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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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miércoles, 7 de abril de 2010

CONFUSIÓN EN EL HOSPITAL y otros



CONFUSIÓN EN EL HOSPITAL

Alfonso Álvarez Villar

El Profesor N pasaba su consulta en el Hospital de la Beneficencia. Era aquélla la sala Psiquiátrica, y la mañana se presentaba cargada de trabajo. Pero todos los días ocurría lo mismo: docenas de enfermos mentales pasaban por aquel cuarto desnudo y aséptico en el que el Jefe de la Sala, rodeado de sus ayudantes, recibía a los pacientes.

El Profesor N había ya explorado a tres retrasados mentales, cinco alcohólicos y un psicópata. Parecía aburrido de la monotonía de los casos. Decididamente, la mayor parte de los enfermos psiquiátricos padecían, sobre todo, una vida harto vulgar, que se abría como un enorme bostezo cada vez que brotaban a la superficie sus antecedentes personales, sus problemas íntimos y hasta sus síntomas patológicos. ¿Dónde estaban aquellas historias clínicas que el Profesor N había leído y seguía leyendo en los Manuales de Psiquiatría o plastificadas por novelistas ingeniosos? Porque la imaginación de los escritores sobrepasaba la misma naturaleza: por cada caso verdaderamente interesante que entraba por aquella puerta de la consulta, noventa y nueve enfermos le repetían la misma cantilena.

Pero aquel individuo de facciones afiladas, que, conducido por la enfermera, ocupó la silla todavía caliente por el contacto glúteo de un rollizo alcohólico a punto de cirrosis hepática, seducía con su sola presencia.

—Dígame su nombre, por favor —preguntó rutinariamente el Profesor N.

—A-l.347.208 —contestó impasible el enfermo.

—No le he preguntado a usted el número del Documento Nacional de Identidad. Dígame su nombre.

—A-l.347.208.

El Profesor N miró con aire de triunfo a sus ayudantes. Acababa de explicar aquel mismo día en la Facultad en qué consistía la desorientación autopsíquica. Pero el interrogatorio debía continuar.

—Natural de...

—El planeta X-3, del Imperio de Monro.

Esta vez el Profesor N no volvió a insistir en su pregunta, pero pidió al paciente, con aire de condescendencia, que le explicara dónde se hallaba ese planeta.

—En sus sistemas de coordenadas galácticas, lo situarían en la nebulosa de Magallanes, a 4 1/2 parsecs de la estrella 328 de la Constelación del Cangrejo.

—Veo que sabe usted mucha astronomía, pero ¿ha leído también novelas de ciencia ficción?

—En nuestro Imperio ya no se publican novelas de esa clase.

—¿Y cuándo ha llegado usted a la Tierra?

—Hace apenas veinticuatro horas. Mi nave se estrelló a causa de una avería de la radio subespacial. Planeaba en una misión de reconocimiento.

—¿Y dónde tiene usted la nave?

—Puse en marcha un mecanismo de fusión termonuclear para que los terrestres no investigasen su estructura. Luego unos guardias civiles me detuvieron, a pocos kilómetros de donde ocurrió el accidente. Me preguntaron lo mismo que usted.

Efectivamente: aquel enfermo había sido enviado a la Sala Psiquiátrica por orden judicial.

—Y ahora dígame usted, ¿quiénes son sus padres?

—En realidad, hemos eliminado el proceso de procreación "natural". Yo fui incubado en un matraz; exactamente el numerado con la cifra que ha transcrito usted en mi historia clínica.

Los ayudantes y los alumnos internos tuvieron que hacer un esfuerzo para disimular la risa, porque el Reglamento y la Deontología Médica les prohibía rigurosamente manifestar sus emociones acerca de cualquier paciente.

El brillante Profesor formuló algunas preguntas más y pasó acto seguido a la exploración psiquiátrica propiamente dicha:

—¿Nota usted como si alguien intentase influir en sus pensamientos?

—Eso me ocurre de vez en cuando, pero en el Imperio de Monro está terminantemente prohibido el influir por psicoquinesia o telepatía en los demás ciudadanos. Además, desde que somos muy niños, estamos acostumbrados a utilizar barreras parapsicológicas.

El cuadro de una esquizofrenia se presentaba, pues, de una manera meridiana.

—¿Tiene usted "apariciones"? ¿Ve u oye algo que le parezca extraño o que le preocupa? Me refiero, claro está..., entiéndame..., a cosas que no son como esta mesa o como las palabras que yo pronuncio.

—Ya le comprendo. Oigo voces con mucha frecuencia: las de mis amigos o las de mis compañeros que quieren comunicarse conmigo cuando no están presentes. De vez en cuando asistimos también a una especie de teatro mental en el que proyectamos en una pantalla el film que nosotros mismos planificamos mentalmente. Pero esto es algo que a ustedes los terrestres les cuesta trabajo concebir.

—Por supuesto... Nosotros vamos a procurar que no vuelva a padecer más esas visiones.

Tuvo lugar al día siguiente una sesión clínica de carácter público. El gran anfiteatro de la Facultad se colmó de estudiantes y de varios curiosos que asistían siempre a las disertaciones del Profesor N. Desde luego, el célebre caso de A-l 347.208 era la "vedette" de la sesión. Se le denominaba ya "el caso del marciano". Mientras, los psicólogos habían acribillado a tests al paciente, y los electroencefalografistas habían derrochado docenas de metros de papel para obtener el registro eléctrico-cerebral de aquel presunto esquizofrénico.

Un médico ayudante leyó los datos recogidos por el Profesor N. Luego, informó al Jefe del Departamento de Electroencefalografía:

—El registro electroencefalográfico muestra extrañas anomalías. Es la primera vez que obtenemos algo semejante en esta clínica. Da la impresión de que las ondas cerebrales hubiesen sido amplificadas y correspondiesen, además, a un nivel intensísimo de excitación. En otras palabras, se trata de ondas beta, aún en estado de reposo aparente, pero de un voltaje superior a las ondas delta. Sugiero que se obtenga una radiografía de cráneo.

Habló, acto seguido, el Jefe del Departamento de Psicología :

—El paciente ha obtenido el máximo puntaje en los tests de inteligencia, resolviendo todos los problemas en un tiempo verdaderamente inverosímil. Pero los tests proyectivos muestran la naturaleza delirante del pensamiento del enfermo. En el test de Rorschach obtuvimos, además, neologismos que nos fue imposible transcribir.

Seguía el informe psicológico con extrañas menciones a un mundo divorciado de la realidad social y psicológica de la Tierra. Tan es así que uno de los psicólogos más jóvenes había preguntado si no se hallaban delante de un enfermo psiquiátrico, sino de un auténtico piloto interplanetario procedente de un planeta remoto. Pero esta afirmación había sido coreada por las risas de sus compañeros.

Rodeado de una gran expectación apareció el hombre de extraño apellido en el gran anfiteatro de la Facultad de Medicina. Volvieron a hacérsele las preguntas de rigor, con idénticas respuestas, disparadas esta vez sobre un auditorio de doscientos oídos. Salió el enfermo y el Profesor N pronunció el veredicto: delito, esquizofrenia paranoide; condena, internamiento y una tanda de electroshocks.

