilla —rezongó tío Les—. Si quieres darte aires, te llegarán problemas.
—De veras, no es ésa mi intención —dije—. Sólo me ha parecido que...
—¡No te metas en líos! —dijo Ma, y entonces oímos al Abuelo en el desván; a veces el Abuelo no se mueve durante todo un mes, pero esta noche parecía bastante inquieto.
Naturalmente, subimos a ver qué quería. Estaba hablando del profesor.
—¿Un forastero, eh? —dijo—. Maldito canalla inmundo. ¡Vaya hato de imbéciles que tengo por descendencia! Saunk es el único que tiene un poco de seso, y ¡voto a tal! que es un tonto de capirote.
Yo me contoneaba y murmuraba cosas, pues no me gustaba mirar directamente al Abuelo. Pero él no me hacía caso. Siguió rezongando.
—¿Así que te vas a Nueva York? ¡Rayos y centellas! ¿Has olvidado ya cómo tuvimos que escapar de Londres y Amsterdam y Nueva Amsterdam por temor a la inquisición? ¿Quieres que te expongan en una feria? Y ese no es el mayor peligro...
Abuelo es el más viejo de nosotros y a veces usa expresiones raras. Supongo que las palabras aprendidas de joven se pegan... Eso sí, sabe maldecir mejor que nadie.
—Caray —dije—. Sólo trataba de ayudar.
—No te hagas el bobo —dijo Abuelo—. Tú tienes la culpa. Por construir ese aparato. Ese con que liquidaste a los Haley, quiero decir. De lo contrario ese científico no habría venido aquí.
—Es un profesor —dije—. Se llama Thomas Galbraith.
—Lo sé. Le he leído los pensamientos a través de la mente de Pequeño Sam. Un sujeto peligroso. Nunca conocí a un sabio que no lo fuera. Salvo Roger Bacon, quizás. Y tuve que sobornarlo para... Pero Roger era un hombre excepcional. Oíd:
»Ninguno de vosotros debe ir a Nueva York. En cuanto abandonemos este refugio, en cuanto nos investiguen, estamos perdidos; la chusma se nos vendrá encima. Y por mucho que aletees en el cielo, no podrás salvarte... ¿Me oyes, Lester?
—¿Pero qué haremos, entonces? —preguntó Ma.
—Oh, demonios —dijo Pa—. Ajustaré cuentas con ese profesor. Lo arrojaré en la cisterna.
—¿Para contaminar el agua? —chilló Ma—. ¡Pobre de ti si lo intentas!
—¡Qué vástagos necios han brotado de mi simiente! —exclamó Abuelo, realmente furioso—. ¿No habéis prometido al sheriff que no habría más muertos, al menos por el momento? ¿No tenéis en cuenta la palabra de un Hogben? A través de los siglos, dos cosas han sido sagradas para nosotros: nuestro secreto y el honor de los Hogben. ¡Matad a Galbraith y responderéis ante mí!
Todos nos pusimos blancos. Pequeño Sam despertó de nuevo y se puso a chillar.
—¿Pero qué hacemos? —dijo tío Les.
—Nuestro secreto debe ser guardado —dijo Abuelo—. Haced lo que podáis, pero sin muertes. Consideraré el problema.
Después se durmió, al parecer. Aunque con Abuelo nunca se sabe.

Al día siguiente me encontré con Galbraith en el pueblo, pero antes tropecé en la calle con el sheriff Abernathy, que me clavó una mirada inquietante; me advirtió que no me metiera en líos, que tuviera cuidado. No supe qué decirle.
De todos modos vi a Galbraith y le dije que Abuelo no me dejaba ir a Nueva York. Me parece que no le gustó demasiado, pero vio que no había nada que hacer.
Su habitación de hotel estaba atiborrada de aparatos científicos. Asustaban un poco. Tenía a la vista la pistola, tal como se la di, al parecer. Se puso a discutir.
—Es inútil —dije—. No nos marcharemos a las montañas. Ayer hablé por hablar, es todo.
—Escucha, Saunk —dijo—. En el pueblo estuve haciendo preguntas sobre tu familia, pero no he sacado demasiado en limpio. Aquí son muy reservados. De todos modos, esos testimonios sólo serían elementos laterales. Sé que nuestras teorías son correctas. Tú y tu familia son mutantes, y hay que estudiarlos.
—No somos mutantes —dijo—. Los científicos siempre nos ponen nombres raros. Roger Bacon nos llamó «homúnculos», sólo...
