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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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martes, 22 de diciembre de 2009

EL ARBOL DE LA BUENA MUERTE

EL ARBOL DE LA BUENA MUERTE

Hector G. Oesterheld

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María Santos cerró los ojos, aflojó el cuerpo, acomodó la espalda contra el blando tronco del árbol.

Se estaba bien allí, a la sombra de aquellas hojas transparentes que filtraban la luz rojiza del sol.

Carlos, el yerno, no podía haberle hecho un regalo mejor para su cumpleaños.

Todo el día anterior había trabajado Carlos, limpiando de malezas el lugar donde crecía el árbol. Y había hecho el sacrificio de madrugar todavía más temprano que de costumbre para que, cuando ella se levantara, encontrara instalado el banco al pie del árbol.

María Santos sonrió agradecida; el tronco parecía rugoso y áspero, pero era muelle, cedía a la menor presión como si estuviera relleno de plumas. Carlos había tenido una gran idea cuando se le ocurrió plantarlo allí, al borde del sembrado.

Tuf-tuf-tuf. Hasta María Santos llegó el ruido del tractor. Por entre los párpados entrecerrados, la anciana miró a Marisa, su hija, sentada en el asiento de la máquina, al lado de Carlos.

El brazo de Marisa descansaba en la cintura de Carlos, las dos cabezas estaban muy juntas: seguro que hacían planes para la nueva casa que Carlos quería construir.

María Santos sonrió; Carlos era un buen hombre, un marido inmejorable para Marisa. Suerte que Marisa no se casó con Larco, el ingeniero aquel: Carlos no era más que un agricultor, pero era bueno y sabía trabajar, y no les hacía faltar nada.

¿No les hacía faltar nada?

Una punzada dolida borró la sonrisa de María Santos.

El rostro, viejo de incontables arrugas, viejo de muchos soles y de mucho trabajo, se nubló.

No, Carlos podría hacer feliz a Marisa y a Roberto, el hijo, que ya tenía 18 años y estudiaba medicina por televisión.

No, nunca podría hacerla feliz a ella, a María Santos, la abuela...

Porque María Santos no se adaptaría nunca -hacía mucho que había renunciado a hacerlo- a la vida en aquella colonia de Marte.

De acuerdo con que allí se ganaba bien, que no les faltaba nada, que se vivía mucho mejor que en la Tierra, de acuerdo con que allí, en Marte, toda la familia tenía un porvenir mucho mejor; de acuerdo con que la vida en la Tierra era ahora muy dura... De acuerdo con todo eso; pero, ¡Marte era tan diferente!...

¡Qué no daría María Santos por un poco de viento como el de la Tierra, con algún "panadero" volando alto!

- ¿Duermes, abuela? - Roberto, el nieto, viene sonriente, con su libro bajo el brazo.

- No, Roberto. Un poco cansada, nada más.

- ¿No necesitas nada?

- No, nada.

- ¿Seguro?

- Seguro.

Curiosa, la insistencia de Roberto; no acostumbraba a ser tan solícito; a veces se pasaba días enteros sin acordarse de que ella existía.

Pero, claro, eso era de esperar; la juventud, la juventud de siempre, tiene demasiado quehacer con eso, con ser joven.

Aunque en verdad María Santos no tiene por qué quejarse: últimamente Roberto había estado muy bueno con ella, pasaba horas enteras a su lado, haciéndola hablar de la Tierra.

Claro, Roberto no conocía la Tierra; él había nacido en Marte, y las cosas de la Tierra eran para él algo tan raro, como cincuenta o sesenta años atrás lo habían sido las cosas de Buenos Aires -la capital-, tan raras y fantásticas para María Santos, la muchachita que cazaba lagartijas entre las tunas, allá en el pueblito de Catamarca.

Roberto, el nieto, la había hecho hablar de los viejos tiempos, de los tantos años que María Santos vivió en la ciudad, en una casita de Saavedra, a siete cuadras de la estación.

Roberto le hizo describir ladrillo por ladrillo la casa, quiso saber el nombre de cada flor en el cantero que estaba delante, quiso saber cómo era la calle antes de que la pavimentaran, no se cansaba de oírla contar cómo jugaban los chicos a la pelota, cómo remontaban barriletes, cómo iban en bandadas de guardapolvos al colegio, tres cuadras más allá.

Todo le interesaba a Roberto, el almacén del barrio, la librería, la lechería... ¿No tuvo acaso que explicarle cómo eran las moscas? Hasta quiso saber cuántas patas tenían... ¡Cómo si alguna vez María Santos se hubiera acordado de contarlas! Pero, hoy, Roberto no quiere oírla recordar: claro, debe ser ya la hora de la lección, por eso el muchacho se aparta casi de pronto, apurado.

Carlos y Marisa terminaron el surco que araban con el tractor. Ahora vienen de vuelta.

Da gusto verlos; ya no son jóvenes, pero están contentos.

Más contentos que de costumbre, con un contento profundo, un contento sin sonrisas, pero con una gran placidez, como si ya hubieran construido la nueva casa. O como si ya hubieran podido comprarse el helicóptero que Carlos dice que necesitan tanto.

Tuf-tuf-tuf... El tractor llega hasta unos cuantos metros de ella; Marisa, la hija, saluda con la mano, María Santos sólo sonríe; quisiera contestarle, pero hoy está muy cansada.

Rocas ondulantes erizan el horizonte, rocas como no viera nunca en su Catamarca de hace tanto. El pasto amarillo, ese pasto raro que cruje al pisarlo, María Santos no se acostumbró nunca a él. Es como una alfombra rota que se estira por todas partes, por los lugares rotos afloran las rocas, siempre angulosas, siempre oscuras.

Algo pasa delante de los ojos de María Santos.

Un golpe de viento quiere despeinarla.

María Santos parpadea, trata de ver lo que le pasa delante.

Allí viene otro.

Delicadas, ligeras estrellitas de largos rayos blancos...

¡"Panaderos"!

¡Sí, "panaderos", semillas de cardo, iguales que en la Tierra!

El gastado corazón de María Santos se encabrita en el viejo pecho: ¡"Panaderos"!

No más pastos amarillos: ahora hay una calle de tierra, con huellones profundos, con algo de pasto verde en los bordes, con una zanja, con veredas de ladrillos torcidos...

Callecita de barrio, callecita de recuerdo, con chicos de guardapolvo corriendo para la librería de la esquina, con el esqueleto de un barrilete no terminando de morirse nunca, enredado en un hilo del teléfono.

María Santos está sentada en la puerta de su casa, en su silla de paja, ve la hilera de casitas bajas, las más viejas tienen jardín al frente, las más modernas son muy blancas, con algún balcón cromado, el colmo de la elegancia.

"Panaderos" en el viento, viento alegre que parece bajar del cielo mismo, desde aquellas nubes tan blancas y tan redondas...

"Panaderos" como los que perseguía en el patio de tierra del rancho allá en la provincia.

¡"Panaderos"!

El pecho de María Santos es un gran tumulto gozoso.

" Panaderos" jugando en el aire, yendo a lo alto.



Carlos y Marisa han detenido el tractor.

Roberto, el hijo, se les junta, y los tres se acercan a María Santos.

Se quedan mirándola.

- Ha muerto feliz... Mira, parece reírse.

- Sí... ¡Pobre doña María!...

- Fue una suerte que pudiéramos proporcionarle una muerte así.

- Sí... Tenía razón el que me vendió el árbol, no exageró en nada: la sombra mata en poco tiempo y sin dolor alguno, al contrario

- ¡Abuela!... ¡Abuelita!