Aquella misma tarde, el cerebro del nuevo internado recibió la primera descarga farádica. Pero sus músculos no se contrajeron ni se oyó el grito gutural de la mayor parte de los enfermos sometidos a electroconvulsión. Sólo su boca se contrajo en un rictus irónico. Los psiquíatras quedaron desconcertados. Pero la exploración neurológica no acusó ninguna anomalía. La única diferencia consistió en que un segundo registro electroencefalográfico había detectado un aumento del voltaje en uno de los electrodos occipitales.

Volvió, pues, a repetirse el electroshock hasta dos veces en días alternos. La radiografía de cráneo había revelado solamente algunos defectos congénitos en la estructura del esfenoides, y sin embargo, el voltaje recogido por los electrodos occipitales seguía aumentando, hasta tal punto que la aguja inscriptora correspondiente comenzó a salirse de la banda. Lo único que permanecía idéntico era la sonrisa burlona del enfermo, cuyo extraño delirio parecía irreductible a las descargas eléctricas.

Y una noche el paciente se levantó de su camastro. Sus compañeros de sala dormían plácidamente; sólo los gruñidos de un delirium tremens rompían la paz sepulcral de la sala psiquiátrica. Se vistió para dirigirse a la puerta, que estaba herméticamente cerrada. Fuera, jugaban una partida de póquer el médico de guardia y un enfermero de músculos hercúleos. Una sombra se proyectó sobre la pared del despacho, y el ruido de unos pasos cortó en seco un comentario picante en la boca del galeno.

—Déme las llaves de la puerta de la calle —deletreó pausadamente el ciudadano del Imperio de Monro. Brillaban sus ojos de una manera muy extraña. Pero esto fue algo que no tuvieron tiempo de percibir los dos terrestres. Como autómatas se levantaron respetuosamente de sus sillas, le hicieron entrega de las llaves, y acto seguido continuaron la partida de naipes. El psiquiatra recién Licenciado en la Facultad siguió relatando su aventura escabrosa. No oyeron el golpe seco de la puerta que volvió a quedar cerrada.

El Capitán A-l 347.208 abandonó la ciudad. Allí, fuera de las interferencias sonoras y luminosas de la gran urbe, concentró su mente en un punto situado a medio año luz.

—Llamada del Capitán A-l 347.208 al Mariscal Z-108.506, que manda la primera flota de expedición a la Tierra.

—Al habla Z-108.506, Mariscal de Su Majestad el Emperador de Monro. Hemos perdido el contacto con usted, hace siete revoluciones de la Tierra.

—Mi nave sufrió una avería y recibí un golpe en la cabeza que debilitó mi órgano pineal. Yo les conté toda la verdad a los terrestres para que me tomaran por esquizofrénico y para que activasen con descargas eléctricas el órgano pineal. Por eso, puedo comunicarme ahora con Su Excelencia.

—Siga entonces informándonos, para preparar el aterrizaje de la flota. Corto.

Las luces de las estrellas seguían parpadeando como ojos virginales, insensibles a la locura del Cosmos.

LA TUMBA DEL ASTRONAUTA

Alfonso Álvarez Villar

Jean Moreau siguió con la mirada el perezoso curso de una nube de oro que se deslizaba como una carabela sobre el océano aéreo del cielo de Guatemala. Tenía la forma de una máscara tolteca que hubiese ascendido, por un extraño fenómeno, a los espacios celestes, dejando un cuerpo mutilado y sangriento en la Tierra. Aquellos altorrelieves monstruosos sólo le inspiraban pensamientos de sangre al arqueólogo francés. Con sus facies convulsas como gorgonas, sus cabezas de serpientes escupiendo veneno por los incisivos y sus extrañas teorías de sacerdotes, con los dedos de los pies cercenados, parecía aquélla una pirámide surgida del humus en el que se fraguan las pesadillas.

Moreau yacía sentado en la vasta plataforma que remataba la gigantesca arquitectura truncada que dos mil años antes había erigido la más remota civilización maya hasta entonces desenterrada del gigantesco vientre de la jungla de Petén. Miró en derredor suyo y por un momento, al chocar sus ojos con el verde turmalina de la floresta, se creyó asomado a una de las barandillas de hierro de la Torre Eiffel, de París. Pero aquello no era el campo de Marte, sino un animal verdoso que crecía a un ritmo veloz, deglutiendo con rabia civilizaciones enteras. Sus miembros habían reptado durante veinte siglos por aquel gigantesco torreón de más de cien metros de altura. Los peones habían tenido que desenroscar con furia las lianas entrelazadas en torno a la obra del hombre. Y allá, hacia el Oeste, lamiendo casi la base posterior del Teocalli, fulgía un lago de aguas de plomo derretido sobre el que planeaban algunas aves y un enjambre de mosquitos.

Moreau era un hombre maduro. Había vivido en la soledad durante toda su existencia, que ahora se acercaba al cenit. Sus compañeros de universidad le habían considerado siempre un individuo raro, aunque brillante. ¡Cuántas veces en medio de los jolgorios o de las reuniones sociales a las que se había visto obligado a asistir le habían sorprendido con la mirada clavada en un punto lejano! Por eso, allá lejos de toda civilización, a muchos kilómetros de la luz de Francia, no sentía la nostalgia de las grandes urbes retumbantes con las voces del gentío y los escapes de los automóviles. No añoraba siquiera la compañía de las mujeres, ahora que sus cabellos habían encanecido. Precisamente hacía unas noches le acongojó un extraño sueño: desde los altos ventanales del Liceo en que cursó su bachillerato veía a un grupo de muchachas y muchachos jugar al baloncesto. Por un instante se había sentido tan joven como ellos, aunque alzado en el pedestal de sus altas calificaciones escolares. Pero se sobresaltó al percatarse que desde entonces habían pasado treinta años. Sollozó en su hamaca, tendida entre dos zapotes bajo un mosquitero de color blanco.

Bajó por los altos escalones que hacía dos mil años habían temblado bajo los pies de los sacerdotes y de los guerreros, cubiertos con plumas multicolores de quetzal y con pieles de puma. Ahora el sol era otro corazón sangrante ofrendado por los Mayas a un dios cuyos miembros eran los bejucos y las lianas que estrangulaban la vida con la vida. Y de cerca y de lejos, desde los cuatro puntos cardinales, comenzaba a surgir como una bandada de cernícalos las voces misteriosas de la selva: los chillidos de los monos aulladores, los graznidos de los pájaros nocturnos y la esgrima de las hojas con las primeras brisas nocturnas.

Moreau se había quedado solo tras dos meses de porfía con las cuadrillas de peones indígenas, descendientes de aquellos hombres que habían erigido los monumentos de Tikal o de Chichén-ltza. Dentro de un par de semanas, todo lo más, comenzaría la estación de las lluvias y el Teocalli se convertiría en una isla apuntando hacia el cielo como un gigantesco dedo surgido de un suelo encharcado. Faltaban sólo dos o tres días para que descendiera sobre el campamento un helicóptero, y Moreau esperaría a que, de nuevo, el cielo se despejara sobre el Yucatán para reanudar sus exploraciones arqueológicas.

Se volvió a tender sobre la hamaca. Había sido un día fructífero. Cientos de docenas de positivas estaban ya preparadas para su transporte a la civilización. Ya todo el mundo sabía que el «Solitario» había descubierto otras ruinas mayas, pero nadie conocía el verdadero objetivo de las exploraciones de aquel hombre excéntrico.

