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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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miércoles, 7 de abril de 2010

FANTASÍAS DE LA ERA ATÓMICA




FANTASÍAS DE LA ERA ATÓMICA

José Sanz y Díaz

I - CHARLA EN EL CLUB

Tuvimos una era fantástica de invenciones y descubrimientos científicos y, sin embargo, la gente en general no parece darse cuenta de ello —dijo como abstraído Clemente Soria, doctor en Ciencias y famoso ingeniero español, a sus colegas del imponente Club de los Inventores de Nueva York.

Residía en Norteamérica desde hacía muchos años, pero acababa de regresar de Europa, donde había tomado contacto con eminentes hombres de ciencia y grandes laboratorios de experimentación. En Berlín, Milán, Madrid, París y Londres amplió celosamente la misión especial que a dichas capitales le llevara, y ahora sus colegas celebraban el retorno.

Era un grupo selecto de amigos, de sabios y soñadores, que después de una opípara cena se hallaban en el amplio y confortable hall del Club. Entre aquellos hombres envejecidos prematuramente por el estudio y las largas vigilias destacaba poderosamente la robusta silueta del sabio español. Humeaban en bajas mesitas las tazas del riquísimo café portorriqueño y el ingeniero continuó su peroración:

—Es curioso considerar que desde hace tres cuartos de siglo la desintegración del átomo, la radiactividad, la navegación estratosférica, la exploración de otros planetas, la invención de nuevas y poderosísimas armas, la retropropulsión como fuerza motriz, la queraltoplastia y otros inventos recientes fueran anticipados en sus libros por escritores de poderosa imaginación. Eran relatos fantásticos cuando se escribieron, mágicas narraciones basadas en el indispensable conocimiento de las ciencias y que muchos hombres de talento nos dejaron como vividas por ellos.

—Efectivamente, así es —repuso con calma Anson Mac Donald, prestigioso hombre de ciencia y de letras, ya en el ocaso de una vida gloriosa, que fumaba su cachimba mientras se hundía voluptuosamente en la butaca.

Volvió a quedar silencioso el grupo y Clemente Soria añadió:

—En España, como en otros países, abundan los hombres de imaginación y de talento; pero sus ideaciones, en la mayor parte de los casos, no pudieron llevarse a la práctica por falta de un clima industrial y científico apropiado. Todos ustedes conocen perfectamente las odiseas de Isaac Peral, de Narciso Monturiol, de Juan de La Cierva, de Leonardo Torres Quevedo y muchos más. Hoy las cosas han cambiado favorablemente. Ahí está el caso del tren Talgo y su inventor, que lo ha visto rodar por los ferrocarriles españoles.

Nat Schachmer, rubio cincuentón, descuidado en el vestir, interrumpió calmosamente al ingeniero, que en tanto bebía su coñac:

—Eso está bien, mister Soria; pero no se aparte del tema científico en las obras literarias.

—A eso voy —replicó el español al tiempo que dejaba la copa vacía sobre el velador—. En mi país, al igual que en el resto del mundo, Julio Verne es considerado como el prototipo y creador de la ficción científica en el campo de la novela, por sus amenas y casi proféticas narraciones, que se siguen leyendo con placer, aunque su poderosa imaginación se ha quedado ya muy atrás en el avance prodigioso de las ciencias. En tiempos más próximos a nosotros H. G. Wells nos parece, generalmente, el escritor de mayor visión imaginativa.

Se detuvo para encender un rubio cigarrillo "Lucky" que otro de los contertulios, David H. Keller, le ofrecía.

A través de los amplios ventanales encristalados la enorme ciudad de Nueva York ofrecía un aspecto parcial de su tráfago nocturno, de su iluminación publicitaria y de sus clásicos rascacielos. En la lejanía se adivinaba la estatua de la Libertad, alumbrando las maniobras marineras del puerto, en la desembocadura del Hudson en el Océano Atlántico.

Clemente Soria dio una larga chupada al aromático cigarrillo, guardóse el encendedor y continuó:

—Pero, amigos míos, estamos en los Estados Unidos y en este país hay una interesante pléyade de escritores que han sabido idear mundos fantásticos, inexplorados campos imaginativos, en conexión científica con el pequeño mundo en que vivimos. Precisamente ustedes forman parte de ese escogido núcleo de escritores y hombres de ciencia, cuyas maravillosas narraciones y grandes experimentos debieran ser mejor conocidos que lo son en el extranjero, quizá por no haber sido traducidos a otros idiomas que el inglés.

Diéronle las gracias al hidalgo español Malcolm Jameson y Q. Patrick por todos, y el doctor Soria pudo proseguir:

—Alguien ha dicho, no sin razón, que todo lo imaginado puede realizarse eventualmente. Hay que confesar al respecto que nosotros, hombres de este siglo xx, vemos con muy escaso asombro los mayores prodigios. Algunos de nosotros recordamos los disturbios y temores que en todas partes produjeron los primeros automóviles, "máquinas del diablo", que hoy nos parecen venerables y ridículas antiguallas, igual que los primeros trenes. Los románticos daguerrotipos, tan primitivos a nuestros ojos, fueron la niñez del Kodak y del Cine; los globos Montgolfier, abuelos del Zeppelin y de los aviones a chorro. Y ¿qué hubieran dicho Talleyrand y Metternich si hubieran tenido que asistir en un tetramotor, en breves horas, a una reunión de la O.N.U. en Londres, Nueva York, Casablanca o Teherán? ¿Hubiese alguien podido creer, hace un siglo, que un simple disco de caucho endurecido podría deleitarnos con la maravillosa voz de Caruso o de Lucrecia Bori? ¿Quién soñó entonces con hablar, por ejemplo, desde Chicago a Roma y hacerlo con voz natural, con menos esfuerzo que desde nuestro balcón a la calle? ¿Pudo jamás pensarse que una simple cajita de madera, transportable como un maletín, nos permitiría oír en cualquier lugar de la tierra, incluso en el mar, en la selva o en pleno desierto, lo que están discutiendo los políticos en Washington, Madrid o Pekín? ¿Se imaginó jamás que un tenue filamento podría darnos una potente luz que compitiera con la solar, poder acondicionar a voluntad la temperatura de una habitación o cocinar en breves minutos?

Soria, con su temperamento meridional y su amor a la Ciencia se exaltaba en su brillante peroración, contrastando por el momento su elocuencia con el silencio y el interés con que lo oían los demás. Por fin terminó su charla con estas palabras:

—La lista completa de portentos científicos sería interminable, ya que va desde los grandes ciclotones, el radar y toda clase de investigaciones atómicas a inventos sencillos como las medias de cristal, el vidrio irrompible y las numerosas variedades de material plástico. Pues todo eso, señores y amigos míos, lo soñaron y lo intuyeron los novelistas científicos. Puesto que aquí tenemos, en este Club de Inventores de Nueva York, cinco de las mejores plumas en el género de novela científica de la actualidad mundial, yo les ruego, queridos colegas, que nos hagan gratas esta velada y las siguientes, contándonos algunos de los relatos portentosos de su especialidad.

Un halo de misterio y de leyenda científica flotaba en torno de los seis amigos reunidos en el salón del Club, hombres extraños y famosos a los que vamos a escuchar.

II - EL POLVO DEL DIABLO

—Les voy a contar a ustedes lo que me sucedió a mí personalmente en materia de energía atómica para fines de guerra y díganme luego si ello no supera en interés al capítulo principal de la mejor urdida novela científica. Tiene relación con un terrible problema que preocupa al mundo, la posibilidad de emplear los venenos radioactivos por sorpresa en una guerra futura y cómo adoptar de antemano medidas defensivas.

Así empezó su relato Anson Mac Donald, químico eminente y especializado en el estudio de los gases tóxicos, de los núcleos inestables y de la disgregación producida por las radiaciones del uranio.

Colaboraba asiduamente en la prestigiosa revista Astounding Science Fiction, ya que además de hombre de ciencia era un escritor afamado. Se arrellanó aún más en su cómodo butacón y ante la despierta curiosidad de sus amigos empezó de esta manera:

—Forzoso me será hacer un poco de historia y decir para los no iniciados en los secretos de la energía atómica, que los fragmentos resultantes de la disgregación son en la mayor parte de los casos inestables. Esto es, materiales artificialmente radioactivos, y es de conocimiento común entre nosotros, que las radiaciones de los materiales atómicos poseen efectos mortales semejantes en sus efectos a los de los Rayos X. Como quiera que defieren químicamente del uranio, debiera ser posible extraerlos y utilizarlos en forma extremadamente eficaz de gas tóxico. Dicho esto, entraré de lleno en el tema de mi relato:

Todos ustedes saben cómo en el año 1903 los hermanos Wright volaron en Kitty Hawk.

En diciembre de 1938, en Berlín, el doctor Hahn fraccionó al átomo de uranio.

En abril de 1943, la doctora Estella Karts, que trabajaba entonces a las órdenes de la Autoridad Federal de Defensa, perfeccionó la técnica Karts-Obra para producir radioactivos artificiales.

Por lo tanto, la política extranjera de Norteamérica tenía que cambiar. Forzosamente. Es muy difícil recoger en clarín de llamada a la trompeta otra vez. Me explicaré. La Caja de Pandora es una proposición de "dirección única". Se puede convertir un cerdo en salchichas; pero no las salchichas en cerdo. Los huevos rotos, rotos se quedan. "Todos los caballos del rey y todos los hombres del rey no pueden hacer que Humpty vuelva a ser Humpty otra vez", reza el proverbio.

Y yo tenía que saberlo; yo era uno de los hombres del rey. No tenía que haberlo sido. No era militar profesional cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, y cuando el Congreso promulgó la Ley de Servicio Obligatorio, yo tuve un número alto, suficientemente elevado para mantenerme fuera del Ejército por tiempo suficiente como para morirme de viejo. ¡Y eso que no eran muchos los hombres que morían de viejos en mi generación!

Pero, recientemente, me habían nombrado secretario de un flamante miembro del Congreso. Había sido el muñidor de su campaña electoral, y había rescindido por ello mi anterior empleo. Entonces yo era profesor de Economía y Sociología en una escuela superior. A los Consejos de Educación no les suele gustar que los catedráticos de temas sociales se ocupen personalmente de ningún problema político, y por ello mi contrato no fue renovado. Me apresuré a aprovechar la oportunidad de ir a Washington.

Mi jefe político y diputado se llamaba Manning. Sí, el célebre Manning. Cly de C. Manning, coronel retirado del Ejército de los Estados Unidos y comisario de guerra a la vez. Lo que acaso no sepan ustedes es que era perito militar de primera clase en guerra química, hasta que una dolencia cardíaca le hizo pasar a la reserva. Yo le había seleccionado, con ayuda de un grupo de amigos políticos, para candidato contra el explotador de vía estrecha que acaparaba nuestro distrito. Necesitábamos un candidato liberal de cierta personalidad y Manning era el hombre adecuado. Había sido miembro del Gran Jurado durante un período judicial, y desde entonces siguió atentamente los asuntos cívicos.

Lo de ser jefe militar retirado era ventajoso para la obtención de votos entre los ciudadanos conservadores y burgueses. Su historial, incluso aceptable para los elementos del bando opuesto. A mí, personalmente, no me preocupa la capacidad para obtener votos. Lo que me agradó de él fue que además de liberal en política, poseía gran inteligencia, de la que carecen la mayor parte de los liberales en nuestro país. La mayoría de estas gentes creen que el agua corre cuesta abajo, pero, ¡alabado sea Dios!, que nunca llegará al fondo.

Manning no era así. Sabía ver con lógica y obrar en concordancia, por desagradable que ello fuese.

Anson Mac Donald le dio un sorbo a su vaso de whisky y continuó:

Nos hallábamos en las habitaciones que Manning tenía reservadas en el edificio para oficinas de la Cámara de Representantes, después de los ataques recibidos en una tempestuosa sesión del Congreso y tratando de poner al corriente una montaña de correspondencia, cuando llamó por teléfono el Departamento de Guerra. El mismo Manning se puso al aparato.

Yo tenía que escucharle, porque era su secretario. "Sí", dijo, "soy yo mismo". "Muy bien, póngale." "¡Hola, mi general! ¡A sus órdenes!" "Perfectamente, gracias. ¿Y usted?"

Vino después un largo silencio. Finalmente, Manning dijo: "Pero, mi general, eso no puedo hacerlo Tengo que ocuparme de esto..." "¿Cómo dice usted..." "Sí. pero, ¿quién hará mi trabajo político y me representará en el distrito que me ha elegido...?" "Así creo." Miró su reloj. "Bueno, usted manda, mi general. Ahora mismo voy allá."

Colgó el teléfono, se volvió hacia mí y me dijo:

—Coja su sombrero, Anson. Vamos al Departamento de Guerra.

—Cuando guste.

—Sí —añadió con aire preocupado—. El jefe de Estado Mayor opina que debo volver al Ejército.

Inició la marcha con paso rápido, pero procuré retrasarme un poco, para obligarle a que fuera más despacio para no abusar demasiado de su afección cardíaca. Cogimos un taxi en la primera parada, dimos vuelta al Capitolio y bajamos por el Constitution Boulevard.

Tenía que volver al servicio activo el enfermo coronel Manning. Se avino a ello en cuanto el jefe del Alto Estado Mayor le presentó sus argumentos patrióticos. Hubo que hacer esto porque en los Estados Unidos, como todos sabemos, no hay manera alguna de que nadie, incluso el propio Presidente, pueda mandar a un miembro del Congreso que abandone su puesto, incluso aunque sea militar.

El jefe del Alto Estado Mayor se había anticipado a esta dificultad política y fue lo suficiente previsor para tener a mano un diputado de la oposición en igual caso, con lo cual se equilibraba la ausencia del coronel Manning mientras durase la necesidad de sus servicios en activo. Este otro congresista era el honorable Joseph T. Birgham, oficial de la reserva que deseaba reincorporarse al Ejército. Perteneciendo al partido político contrario, su voto en la Cámara de Representantes equilibraba el de Manning, y ninguno de ambos partidos perderían nada con ello.

Se habló allí de dejarme a mí en Washington; pero Manning declaró que debía ir con él como ayudante, dada mi competencia técnica y científica. El jefe del Alto Estado Mayor se mostraba reacio; pero el coronel adujo otras consideraciones y el general tuvo que ceder.

Un jefe del Alto Estado Mayor puede hacer que todo marche rápidamente si es preciso, y aquél lo solucionó en pocas horas. Juré mi cargo de capitán de complemento antes de abandonar el Departamento de Guerra. Me dieron en Intendencia dos uniformes de diario del Ejército y uno de gala, con brillante y magnífico correaje.

Al día siguiente fuimos en automóvil militar al vecino Estado de Maryland y el coronel Manning se hizo cargo del Laboratorio Federal de Investigaciones Nucleares, conocido oficialmente con el discretísimo título de "Proyecto Especial de Defensa núm. 347, del Departamento de Guerra". Por entonces yo no sabía mucho de Física, y menos aún dé la moderna Física atómica. Más tarde fui aprendiendo algo, casi todo mal en comparación con los grandes hombres de Ciencia que integraban el personal de aquel laboratorio de guerra.

El coronel Manning había seguido un curso militar superior, dispuesto para los "post-graduados", en el Instituto Técnico de Massachussets, y había recibido "némine discrepante" el diploma de Maestro en Ciencias Químicas por su brillante teoría acerca de los altos problemas matemáticos de la estructura atómica. Era un sabio y por ello el Ejército deseaba tenerle en sus filas. A pesar de su sabiduría, la química atómica había avanzado mucho desde la época de sus estudios, y el coronel Manning me confesó que tuvo que estudiar de nuevo como un condenado para poder llegar a comprender bien lo que decían sus oficiales subordinados en los informes que le presentaban.

Creo que exageraba modestamente su ignorancia, pues no había ciertamente en los Estados Unidos nadie entonces que hubiese podido desempeñar su cargo con tal competencia científica. Se requería para ello un hombre que supiera dirigir y sugerir investigaciones en un campo altamente esotérico, pero que a la vez mirase aquellos problemas desde el punto de vista de una urgente necesidad militar. Dejados a su manera de hacer civil, los científicos militarizados se hubiesen entregado por las buenas al lujo intelectual de una nota de gastos enorme; pero es que aunque hubiesen logrado valiosos adelantos en los conocimientos humanos, podían no desarrollar nada concreto de utilidad bélica o descubrir posibilidades militares con una lentitud ineficaz para las necesidades de la guerra.

Suele pasar lo siguiente: Se requiere un buen perro pachón para cazar codornices, pero tras él ha de ir un cazador, evitando que el perdiguero pierda el tiempo persiguiendo los conejos que le salgan al paso. Y el cazador debe saber casi tanto como el perro.

—No hay en mis palabras —dijo Anson Mac Donald sonriendo— ninguna alusión depresiva para los hombres de ciencia... ¡En modo alguno! Teníamos allí todos los grandes especialistas que los Estados Unidos habían podido reunir. Profesores doctísimos de Universidades como las de Chicago, Columbia, Cornell, Instituto Técnico de Massachussets, Técnica de California, Berkeley, etc. Los laboratorios particulares radicados en el país prestaron sus químicos, sin contar unos cuantos jóvenes con gafas que pronunciaban la A muy abierta, prestados por el Ejército británico.

Estos sabios militarizados tenían allí todas las facilidades que el ingenio humano podía apetecer. El ciclotrón atómico de quinientas toneladas de peso, previamente destinado á la Universidad de California, se hallaba allí; pero se iba haciendo ya prematuramente arcaico frente a los nuevos dispositivos que aquellos cerebros ideaban, pedían y conseguían.

Canadá nos proporcionaba todo el uranio que pedíamos (toneladas y toneladas de ese peligroso material) del Great Bear Lake, cerca del Yukon; y la técnica de los residuos fracciónales, para separar el isótopo 235 del uranio del más común isótopo 238, había sido desarrollada ya por el mismo grupo de Chicago que había originado previamente el método más costoso del espectrógrafo de masas.

En el Gobierno de los Estados Unidos alguien comprendió pronto las potencialidades del Uranio-236 y ya en el estío de 1940 se ordenó a todos los investigadores atómicos que debían guardar al respecto el más completo silencio. La energía atómica, si llegaba a desarrollarse, debía ser un monopolio del Gobierno norteamericano, por lo menos hasta la terminación de la Segunda Guerra Mundial. Podría resultar un explosivo tan poderoso que jamás se hubiera soñado, y pudiera también ser fuente de una energía igualmente increíble. En todo caso, cuando Hitler hablaba de armas secretas y lanzaba insultos estentóreos a las democracias, el Gobierno yanqui, velando por la defensa de los Estados Unidos, quería tener a mano cualquier nuevo descubrimiento.

El Führer había perdido la ventaja de ser el primero en poseer el secreto del uranio por no tomar las precauciones debidas. El doctor Hahn, que fue el primer hombre que dividió un átomo de uranio, era alemán. Pero uno de sus ayudantes de laboratorio había huido de Alemania para escapar a un pogrom. Era una mujer, que vino a Norteamérica y nos informó del asunto.

Andábamos buscando en el laboratorio militar de Maryland, una manera de utilizar el U-235 en explosión controlada. Vislumbrábamos bombas de una tonelada, que fuesen por sí solas equivalentes a toda una incursión aérea. Una sola explosión que pudiera arrasar a un centro industrial entero. El doctor Hidparth, del Instituto Continental, pretendía poder construir tal bomba; pero no podía garantizar que ésta no estallase tan pronto como se la cargase, y en cuanto a la fuerza de la explosión... Bueno, no creía sus propios cálculos; implicaban demasiados guarismos.

El problema consistía en hallar un explosivo que fuese suficientemente débil para volar tan sólo una comarca cada vez, y suficientemente estable para volarla únicamente cuando se desease. Si nosotros podíamos inventar al mismo tiempo un combustible realmente práctico para la propulsión por cohete, capaz de enviar un avión de guerra a mil millas por hora o más, entonces nos hallaríamos en condiciones de hacer que medio mundo se inclinase ante el Tío Sam.

Anduvimos dando vueltas al asunto durante todo el año 1943 y hasta muy entrado el 1944. La guerra en Europa y las perturbaciones en Asia continuaban. Después que Italia quedó fuera de combate, Inglaterra pudo disponer de suficientes buques de su Escuadra mediterránea para disminuir el bloqueo de las Islas Británicas. Con ayuda de los aeroplanos que entonces podíamos enviarle con regularidad y con los viejos destructores que le cedimos, Inglaterra se sostuvo en pie; pero metiendo bajo tierra las más esenciales industrias de defensa.

Donald se revolvía en su butaca, tomaba un sorbo y continuaba ante el interés de sus amigos:

Un día el asistente anunció a la doctora Karts. Conecté con el Coronel: "Está aquí la doctora Karts. ¿Puede usted recibirla?"

—Sí, que pase —contestó Manning desde su mesa.

Estella Karts era una mujer notable y la primera, supongo, en ostentar galones de oficial en el Cuerpo de Ingenieros. Era doctora en Medicina, además de serlo en Ciencias. Me recordaba a una maestra de mal genio que tuve de pequeño. Por esto, me figuro, instintivamente, siempre me ponía en pie cuando ella entraba. Tenía miedo de que me mirase arrugando la nariz con desagrado. Además no debía olvidar su jerarquía militar, superior a la mía, pues era Comandante de Ingenieros. Iba vestida con una bata blanca, se había echado encima una capa militar con capucha para protegerse del mal tiempo.

La conduje al despacho del coronel Manning.

Éste la acogió con galantería, con ese don caballeresco que tanto prestigio le "daba en los clubs femeninos. La hizo sentarse y le ofreció un cigarrillo.

—Me alegro de verla, Mayor, le dijo. Hacía tiempo que me proponía dar una vuelta por su laboratorio.

Yo sabía bien a lo que el Coronel iba. La tarea científica de la doctora Karts había sido notable; pero él deseaba variar la dirección de sus investigaciones hacia algo más provechoso en el sentido militar.

—No me llame Mayor —dijo agriamente.

—Perdone, doctora; pero el reglamento lo exige.

—He venido para hablar de asuntos oficiales y tengo que marcharme en seguida. Y me imagino que usted también estará muy ocupado, coronel Manning; necesito ayuda.

—Para eso estamos nosotros aquí, para prestársela. Veamos.

—Bien. He tropezado con algunos obstáculos en mis investigaciones. Creo que uno de los oficiales de la sección del doctor Ridparth podrá ayudarme; pero este señor no parece estar dispuesto a cedérmelo.

—¿Ah, sí? Bueno, a mí no me gusta pasar por encima de un Jefe de Departamento; pero, déme detalles. Acaso todo pueda arreglarse. ¿Quién le hace falta?

—Necesito al doctor Obre.

—¿El espectropista?... ¡Humm!... Comprendo la resistencia del doctor Ridparth, y casi estoy de acuerdo con él. Después de todo ya sabe usted que la investigación de altos explosivos es realmente nuestra tarea principal aquí.

La mayor Karts se puso como un erizo, y yo pensé —recordando a mi antigua maestra— que le iba a castigar a quedarse sin postre por lo menos.

—Coronel Manning: ¿Comprende usted la importancia de los elementos radioactivos artificiales en la medicina moderna?