FIN


EL ASTRONAUTA MUERTO

EL ASTRONAUTA MUERTO

J.G. Ballard


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Cabo Kennedy y sus enormes instalaciones erigidas sobre las dunas ya no eran ahora más que un mausoleo. La arena había sepultado el Banana River y todos sus riachuelos, convirtiendo el antiguo complejo espacial en un desierto pantanoso lleno de islas de hormigón cuarteado. Durante el verano los cazadores se emboscaban entre los restos de los desmantelados vehículos de servicio, pero cuando nosotros llegamos, Judith y yo, era principios de noviembre y no había ni un alma. Tras Cocoa Beach, donde aparqué el coche, los moteles en ruinas desaparecían a medias bajo la vegetación salvaje. Las rampas de lanzamiento apuntaban hacia el atardecer, como los oxidados grafismos de una extraña álgebra celeste.

- La verja de entrada está a ochocientos metros ahí delante - dije -. Esperaremos aquí hasta que se haga de noche. ¿Te sientes mejor?

Judith contemplaba en silencio la enorme nube de color rojo cereza en forma de embudo que parecía estar arrastrando consigo al muriente día hacia el otro lado del horizonte. El día anterior, en Tampa, había sufrido un momentáneo desvanecimiento sin ninguna causa aparente.

- ¿Y el dinero? - dijo de pronto -. Quizá nos pidan más, ahora que estamos aquí.

- ¿Más de cinco mil dólares? No, es suficiente. Los cazadores de reliquias son una especie en vías de extinción. Cabo Kennedy ya no interesa a nadie. ¿Qué te ocurre? - estaba tironeando nerviosamente con sus afilados dedos las solapas de su chaquetón de ante.

- Bueno, es que, pienso... quizás hubiera tenido que vestirme de negro.

- ¿Por qué? Esto no es un entierro, Judith. Vamos, hace veinte años que Robert está muerto. Sé lo que representaba para nosotros, pero...

Ella miraba fijamente los destrozados neumáticos y los restos de los coches abandonados. Sus ojos claros parecían tranquilos en su tenso rostro.

- ¿Pero es que no lo comprendes, Philip? - murmuró -. Vuelve. Es preciso que alguien esté ahí esperándolo. Los servicios efectuados en su memoria ante el aparato de radio no fueron más que una farsa atroz. ¿Imaginas el shock que hubiera recibido el pastor si Robert le hubiera respondido? Ahora, aquí, tendría que haber todo un comité de recepción esperándole, en lugar de solo nosotros dos en medio de toda esta ruina.

- Judith - dije, con voz más firme -, podría haber un comité de recepción... si le dijéramos a la NASA lo que sabemos. Sus restos serían inhumados en la cripta de la NASA en el cementerio militar de Arlington, habría toda una ceremonia, quizás incluso asistiera el propio presidente. Aún estamos a tiempo.

Esperé, pero ella no dijo nada. Miraba con ojos fijos cómo la verja de entrada se diluía en el cielo nocturno. Quince años antes, cuando el astronauta muerto, girando en órbita en torno a la Tierra en el interior de su calcinada cápsula, fue cayendo lentamente en el olvido, Judith se había erigido en un firme comité de recuerdo. Quizá dentro de algunos días, cuando tuviera por fin entre sus manos los restos de lo que había sido Robert Hamilton, se viera libre por fin de su obsesión.

- ¡Philip! - dijo de pronto -. Allá arriba. ¿Acaso es...?

Al oeste, arriba en el cielo, entre Cefeo y Casiopea, un punto luminoso avanzaba hacia nosotros como una estrella errante en busca de su zodíaco. Unos minutos después paso por encima de nuestras cabezas, una débil baliza parpadeante entre los cirros que coronaban el mar.

- Lo es, Judith. - Le mostré los horarios de trayectorias que había anotado en mi bloc -. Los cazadores de reliquias calculan mejor las órbitas que cruzan el cielo que cualquier ordenador. Debe hacer años que observan sus pasos.

- ¿Quién va en ella?

- Una cosmonauta rusa, Valentina Prokrovna. Fue lanzada hace veinticinco años desde una base de los Urales para instalar un repetidor de televisión.

- ¿De televisión? Espero que los espectadores hayan disfrutado con los programas.

La crueldad de aquella observación, dicha mientras Judith descendía del coche, me hizo pensar de nuevo en las verdaderas razones que habían empujado a Judith a realizar el viaje hasta Cabo Kennedy. Seguí con la mirada la cápsula de la muerta hasta que se desvaneció sobre el Atlántico en sombras, emocionado una vez más ante el trágico pero sereno espectáculo de aquellos viajeros fantasmas regresando al cabo de tantos años, rechazados por las mareas del espacio. Lo único que conocía de aquella rusa, además de su nombre, era su clave: Gaviota. Sin embargo, sin saber exactamente la razón, me sentía contento de estar allí en el momento de su regreso. Judith, por el contrario, no experimentaba nada de aquello. A lo largo de todos aquellos años había permanecido sentada en el jardín, en el frescor del anochecer, demasiado cansada para subir a la habitación y acostarse, sin preocuparse más que de uno solo de los doce astronautas muertos que orbitaban en el cielo.

Aguardó, de espaldas al mar, mientras yo metía el coche en un garaje abandonado, a cincuenta metros de la carretera. Tomé las dos maletas del capó. Una de ellas, la más ligera, contenía nuestras cosas. La otra, forrada interiormente con una chapa metálica, provista de doble asa y con correas de refuerzo, estaba vacía.

Avanzamos en dirección a la verja metálica, como dos viajeros retrasados llegando a una ciudad abandonada desde hace mucho.



Hace veinte años que los últimos cohetes abandonaron los silos de lanzamiento de Cabo Kennedy. Por aquel entonces la NASA nos había transferido - yo era programador de vuelos - al gran complejo espacial planetario de Nuevo Méjico. Poco después de nuestra llegada conocimos a uno de los astronautas que se entrenaban allí, Robert Hamilton. Han pasado dos decenios desde entonces, y lo único que recuerdo de aquel muchacho exquisitamente educado es su penetrante mirada y su tez albina. Tenía los mismos ojos claros y los mismos cabellos opalinos que Judith, y la misma frialdad de comportamiento, casi ártica. Intimamos durante apenas seis semanas. Judith se había sentido atraída por él, un capricho pasajero nacido de esas confusas pulsiones sexuales que las mujeres jóvenes y convenientemente educadas expresan de la misma ingenua y típica manera; viéndoles juntos en la piscina o jugando al tenis, no era irritación lo que sentía, sino más bien aprensión ante la idea de que, para ella, todo aquello no era más que una efímera ilusión.

Y un año más tarde, Robert Hamilton estaba muerto. Había vuelto a Cabo Kennedy para efectuar uno de los últimos lanzamientos militares antes de que el lugar fuera cerrado. Tres horas después del lanzamiento, su cápsula había entrado en colisión con un meteorito que había averiado irrecuperablemente el sistema de distribución de oxígeno. Vivió todavía cinco horas gracias a su traje. Aunque tranquilos al principio, sus mensajes por radio fueron haciéndose más y más frenéticos hasta convertirse al final en un galimatías incoherente. Ni Judith ni yo fuimos autorizados a escucharlos.

Una docena de astronautas habían muerto accidentalmente en órbita, y sus cápsulas seguían girando en torno a la Tierra como las estrellas de una nueva constelación. Al principio, Judith no se mostró tan traumatizada, pero más tarde, tras su aborto, la imagen del astronauta muerto girando en el cielo por encima de nuestras cabezas empezó a obsesionarla. Durante horas permanecía con los ojos fijos en el reloj de la habitación, como si estuviera aguardando algo.

Cinco años más tarde, cuando presenté mi dimisión de la NASA, acudimos por primera vez a Cabo Kennedy. Algunas unidades militares custodiaban todavía las desmanteladas instalaciones, pero la antigua base de lanzamiento había sido convertida ya en cementerio de satélites. A medida que iban perdiendo su velocidad orbital, las cápsulas muertas eran llamadas de nuevo por las radiobalizas. Además de los americanos, los satélites rusos y franceses lanzados en el marco de los proyectos espaciales conjuntos euro-americanos regresaban a Cabo Kennedy, y las cápsulas carbonizadas se estrellaban contra el resquebrajado cemento.

