EL NÁUFRAGO
Francisco Lezcano Lezcano
I
Ya los primeros murciélagos estaban revoloteando entre las ramas más altas de los árboles, tratando de cazar a los insectos nocturnos que a la caída del Sol buscan su alimento o salen para hacerse el amor al crepúsculo o a la luz de la luna. Los murciélagos cruzaban con vuelo rápido y aletear vibrante los campos resecados por el amarillo y picante verano. Los murciélagos parecían trocitos de negra seda almidonada impulsados por violentas ráfagas de aire. Los murciélagos...
Manuel regresaba montado en su asno por el serpenteante camino de ocre polvo que bordeaba el profundo Barranco de retorcida lava y marcial basalto. Regresaba del Monte, donde solía colocar sus trampas para cazar animales de valiosa piel.
Una ligera brisa agitaba los brazos de los añosos vegetales y gemía o pronunciaba largas y misteriosas letanías, A Manuel le gustaban los ratoncillos que tenían alas como tela de paraguas. Le gustaba el viento aunque se le pusiera serio como un guarda forestal o agresivo como un gato iracundo. El bosque y sus voces, la pradera y su respiración de mar, la tarde llamando con ruidos a la noche, la oscuridad con sus búhos y sus figuras de carbón y acero tras cada esquina: todo era muy familiar para él. Cincuenta años habían transcurrido desde que por vez primera se tumbó en aquella zona, sobre la hierba, y se puso a soñar con los ojos cerrados que sería el rey único de aquellos contornos. Durante cincuenta años viviendo como un monje solitario, se ven, se imaginan y se meditan demasiadas cosas para a la postre intimidarse frente a unos comeinsectos y a un viento farfullero Todo le era rutinario; por esta razón, no percibió que dos negras motas estaban saltando de rama en rama, de una manera no peculiar ni para pájaros ni para murciélagos. Después de haberle acechado desde las silbantes copas de los árboles, cruzaron sobre el cansino Manuel y se detuvieron a su espalda. En ese instante era como si al aire le hubiesen nacido un par de pupilas observadoras. Al presentir la mirada Manuel miró hacia atrás, aunque demasiado tarde y sin la necesaria rapidez para poder contemplar algo que le diera base para hacerse una idea, aunque fuera aproximada, de la verdadera naturaleza del fenómeno. A menudo se experimenta la sensación de ser vigilado, y puede resultar cierto, aunque lo más frecuente es que sólo estemos padeciendo una reminiscencia de nuestros recelos de la prehistoria. Manuel, pensando así, apretó los talones contra el vientre de su asno para obligarle a ir más de prisa, pues deseaba llegar pronto a casa y además el frío se le estaba metiendo hasta los huesos.
Llevaba trotando diez minutos cuando vio, a unos quince metros, que algo extraño se deslizaba por la falda del monte que a la derecha del camino formaba un inaccesible declive cubierto de cactus y de chumberas. La cosa podía confundirse con un trozo de las espesas nubes que cubrían la sima. Pero pasado el primer instante de sorpresa y cuando la distancia que le separaba del voluminoso objeto se hizo más corta, Manuel casi juró que se trataba de un gran bulto formado por centenares de paquetes plásticos rellenos con una sustancia aceitosa; no obstante, tanto una figuración como la otra le resultaban ilógicas. La visión venía con tales singularidades que el asno se detuvo horrorizado y Manuel se vio invadido por un incontrolable nerviosismo.
—¡Sooo! Es un paquete que se le habrá caído alguien desde allá arriba. ¡Sooo, burro, sooo! —continuó ordenando, aunque sin creer en sus propias ideas. Comprendía que era absurdo admitir la posibilidad de una persona paseándose por las cumbres con un montón de bolsas de plástico. Sabía que en muchos kilómetros a la redonda era casi milagroso encontrarse con alguien.
El bulto que se arrastraba como una ameba alcanzó la carretera. Estaba claro que aquella cosa tenía autonomía. El burro respingó y Manuel cayó pesadamente al suelo sin que pudiera evitar la huida del animal, que escapó por la serpenteante carretera dejando atrás los bártulos repletos de costosas pieles y de carne en tiras. La sustancia de apariencia gelatinosa apenas estaba ya a tres metros de Manuel.
—¡Sale! ¡Sale! —le dijo instintivamente y asustado, arrojándole al mismo tiempo puñados del rojizo polvo del camino en un intento desesperado por detenerla. Pero la masa no se detuvo. La sustancia desconocida tenía dos motas negras posadas encima que le daban el aspecto de una pasta traslúcida poseedora de ojos amenazadores.
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Vete, demonio! ¿Qué eres tú?