—Creo que sí. No obstante, doctora, nuestra misión central es perfeccionar un arma que sirva como salvaguarda al país entero en tiempo de guerra...

La doctora Karts se puso pálida de cólera y estalló:

—Armas..., ¡tonterías! ¿No hay en el Ejército un cuerpo médico? ¿No es más importante saber cómo curar a las gentes, que saber cómo hacerlas saltar en pedazos? Coronel Manning, siento tener que decírselo. ¡No es usted el hombre idóneo para tener a su cargo tal proyecto! Es usted un... promotor de la guerra... ¡Esto es lo que es usted!

Me sentí enrojecer; pero Manning no se inmutó. Podía haberle armado escándalo, arrestarla, incluso llevarla ante un Consejo de Guerra por desacato a un superior, pero el coronel Manning no es así. Me dijo una vez, que siempre que alguien comparece ante un Tribunal de Guerra, es señal casi segura de que algún superior no estuvo a la altura de su cargo.

—Lamento que tenga usted esta opinión de mí, doctora —dijo suave, enérgicamente, con imperceptible ironía—; y estoy de acuerdo en que mis conocimientos técnicos no son tan profundos como debían ser. Y, créame, bien quisiera yo que la curación de heridos fuese lo único de que debiéramos preocuparnos. En todo caso, yo no he rechazado su petición. Vayamos a su laboratorio y veamos en dónde está el problema. Probablemente, se podrá combinar algo que contente a todo el mundo.

Se había levantado ya y cogía su grueso capote militar.

La doctora, calmada ya, contestó:

—Muy bien. Siento haber hablado en la forma que lo hice.

—No tiene importancia —replicó el coronel—. Todos andamos con los nervios en tensión. Venga con nosotros, Donald.

Les seguí, no sin detenerme para coger también mi capote y meter el carnet de notas en el bolsillo.

Cuando habíamos andado un rato por la nieve, siguiendo el camino que teníamos que atravesar hasta el laboratorio, los dos charlaban ya como buenos amigos.

El coronel respondió al saludo de los centinelas con un gesto de la mano derecha y penetramos en el laboratorio. Se dirigió rectamente al interior; pero la doctora le detuvo:

—La coraza primero, coronel.

No fue fácil encontrar chanclos de goma que pudiesen ponerse encima de las botas militares, pues el coronel, a pesar de los nuevos reglamentos, quería omitir esta protección para los pies; pero la mayor Karts no se lo permitió. Llamó a un par de soldados que en seguida confeccionaron improvisados "mocasins" con una piel de cuero que encontraron a mano.

Los cascos para la cabeza eran distintos de los empleados en el Laboratorio de Explosivos, ya que llevaban también inhaladores.

—¿Qué es esto? —preguntó Manning.

—Defensa contra el polvo radioactivo —dijo ella—. Absolutamente esencial.

Avanzamos en zigzag por un pequeño laberinto revestido de plomo y al llegar a la puerta del gabinete de trabajo, que la doctora abrió por combinación, mis ojos parpadearon ante la súbita y brillante iluminación. Observé luego que el aire estaba cuajado de relucientes motilas, de extrañas moléculas.

—¡Humm..., hum...! ¡Hay polvo! —exclamó el coronel—. ¿No hay algún medio para evitar esto? —Su voz parecía ahogada tras la careta.

—La última fase del desarrollo experimental tiene que exponerse al aire —explicó Karts—. La capucha nos protege. Pudiéramos controlarlo, desde luego; pero requeriría una nueva y muy costosa instalación.

—Esto es lo de menos. Nosotros no estamos sujetos a un presupuesto fijo, ya lo sabe usted. Debe ser muy molesto tener que trabajar con una careta como ésta.

—Lo es —admitió la doctora Karts—. La clase de indumentaria especial que se requiere nos permitiría trabajar sin armadura? Esto sería un alivio.

De pronto tuve la visión exacta de lo que estos investigadores científicos han de aguantar. Soy un hombre de talla regular, pero la armadura me pesaba mucho y embarazaba mis movimientos. Estella Karst era una mujer menuda; empero estaba dispuesta a trabajar catorce horas diarias, día tras día, con una coraza tan incómoda como la de una escafandra de buzo. Jamás se había quejado.

No todos los héroes figuran en los titulares periodísticos. Los peritos en radiación no solamente han de arrostrar el peligro del cáncer y perniciosas quemaduras, sino que dichos hombres corren el peligro de averiar su plasma prolífico y de que más tarde sus esposas les ofrezcan una progenie peor que anormal. Por ejemplo, sin barbilla y con orejas largas y peludas. Pero éstos continuaban en sus puestos y nunca se irritaban, excepto cuando algo obstaculizaba su labor.

La doctora Karts había pasado de la edad en que las mujeres se interesan personalmente con respecto a la progenie; pero hubiera sido lo mismo.

Di vueltas por allí, contemplando los inusitados aparatos que ella utilizaba para conseguir resultados, fascinado por mi incapacidad para ver algo que me recordase el Laboratorio de Física que conocí cuando era estudiante, y teniendo cuidado de no tocar nada. Karts comenzó a explicar al coronel Manning lo que hacía y por qué: pero yo sabía que era inútil para mí tratar de seguir tal explicación científica. Si el coronel Manning necesitaba notas, él mismo me las dictaría.

Me llamó la atención un voluminoso objeto, semejante a una caja, que estaba en un rincón de la estancia. Mostraba un dispositivo raro en uno de los costados y podía oír el sonido que de él salía, semejante al susurro de un abanico, sobre un fondo de agua corriente.

Me aproximé nuevamente al coronel y a la doctora y oí decir a ésta, intrigada:

—El problema viene a reducirse a esto, coronel: estoy extrayendo un producto final mucho más fuerte, altamente radioactivo, de lo que necesito; pero existe considerable variación en la medio-vida de otras muestras, equivalentes en lo demás. Esto me sugiere que estoy empleando una mezcla de isótopos, mas no he podido comprobarlo aún. Creo, francamente, que no sé lo bastante en este terreno para estar segura de los resultados totales de mis métodos. Necesito la ayuda del doctor Obre en este particular.

Creo que éstas fueron sus palabras. Comprendí bien, a pesar de no ser un especialista en Física, la parte acerca de la medio-vida. Todos los materiales radiactivos radian incesantemente hasta que se convierten en algo distinto y teóricamente esto continúa eternamente hasta el infinito. En la práctica, sus períodos, o "vidas", se describen en términos del tiempo que requiera la radiación original para disminuir su energía en una mitad. Ese tiempo se llama "media-vida" y cada isótopo radioactivo de un elemento posee su característica y específica "media-vida".

Uno de los miembros del Laboratorio Militar me dijo una vez que cualquier forma de materia puede ser considerada como radioactiva en cierto grado; es una cosa de intensidad y período, o "media-vida".

—Hablaré al doctor Ridparth, —le contestó Karts al coronel Manning—, y veremos qué puede hacerse. Entretanto, podría usted redactar una memoria sobre lo que necesite para reequipar su Laboratorio.

—Gracias, coronel.

Pude ver que Manning estaba a punto de marcharse, habiéndola tranquilizado ya. Continuaba mi curiosidad acerca de la caja emisora de aquellos ruidos perfectamente audibles.

—¿Puedo preguntar qué es esto, doctora? —le dije señalando el aparato.

—Claro. Es un acondicionamiento del aire.

—¡Qué raro es! Nunca había visto uno así.

—No es para acondicionar el aire de las habitaciones. Simplemente elimina el polvillo radioactivo. Antes de que el residuo del aire sea expulsado al exterior, lavamos el polvillo que lleva el aire viciado.

—¿Y adonde va esa agua?

—Alcantarilla abajo, a la bahía próxima, supongo.

Traté de hacer castañear mis dedos, lo que era imposible a causa de los guantes:

—¡Esto lo explica todo, mi coronel!

—¿Explica, qué?

—Explica las denuncias extrañas que venimos recibiendo de la Oficina de Pesquerías. El polvo venenoso vertido en la bahía de Chegapeake mata todos los peces.

Manning se volvió hacia Karts: ¿Cree usted eso posible, doctora?

A través de la mirilla de su casco pude ver cómo sus cejas se fruncían.

—No había pensado en ello —admitió—. Tendré que hacer algunos cálculos acerca de las posibles concentraciones, antes de darle una respuesta definitiva. Pero, posible es, sí. Empero —agregó—, sería bastante sencillo desviar esos residuos a un vertedero especial.

Nada dijo el militar durante unos minutos; simplemente se quedó mirando aquella caja. Luego, preguntó:

—¿Es muy letal ese polvillo?

—Muy letal, coronel.

Hubo luego un largo silencio.

Deduje que el Jefe había tomado resolución sobre algo, porque dijo con tono decidido:

—Ya me ocuparé de que tenga usted la ayuda del doctor Obre, doctora.

—¡Oh, magnífico! Gracias, coronel.

—Pero desearía que usted también me ayudase a mí, a cambio. Estoy muy interesado en sus investigaciones, mas quisiera se hiciesen con horizontes más amplios. Es preciso que investiguen ustedes el máximo, tanto en período como en intensidad, y el mínimo. Quiero que abandonen ustedes el objetivo meramente utilitario y hagan indagaciones sumamente minuciosas, de acuerdo con pautas que señalaremos con mayor precisión dentro de poco.

Iba ella a decir algo, pero el coronel continuó:

—Un programa de investigaciones realmente completo debiera ser más eficaz, a la larga, para el propósito original, que uno de menor alcance. Y yo me ocuparé de darles toda clase de facilidades para esta investigación. Creo que podremos averiguar no pocas cosas interesantes.

Salió en seguida, sin darle tiempo para discutir. No parecía tener ganas de hablar cuando regresábamos y yo permanecía silencioso. Me figuraba que había tenido Manning una rápida visión de la osada y drástica estrategia a que ello podría conducir; pero ni él mismo calculó las inevitables consecuencias de unos cuantos peces muertos. De otro modo, jamás hubiese ordenado tan terrible investigación.

El año 1944 transcurría sin grandes acontecimientos. Karts tuvo su nuevo equipo de Laboratorio y tantos ayudantes, que su Departamento Militar fue el mayor de todos los de la zona. La investigación de explosivos quedó suspendida después de una larga conferencia entre Manning y Ridparth, de la cual oí solamente el final: pero en concreto era que no existía entonces ni la más remota posibilidad de utilizar el U.235 como explosivo. Como manantial de energía, sí, en un futuro distante, cuando se hubieran hecho más estudios y experimentos sobre el delicado problema de controlar la reacción nuclear. Aun así, parecía probable que no habría de ser un manantial de fuerza para propulsar cohetes motorizados o vehículos militares, sino que sería utilizado en enormes centrales eléctricas, tan vastas por lo menos como la instalación de Boulder-Dam.

Tras de esto, el doctor Ridparth vino a ser una especie de co-Presidente del Departamento de la doctora Karts, y el equipo anteriormente usado por la Sección de explosivos fue adaptado o reemplazado para continuar la investigación de mortíferos elementos radioactivos artificiales. El coronel Manning combinó la división del trabajo y la mayor Karts siguió ocupándose de su problema original: desenvolver técnicas para radioactivos hechos a la medida. Me imagino que era completamente feliz, ciñéndose estrictamente al problema que tenía entre manos. Aun ahora mismo no sé si Manning y Ridparth estimaron alguna vez necesario discutir con ella sobre lo que se proponían hacer.

De hecho yo también andaba demasiado ocupado por entonces para pensar más en el asunto. Se acercaban las elecciones generales y estaba resuelto a que Manning tuviese un distrito electoral suyo, al que volver cuando terminase la guerra. A él no le interesaba mucho la política, pero su conformidad la dio para que le presentaran como candidato a Diputado. Yo trataba de planear una campaña de propaganda y lamentaba no poder estar libre para estos menesteres civiles.

Hice lo que podía. Instalé una línea telefónica particular, para que el encargado de la campaña pudiese comunicar fácilmente conmigo. No creo haber violado el Acta Hatch, mas supongo la estiré un poquillo. De todos modos, la cosa salió bien. El coronel Manning fue reelegido, como lo fueron ese año varios ciudadanos militarizados. Se hizo por la oposición una tentativa de calumnias acusándole de cobrar dos sueldos del Estado por una sola labor; pero la sofocamos en seguida con un folleto titulado: "¡Qué vergüenza!", el cual explicaba que Manning percibía un solo sueldo por dos labores separadas. Ésta es la Ley Federal en tales casos y el pueblo tiene derecho a saberlo.

Fue poco antes de Navidad cuando el coronel Manning me confesó por vez primera cuánto le preocupaban los terribles experimentos científicos Karts-Obre. Me llamó a su despacho con un pretexto cualquiera y me hizo quedarme allí. Vi que tenía deseos de hablarme.

—¿Qué cantidad de ese polvo K.O. tenemos disponible? —me preguntó a boca de jarro.

—Falta poco para las diez mil "unidades" —le respondí—. Puedo hacer la cifra exacta en un minuto.

Una unidad bastaba para destruir mil hombres, en dispersión normal. El coronel conocía las cifras tan bien como yo, y comprendí que iba dando un rodeo, dado lo terrible del tema.

Habíamos ido pasando imperceptiblemente de la investigación a la manufactura, enteramente por iniciativa y autoridad de Manning. Jamás había presentado éste un informe específico sobre ello al Departamento de Química Bélica, sin antes dar cuenta de ello al Jefe del Alto Estado Mayor norteamericano.

—No es preciso, basta con eso —contestó a mi sugerencia, añadiendo—: ¿Vio usted esos caballos?

—Sí —respondí.

Yo tampoco deseaba hablar de ello. Habíamos requisado seis viejos pencos inútiles y los habíamos utilizado como cobayas. Sabíamos ahora lo que aquel polvo podía hacer. Después de muertos, cualquier porción de su cuerpo quedó registrada en una placa fotográfica y los tejidos de sus pulmones y de los bronquios brillaban con luz terrible.

El coronel Manning estaba de pie junto a la ventana, contemplando el desolador invierno de Maryland, y después de un minuto de silencio replicó:

—Anson, quisiera que jamás se hubiera descubierto la radioactividad. ¿Se hace usted cargo de lo que significa esta diabólica propiedad?

—Bueno —dije yo para intentar calmarlo—, es un arma más, lo mismo que el gas venenoso, aunque acaso más eficiente...

—¡Valiente tontería acaba usted de decir, capitán Mac Donald! —exclamó, y por un instante temí que estuviese enojado conmigo—. Es como comparar usted un cañón de dieciséis pulgadas con un arco de flechas. Poseemos aquí el arma más terrible que el mundo haya conocido jamás; contra ella no existe defensa alguna, ninguna en absoluto. Es la muerte misma —dijo exaltándose por momentos.

—¿Ha visto usted el informe de Ridparth? —añadió ya más sereno.

Moví la cabeza negativamente. No lo había visto. Ridparth había adoptado la costumbre de llevar sus informes al coronel Manning personalmente, dado lo terrible de los experimentos.

—Bueno —prosiguió hablando—, desde que comenzamos la producción química puse todo mi saber y toda la inteligencia de que podía disponer en estudiar los problemas de la defensa contra aquel polvo radioactivo. Ridparth me asegura, y estoy conforme con él, que no hay medio alguno de combatirlo, una vez que se utiliza. Eso es tremendo, infrahumano, diabólico.

—¿Y el blindaje? —pregunté—. ¿Y la indumentaria protectora?

—Seguramente, algo hará —contestó con acento irritado—. Pero a condición de que no se lo quite usted ni para comer ni para beber, ni para cualquier otra necesidad, hasta que cese la acción radioactiva o se halle fuera de la zona peligrosa. Esto puede servir para el trabajo de Laboratorio; pero yo hablo de la guerra...

Reflexioné un instante:

—Aun así, mi coronel, no veo por qué se inquieta usted tanto. Si el polvo es tan eficaz como dice, ha conseguido usted exactamente lo que se proponía hacer... Inventar un arma única que diese a los Estados Unidos protección contra todas las agresiones enemigas posibles.

Giró sobre sus talones y me dijo colérico:

—¡Anson, hay ocasiones en que creo que es usted tonto de remate!

No le dije nada. Le conocía bien y sabía pasar por alto ciertos momentos de excitación nerviosa. El hecho de que me confiara el secreto y su modo de sentir, era el mayor tributo de consideración y de amistad que jamás se había rendido a nadie. Yo lo sabía y seguí callando.

—Considero —dijo ya más calmado— que como arma es más que suficiente para salvaguardar a los Estados Unidos; pero equivale también a una pistola cargada y dispuesta sobre la sien de todo hombre, mujer o niño en el globo terráqueo.

—Bien —repuse—, ¿y qué? Es un secreto militar nuestro y somos nosotros los que dominamos. Los Estados Unidos pueden poner término a esta guerra y a cualquier otra que pueda surgir en el futuro.. Podemos declarar una "Pax Americana" y mantenerla en vigor con arma tan poderosa y temible.

—¡Hum..., hum...! Ojalá fuese tan fácil hacerlo. Pero es que no seguirá siendo un secreto exclusivamente nuestro, puede usted estar seguro de ello. Poco importa que hayamos logrado guardarlo hasta aquí: todo lo que se necesita para divulgarlo es una indicación dada por el polvo mismo y en seguida será cuestión de tiempo el que cualquiera otra nación encuentre una técnica adecuada para producirlo. No se puede evitar que los cerebros trabajen como nosotros lo hemos hecho. Mac Donald, la "reinvención" del método nuestro es de una certidumbre matemática, una vez sepan qué es lo que buscan. Y el uranio es una sustancia relativamente común, ampliamente distribuida por todo el planeta. ¡No lo olvide! Ocurrirá lo siguiente: Una vez que el secreto se haga público, y se hará público en cuanto empleemos ese polvo, el mundo será comparable a una estancia llena de hombres, cada uno armado con una pistola del calibre 45. No podrán salir de la habitación y cada uno dependerá de la buena voluntad de los demás para seguir viviendo. No habrá defensa posible. ¿Entiende lo que quiero decir?

Había pensado en ello, desde luego, pero no había adivinado las dificultades. Me parecía que una paz impuesta por nosotros era la única salida, si tomábamos precauciones para controlar los manantiales del uranio. Tenía yo entonces la subconciencia corriente de los americanos, de que nuestro país jamás emplearía su potencia para una verdadera agresión. Sin embargo, recordé la guerra contra Méjico para anexionarnos gran parte de sus territorios; la que llevamos a cabo contra España en Cuba y Filipinas y algunas de las cosas que hicimos en la América Central, como la piratería Walker en Nicaragua, y ya no me sentí tan seguro.

Fue un par de semanas más tarde, cuando el coronel Manning me encargó que le pusiese en comunicación telefónica con el Jefe del Alto Estado Mayor. Sólo escuché el final de la conferencia.

—No, mi general, no lo haré —iba diciendo Manning—; no lo discutiré con usted ni con el secretario tampoco. Es éste un asunto de tal naturaleza que, a la larga, tendrá que decidirlo el general en jefe. Si lo rechaza es imprescindible que nadie más se entere del asunto. Ésta es mi sincera opinión, después de meditarlo mucho. ¿Cómo dice, mi general? No me he vuelto loco. Recuerde que me encargué de esta tarea con la condición expresa de que se me dejarían las manos libres. Tiene usted que dejarme un poco de libertad esta vez. No se trata ahora de su jerarquía militar. Le conocí cuando era usted todavía un cadete y le respeto, conociendo su graduación y su capacidad.

"Lo siento. Si el Secretario de Guerra no quiere atender a razones, puede decirle que mañana estaré en mi escaño de la Cámara de representantes, y que obtendré el favor que pido del líder de la mayoría... A sus órdenes, adiós, mi general.

Washington volvió a llamar por teléfono una hora más tarde. Era el Secretario de Guerra en persona. Esta vez Manning escuchó más que habló. Hacia el final, dijo:

—Todo lo que deseo son treinta minutos a solas con el Presidente. Si nada consigo, tampoco se ha perdido nada. Si le convenzo, entonces se enterará usted de todo. ¿Cómo? No, señor, no quiero dejar a usted en mal lugar. Si lo prefiere, puedo anunciarme como Miembro del Congreso, y entonces ya no tendrá usted ninguna responsabilidad. ¿Eh? No, señor, no quise indicar que usted eludiese responsabilidades. Deseaba ayudarle y ya sabe que siempre me tiene a sus órdenes. ¡Magnífico! Gracias, señor Secretario.

La Casa Blanca llamó más tarde y fijó la hora.

Fuimos en auto hacia el Distrito Federal al día siguiente, atravesando una cortina de lluvia fría que amenazaba convertirse en granizo. La congestión habitual en Washington se hallaba empeorada por el mal tiempo; casi llegamos tarde. El coronel Manning echaba pestes a media voz a lo largo de toda la Avenida de Rhode Island. Nos apeamos a la entrada del ala occidental de la Casa Blanca con dos minutos de margen. Manning fue conducido al despacho oval casi inmediatamente y yo me quedé esperándole, fumando un cigarrillo y tratando de sentirme cómodo con mis ropas de paisano. Después de tantos meses de uniforme militar estaba encantado de no tener que saludar ni contestar a los saludos reglamentarios del Ejército. Pasaron treinta minutos. El Secretario particular del Presidente entró y salió varias veces. Pasó a la sala de recibo exterior y le oí decir algo que comenzaba: "Lo siento, Senador, pero..." Volvió, anotó algo con lápiz y se lo entregó a un ujier.

Pasaron dos horas más.

Finalmente, el coronel Manning apareció en la puerta y el secretario hizo un gesto de alivio. Pero aquél no salió, sino que dijo:

—Entre, Anson. El Presidente desea ver qué cara tiene usted.

Me levanté tan precipitadamente que casi me caí, tal fue mi sorpresa.

Manning habló presentándome:

—Señor Presidente, aquí está el capitán Mac Donald.

El Presidente de los Estados Unidos saludó con la cabeza y yo me incliné, incapaz de decir nada. Se hallaba sobre la alfombra al pie de la chimenea, con la cabeza vuelta hacia nosotros, muy semejante a las fotografías suyas que ya conocemos.

Jamás le había visto antes, aunque, por supuesto, conocía algo de su historial durante los dos años que estuvo en el Senado.

El Presidente dijo:

—Siéntese, capitán, ¿quiere fumar?

Y a Manning:

—¿Cree usted que podrá hacerlo?

—Tendrá que hacerlo. No hay opción.

—¿Y está usted seguro de él?

—Fue el que dirigió mi campaña electoral y es amigo mío.

—Ya lo sé.

Durante un corto espacio, nada más dijo el Presidente, y no había sido correcto interrumpir su silencio, aunque reventaba por saber de qué se trataba.

Prosiguió de nuevo:

—Coronel Manning, me propongo seguir el procedimiento que usted ha sugerido, con los cambios que hemos discutido. Iré allí mañana para comprobar por mí mismo que ese polvo es capaz de producir los efectos que usted dice. ¿Puede usted preparar una demostración?

—Sí, señor Presidente.

—Muy bien. Echaremos mano del capitán Mac Donald a menos que se me ocurra algún procedimiento mejor.

¡Temí por un momento que planeasen utilizarme como conejillo de Indias! Pero, se volvió hacia mí y prosiguió:

—Capitán, voy a enviarle a usted a Inglaterra como representante mío.