Y entonces surgían los cazadores de reliquias, hurgando entre la requemada maleza en busca de los tableros de control, los trajes espaciales y, lo más valioso de todo, los cadáveres momificados de los astronautas.

Esos renegridos fragmentos de tibias y de clavículas, de rótulas y de costillas, reliquias únicas de la era del espacio, eran tan preciosos como los huesos de los santos en la Edad Media. Tras los primeros accidentes mortales en el espacio, la opinión pública había desatado una campaña para que aquellos ataúdes orbitales fueran atraídos de nuevo a la Tierra. Desgraciadamente, cuando un cohete lunar se estrelló en el desierto de Kalahari, los indígenas penetraron en él, tomaron a los astronautas por dioses, cortaron cuatro pares de manos y desaparecieron entre los matorrales. Fueron necesarios dos años para hallarlos. Después de lo cual se deja que las cápsulas orbiten y se consuman hasta el momento en que efectúan la reentrada por sus medios naturales.

Los vestigios que sobreviven al brutal aterrizaje en el cementerio de satélites son recuperados por los cazadores de reliquias de Cabo Kennedy. Esos nómadas viven allí desde hace años, acampando en los cementerios de coches y en los moteles abandonados, arrebatando sus iconos en las propias narices de los guardianes que patrullan por las pistas de cemento. A principios de octubre, cuando un antiguo compañero de la NASA me comunicó que el satélite de Robert Hamilton había entrado en su fase de inestabilidad, me dirigí a Tampa y empecé a informarme del precio que iba a costarme la compra de sus despojos. Cinco mil dólares para lograr que su fantasma fuera depositado por fin bajo tierra y dejara de atormentar el espíritu de Judith no era caro.



Franqueamos la verja a ochocientos metros de la carretera. Las dunas habían aplastado en algunos lugares aquella cerca de seis metros de altura, y la maleza crecía por entre el enrejado. No lejos de nosotros se divisaba la entrada que, más allá de un semiderruido puesto de guardia, se dividía en dos caminos pavimentados que partían en direcciones opuestas. Cuando llegamos al lugar de la cita, los faros de los semitractores de los guardianes iluminaron el lado de la playa.

Cinco minutos más tarde un hombre bajo de piel curtida surgió de un coche medio sepultado en la arena, a cincuenta metros de nosotros, y avanzó con la cabeza baja.

- ¿Señor y señora Groves? - preguntó. Hizo una pausa para estudiarnos atentamente, antes de presentarse a sí mismo en forma lacónica -: Quinton. Sam Quinton.

Nos estrechamos las manos. Sus dedos parecidos a garras, palparon mis muñecas y mis antebrazos. Su afilada nariz dibujaba círculos en el aire. Tenía los ojos huidizos de un pájaro, unos ojos que escrutaban incesantemente las dunas y la vegetación. Un cinturón militar mantenía en su sitio su remendado pantalón de terciopelo. Agitaba las manos como si dirigiera una orquesta de cámara oculta tras las arenosas colinas, y observé las profundas cicatrices que surcaban sus palmas, como pálidas estrellas en la noche.

Por un momento, pareció inquieto y como casi sin deseos de continuar. Luego, con un gesto brusco, se giró y avanzó a buen paso entre las dunas, mientras nosotros trastabillábamos tras él, sin que pareciera preocuparle lo más mínimo. Al cabo de una media hora llegamos a una especie de depresión cercana a una instalación transformadora de amoníaco. Tanto Judith como yo estábamos agotados de transportar las maletas por en medio de todos aquellos montones de neumáticos de desecho y piezas metálicas oxidadas.

Algunos bungalows, edificados originalmente junto a la playa, habían sido transportados al interior de una hoya. Su equilibrio era más bien precario debido a la pendiente, y sus paredes exteriores estaban adornadas con cortinas y papeles estampados.

La hoya estaba llena de material espacial recuperado: elementos de cápsulas, protectores térmicos, antenas, fundas de paracaídas. Dos hombres de rostro pálido, vestidos con monos, estaban sentados en un asiento trasero de coche, junto a la abollada carcasa de un satélite meteorológico. El de más edad de los dos llevaba un rajado casco de aviador hundido hasta los ojos, y sus manos llenas de cicatrices pulían el visor de un casco espacial. El más joven, cuya boca permanecía oculta por una pequeña pero espesa barba, miró como nos acercábamos con la misma fría e indiferente mirada de un empresario de pompas fúnebres.

Entramos en la mayor de las cabañas, dos habitaciones construidas a partir de uno de los bungalows de la playa. Quinton encendió una lámpara de petróleo y, haciendo un gesto vago hacia el deteriorado interior, murmuró sin excesiva convicción:

- Estarán bien aquí. - Al ver la expresión visiblemente disgustada de Judith, añadió -: Bueno, no tenemos demasiados visitantes, ¿saben?

Dejé nuestro equipaje sobre la cama metálica. Judith se dirigió a la cocina, y Quinton señaló la maleta vacía.

- ¿Están ahí?

Saqué del bolsillo dos fajos de billetes de a cien dólares y se los tendí.

- La maleta es... para los restos. ¿Es lo bastante grande?

Me miró, a la rojiza claridad de la lámpara de petróleo, como si nuestra presencia allí le desconcertara.

- Hubiera podido ahorrarse toda esta molestia, señor Groves. Hace un montón de tiempo que están ahí arriba, ¿sabe? Después del impacto... - una misteriosa razón le hizo dirigir una mirada fugaz a Judith -... una caja de las usadas para guardar las piezas de un juego de ajedrez hubiera bastado.

Cuando se fue, me reuní con Judith en la cocina. De pie ante el hornillo, con las manos apoyadas sobre una caja de latas de conserva, estaba mirando a través de la ventana todos aquellos detritus del cielo donde Robert Hamilton seguía girando todavía. Tuve la fugitiva sensación de que toda la tierra estaba recubierto de detritus, y que era precisamente allí, en Cabo Kennedy, donde habíamos hallado por fin la fuente.

Apoyé mis manos en sus hombros.

- ¿Por qué todo esto, Judith? ¿Por qué no regresamos a Tampa? Lo único que tendríamos que hacer sería volver otra vez dentro de diez días, cuando ya todo hubiera terminado...

Se giró y frotó su chaqueta de ante, como si quisiera borrar la huella dejada por mis manos.

- Quiero estar aquí, Philip. Por penoso que sea. ¿Acaso no puedes comprenderlo?

A medianoche, cuando terminé de preparar nuestra parca cena, ella estaba de pie en lo alto de la pared de hormigón del silo de fermentación. Los tres cazadores de restos, sentados sobre el asiento trasero de coche, la contemplaban sin moverse, con sus manos llenas de cicatrices parecidas a llamas en medio de la noche.

A las tres de la madrugada, mientras permanecíamos tendidos en la estrecha cama, inmóviles, sin dormir, Valentina Prokrovna regresó del cielo. Realizó su última vuelta en un esplendoroso catafalco de aluminio incandescente de casi trescientos metros de longitud. Cuando salí, los cazadores de reliquias ya no estaban allí. Los vi correr entre las dunas, saltando como liebres por encima de los neumáticos viejos y de la chatarra.

Volví a entrar en la habitación.

- Está llegando, Judith. ¿Quieres verla?

Con sus rubios cabellos sujetos con un pañuelo blanco, tendida boca arriba sobre la cama, contemplaba fijamente el resquebrajado yeso del techo. Poco después de las cuatro, mientras yo permanecía sentado a su lado, un resplandor fosforescente inundó la hoya. A lo lejos resonaron una serie de explosiones que atronaron a lo largo de la muralla de dunas. Se encendieron algunos proyectores, seguidos por el estruendo de motores y sirenas.

Los cazadores de reliquias regresaron al amanecer, con sus destrozadas manos envueltas en vendajes hechos a toda prisa, arrastrando su botín.