Moreau apartó a un lado el mosquitero para mirar el trozo de cielo que yacía desnudo encima de él. Los cocuyos se confundían a veces con las estrellas errantes. Ambos parecían almas errantes de guerreros muertos en extraños combates o sacrificados en el altar del cruel dios Huitzilopotchli. ¡Muerte y vida, vida y muerte!, pensó Moreau contemplando las estrellas, y algo así como un cuchillo de hielo le penetró el corazón. ¿De cuál de aquellas estrellas procedía aquel mensaje recogido en una vieja leyenda india: «Y entonces, hombres de tez blanca como la plata, llegaron del cielo en pájaros que arrojaban fuego por la cola y dieron leyes a los pueblos de la Tierra. Les enseñaron el arte de la labranza y de la ganadería; les enseñaron también a levantar templos, con los que aquellos hombres habían erigido en su país para adorar al Dios que había creado el Universo. Y mientras ellos reinaron no se conoció entre sus súbditos ni la maldad ni la muerte. Y un día, antes de morir, desaparecieron bajo las aguas de un lago. De sus aguas saldrán en sus pájaros de fuego para volver a enseñar a los hombres lo que habían olvidado»

Moreau había vagado durante más de veinte años por el extremo sur de México, las Honduras británicas y por el norte de Guatemala buscando los vestigios de aquellos visitantes del espacio. Bajo sus órdenes se habían desenterrado tres templos mayas y restos de una ciudad. Había buceado también en la mayor parte de los lagos de aquella vasta región con un contador Geiger en la cintura. Pero todavía con signo infructuoso. ¿No iría detrás de una quimera? ¿No era aquella leyenda más que un fantasma engañoso que lo empujaba al borde de la muerte con una mueca burlona? Quizá su nombre pasaría desde luego a la historia como la de un famoso arqueólogo francés especialista en cultura maya, pero su tumba guardaría el secreto de aquella búsqueda desesperada en pos de algo que nunca existió más que en la imaginación de unos pobres sacerdotes indios embriagados por el peyotl.

Al día siguiente se dirigió Moreau al lago. Los bejucos llegaban hasta la misma orilla. Parecía como si la selva tejiera su encaje de arterias bajo las aguas tranquilas, como el mercurio en una probeta. Allí también la muerte se nutría de la vida, y la vida, a su vez, se vengaba, porque las hojas y los tallos podridos servían de alimento a nuevos seres con un ritmo vertiginoso, como si en aquellas llanuras tropicales el deseo de supervivir fuese más intenso que en otras latitudes. ¿Qué secreto ocultaban sus aguas, que se abrían rientes como una boca redonda? ¿Qué otros seres se habían reflejado en su superficie, aparte de los colibríes, ajorcas voladoras, o las aves de presa que se abatían sobre los manglares? Moreau se revistió de su equipo submarino, que incluía dos botellas de oxígeno. Pronto, un nuevo pez rompió la monotonía de la laguna.

El fondo reflejaba los rayos ardientes del sol del trópico. Durante dos meses había sido dragado meticulosamente por una especie de dinosaurio que ahora yacía inmóvil, en la orilla como acechando un caimán de acero y de caucho. Peces rojos y amarillos cabrilleaban nerviosos al recibir la onda líquida que enviaban las aletas de goma del buceador. Y las plantas submarinas emitían unas extrañas iridiscencias rosadas. Había en aquella atmósfera acuática como una pregunta suspendida desde hacía dos mil años. Parecía un templo en el que aún se siguiese celebrando un rito ancestral.

De repente, el contador Geiger, que Moreau llevaba sujeta la cintura, comenzó a lanzar frenéticas vibraciones que el elemento líquido transmitía como un eco fantasmal. Pisó el fondo y un eco metálico golpeó sus oídos. Palpó frenéticamente entre el suelo de algas y de lodo hasta encontrar una chapa que parecía de acero.

Rebuscó frenéticamente mientras el contador seguía emitiendo su señal de alarma, hasta encontrar una especie de escotilla cerrada a rosca por una manivela que los brazos de Moreau giraron nerviosamente. La escotilla se abrió porque, por razones que desconocía el arqueólogo, el agua había penetrado dentro de «aquello». Por eso la presión entre el interior y la columna de agua de quince metros estaba equilibrada.

Valiéndose de una potente linterna, Moreau permaneció más de una hora explorando la astronave. Encontró extraños mecanismos deliberadamente destruidos, pero que revelaban una civilización superior a la terrestre. Posiblemente, la destrucción había alcanzado un punto situado más allá de las pretensiones de los tripulantes de aquella nave espacial, porque el contador Geiger marcaba con su índice una cifra bastante superior a lo considerado como normal para la integridad del cuerpo humano. Pero a Moreau no le angustiaba ya el saber con certeza que estaba condenado a muerte, de que apenas tendría tiempo para comunicar a los demás hombres lo que había estado buscando desde hacía más de veinte años. ¡Al lado de unos huesos de apariencia humana relampagueó de repente un crucifijo de plata! También Dios se había revelado a los hombres en una planeta situado a muchos años luz de allí!

Por eso, cuando dos días después el helicóptero llegó a recoger al arqueólogo francés, sus tripulantes lo encontraron de rodillas rezando, sobre la cima del Teocalli, al mismo Dios que bajo nombres distintos habían adorado todos los hombres del planeta Tierra y de aquel otro planeta distante que un día había transmitido allí la doctrina de Cristo.

MARCHANDO HACIA ATRÁS

Alfonso Álvarez VIllar

Marianne y Gerard paseaban, cogidos por la cintura, debajo del empedrado que entoldaba el paseo de la plantación. Mariposas vestidas con terciopelos y rasos de todos los colores intentaban sacudirse su polvo de luz entre los pámpanos retorcidos y las hojas lechosas de las enredaderas.

Marianne y Gerard se sentían jóvenes, a pesar de frisar ambos en los cincuenta años. Porque uno se siente viejo cuando hay personas de menos edad a su alrededor, y, sobre todo, cuando tiene hijos. Pero aquel matrimonio era estéril, voluntariamente estéril, como todos los que existían en la única ciudad de aquella isla perdida en el Pacífico. El más joven de sus habitantes acababa de cumplir los cuarenta años, y todos los supervivientes de Atenas (así se llamaba la pequeña villa), le consideraban como el hombre destinado a enterrar al penúltimo homo sapiens del planeta.

Los dos esposos se sentaron en un cenador de piedra, reproducido según un modelo que conservaban de uno de los castillos de Loira. Se habían resignado a no tener hijos. Por eso estaban allí, en Atenas, y no en Francia, o en España, o en cualquier otro país, en donde los neanderthales adoraban como a dioses a los escasos homo sapiens que aún se aferraban al terruño de su patria o a sus hijos de cuerpo velludo y de arcos supraciliares enormes.

Hacía ya treinta años que el último barco atómico que construyeron los hombres había arribado a la isla, provisto de todas las comodidades de la civilización del siglo xxi. El navío había regresado allí todos los años trayendo nuevos colonos, materiales de construcción, máquinas, etcétera. Luego había quedado abandonado en el estuario del Támesis y nadie había sabido nada más de él. Posiblemente ahora sería la guarida de unas cuantas familias de neanderthaleses que asarían los jabalíes o los mamuts, cazados con rifles mohosos, con las planchas de madera del espléndido restaurante del "Normandie".