Me atraganté:

—Sí, señor Presidente —fue todo lo que pude decir al primer Mandatario de los Estados Unidos, que nos despidió amablemente.

Después de la entrevista el coronel Manning tuvo que decirme gran número de cosas. Voy a tratar de exponerlas lo más cuidadosamente posible, aun a riesgo de ser aburrido y obvio y de repetir cosas que son de conocimiento común entre ustedes.

Poseíamos un arma formidable que no era posible detener. Cualquier tipo de polvo K.O. dispersado sobre cierta comarca hacía esta zona inhabitable durante un período de tiempo que dependía de la "media vida" de la radioactividad.

Una vez que se "empolvaba" o fumigaba un área determinada, nada podía hacerse hasta que la radioactividad hubiese disminuido al punto de no ser ya nociva. El polvo corrosivo no podía eliminarse; actuaba en todas partes. No había manera de contrarrestarlo..., de quemarlo, o de combinarlo químicamente. El isótopo radioactivo estaba allí, radioactivo aún, mortífero siempre. Una vez empleado sobre cierta faja de terreno, durante un período de tiempo predeterminado, ese trozo de tierra no toleraba la vida.

Su empleo era extremadamente sencillo. No requería complicadas mirillas de tiro, ni había que preocuparse de tocar "objetivos militares". Se cargaba en un avión cualquiera y al llegar a una posición más o menos perpendicular al área que se deseaba esterilizar, dejábase caer el polvillo letal. Todos los seres que se hallaran sobre el suelo en el área contaminada, morirían irremisiblemente en una hora, en una semana o en un mes, según el grado de la infección. Pero, todos, todos, sin la más remota posibilidad de salvación.

El coronel Manning me confesó que había pensado seriamente más de una vez, en el insomnio nocturno, recomendar a las autoridades de los Estados Unidos que toda persona, incluyéndose él mismo, que conociese la técnica Karts-Obre, fuese ejecutada inexorablemente, en interés de la civilización. Mas al día siguiente vio claro que tal idea no era más que una simpleza, pues no faltaría quien descubriese esa técnica en Norteamérica o en cualquier país extranjero. El sacrificio sería inútil.

Además, de nada servía abstenerse de usarlo hasta que alguien lo perfeccionase y utilizase. La única posibilidad de impedir que el mundo se convirtiese en una vasta "Morgue" o depósito de cadáveres, era que nosotros fuésemos los primeros en utilizar esta fuerza, y que la utilizásemos drásticamente... Obtener la superioridad y conservarla.

Nosotros no estábamos en guerra legal; empero, habíamos participado plenamente en ella, con todo nuestro peso técnico y económico en favor de las democracias, desde el año 1940. El coronel Manning había propuesto al Presidente de los Estados Unidos que nosotros entregásemos a Gran Bretaña cierta cantidad de polvo, bajo condiciones que especificaríamos, capacitándola para imponer la paz. Pero, los términos de esta paz habrían de ser dictados por Norteamérica, porque nosotros no dábamos a conocer nuestro secreto.

Después de esto, la Pax Americana Velis Nolis, el poder máximo quedaba en manos de los Estados Unidos. Teníamos que aceptarlo y mantener la paz mundial, implacable y enérgicamente, o este poderío sería arrebatado por otras naciones. No podía haber coigualdad en la posesión de tal arma. El factor tiempo predominaba.

Fui designado para ocuparme de los detalles en Inglaterra, porque el coronel Manning insistió y el Presidente estuvo conforme, en que toda persona que conociese técnicamente el invento Karts-Obre debía quedarse en el cercado del laboratorio, lo que equivalía a una custodia protectora e inevitable prisión. Esto incluía al propio Manning. Yo podía marchar, puesto que ignoraba el secreto científicamente, y no podía adquirirlo sin varios años de preparación técnica. Y lo que yo ignoraba, por tanto, no habría de poder decirlo ni aun martirizado y narcotizado. Estábamos resueltos a guardar el secreto hasta tanto no pudiésemos consolidar la PAX U.S.A.; podíamos desconfiar de nuestros primos ingleses, porque ellos son británicos y su lealtad es, ante todo, para el Imperio inglés. No había necesidad de tentarlos.

Fui elegido porque conocía el fondo del asunto, aunque no la técnica, y porque el coronel Manning tenía absoluta confianza en mí. No sé por qué el Presidente de los Estados Unidos la tuvo también, quizá porque mi tarea no era muy complicada y alguno habría de hacerla.

Despegué del vecino aeródromo de Baltimore una tarde fría y cruda que armonizaba bien con mi estado de ánimo. Sentía el estómago trastornado y la cabeza mareada, llevando muy abrochados en mi ropa interior los documentos por los que se me nombraba Agente Especial del Presidente de Norteamérica. Eran documentos raros, documentos sin precedente: no sólo me concedían la usual inmunidad diplomática, sino que hacían mi persona casi tan sagrada como la del propio mandatario.

En Nueva Escocia tocamos tierra para reponer el combustible. Los hombres del F.B.I. nos dejaron. Arrancamos de nuevo y los cazas de transporte canadienses se situaron en derredor nuestro. Todo el polvo que enviábamos a Inglaterra estaba en mi avión. Si derribaban los del Eje el aparato del representante norteamericano, el polvo destructor se iría al fondo con él.

No hay necesidad de relatar la travesía. Me sentí mareado y como insensible a pesar de la estabilidad de los flamantes aparatos de seis motores. Creíame algo así como el verdugo que va a proceder a una ejecución y hubiese deseado ser otra vez un mozalbete sin nada más trascendente que vivir su vida sin inquietudes.

Hubo algún combate aéreo próximo cuando nos aproximábamos a Escocia. Lo sé, pero no pude presenciarlo, porque la cabina estaba completamente cerrada. Nuestro capitán piloto no prestó atención a la lucha y aterrizó con su aparato en un campo totalmente a oscuras, utilizando sus haces luminosos, supongo, aunque ni lo sabía yo ni me interesaba. Llegué a desear un accidente fatal. Después, se encendieron las luces exteriores y vi que nos hallábamos en un hangar subterráneo.

Permanecí en el avión. El comandante vino a verme y me invitó a que fuese a su departamento como su huésped. Agradecí la atención, pero le dije que no podía aceptar:

—Me quedo aquí. Son las órdenes que tengo. Deben ustedes considerar este avión como territorio de los Estados Unidos; ya lo saben.

Pareció algo molesto por mis palabras, pero inglés flemático, transigió ordenando que nos sirviesen la comida para los dos en mi propia cabina.

Al día siguiente se produjo una situación verdaderamente embarazosa. Recibí órdenes de presentarme para una audiencia regia. Como tenía instrucciones concretas, a ellas me atuve. Me disculpé lo mejor que pude. Había de permanecer sentado sobre mi carga de polvo mortífero hasta que el Presidente de los Estados Unidos me dijese por radio y clave lo que debía hacer. Por la tarde del mismo día recibí la visita de un Miembro del Parlamento (la Prensa dijo que era el Primer Ministro) y un tal Mr. Windsor. El parlamentario inglés llevó el peso de la conversación y yo contesté parcamente sus preguntas. El otro visitante dijo muy poco; hablaba lentamente con cierta dificultad. Pero me causó buena impresión. Parecía un hombre que aportaba una carga superior a la fortaleza humana, y que la soportaba heroicamente.

Siguió después el período más largo de mi vida. Estas canas que tengo me salieron entonces. Apenas excedió de una semana, pero cada minuto entonces poseía esa intensidad dramática de esa fracción de segundo que precede a los grandes desastres. El Presidente aprovechó esos días para tratar de evitar la necesidad de recurrir al uso del polvo diabólico. Tuvo dos conferencias cara a cara, por televisión, con el nuevo Führer. El Presidente de los Estados Unidos hablaba perfectamente el alemán, lo que hubiese debido ayudar para una concordia con Hitler. Habló por tres veces, pero dudo pudiesen ser muchos los que le escuchasen en el Continente, dados los severos reglamentos de policía entonces vigentes.

Al Embajador del Reich en Norteamérica, se le hizo una demostración especial de los efectos del polvo K.O. Se le llevó en aeroplano a una desierta faja de la pradera occidental y se le permitió ver lo que una sencilla "fumigación" hacía con un rebaño de toros. Debió admirarle y creo que le impresionó. Nadie podía tomar a la ligera una demostración visual; pero qué informes dio a su país, eso no lo supimos jamás.

Las Islas Británicas fueron visitadas repetidamente durante la espera por escuadrillas de bombarderos, desencadenando los ataques aéreos más fuertes de toda la guerra. Yo estaba bastante seguro, pero los oía por encima de mi cabeza y sentía su efecto en la moral de los oficiales con quienes estaba en contacto. No es que les atemorizasen, pero les producía fría rabia. Tales incursiones no iban dirigidas contra los muelles o las fábricas, sino contra la destrucción de un objetivo inconcreto.

—No sé qué es lo que aguardáis —se me quejó un comandante-aviador—. Lo que los "Jemes" necesitan es una dosis de su propia Schrecklichkeit, una lección de su propia cultura aérea.

Meneé la cabeza:

—Tenemos que hacerlo a nuestra manera.

No habló más del asunto; pero conocí sus sentimientos y los de sus fraternales colegas. Habían adoptado una fórmula para beber, tan sagrada como el brindis por el Rey.

—¡Recordad a Coventry!

Nuestro Presidente había estipulado que la R.A.F. no bombardearía durante el período de negociaciones, mas, sin embargo, sus bombarderos andaban muy ocupados. El viejo Continente fue inundado, noche tras noche, con balas de octavillas preparadas por nuestros agentes de propaganda.

La primera de éstas hacía un llamamiento al pueblo para que pusiese término a una guerra inútil y prometía que las condiciones de paz no serían vengativas. La segunda lluvia de folletos mostraba fotografías del rebaño de toros calcinado. La tercera, fue un aviso lacónico y directo para que se evacuasen las ciudades y no se volviese a ellas.

Como expresaba el coronel Manning, nosotros gritábamos: ¡Alto! por tres veces, antes de hacer fuego. No creo que él ni el Presidente tuviesen fe en la eficacia del aviso; pero estábamos moralmente obligados a darlo.

Los británicos habían instalado para mí un aparato televisor, del tipo interceptible Simons-Yarley, o sea de los que el "llamado" debe apretar el gatillo del transmisor para que la transmisión pueda tener lugar. Ello daba seguridades de rápida comunicación diplomática por primera vez en la historia y fue de gran utilidad en esa crisis. Yo había traído conmigo mi propio técnico, uno que pertenecía al F.B.I., para que manejase los controles del aparato.

Me llamó una tarde:

—Washington hace señales.

Me arrastré fatigadamente fuera de la cabina y bajé hasta le celdilla del hangar, preguntándome si sería otra falsa alarma.

Era el Presidente. Sus labios estaban blancos:

—Cumpla usted con las instrucciones, capitán Mac Donald.

—A la orden, señor Presidente.

Los detalles habían sido preparados de antemano. Una vez acepté un recibo y un pago simbólico del comandante inglés de sector por el polvo diabólico que entregaba, mis deberes habían terminado. Pero, a ruego nuestro, Gran Bretaña había invitado a observadores y agregados militares de toda nación independiente y de los diversos Gobiernos provisionales de los países ocupados. Los Estados Unidos me designaron a mí como uno de ellos, a petición del coronel Manning.

La escuadrilla especial la componían trece aviones de bombardeo. Llegó el día de la terrible prueba. Uno solo de ellos hubiese podido llevar todo el polvo; pero se dividió éste para garantizar que una gran parte, al menos, en caso de que nos atacaran, pudiese llegar a su destino. Había llevado yo un cuarenta por ciento más de polvo del que Ridparth calculó ser necesario para tal misión y mi tarea final era comprobar que hasta el último receptáculo que lo contenía se hallaba a bordo de los aviones de aquella siniestra "escuadrilla de la muerte". Se hizo notar especialmente a cada uno de los observadores militares extranjeros el poco peso del polvo que se empleaba.

Hecho esto despegamos al oscurecer, elevándonos hasta los veinticinco mil pies de altura. Renovamos combustible en el aire y ascendimos nuevamente. La escolta de "cazas" y "bombarderos" nos aguardaba ya, habiéndose aprovisionado treinta minutos antes que nosotros. El conjunto volante se dividió en trece pequeños grupos que cortaron el aire proa a la Europa Central. Los bombarderos que utilizábamos habían sido acondicionados para lograr el máximo de velocidad y de altura.

De diversos lugares de Inglaterra partieron al mismo tiempo otras escuadrillas actuando para distraer al enemigo. Su destino era cualquier punto de Alemania, su objetivo, originar una confusión táctica a las fuerzas aéreas del Reich para que nuestros propios aviones, los que llevaban aquella misión terriblemente importante, pudieran escapar a la atención del enemigo, cosa fácil de lograr volando tan altos.

Los trece aparatos de la "Escuadrilla de la muerte" se aproximaban a Berlín desde distintas direcciones e intentaban atacar la capital de Alemania en forma de estrella, a modo de los radios de una rueda. La noche era hermosamente clara y teníamos a nuestro favor una buena visibilidad lunar. Berlín no es una ciudad difícil de localizar, ya que posee la mayor área, en millas cuadradas, de las ciudades modernas. Está situada sobre una lisa planicie de aluvión. Pude distinguir desde mi carlinga los ríos Spree y Havel cuando nos acercamos.

La hermosa población estaba en tinieblas, naturalmente; pero una ciudad así ofrece distinta clase de oscuridad a la del campo abierto. Bengalas montadas en paracaídas flotaban aún sobre Berlín en diferentes lugares, mostrando que la R.A.F. había pasado por allí antes que nosotros y las baterías antiaéreas de tierra nos ayudaron a precisar el emplazamiento de la capital del Reich.

Se combatía en el aire muy por debajo de nosotros, a unos tres mil metros por lo menos de la altitud a que volábamos.

El piloto informó al capitán:

—Estamos en línea sobre el objetivo.

El técnico encargado del altímetro continuó registrando sus guarismos en las espoletas de los receptáculos metálicos. Estos iban provistos de una ligera carga de pólvora negra, la suficiente para hacerlos explotar y esparcir el polvo después de cierto tiempo predeterminado por el ajuste de la espoleta. El método empleado no era más que un vehículo práctico. El polvo K.O. hubiese sido casi igualmente eficaz si se hubiese dejado caer en bolsas de papel; aunque, claro está, no quedaría tan bien distribuido.

El capitán se inclinó sobre el tablero del navegante, con una leve contracción sobre su rostro:

—¡Uno, listo! —informó al bombardero.

—¡Suelte!

—¡Dos, listo!

El capitán miró a su reloj de pulsera:

—¡Suelte!

—¡Tres, listo!

—¡Suelte!

Cuando el último de nuestros diez paquetes del terrible polvo atómico salió del avión, dimos media vuelta y regresamos a la base.

Anson Mac Donald, un poco pálido por la emoción, apuró el contenido de su vaso antes de continuar.

—No se habían tomado disposiciones para mi regreso a Norteamérica; nadie había pensado en ello. Sin embargo era lo que yo deseaba más. No me sentía mal; un poco mareado quizá. Me encontraba como recién salido de una grave operación, hallándome todavía aturdido por múltiples impresiones aunque aliviado al ver que todo pasó ya. No obstante, ansiaba regresar a los Estados Unidos.

El Comandante británico se portó bastante bien conmigo. Mandó poner a mi disposición un aparato inmediatamente y agregar los tripulantes necesarios, además de una escolta de "cazas" que me acompañó más allá de la costa. Debió pensar el militar inglés que era una forma muy costosa de viajar un individuo aislado; pero, ¿qué importaba? El cumplía órdenes y nada más. Además, los aliados habían perdido millones de vidas en una tentativa desesperada para acabar con la guerra. Al lado de esto, ¿qué significaba el gasto de dinero? Dio las órdenes necesarias, pensando en otra cosa, y se despidió de mí.

Tomé una doble dosis de "Nembutal" y me desperté en Canadá. Traté de obtener noticias mientras se daba un repaso al aeroplano; pero no había ninguna. El Gobierno del Reich a través del Ministerio de Propaganda, había publicado un comunicado oficial después de la incursión, burlándose de la tan cacareada arma nueva de los británicos y manifestado que todo se había reducido a un ataque de importancia contra Berlín y otras grandes ciudades alemanas, pero que los atacantes habían sido rechazados, sin lograr otra cosa que daños pequeños y aislados. El "Lord Haw-Haw" de turno comenzó, después de leído el parte, una de sus charlas sarcásticas; pero no pudo continuarla. Otro locutor dijo que había sufrido un ataque al corazón y le sustituyeron con música patriótica. La radio del Reich cortó su emisión a mitad de la canción "Horst Wessel". Después, sobrevino un silencio, silencio impresionante. Era todo lo que se sabía en Montreal.

Volé de nuevo hasta los Estados Unidos y ya en territorio patrio tomé un coche militar, haciendo rápidamente el recorrido por la pista de Anápolis. Casi no me di cuenta de que habíamos llegado a la vuelta que conducía al Laboratorio Militar Karts-Obre.

El coronel Manning estaba en su despacho. Levantó la vista cuando entré y dijo con voz apagada contestando a mi saludo castrense:

—Hola, Anson, y dejó caer la mirada sobre el papel secante de su pupitre. Volvió a dibujar muñecos en silencio, como si estuviese inconsciente.

Le miré con asombro y pude comprobar que mi Jefe en unos días había envejecido terriblemente. Tenía la cara terrosa y fláccida; profundos surcos enmarcaban su boca en forma triangular. El uniforme se le había quedado grande y tenía el cabello encanecido. Su abatimiento moral era palpable. Apenado, me aproximé a él y le puse la mano en el hombro:

—No lo tome usted así mi Coronel. No fue suya la culpa. Son cosas de la guerra. Se les advirtió a tiempo y no hicieron ningún caso...

Levantó los ojos nuevamente y dijo por todo comentario:

—Estelle Karts se ha suicidado esta mañana. No sé por qué, pero la muerte de la doctora célebre me apenó más que la de todos los seres desconocidos de Berlín.

—¿Cómo fue? —pregunté.

—Intoxicada con ese polvo atómico de Satanás, después de conocer lo que suponía su invento. Entró en la cámara de experimentos y se quitó la coraza protectora.

Me la imaginé con la cabeza erguida, los ojos fijos y la boca comprimida que solía poner cuando alguien hacía algo que la desagradaba. Así caminaría voluntariamente a la muerte, al saber que su invención química se había empleado contra su país de origen.

—Quisiera haber podido explicarle —dijo el coronel Manning—, por qué tuvimos que hacerlo.

Luego añadió, con los ojos velados por el recuerdo:

—La enterraremos en un féretro forrado de plomo. Después, el coronel y yo nos fuimos a Washington.

Anson apuró un vaso entero de whisky antes de seguir:

—Allí vimos las cintas cinematográficas especiales que se habían tomado de la muerte y destrucción de Berlín. Ustedes no las conocerán; jamás se hicieron públicas. Eran de gran utilidad para convencer a las demás naciones del mundo de que la paz es una idea excelente. Yo las vi al mismo tiempo que Manning; se me permitió presenciarlas por ser ayudante del coronel, aun sin saber que yo había sido el emisario terrible.

Fueron tomadas esas vistas por un par de pilotos de la R.A.F. que habían eludido a la Luftwaffe para sacarlas. Los primeros metros mostraban algunas de las principales calle de Berlín en la mañana después del raid. No había mucho que ver en las telefotos; nada más que calles activas y concurridas, si se observaban con detenimiento, era fácil comprobar que se producía un número excesivo de accidentes automovilísticos.

El segundo día mostraba la tentativa de evacuar la población aterrada. Las plazas interiores de la ciudad estaban desiertas, a no ser por los cadáveres y los coches destrozados; pero las calles que conducían a las afueras de la urbe hervían de gente a pie en su mayoría, pues los tranvías no funcionaban. Aquellos infortunados seres huían, sin saber que la muerte la llevaban dentro. El aeroplano había descendido en algún momento y el cameraman enfocó directamente su lente telefotográfica sobre el rostro de una mujer joven durante varios segundos. Ella, a su vez miraba el lejano aparato con una mirada de angustia inolvidable; en seguida tropezó y cayó. Acaso fuese pisoteada por el tráfico. Uno de los seis caballos del ensayo había puesto los ojos así cuando el letal polvo comenzó a roer sus entrañas.

La última serie mostraba Berlín y las carreteras de su alrededor una semana después de la bestial incursión química. La ciudad estaba muerta, no había en ella una sola persona, hombre, mujer o niño. No había tampoco perros ni gatos; ni ratas siquiera que royeran los cadáveres. Dispersos aquí y allá, sobre las elevaciones y las hondonadas de la periferia, y en menor escala sobre el pavimento de las calles, como trozos de carbón caídos de una locomotora en marcha, se veían los quietos montoncitos humanos de los momificados seres que fueron antes ciudadanos de la capital del Reich... Aquello era todo lo que quedaba. ¡Para qué hablar más de la terrible hecatombe!

Por lo que a mí atañe, todo lo que me quedaba de espíritu se me quedó en aquella sala de proyección horrible, y no he vuelto a preocuparme.

Los dos pilotos que tomaron esas vistas murieron lentamente. Una infección sintética, acumulativa debido al polvo flotante en el aire sobre Berlín, los mató. Con precaución esto no hubiera ocurrido; pero los ingleses no creían entonces que nuestras extremadas precauciones fueran indispensables.

El Reich necesitó una semana aproximadamente para acusar el golpe. Probablemente se hubiese necesitado más tiempo, mas el nuevo Führer fue a Berlín al día siguiente del "raid" para probar que las jactancias británicas no tenían fundamento. No hay necesidad de relatar ahora los distintos Gobiernos provisionales que Alemania tuvo durante los meses siguientes; el único que nos interesa es el llamado de restauración monárquica, que utilizaba como símbolo, a un primo del antiguo Kaiser. Fue el que solicitó la paz. Entonces surgieron las perturbaciones. Cuando el Primer Ministro anunció los términos del Convenio privado que había firmado con el Presidente de los Estados Unidos, fue escuchado con un silencio que sólo interrumpían los gritos de: ¡Eso es vergonzoso! ¡Vergonzoso! ¡Pedimos su dimisión!

Supongo era inevitable que la Cámara de los Comunes reflejase el espíritu de un pueblo que había sido castigado despiadadamente durante cuatro años. Se hallaba en un estado de ánimo apto para exigir una paz semejante al Tratado de Versalles o aún de más duras condiciones.

El voto desfavorable de la mayoría no permitió al Primer Ministro otro camino. Cuarenta y ocho horas más tarde, el Rey pronunció desde el trono un discurso que violaba todos los precedentes constitucionales, por cuanto no había sido suscrito por el Premier. En esta gran crisis de su remado, la voz real era clara y sincera; inculcó sus ideas al pueblo y se formó un Gobierno de coalición nacional.

No sé si habríamos "fumigado" con el polvo del Diablo a Londres o no para imponer nuestra paz. El coronel Manning creía que sí. Supongo que hubiese dependido del carácter del Presidente de los Estados Unidos; pero no tuvimos que hacerlo.