Tras aquel melancólico ensayo general, Judith pareció ser presa de una febril actividad tan inesperada como repentina. Como si preparara la casa para alguna visita, colgó las cortinas y barrió las dos habitaciones con un meticuloso cuidado. Incluso le pidió a Quinton un producto para abrillantar el suelo. Durante horas, sentada frente al tocador, cepillaba sus cabellos, probando uno tras otro nuevos peinados. La observé varias veces palpando sus hundidas mejillas, como buscando en ellas los contornos de un rostro que había desaparecido hacía veinte años. Cuando hablaba de Robert Hamilton, parecía tener miedo de parecerle demasiado vieja. En otras ocasiones lo evocaba como si él fuese un niño, el hijo que no habíamos podido tener tras su aborto. Aquellos papeles contrapuestos se iban encadenando como las peripecias de un psicodrama íntimo. Sin embargo, y sin saberlo, ambos utilizábamos a Robert Hamilton desde hacía años, cada uno por distintas razones personales. Esperando su regreso con la certeza de que, después, Judith ya no tendría a nadie más hacia quien volverse excepto a mí, yo esperaba y callaba.

Durante todo aquel tiempo, los cazadores de reliquias trabajaban sobre los restos de la cápsula de Valentina Prokrovna: la deformada porcelana térmica, el chasis de la unidad telemétrica, varias cajas de película en las que había quedado registrada la colisión y la muerte de la cosmonauta (si la película estaba intacta, recibirían elevados precios por ellas: los cines clandestinos de Los Angeles, Londres y Moscú se disputarían aquellas imágenes de violencia y horror que crisparían a sus públicos). Al pasar ante la cabina adyacente a la nuestra, vi un plateado traje espacial desgarrado cuidadosamente extendido sobre dos asientos de coche. Quinton y sus compañeros, con los brazos metidos en las mangas y las perneras de la escafandra, me miraron con una expresión extática en sus ojos.



Una hora antes del amanecer fui despertado por el ruido de motores procedentes de la playa. Los tres cazadores de reliquias estaban escondidos tras el silo, con sus crispados rostros iluminados por sus lámparas frontales. Un largo convoy de camiones y de semitractores evolucionaba por el área de lanzamiento. Algunos soldados saltaron de sus vehículos y empezaron a descargar tiendas y material.

- ¿Qué están haciendo? - le pregunté a Quinton -. ¿Acaso nos están buscando?

El hombre colocó una costurada mano formando visera sobre sus ojos.

- Es el ejército - dijo con voz insegura -. Quizás estén de maniobras. Es la primera vez que veo al ejército aquí.

- ¿Y Hamilton? - murmuré, aferrando su descarnado brazo -. ¿Está seguro de que...?

Me apartó con un gesto irritado que revelaba su inquietud.

- Seremos los primeros, no se preocupe. Va a llegar antes de lo que ellos creen.



Como profetizara Quinton, Robert Hamilton emprendió su último descenso dos noches más tarde. Lo vimos surgir de entre las estrellas y efectuar su última pasada. Reflejado miles de veces en los cristales de los coches apilados, su cápsula llameó entre la vegetación que nos rodeaba. Una difusa estela plateada dejó un fantasmagórico rastro a su paso.

Se produjo una repentina y febril actividad en el campamento militar. Los haces luminosos de los faros se entrecruzaron sobre las pistas de hormigón. En contra de la opinión de Quinton, yo había comprendido que no se trataba de maniobras, sino que los soldados estaban allí preparándose para el aterrizaje de la cápsula de Robert Hamilton. Una docena de semitractores patrullaban entre las dunas, incendiando los bungalows abandonados y aplastando las viejas carcazas de los automóviles. Equipos especializados reparaban la verja y reemplazaban los elementos de señalización desmantelados por los cazadores de reliquias.

Robert Hamilton apareció por última vez un poco después de medianoche, a una elevación de 42 grados noroeste, entre la Lira y Hércules. Judith se levantó de un salto y lanzó un grito. Al mismo instante, un gigantesco dardo de claridad desgarró el cielo. El deslumbrante halo que no dejaba de aumentar de tamaño se precipitaba sobre nosotros como un gigantesco cohete luminoso, mostrando el paisaje hasta sus más mínimos detalles.

- ¡Señora Groves! - Quinton se lanzó sobre Judith, que echaba a correr hacia el satélite en caída libre, y la tiró de bruces al suelo. A trescientos metros, en la cúspide de una duna, se erguía la aislada silueta de un semitractor; el llamear del meteoro ahogaba sus luces de posición.

La cápsula incandescente, el ataúd del astronauta muerto, pasó sobre nuestras cabezas con un sordo y metálico suspiro, haciendo llover gotas de metal derretido. Al cabo de unos segundos, mientras yo me protegía los ojos, una columna de arena surgió tras de mí, y un chorro de polvo se elevó hacia el cielo en medio de la noche, como un inmenso espectro hecho de huesos pulverizados. El sonido del impacto repercutió de duna en duna. Cerca de las rampas se elevaron llamaradas allá donde caían fragmentos de la cápsula. Un sudario de gases fosforescentes flotaba centelleando en el aire.

Judith corría a toda velocidad, pisándoles los talones a los cazadores de reliquias, cuyas luces zigzagueaban. Cuando los alcancé, los últimos braseros provocados por la explosión morían entre las instalaciones. La cápsula había aterrizado al lado de las antiguas rampas del cohete Atlas, excavando un pozo poco profundo de unos cincuenta metros de diámetro, cuyas paredes estaban sembradas de puntos de luz que brillaban como ojos que se fueran cerrando lentamente. Judith corría en todos sentidos, escarbando entre los restos de metal aún incandescentes.

Alguien me empujó. Quinton y sus hombres, con sus requemadas manos cubiertas de cenizas calientes, me rebasaron. Corrían como locos, con una luz salvaje brillando en sus ojos. Mientras nos alejábamos a toda velocidad de los proyectores que taladraban las tinieblas, me giré hacia la playa. Una pálida luminosidad plateada envolvía las instalaciones. Aquella nube resplandeciente fue arrastrada hacia lo lejos, como un fantasma moribundo, en dirección al mar.



Al amanecer, mientras los motores gruñían y resoplaban entre las dunas, recogimos los restos de Robert Hamilton.

Quinton entró en nuestra casa y me tendió una caja de zapatos. Judith, en la cocina, se secó las manos con un pañuelo.

Tomé la caja.

- ¿Es todo lo que han encontrado?

- Es todo lo que había. Si quiere puede ir a mirar usted mismo.

- Está bien. Nos iremos dentro de media hora.

Agitó la cabeza.

- Imposible. Están por todas partes. Si se mueven nos descubrirán.

Esperó a que yo alzara la tapa de la caja, hizo una mueca, y salió al exterior.



Nos quedamos allí otros cuatro días. El ejército rastreaba las dunas. Día y noche, los semitractores cruzaban entre los bungalows y los coches abandonados. En una ocasión, mientras espiaba la danza de vehículos desde detrás de una torre de aguas, un semitractor y dos jeeps llegaron a menos de cuatrocientos metros de nuestra hoya. Sólo el olor de los silos de sedimentación y el mal estado de las calzadas de hormigón les impidieron acercarse más.

Durante todo aquel tiempo, Judith permaneció sentada en la habitación, con la caja de cartón posada sobre su regazo. No decía nada. Como si ni yo ni el basurero de Cabo Kennedy le interesáramos ya. Se peinaba con gestos mecánicos, se maquillaba y volvía a maquillarse una y otra vez, incansablemente.

Al segundo día, me reuní con ella tras ayudar a Quinton a enterrar sus cabañas en la arena hasta las ventanas. Estaba de pie junto a la mesa.

La caja estaba abierta. En medio de la mesa estaban apilados una serie de bastoncillos carbonizados, como si hubiera estado intentando encender un fuego. Comprendí bruscamente que así había sido. Mientras removía las cenizas con sus dedos, vi asomar un fragmento de caja torácica, una mano y una clavícula.

Ella me miró con aire aturdido.

- Están negros - dijo.