Hacía unos veinte años Atenas era todavía una villa floreciente, con una población superior a las diez mil almas, y provista de todos los encantos de la civilización: salas de conciertos, bibliotecas, dancings, restaurantes, cinematógrafos, etcétera. Hasta funcionaba una diminuta instalación de TV, y todos los domingos una banda de música vertía sus notas por la ciudad, desde las frondas del parque público; un parque público sin niños, desde luego, pero provisto de espléndidos cisnes que bogaban silenciosamente sobre un pequeño lago.

Luego, como sólo Dios es inmortal, se habían ido cerrando algunos cinematógrafos, restaurantes, tiendas y establecimientos públicos, a medida que sus propietarios fueron falleciendo. Ya sólo quedaba la tercera parte de la población.

Todo había ocurrido de una manera extraña, recordaba Gerard a su mujer, mientras el canto de los pájaros tropicales llegaban como con sordinas a través del emparrado del cenador.

—Los primeros que habían observado aquella anomalía, hacía ya mil años, fueron los obstetras y los astrólogos. Nadie hasta entonces, salvo los astrólogos, había establecido puntos de contacto entre ambas profesiones, tan aparentemente distanciadas entre sí. Pero los hechos dieron toda la razón a la Astrología: los astrónomos comenzaron a notar que el efector de Doppler-Fizeau se invertía en las galaxias; es decir, que el universo en vez de expandirse comenzaba a condensarse. Inmediatamente después fueron los tocólogos los que comenzaron a observar una serie de anomalías en el estado de gestación de sus dientas: los embarazos a término no sólo no desembocaban en el parto, sino que el volumen de los fetos disminuía de tamaño. Es decir, las madres que se hallaban en el noveno mes de embarazo, por ejemplo, retrocedían al octavo, al séptimo mes, etcétera, hasta que las reacciones de Galli-Mainini se hacían negativas.

Pero no por eso decreció el número de embarazos, y al cabo de unos meses se observó que el esquema clásico de la maduración se había restablecido. Solamente que ahora fueron los pedíatras los que con sus informes pasaron al primer plano: los niños que ya sabían nadar volvían a la deambulación cuadrupédica; luego, su sistema muscular y nervioso se iba atrofiando progresivamente y ni la incubadora les libraba de la muerte. Finalmente, todos aquellos hombres y mujeres que aún no habían alcanzado el nivel máximo de madurez biológica (situada, como se sabe, entre los 20 y los 25 años) seguían este mismo recorrido inverso. Sólo que este fenómeno no daba lugar a situaciones divertidas, como en las obras de ciertos autores de ciencia ficción o de comedias. Era espantoso, en efecto, observar cómo aquellos muchachos y muchachas retrocedían a la infancia y luego perdían la memoria y el habla, hasta convertirse en fetos indefensos que ningún tratamiento médico podía salvar de la nada. Hubo, pues, una plaga de suicidios y sólo la certeza de que las personas maduras continuaban su ciclo involutivo, mantuvo la serenidad en la mayoría de los hombres y de las mujeres.

Como es obvio, abundaban las explicaciones científicas. La mayor parte de ellas se centraban en la hipótesis, muy discutible, de que nuestro universo se había acercado excesivamente a un antiuniverso, con lo que su estructura espacio-temporal se había invertido. Es decir, que todos aquellos procesos teológicos (como los estudiados por la Biología) que implican una dirección en el sentido de la causa ejemplar, habían sufrido una inversión simétrica.

Y efectivamente, los hechos confirmaron la veracidad de estas teorías: al cabo de unas décadas comenzaron a aparecer mutaciones regresivas en la especie humana y en los animales. Los recién nacidos asomaban al mundo cubiertos por un espeso sistema piloso y con arcos supraciliares extraordinariamente desarrollados. ¡El hombre de Neanderthal, extinguido hacía ya cincuenta mil años, había resucitado. Por la misma época, los elefantes de las selvas africanas parieron los primeros mamuts, y luego apareció el elephas primigenius. Las crías de los tigres poseían unos colmillos extraordinariamente desarrollados como los del extinguido Machairodus, y el Cervus elephas hizo su aparición en los cotos de caza mayor.

Al cabo de unos pocos siglos, prácticamente toda la humanidad pertenecía al género homo neanderthalensis en todas sus variedades. Por supuesto, estas nuevas generaciones carecían de la suficiente inteligencia para continuar, o por lo menos mantener el desarrollo científico y tecnológico que se había alcanzado en el siglo xxi. Los laboratorios de investigación científica fueron abandonados, las máquinas de las fábricas dejaron de funcionar, y el hombre fáustico se convirtió en el cazador errabundo que perseguía a las fieras salvajes con los fusiles o con los bazookas que habían heredado de sus antepasados.

Todo lo que de bello había construido la humanidad fue desapareciendo progresivamente, destruido por los agentes atmosféricos o por aquellos nuevos hombres y mujeres de capacidad craneal reducida, que encendían sus hogueras con los lienzos de los grandes pintores y con los muebles de los palacios.

Fue entonces cuando la mayor parte de los representantes de la especie homo sapiens habían decidido oponerse a las leyes inexorables de las mutaciones cromosomáticas, absteniéndose de propagar la especie y refugiándose en aquel último reducto de la humanidad civilizada. Dentro de unos pocos miles de años, (porque el progreso de regresión presentaba un ritmo trepidante) aparecerían los mamíferos del Terciario, y unos miles de años después los monstruosos reptiles del Mesozoico. En uno de los últimos viajes del "Normandie", sus tripulantes habían podido entrever, con los catalejos de a bordo, un hombre gigantesco que los especialistas en antropología habían identificado con el Meganthophus Paleojavanicus, es decir, un homínido.

Pero, ¿quién sabe?, es posible que una vez alejado el anticosmos perturbador, la dirección del tiempo, de la progresión teleológica hacía especies cada vez más evolucionadas, más inteligentes, recobrara su estructura normal: la que había conducido al hombre a descubrir la fuerza del átomo y a levantar las catedrales del Medioevo. Ésta era la gran esperanza de Marianne y de Gerard, que, como todos los habitantes de Atenas, trabajaban intensamente en conservar para una humanidad futura los restos de la civilización.

Gerard y Marianne se levantaron, pues, de sus asientos de granito, y cogidos de la cintura regresaron al chalet. Allí les esperaba la máquina fotográfica que convertía en diminutas diapositivas las páginas de los libros más importantes y las obras de arte que la humanidad había concebido hasta entonces. Además, como especialistas en historia, habían asumido la responsabilidad de relatar los acontecimientos desde aquella fecha fatídica en que el universo había invertido el signo de su evolución.

Y efectivamente, al cabo de cincuenta años, ya no quedaba nada de Atenas. La vegetación lujuriante de los trópicos comenzó a sepultar inexorablemente aquella pequeña ciudad, y de Gerard y de Marianne sólo quedaron dos lápidas ilegibles en el pequeño cementerio.

Y un día el universo volvió a marchar hacia adelante. Desapareció el Pithecathropus erectus. Desaparecieron también los neanderthales, y una nueva raza, parecida a la antigua especie de Cro Magnon, volvió a enseñorear el planeta. Redescubrió los beneficios del fuego y de la agricultura y hasta arriesgándose sobre las olas del Pacífico en minúsculas balsas, arribó a aquella diminuta isla perdida en el Pacífico. Y varios siglos más, cuando una nueva ola de invasores desalojó a aquellos hombres de tez cobriza que habían plantado sus toscos cobertizos de caña sobre los restos de Atenas, se comenzó a excavar sus ruinas.