Los Estados Unidos y, en particular su Presidente, se hallaban enfrentados con dos tremendos problemas. Primero, teníamos que consolidar nuestra posición; en seguida, utilizar la ventaja temporal de un arma abrumadoramente poderosa para asegurarnos de que esa arma no se volvería contra nosotros. Segundo, habría que estudiar los medios para estabilizar la política extranjera de América, con el fin deque ésta pudiese manejar debidamente el tremendo poderío que, súbitamente, cayó en nuestras manos.

Como se ve, el segundo considerando era con mucho, el más difícil y serio. Si habíamos de establecer una paz razonablemente duradera —un siglo o cosa así— por medio del monopolio sobre un arma tan potentísima que nadie se atrevería a combatir, era imperativo que la política con arreglo a la cual actuásemos fuese más durable que las efímeras administraciones políticas. Pero, ya hablaremos de esto más tarde.

El primer problema requería atención inmediata. La cuestión era muy trascendental. La premura la exigía la misma simplicidad del arma. No necesitaba más que aviación para dispersarlo, y el propio polvo diabólico que podía fabricarse rápida y fácilmente por cualquiera que poseyese el secreto del procedimiento Karts-Obre, era sencillísimo y podía ser hallado por otros sabios en cualquier momento. El coronel informó al Presidente que el doctor Ridpart opinaba, y Manning estaba conforme con él, que el personal de cualquier moderno laboratorio de radiación atómica podía ser capaz de inventar una técnica química equivalente en seis semanas, sólo por las indicaciones dadas de los sucesos de Berlín, y pudiera ser capaz de producir polvo suficiente para causar la destrucción de importantes sectores humanos.

Se calculó el plazo máximo en noventa días... Noventa días a condición de que el enemigo no estuviera ya a medio camino de su meta investigadora. Pero... acaso no quedase ya tiempo alguno...

A esas fechas, el coronel Manning era ya miembro no oficial del Gabinete. "Secretario del Polvo del Diablo", le llamó el Presidente en uno de sus raros momentos joviales. En cuanto a mí, también tenía que asistir a las reuniones del Gabinete. Siendo yo el único técnico que había presenciado el horrendo espectáculo, íntegro, desde el principio hasta el fin, el Mandatario reclamó mi presencia.

Soy un hombre corriente como ustedes saben; debido a una serie de circunstancias curiosas me hallé de lleno en estos Consejos de los elementos dirigentes. Pero descubrí en seguida que esos dirigentes eran hombres corrientes también, y con frecuencia estaban tan confusos como yo ante los acontecimientos.

El coronel Manning, en cambio, no era un hombre cualquiera. Su talento no corriente se había elevado en él al nivel del genio. Ya sé que unos le echaron la culpa de todo y otros le llamaron traidor y loco; pero yo sigo creyendo que era tan bueno como sagaz y prudente. Nada me importa que otros historiadores de segunda mano estén disconformes. Apuró Mac Donald un nuevo vaso y siguió:

—Propongo —dijo el coronel Manning—, que comencemos por inmovilizar todos los aparatos de aviación que haya en el mundo entero.

El Secretario de Comercio arqueó las cejas:

—¡No sea usted tan fantástico, coronel Manning! —dijo incrédulo.

—No exagero —contestó el militar, secamente—. Soy realista y veraz. La clave de este problema es la aviación. Sin aviación, el polvo K.O. es un arma inoperante. El único modo que yo veo de ganar el tiempo preciso para resolver el problema en conjunto, es sujetar en tierra a todos los aparatos aéreos y dejarlos sin funcionar. Con la única excepción de los que están actualmente al servicio del Ejército de los Estados Unidos. Una vez hecho esto, podemos tratar del desarme mundial completo y buscar medios permanentes de control.

—Vamos a ver —replicó el secretario. ¿No propondría usted que se inutilicen las líneas aéreas comerciales? Tenga presente que son una parte esencial en la economía del mundo. Sería una catástrofe inadmisible.

—También es inadmisible que le maten a uno y sin embargo sucede —contestó Manning con firmeza.

—Sí, propongo eso. Todos los aparatos de aviación. TODOS quedarán en sus bases inmóviles.

El Presidente escuchaba la discusión sin hacer comentario alguno. Al llegar aquí intervino:

—¿Y qué haríamos con los aviones de los cuales dependen ciertas agrupaciones humanas para mantenerse vivas, coronel; como las líneas de Alaska, por ejemplo?

—Si existen líneas aéreas tan imprescindibles, deben ser dirigidas únicamente por pilotos y tripulaciones del Ejército americano. Sin excepción alguna.

El Secretario de Comercio los miró alarmado:

—Una última pregunta: ¿Es preciso que tal prohibición rija lo mismo para los Estados Unidos que para las demás naciones?

—¡Naturalmente!

—Pero, esto es imposible. Además anticonstitucional, infringe los derechos civiles y supone la ruina de grandes sectores comerciales.

—También matar a un hombre es una infracción de sus derechos civiles —contestó Manning inflexible.

—No puede hacerse. Cualquier Tribunal Federal del país lo impediría en cinco minutos.

Miró pausadamente en torno a la mesa el coronel de Estado Mayor, viendo a rostros que pasaban de la indecisión al antagonismo.

—El problema es agudo, señores —dijo lentamente—, y creo deberíamos ventilarlo con serenidad y de frente. Pueden matarnos, habiendo pasado todo muy ordenada y constitucionalmente. O podemos hacer lo que deba hacerse, conservar la vida y arreglar después los aspectos legales del asunto. Escojan. —Se calló y aguardó con calma. El Secretario de Trabajo recogió el reto—: No creo que el coronel tenga ningún monopolio realista. Yo también me hago cargo del problema y admito que éste es muy serio. Ese polvo del diablo no debe ser empleado nunca más. Si me hubiese enterado a tiempo, jamás se hubiese utilizado contra Berlín ni contra nadie. Fue una masacre insensata. Y estoy de acuerdo en que es indispensable alguna especie de control mundial. Pero en lo que difiero del coronel es en el método. Lo que él propone es una dictadura militar impuesta por la fuerza al mundo entero. Admítalo, coronel. ¿No es esto lo que usted propone?

Manning no eludió la respuesta:

—Sí, exactamente eso es lo que yo propongo.

—Gracias. Ahora sabemos en dónde nos hallamos. Yo, personalmente, no considero las cortapisas democráticas y los procedimientos constitucionales de tan poca importancia como para que esté dispuesto a prescindir de ellos en cualquier momento que convenga. Para mí la democracia es algo más que una entelequia, es un artículo de fe. O surte efecto o me hundo con ella.

—¿Qué propone usted entonces? —preguntó el Presidente.

—¡Propongo que veamos en esto una oportunidad para crear la mancomunidad democrática mundial! Utilicemos nuestra dominante posición actual para dirigir un llamamiento a todas las naciones, pidiéndolas que envíen representantes a una Conferencia cuyo objeto será formular una constitución mundial.

—Una Liga de las Naciones —oí murmurar a alguien.

—¡No! —contestó él a esta indirecta observación. Una Sociedad de Naciones especial. La de antes estaba inerme, desacreditada, porque no tenía existencia real ni poder ni poseía medios para poner en vigor sus decisiones; no era más que una Asamblea de debates verbales, una cosa falsa. Esta sería muy distinta, ¡porque pondríamos el polvo letal en su poder!

Nadie habló durante unos minutos. Se podía ver cómo los presentes daban vueltas a la idea en su cerebro, dudosamente, aprobándola parcialmente, intrigados por la sugerencia, pero inseguros sobre la conveniencia de aceptarla.

—Quisiera contestar a esto —dijo Manning.

—Hable usted, coronel —le alentó el Presidente.

—Hablaré. Voy a emplear palabras muy claras y espero que el Secretario Lamer me hará el honor de creer que hablo con entera sinceridad y con profunda convicción, dejando el amor propio a un lado. Veamos. Estimo que una Democracia Mundial sería cosa magnífica y confío en que se me crea si digo que sacrificaría gustosamente mi vida por lograrlo. Estimo también que sería muy hermoso ver al león acostado al lado del corderillo; pero al mismo tiempo tengo plena seguridad de que el rey de la selva sería el único que se levantase. Si tratásemos de formar actualmente una democracia mundial, haríamos de corderillo en la combinación. Manning miró a todos y continuó:

—Hay muchísimas personas honradas y de buena fe, que hoy son internacionalistas. Nueve de cada diez tienen el cerebro reblandecido y la décima es tonta de remate. Si montamos una democracia mundial, ¿quiénes formarían el cuerpo electoral? Examinemos los hechos; cuatrocientos millones de chinos con menos concepto del voto y de la democracia que una pulga. Trescientos millones de indostánicos, que no poseen tampoco mejor visión electiva. Los millones de la Unión Soviética que creen..., sabe Dios en qué. África entera, semicivilizada solamente. Ochenta millones de japoneses, que creen estar destinados por el Cielo para gobernar al mundo. Nuestros amigos hispanoamericanos que querrían ir o no a remolque nuestro; pero que no entienden nuestra Carta de los Derechos del Hombre por lo menos de igual modo que nosotros. Doscientos cincuenta millones de habitantes en las naciones de Europa, todos ellos con espíritu de desquite y odio en sus corazones... Por todo esto no sería posible llevar a cabo esa idea. Es absurdo hablar de una Democracia Mundial en mucho tiempo. Si se pone el secreto del polvo K.O. en manos de tal organización, es lo mismo que armar a la Humanidad para que se suicide.

Larner contestó inmediatamente.

—Podría sentirme ofendido por algunas observaciones de usted; pero prefiero no hacerlo. Para expresar lo que pienso sin ambages le diré que lo que le pasa a usted, coronel Manning, es sencillamente que piensa como un militar profesional y no tiene fe alguna en el pueblo. Desconozco que los militares son necesarios; pero todo lo ven con miras a la disciplina y a la estrategia.

El sabio coronel Manning aguantó la acometida, hasta que le llegó el turno otra vez:

—Acaso sea yo todas esas cosas, Larner, pero usted no ha contestado a mi argumento. Admito sus dotes de orador, pero soy un hombre práctico. ¿Qué van ustedes a hacer con esos centenares de gente que ni tienen experiencia democrática ni sienten el menor amor por lo que significa? Ahora bien; acaso no tenga yo la misma concepción de la democracia que usted; pero sé una cosa: allá en el Oeste, hay unos centenares de miles de electores que me enviaron al Congreso. No voy a estarme quieto y a permitir se siga un plan que, a mi modo de ver, tendrá como resultado su muerte y su ruina.

Seguro de sí, el coronel Manning continuó:

—He aquí el futuro probable, tal y como yo lo veo. Potencial en la fragmentación del átomo y en el desarrollo de letales radioactivos artificiales. Imaginemos que cualquier potencia fabrica provisión de ese polvo diabólico. Nos darían con él el primer golpe, procurando ponernos fuera de combate y dejarles las manos libres. De la noche a la mañana fulminarían Nueva York y Washington, y después todas las zonas industriales, dejándonos desorganizados política y económicamente. Pero nuestro ejército, no estaría en esas ciudades; los Estados Unidos tendrían aviones y gran cantidad de polvo K.O. en algún lugar estratégico, donde no les alcanzase los primeros ataques del enemigo. Nuestros soldados procederían heroicamente a contaminar las grandes ciudades adversarias. Y así seguiría la contienda hasta que la organización de uno y otros países se perturbara por entero; tanto que ya no pudiesen mantener ninguno un nivel de industrialización suficientemente elevado para tener sus escuadras aéreas en buen estado y producir más polvo diabólico. Esto presupone hambre y peste en el proceso de su desarrollo. Pueden ustedes añadir los detalles.

Respiró, fatigado, para añadir:

—Las demás naciones entrarían en el juego. Sería idiota y suicida por supuesto; pero no hace falta cerebro para comprender qué sucedería. Se necesita únicamente para ello un pequeño grupo hambriento de poder, unos cuantos aviones y una provisión de polvo químico. Es un círculo vicioso que no puede ser cortado hasta que el planeta entero quedara reducido a un nivel de economía tan bajo que no pudiera sostener la técnica necesaria para mantenerlo. Calculo que esto sucedería cuando aproximadamente tres cuartas partes de la población mundial hubiesen perdido la vida a causa del polvo del Diablo, las enfermedades y el hambre. En el resto la cultura quedaría reducida al tipo de los bosquimanos.

"¿Dónde quedará vuestra Constitución y vuestra Carta de Derechos, si permitís que esto ocurra?

Mac Donald se impío el sudor que perlaba su frente y añadió:

—He abreviado, pero éstas fueron en concreto sus manifestaciones. No puedo recordar al pie de la letra todas las palabras de un debate que duró varios días.

El Secretario de la Marina también la emprendió contra Manning.

—¿No es usted un poco pesimista, coronel? Después de todo, el mundo ha visto no pocas armas secretas que iban a hacer de la guerra algo horrible de contemplar. Los gases venenosos, los tanques, los aeroplanos..., las mismas armas de fuego, si no he olvidado la Historia.

Manning sonrió con menosprecio:

—Ha puesto usted el dedo en la llaga, señor Secretario. Cuando el lobo vino de verdad, el muchachito gritó en vano. Me imagino que la Cámara de Comercio de Pompeya presentaría el mismo razonable argumento a cualquier geólogo en la época, cuya lucidez le hacía tener miedo al Vesubio. Trataré de justificar mis temores. El polvo K.O. difiere de todas las armas precedentes en su mortífera eficacia y en la facilidad de usarlo; pero lo más trascendental de todo es que nosotros no hemos podido hallar ninguna defensa contra él. Por un número de razones científicas, no creo que podamos hallarlas, por lo menos en este siglo.

—¿Por qué no?

—Sencillamente, porque no hay medio de contrarrestar la radioactividad, a menos de colocar una coraza de plomo entre el hombre y el polvo químico: una coraza de plomo hermética. La gente podría sobrevivir así en ciudades subterráneas aisladas del exterior, pero nuestra característica cultura americana perecería y el hambre acabaría con los modernos trogloditas.

—Coronel Manning —advirtió el Secretario de Estado—, me parece que ha omitido usted la otra alternativa.

—¿Cuál?

—La de conservar ese polvo letal como secreto exclusivamente nuestro, seguir nuestro camino y dejar que el resto del mundo se cuide de sí mismo. Éste es el único programa que armoniza con nuestras tradiciones.

El Ministro de Estado era un excelente caballero; pero algo lento en asimilar nuevas ideas.

—Señor Secretario —le dijo respetuosamente—. Cuánto me agradaría no tener que ocuparnos más que de nuestros asuntos exclusivamente. Ojalá pudiésemos hacerlo. Pero la opinión de todos los sabios y peritos en cuestiones atómicas es que no podemos conservar el control de tal secreto, a no ser mediante una política de rígida vigilancia. Los alemanes iban a la cabeza de la investigación nuclear y fue sólo un afortunado azar el que hizo que nos adelantáramos a ellos. Le ruego se imagine a Alemania dentro de un año o dos provista de ese polvo infernal y con el recuerdo de la hecatombe...

El Secretario de Estado no respondió; pero observé cómo sus labios formaban la palabra ¡Berlín!, y al mismo tiempo palidecía.

Cedieron al fin. El Presidente de los Estados Unidos había dejado deliberadamente que el coronel Manning llevase todo el peso de la discusión, conservando él entera su influencia personal para persuadir a los más recalcitrantes. Opinó en contra de someter el asunto a decisión del Congreso; los "fumigadores" enemigos, a su entender, volarían sobre Norteamérica antes de que cada Senador hubiese terminado su discurso. Lo que se proponía hacer, acaso fuese inconstitucional; pero si no obraba rápido quizá no quedase ni rastro de Constitución. Había precedentes... La Proclama de la Emancipación de los Negros, la Doctrina de Monroe, la Compra de la Luisiana, la suspensión del Rabeas Corpus en la Guerra de Secesión, la Cesión de Destructores...

A 22 de febrero, el Presidente declaró el estado de alarma y envió su Proclama de Paz a todos los Jefes de naciones libres y soberanas. El documento en síntesis, despojado de sus adornos diplomáticos, venía a decir: "Los Estados Unidos están preparados para derrotar a cualquier potencia o combinación de Estados en brevísimo tiempo. En consecuencia, ponemos fuera de la Ley a toda clase de guerra y pedimos a todas las naciones que se desarmen inmediatamente." En otras palabras: "Soltad vuestras pistolas, muchachos, que os estamos apuntando."

Una nota adicional estableció el procedimiento a seguir: "Todo aeroplano capaz de atravesar en vuelo el Atlántico debía ser entregado, en el plazo de una semana, en un aeródromo, constituido por una gran faja de pradera, al Oeste de Fort Riley, cerca del río Kansas. Para los aviones menores designaron un lugar próximo a Shanghai y otro en Gales. Se publicaron más tarde memorándums con respecto a otros equipos de guerra. El uranio y sus piritas no se mencionaban por el momento.

No se admitían excusas. El incumplimiento de esta orden sería considerado como un acto de guerra contra los Estados Unidos.

No se produjeron casos de apoplejía en el democrático Senado. Por qué, no lo sé. Motivo desde luego había.

Sonrió Anson ante sus últimas palabras, encendió un rubio "Carriel" y siguió su relato:

—Sólo había tres potencias que pudieran preocuparnos seriamente; Inglaterra, el Japón y la Unión Soviética. Inglaterra, había sido advertida; la sacamos de una guerra que estaba perdiendo, y sabían bien sus gobernantes lo que nosotros podíamos y estábamos dispuestos a hacer en favor de la paz mundial.

El Japón era cosa distinta. Estos amarillos fanáticos no habían visto lo de Berlín ni lo creían realmente. Además, se habían estado diciendo durante tantos años que eran invencibles, que lo creían así. No conviene desafiar a un japonés sin tener presente que morirá antes que perder su honor. Las negociaciones se llevaron a cabo con serenidad, pero la escuadra norteamericana se hallaba a mitad de camino entre Pearl Harbour y Kobe, cargada con polvo K.O. suficiente para fumigar seis de sus ciudades mayores, antes de terminar los acuerdos, si no accedían a lo que queríamos.

¿Saben ustedes cómo se logró? Esto nunca fue publicado en los periódicos; pero era la única forma viable de redactar las octavillas que lanzamos antes de dejar caer el polvo atómico. No fue preciso.

El Emperador del Sol Naciente tuvo a bien declarar un Nuevo Orden de Paz. La versión oficial, preparada para los japoneses, hizo aparecer el asunto como una útil colaboración entre dos grandes potencias amigas y que la iniciativa había partido del Japón.

La Unión Soviética constituía un enigma. Después de la inesperada muerte de Vladimir Ilich, más conocido por Lenin, ninguna nación occidental sabía mucho de lo que sucedía en Rusia. Nuestras propias relaciones diplomáticas se habían hecho ineficaces y caído en punto muerto.

Todo el mundo conocía, por supuesto, que el nuevo grupo encaramado al poder se llamaba a sí mismo la Quinta Internacional; pero lo que esto significaba, aparte de no exhibir con tanta frecuencia los retratos de Lenin y de Stalin lo ignorábamos.

Cautamente se avinieron a nuestras condiciones, ofreciendo cooperar al plan pacifista. Hicieron notar que la U.R.S.S. jamás había sido belicista, que se había mantenido aislada de la reciente lucha mundial hasta que la atacaron. Era natural, pensaban, que las dos únicas grandes potencias que quedaban en el mundo utilizasen su poder para garantizar una paz duradera.

Los Estados Unidos quedaron satisfechos, ya que la U.R.S.S. era la nación que más les había preocupado en este asunto.

Para dar fe de su buena disposición, los eurásicos comenzaron en seguida a entregar aviones pequeños en el campo de aerostación cercano a Shanghai.

El coronel Manning fue al Oeste para supervisar ciertos detalles en relación con la entrega de las grandes aeronaves, los aeroplanos transoceánicos que habían de congregarse en Fort Riley. Teníamos el proyecto de regalarnos con petróleo y después "fumigarlos" con K.O. en débil dosis desde baja altura, igual que se hace con los sembrados para quitarles los insectos dañinos. Así quedarían inútiles y olvidados, mientras atendíamos a otros asuntos.

Esto tenía sus riesgos. Evitaríamos que el polvo K.O. llegase a Kansas City, a Lincoln, Wichita o cualquiera de las ciudades próximas ni aun en particular. Las villas más pequeñas de alrededor fueron evacuadas temporalmente. Hubo necesidad de montar puestos de prueba y defensa en todas direcciones, a fin de poder mantener estricta vigilancia sobre la acción del polvo del diablo en aquellos lugares. El coronel Manning tomaba toda clase de precauciones para que ningún asistente a las pruebas fuera contaminado. Yo le acompañaba.

Volamos en círculos concéntricos sobre la estación receptora, antes de aterrizar en Fort Riley. Divisamos los tres campos de aterrizaje que se habían hecho precipitadamente. Las pistas brillaban al sol; el cemento, echado veinticuatro horas antes, ni se había secado aún. En derredor de cada una de las pistas se agrupaban los sectores de estacionamiento, ligeramente preparados. En algunos de ellos trabajaban todavía tractores y excavadoras. En los prados del Este, muchos aparatos alemanes e ingleses se hallaban aparcados con las alas y las carlingas tan plegadas como han de estarlo en la cubierta de despegue de un portaaviones. A excepción de unos cuantos que iban siendo remolcados a la posición deseada. Los pequeños tractores asemejaban, desde el aire, hormigas que arrastraran trozos de hoja varias veces más voluminosas que ellos.

Solamente tres fortalezas volantes habían llegado de la Unión Soviética. Sus representantes solicitaron una corta demora a fin de que se les pudiese entregar una provisión de la mejor gasolina de aviación. Aducían que andaban escasos del combustible necesario para efectuar sin peligro el largo vuelo sobre el Ártico. No había medio de comprobar la veracidad de este extremo y se concedió la prórroga mientras se les enviaba una expedición de combustible desde Inglaterra.

—Estábamos ya a punto de marcharnos, una vez que el Coronel Manning comprobó que se habían tomado las precauciones indispensables cuando llegó un despacho especial anunciando que una expedición de bombarderos de la U.R.S.S. llegaría probablemente antes de terminar el día. El sabio militad deseaba verlos. Aguardamos cuatro horas. Informaron que nuestra escolta de cazas los había divisado, al fin, sobre la frontera canadiense. Manning estaba impaciente y prefirió contemplarlos desde el aire. Despegamos, ganamos altura y aguardamos.

Nueve gigantes del aire constituían una avanzada de la escuadrilla rusa. Volaban en columnas escalonadas y parecían tan enormes que nuestros pequeños cazas apenas se distinguían a su lado.

Comenzaron a volar por último encima del aeródromo y estaban admirando su impresionante evolución cuando el piloto del Coronel, el Teniente Rafferty, exclamó:

—¡Qué demonios hacen! Se preparan a aterrizar con el viento de espaldas!

Yo no caía en lo que esto significaba; pero el Coronel Manning gritó al co-piloto:

—¡Póngame en seguida con el campo de aviación!

Manipuló en sus aparatos y anunció:

—Ya está, mi Coronel!

—¡Alarma general! ¡Pónganse las corazas defensivas! —gritó pálido el jefe.