—¿Qué? —gritó Galbraith—. ¿Qué has dicho?
—En... Es un granjero de un condado vecino —me apresuré a decir, pero noté que el profesor no se tragaba la píldora. Se paseó por la habitación.
—Es inútil —dijo—. Si no vienes a Nueva York, haré que la fundación envíe una comisión aquí. Es necesario que les estudiemos, por la gloria de la ciencia y el progreso de la humanidad.
—Oh, caray —dije—. Ya sé de qué se trata. Nos expondrían como bichos raros. Pequeño Sam moriría. Lárguese y déjenos en paz.
—¿Dejaros en paz? ¿Y cuando fabricáis aparatos como éste? —señaló la pistola—. ¿Cómo funciona? —quiso saber de repente.
—Ya le he dicho que no sé. Lo armamos, es todo. Escuche, profesor. Si la gente viniera a mirarnos habría problemas. Muchos problemas. Lo dijo Abuelo.
Galbraith se tironeó la nariz.
—Bien, tal vez... Supón que me respondes unas pocas preguntas, Saunk.
—¿Y la comisión?
—Veremos —Galbraith inhaló profundamente—. Si me dices lo que quiero saber, no informaré de vuestro paradero.
—Creí que esa función o fundación sabía dónde encontrarnos...
—Ah, sí. Claro que sí —dijo Galbraith—. Pero no sabe cómo sois.
Eso me dio una idea. Pude haberle matado fácilmente, pero en ese caso Abuelo me habría molido los huesos, y además había que pensar en el sheriff. Así que dije «Caray» y asentí.
¡Vaya las preguntas que hacía ese hombre! Me dejó mareado. Y cada vez se entusiasmaba más.
—¿Qué edad tiene tu abuelo?
—Demonios, no lo sé.
—Homúnculos... Hmmm. ¿Dijiste que en un tiempo fue minero?
—No, ese fue el Pa de Abuelo —dije—. Minas de estaño, en Inglaterra. Sólo que Abuelo dice que entonces se llamaba Bretaña. Fue durante una especie de peste mágica que hubo. La gente tenía que llamar a los doctores... ¿Drunas? ¿Drudas?
—¿Druidas?
—Aja. Los druidas eran los doctores de entonces, dice Abuelo. El caso es que todos los mineros empezaron a morir en Cornualles, así que cerraron las minas.
—¿Qué clase de peste era?
Le dije lo que recordaba por las charlas de Abuelo, y el profesor se excitó mucho y dijo algo sobre emisiones radiactivas, por lo que pude entender. Idioteces, como siempre.
—¿Mutaciones artificiales provocadas por radiactividad? —preguntó, y se le colorearon las mejillas—. ¡Tu abuelo nació mutante! Los genes y cromosomas habrán sufrido una alteración estructural. ¡Tal vez todos sois superhombres!
—No, señor —le respondí—. Somos Hogben, nada más.
—Un dominante, obviamente un dominante. ¿Todos tus familiares han sido... hum, raros?
—¡Un momento! —dije.
—Quiero decir, si todos podían volar.
—Yo mismo no lo sé. Supongo que somos un poco diferentes. Abuelo fue listo. Siempre nos enseñaba a no alardear, y...
—Camuflaje protector —dijo Galbraith—. Dentro de una cultura social rígida, las variaciones respecto de la norma se enmascaran con más facilidad. En una cultura moderna y civilizada, sobresalen como un pulgar hinchado. Pero allí, en los bosques, sois prácticamente invisibles.
—Sólo Pa —dije.
—Oh, Dios —suspiró—. Ocultar esos increíbles poderes naturales... ¿Sabes todo lo que podríais haber hecho? —y de pronto se excitó aún más, no me gustó mucho cómo le brillaron los ojos—. Cosas maravillosas —insistió—. Es como descubrir la lámpara de Aladino.
—Quiero que nos dejen en paz —dije—. Usted y su comisión.
—Olvidaba la comisión. He resuelto llevar este asunto por mi cuenta, durante un tiempo. Siempre que cooperes. Que me ayudes, quiero decir. ¿Lo harás?
—No señor.
—Entonces traeré a la comisión de Nueva York —dijo con aire triunfal.
Reflexioné.
—Bien —dije por fin—. ¿Qué quiere de mí?
—Todavía no lo sé —dijo lentamente—. Mi mente no ha vislumbrado aún las posibilidades.
Pero pronto las vislumbraría. Claro que sí. Conozco esa mirada.