Pocas décadas después salieron a la superficie los documentos que Marianne y Gerard habían ido copiando, con frenesí de monjes medievales, en aquellas horas de crepúsculo de la primera generación de homo sapiens. Y aquellos nuevos hombres fueron, precisamente, los hijos de Gerard y de Marianne.

La sed de sonido

Alfonso Álvarez VIllar

Chang no sabía cómo había ocurrido aquello. Pero el caso es que las pruebas de su acción estaban allí, enfrente de sus ojos, y a menos que estuviera sufriendo una macabra pesadilla, no tenía otra posibilidad de dar crédito a lo que sus sentidos le señalaban con su dedo acusador. Había asesinado a Lykert. En aquel planeta, situado a muchos años luz de la Tierra, en uno de los rincones de la galaxia, el crimen parecía más irreal aún.

Pero el Alto Mando terrestre no había previsto las dificultades con que pueden tropezar dos hombres cuando están todo el día cara a cara, sin poderse apartar el uno del otro, dentro de un estrecho recinto que no sobrepasaba los nueve metros cuadrados.

Si hubiese sido un hombre y una mujer todo habría transcurrido de otra manera. Dicen que también el matrimonio es como vivir en una isla solitaria, pero, en el peor de los casos, queda la unión de las almas y de los cuerpos, en el tálamo nupcial. Ambos cónyuges no sólo terminan soportando las estupideces del compañero, sino que, incluso, las aureolan de santidad y de nobleza.

Pero aquí era distinto: dos hombres, sin haber nada entre ellos en común, que habían sido destinados para vivir juntos durante varios meses, sin que nadie les hubiese preguntado si se sentían atraídos el uno hacia el otro por una corriente de simpatía o de amistad. Habían, incluso, desembarcado de una astronave distinta. Sólo un capricho del azar les forzó a convivir en aquella especie de jaula, construida científicamente por los mejores cerebros de la Tierra. Chang era violento, lábil de espíritu, amante de los deportes y del alcohol. Lykert era un intelectual, un hombre hogareño, un introvertido, como habrían dicho los psicólogos de otras épocas, cuando a los humanos les interesaba aún la psicología y no habían llegado a la conclusión de que lo importante para el hombre no es que sea feliz, sino que domine el Universo.

Lykert había llevado consigo unos cuantos libros, pero a Chang le gustaba hablar. Hablar de sus conquistas amorosas en la Tierra o en otros planetas, de sus aficiones deportivas y de otras muchas cosas. Lykert sólo sabía hablar de temas científicos. Se habían comenzado a odiar desde el primer momento.

Los primeros roces comenzaron durante la segunda semana de permanencia en el planeta. El viento aullaba todas las noches de una manera lúgubre, mucho más lúgubre que en cualquier noche tormentosa, allá, a muchos millones de kilómetros, en la Tierra. Sólo que aquí, en este planeta, no había nada; nada más que rocas y unos extraños insectos quebradizos que se apresuraban a esconderse en los agujeros del terreno cuando los terrestres se aproximaban. Faltaba el carbono, y como había demostrado Lykert, esos insectos estaban constituidos por moléculas complejas en las que intervenía el sílice.

Sólo la tarea de preparar algunos mapas cartográficos para la construcción de una posible pista de aterrizaje por aquellos alrededores había aliviado la tensión entre ambos hombres.

Faltaban sólo dos días para que acudiese allí un enjambre de ingenieros y mecánicos, cuando ocurrió lo imprevisto: Lykert se había negado a apagar la débil lamparilla fluorescente de su camastro, para seguir leyendo. Chang, por el contrario, quería dormir con la luz apagada, y de esa pequeña diferencia brotó un volcán de odios. Se trabaron de manos y cayeron rodando por el suelo de aquella cúpula de plástico. Chang había visto en esos momentos en Lykert todo lo que en aquellos instantes hubiese deseado ser: un hombre de estudios, de modales elegantes y de lenguaje refinado. Como movido por un impulso superior a sus fuerzas, las manos de Chang, más fuertes que las de un robot, apretaron la garganta de Lykert.

Cuando quiso practicar la respiración artificial a Lykert ya era demasiado tarde. Estaba muerto. Se llevó las manos amoratadas a la frente. Había cometido una locura. Cuando volvieran los demás hombres le impondrían por lo menos una multa de mil créditos por haber matado a un hombre que se hallaba en el sexto escalón de la enseñanza profesional. Eso suponía los ahorros de tres años.

De repente, el viento huracanado que desde hacía más de catorce días soplaba sin cesar, se quedó detenido como al borde de un precipicio sin fondo. Lykert había explicado este fenómeno de una manera satisfactoria, pero ya no estaba allí; sólo su cuerpo, tirado como un guiñapo sobre el camastro de polivinilo. Era aquél un silencio terrible, que aplastaba como una zarpa de terciopelo negro. Ni un grito, ni el ruido familiar de los grillos, allá en la lejana Tierra, ni el zumbido distante de un reactor. Silencio absoluto, silencio como el que los muertos disfrutan en las tumbas, o los vivos cuando un accidente les arroja fuera de sus astronaves y tienen que permanecer unas horas en el vacío cósmico hasta que las pilas caldeadoras se agotan y sus cuerpos se convierten en un pedazo más de materia universal.

Manipuló desesperadamente en la radio, pero estaba estropeada. No llegaba ni el ruido de los parásitos electromagnéticos que crujen como chicharras en un día soleado de verano. Sólo Lykert, ¡nada más que Lykert!, hubiese podido ponerla en marcha. Anduvo como un lobo enjaulado pisando fuerte sobre el suelo de la semicúpula hasta que sus pies se convirtieron en una llaga. Cogió el cuerpo de Lykert y se precipitó fuera de aquella prisión. Las estrellas parpadeaban silenciosamente en el firmamento de color índigo. Pero las botas tenían una suela especial que hacía que los hombres caminasen como felinos sobre las duras rocas, o sobre la superficie esponjosa de los planetas. Brincó cientos de veces. Después, disparó al aire y una y otra vez su desintegradora, regodeándose con la ruda vibración de las capas atmosféricas y el chirrido de los pedruscos que se vaporizaban en una lluvia de chispas. Pero, cansado, tiró la pistola ya inservible y pudo oír su golpe seco sobre un montículo de arena volcánica.

Había que esperar a que llegase otra vez la tormenta, embriagándole de ruidos. Luego, se agachó para perseguir a los insectos que murmuraban un débil cric al deshacerse entre sus dedos como una mota de barrillo en la orilla de un río, y volvió donde yacía Lykert. "¡Háblame, por favor! ¡Dime cualquier cosa! ¡No te quedes callado!" Y le sacudía como si fuese un talego de nueces. Pero Lykert seguía callado, como el cielo, como las rocas, como el aire que permanecía quieto en una espera de muerte.

Cuando la nave terrestre enterró sus toberas a pocos cientos de metros de Chang, encontraron sólo un demente que sostenía un monólogo descabellado con un cadáver.

LA dulce mentira

Alfonso Álvarez VIllar

Morgan volvió a otear una vez más el firmamento del planetoide Innominado en el que vivía desde aquella fecha imposible de localizar en el archivo de su memoria. Un sol de color verde-azulado se levantaba en el horizonte, dándole una coloración púrpura a los rojizos matorrales entre los que comenzaba a despertarse la vida de aquel planeta perdido como una aguja de granito en el inmenso pajar del océano. Este mirar el cielo, escrutándolo con atención, se había convertido en una rutina desprovista de esa emoción de los primeros meses. ¿Cuántos años llevaba allí, Dios mío? El reloj electrónico yacía destrozado y cubierto de orín bajo varios metros de hielo, allá en el Polo Norte del planeta. También allí descansaban los esqueletos carbonizados de los dos copilotos que habían muerto en el choque.