No podíamos oír las sirenas, naturalmente; pero veíamos cómo los chorros de vapor blanco salían de la gran sirena sobre el tejado del edificio de la Administración; tres largos pitidos, después otros tres cortos. La señal de alarma fue casi simultánea con la primera nube que brotó de los aeroplanos de la U.R.S.S.

En vez de aterrizar, pasaron a poca altura sobre la estación receptora, congestionada ahora con aparatos de todos los países del mundo. Cada escalón táctico eligió como objetivo uno de los grupos concentrados en derredor de los tres campos de aterrizaje; chorros de un humo parduzco y pesado salieron de las tripas de todos los aviones rojos.

Vi desde mi avión, una minúscula figurilla negra saltar de un tractor y correr hacia el edificio más próximo. Entonces, la cortina de humo oscureció el campo.

—¿Comunica usted todavía con el aeropuerto?

—Sí, mi coronel, respondió el oficial.

—Conécteme con el jefe técnico de Seguridad. ¡Rápido!

El co-piloto conectó el amplificador, a fin de que Manning pudiera hablar directamente:

—¿Sanders? Aquí el coronel Manning. ¿Qué ocurre?

—Radioactivos, mi coronel, intensidad siete punto cuatro.

Esto suponía que los rusos habían duplicado la investigación atómica Kar-Obre.

El jefe militar cortó y pidió en seguida que la central telefónica del aeródromo le pusiese al habla con el Jefe del Alto Estado Mayor. Hubo un retraso irritante, ya que la llamada tenía que hacerse por hilo terrestre a Kansas City, y hasta hubo que convencer a un jefe-operador para que requisara cierta línea principal que se utilizaba comercialmente.

Conectamos por fin y el coronel Manning dio un informe. Le oí decir:

—Es lógico pensar que en estos mismos momentos otras escuadrillas rojas se aproximan a la frontera de Nueva York y a Washington; probablemente a Detroit y a Chicago también. No hay medio de comprobarlo. Que estén alerta para la defensa.

El jefe del Estado Mayor cortó, sin hacer inútiles comentarios. Las flotas aéreas de los Estados Unidos que habían permanecido alerta durante las últimas semanas, recibirían inmediatamente las órdenes pertinentes a los pocos segundos y estarían ya en movimiento para dar caza y batalla a los atacantes; si era posible, antes de que pudiesen aproximarse a las citadas ciudades.

Eché una mirada al campo de aviación. Las formaciones habían quedado rotas. Uno de los bombarderos de la U.R.S.S. había sido derribado y quedó aplastado como a media milla de la estación receptora. Mientras miraba, uno de nuestros aviones enanos de bombardeo se dejó caer sobre un colosal aeroplano soviético y descargó sus explosivos. Fue un blanco perfecto, en el centro del avión; pero el piloto americano se detuvo demasiado y cayó antes que su víctima.

De nada serviría repetir los relatos periodísticos de la llamada guerra de Cuatro Días. El hecho es que lógicamente debiéramos haberla perdido, pero la ganamos por una rara combinación de suerte, precisión y buena táctica. Parece ser que los físicos atómicos de la Unión Euroasiática estaban casi tan adelantados como Ridpath y sus auxiliares cuando la destrucción de Berlín les facilitó la indicación final que necesitaban. De cierta manera nosotros los habíamos forzado precipitándolos a obrar antes de que estuviesen totalmente preparados a causa del plazo máximo fijado para el desarme mundial en nuestra Proclamación de Paz.

Si el Presidente norteamericano hubiese aguardado a que el Congreso debatiera y aprobara el proyecto antes de lanzar su proclama, no existirían ya los Estados Unidos. Segurísimo.

Es evidente, para sí al menos, que el coronel Manning previo algo así como la guerra de Cuatro Días y preparó tácticamente para ello una docena de defensas indirectas. No me refiero, claro es, a los preparativos militares; el Ejército y la Marina de Guerra se ocuparon de ellos. Pero obra de Manning fue que el Congreso de los Estados Unidos estuviera entonces de vacaciones; me consta de una manera especial, pues anduve en ello.

El coronel logró alejar al Congreso de la capital en los momentos en que temía que Washington fuese atacado. Claro que fue el propio Presidente quien concedió una licencia de diez días a la mayor parte del personal burocrático que trabajaba en Washington, y él mismo hizo una excursión por el sur de los Estados Unidos en aquellos días; pero debió ser Manning quien le inculcara la idea.

El famoso militar utilizó también el miedo a la peste. Hizo correr el rumor, completamente infundado, de que una terrible epidemia diezmaba Nueva York; por eso estaba casi desierta la enorme ciudad cuando fue atacada por los bombarderos de la U.R.S.S. Aun así, perdimos más de ochocientas mil personas sólo en el barrio de Manhattan.

Como siempre ocurre, se echó la culpa al Gobierno federal de las vidas perdidas, y los periódicos se mostraron implacables en sus críticas, por no haberse anticipado y ordenado la evacuación de todas las ciudades de importancia, según decían varios editoriales con grandes titulares.

Dirán ustedes: si Manning preveía algo de esto, ¿por qué no solicitó la evacuación?

Quizá por la razón siguiente. Una gran urbe jamás se ha evacuado, ni se evacuará, más que ante argumentos concretos y razonables. Londres nunca fue evacuado en gran escala y nosotros fracasamos totalmente en la tentativa de forzar la evacuación de Berlín. Las gentes de Nueva York venían considerando el riesgo de los ataques aéreos desde 1940 y se habían hecho ya a la idea de tal posibilidad. En cambio les cogió desprevenidas el rumor de una gran epidemia, y el miedo a esta inexistente plaga en Nueva York produjo la mayor desbandada conocida en una gran ciudad.

Y no hay que olvidar lo que nosotros hicimos en Vladivostok, en Irkutsk, en Moscú y en Leningrado; también aquéllas eran víctimas inocentes. La guerra es la guerra.

Dije antes que la suerte desempeñó también su papel. La mala visibilidad hizo que uno de nuestros aeroplanos bombardease Riazan en lugar de Moscú; ese error providencial dio al traste con el laboratorio y talleres atómicos, los únicos que producían radioactivos militares en la Unión Euro-Asiática. Causa espanto pensar que el error hubiese sido al revés; es decir, que uno de los aviones de la U.R.S.S., al querer atacar Washington, se hubiese equivocado y hubiera bombardeado las fábricas nucleares de Ridpath, en Maryland, cuarenta y cinco millas más allá...

El Congreso de los Estados Unidos reanudó sus sesiones en la capital provisional de San Luis, y la llamada Expedición Americana de Pacificación comenzó la tarea de arrancarle los colmillos a la Unión Soviética. No se trataba de una ocupación militar en el sentido usual; ésta tenía dos simples objetivos: primero, buscar, destruir con el polvo del diablo todos los aviones, talleres y campos de aviación. Segundo: localizar y "fumigar" los laboratorios de radiactivos, depósitos de uranio y las vetas de carnotita y plechblenda. No se hizo tentativa alguna para cambiar la orientación política del régimen bolchevique.

Nosotros empleamos el polvo K.O. de dos años de producción, lo que nos daba ventajas, respiro para producir e investigar en torno a la energía atómica, consolidar nuestra posición. Se ofrecieron grandes recompensas y premios a los sabios experimentados en producir energía nuclear, y alguien ideó una técnica que surtió excelentes resultados no sólo en la U.R.S.S., sino en casi todo el mundo. Consistía en un aparato denominado "alimaña", un instrumento que servía para olfatear la radiación, basado en el principio científico de la descarga electroscópica y perfeccionado ad hoc por el personal del Dr. Ridpath. Facilitó grandemente la labor de localizar el uranio y las piritas.

Una rejilla de "alimañas", debidamente espaciada sobre una zona sospechosa, podía localizar cualquier masa de uranio importante, casi tan fácilmente como un indicador de dirección puede encontrar una estación de radio.

Mas, a pesar de la excelente labor del General Bulfinch y de la Expedición de Pacificación Mundial, fue el error original de pulverizar Riazan en lugar de Moscú, lo que hizo posible la victoria total.

Cualquiera que se interese por los detalles históricos de la labor de pacificación realizada debe consultar los "Procedimientos de la Fundación Americana para Investigaciones Especiales", obra en la que figura un documento titulado "Estudio para la Ejecución de la Política Americana de Paz". La solución de jacto del problema de vigilar al mundo para protegerle de la guerra, dejó a los Estados Unidos el problema, mucho mayor, de inventar un programa político que garantizase la seguridad plena de que el polvo mortífero no cayese en manos criminales.

El problema es tan arduo como el de la cuadratura del círculo y casi de tan imposible solución. Tanto el Coronel Manning como el Presidente creían que los Estados Unidos debían necesariamente conservar ese poder diabólico de momento, al menos hasta que se pudiera organizar alguna institución permanente a la cual pudiera confiarse tan delicado secreto científico. Tenía un riesgo: el de que la política extranjera reside conjuntamente en manos del Presidente y del Congreso. Por fortuna, en aquellas fechas teníamos un buen Presidente y un Congreso idóneo; pero no bastaba como garantía del futuro. Recuérdese que los norteamericanos hemos tenido presidentes ineptos y Congresos hambrientos de poder. Léase si no, la Historia de la Guerra con Méjico.

Estábamos a punto de entregar a futuros gobiernos de los Estados Unidos poder suficiente para convertir el globo entero en un imperio nuestro. Y opinaba el mandatario de entonces que nuestra característica y encomiada cultura democrática no resistiría tan suculenta tentación. El imperialismo degrada tanto al opresor como al oprimido, y no queríamos caer en tal precipicio.

El Presidente estaba resuelto a que nuestra flamante supremacía se usara únicamente para el mínimo absoluto de mantener la paz en el mundo; para el sencillo propósito de hacer imposible la guerra, ¡y nada más! No debía emplearse para proteger las inversiones americanas en el extranjero, ni para conseguir tratados comerciales... En suma: para ningún otro propósito que no fuese la simple abolición de las matanzas en masa.

No existe una ciencia sociológica completa e inútil. Acaso exista algún día, cuando una Física rigurosa nos dé una ciencia plena de Química coloidal, y ésta conduzca a su vez a un conocimiento entero de la Biología, pasando a una Psicología definitiva. Después de logrado esto podremos empezar a saber algo de Sociología y de Política. ¿Cuándo sucederá esto? Alrededor del año 5000, acaso, si la raza humana no se suicida antes.

Hasta entonces sólo contamos con el sentido común, y el conocimiento experimental de algunas probabilidades. El Coronel Manning y el Presidente "tocaban de oído".

Los convenios con la Gran Bretaña, Alemania y la Unión Soviética, en virtud de los cuales nosotros asumimos la responsabilidad de la Paz mundial y, al mismo tiempo, garantizábamos a las naciones contratantes la seguridad de que no haríamos mal uso de nuestro poder, se aprobaron en el período de alivio y buena voluntad que siguió inmediatamente a la terminación de la Guerra de los Cuatro Días. Seguíamos, al obrar así, los precedentes establecidos por los Tratados del Canal de Panamá y del Canal de Suez, la política de Independencia filipina, etc. Debiéramos haber acordado que los grandes Estados devolvieran a los demás los territorios que les hubieran usurpado; por ejemplo, el Peñón cíe Gibraltar a España, por parte de Inglaterra. Sin embargo, no lo hicimos.

El verdadero propósito de esos convenios fue el de comprometer a los futuros Gobiernos de los Estados Unidos a una política irrevocable de benevolencia y de paz, sostenida a cualquier precio.

Después se dictó una ley para completar los Tratados diplomáticos y el Coronel Manning se convirtió en el Comisario Manning. Estos Comisarios federales tenían su cargo vitaliciamente, jurando crear un cuerpo íntegro, permanente y libre de toda presión exterior, semejante al Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Como quiera que los Tratados internacionales citados admitían un Comisariado conjunto, no precisaba que los comisarios fueran ciudadanos norteamericanos... El juramento que prestaban era el de mantener la paz del mundo.

Hubo dificultades para que esta cláusula fuese aprobada por el Congreso. Todo juramento similar había sido hecho siempre a la Constitución de los Estados Unidos.

No obstante, la Comisión se formó. Tomó a su cargo la aviación mundial y asumió jurisdicción sobre los radiactivos, tanto naturales como artificiales: comenzó entonces la lenta tarea de organizar la flamante Patrulla de la Paz.

Manning ideaba un Cuerpo de Policía Mundial, una aristocracia por medio de la selección y la doctrina forense digna de los casi ilimitados poderes que habían de ejercer sobre la vida de todo hombre, mujer o niño, en cualquier lugar del planeta. Porque su poder, prácticamente, sería ilimitado. Las precauciones necesarias para asegurar que el arma invencible mundial fuera en servicio de la paz, hacían axiomático que sus custodios dispusieran de un poder que sólo estaría por debajo de la Providencia. No habría nadie que vigilase a esos mismos agentes. Sus propios méritos y el celo que mantuviesen, uno sobre otro, sería todo lo que se interpusiera entre el bienestar de la raza humana y su desastre.

Por primera vez en la Historia de la Humanidad, el supremo poder político iba a ejercerse sin posibilidad de comprobación interior ni cortapisas del extranjero. Manning tomó a su cargo la magna tarea de perfeccionar ese Cuerpo pro Paz Mundial, aunque con la subconsciente convicción de que era excesivo para la naturaleza humana.

El resto de los comisarios fue nombrado con lentitud; el nombre de los propuestos se enviaba al Senado, después de largas consideraciones conjuntas del Presidente y Manning. El Director de la Cruz Roja Internacional, un oscuro profesor suizo de Historia, y el Dr. Igor Riniski, que había desarrollado por su cuenta la técnica Karts-Obre, al que el F.B.I. descubrió en la cárcel después de la "fumigación" de Moscú, fueron los únicos extranjeros. El resto de la lista es bien conocido.

Ridpath y su personal científico eran necesariamente el grupo técnico básico de la Comisión; los mejores pilotos del Ejército y de la Marina de los Estados Unidos constituyeron las primeras patrullas. No se precisaban todos los pilotos en activo. Se hizo la selección examinando sus expedientes personales, sus historias respectivas; investigando sus hábitos y sus procesos psíquicos, sus reacciones emocionales, a través de los métodos más eficaces en boga por expertos psicólogos.

Su aceptación definitiva para la Patrulla pro Paz Mundial dependía de dos entrevistas personales: una con Manning, otra con el Presidente.

El Coronel me dijo que confiaba más en el olfato intuitivo del Presidente que en todas las pruebas de asociación y reacción que pudiesen discurrir los científicos.

—Tiene el olfato de un sabueso —dijo—. En sus cuarenta años de política práctica ha visto cientos de impostores y todos trataban de interesarle en algo. Los percibe hasta en la oscuridad.

El plan de largo alcance incluía a los jóvenes de todas las razas, color y nacionalidad, especialmente educados y entrenados para guardar la paz del mundo.

A su país de origen no podría regresar ningún hombre durante el servicio. Constituirían voluntariamente una expatriada Organización, sin más deberes que para la Comisión Pro Paz, formados con un espíritu de Cuerpo cuidadosamente cultivado.

Existía la posibilidad de que el proyecto fuera factible. Si se le hubiesen concedido a Manning veinte años para trabajar sin interrupción en este sentido, el Plan Universal habría funcionado en beneficio de todos.

El compañero propuesto para la reelección de Presidente de los Estados Unidos era resultado de un compromiso político.

El candidato a la Vicepresidencia era un conocido aislacionista que se había opuesto a la Comisión de Paz Mundial desde el principio del proyecto; pero tenía que ser él, a menos de provocar la división del partido en una época en que la oposición era fuerte. El Presidente pudo ser reelegido, pero con un Congreso notablemente débil. Sólo la facultad del voto impidió por dos veces el rechazo del Acto de Paz. El Vicepresidente no hizo nada por ayudarle, aunque no encabezó ni secundó a los rebeldes. Manning revisaba sus planes febrilmente para completar un programa esencial que habría de entrar en vigor antes de finalizar el año 1952, ya que no se podía predecir el matiz de la nueva Constitución norteamericana.

Tanto él como yo, trabajamos con exceso y empezaba a darme cuenta de mi falta de salud. La causa no era difícil de diagnosticar. Padecía de un acumulado envenenamiento radiactivo. No era un cáncer bien definido que pudiera ser operado, sino un deterioro sistemático de funciones y tejidos. No había remedio ni alivio para ello, sino trabajo por hacer. Siempre he atribuido mi mal principalmente a la semana que pasé sentado sobre aquellos receptáculos de polvo diabólico antes del raid contra Berlín.

17 de febrero de 1951. - Perdí la rápida vista que se dio por televisión del accidente aéreo que mató al Presidente, porque yo estaba descansando en mi departamento. Manning me exigía reposo todas las tardes después del almuerzo, pues todavía seguía yo prestando servicio. Me enteré de ello por mi secretario, cuando volví a la oficina, e inmediatamente fui a ver al Coronel.

Hubo en esta entrevista el mismo dolor e igual desconsuelo que el día en que murió Estelle Karts. Manning levantó la vista:

—¡Hola, Anson! —me dijo lacónicamente.

Le puse la mano sobre el hombro, con familiaridad, pues yo quería mucho a mi Jefe.

—No lo tome usted así, mi Coronel...

Cuarenta y ocho horas más tarde llegó un mensaje del nuevo Presidente para que Manning se presentase a informarle. Fui a entregárselo. Era un parte oficial que yo mismo descifré. Lo leyó con fisonomía impasible, sin alterársele un solo músculo.

—¿Va usted a ir? —pregunté.

—¿Eh? Claro, cómo no iba a hacerlo.

Volví a la oficina a coger mi abrigo, sombrero, guantes y la cartera de mano.

El Coronel levantó los ojos cuando volví.

—¡No vale la pena, MacDonald! —me dijo.

Debí poner gesto de insistir, porque añadió:

—Usted no va, porque hay aquí trabajo que hacer. Aguarde un instante.

Se acercó a su caja fuerte, hizo girar los discos, la abrió y sacó un sobre cerrado que puso sobre el pupitre que nos separaba:

—Aquí tiene usted las instrucciones precisas. Ocúpese de ello.

Salió, mientras yo abría el sobre. Leí atentamente las órdenes y me dispuse a cumplimentarlas. El tiempo urgía.

El nuevo Presidente recibió al Comisario Manning de pie, en compañía de varios íntimos suyos y guardaespaldas. Manning reconoció entre ellos al Senador que había intentado que se utilizara la Patrulla para recobrar las propiedades americanas expropiadas en Sudamérica y en Rodesia, así como al Jefe de un Comité de Aviación con quien había tenido conferencias desagradables al intentar éste buscar un modus operandi para restablecer las líneas aéreas comerciales:

—Es usted rápido en cumplir las órdenes que recibe. ¿Cómo está, Coronel?

Manning se inclinó.

—Vale más que no andemos con rodeos —continuó el Presidente de los Estados Unidos—. He dispuesto algunos cambios de política interior. Le pido su dimisión.

—Siento tener que negársela, señor.

—¿Cómo? ¡Eso ya lo veremos! Por el momento, Coronel Manning, queda usted relevado del servicio activo en el Ejército.

—Señor Comisario Manning es mi título ahora y el cargo que ejerzo.

El flamante mandatario se encogió de hombros:

—Sea uno u otro, queda usted relevado de todos modos.

—Lamento no estar de acuerdo otra vez. Mi nombramiento es vitalicio.

—¡Basta ya! —fue la respuesta—. Estamos en los Estados Unidos de América. No puede haber autoridad más alta que la mía. Queda usted detenido.

Recuerdo a Manning mirándole fijamente por unos momentos y contestando después lentamente:

—Puede usted detenerme físicamente, lo admito; pero le aconsejo aguarde unos minutos.

Se acercó a la ventana e indicó al Presidente:

—Mire allá arriba...

Seis bombarderos de la Comisión de Paz patrullaban por encima del Capitolio:

—Ninguno de esos pilotos nació en América —añadió el Coronel pausadamente—. Si me arresta, ninguno de nosotros sobrevivirá al día en que estamos.

Enmudecieron y Manning salió con gesto altivo.

Fue el sabio y valeroso Coronel el indiscutible dictador del mundo, pero siempre en defensa de la paz.

Le odiaron poderosos enemigos en otro tiempo, pero él continuó su ruta impasible. Trató de perfeccionar por todos los medios a su alcance la Patrulla de la Paz Mundial, hacerla fiel a su destino y automáticamente perpetua. ¿Lo conseguiría?

La enfermedad cardíaca que padece Manning hace todavía más difícil la respuesta, ya que lo mismo puede vivir veinte años que morir mañana y no hay nadie capaz de ocupar su puesto, dado su saber del misterioso "Polvo del diablo" y sus vastos conocimientos de iniciado en los secretos de la investigación atómica, aunque algunos de éstos, por el camino de la ciencia, ya van siendo del dominio universal.

—Yo voy a morir pronto —dijo opacamente MacDonald—, pero no me gusta que nadie en el mundo posea un poder semejante, la facultad de vida o muerte sobre todos los seres creados por Dios y que alienten sobre la tierra, el mar y el aire. Y estoy seguro de que a Manning tampoco.

Al terminar Anson su relato, la luz del amanecer neoyorquino se filtraba ya por las amplias ventanas del Club de Inventores.

III - EL SUBLIME METAL

A la tarde siguiente volvieron a reunirse en el Club de Inventores nuestros amigos, los conocidos escritores de investigación nuclear y materias atómicas Clemente Soria, Anson MacDonald, Nat Schachner, David H. Keller, Malcolm Jameson, Q. Patrick y un grupo de admiradores que siempre acudía a oírlos en esta singular tertulia.

—Bueno —habló el eminente ingeniero español, después de haber escuchado anoche el maravilloso relato de nuestro amigo MacDonald—, ahora le toca a usted. Mr. Schachner, el amenizarnos con sus experiencias en torno a los nuevos metales.

—No es mucho lo que yo pueda decir sobre el tema —repuso modestamente el aludido—, ni abrigo la esperanza de que se me crea; pero de todas formas accedo gustoso a ello.

Se retreparon cómodamente en las butacas aquellos hombres, teniendo a su alcance las copas y las pitilleras, y empezó así Nat su narración:

—El crepúsculo tendió su manto protector aquel día sobre la rugiente vida de Nueva York. Por un instante, se produjo el silencio, tal y como lo tenía decretado la naturaleza. En seguida la gigantesca ciudad acentuó retadoramente la tensión de sus músculos, aceleró el precipitado ritmo de su existencia...

Pequeñas luces parpadeaban sobre las masas urbanas cuando el Abogado, el comisionista y el hombre de negocios sacudían sus ya cansadas energías para renovar su esfuerzo. Las calles, encañonadas entre edificios de enorme altura, se orlaban con largos collares publicitarios. Broadway se convertía así en un incandescente tablero con extrañas figuras mecánicas que pregonaban desde las fachadas las virtudes de toda clase de productos industriales, baratos y lujosos. Los gerentes de las compañías de electricidad contemplaban entonces los gastos, cada vez mayores, registrados en sus centrales de distribución y debían sentirse plenamente satisfechos del negocio.

Y lo estaban, ciertamente, excepto por una sola cosa: por la amenaza que suponía el edificio Coulting. Era algo singular, digno de ser inserto en una versión actual de "Las mil y una noches".