La tomé en brazos y la obligué a tenderse en la cama. Me tendí a su lado. Fragmentos de órdenes amplificadas por los altavoces y cuyo eco era retransmitido por las dunas golpeaban contra los cristales.

- Ahora podemos irnos - dijo Judith cuando la columna de soldados se hubo alejado.

- Un poco más tarde, cuando ya no haya nadie - dije yo -. ¿Qué hacemos con esto?

- Enterrarlo. En cualquier lugar, ya no tiene importancia.

Parecía haber recuperado finalmente la tranquilidad. Me dedicó una breve sonrisa, como admitiendo que aquella macabra comedia por fin había terminado.

Sin embargo, una vez hube colocado de nuevo los huesos en la caja de zapatos y recuperado las cenizas de Robert Hamilton con ayuda de una cucharilla de postre, tomó de nuevo la caja de cartón y se la llevó a la cocina cuando fue a preparar la cena.



La enfermedad apareció al tercer día.

Tras una larga y agitada noche, encontré a Judith peinándose ante el espejo. Tenía la boca abierta, como si sus labios estuvieran impregnados de ácido. Cuando se sacudió la falda para eliminar los cabellos que habían caído en ella me sorprendí ante la leprosa blancura de su rostro.

Me levanté a duras penas, me dirigí pesadamente a la cocina, y me quedé contemplando el pote lleno de café frío. Sentía un cansancio indefinible, parecía como si mis huesos se hubieran reblandecido, estaba extenuado. Mi cuello y hombros estaban llenos de cabellos.

Judith se acercó a mí con paso vacilante.

- Philip... ¿Te encuentras mal?... ¿Qué es esto?

- El agua - murmuré. Vacié el café en la fregadera y me apreté la garganta -. Debe estar contaminada.

- ¿Podemos irnos ya? - Se llevó una mano a la frente y, con sus uñas quebradizas, se arrancó un mechón de cabellos color ceniza -. ¡Philip! ¡Por el amor del cielo! ¡Se me está cayendo todo el cabello!

Ambos nos sentíamos incapaces de comer nada. Tras forzarme a tragar un poco de carne fría, tuve que salir a vomitar fuera de la cabaña.

Quinton y sus hombres estaban agachados junto al silo. Me acerqué a ellos y tuve que apoyarme contra la carcasa del satélite meteorológico para mantener el equilibrio. Quinton se acercó a mí. Cuando le dije que era probable que los depósitos de agua estuvieran contaminados, sus acerados e inquietos ojos de pájaro se me quedaron mirando fijamente.

Una hora más tarde se habían ido todos.



A la mañana siguiente, nuestro último día en aquel lugar, nuestro estado empeoró. Judith, temblando bajo su chaqueta de ante, permaneció tendida en la cama, con la caja de zapatos sujeta entre sus brazos. Yo pasé horas enteras buscando agua potable en los bungalows. Mi agotamiento era tal que tuve que trabajar lo indecible para alcanzar el borde opuesto de la hoya. Las patrullas militares no habían estado nunca tan cerca. Podía oír el sonido de los semitractores cuando cambiaban de marcha. Los ladridos de los altavoces martilleaban mi cráneo como puños de acero.

Mientras miraba a Judith a través de la puerta abierta, algunas palabras llegaron hasta mi conciencia:

- ...zona contaminada... evacúen... radiactividad...

Fui junto a Judith y le arranqué la caja de las manos.

- Philip... - me miró con expresión abatida -. Devuélvemela...

Su rostro era una máscara abotagada. Manchas lívidas marcaban sus muñecas. Su mano izquierda se tendió hacia mí como la garra de un cadáver.

Agité rabiosamente la caja. En su interior, los huesos entrechocaron.

- ¡Maldita sea, es esto! ¿No comprendes... no comprendes por qué estamos enfermos?

- ¿Dónde están los demás, Philip? El viejo, los otros... Ve a buscarlos... Diles que nos ayuden.

- Se han ido. Ayer. Ya te lo dije.

Dejé caer la caja de cartón sobre la mesa. La tapa se abrió, dejando escapar un fragmento de caja torácica. Las costillas parecían un manojo de ramas secas.

- Quinton sabía qué era lo que pasaba. El porqué el ejército estaba aquí. Intentó prevenirnos.

- ¿Qué quieres decir? - Se irguió. Parecía como si tuviera que esforzarse para mantener su visión clara -. No hay que dejarles que se lleven a Robert. Entiérralo en cualquier parte. Ya vendremos a buscarlo en otra ocasión.

- ¡Judith! - me incliné sobre la cama -. ¿Acaso no te das cuenta? ¡Había una bomba a bordo! ¡Robert Hamilton llevaba consigo en su cápsula un proyectil atómico! - Me acerqué a la ventana y aparté las cortinas -. Ha sido una buena broma. Veinte años aguantando porque no podía tener la certeza...

- Philip...

- No te preocupes. Yo también lo utilicé. Creía que sólo él podía permitirnos continuar. ¡Y, durante todo este tiempo, él ha estado esperando ahí arriba la hora de arreglar cuentas con nosotros!

Un tubo de escape petardeó en el exterior. Un semitractor, en cuyas puertas y capota había pintada una enorme cruz roja, apareció en el borde de la hoya. Dos hombres vestidos con trajes protectores saltaron al suelo. Esgrimían contadores geiger.

- Judith, antes de que se nos lleven, dime... Nunca te lo he preguntado...

Sentada en la cama, Judith acariciaba distraídamente los cabellos esparcidos sobre la almohada. La mitad de su cráneo estaba casi desnudo. Miraba como sin ver sus manos de epidermis cada vez más pálida y desprovistas casi de fuerza. Nunca había visto en su rostro aquella expresión: la rabia sorda que engendra la traición.

Cuando sus ojos se posaron en mí y en los huesos esparcidos sobre la mesa, supe finalmente la respuesta a mi pregunta.



FIN

AL ABISMO DE CHICAGO

AL ABISMO DE CHICAGO

Ray Bradbury

-
Bajo un pálido cielo de abril, con un leve viento que disipaba el recuerdo invernal, el anciano entró en el parque casi vacío a mediodía. Sus lentos pies estaban envueltos en vendas manchadas de nicotina, y tenía los cabellos enmarañados, largos y grises, lo mismo que su barba, rodeando una boca que parecía temblar continuamente llena de revelaciones.

El anciano miró hacia atrás como si hubiera perdido más cosas de las que podía empezar a recordar allí, en el montón de ruinas, ante la desdentada silueta de la ciudad. Al no encontrar nada, siguió arrastrando los pies hasta que localizó un banco ocupado por una mujer solitaria. La contempló, asintió con la cabeza, se sentó al otro extremo del banco y no volvió a mirarla.

Permaneció con los ojos cerrados y la boca ocupada durante tres minutos, moviendo la cabeza como si su nariz estuviera escribiendo una palabra en el aire. Hecho esto, abrió la boca para pronunciar la palabra con voz clara y aguda:

- Café.

La mujer dio un respingo e irguió el cuerpo.

Los nudosos dedos del anciano voltearon en pantomima sobre su regazo, sin mirar.

- ¡Gira el abrelatas! ¡Envase rojo brillante de letras amarillas! Aire comprimido. ¡Pufff! Envasado al vacío. ¡Ssst! ¡Como una serpiente!

La mujer volvió la cabeza como si la hubiesen golpeado, para contemplar con horrorizada fascinación la lengua en movimiento del anciano.

- Qué perfume, qué aroma, qué olor. ¡Exquisitos, oscuros, maravillosos granos brasileños, recién molidos!

La mujer se puso en pie de un salto, tambaleándose como si acabase de recibir un tiro, y se agarró al respaldo del banco.

El anciano abrió los ojos de par en par.

- ¡No! Yo...

Pero ella echó a correr, y desapareció.