Recordaba como una pesadilla las primeras semanas, o meses, o años; un continuo avanzar sobre un suelo casi yermo y amartillando la termopistola, que con los restos chamuscados de su uniforme era lo único que había conservado de la catástrofe. Pero aquel suelo raquítico no engendraba monstruos; sólo pequeños mamíferos que habían calmado su hambre.

Luego, había encontrado a Eva. Nunca le había preguntado cómo se hallaba también allí ni de dónde procedía. Él procuraba ser extremadamente discreto a este respecto, pero es que nada importaba el Pasado cuando Eva estaba con él. Sólo una cosa sabía: que cuando los recuerdos de la Tierra volvían a aguijonearle como un manojo de ortigas, Eva desaparecía, y luego tardaba semanas, meses o años en reunirse con él. Se presentaba siempre en el lugar menos sospechado: unas veces la había visto avanzar hacia él, sobre la nieve deslumbrante y envuelta en unos tules vaporosos; otras, sentía su contacto cálido cuando, rendido por una alocada caminata en pos de ella, descansaba en un lecho-improvisado con líquenes de color de sangre o matojos purpurinos. Y así, otra vez, permanecían juntos durante semanas, meses o años, pero con la diferencia de que los meses parecían semanas y los años meses. Por eso, procuraba no formularse siquiera en su mente la pregunta indiscreta. Aquel girar la cabeza en torno del horizonte era, pues, sólo un reflejo cuyo origen procuraba él con todas sus fuerzas no recordar.

Encendió el fuego y puso a hervir un brebaje vigorizante, cuya fórmula le había proporcionado Eva. Miró esta vez hacia donde las matas crujían bajo el roce leve de unos pies y de una falda de seda. Eva hacía siempre lo mismo durante aquellas semanas, meses o años que permanecía a su lado: procuraba no estar presente cuando él se despertaba; sólo cuando su mente se hallaba completamente lúcida aparecía de nuevo. Morgan había llegado a la conclusión de que ella ejecutaba alguna extraña ceremonia para rejuvenecerse y para cambiar algún detalle de su maquillaje o de su peinado.

Porque la imaginación de Eva era a este punto inagotable: no había mañana en que no se presentase con alguna sorpresa que anulaba el peso doloroso de la rutina. ¿De dónde sacaba, además, tantos trajes y, en general, tantas armas invencibles de la coquetería femenina si en aquel planeta, infinitamente alejado de las rutas de los cruceros, los únicos artículos de procedencia terrestre eran su pistola, los harapos de su traje de piloto, y allá, a muchos cientos de kilómetros, unos trozos de metal retorcidos y podridos de herrumbre? Pero ésta era también una pregunta tabú para Morgan. Eva era sólo el misterio; intentar profanarlo hubiese significado destruir lo único hermoso que existía en aquella vida de Robinsón interplanetario.

Eva se sentó al lado de Morgan. Su bata de popelín floreado retaba al gran disco azulado verdoso que comenzaba a desemboscarse de los arbustos. Una charca de agua cristalina comenzaba a teñirse de vetas azuladas, como si fuesen viñas palpitantes. Pero los rayos de la estrella parecían detenerse, como si fuesen frenados por una especie de terror religioso, cuando intentaban atravesar la cabellera de oro viejo que flotaba sobre la espalda de Eva. Bajo los rayos de aquel sol, los cuerpos de los animales despedían reflejos fosforescentes, y él mismo se horrorizaba del color de cardenillo de sus manos o de sus pies, como si toda la sangre se hubiese agolpado de repente en su epidermis y comenzase a centellear. Pero Eva era distinta: se movía en un plano en el que todo parecía conservar los colores de la Tierra, de su Tierra perdida a muchos años luz de aquel planetoide. Y otra cosa curiosa: Eva carecía de sombra. Morgan procuraba, sin embargo, ignorarlo, y esta ignorancia se había convertido en un hábito más.

—¿Has preparado ya el desayuno? —le preguntó Eva, con esa voz que parecía venir volando desde un lugar muy lejano, como los acordes de un arpa que alguna mano invisible tañese.

Morgan le tendió la rústica taza de barro, y unos labios que no parecían tocar la materia se abrieron para absorber el líquido humeante. Morgan rechazaba la bebida y los alimentos mientras Eva permanecía con él durante aquellas semanas, meses o años de felicidad, sólo interrumpidos por un recuerdo o una pregunta sacrílegos. Todo lo que cazaba era para Eva. Le bastaba mirarla, tener sus manos entre las suyas, y, sobre todo, aniquilarse en su boca o en su cuerpo perfecto para sentirse saciado en sus apetencias biológicas. Al principio se había extrañado de este milagro, pero ya ni siquiera se interesaba por él: Eva era un milagro perpetuo y había que tomarlo como tal si no quería volver a las caminatas agotadoras en busca de ella y en las que, eso sí, necesitaba alimentarse como cualquier mortal.

Tenía ahora delante de sí todas las horas diurnas. Él hubiese deseado que aquella aguamarina incandescente permaneciera más tiempo sobre su cabeza, porque mientras no se ocultase en el horizonte, el Planeta Innominado era para Morgan el fiel trasunto de aquel Paraíso celeste que le habían descrito los sacerdotes de la Tierra.

Apenas hablaba con Eva, porque no era necesario. ¿De qué podrían haber hablado en un minúsculo planeta en el que nada ocurría y cuando todos los recuerdos del pasado eran vitandos? Pero las miradas hablaban cuando los labios permanecían sellados por una especie de silencio religioso. Sólo el contacto de la mano de Eva sobre el brazo de él, o el de su cintura, cuando cogidos como dos novios flotaban sobre los matojos de púrpura, bastaba para hacerle completamente feliz. Y hasta el olor acre de aquella tierra ingrata, endurecida por un sol despiadado, dejaba de herir su olfato y era el perfume de ella la única fragancia que invadía el Cosmos. Luego la figura de Eva se desvanecía en el abismo de la noche. Mas como las almas del Purgatorio de la Escatología cristiana, la esperanza de volverla a ver al día siguiente endulzaba su sueño.

Aquella mañana fue, sin embargo, distinta de las otras, porque un silbido agudísimo rasgó los oídos de Morgan. Era un sonido que le recordaba algo que en otro tiempo le había sido muy familiar. Levantó instintivamente la cabeza: las toberas de una pequeña astronave resplandecían como dos lenguas rosadas de gato. Cuando quiso darse cuenta, la grácil silueta de Eva comenzaba a alejarse a gran velocidad en dirección opuesta a la de la nave. Morgan inició una alocada persecución. Era inútil: ningún mortal hubiese podido alcanzar a Eva cuando ésta decidía esfumarse. Volvió, pues, desesperado al lugar en donde todavía humeaba la hoguera: quizás Eva volviese al día siguiente, cuando aquella astronave inoportuna partiera de nuevo para la Tierra o para otro planeta habitado.

El pequeño cohete aterrizó muy cerca de allí. De sus escotillas salieron dos hombres uniformados con el mismo traje que en otro tiempo había vestido Morgan.