Sin embargo, tal construcción, no terminada aún, debiera haber alegrado el espíritu comercial de los directores y accionistas de las grandes empresas productoras de energía eléctrica. Tenía el edificio en cuestión una altura de ciento cincuenta pisos, dividido en innumerables oficinas y estancias comerciales; podía albergar más de cincuenta mil empleados y era relativamente fácil calcular el consumo de kilovatios hora anuales. Teniendo en cuenta lo rápidamente que oscurece en invierno, el número habitual de días nublados y lluviosos, la ambición de dinero que obliga a trabajar en las oficinas hasta bien entrada la noche, el porcentaje usual de patronos que tienen a sus bonitas mecanógrafas tecleando horas extraordinarias, la afición al póquer en los mismos despachos y todas esas cosas distraídas que se les disfrazan a las confiadas esposas con la peculiar explicación de "importantes reuniones de accionistas" y de Consejos de Administración, lo demás era cuestión de matemáticas.

Pero —y ahí estaba el busilis— en este caso las matemáticas sobraban. Excepto por el insignificante amperaje requerido para el funcionamiento de los ascensores, aspiradores, etcétera, nada importaba allí que la electricidad no se hubiese descubierto. Por ello fue precisamente por lo que el edificio Coulton causó tal sensación, lo mismo en el mundo práctico que en el científico. Los autobuses de turistas llegaban allí repletos de damas burguesas de Keokuk; de maestras de escuela, que no se atreverían a mostrar su excitación, procedentes de Walla Walla; de aburridos compradores de ropas hechas, llegados de Texas, y las inevitables parejas en viaje de luna de miel, que iban Dios sabe dónde, daban una vuelta especial por el lado sur del Parque Central hasta Coulton, y los guías, fatigados, aspiraban profundamente antes de llevarse el megáfono a los labios.

Una noche, el propio Thomas Coulton formaba la figura principal de un grupo congregado ante su ya universalmente famoso edificio. Re erguía sobre la insistente muchedumbre de periodistas, casi lo mismo que el edificio Coulton dominaba y empequeñecía a sus vecinos. Era un hombre grandote, de cuerpo y cabeza toscos, hablaba con voz fuerte, imbuido de los millones de dólares que figuraban en sus cuentas corrientes y en sus negocios, todo herencia de su padre.

En nada se parecía Coulton a la estampa habitual de un físico famoso —ya conocen ustedes el tipo: pálido, delgado, ascético, con ojos que arden al contacto de la llama científica—, ni tampoco a su ayudante, Harley Dean, que permanecía de pie entre el bullicioso y ávido grupo de reporteros con cuartillas y lapiceros en las manos.

Harley Dean hubiese podido pasar inadvertido entre los invitados jóvenes a una fiesta de sociedad; ciertamente, le sentarían bien el traje de franela y la raqueta de tenis en un partido de fin de semana en Long Island. Sin embargo, Dean era el verdadero descubridor del Evanio n° 93 en la escala de elementos. Fue también él quien lo mezcló con otros elementos conocidos para hacer posible el edificio Coulton.

No obstante, por cada persona que conociese el nombre de Harley Dean, había millares que sabían el de Thomas Coulton. Fueron sus laboratorios, espléndidamente equipados, y sus enormes recursos financieros los que dieron al sabio Dean la oportunidad de proseguir sus audaces experimentos. El colosal egoísmo de Coulton y su vanidad de ser conocido como hombre de ciencia, además de multimillonario, fue lo que le convirtieron ostensiblemente en Jefe del Laboratorio experimental, dando al mundo científico la impresión de que él, Thomas Coulton, era el único padre y descubridor del Evanio y sus aleaciones.

Mr. Harley Dean permanecía en la penumbra, sin importarle mucho. Tal ha sido, no pocas veces, el destino de los verdaderos genios, desde que los ricos se dedicaron a las Ciencias y a las Artes por presumir. Se sonreía irónicamente al escuchar las resonantes frases de Coulton, dictadas por Dean y que tanto lucían luego en las páginas de los grandes diarios y de las revistas especializadas; pero continuaba en su cotidiana labor con el mismo entusiasmo de siempre.

Empero, ahora no se sonreía. Estaba francamente preocupado. Vagos temores le asaltaban, presentimientos que se cernían más y más conforme pasaban los días y la tremenda empresa tocaba a su fin. No obstante, todo parecía marchar bien y no haber base alguna para su inquietud y preocupación, a no ser ese exceso de cautela del verdadero investigador científico, que siempre cree no poseer todavía datos suficientes que justifiquen la llegada a definitivas conclusiones.

Coulton se rió de los escrúpulos de Harley y activó sus planes sobre el maravilloso edificio, tan rápidamente como pudiesen hacerlo sus ingenieros y arquitectos.

Su optimismo era tan grande como su cuerpo; Dean era un trabajador incansable, siempre con la nariz metida en su labor; al paso que él, Coulton, tomaba decisiones instantáneas y pintaba su prisa con tremendas pinceladas sobre gigantescos planos.

—Lo que necesita, muchacho —le dijo a Dean con amistoso énfasis—, es visión de los negocios. Si señor, Visión con letras mayúsculas. Si le escuchase a usted, el mundo permanecería inmóvil. Deseche sus inocentes escrúpulos. Así jamás se haría nada. Pero, hombre, ¡si hemos ensayado y probado la maldita aleación durante más de un mes! ¿Qué más quiere usted?, ¿que dure un milenio? A no ser —añadió riendo— que posea usted acciones de cualquier Compañía de electricidad o del Trust del acero y sea eso lo que le pone nervioso. Yo sigo adelante. ¡Sin demora alguna!

El plural, al hablar de ensayos y pruebas, era puramente eufemístico. Todo lo que Coulton hacía era visitar el Laboratorio una hora o dos todos los días, eso si otros quehaceres se lo permitían, y en tan corto tiempo se las arreglaba para romper costosos aparatos, estropear importantes y delicados experimentos. En términos generales, ponía a prueba la paciencia de Harley Dean.

Esa tarde su voz se elevaba vanidosamente en el aire crepuscular.

Estaba en su elemento: hablar con ampulosas frases a los reporteros. Irritó con ello a Dean por primera vez. Su sentido del humor era insuficiente para aguantar a su Jefe esa noche. Quizá porque se sentía fatigado; o bien, porque la sombra del titánico edificio casi terminado ya llenaba sus sueños de pesadillas agoreras.

—¡Miradlo! —decíales Coulton a los periodistas con gesto grandilocuente—: es lo más hermoso que el mundo ha visto jamás. Las siete Maravillas condensadas en una... Y algunas más que los griegos no pudieron incluir en la cuenta. Los reporteros alargaban el cuello y alzaron los ojos. Era en verdad una vista fantástica. La gran estructura de evanio se elevaba rectamente mil quinientos pies en el espacio; sus suaves y relucientes flancos metálicos, llenos de gracia y de belleza, daban, sin embargo, una impresión de tremenda resistencia. Suponía aquello una innovación enteramente metálica. Mas el milagro que suscitaba entrecortadas exclamaciones de admiración, tanto por parte de los pueblerinos forasteros como entre los científicos curiosos, era la extraña luminiscencia de ese metal recién inventado. En aquel momento, el crepúsculo declinaba tornándose en tinieblas. Nueva York parecía un cepillo de desiguales y luminosas púas destacándose sobre un horizonte azulesco. El edificio Coulton no necesitaba luz ajena. Brillaba con fuego innato; irradiaba suavidad pura y blanca, fuerte como el sol del mediodía, aunque sin cegadores reflejos ni molestas refracciones. Lo mismo dentro que fuera del edificio, las paredes metálicas convertían en plena luz solar a las vencidas tinieblas nocturnas.

¡Un palacio de hadas que se eleva al espacio! El ruido de los martillos se filtraba hacia abajo desde los pisos últimos. Se daban los toques finales a la gigantesca estructura de un metal transparente hasta entonces desconocido. Faltaba una semana tan sólo para el primero de octubre, echa de la inauguración del portentoso edificio.

—Señores —seguía diciendo Coulton con su potente voz de millonario—, permítanme que les dé un consejo: vendan como puedan sus acciones eléctricas. La iluminación artificial ha quedado con mi sistema tan anticuada como las bujías y los quinqués de petróleo. Dentro de cinco años, todo nuevo edificio de los Estados Unidos, y aun del mundo entero, estará hecho de Coultonita.

—Acaso nos permita usted participar en sus negocios, Mr. Coulton —dijo riendo un periodista—, tengo un par de centenares de dólares que quisiera invertir provechosamente.

Coulton desplegó su amplia sonrisa y meneó la cabeza:

—Lo siento, muchachos, pero utilizo mis propios medios. Como sabéis —dijo con tono confidencial y humorístico—, yo también poseo algunos cochinos ahorrillos. —Y lanzó una sonora carcajada, riéndose de su propio ingenio. Los demás, contagiados, le hicieron coro.

—¿No le importa repetir la historia de su descubrimiento, Mr. Coulton? —preguntó un reportero de nariz larga y gan­chuda, prueba étnica de su origen hebreo.

—¡De ningún modo! ¡De ningún modo! —La voz del millo­nario se hizo importante—: Perseguía yo este invento desde hace algún tiempo. Me obsesionaba. Y luego, un día cual­quiera, después de meses y meses de penosa labor... ¡Eureka! ¡El éxito coronando mi esfuerzo y mis vigilias! —Miró a todos como un pavo real y continuó—: Ante nuestros excita­dos ojos, cuidadosamente encerrado en el vacío, había un ele­mento sólido, verde oscuro, escamoso. Un nuevo elemento: el número 93 de la escala científica, que jamás habían visto; o manejado los seres humanos. Una nueva creación, un tri­buto —tosió con falsa modestia— al trabajo persistente y con­tinuado, y si se me permite añadir, sin que parezca petulan­cia, a un ligero toque de...

—¡De genio! —completó alguien. Coulton se echó a reír:

—No iba a emplear exactamente esa palabra. De todos modos, apenas habíamos recreado nuestros ojos en la apari­ción milagrosa cuando se desvaneció. En su lugar quedó cierto gas. Ensayamos éste y hallamos que era uranio X. Una y otra vez preparamos con fórmulas adecuadas nuestro nuevo elemento; éste siempre desaparecía y resultaba el ura­nio X. Por lo tanto, le llamamos Evanion, porque era tan... Bueno, para que lo entiendan ustedes diremos que lo llama­mos Evanion porque es evanescente. Es apropiado, ¿verdad? Todos sonrieron admirando al gran inventor y le felici­taron.

Alguien le preguntó:

—¿Cuánto tiempo duró el Evanio antes de cambiar?

—Bueno... Veamos..., incidentalmente... ¡Mr. Dean! —gri­tó por encima de las cabezas de sus interlocutores—. ¿Re­cuerda usted por casualidad el número exacto de horas?

—Treinta y cinco y tres décimas de segundo —replicó Dean sin titubear desde fuera del corro.

El permanente fulgor del edificio hacía visible una sombra de amargura en los ojos del sabio, huella que quedó prontamente disimulada por Harley.

—Es mi auxiliar —explicó Coulton a los reporteros—. Un gran hombre para los detalles. Bueno, como les decía, era difícil hacerse con un elemento que, por decirlo así, no se detenía siquiera para que entablásemos amistad. Por lo tanto, hicimos experimentos. Ensayamos combinaciones con otros elementos más familiares; formamos aleaciones. Así fue como descubrimos la Coultonita. Es una aleación de Evanio con titanio y berilio, en proporciones determinadas y secretas por ahora. Perdonen la sinceridad con que les hablo; naturalmente, la fórmula debe continuar siendo nuestro secreto. Comprendan ustedes las razones que tengo para ello; no soy un romántico...

Los periodistas asintieron, haciendo con la cabeza gestos afirmativos. Coulton era un hombre de negocios, además de un gran físico. Y no se ocupaba de negocios por mera distracción.

—Sí, señor —prosiguió el millonario—. Sometí a pruebas esta extraña aleación durante más de un mes, antes de decidirme a construir el edificio Coulton. Respondió a todas las pruebas. Muchachos, pueden afirmar que no existe hoy nada comparable en todo el universo. Es el metal ideal, perfecto para cualquier uso que pueda concebirse, véanlo. Es más ligero que el aluminio; su fortaleza tensil es..., es de...

—Un millón doscientas treinta mil libras por pulgada cuadrada —dijo Dean—, sacándolo del atolladero.

—¡Exactamente! Es más duro que el diamante; sin embargo, extremadamente maleable, no es corrosivo; su punto de fusión es elevado y su módulo de elasticidad de Young es de..., vamos a ver...

—Setenta y cuatro millones —completó Harley fatigado del charlatán engreído.

Coulton se dio cuenta de ello y quiso terminar:

—Y ahí tienen ustedes, muchachos. ¡La Coultonita! ¡El mayor descubrimiento de todas las edades!

Los reporteros se marcharon a sus redacciones. Dean aguardó hasta que se fueron todos y entonces dijo:

—Mire usted, Mr. Coulton, no puedo quitarme de la cabeza la idea de que algo grave va a suceder. Estamos tratando con fuerzas desconocidas; con un elemento que no existía hasta que nosotros lo creamos. Más aún, con un elemento que se desvanece ante nuestros propios ojos. Debió usted haber aguardado hasta que se hubiesen hecho más pruebas con la aleación, hasta que nuestro invento estuviese sometido al paso del tiempo, hasta que...

La frente de Coulton se oscureció:

—¿Otra vez vuelve usted a sus absurdas teorías? —dijo colérico—. En nombre del cielo, ¡estoy ya cansado y harto de sus jeremiadas! Le pago con muy buen dinero para que trabaje para mí y no quiero oír quejas ni tonterías. La responsabilidad de lo que pueda suceder es mía. Tranquilícese.

Dean se puso encarnado. Sus labios se apretaron; su noble fisonomía se contrajo en rígidas líneas.

El millonario reconoció señales de tempestad en el rostro del sabio y recogió velas. Necesitaba a Dean. Sin él, toda la estructura de su pretendida eminencia científica se derrumbaría inmediatamente.

—Bueno —se apresuró a decir—. No quise decir nada ofensivo para usted. Pero, por amor del cielo, usted es mi amigo, usted trabajó muchísimo haciendo pruebas y experimentos antes de que yo me decidiese a levantar este edificio, ¿no es así?

—Desde luego; pero...

—La aleación respondió a todas las pruebas hechas y se mostró estable como una roca, ¿no es cierto? Conteste.

—Exactamente; mas...

—Entonces, ¿por qué preocuparse? Como quiera que sea, es ya demasiado tarde; de todos modos el edificio está levantado, acabado, a punto de ser inaugurado.

Dean reconocía en su fuero interno que sus temores no se basaban en nada concreto, que carecía tal vez de fundamento. No obstante, exclamó:

—Por lo menos, Mr. Coulton, haga usted una cosa: deje el edificio por un plazo de, digamos, seis meses. Para entonces, si todo sigue bien, sabremos que la aleación es sólida y estable. Entonces puede usted continuar con toda confianza el resto de sus planes.

Coulton le miró fijamente, después echó la cabeza hacia atrás y rugió:

—¡Vacío durante seis meses! —Su voz quedó entrecortada por la risa y hasta las lágrimas le resbalaron por las sonrosadas mejillas—. Esto es lo más original que he oído desde hace años: una inversión de diez millones de dólares, en dinero contante y sonante, que se consuma en impuestos e intereses sin producir nada, sólo porque el joven Harley Dean se siente demasiado cauto con respecto a un resultado científico. —Meneó la cabeza compasivamente—: Reconozco que puede usted ser un físico excelente, Dean; pero es un pésimo hombre de negocios. Este edificio mío es un éxito completo, y está alquilado desde el tejado a los sótanos, a rentas elevadísimas, a partir del primero de octubre. Y usted quiere que yo... Vamos... La risa volvió a contorsionarle la cara y el cuerpo entero.

Era verdad lo que el millonario afirmaba, todas las empresas del mundo querían alquilar el edificio Coulton. Los nombres de carrera: abogados, médicos, ingenieros, arquitectos, etcétera, las grandes corporaciones y los círculos sociales; lo mismo las empresas serias que los almacenes improvisados que trafican con dudosas mercancías, ambicionaban el cachet que habría de darles una dirección universalmente famosa. Pero los agentes encargados de alquilar el Coulton se frotaban las manos con júbilo, y como tenían donde escoger rechazaban de plano toda petición que no fuera avalada con la clasificación A en los anuarios comerciales de Dun y de Bradatreet. Aun así, la lista de aspirantes formaba colas interminables.

El primero de octubre comenzó el jaleo. Desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, los camiones de transporte formaban convoyes que dificultaban el tráfico ante las entradas especiales de los servicios. Los muebles relucientes y los nuevos equipos de oficina se iban volcando allí, en ininterrumpida corriente. Hubo que formar cordones policíacos urbanos para apartar a los curiosos.

La inauguración de la magnífica estructura estuvo rodeada de gran boato. Los ingenieros famosos se mezclaban allí con los banqueros y los elementos oficiales. El Gobernador del Estado y el Alcalde de Nueva York entraron del brazo y pronunciaron discursos de circunstancias, elogiando a Thomas Coulton, sus conocimientos, su ciencia, su iniciativa, su civismo, su amplitud de visión, su riqueza; alabaron a su padre y a su abuelo, hasta el punto que Harley Dean, metido entre un grupo de científicos poco importantes, casi sintió náuseas. Doctas corporaciones enviaron delegados y otorgaron medallas, las cámaras cinematográficas funcionaron continuamente y las cintas magnetofónicas recogieron todos los discursos allí pronunciados.

Solamente los representantes de las Compañías que suministran energía y los del trust del acero brillaron por su ausencia.

Pasó el primero de octubre, como deben pasar todos los días. Pasaron también los meses de octubre, noviembre y diciembre. Nada sucedió; es decir, nada que justificase las advertencias pesimistas de Dean.

El edificio Coulton fue un éxito aún mayor del que se había esperado. Los inquilinos se extasiaban con la luz clara y difusa que emanaba de las paredes. Jamás cambiaba; no tenía los inconvenientes usuales de fusibles quemados, bombillas fundidas, cables con exceso de cargas. Distribuida su luz, tan suave para la vista, por igual a través de las estancias y el metal plateado o mate se prestaba a lujosos y artísticos efectos decorativos.

Los negocios aumentaban y la prosperidad sonreía a los inquilinos. Ser ocupante del edificio Coulton era una marca de distinción, algo selecto que se destacaba de las empresas corrientes. Los clientes importantes y los parroquianos ricos iban a esas oficinas y comercios, primero para ver con sus propios ojos las tan ponderadas maravillas; pero al mismo tiempo hacían gran número de encargos y de pedidos, de transacciones y asuntos de todas clases, quedándose a comer en sus restaurantes y a divertirse en sus salas de espectáculos.

Todo el mundo se sentía feliz, pero Coulton más que nadie. De tan hinchado, flotaba en el aire; llevaba las medallas y condecoraciones, otorgadas por entidades científicas y gobiernos extranjeros, en su chaqueta de smoking. Soñaba y se veía ya como dictador financiero del mundo.

Porque a la luz del tremendo éxito que su primera aventura, cartas, mensajes telefónico?, cablegramas y radios le llovían, en ininterrumpida catarata, del mundo entero, pidiendo toneladas y más toneladas de la milagrosa Coultonita. El antaño poderoso trust del acero capituló y envió emisarios para buscar una fórmula de arreglo. Los Gobiernos europeos hicieron febriles pesquisas científicas. Hasta la lejana Mongolia y la remota Patagonia se hallaban representadas en el torrente de encargos, lo que suponía lo universal del triunfo.

Coulton perdió la cabeza. Vendió sus otras inversiones de capital; transfirió absolutamente todo lo que poseía —excepto el edificio, por supuesto— en dinero disponible. Inmensas fábricas surgieron como hongos sobre las planicies de Nueva Jersey; sus agentes se lanzaron por el mundo en busca de minas y arriendos, tratando de adquirir o contratar todos los depósitos conocidos de titanio y berilio. Dean siguió en la oscuridad, intranquilo, pesaroso, demacrado, discurriendo nuevos y más económicos medios para separar estos tesoros de sus inutilizables residuos. Afortunadamente, el evanio podía ser sintetizado y aislado, mediante un poderoso bombardeo de neutrones, del vulgarísimo azufre. Por suerte, sólo se requería una pequeña traza o porción del evanescente y nuevo elemento para manufacturar la aleación. Diez mil hombres trabajaban y percibían sueldos a las órdenes de Coulton.

—Bueno, joven pesimista —dijo jovialmente Coulton a Dean un día por centésima vez—, ¿qué tiene usted que decir ahora?

Era Navidad, y todo seguía perfectamente. La Sociedad "Empresas Coulton, Incorporadas", se había instalado magníficamente en el piso ciento cuarenta y nueve de la gigantesca torre del maravilloso metal.

La vista que se gozaba desde cada ventana era emocionante de veras, por su inigualable sublimidad y grandeza. Era ésta otra innovación que constituía por sí misma un rasgo genial. Fue idea de Dean, sugerida por el sabio y adoptada con su característico entusiasmo por el patrono, que se la apropió como todo lo demás.

Como sabemos, las ventanas tienen tres funciones. Llevar luz al interior de las habitaciones; permitir la entrada del aire y ofrecer vistas distraídas a las gentes que tienen tiempo para aburrirse.

De las tres, dos son fundamentales; la tercera, puramente estética. Pero el moderno "acondicionamento del aire" hace innecesarios los grandes espacios para permitir el paso de suficiente oxígeno respirable, y la Coultonita podía prescindir de toda iluminación exterior. Por lo tanto, sólo quedaba el uso estético incidental.

Los hombres de negocios, empero, son eminentemente prácticos. Adoran el arte y la belleza siempre que no mermen sus beneficios. Y la idea de dedicar grandes superficies tan sólo a que las mecanógrafas y los empleados pudiesen contemplar distraídamente el lejano océano, la plácida bahía, o los picos y agujas de Nueva York, era poco grata a un práctico hombre de negocios como Coulton.

Por lo tanto, las ventanas, en conjunto, parecían condenadas a desaparecer, hasta que Dean tuvo su inspiración. Abrir unas lumbreras pequeñas y redondas, como las de los trasatlánticos. Ocupaban poco espacio. En vez de vidrio ordinario, se pusieron en ellas cristales de aumento. Y al mirar, ¡el panorama parecía sobrenatural! Fue un buen tema de publicidad, no menos que una atracción más para los inquilinos y los visitantes, clientes posibles de toda clase de negocios.

Mas, volviendo a la pregunta de Coulton, Dean poco tenía que contestar. Al principio, había explicado sus puntos de vista, razonada y repetidamente; aunque sin resultado.

—Acaso tenga usted miedo de entrar conmigo en nuestras nuevas oficinas —dijo Coulton con sorna—. Si es así..., quédese.

Dean, que nada tenía de cobarde, supervisó el traslado de sus preciosos instrumentos de física y química al nido de águilas, en lo alto del edificio Coulton, que eligieron para laboratorio eventual.