Yo estaba asomado a la ventana cuando de golpe se me ocurrió una idea. Pensé que no convenía confiar mucho en el profesor, de cualquier modo. Así que me acerqué a la pistola y le hice unos cambios. Sabía lo que quería hacerle, sí. Pero si Galbraith me hubiera preguntado por qué retorcía un alambre aquí y doblaba un tubo allá no habría podido contestarle. No tengo educación. Sólo sabía que la pistola ahora haría lo que yo quería.
El profesor hacía anotaciones en su libreta. Levantó la vista y me vio.
—¿Qué estás haciendo? —quiso saber.
—Esto no está bien —dije—. Parece que usted le ha hecho algo a las baterías. Pruébela ahora.
—¿Aquí adentro? —dijo sobresaltado—. No quiero pagar una fortuna por daños. Hay que probarla en condiciones de seguridad.
—¿Ve esa veleta en el techo? —se la señalé—. Si apunta allí no hará ningún daño. Usted se queda junto a la ventana y dispara hacia afuera.
—¿No es... peligrosa? —se moría por probar la pistola, era evidente; como le dije que no mataría a nadie, él hinchó sus pulmones y se acercó a la ventana y se apoyó la culata en la mejilla.
Retrocedí. No quería que me viera el sheriff. Estaba enfrente, sentado en un banco ante la tienda de ramos generales.
Pasó tal como lo había previsto. Galbraith apretó el gatillo, apuntando hacia la veleta, y del cañón del arma salieron anillos de luz. Hubo un ruido espantoso. Galbraith cayó de espaldas, y la conmoción fue de veras sorprendente. Hubo aullidos en todo el pueblo.
Me pareció oportuno volverme invisible un rato, y lo hice.
Galbraith estaba examinando la pistola cuando irrumpió el sheriff Abernathy. El sheriff es un caso serio. Ya había sacado el arma y las esposas, e insultaba al profesor de arriba abajo.
—¡Le he visto! —aulló—. Ustedes los de la ciudad creen que aquí pueden hacer lo que se les antoje. ¡Bien, no es así!
—¡Saunk! —gritó Galbraith, mirando a su alrededor. Pero por supuesto, no podía verme.
Luego hubo una discusión. El sheriff Abernathy había visto a Galbraith disparar la pistola, y no es nada de tonto. Bajó a Galbraith a la rastra, y yo les seguí sin hacer ruido. La gente correteaba como loca. Casi todos se tapaban la cara con las manos.
El profesor seguía gimiendo que no entendía.
—¡Le he visto! —dijo Abernathy—. ¡Usted disparó con esa cosa por la ventana y enseguida todos los del pueblo tuvieron dolor de muelas! ¡Ahora, dígame que no entiende!
El sheriff era listo. Conoce a nuestra familia desde hace tiempo, así que no se sorprende cuando pasan cosas raras. Además, sabía que ese fulano Galbraith era científico. Se armó una batahola fenomenal y en cuanto la gente se enteró de lo que había pasado, quiso linchar a Galbraith.
Pero Abernathy se lo llevó. Vagabundeé un rato por el pueblo. El pastor estaba mirando los vitrales de la iglesia, y parecía asombrado. Eran de vidrio coloreado y él no lograba entender por qué estaban calientes. Yo sí. Los vitrales tienen oro; lo usan para producir ciertos tonos rojizos.
Finalmente fui a la cárcel, todavía invisible. Así pude escuchar todo lo que Galbraith le explicaba al sheriff Abernathy.
—Fue Saunk Hogben —insistía el profesor—. ¡Le digo que él arregló el proyector!
—Yo lo vi a usted —dijo el sheriff—. Usted lo hizo. ¡Ay! —se apoyó la mano en la mandíbula—. Y mejor que se calle de una vez. Esa multitud me traerá problemas. La mitad de los habitantes de pueblo tiene dolor de muelas.
Supongo que la mitad de los habitantes del pueblo llevará coronas de oro.
Luego Galbraith dijo algo que no me sorprendió demasiado.
—Haré venir una comisión de Nueva York. Esta noche me proponía llamar a la fundación. Ellos responderán por mí, verá...
Así que, pese a todo, estaba resuelto a entrometerse. Ya me lo sospechaba.
—¡Me va a curar este dolor de muelas, y el de todo el mundo, o abriré la puerta y dejaré que le linchen! —aulló el sheriff.
Luego fue a buscar una bolsa de hielo para ponerse en la mejilla.