—Soy el capitán Smith y éste es el teniente O'Hara. Hemos visto que salía humo. Casualmente nos habíamos desviado de nuestra trayectoria y ahora no nos arrepentimos de ello. ¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?

—No lo sé. Semanas, meses o quizás años.

—Ha debido usted sufrir mucho... ¿No es usted por casualidad el capitán Morgan, o cualquiera de los hombres de la astronave de reconocimiento X-23?

—Sí, era el Capitán Morgan.

—¿Es posible? Creo que va a ser ésta una noticia sensacional. Lleva usted aquí nada menos que veinte años. ¿Dónde tiene sus cosas? Vamos a recogerle inmediatamente.

—¡Pero Eva también vive aquí conmigo! ¡Tendrían que llevarla también!

—¿Quién es Eva? No hay noticias de que alguna mujer se haya extraviado en este rincón de la galaxia.

Morgan comenzó entonces a hablarles de Eva, de su primer encuentro, de los ratos de felicidad que había transcurrido con ella, e incluso, en una especie de cuchicheo, como si estuviera dominado por un terror religioso, se atrevió a mencionarles aquellos "misterios" que le sobrecogían.

Smith y O'Hara cambiaron entre sí miradas de inteligencia. Permanecieron unos minutos mudos y cabizbajos. Luego el capitán Smith se atrevió a insinuar:

—¡Mi pobre Morgan! Ha sido usted durante muchos años víctima de una alucinación que termina afectando a los pilotos interplanetarios perdidos en un planeta deshabitado. Eva no existe nada más que en su imaginación. La prueba es que aún tiene en su barbilla algunas gotas del brebaje que ella "bebió". En realidad, era usted mismo el que comía y bebía. Nuestros psiquíatras le curarán. Venga ahora con nosotros.

Los dos hombres comenzaron a dirigirse hacia la astronave. Morgan les seguía como un autómata. Pero fue sólo durante unos instantes: se oyeron dos estampidos. O'Hara y Smith no tuvieron tiempo siquiera para asombrarse. Ahora Morgan tardaría semanas, meses o años en volver a encontrar a Eva. Pero la encontraría: de ello estaba seguro.

EL REGRESO DE LA LUZ

Alfonso Álvarez VIllar

La nave interplanetaria se posó lentamente sobre aquel planeta perdido en un rincón de la galaxia. En medio de un suelo pedregoso y desnuco de vegetación, la nave parecía una gigantesca válvula de radio, de un tipo ya periclitado en el campo de las transmisiones inalámbricas.

Pronto, y saltando como canguros sobre las estepas australianas, aparecieron los tripulantes embutidos en sus pesadas escafandras a prueba de temperaturas extremas y radiaciones cósmicas. La fuerza de la gravedad en aquel pequeño planeta era diez veces menor que en la Tierra. Un sol de color rojo rubí teñía de sangre la desolada superficie, en la que sólo se alzaban minúsculos picachos descarnados y trozos de roca lanzados quizá por una antiquísima explosión volcánica. Al otro lado del firmamento otro sol, pero de color amarillo, comenzaba a despuntar en el horizonte. Parecía todo aquello un lienzo pintado por Ivés Tanguy.

Al cabo de unas horas de arduo trabajo, una pequeña semicúpula rompía la monotonía del paisaje. Dentro de ella los terrestres disponían de la misma composición atmosférica que en el punto de partida; sólo allí dentro podían desprenderse de sus pesados trajes espaciales. Una claraboya, construida a base de una sustancia orgánica que reducía al mínimo el impacto de los rayos cósmicos y el intercambio de temperatura con el exterior, permitía a los tripulantes del Meteor echar un vistazo sobre aquel paisaje de pesadilla. Pronto, en efecto, una banda de color anaranjado fue desplazando el rojo sanguíneo de la superficie, a medida que el sol amarillo se alzaba sobre un horizonte curvado como un tonel. Luego, el mar de carmín desapareció, y todo fue oro aquel pequeño planeta, como si un poderoso alquimista estuviera jugando con la piedra filosofal.

Pero no había tiempo para la fruición estética. Había que realizar rápidamente la misión que el Alto Mando terrestre había encomendado a aquel puñado de hombres: llevar a cabo una serie de análisis geoquímicos, cartográficos y biológicos, dentro de una magna empresa de exploración interestelar. Partió, pues, un piquete de cinco hombres, mientras que el capitán Smith permanecía en la semicúpula en contacto constante a través de la radio con el grueso de científicos.

Mientras un extraño armatoste, provisto de cadenas que le permitían trepar por los lugares más inaccesibles, corría hacia el horizonte, Smith pegó su rostro a la claraboya. Luego, con los auriculares de la radio incrustados en sus oídos, se tendió sobre una de las literas. Pronto el sopor comenzó a apoderarse de sus sentidos.

Pero una voz que le llegaba a caballo de las ondas electromagnéticas le hizo dar un brinco.

—Mi capitán —decía la voz de uno de sus hombres—, seguimos sin novedad en dirección Norte. Hemos recogido algunas muestras, y nos estamos acercando a lo que parece ser un volcán extinguido. Le seguiremos informando. Corto.

Pero ¿qué extrañas figuras eran las que se movían bajo el techo acorazado del refugio? ¿Se trataba de una extraña pesadilla? Eran fragmentos de personas, de seres humanos, los que parecían moverse con los ritmos de una danza macabra, entre los muebles y los utensilios de la semicúpula. La luz que se filtraba por la claraboya hería directamente los ojos de Smith. Al apartarse del haz de rayos en el que bailaban también como chispas de diamantes las motas de polvo, Smith dejó de percibir con la misma claridad aquellas figuras extrañas de hombres semidesnudos que acababa de crear su imaginación calenturienta. Smith se restregó los ojos, y esta vez se dirigió directamente a la ventana.

No, no era una alucinación. Delante del refugio unos hombres fantasmales, cubiertos de pieles, se mataban entre sí con hachas de piedra. Pero lo curioso es que los accidentes del paisaje se fundían como en un trucaje cinematográfico con aquellas extrañas figuras, ecos lúgubres de un pasado remoto. No eran seres de carne y hueso, pues de lo contrario hubiesen tropezado con los informes pedruscos que constituían los únicos elementos decorativos de aquel desolado planeta. Es más, la nave interplanetaria se veía en transparencia a través de aquellos corpachones musculosos que se agitaban poseídos por una embriaguez bélica. ¿Estaba soñando?

—Capitán. Estamos alcanzando el cráter volcánico. ¿Hay alguna novedad? —gritaron los auriculares.

—No, no hay ninguna novedad. Sigan su exploración. Corto —apenas masculló Smith, mientras cerraba instintivamente los ojos.

Volvió a abrirlos. Una curiosidad demoníaca le mantenía clavado detrás de la claraboya. Ahora los hombres de Cro Magnon habían desaparecido. Volvía a reinar la más absoluta soledad en el planetoide. La superficie era ya de un color anaranjado, como si el planeta se hubiese trocado ahora en esas frutas deliciosas que el Mediterráneo hace brotar en sus riberas.