Pasó Navidad y celebróse el Año Nuevo con las fiestas usuales. La gran estructura de evanio habíase convertido en un palacio comercial familiar a todos; su brillantez y siempre iluminado exterior no excitaba apenas ya la curiosidad de los neoyorquinos nativos. Nada parecía más estable, más perenne. Las fábricas de evanio llegaban al apogeo de su producción. La primera hornada de Coultonita, en lingotes, estaba preparada para su embarque. Dean se dedicó a otras investigaciones, se sumergió en ellas con ardor y deseos imprecisos de olvidar su inquietud. Sus temores habían disminuido; habían desaparecido prácticamente casi del todo.

La primera noticia de que algo podía no marchar bien procedió de un vigilante nocturno. Era obligación suya recorrer el edificio entero una vez cada noche, ver si había puertas abiertas, ladrones, inquilinos extraviados y, en general, para cuidar de que todo marchara normalmente. A eso de las diez de la mañana del 9 de enero entró el sereno con aire vergonzoso en el despacho particular del gran hombre, dando vueltas a su sombrero entre las manos. Había pasado ya con creces la hora de abandonar su servicio; pero era un escocés con gran noción de sus deberes y estimó que le incumbía informar directamente al jefe principal de lo observado. Dean se hallaba también en el despacho de Coulton, nervioso y excitado por la terminación de un importante trabajo y tratando de nacérselo comprender con vehementes palabras a su superior, que aunque presumía de sabio tenía malas entendederas.

—Buenos días, señor —dijo tímidamente el guardián de noche.

—Buenos los tenga usted. ¿Qué hay, buen hombre? —dijo Coulton interrumpiendo a su ayudante con cierto alivio. Gracias a esto había podido entrar el modesto empleado tan fácilmente en el sánela sanctórum directorial.

—Pues, pasa lo siguiente, Mr. Coulton —comenzó el vigilante—. Soy el guarda nocturno y hacía mi recorrido de inspección anoche, como de costumbre, en el piso 73; no, no debía de ser éste, porque recuerdo haber levantado la vista y vi sobre la pared una hermosa fotografía de un vapor construido en Clyde; de modo que debió de ser...

—Nada importa en qué piso estuviera usted —gruñó Coulton impaciente—. ¿Qué pasó tan importante que le hace a usted venir a mí en vez de dar cuenta al Jefe de Servicios?

—A eso voy —dijo el escocés con imperturbable gravedad—. Es muy difícil de explicar. Porque allí estaba yo, ocupado en mi tarea, examinando las puertas, todo muy quieto y tranquilo, cuando pasó... —Hizo una pausa y una llamita de miedo se asomó a sus claros y cándidos ojos.

—Bueno, acabe ya, por favor —exclamó con malhumorado ademán el millonario.

—El caso es, señor, que todo el edificio pareció experimentar una sacudida. Era algo muy raro. No se tambaleó, entiéndame, como cuando hay un terremoto, ni hizo mucho ruido. Pareció, más bien, como si todas las piezas del edificio se reajustasen, por decirlo así, como si cambiasen de postura. Era una sensación muy particular, diría yo, como si —buscó palabras adecuadas—, como si todo este extraño edificio se estirase o creciese. Esto es todo, Mr. Coulton. Recuerdo que cuando yo era un mozalbete...

—Mire, buen hombre. Usted bebió anoche, ¿no es eso?

El vigilante, indignado, se puso pálido.

—¡Señor! —protestó balbuciente—. No tiene derecho a ofenderme. Soy un hombre honrado. Nunca bebo alcohol, excepto..., acaso unas gotas de vez en vez, cuando es noche muy fría, para cumplir mejor mi deber.

—¡Está bien, está bien! Le perdono —Coulton quería tranquilizarse—. Bueno, ahora váyase a su casa a dormir. Y recuerde que si vuelve a beber durante las horas de servicio, ¡le ponemos de patitas en la calle! ¿Lo entiende usted?

—Sí, señor; pero es el caso que yo anoche no bebí... —El vigilante retrocedió asustado hasta la puerta, dio media vuelta y se fue tropezando escalera abajo, meneando la cabeza y hablando a media voz consigo mismo. El caso es que estas "gotitas"... no eran lo bastante para hacerle oír un ruido tan peculiar. ¿O lo eran?

Coulton lanzó un suspiro de satisfacción.

—Lo mejor para dar al traste con un rumor así, es cortarlo en su origen. ¿No le parece, Harley?

Pero Dean no había escuchado el diálogo. Durante todo el mismo se había ocupado en trazar números sobre el cuaderno que tenía delante. Estaba absorto en sus investigaciones. Continuó sin hacer caso a lo que le decía el patrón:

—Ahora, comprenda usted esto, Mr. Coulton. Moví la pantalla fluorescente a un ángulo de cuarenta y cinco grados e inserté otro imán...

El que no atendiera a lo que dijo el vigilante nocturno fue una lástima. Porque Dean era el único que, en esta fase del fenómeno, hubiese podido comprender toda la trascendencia del relato.

El fenómeno siguiente fue evidente para todos. Acaeció una semana después del observado por el sereno del edificio misterioso.

Dean se hallaba en el laboratorio, trabajando fuera de las horas habituales. Relucían ante él tubos catódicos, enormes imanes giraban sobre sus aros, fugaces destellos saltaban sobre la brillante superficie de una bola electrostática. Las paredes de Coultonita difundían sobre todo aquello su blanca y suave iluminación. La puesta del sol exterior habíale pasado inadvertida.

Harley gruñó algo, se pasó apresuradamente los dedos por los rebeldes cabellos y anotó unos guarismos en su librito de notas. No oyó entrar a Coulton. Y eso no era raro. Porque su entrada fue muy diferente de la manera ruidosa y segura de sí mismo que acostumbraba emplear.

El "gran hombre" permaneció silencioso por un momento. Después, tosió, con una tosecilla tímida. Algo muy diferente a su modo habitual.

Dean levantó la vista:

—¡Hola, Mr. Coulton! —dijo abstraídamente, sin más, y hubiese retornado a sus cálculos. Pero algo en la fisonomía de su jefe retuvo su atención. Estaba pálido y sus ojos dilatados se dirigían a las paredes del espacioso laboratorio, como si miraran sin ver.

—¿Qué pasa? —preguntó Dean.

Coulton se pasó por la frente su mano temblorosa.

—No sé —contestó—. Pero mire usted estas paredes.

Harley, sorprendido, miró en derredor suyo. Y en seguida lo vio. El efecto era tenue, casi imperceptible. Hubiese pasado inadvertido si Coulton no le hubiese dirigido específicamente su atención a ello.

La luminiscencia no era ya de un blanco puro, con ese levísimo matiz azulado que la hacía asemejarse tanto a la luz del exterior. Ahora temblaba un poco. Pequeñas y fugaces notas de color, se movían en veloz y agitada sucesión sobre las paredes de evanio. Se amalgamaban unas con otras; relucían y desaparecían; se desvanecían en el blanco puro y recomenzaban su incesante ir y venir.

¡Opalescencia! ¡Iridiscencia! ¡Como los aros de Nerotin sobre las tenues capas de petróleo! Era muy bello, sí, este refulgente cambio de colores armonizados..., pero era también algo inquietante y temible.

Coulton dijo:

—Es mucho más efectivo el fenómeno en las paredes exteriores. Todo el edificio es un juego de colores. Mire las gentes.

Dean avanzó como un autómata al ventanillo que estaba inclinado en un rincón, y que ponía bajo su ángulo visual el panorama callejero. Su cerebro galopaba tratando de comprender este repentino cambio de luz al espectro.

La poderosa lente reprodujo clara y fielmente las animadas calles al pie del edificio. Era ya más de medianoche, la Central Park debiera haber sido a aquellas horas una desierta masa oscura de árboles y de profundas sombras. Sin embargo, estaba llena de gentes, de rostros apenas discernibles que contemplaban atónitos la gran estructura de evanio. Broadway era como un movedizo reguero de hormigas, y lo mismo la Quinta Avenida, y la Lexington.

Dean giró rápidamente. El cambio de colores lo moteaba todo, con lentitud. No era suficiente, empero, para interferir la visión normal.

—¿Qué piensa usted de esto, Dean? —preguntó Coulton. Estaba atemorizado, mucho más de lo que quería confesar.

—Es difícil de decir —admitió Harley—. Su frente estaba surcada con profundas arrugas de concentración—. La iridiscencia normal es el resultado de un cambio en el ángulo del observador, de forma que el espesor de la película por la cual debe pasar la luz reflejo para llegar hasta él, cambie también. Pero esto no es aplicable aquí. En primer lugar, la luz no es refleja; es inherente al material. En segundo lugar, nosotros, como observadores, permanecemos estacionarios.

—¿Entonces, qué?

Dean no hizo caso de la interrupción:

—Deben de haber ocurrido algunos cambios inherentes en la constitución de la aleación. Si éste es el caso, la Coultonita no es estable.

Con implacable lógica continuó, mientras Coulton permanecía con la boca abierta, incapaz de hablar, por una vez:

—Si nuestra aleación se halla en un proceso de transformación, entonces este relativamente inofensivo juego de colores pudiera ser solamente el preludio de reajustes internos más profundos y trascendentes.

Por la imaginación de Coulton pasó fugazmente el extraño relato del vigilante nocturno. Había empleado esta misma palabra: ¡reajustes!

Harley miró extrañamente a las paredes:

—Pudieran terminar en efectos puramente innocuos, pero también pudieran...

Su voz se extinguió. Hubo un momento de silencio, mientras la cabeza de Coulton se despejaba gradualmente. El hombre de negocios no se disfrazaba ya de científico. Reunía fuerzas para lo que sabía iba a venir.

Dean respiró profundamente:

—Coulton —dijo con firmeza—, hay que evacuar el edificio... inmediatamente. Hasta que puedan estudiarse en detalle estos efectos, hasta que el transcurso de tiempo suficiente demuestre que no existe peligro.

El millonario rugió y mostró sus colmillos como un animal acorralado. Su rostro era una careta de furia.

—¡Basta de necedades, Dean! —gritó—. ¿Se ha vuelto usted loco? Sabe usted que el edificio Coulton está totalmente alquilado. La renta anual asciende a veinte millones de dólares. Los gastos de mantenimiento, a dieciséis. Me pide usted que pierda un beneficio líquido de cuatro millones de dólares; que pague de mi bolsillo todos los enormes gastos, sólo porque las paredes del edificio cambien algo de color, porque tiene usted miedo a... ¡el Cielo sabrá a qué!

Dean le miró con ojos extraviados:

—Sí —dijo con voz queda—. Precisamente porque tengo miedo a...¡el Cielo sabe qué!

Coulton apretó el puño:

—Olvida usted también —gritó— el efecto que causará en el mundo entero, en el gran alud de pedidos pendientes. ¿Cómo? El simple cierre del edificio, sea cual fuere el pretexto, traería inmediatamente un diluvio de anulaciones. Todo el dinero que poseo, todo lo que he podido reunir, pedir prestado o robar, está metido en esta empresa. ¡Me arruinaría, hombre, me arruinaría! Las fábricas se cerrarían, diez mil obreros quedarían en la calle, los bancos que me han adelantado tanto capital no podrían sobrevivir... ¿Y por qué? Porque usted, Harley Dean, sin saber tan siquiera lo que realmente significa este cambio de color, se erige en dictador de nuestras vidas y fortunas. Bueno, no va usted a decir ni a hacer nada. ¿Me oye? Le mataré si habla.

Sus palabras resonaban enérgicas en el vasto laboratorio. El aliento le subía tremante en profundas y estentóreas bocanadas. No había nada suave ni cordial en este millonario al verse a punto de perder su fortuna.

Dean no le tenía miedo. Nunca se lo había tenido. Su labor, su confortable salario, nada significaban. Tampoco los dólares y centavos empleados en el negocio. Pero varias cosas que Coulton dijera habían hecho vibrar sus cuerdas receptivas. La idea de diez mil hombres echados a la calle, el pensamiento de posibles bancos cerrados, con el consecuente desastre económico para millares de depositantes, le hicieron vacilar.

Después de todo, ¿en qué basaba sus pronósticos? En una mera iridiscencia, en un juego de colores. Lo que realmente constituía el éxito de la Coultonita era precisamente su resplandor.

La más mínima alteración en su estructura interna, el más ligero reajuste de moléculas y planos de cristalización, inducidos posiblemente por la vibración normal, podían explicar la cambiante iridiscencia. No suponía necesariamente nada contra la inherente estabilidad de la propia aleación.

No había prestado atención alguna al relato del sereno, y Coulton, enfrentado con la ruina inminente si hablaba, no creyó oportuno traerlo a colación. Si el sabio se hubiese enterado de la mutación nocturna... Pero, discutir posibilidades pasadas es un procedimiento totalmente inútil.

Dean dijo, vacilando:

—Hay algo de tremenda verdad en lo que dice usted, mister Coulton. Acaso yo esté equivocado en mis pronósticos pesimistas.

Su jefe parecía un reo criminal arrancado a la horca:

—Por supuesto, amigo Dean —dijo con alegre sonrisa—. Sabía que vería usted las cosas desde el punto de vista adecuado. Por ahora, acaso tengamos que estar un poco a la expectativa. Nada sucederá. Y si algo sucede que parezca peligroso, yo seré el primero en ceder. La vida humana es más importante que..., que... el dinero.

Las palabras se le atascaron inexplicablemente en la garganta:

—Habrá tiempo suficiente para obrar, no lo dude. De nada serviría obrar atolondrada y prematuramente.

Desgraciadamente, cuando sucedió lo inevitable no había ya tiempo de contenerlo. Pero, ¿cómo podía esperarse que un hombre de negocios lo supiese? Dean no acusó después a Coulton; mas, para sí mismo, no tenía excusa alguna.

Debía haberlo sabido; debiera haber insistido y tomado precauciones.

La nueva y singular iridiscencia significaba una fascinadora exhibición para los neoyorquinos. Una vez más, el edificio Coulton fue el blanco de las miradas de indígenas y forasteros. En verdad, el cambiante fulgor de colores, que abarcaban todo el espectro solar, variando desde el añil oscuro al más pálido amarillo, convertían los rectos muros, que parecían elevarse hasta las nubes, en una visión de maravillosa belleza. El mundo entero acudía a mirar y a quedarse boquiabierto, a exhalar gritos de admiración. No había la menor traza de alarma ni de duda en aquella visión maravillosa, propia de un cuento de hadas.

Tampoco se quejaban los inquilinos. El nacarado policromismo no parecía afectar a la contextura normal de la luz y formaba otra magnífica cambiante decorativa, de lo que antes había sido mera y regular iluminación.

Harley, sin embargo, a pesar de la sumisión expresada, estaba grave y pesaroso. Pasaba los días y las noches en su laboratorio, sin dormir apenas, casi sin comer, investigando el nuevo fenómeno, trabajando con secreta furia sobre ciertos misteriosos aparatos de endiablado y difícil manejo.

Coulton, exuberante como siempre, se mantuvo discretamente apartado del físico. Era un fanático extraño; su ayudante obraba y reflexionaba por él. Sin embargo, pensó en deshacerse de él lo más pronto posible; en cuanto se presentase una oportunidad.

El episodio siguiente del drama más terrible que han visto los siglos últimos ocurrió cinco días más tarde.

A plena luz diurna, en las horas cumbre de las actividades humanas, cuando el edificio estaba repleto de gente laboriosa. Cincuenta mil personas, hombres de gran posición, gerentes de empresa, abogados famosos, directores de cine, médicos ilustres, exportadores, corredores de bolsa, financieros, funcionarios, contables, mecanógrafas, subalternos, ascensoristas, limpiaventanas, mecánicos, agentes de negocios, curiosos, empleados de seguros, vendedores a comisión de cigarros o corbatas... En una palabra, una representación general de la vida norteamericana. Se observó primero una pequeña sacudida y leve trepidación. Todo el mundo interrumpió su labor, mirándose los unos a los otros con ojos interrogantes y ligeramente inquietos. ¿Un terremoto? ¡Imposible! Nueva York jamás había sufrido un temblor de tierra. En Los Ángeles, en Chile, en el Japón, la tierra podía temblar, pero no en la hospitalaria Nueva York.

La trepidación y la sacudida aumentaron. Las paredes sonaban con cristalino ruido. Anne Merryweather, guapa y eficiente secretaria del poderoso Alfred Whitcomb, presidente de Vitex Pictures, se quedó helada de espanto con el lápiz en el aire. Mr. Whitcomb, de colorado rostro y abundantes carnes, se encogió sorprendido en su sillón. En la mente de Anne flotó una imagen absurda, aunque de parecido semejante al fenómeno que contemplaba. La de un caleidoscopio de juguete, propiedad de su hermanito pequeño, en el cual los diversos fragmentos de coloreado vidrio caían, con un ruidito cristalino parecido, y formaban flamantes combinaciones, nuevos diseños.

El chasquido de cristales aumentó. Las paredes parecían hincharse y contraerse otra vez para recobrar luego su posición. Extraños y estremecedores gemidos emanaban del torturado metal, que parecía casi humano en sus terribles lamentos. El sonido de planos que rozaban otros planos, de angustiadas moléculas, que se extendía más allá de límites razonables, parecía un endiablado elemento que tratara de alumbrar, de dar a luz nuevas estructuras en la construcción del edificio.

El ruido fue en aumento, hasta convertirse en insoportable clamor. Raspaba y perforaba los oídos de los asustados inquilinos. Las paredes gemían con el viento creador de fuerzas desconocidas y casi sobrenaturales.

Los ruidos humanos se mezclaron a los del metal. Voces, gritos, llantos, toda esa gama de sonidos confusos que emiten hombres y mujeres cuando temen por su vida.

—¡El edificio se hunde! —exclamó un tal Morlón Swaley, y corrió hacia la puerta de su lujoso despacho. Un importantísimo contrato quedó olvidado sobre su pupitre de nogal circasiano. El hecho de que acababa de pescar su pez, de que la víctima posaba ya la pluma sobre el papel para firmar con su nombre y apellidos, nada importaba. La ventaja inicial de una fracción de segundo en la huida significaba vida y le quedaban otros peces que pescar. Hay que conocer la psicología del hombre de negocios norteamericano para comprender que algo tremendo pasaba.

Los pasillos estaban congestionados por una densa multitud que luchaba a brazo partido, tratando de abrirse paso hasta las puertas. Swaley, en virtud de su rápida huida, encabezaba la carrera hacia los ascensores. El inacostumbrado ejercicio le hacía respirar entrecortadamente. Sus facciones de hombre de presa estaban ahora contraídas por el miedo:

"¿Por qué habría tomado él oficinas en el piso noventa y seis?", pensaba en medio de aquella horrorosa pesadilla.

Oprimió el botón del ascensor con temblorosos dedos y bajó en él chillando y dando puntapiés, bajo la súbita acometida de gentes enloquecidas por el pánico.

La cosa terminó casi tan rápidamente como había empezado. Un instante después las paredes volvieron a recuperar su equilibrio. Luego reinó completo silencio. El metal, suave, pulido, inocente de expresión, relucía de nuevo con un brillo de tonos amarillentos.

Los gritos humanos se extinguieron. Las gentes casi enloquecidas miraron con húmedos ojos en derredor suyo; no vieron nada extraño. El pánico se les fue lentamente. Algunos que siempre se habían considerado como hombres serenos y de sangre fría, se sentían ahora un tanto humillados. No obstante, la gente continuaba oprimiendo los timbres de los ascensores. Pudieron haberse ahorrado este esfuerzo. Los ascensoristas habían escapado al primer síntoma de alarma. Poco importaba esto, ya que la corriente eléctrica había sido cortada por el fenómeno.

Fue Jimmy, un joven limpiabotas, detenido en el piso cincuenta y ocho, con el cajoncillo profesional muy agarrado en sus manos sucias, quien primero observó que el peligro arreciaba de nuevo:

—¡Eh! —chilló—. ¡Miren, miren ustedes eso!

La gente, llena de pavor, empezó a ver que las paredes de evanio habían empezado a derretirse, como si se convirtieran en goma blanda y resinosa antes de licuarse.

La aparente sólida Coultonita se ablandaba y caía sobre sí misma, cada vez más rápidamente, hasta convertirse en una poderosa corriente de brillante metal que cegaba al espectador con la velocidad de su carrera. Aquello parecía lava de un volcán en erupción. Sin embargo, era un fenómeno visual en parte, pues el edificio no perdía los contornos de sus líneas externas. Las paredes exteriores se mantenían en posición vertical y la aleación seguía siendo, al tacto, tan dura como de costumbre.

Elemento sólido-líquido, llamó luego Dean a este nuevo estado de transformación del evanio.

Para Harley, que estaba con la mano puesta sobre un conmutador que habría de enviar cincuenta mil voltios en arco entre los electrodos de un horno de reducción, los súbitos dolores de parto —llamémosle así— del edificio fueron entonces como una cegadora y deslumbrante revelación. Los afilados bordes del poderoso aparato se ponían en contacto; pero nada ocurría, como ya el físico había supuesto.

Saltó entonces apresuradamente al generador de fuerza supletorio, que había montado durante la última semana. No había Coultonita en su construcción. Enchufó la conexión con gesto veloz y seguro. Una explosión de chispas pasó del ánodo al cátodo. Gruñó con satisfacción. Pero mientras lo hacía, la vertiginosa corriente de moléculas incandescentes se debilitó, palideció y se tino de un débil color rojo. Alguna fuerza exterior combatía su poder neutralizando la rápida emisión de electrones.

Incluso para esto estaba Harley preparado. Respirando fuerte, se precipitó hacia otra máquina: un curioso aparato en forma de embudo, unido en su extremo inferior a un largo tubo de Coolidge, que a su vez conectaba con un barril recubierto de plomo. El conjunto del artefacto estaba montado sobre una mesa giratoria, en cuya periferia había gruesas barras de imán, expresamente envueltas en alambre de cobre. Ni una onza de Coultonita había entrado en su construcción.

Dean metió una palanca y susurró una oración a los dioses de la Ciencia. El ruido y el griterío eran ya ensordecedores; el arco del horno se debilitó, hasta formar una línea fina y vacilante.

El tubo de Coolidge mostraba un fulgor azul pálido, la mesa giratoria comenzó a rotar. El sabio, impotente, se clavó las uñas en las palmas de sus manos. Los segundos siguientes iban a determinar su destino y acaso la suerte de los numerosos ocupantes del edificio endiablado.

Lentamente, muy lentamente al principio, la mesa dio vueltas y más vueltas. La tenue línea que apenas podía sostenerse entre los electrodos, se tambaleaba, pero no disminuía. Las fuerzas opuestas, casi se habían neutralizado la una a la otra. No del todo, por supuesto. Esto hubiera sido un milagro. Una minúscula diferencia en uno u otro sentido habría de tener tremendas consecuencias.

Dean aguardó estoico, con rígida faz, la señal que significaba la vida o la muerte. Las paredes comenzaban su ablandamiento, extrañamente circunscrito. El físico lanzó un gemido. Eso era, pues, la segunda fase evolutiva. Preveía la tercera. Mas, la final, la fase decisiva de la que todo dependía, se hallaba aún en el seno de los dioses, desconocida, incognoscible.

¿Era su imaginación o aumentaba realmente la velocidad de la mesa giratoria? Alguien le gritó casi al oído. Él no se volvió. Una mano pesada y temblorosa le tiró de la manga, Dean se desprendió sin mirar con impaciente gesto.