No recibió respuesta. Manuel aulló como un endemoniado, porque el raro protoplasma se le vino encima y lo envolvió, produciéndole una espantosa quemazón y la cruda sensación de ser desollado en vivo...
II
Eran las dos de la mañana cuando Germán sintió afuera un rebuzno. Se hallaba bajo los efectos de un agudo insomnio y por tanto estaba plenamente seguro de que el rebuzno había sido real y no una jugarreta del ensueño. Se incorporó con cuidado para no despertar a su esposa y prestó oído atento. Esta vez el trote inquieto e indeciso de un cuadrúpedo que desorientado corría de un lado para otro le llegó desde la calle. Germán saltó de la cama para asomarse a una de las ventanas. A través de los visillos oteó el exterior, que aparecía tranquilo y solitario. Al mirar desde otra ventana reconoció al instante el burro de Manuel y se sorprendió al ver que el asno estaba sin amo y sin montura, rotas las cinchas y las bridas colgando.
—¿Qué sucede, querido?
Germán se volvió al escuchar la voz de su esposa y se lamentó por haberla despertado.
—¡Oh!, lo siento. Es que me asomé para saber qué producía afuera cierto ruido.
—¿Y qué ha sido?
—El burro propiedad de Manuel.
—¿Cómo sabes que es el de Manuel?
—Por las muescas de sus orejas.
—Bien. ¿Y qué hace Manuel que no recoge su burro?
—Es lo mismo que me pregunto yo.
—¿Por qué te preocupa que Manuel y su burro anden por ahí a las tres de la mañana?
—Precisamente porque Manuel no está. Además, el burro tiene un aspecto que no augura nada bueno.
Marta hizo ademán de saltar de la cama para curiosear.
—No, quédate en la cama. El burro acaba de marcharse. Voy a asomarme a la calle, no sea que Manuel se haya caído y esté tirado ahí afuera.
—Pero si no ocurre nada no tardes, no quiero que se empeore tu reuma. Además tengo mucho frío.
—De acuerdo.
Germán se echó sobre las espaldas una manta y se encasquetó el gorro de orejeras, se puso los pantalones de lana y después de calzarse las botas salió del dormitorio. La Luna era grande y clara, su luz iluminaba toda la casa, y así Germán no tuvo necesidad de lámpara. Descendió a la planta baja y abrió la puerta de la calle. Afuera el silencio sólo era roto por el gorgoteo del canalón por donde corría el agua que desde la fuente llegaba hasta el aljibe de la granja.
—¡Manuel! ¡Manuel! —llamó quedamente—. ¡Manuel! ¡Manuel! —volvió a repetir con más fuerza. Sólo el canalón continuó oyéndose. Germán salió un poco más al camino y miró a lo lejos. El camino brillaba como un río libre de objetos flotantes, nada había sobre él. Germán había abrigado la esperanza de distinguir a Manuel caminando, o quizá caído a lo lejos. Se quedó sin saber qué pensar. Sentía que la helada brisa de la madrugada atravesaba su manta y decidió volver al calor de la cama. Por la mañana arreglaría el asunto del burro, si es que Manuel ya no se había ocupado de él. Casi tenía cerrada la puerta cuando un trote ligero le impulsó a abrirla. El burro se le quedó mirando con las pupilas dilatadas, las orejas tiesas y la respiración agitada.
—Burro, ¿qué te ha ocurrido?... Ven acá... ¿Dónde está Manuel? ¿Os ha pasado algo?
El asno escarbó la tierra y resopló. Cuando Germán le posó una mano en la frente y con la otra lo tomó del barbuquejo, se puso a temblar como un niño aterrado.
—Ven. Cálmate. Te encerraré en la cuadra y mañana Dios dirá. Deseo que a Manuel no le haya ocurrido nada malo...
III
Germán estaba terminando de meterse en la cama cuando de nuevo su mujer se despertó.
—¿Eres tú? —preguntó, soñolienta y sobresaltada.
—¿Quién si no, mujer?
—Sí, claro... ¿En qué ha quedado todo?
—He encerrado al burro.
—¿Y Manuel?
—No he visto ni sus huellas.
—¿Crees que le ha ocurrido algo?
—No sé qué pensar. Manuel es un tipo que conoce muy bien la tierra que pisa. Jamás le ha ocurrido nada grave. Si al amanecer no anda por allí, llamaré por teléfono a Federico para explicarle el caso y pedirle su opinión.
A las nueve de la mañana el viejo Germán estaba hablando por teléfono con Federico, un joven granjero residente a cinco kilómetros de aquel lugar.
—...Y entonces miré a la carretera por si hubiese algún bulto sospechoso..., pero no.
—Escúcheme, Germán..., en media hora estaré con usted. Creo que los dos debemos salir tras las huellas que dejó el burro. Lo llevaremos con nosotros para devolvérselo a Manuel... si no le ha ocurrido nada... Vaya preparando la montura.