El anciano suspiró y reanudó su deambular por el parque hasta encontrar un banco donde estaba sentado un joven completamente absorto en la tarea de envolver hierba seca en un pequeño rectángulo de papel fino. Sus delgados dedos moldearon la hierba tiernamente, en un rito casi sagrado, temblando mientras enrollaba el tubo; luego lo colocó entre sus labios e, hipnóticamente, lo encendió. Se reclinó hacia atrás, bizqueando de placer, comulgando con el fétido aire que invadía su boca y sus pulmones. El anciano contempló el humo exhalado disolviéndose en el viento de mediodía, y dijo:

- Chesterfield.

El joven se cogió las rodillas con fuerza.

- Raleighs - dijo el anciano -. Lucky Strike.

El joven le miró fijamente.

- Kent. Kools. Marlboro - dijo el anciano, sin mirar al joven -. Así se llamaban. Paquetes blancos, rojo, ámbar, verde hierba, azul celeste, dorado, con la tirilla roja en la parte superior para quitar el crujiente celofán, y la etiqueta azul del impuesto del Gobierno...

- ¡Cállese! - dijo el joven.

- Se compraban en las droguerías, en los quioscos de refrescos, en las estaciones del Metro...

- ¡Cállese!

- Calma - dijo el anciano -. Ese humo me ha hecho pensar...

- ¡No piense! - El joven hizo un gesto tan violento que su cigarrillo liado a mano cayó deshecho sobre sus piernas -. ¡Mire lo que ha conseguido!

- Lo siento. Era un día tan agradable y amistoso...

- ¡Yo no soy amigo de nadie!

- Todos somos amigos ahora; si no ¿para qué vivimos?

- ¿Amigos? - refunfuñó el joven, sacudiéndose del regazo la hierba y el papel -. Tal vez hubieran «amigos» en los años setenta, pero ahora...

- Mil novecientos setenta. Tú debías ser un niño entonces. Todavía se encontraban caramelos Butterfingers envueltos en papel de color amarillo canario. Baby Ruths, Clark Bars en papel naranja; Milky Ways... tómese un universo de estrellas, cometas, meteoros. Qué bonito...

- Nunca fue bonito. - El joven se puso en pie súbitamente -. ¿Qué le pasa a usted?

- Recuerdo las limas y los limones, eso es lo que me pasa. ¿Te acuerdas de las naranjas?

¡Maldita sea! Naranjas, un cuerno. ¿Me está llamando embustero? ¿Quiere ponerme enfermo? ¿Está usted chiflado? ¿No conoce la ley? ¿No sabe que puedo denunciarle?

- Lo sé, lo sé - dijo el anciano, encogiéndose de hombros -. El tiempo que hace me ha engañado. Me ha hecho comparar...

- Comparar rumores. Es como dicen ellos, la Policía, los Agentes Especiales. Ellos lo dicen. Son rumores, maldito agitador. Usted...

Cogió al anciano por las solapas, que se desgarraron, por lo que hubo de agarrarle otra vez, gritándole a la cara:

- Le voy a romper la crisma... Hace mucho tiempo que no le parto la cara a nadie...

Empujó al anciano. Del empujón pasó a las bofetadas, y de las bofetadas a los puñetazos: una verdadera lluvia de golpes cayó sobre el anciano, que la soportaba como alguien sorprendido por una terrible tormenta. Con sólo los dedos intentaba protegerse de los puños que magullaban sus mejillas, sus hombros, su frente, su barbilla, mientras el joven gritaba cigarrillos, gemía caramelos, aullaba tabacos, chillaba golosinas, y cuando el anciano cayó le atacó a puntapiés. De pronto, el joven dejó de golpearle y empezó a llorar. Al oír aquel ruido, el anciano, caído en el suelo, retorciéndose de dolor, apartó sus dedos de su boca lastimada y abrió los ojos para mirar con asombro a su agresor. El joven sollozaba.

- Por favor... - suplicó el anciano.

Los sollozos del joven se hicieron más ruidosos, y le brotaron lágrimas de los ojos.

- No llores - dijo el anciano -. No estaremos siempre hambrientos. Reconstruiremos las ciudades. Oye, no quise hacerte llorar, sólo quería que pensaras a dónde vamos, lo que estamos haciendo, lo que hemos hecho... No me pegabas a mí. Querías golpear otra cosa, pero yo estaba más a mano. Mira, no me has hecho nada. Estoy bien.

El joven dejó de llorar y bajó los ojos para mirar al anciano, quien forzó una sonrisa bañada en sangre.

- Usted... no puede andar por el mundo - dijo el joven - molestando a la gente. ¡Voy a buscar a alguien para que le ajuste las cuentas!

- ¡Espera! - El anciano hizo un esfuerzo por incorporarse -. ¡No!

Pero el joven, dando voces, echó a correr hacia la salida del parque.

Semiincorporado, el anciano se tentó los huesos, encontró uno de sus dientes caído entre la gravilla, lleno de sangre, y lo cogió tristemente.

- Estúpido - dijo una voz.

El anciano miró a su alrededor y hacia arriba.

Un hombre delgado, de unos cuarenta años, se apoyaba en un árbol cercano, con una expresión de cansancio y de curiosidad en su alargado rostro.

- Estúpido - repitió.

El anciano le miró con aire asombrado.

- ¿Ha estado usted ahí todo el tiempo, y no ha hecho nada?

- ¿Qué debía hacer? ¿Luchar con un tonto para salvar a otro? No. - El desconocido le ayudó a levantarse y sacudió el polvo de sus ropas -. Sólo peleo cuando vale la pena hacerlo. Vamos, le llevaré a mi casa.

El anciano volvió a mirarle con asombro.

- ¿Por qué?

- Ese muchacho regresará con la policía de un momento a otro. No quiero que le encierren; es usted un producto muy valioso. Había oído hablar de usted y le buscaba desde hace varios días. Y he tenido que encontrarle representando uno de sus famosos números... ¿Qué le dijo al muchacho para que se enfadase tanto?

- Le hablé de naranjas y de limones, de caramelos y cigarrillos. Estaba a punto de recordarle con todo detalle los juguetes de cuerda, las pipas de brezo y los cepillos de cerda cuando hizo caer el cielo sobre mí.

- Casi no se lo reprocho. A mí mismo me están entrando ganas. ¡Vámonos ya, oigo una sirena!

Y salieron rápidamente del parque.



Bebió primero el vino hecho en casa, porque resultaba más fácil. La comida tendría que esperar hasta que su hambre venciera al dolor en su boca lastimada. Sorbió, asintiendo con la cabeza.

- Excelente, muchas gracias. Excelente.

El desconocido que le había sacado rápidamente del parque estaba sentado frente a él en la endeble mesa del comedor, mientras la esposa del desconocido colocaba unos platos rajados y desconchados sobre el raído mantel.

- La paliza - dijo el marido, finalmente -. ¿Cómo ocurrió?

Al oír esto, la esposa casi dejó caer un plato.

- Tranquilízate - dijo el marido -. Nadie nos ha seguido. Adelante, viejo. Cuéntenos por qué se comportaba usted como un santo aspirante al martirio. Es usted famoso, ¿no lo sabía? Todo el mundo ha oído hablar de usted. A muchos les gustaría conocerle. Pero yo deseo conocer en primer lugar las razones de su conducta. ¿Bien?

Pero el anciano estaba absorto en la contemplación del plato desconchado que tenía ante sí. ¡Veintiséis! ¡No: veintiocho guisantes! Contó la suma increíble, se inclinó sobre tan insólitas legumbres como un hombre que reza se inclina sobre las cuentas de su rosario. Veintiocho gloriosos guisantes verdes, y unas cuantas hilachas de fideos medio rancios anunciando que hoy las cosas iban mejor. Pero debajo del montoncito de pasta, el plato rajado demostraba que las cosas habían ido peor desde hacía muchos años. El anciano se quedó como suspendido sobre el plato, semejante a un enorme e inexplicable pajarraco caído por azar en aquel frío apartamento. Sus samaritanos anfitriones le contemplaron hasta que finalmente dijo:

- Estos veintiocho guisantes me recuerdan una película que vi cuando era niño. Un cómico... ¿Entienden ustedes esa palabra? Un hombre que hacía reír se encontraba con un loco en un asilo nocturno, y...