Yo retrocedí, me hice visible de nuevo y entré metiendo bulla para que Galbraith me oyera. Esperé a que se cansara de maldecirme. Puse cara de imbécil.
—Bueno, supongo que me equivoqué —dije—. Pero lo arreglaré. Creo que podré hacerlo...
—¡Ya has hecho suficientes arreglos! —se interrumpió—. Espera un minuto. ¿Qué has dicho? ¿Podrás curar el dolor... Qué es?
—He estado mirando la pistola —dije—. Creo que ya sé cuál fue mi error. Ahora está sintonizada en el oro, y todo el oro de la ciudad despide rayos o calor o algo por el estilo.
—Radiactividad selectiva inducida —Galbraith murmuró los disparates de costumbre—. Escucha. Esa multitud allá fuera... ¿Hay linchamientos en este pueblo?
—Una o dos veces por año, a lo sumo —dije—. Ya hubo dos este año, así que la cuota está cumplida. Sin embargo, ojalá pudiera llevarle a casa... Allá le ocultaríamos fácilmente.
—¡Mejor que hagas algo! —dijo—. O tendré que llamar a la comisión de Nueva York. No te gustaría, ¿verdad?
Nunca había visto a nadie que fuera capaz de mentir con tanta compostura...
—Es muy fácil —dije—. Puedo arreglar la pistola para que detenga los rayos de inmediato. Pero no quiero que la gente relacione a mi familia con lo que está pasando. Nos gusta vivir tranquilos. Mire, suponga que vuelvo al hotel y arreglo la pistola. Luego, todo lo que usted tiene que hacer es reunir a la gente con dolor de muelas y apretar el gatillo.
—Pero... Bien, pero...
Temía más problemas. Tuve que convencerle. Afuera rugía la turba, así que no me costó demasiado. Me marché, pero después volví invisible y escuché lo que Galbraith le decía al sheriff.
Se pusieron de acuerdo. Todos los que tenían dolor de muelas se reunirían en el Ayuntamiento. Después Abernathy llevaría al profesor con la pistola para solucionar las cosas.
—Curará los dolores de muela o... ¿Está seguro? —quiso saber el sheriff.
—Estoy... totalmente seguro.
Abernathy captó el titubeo.
—Mejor que primero pruebe conmigo. Por si acaso... No confío en usted.
Parece que nadie confiaba en nadie.

Volví al hotel y arreglé la pistola. Y después me vi en un brete. Mi invisibilidad se estaba terminando. Eso es lo peor de ser pequeño. Cuando tenga varios siglos más podré ser invisible todo el tiempo que quiera. Pero todavía me falta experiencia. El caso es que ahora necesitaba ayuda pues tenía que hacer algo, y no podía hacerlo si la gente me miraba.
Subí al techo y llamé a Pequeño Sam. Después de comunicarme con él, le pedí que le pasara la llamada a Pa y tío Les. Poco después tío Les bajó volando del cielo. Le costaba un poco porque traía a Pa. Pa maldecía porque les había perseguido un halcón.
—Pero creo que nadie nos ha visto —dijo tío Les.
—Hoy la gente del pueblo ya tiene demasiados problemas —dije—. Necesito ayuda. Ese profesor llamará a una comisión para estudiarnos, prometa lo que prometiera.
—Entonces no podemos matarle —dijo Pa.
Así que les conté mi idea. Si Pa se hacía invisible, todo sería fácil. Después nos hicimos un lugarcito en el techo para poder mirar a través de él, y observamos la habitación de Galbraith.
Llegamos justo a tiempo. El sheriff estaba allí, esperando, con el arma desenfundada, y el profesor, bastante paliducho, apuntaba la pistola a Abernathy. Todo salió a la perfección. Galbraith apretó el gatillo, brotó un anillo de luz púrpura, y eso fue todo. Sólo que el sheriff abrió la boca y balbuceó:
—¡No me engañaba! ¡El dolor de muelas se me ha ido!
Galbraith estaba sudando, pero actuó con bastante naturalidad.
—Claro que funciona —dijo—. Desde luego, yo se lo había dicho...
—Vamos al Ayuntamiento. Todos esperan. Mejor que nos cure a todos, de lo contrario lo pasará mal...
Salieron. Pa les siguió, y tío Les me recogió y voló tras ellos manteniéndose a la altura de los tejados para que no nos vieran. Poco después estábamos observando desde una de las ventanas del Ayuntamiento.