Aquel intermedio duró, sin embargo, pocos minutos, porque en seguida sobre el lomo anaranjado pareció extenderse una especie de nylon azul completamente transparente, un pañuelo que se agitaba como la superficie del mar reflejando las luces de un sol fantasmal que hacía resplandecer, como perlas, unas velas triangulares que se iban acercando desde el horizonte. Luego aparecieron media docena de trirremes, agitando como serpientes furiosas sus triples hileras de remos. Por otro lado hicieron su aparición otros tres navíos de características similares. Smith pudo observar la inquietud de los tripulantes de ambas flotas, las gesticulaciones de los Cómitres y de los guerreros apiñados en las proas dispuestos al abordaje. Era todo ello como una película muda que un proyector mágico hubiese lanzado sobre la pantalla desnuda del planetoide.

Las naves se embistieron, mientras una lluvia de dardos partía como avispas rabiosas de las cubiertas. Una de las trirremes embestía con el espolón a otra. La sangre se mezclaba al agua salobre del mar, y se captaban con todo realismo los gestos desesperados de los hombres a los que el abismo maligno atraía a sus profundidades. La trirreme embestida comenzó también a ser engullida por el transfundo naranja del decorado "real". A los pocos minutos no quedaba de ella más que el mascarón de proa y algunos cuerpos que se retorcían como gusanos desesperados sobre el velo azul marino de aquel escenario fantástico.

La superficie del planeta volvía a ser como la faceta de un rubí. El sol amarillo había desaparecido por uno de los ángulos del horizonte. El espejismo también había hecho mutis, pero no sin antes dejar en la imaginación de Smith pensamientos de muerte y de destrucción.

—Capitán Smith —aullaron los auriculares—. Tenemos que comunicarle algo verdaderamente extraordinario. ¿Lo sabe usted? Habíamos llegado al fondo del cráter para recoger muestras de minerales cuando vimos que por el borde del volcán avanzaba un extraño ejército. Parecían guerreros medievales, por sus armaduras y sus lanzas. No parecían vernos, pero de todas formas comenzaron a precipitarse sobre nosotros, con las lanzas en ristre, como para traspasarnos. Disparamos contra ellos nuestros desintegradores, pero los rayos les dejaban indemnes, y lo curioso es que las rocas situadas detrás de ellos eran las que se volatilizaban. Es más, nos dimos cuenta que los farallones del volcán se transparentaban a través de las armaduras de los guerreros. Corrimos, pues, rápidamente hacia el tanque oruga y desde allí vimos cómo el ejército pasaba a nuestra derecha para embestir a otro grupo de soldados que, con la rienda suelta, avanzaba contra ellos. Allí se trabó una lucha terrible. Vimos cómo caían los jinetes atravesados por las lanzas, y cómo la sangre de los caballos y de los caballeros apenas se podía distinguir del fondo rojo del volcán. Ninguno de nosotros se atrevió a moverse del tanque oruga. No puede tratarse, mi capitán, de una alucinación, porque todos nosotros lo hemos visto y estamos de acuerdo en los detalles. ¿Hay alguna novedad por ahí?

—Regresen ustedes cuanto antes. Yo también he tenido unas experiencias parecidas. Creí que estaba delirando. Ahora veo que es una realidad. Corto.

Cuando llegó el tanque oruga a la semicúpula, ningún sol brillaba ya en el Cielo. Una densa cortina de luto había cubierto el pequeño planeta, como si se tratase de un relicario precioso en tiempos de Semana Santa. Pero mil puntas de diamante centelleaban en el gran alfiletero del firmamento. Ahora estaban reunidos los siete miembros de la tripulación del Meteor, alrededor de la claraboya.

La oscuridad duró, sin embargo, muy poco. En efecto, como si mil volcanes hubiesen entrado en actividad arrojando bocanadas de fuego, los alrededores del refugio se cubrieron de lenguas anaranjadas que escupían chispas hacia lo alto. En torno de ellos se entreveían edificios que se derrumbaban y contornos de seres humanos que se desplomaban con los miembros destrozados. Una llamarada cegó a los siete hombres del Meteor, que instintivamente se arrojaron al suelo como si hubiese explotado una granada en el mismo centro del refugio. Pero había sido una explosión fantasmal, un espejismo macabro. Luego vieron cómo las ruedas de un cañón gigantesco pasaban sobre sus cuerpos atravesando las sólidas paredes de la semicúpula. Smith intentó agarrar por un brazo a uno de los espectros que iban montados en el sillín del cañón, pero la mano atravesó el aire sin encontrar nada sólido en su recorrido. Luego, todo desapareció como por ensalmo, y el sol rojo inició su enésima aurora de sangre en el Este del planeta.

Smith había mandado tapar con un trozo de tela la claraboya para protegerse de aquellas sombras diabólicas que amenazaban enloquecer a los tripulantes de su nave. Ahora sólo la luz de la lámpara eléctrica hacía presentes los objetos reales que no negaban su contacto a las manos del hombre. Los siete viajeros interplanetarios se habían sentado en torno a la mesa. Estaban cabizbajos. Nadie se atrevía a romper el silencio.

—Creo que el viaje a este pequeño planeta debiera ser incluido en el itinerario espacial de todos los habitantes de la Tierra, y en especial de nuestros gobernantes —habló con lágrimas en los ojos el capitán Smith—. Por un extraño fenómeno que escapa a mi inteligencia (es probable que la existencia en este lugar del espacio de varios soles hiperdensos haya deformado de tal forma las líneas del espacio-tiempo que los rayos de luz enviados por nuestro planeta converjan precisamente aquí, como si este astro fuese una especie de canal o de estrecho) podemos ser testigos de la historia de la humanidad. Recuerden ustedes, en efecto, que la luz se propaga a una velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo, en trenes de ondas esféricas. Esto quiere decir que si el espacio fuese infinito, ninguna imagen visual podría ser captada de nuevo por cualquier persona que en un momento determinado se hallase en el punto de partida. Pero como el espacio es curvo, resulta que ningún rayo de luz escapa del Cosmos. En otras palabras, es posible que una escena que ocurrió en la Tierra hace dos mil años pueda ser captada en un planeta distante si las coordenadas espacio-temporales así lo determinan. Siempre, claro está, que un cuerpo extraño, como puede ser el polvo cósmico u otro planeta, no absorba la radiación emitida.

Los seis hombres tenían la vista clavada en los ojos de su capitán, que, tras hacer una pausa, continuó su explicación.

—Saben ustedes de sobra que el hombre es el dueño de una gran parte de nuestra galaxia, que viajamos a velocidades que hubiesen parecido increíbles a los hombres que vivieron hace todavía cuatro siglos. ¿Pero este desarrollo técnico y científico ha supuesto una mejora del hombre mismo? Por delante de ustedes ha pasado la historia de la Humanidad: una sucesión ininterrumpida de matanzas y de crímenes. Ahora mismo, en nuestra supercivilizada Tierra, es imposible salir a la calle a partir de las seis de la tarde sin llevar un arma. Porque el número de asesinatos es hoy tan elevado que compensa de sobra a los que en otra época eran atribuibles al cáncer o a las enfermedades infecciosas. Y si no hay guerra, es porque todos tememos la destrucción total del planeta. Creo, señores, que nos hemos equivocado de camino. Hay que inventar otro tipo de naves, que conduzcan al hombre no en pos de planetas distantes, sino de la felicidad.

Embalaron rápidamente el equipaje, y en silencio volvieron a la astronave Meteor. Las muestras que habían recogido los científicos no tenían ningún valor: no había oro ni uranio en aquel planeta. Pero todos llevaban dentro de su corazón algo mucho más valioso que todos esos metales: una chispa de sabiduría.

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