El marido y la esposa rieron en voz baja.

- No, no es ese todavía el chiste, lo siento - se disculpó el anciano -. El loco invitaba al cómico a sentarse ante una mesa vacía, sin cuchillos, ni tenedores, ni comida. «La cena está servida», anunciaba. Temiendo ser asesinado, el cómico le seguía la corriente. «¡Excelente!», exclamaba, fingiendo masticar la verdura, el filete y el postre, aunque no mordía nada. «¡Estupendo! ¡Maravilloso!», y tragaba aire. Ahora pueden reír.

Pero el marido y la esposa, completamente inmóviles, se quedaron mirando los platos y su mísero contenido

El anciano meneó la cabeza y continuó:

- El cómico, creyendo convencer al loco, exclamaba: «¡Y estos melocotones regados con coñac! ¡Soberbios!» «¿Melocotones?», gritó el loco, sacando un revólver. «¡Yo no he servido melocotones! ¡Está loco!» Y mataba al cómico por la espalda.

Durante el silencio que siguió, el anciano, cogió el primer guisante y lo sopesó amorosamente en la punta de su tenedor de estaño. Estaba a punto de llevárselo a la boca cuando...

Resonó una imperiosa llamada en la puerta.

- ¡Policía especial! - gritó una voz.

En silencio, pero temblando, la esposa ocultó el plato extraordinario.

El marido se levantó con serenidad para conducir al anciano hacia una pared, en la cual se abrió un entrepaño. El anciano pasó al otro lado, el entrepaño volvió a cerrarse y el anciano permaneció oculto allí, a oscuras, mientras al otro lado, invisible, se abría la puerta del apartamento. Se oyeron murmullos de voces excitadas. El anciano podía imaginar al Agente Especial con su uniforme azul oscuro, con el revólver en el puño, entrando para no ver sino los escasos muebles, las paredes desnudas, el resonante suelo de linóleo, las ventanas con hojas de cartón sustituyendo a los cristales: toda una delgada y grasienta película de civilización dejada sobre la playa vacía cuando se retiró la marea de la guerra.

- Estoy buscando a un viejo - dijo la cansada voz de la autoridad al otro lado de la pared. Qué extraño, pensó el anciano, incluso la ley suena cansada ahora -. Usa ropas remendadas... - Pero ahora todo el mundo llevaba ropas remendadas -. Sucio. De unos ochenta años de edad...

Pero, ¿acaso no va todo el mundo sucio? ¿No somos todos viejos?, se gritó el anciano en su fuero interno.

- Si le entregan, la recompensa son raciones para una semana - dijo la voz del policía -, más diez latas de verduras y cinco latas de sopa como gratificación especial.

Envases de hojalata con sus etiquetas de brillantes colores, pensó el anciano. Las latas aparecieron como meteoros deslizándose sobre sus párpados en la oscuridad. ¡Una atractiva recompensa! No DIEZ MIL DOLARES, ni VEINTE MIL DOLARES, no, no, sino... cinco maravillosas latas de sopa auténtica, no de sucedáneo, y diez, cuéntalas, diez hermosas y brillantes latas de verduras exóticas tales como habichuelas verdes y maíz tierno... ¡Piensa en ello! ¡Piensa!

Siguió un largo silencio, durante el cual el anciano creyó oí, leves murmullos de estómagos revolviéndose intranquilos, amodorrados pero capaces de evocar cenas más opíparas que los residuos de la antigua ilusión convertida en pesadilla durante el largo crepúsculo que había seguido al D. A.: Día del Aniquilamiento.

- Sopa, verduras - repitió la voz del policía -. ¡Quince hermosas latas!

La puerta se cerró de golpe.

Las pesadas botas resonaron a través del destartalado inmueble, y se oyeron nuevas llamadas a las tapaderas de ataúd de las puertas, para volver a otros Lázaros a la vida hablándoles en voz alta de latas brillantes y sopas auténticas. Finalmente, los golpes cesaron y resonó un último portazo.

El entrepaño volvió a abrirse. Marido y mujer evitaban mirar al anciano cuando salió. Él sabía por qué, e hizo gesto de tocarles el brazo.

- Hasta yo mismo - dijo, suspirando -. Hasta yo estuve a punto de entregarme para reclamar la recompensa, para comer la sopa...

Pero ellos continuaban sin mirarle.

- ¿Por qué? - inquirió -. ¿Por qué no me han entregado? ¿Por qué?

El marido, como si hubiera recordado algo de pronto, hizo una seña a su esposa. Ella se dirigió hacia la puerta, vaciló; su marido asintió con la cabeza, impaciente, y ella salió, silenciosa como un soplo sobre una telaraña. La oyeron deslizarse a lo largo del vestíbulo, llamando suavemente a las puertas, las cuales se abrían a susurros y murmullos.

- ¿Qué está haciendo? ¿Qué se propone hacer usted? - preguntó el anciano.

- Ya lo verá. Siéntese y termine de cenar - dijo el marido -. Dígame por qué es usted tan loco que ha llegado a enloquecernos a nosotros hasta el punto de ir a buscarle y traerle aquí.

- ¿Por qué soy tan loco? - El anciano se sentó y se puso a masticar lentamente, tomando uno a uno los guisantes del plato que le había sido devuelto -. Sí, soy un loco. ¿Cómo empezó mi locura? Hace años contemplé el mundo en ruinas, las dictaduras, los estados y naciones esquilmadas, y me dije: «¿Qué puedo hacer yo, un débil anciano? ¿Qué? ¿Reparar el desastre? ¡Bah!» Pero una noche, medio dormido, un antiguo disco de fonógrafo resonó en mi cabeza. Dos hermanas, llamadas Duncan, famosas cuando yo era un niño, cantaban una canción llamada RECORDANDO. «Recordar es lo único que hago, querido, conque inténtalo y recuerda tú conmigo.» Repetí la canción y no era una canción, sino un sistema de vida. ¿Qué podía ofrecer a un mundo que empezaba a olvidar? ¡Mi memoria! ¿Para qué iba a servir eso? Para ofrecer un nivel de comparación; decirles a los jóvenes lo que fue en otro tiempo, poner en evidencia nuestras pérdidas. Descubrí que, cuanto más recordaba, más lograba recordar. Según con quién me sentaba, recordaba las flores de imitación, los teléfonos, las neveras, las chicharras (¿ha hecho usted sonar alguna vez una chicharra?), los dedales, y los clips de bicicleta; no las bicicletas, no, sino los clips de bicicleta... ¿Verdad que resulta curioso? En cierta ocasión un hombre me pidió que recordara los instrumentos de a bordo de un Cadillac. Los recordé y se los descubrí detalladamente. Mientras me escuchaba unas gruesas lágrimas se deslizaron por sus mejillas. ¿Lágrimas de felicidad... o de tristeza? No puedo saberlo. Sólo puedo recordar. No hago literatura, no; nunca he tenido memoria para las comedias o los poemas. Son algo que se pierde, que muere. En realidad, no soy más que un evocador de lo vulgar, que al fin y al cabo es algo que también forma parte de la civilización. Lo único que ofrezco realmente son los restos y cacharros cromados de tercera mano de una civilización que acabó por correr hacia el precipicio. Pero, de un modo u otro, la civilización debe ponerse de nuevo en marcha. Los que sepan ofrecer delicada poesía, que la recuerden, que la ofrezcan. Los que sepan tejer y fabricar hermosas redes, que las tejan, que las fabriquen. Mi talento es menos importante que el de ellos, y tal vez desdeñable en el largo trecho a recorrer hacia la antigua cumbre. Pero yo debo soñar que vale la pena. Porque, insignificantes o no, las cosas que la gente recuerde son las que tratará de recuperar. En consecuencia, me dedico a ulcerar sus deseos medio muertos con el ácido de mis recuerdos. Tal vez así se decidan a reconstruir la ciudad, el Estado y luego el mundo. Hagamos que un hombre desee el vino, otro un cómodo sillón; un tercero querrá un planeador con alas para remontarse sobre los vientos de marzo y construirá pterodáctilos electrónicos de mayor tamaño para dominar vientos todavía más fuertes, con un mayor número de pasajeros. Algún tonto deseará tener un árbol de Navidad, y un listo sabrá buscarlo. Juntemos todos esos deseos, y yo estaré allí para inducir a esos hombres a realizarlos. Sí, en otro tiempo hubiera gritado: «¡Sólo lo mejor de lo mejor, sólo la calidad verdadera!» Pero las rosas pueden florecer sobre el estiércol. Lo vulgar debe existir para que pueda florecer lo más excelente. Yo seré el más vulgar que exista y combatiré a todos los que dicen déjalo correr, húndete, revuélcate en el polvo, deja que las razas cubran el sepulcro donde estás enterrado vivo. Protestaré contra las tribus de hombres - mono vagabundos, contra los hombres - oveja que mastican la hierba de los campos despreciados por los lobos feudales que se hacen fuertes en las cumbres de los escasos rascacielos restantes y acaparan los alimentos olvidados. Mataré a esos villanos con un abrelatas y un sacacorchos. Los pondré en fuga con fantasmas de Buick, Kissel-Kar y Moon, les azotaré con látigos de regaliz hasta que griten pidiendo misericordia. ¿Si será posible conseguirlo? Ha de intentarse.

