AVERíA

AVERíA

Francisco Lezcano Lezcano

Los dos se dejaban llevar por la acera rodante.

—¿Y bien? —preguntó amable la guía.

—Después de lo que he visto y me ha contado —abrió los ojos, haciendo un expresivo gesto—, apenas puedo hablar de tanto asombro como tengo dentro.

—Señor Barnum Salam..., ¿he pronunciado con exactitud su nombre?

—Perfectamente, señorita Agmaal.

—Me alegro —respondió, haciendo un muy femenino mohín—. Quería decirle que no tiene razón para asombrarse tanto... Ustedes, por lo que me ha dicho, están muy adelantados. Nos quedaremos perplejos con algunas de sus cosas. —La señorita le interrumpió para coger a Barnum del brazo—. Permítame, vamos a doblar una esquina..., no quiero que se caiga. Luego me pedirían responsabilidades.

—Gracias, me falta costumbre. —La fuerza de aquella frágil muchacha le sorprendió. Pero esperó a recobrar el equilibrio antes de comentarlo.

—Es usted muy fuerte.

—Gracias. Esa observación aquí es fina galantería. Nos preparan bien... Volviendo a lo de antes: ...Creo que hablando con más exactitud no se trata de mayores adelantos, sino de paralelas directrices para conseguir lo mismo...

La acera desvió su marcha hacia la derecha.

—Tal vez... —Barnum contestó mecánicamente, distraído por el subyugante movimiento que hacía la guía al andar.

—Señor Barnum..., es absurdo que se fije usted en mi anatomía. Mejor atienda a aquella luz roja; cuando lleguemos a ella la acera se detendrá durante los segundos necesarios para saltar al tramo lateral. Me interesa mostrarle dos cosas. Barnum Salam se sintió acomplejado, cohibido ante la decisión y el desparpajo de la señorita Agmaal.

—Disculpe..., yo...

—Es corriente. A veces pasa... Prepárese ahora para pisar bien en la otra banda rodante.

Barnum arrugó preocupado el entrecejo.

—¿Y si tropiezo?

—No se preocupe..., le ayudaré.

La acera se detuvo, y los dos pasaron a la otra zona marcada en verde que discurría con mayor velocidad. Pronto, dejando atrás un hermoso parque, de flores grandes como un abrazo de afecto, estuvieron frente a un edificio de color naranja que recordaba ese haz de espárragos sujeto en su centro por un aro; allí, el aro era dorado con remates rubís...

—¿...?

—¿Es la escuela de Calefactores-Refrigeradores?

—¿...?

—Sí, señor Barnum..., aquí algunos miles de alumnos están aprendiendo a manejar su calor psíquico. A través de un largo entrenamiento son capaces de producir frío o calor en sí mismos. Ello les permite vivir con tranquilidad en cualquier zona, aislados de la temperatura ambiente. Durante la última prueba necesaria para recibir el título oficial deben subsistir, totalmente desnudos, en la zona polar durante seis meses, y seis meses más en la zona desértica del ecuador, justamente donde el calor es casi fuego real.

—Pero quien no esté preparado morirá.

—¡Ah!, ¡no! Hay un buen servicio de vigilancia automática, que es necesaria no sólo para proteger a los alumnos, sino también para evitar que hagan trampas.

La acera penetró por una ranura y ambos quedaron sobre el bruñido suelo de la porción existente frente al inmueble.

La guía continuó hablando con voz agradable. Barnum se sentía cada vez más atraído por su personalidad física y mental.

—Los Temperaturistas —acépteme la expresión— son muy útiles... Por ejemplo: el oficio de calefactor-refrigerador de locales públicos está muy remunerado...

La avenida, horizontal con la acera rodante, formando martillo, se alejaba hacia el norte. Su aspecto era el de un gran cristal mate bordeado de árboles semejantes a violetas coliflores. Hacia el sur iba describiendo una suave curva.

A cada cincuenta o cien metros, pequeñas casas de apariencia prismática se erguían igual que garitas gigantes. De tramo en tramo, mancha, policroma de jardines adornados con las raras formas de ramificaciones vidriosocalcáreas...

Barnum detuvo su mirada en una torre donde la curva se hacía más pronunciada: un índice de cien metros rodeado en su base por una masa de construcciones que recordaban a los viejos igloos esquimales.

—¿Qué es? —preguntó.

Agmaal sonrió de ojo a ojo, mostrando su atractiva dentadura y los graciosos hoyos que aparecían a menudo en sus mejillas.

—El Depósito.

—¿Basura?

—No..., muertos...

—¿Un cementerio?

—Tampoco. En nuestra civilización no enterramos a nadie. Todos somos para todos. Cuando alguien muere hay que avisar en seguida al Centro de Distribución. En él someten al cadáver a un cuidadoso estudio selectivo y a una meticulosa disección. Las partes integrantes del humano son enviadas a Bancos de Organismos, según la demanda de cada zona. En donde los científicos pueden surtirse del material que necesiten para sus investigaciones o para sanar enfermos.

"En la parte central, más alta, se almacena lo relacionado con la reproducción, para luego poder fabricar criaturas in vitro que condicionamos a diferentes necesidades: Astronáutica, subacuanáutica, etcétera.

Repentinamente Agmaal se quedó rígida, como en estado hipnótico. Barnum Salam la miró con sobresalto.

—¿Qué le ocurre?... Por favor, ¿qué le ocurre?

La sacudió por los hombros para intentar hacerla reaccionar, pero fue inútil. Rígida como un poste y con la mirada fija en el aire, estaba como pegada al piso.

—Señorita Agmaal, diga alguna cosa...

Por toda respuesta, Barnum oyó un chasquido metálico y vio salir del bolsillo superior de la blusa de Agmaal una tarjeta con letras fosforescentes que atrajo su atención. Leyó:

—"Señor Barnum, déjeme aquí. No se preocupe. Me vendrán a buscar desde la Central. Creo que debo de tener alguna avería seria. Posiblemente algún circuito de los conectados directamente al cerebro electrónico principal que nos maneja."

Barnum abrió la boca y dilató los ojos en el máximo de la perplejidad.

—¡Anda! ¡Pero ahora resulta que usted es una máquina!

Un raro chisporroteo llegó desde el interior de Agmaal.

Barnum Salam se alejó dejando a la averiada señorita Agmaal esperando a los reparadores. Suspiró.

—¡Qué lástima! ¡Con ese tipo!...