Desde la gran peste de Londres que no oía tantos quejidos. El edificio estaba atestado; todos tenían dolor de muelas, y gemían y aullaban. Abernathy entró con el profesor, que traía la pistola, y se oyó un alarido general.
Galbraith puso el aparato en la tarima, apuntando a la concurrencia, mientras el sheriff desenfundaba otra vez el arma y pronunciaba un discurso en el que le advertía a todo el mundo que, si quería librarse del dolor de muelas, se callara.
Claro que yo no podía ver a Pa, pero supe que estaba en la tarima. Algo raro le pasaba a la pistola. Nadie lo notó, excepto yo, que para eso miraba. Pa —invisible, por supuesto— estaba haciendo unos cambios. Yo le había dicho cómo aunque él conocía el asunto tan bien como yo. Así que muy pronto la pistola quedó como queríamos.
Lo que pasó después fue impresionante. Galbraith apuntó la pistola y disparó. Saltaron anillos de luz, amarillos esta vez. Le había dicho a Pa que regulara el alcance para que nadie sufriera los efectos fuera del Ayuntamiento. Pero adentro...
Bueno, claro que les calmó el dolor de muelas. Las coronas de oro no duelen si no se tiene corona de oro, qué diablos.
La pistola estaba regulada de tal modo que afectaba a todas las cosas que no crecen. Pa le había dado el alcance justo. Los asientos desaparecieron de golpe, y también parte de la araña. La concurrencia, que estaba toda apretujada, recibió el disparo de lleno. El ojo de vidrio de Pegleg Jaffe también desapareció. Los que tenían dentadura postiza la perdieron. Todos sufrieron un ligerísimo corte de pelo.
Además, todos perdieron la ropa. Los zapatos no crecen, y tampoco los pantalones ni las faldas ni los vestidos. En un santiamén todos quedaron como Dios los echó al mundo. Pero caray, ya no les dolían las muelas, ¿no?
Una hora más tarde estábamos de vuelta en casa, todos menos tío Les, cuando se abrió la puerta y entró tío Les seguido por el profesor. Galbraith estaba hecho una piltrafa. Se sentó y sollozó mirando hacia la puerta temerosamente.
—Qué gracioso —dijo tío Les—. Estaba volando cerca del pueblo y vi al profesor, que corría seguido por una gran multitud de personas, muchas de ellas envueltas con sábanas. Así que lo recogí. Me pidió que lo trajera a casa —tío Les me guiñó el ojo.
—¡Oooh! —decía Galbraith—. ¡Aaaah! ¿Vienen?
Ma fue hasta la puerta.
—Suben muchas antorchas por la montaña —dijo—. Esto huele mal.
El profesor me fulminó con la mirada.
—¡Me dijiste que podías ocultarme! Por tu bien, espero que sí. ¡Esto es culpa tuya!
—Caray —dije yo.
—¡Ocúltame! —chilló Galbraith—. ¡De lo contrario, llamaré a esa comisión!
—Mire —dije—, si lo ocultamos, ¿promete olvidarse de esa bendita comisión y dejarnos en paz?
El profesor lo prometió.
—Espere un minuto —le dije, y subí al desván para hablar con Abuelo.
Estaba despierto.
—¿Qué te parece, Abuelo? —pregunté.
Escuchó un segundo a Pequeño Sam.
—¡Miente! —me dijo enseguida—. De todos modos quiere seguir adelante, y al demonio con su promesa.
—¿Entonces tendríamos que esconderle?
—Sí —dijo Abuelo—. Los Hogben han dado su palabra. No debe haber más muertes. Y ocultar a un fugitivo de sus perseguidores no sería una mala acción, por cierto.
Tal vez me guiñara el ojo. Con Abuelo nunca se sabe. Así que bajé las escaleras. Galbraith estaba en la puerta, observando las antorchas que subían por la montaña.
Me aferró el brazo.
—¡Saunk! Si no me ocultas...
—Le ocultaremos —dije—. Venga conmigo.
Así que lo llevamos al sótano.
Cuando llegó la turba, precedida por el sheriff Abernathy, nos hicimos los tontos. Dejamos que registraran la casa. Pequeño Sam y Abuelo se hicieron invisibles un rato, para que nadie se fijara en ellos. Y naturalmente la turba no le vio el pelo a Galbraith. Le ocultamos bien, como habíamos prometido.
Eso fue hace unos años. El profesor progresa. Pero no nos estudia a nosotros. A veces nosotros sacamos el frasco donde te tenemos guardado y lo estudiamos a él.
¡Un frasco bien pequeño, además!


FIN
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