Con las últimas palabras, el anciano revolvió el último guisante en su boca, mientras su samaritano anfitrión se limitaba a mirarle con expresión de amable asombro. En toda la casa la gente se removía, se abrían y cerraban puertas, y los rumores crecían en intensidad por los corredores. El desconocido dijo:

- ¿Y usted me pregunta por qué no le hemos entregado? ¿Oye esos rumores al otro lado de la puerta?

- Parece como si todos los habitantes del inmueble...

- Todos. Viejo loco, ¿recuerda los cinematógrafos? Mejor aún, ¿los cinematógrafos al aire libre donde se podía entrar en automóvil?

El anciano sonrió.

- ¿Los recuerda usted?

- Casi.

- Mire, si va a seguir siendo un loco, si quiere correr riesgos, hágalo ahora y de una sola vez, ante un auditorio numeroso. ¿Por qué desperdiciar su aliento con una persona, o con dos o incluso tres, si...

El marido abrió la puerta e hizo un gesto con la cabeza hacia fuera. En silencio, uno a uno o por parejas, entraban los habitantes del inmueble. Entraban en aquella habitación como si fuese una sinagoga, o una iglesia, o ese otro tipo de templo llamado cinematógrafo, o el tipo de cinematógrafo llamado cine al aire libre. Y la tarde iba cayendo; el sol se hundía en el horizonte y muy pronto, en las primeras horas de la noche, al caer la oscuridad, la habitación quedaría envuelta en sombras y una sola luz iluminaría al anciano y éste hablaría y ellos escucharían y se cogerían de la mano y sería como en los viejos tiempos en las salas a oscuras, o en el interior de los coches, y sería sólo un recuerdo: palabras por palomitas, y palabras por goma de mascar, y refrescos, y bombones; pero las palabras, de todos modos, las palabras...

Y mientras la gente entraba y se sentaba en el suelo, y el anciano les contemplaba, negándose a creer que hubieran acudido sin conocerle siquiera, el marido dijo:

- ¿No es mucho mejor esto que correr un riesgo al aire libre?

- Sí. Es extraño... Odio el dolor, odio ser golpeado y perseguido. Pero mi lengua se mueve. Debo escuchar lo que dice. Pero esto es mejor.

- Bien. - El marido metió un billete rojo en la palma de la mano del anciano -. Cuando esto haya terminado, dentro de una hora, aquí hay un billete de un amigo mío que trabaja en Transportes. Un tren cruza el país cada semana. Cada semana consigo un billete para algún idiota al que deseo ayudar. Esta semana le toca a usted.

El anciano leyó el punto de destino en el doblado papel rojo:

- ABISMO DE CHICAGO. - Y añadió -: ¿Todavía está allí el Abismo?

- El año que viene, por estas fechas, el lago Michigan puede irrumpir a través de la última corteza y formar un nuevo lago en el pozo donde en otro tiempo estuvo la ciudad. Hay vida de todas clases en los bordes del cráter, y una vez al mes sale hacia el oeste un tren secundario. Cuando llegue allí, siga viaje y olvide que nos ha conocido. Le daré una pequeña lista de personas como nosotros. Cuando haya pasado algún tiempo, procure localizarlas: viven en lugares desérticos. Pero, por el amor de Dios, quédese al aire libre, durante un año y tómese unas vacaciones. Mantenga cerrada su maravillosa boca. - El marido le entregó una tarjeta amarilla -. Este es un dentista amigo mío. Dígale que le haga una dentadura nueva que sólo se abra a las horas de comer.

Al oír esto, algunos de los presentes se echaron a reír, y el anciano también rió silenciosamente. Los vecinos, docenas de ellos, habían acabado de entrar y era tarde. Marido y esposa cerraron la puerta y se quedaron de pie junto a ella, y se volvieron para presenciar la última ocasión especial en que el anciano podría abrir su boca.

El anciano se puso en pie.

Su auditorio permaneció inmóvil y silencioso.

El tren entró a medianoche, oxidado y ruidoso, en una estación súbitamente llena de nieve. Bajo la cruel ventisca, gentes mal lavadas subieron a los anticuados vagones empujando al anciano por el pasillo hasta un compartimiento vacío que en otro tiempo había sido un lavabo. El suelo no tardó en quedar convertido en un lecho rodante sobre el cual dieciséis personas se retorcían y daban vueltas en la oscuridad, tratando de conciliar el sueño.

El tren se precipitó a través de la blancura desierta.

El anciano se repetía: «Silencio, cállate, no hables, no digas nada, quédate quieto, ¡piensa!, ¡cuidado!, ¡no te muevas!», mientras se veía mecido, traqueteado, sacudido de acá para allá. Permanecía medio recostado contra una pared. Sólo había otro pasajero de pie en aquel horrible compartimiento: a unos pies de distancia, también recostado contra la pared, estaba un muchacho de ocho años cuya palidez enfermiza cubría sus mejillas. Completamente despierto, con los ojos brillantes, parecía contemplar, contemplaba, la boca del anciano. El muchacho miraba porque no tenía más remedio. El tren pitaba, rugía, traqueteaba, aullaba y corría.

Transcurrió media hora de estruendosa carrera nocturna bajo la luna velada por la nieve, y la boca del anciano permaneció herméticamente cerrada. Otra hora, y continuó cerrada. Una hora más y empezaron a aflojarse los músculos alrededor de sus mejillas. Otra, y sus labios se entreabrieron para desentumecerse. El muchacho permanecía despierto. El muchacho miraba, esperaba. Inmensos velos de silencio cernían el aire nocturno exterior, hendido por el avance del tren. Los viajeros, sumidos en un inconfesado terror, entumecidos por la velocidad, dormían cada uno su sueño, pero el muchacho no apartaba los ojos, y al fin el anciano se inclinó hacia delante, muy despacio.

- Eh..., muchacho. ¿Cómo te llamas?

- Joseph.

El tren traqueteaba y gruñía como un monstruo avanzando a través de una oscuridad intemporal hacia una mañana inimaginable.

Joseph... - El anciano saboreó la palabra y se adelantó un poco más, con los ojos risueños y brillantes. Su rostro se llenó de pálida belleza. Sus ojos se dilataron hasta que parecieron no ver. Miraban algo distante y oculto. Se aclaró la garganta, procurando no hacer ruido.

- Ejem...

El tren rugió al tomar una curva. La gente osciló de un lado a otro en sueños.

- Bueno, Joseph - susurró el anciano, alzando suavemente los dedos al aire -. Érase una vez...



FIN

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