—De acuerdo. Le estaré esperando en el porche.
A las diez menos cuarto Federico y Germán estaban siguiendo a caballo las profundas pisadas hechas por el borrico durante su estampida de la noche. A la hora de camino, el asno, al que traían a remolque sujeto con una larga cuerda, comenzó a frenar la marcha y a manifestar una gran inquietud.
—¿Qué te ocurre, condenado? —le preguntó Germán, dando a la vez un tirón a la soga que sacudió al animal, obligándole a rebuznar lastimeramente—. ¿Qué te ocurre? —insistió.
—Supongo que no pretenderás que te responda —le dijo Federico, deteniendo su propio caballo y volviéndose.
—Sí. Pretendo que me responda. A su modo, él comprende el mundo y puede expresarse. Yo llevo muchos años entre animales de corral y no me avergüenza decir que casi soy como uno de ellos.
Federico rompió a reír.
—Bueno, si te empeñas reconozco que eres un animal.
—¡Deja de reírte! El burro sabe que a Manuel le ha ocurrido algo grave. Apéate. Vamos a atarlo a una piedra, está aterrorizado y no andará ni un metro más.
Federico se bajó del caballo y, muy despacio, acercóse al burro.
—Ven. Estáte tranquilo. Ya que te pones así te vamos a dejar.
El asno quedó bien sujeto a una gran roca, de forma que le fuera imposible escapar. Y los dos hombres prosiguieron su camino tras las marcas de los cascos del pollino. Sin dejar de observar el suelo, recorrieron tres kilómetros más, al final de los cuales la tierra apareció revuelta y con claras señales de que una lucha habíase producido en aquel punto.
—Federico, aquí parece que fue donde el burro se asustó. La carga está esparcida. La montura..., mírala allí.
—Sí, pero, ¿y Manuel?
La situación se presentaba desconcertante para los dos exploradores, que no podían imaginarse unos hechos lógicos para explicar aquel enigma. ¿Y Manuel? Merodearon y buscaron tanto entre los geranios lindantes y las grandes zarzas, que hallaron la nauseabunda masa residual... Federico y Germán se quedaron mirándola en un estado de total desconcierto. Sobre el suelo yacía lo que restaba del cuerpo de Manuel: una pálida y sanguinolenta pasta, un pellejo vacío, un fláccido muñeco de caucho contorsionado, una amontonada porquería donde las formas tenían un aspecto grotesco y repulsivo. El rostro se había transformado en una horrible carátula desfigurada y fofa. La ropa aparecía pringosa de extraña baba. La sangre, la tierra, los vestidos y desconocidos líquidos hacían apestosa amalgama. Federico metió la puntera del zapato bajo el rostro agostado de Manuel convertido en residuo. La cabeza se dobló hacia un lado como un globo sin aire. Federico volvió a palpar con el zapato en varios puntos de la masa informe y esto le hizo comprender que el cuerpo de Manuel estaba vacío de huesos. Le habían dejado sin un solo hueso. Federico y Germán sintieron que el horror les crecía dentro y cómo sus gargantas, estranguladas por el miedo, se resecaban.
—Yo... no entiendo nada —dijo Federico con un casi inaudible hilo de voz—. ¿Cómo pueden haberle sacado todos los huesos de dentro?... ¿Quién puede haber realizado una cosa tan espantosa?
—Tampoco he visto algo igual. ¿Estás seguro de que es Manuel?...
—Sí, naturalmente. ¿Qué iba a ser si no?
—...Creo que lo mejor es meterlo en un saco.
—¿Para qué?
—Para llevárselo, a la policía.
—¿No valdría más dejarlo aquí para evitarnos complicaciones?... Quizá la policía preferirá hallar el cuerpo aquí.
—Quizá. No obstante vamos a llevarlo. Si no, se lo comerán las alimañas... O quien haya cometido este asesinato intentará destruir las pruebas.
—¿Tú crees que ha sido un asesinato?
—¡Hombre! Está claro que no se trata de un suicidio. Esto es la obra de un loco.
—¿Un loco? ¿De qué sistema puede valerse un hombre, sea loco o cuerdo, para extraerle a otro sus huesos sin descuartizarlo?... No, Germán, presiento algo sobrenatural.
—...Lo que haya sido, a nosotros no nos interesa. Mientras menos hurguemos mejor. La policía se encargará de hacer indagaciones.
Manuel quedó introducido en el saco, hecho un rebujón de tela, carne, baba y sangre. Costó bastante conseguir que uno de los caballos aceptara la macabra carga. El de Germán se dejó sujetar el fardo, que había comenzado a soltar un amarillento hilillo de líquido.
Los dos hombres, casi sin poder reprimir las náuseas y el miedo, se encaminaron hacia el punto donde habían dejado al. burro. Avanzaban en silencio. De vez en cuando miraban de soslayo al saco, que continuaba goteando. Nunca el camino se les había hecho tan largo ni resultado tan caluroso, nunca habían juzgado tan agresivas a las moscas, tan polvoriento el camino... Alcanzaron la curva que precedía al lugar de amarre del asno, y esto les alivió algo... Incitaron a sus monturas para que diesen un trote ligero...
Y llegaron... Pero del burro sólo restaba un deshuesado montón de carne, una grotesca caricatura enrollada como una vieja alfombra polvorienta y fangosa, cubierta de zumbantes moscas. Federico y Germán se miraron con los ojos desorbitados y el corazón a punto de reventar. Encendidos por un mismo sentimiento de pánico rompieron a galopar salvajemente, impulsando cada vez más a sus desbocadas caballerías...
IV
Mulbutu volvió a repasar los datos del computador con la esperanza de encontrar aunque sólo fuera un levísimo indicio de que Malman no se había perdido definitivamente en el espacio. Repasó varias veces los cálculos, pero tuvo que rendirse ante lo evidente: de la embarcación de salvamento que cobijaba a Malman no se veía ni rastro. Mulbutu se torció hacia la derecha para descender por la rampa de su asiento, alcanzó el suelo espumoso, se deslizó unos metros, subió a una bandeja antigravitacional y se hizo trasladar al otro lado de la estancia, donde ocupó un cómodo sillón de moléculas atmosféricas aglomeradas, y en él quedó cambiado de color en actitud preocupada y meditativa. Los cuarenta y cinco científicos de la Operación exploradora rodearon a Mulbutu. Los científicos se hallaban tan afectados como él. La Operación había fracasado por un accidente que nadie podía explicarse y que había costado la vida a quince de los mejores cosmonautas. Nadie sabía encontrar explicación para una cosa que marchando tan bien había fallado sin nada previamente sospechoso. La nave, construida con materia en cuarto estado e impulsada por energía anti-universo, desplazándose con precisión dentro de la trayectoria prevista y sin disminuir ni un ápice su velocidad de luz, se había desintegrado súbitamente. Y sólo Malman, el quinto piloto, escapó expulsado al exterior por el mecanismo de salvación. Desde entonces era como un náufrago perdido en el centro de un infinito océano. Su única posibilidad de salvación estaba en hallar un planeta rico en fosfato tricálcico... Sus Animales Piloto le ayudarían a buscar alimento y le avisarían de algunos peligros. Los científicos no dejaron pasar el detalle cuando lanzaron a los astronautas: a cada uno lo proveyeron de Pilotos Negros, que eran los más finos rastreadores de fosfatos y los mejores adiestrados para hacer de guardaespaldas. Pero todos pensaban, no obstante, que tal vez Malman decidiera suicidarse antes que andar solo, deambulando durante toda la vida por un planeta quizá lleno de seres extraños, agresivos e irracionales...
Mulbutu se dirigió a los expectantes científicos:
—La Operación Exploradora ha fracasado en esa dirección. Volveremos a empezar. Pasad el informe a los Comunicadores Públicos... Y que la Comisión de Pésame y Honores se encargue de atender a los familiares de los muertos.
Silenciosamente, la reunión se deshizo. Llenos de pesadumbre, cada uno se arrastró hasta su puesto para reiniciar la rutinaria tarea...
Malman se notaba muy bien, completamente satisfecho. Incluso la depresión síquica que le había atenazado durante las últimas semanas había desaparecido. Sentíase hasta animoso para salir a explorar aquel raro mundo tan policromo y complejo. Sin pensarlo más, se desperezó y abandonó el cilindro donde había llegado y gracias al cual conservaba la vida. Los dos Pilotos Negros surgieron por una ventanilla lateral, y se le posaron encima en cuanto presintieron su salida.
—Sois insaciables —les dijo—. Ya hemos comido para mucho tiempo. Dejadme en paz. Ni siquiera necesito de vuestra protección: en todo lo que abarcan mis autorreceptores no he localizado ni un ser peligroso para mí.
Las dos motas negras siguieron en su puesto como murciélagos aletargados, como sin entender ni captar las ondas emitidas por Malman.
—Bueno, vamos a ver si conseguimos hallar alguna forma de existencia inteligente. A lo mejor me ayudan a reparar el transmisor de la nave de salvamento; podría entonces establecer contacto con mi planeta y sería haber conseguido algo real con la Operación Exploración.
Malman se deslizó sobre la hierba alejándose con pausa hacia la carretera, por donde captaba que un grupo de seres avanzaba.
—Irradian agresividad. Pero si son inteligentes...
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