No había ya duda. La plataforma giraba más y más rápidamente, el fulgor del tubo se coloreó de un azul más intenso y el arco poderoso empezó su agitado relampagueo.

Entonces, sólo entonces, volvió Harley la cabeza. Era Coulton; pero un Coulton fláccido y lívido. Toda su exuberancia, toda su vanidad, todo su agresivo empuje, le habían abandonado en aquellos trágicos momentos. Su fuerte y confiada voz de millonario no era más que un cascado bisbiseo. Sus mejillas estaban lívidas y sus ojos revelaban un terror de animal acorralado:

—¡Por amor del Cielo, Dean! —imploró roncamente—. ¿Qué pasa? ¿Qué significa esto? ¿Puede usted hacer algo?

Harley contempló a su jefe con repugnancia:

—He hecho todo lo que he podido. Nosotros dos estamos a salvo, por lo menos temporalmente. Pero, ¿y los otros, las cincuenta mil víctimas inocentes de su codicia y de su ligereza...? Intentaré por ellas hacer un milagro científico. Si las fuerzas que aquí intervienen no exceden a la imaginación humana, acaso pueda salvarles.

Coulton respiró profundamente. El color retornó a sus mejillas. Ni siquiera le ofendió el reproche de Dean. La única cosa que penetró en su caótico cerebro era el hecho de que se hallaba a salvo. Lo demás no importaba. Un egoísmo casi zoológico le invadía.

La neblina se condensaba en forma de concha plástica más allá de ellos. Brillaba, se teñía débilmente de azul; pero no ocultaba las paredes del laboratorio, impregnadas todavía de su loca fluidez.

La mesa giraba con mayor velocidad; palpables emanaciones brotaban del rotatorio embudo. Los imanes eran un confuso borrón a su borde. La concha plástica ensanchaba su radio, lenta, pero inequívocamente.

—¿Qué significa todo esto? —se aventuró a preguntar Coulton.

—Lo que temí desde el principio. ¿No lo recuerda? La Coultonita no es estable. El evanio que entra en su composición quedó únicamente disfrazado, no anulado. Ha estado actuando sigilosamente, en líneas desconocidas, desintegrándose, emitiendo corrientes de innumerables electrones, positrones, neutrones, fotones... y sólo Dios sabe qué más. Toda la aleación ha estado en constante fermentación, imperceptible aún para nuestros instrumentos más delicados. Entonces, súbitamente, cuando la "levadura" había desempeñado su función, ese metal sólido, estable, aparentemente perenne, cambió en una nueva entidad, merced a misteriosos y desconocidos elementos.

Harley se enjugó el sudor que perlaba su frente, antes de continuar:

—Esto ha sucedido ya dos veces. La primera fue una mera diferencia de coloración. La segunda, en la que ahora nos hallamos, no podría llamarse nueva forma de la materia. Un sólido-líquido. Aún habrá más; lo temo.

Se detuvo un momento, escuchando. Reinaba el silencio dentro de la capa exterior de vibraciones, roto solamente por el zumbido incesante de la mesa giratoria. Para Dean, el resto del edificio podía ser una inmensa tumba. Él no podía hacer nada más; había hecho todo lo humano y científicamente posible.

La envoltura de fuerza que había colocado en derredor suyo el físico apagaba eficazmente las ondas sonoras y no podía penetrarse en ella sin grave peligro. La única esperanza para los demás, incluso para ellos mismos, estribaba en la dudosa posibilidad de que tuviese potencia suficiente para vencer las fuerzas antagónicas inherentes a la Coultonita y que la envoltura protectora ampliase su radio, lo bastante para incluir al edificio entero.

—¿Hasta qué punto durará el proceso? —dijo Coulton casi a media voz.

Dean meneó la cabeza:

—No lo sé. Puede usted tomarme por loco; pero tengo la certeza de que la Coultonita ha sido dotada de una vida peculiar enteramente propia, suya; una vida metálica, si usted quiere.

Coulton se quedó boquiabierto:

—¿Qué? Desde luego usted desvaría.

—Esta es la única explicación. Después de todo, la vida no queda forzosamente limitada, por ninguna regla de lógica estricta, a lo que llamamos compuestos orgánicos. La vida puede definirse como una compleja estructura cualquiera, cuyos constituyentes químicos se hallan en estado de flujo constante y que obedece a ciertas leyes de permutación, crecimiento y vejez.

—El hecho de que nunca se haya asociado la vida con nada, a excepción de ciertos nitrocarbohidiatos. no es un obstáculo. El evanio es un elemento creado artificialmente; jamás existió en la tierra, al menos que sepamos Posee ciertas cualidades de vida: cambio, desintegración, emanaciones irradiantes. De hecho, pasó por sus transformaciones vitales con increíble velocidad. Advierta que lo que nosotros hicimos fue moderaría, hacerla más semejante a los lentos y ordenados procesos que conocemos Los otros elementos que entran en la aleación actúan también como alimento para los procesos nutricionales, al ser ingeridos y convertidos en nuevas combinaciones de crecimiento.

Dean escuchó nuevamente. Ningún ruido llegaba del exterior; nada más que un silencio sepulcral completo. El hueco de la vibración chocaba ahora con las paredes, y al hacerlo, se cortaba su liquidez y las paredes volvían a ser un metal rígido, suavísimo al tacto.

Coulton lo vio y exclamó gozosamente:

—¡Estamos salvados! Es usted un genio en Física.

Dean despreció el halago y dijo:

—Aún no La envoltura, dentro de la cual nos hallamos, es una corriente de lo que yo llamo triterones, triple hidrógeno con una inmensa carga positiva. Los imanes rotatorios curvan la corriente hasta formar con ella algo así como una esfera hueca. Los triterones, en contacto con el evanio, neutralizan sus cualidades desintegrantes, se combinan con él para formar uranio, estable y desprovisto de vida. Lo malo es que no creo disponer de energía suficiente para forzar la envoltura hacia el exterior, de forma que incluya en su protección el edificio entero.

Coulton estaba satisfecho. El, por lo menos, se salvaría. No es que dejara de lamentar sinceramente la muerte de los inquilinos acorralados en e! edificio que llevaba su nombre. Claro que lo deploraba. Se trataba simplemente de un equilibrio de fuerzas: su propia seguridad pesaba mucho más que la consideración a los demás. Con esa idea firme ya en su mente, recobró la confianza. Incluso ensayó una mala imitación de su antigua y estruendosa risa.

—¡La Coultonita viviente! ¡Qué fantasía, amigo Dean! Indudablemente es usted un poeta de la Ciencia.

Ordinariamente, Harley no hubiese contestado. Estaba harto de su jefe y más aún de su ilimitado egoísmo. Mas, si no hablaba, su imaginación estaría abrumada por la tensa angustia de la espera. Había que esperar y esperar a que la burbuja de fuerza nuclear fuese envolviendo lentamente otras vidas humanas. Por lo tanto, desvió su cerebro por serias consideraciones teóricas.

—¡Hay más que vida en eso! —dijo con iluminado—. ¡Evolución! La Coultonita pasa por un crecimiento racial, además del transcurso de su vida privada. Una vida calidoscópica, comprimida en un espacio corto, acelerando sus efectos. Aparecen bien limitados incluso los procesos evolutivos de los nitrocarbohidratos. Ese precursor estrépito representa una mutación, un repentino reajuste de moléculas y planos en una nueva y diferente forma. Acaso tengamos el privilegio de presenciar la fase final de la evolución metálica, antes de que conozcamos el grado máximo de la madurez humana.

—¡Mire! —prorrumpió Coulton con apagada voz, mientras su rostro tomaba el tono gris de la ceniza.

Se callaron ambos e invadió el laboratorio un silencio espectral.

El globo protector de triterones parecía inmóvil, sin expresión física. Su acción no había llegado aún a las paredes. Ya no se veía el extraño elemento sólido-líquido. En su lugar se formó lo que después hubo de llamar Dean el plasma sólido-gaseoso de la existencia metálica.

La pared parecía haberse desintegrado. Desbordaba movimiento la evolución de las partículas. Una mirada escudriñadora podía divisar intersticios, intuir espacios que se abrían y se cerraban con pasmosa movilidad. Todo esto limitado, lo mismo que antes, por los definidos límites de la pared exterior, dura y sólida al tacto.

Fuera del circunscrito refugio del piso ciento cuarenta y nueve, todo era locura e indescriptible confusión. Únicamente unos cuantos afortunados próximos al suelo habían podido escapar al primer estrépito de alarma. Casi inmediatamente, las emanaciones de la vitalizada Coultonita habían obstruido toda salida, toda abertura, con una invisible muralla de radiación, en la cual los esfuerzos humanos y las herramientas perforadoras rebotaban ante su elasticidad.

Dentro de los pisos del diabólico edificio, cincuenta mil seres aprisionados luchaban, rezaban, maldecían y chillaban, según sus cualidades morales. Prominentes ciudadanos se abrían paso despiadadamente a través de los cuerpos de vecinos más débiles, en locos e infructuosos ímpetus hacia una salvación imposible. Otros, anónimamente, realizaron prodigios de heroico sacrificio, confortando a los moribundos, protegiendo a los débiles contra la muchedumbre, tranquilizando a los asustados y envolviendo en mantas piadosamente a los muertos, ya que otra cosa no cabía hacer.

Afuera, Nueva York era un ruidoso manicomio. Resonaban las sirenas, silbaban los pitos policíacos, las bocinas retumbaban con ronco clamor. Todo aparato contra incendios del área metropolitana, todo camión de reparaciones urgentes, toda ambulancia, fue enviado a la escena del desastre. La policía acordonó varias manzanas de casas en derredor del dramático edificio. Era una precaución acertada. Se movilizó apresuradamente la Guardia Nacional. Las tropas estacionadas en Governor's Island llegaron pronto en camiones militares, cubiertas con cascos de acero, equipadas con fusiles y bayonetas caladas.

Todos los millones de gentes que pueblan Nueva York se agolpaban contra los cordones de seguridad constituidos por espesas líneas de policías y soldados. Central Park era un mar humano, en constante oleaje. Frenéticos gritos de terror brotaban elegiacos y perforaban el espacio a cada nuevo cambio de la agonizante estructura.

Había millones de seres en la enloquecida masa, gentes que tenían amigos, parientes y personas queridas en la terrible ratonera del edificio Coulton.

Porque era desde fuera, mucho mejor que a los experimentados ojos de Harley, desde donde se veía claramente la increíble y diabólica evolución, tal que un espectáculo grandioso y alucinante.

La fase sólido-gaseosa hacía de la enorme torre comercial un tenue y deletéreo fantasma algo así como un espectro de sí misma. Empero, las hachas de los bomberos se mellaban contra e! metal evánico, los arietes de asalto rebotaban inservibles a pesar de su potencia y enormes llamas de oxiacetileno, capaces de horadar murallas de acero, y no producían la menor impresión sobre las impenerables paredes. Los que intentaban rescatar a las víctimas de su cárcel transparente, continuaban trabajando frenéticos, fatigándose con toda clase de máquinas en inútiles esfuerzos. Emplearon incluso la dinamita. La tierra tembló, saltaron cascotes y piedras en geyser gigantesco, el estruendo de la mina se elevó y sobrepuso al ruido reinante; pero el maldito edificio quedó intacto.

Un alarido de espanto surgió repentinamente de la muchedumbre espectante. El gas parecía condensarse. Giraba y giraba sobre invisibles ejes, hasta parecer una nébula en espiral. Los protuberantes flancos del elemento en combustión se abrieron en llamas, con una brillantez tan fuerte que cegó de momento los ojos de los espectadores.

La multitud se echó hacia atrás enloquecida, en búsqueda de seguridad. La misma policía, igual que los sudorosos y serios bomberos, retrocedieron presa del pánico, con rigidez, pero el tremendo fulgor no despedía calor alguno. Era luz fría, el sueño de todos los ingenieros.

Las fases de mutación sobrevinieron rápidas y cambiantes, con tal celeridad, que durante años continuó una controversia entre los observadores científicos acerca de lo que realmente había ocurrido.

En lo que después ocurrió, todos se mostraron de acuerdo. De la gran estructura de evanio brotó un ruido lento y rasposo, semejante al sonido de dos metales al rozar entre sí. Luego se oyó un golpeteo como de címbalos de cobre. Este sonido extraño se agudizó, haciéndose más plañidero. Tenía la queja metálica un leve ritmo. Esta armonía infernal tomó un compás acentuado; sus tonos aumentaron en potencia, hasta que Nueva York entero pareció un diapasón de armonías misteriosas, como una gran caja de resonancias metálicas.

La músico macabra fluía en interminables compases, dominándolo todo, meciéndose en sobrenaturales melodías. Este ruido orquestal, de un dramatismo sin par, se oyó en Washington, en Boston y aun en Pittsburg. Era como una insospechada música sideral tocada por los espectros de las esferas, llena de peculiares efectos metálicos.

En torno de las fases últimas del metal transformable surgieron las mayores y más enconadas disputas. Algunos pretendían haber visto curiosas formas antropomorfas, no humanas, que flotaban como espectros a través de la transparente estructura del edificio; formas geométricas, de carácter angular, pero que daban a los espectadores una inequívoca expresión de vida.

Otros llegaron incluso a sostener que aquellas metálicas formas endiabladas parecían dotadas de sensaciones, pues al comienzo se elevaban triunfantes y jubilosas. Luego, cambiaron indefiniblemente; pareció que la duda había penetrado en ellas, dando paso con ello al miedo, al horror, a la desesperación máxima. La visión final fue un último movimiento, torturado, retorcido, y desaparecieron. Así acabó el desastre evánico.

Conviene advertir que, en cambio hubo muchos millares de personas, allí presentes también, que se mofaron de tales invenciones fantásticas. Nada vieron de tales formas infrahumanas, supuestamente vivientes. Los que tales mitos forjaban, decían los no visionarios, es que quisieron aprovecharse de un trágico acontecimiento para reforzar ciertas teorías absurdas, minando con ello los cimientos de la religión del Estado, del Orden, de la Ciencia y hasta del desinteresado amor maternal. Porque si esas pretendidas visiones fueran reales, probaban que existía la vida más allá de los conocimientos humanos; que había instinto en los metales, en los minerales, en cualquier piedra o pella de barro. Un camino estúpido hacia el panteísmo y el ateísmo de los sin Dios. La Fe y la Ciencia rechazaron de plano tales majaderías, propias de mentes enfermas o aterrorizadas.

En cuanto al desenlace, sin embargo, ambos bandos se hallaron de perfecto acuerdo. Cuando todos miraban, los gigantescos bloques y paredes del edificio Coulton se inflaron y un terrible grito colectivo de horror ancestral surgió de la asombrada multitud. Luego, quedó muda, absorta. Del edificio Coulton no quedaba nada, era como si no hubiese jamás existido. El gigantesco palacio comercial desapareció sin dejar rastro. Momentos antes la enorme construcción era un ascua de luz, de ciento cincuenta pisos de altura. Y ahora, minutos más tarde, no había nada y la antes oculta silueta de Nueva York por la titánica mole de Coultonita, volvía a destacar sus conocidos perfiles sobre el espacio.

El edificio Coulton se desvaneció sin dejar más huella que una gigantesca burbuja, la cual cayó verticalmente y se hundió sin ruido en la profunda excavación que se hiciera para cimentar el rascacielos, al construirlo.

Como un meteoro nuclear, una onda veloz pasó sobre la ciudad, convirtiéndose luego en deletérea tromba marina rumbo al océano, dispersando su carga de átomos libres: electrones, neutrones y demás sobre áreas inimaginables para los humanos.

Una vez pasada la primera indescriptible confusión, y cuando el asombro, que había paralizado a todos, les dejó moverse, los equipos de bomberos, la Cruz Roja y muchas cuadrillas de salvamento avanzaron cautelosamente hacia el gran hoyo que sirvió de base al edificio Coulton, esperando verlo surgir de nuevo, volviendo a su posición primitiva y a su transparente solidez. Mas no sucedió así.

Al fondo de la excavación distinguieron un tremendo montón de seres, una multitud compacta a cien pies bajo el nivel de la ciudad, un rebaño humano enloquecido que se agitaba y chillaba. Los bomberos y demás equipos lanzaron escalas y se pusieron a trabajar con la mayor rapidez.

Cerca de dos mil personas se salvaron. Entre ellas figuraban Coulton y Dean, muy maltrechos y sucios, pero sin heridas graves. El aparato de Harley se destrozó al caer el piso 149 a los sótanos. Sin embargo, como fue suave el descenso, había funcionado bien hasta el final, debilitando el ímpetu nuclear de la burbuja, frenándola, digámoslo así, con fuerza para salvar la vida de las gentes cautivas en ella.

El gran físico e investigador atómico Harley Dean, cuando todo se despejó y se conocieron a fondo los hechos, fue el héroe de la insondable catástrofe nuclear. Los periódicos del mundo entero reprodujeron su efigie; pero el sabio estaba abatido y desconsolado. Decía que su esfera de triterones protectores, producida por una complicada maquinaria de su invención, actuó con demasiada lentitud. En el momento final de la catástrofe sólo había conseguido defender y cobijar en su órbita a media docena de pisos. El resto, que arrastraba consigo unas 50.000 vidas humanas, se desvaneció misteriosamente, en un halo de partículas liberadas, en la corriente nuclear.

El edificio diabólico, su composición metálica, se transformó con excesiva rapidez, según explicaba el doctor Dean más tarde. Dijérase que su voluntad de vivir quedó pronto agotada ante la pujante energía del evanio activo. Su ciclo existencial o período de vida había sido comparable a millares de generaciones vitales en los nitrocarbohidratos. Pereció de senilidad, murió de acabamiento racial, igual que habrá de hundirse algún día la raza a fuerza de uso. En este caso de la Coultonita, la muerte significaba la dispersión y desintegración nuclear de sus poderosos componentes.

—Acaso —terminó Nat Schachner— sea éste el destino final de todas nuestras ambiciosas esperanzas científicas, de nuestros temores, de nuestros conocimientos y nuestras aspiraciones.

Caía la noche sobre Nueva York cuando nuestro amigo acabó su maravilloso relato en el Club de Inventores. Era el mismo que había publicado años antes, en 1935, en "Astounding Science Piction", una de las más prestigiosas publicaciones de la Era Atómica.

IV - LOS PESOS INGRÁVIDOS

A la noche siguiente ya estaban reunidos de nuevo nuestros amigos en el confortable hall del Club de Inventores de Nueva York, tras de haber saboreado durante la cena en común la buena calidad de la cocina de la casa. Fumaban y reían en franca camaradería, en tanto otros socios les saludaban con afecto, quedándose con ellos de tertulia o pasando a la biblioteca, que estaba inmediata.

De pronto, tras de haber echado una rápida ojeada a los periódicos del día, habló Clemente Soria, que, como buen español, era el más simpático y animado de los reunidos:

—Bueno, esta noche le toca a usted, amigo Jameson, amenizarnos la velada. Es usted un gran publicista científico, hombre de fantasía poderosa a la vez, y no puede negarse a ello. Comprendo perfectamente que las revistas especializadas le paguen bien sus colaboraciones y que las grande? editoriales del género se disputen su firma. Sea generoso con nosotros y narre gratis por una vez, y sin que sirva de precedente.

Malcolm Jameson, rubicundo y tranquilo sonreía y titubeaba ante la amable locuacidad de su amigo, el ingeniero español, quien insistió:

—Ande, no se haga rogar, que mañana salgo para el Canadá, pues he de residir en Montreal algunos meses, y quiero llevarme un buen recuerdo suyo.

Los demás asintieron y el interpelado dijo:

—Verdaderamente sería descortés por mi parte negarme a lo que gentilmente se me pide por Mr. Soria; pero, después de los magníficos relatos de nuestros camaradas Anson MacDonald y Nat Schachner, temo mucho el que queden decepcionados con el mío.

—Nosotros estamos seguros de lo contrario, ya que conocemos bien al ilustre colaborador de "Astounding Science Fiction", replicó David H. Keller, autor de una célebre narración titulada "La guerra de la hiedra".

—Bueno, puesto que ustedes quieren que hable a toda costa, no me culpen luego del hastío que pueda causarles. Empiezo. El protagonista de mi historia, del capítulo que me toca llenar en estas agradables veladas de nuestro Club, era vecino mío y por eso pude seguir de cerca la mayor parte de los episodios.

Efectivamente, cuando se vive junto al domicilio de un joven aficionado a los inventos se pueden esperar cosas extraordinarias en cualquier momento. Cuando el aire soplaba en dirección a mi casa, me llegaban de los corrales y cobertizos de los Nickleim los peores hedores químicos y ya me había habituado al ruido infernal de las más extrañas explosiones. Tampoco hacía caso, a fuerza de repetirse la escena, cuando veía salir a Elmer, hijo de aquellos endiablados vecinos, con las cejas y el pelo chamuscados, incluso con las manos envueltas en vendajes.

Elmer era un chaval que empezó devorando cuentos y novelas científicas. Rara vez salía de su casa cuando muchacho sin llevar en su mano algún libro del género que dio fama a Julio Verne y daba crédito a cuanto con fe entusiasmada leía. Era fuerte y soñador, hábil para los quehaceres mecánicos a que su padre se dedicaba y todo hacía suponer en él al futuro hombre de provecho, tipo a la vez práctico y fantasista que se da con frecuencia en los Estados Unidos.

Teniendo tal afición a las ciencias y a los libros, lógico hubiera sido anticipar que sobresaldría también en el colegio; pero no resultó así. En seguida se dio cuenta que no podía seguir él por las rutas trazadas para el nivel común de los escolares. Un profesor de Física tuvo que expulsarlo por no sé qué loco experimento llevado a cabo en las aulas con el material explosivo del Instituto. Elmer mezcló varios productos de la manera menos científica, y los fuegos artificiales resultantes fueron demasiado espectaculares.

Pero la prohibición de asistir a las clases no amilanó a Elmer. Montó un laboratorio propio en el cobertizo de su casa, comprando todo lo que necesitaba en los almacenes de drogas, empleando en ello sus ahorros.

Algunos creían que el muchacho iba a ser algo en el futuro; pero la mayoría opinaba sencillamente que estaba chiflado. Yo pertenecía al grupo de los primeros y le ayudaba con pequeños préstamos. Pocos de sus inventos dieron resultado en el transcurso de los años; pero logró vender un dispositivo utilizable en televisión a una poderosa fábrica. En cierto modo, aunque consiguió algún dinero con ello, fue deplorable que lo vendiese. La Compañía compró la patente por una cantidad fija global y pagó a tocateja; mas luego, por razones de conveniencia, suprimió el invento, lo que irritó a Elmer. Esta experiencia le inspiró un violento prejuicio contra todas las grandes empresas fabriles, y contra toda la estructura legal referente a las patentes. El muchacho juró que en adelante guardaría el secreto de sus descubrimientos.

Aproximadamente por aquellas fechas murió su padre y parecía lógico que Elmer, al tener que ayudar a su familia, como hijo mayor de la misma, pondría fin a sus científicos escarceos. De la noche a la mañana se hizo un joven normal y apenas se le veía en el misterioso cobertizo. Sus ocupaciones lo retenían en la villa, continuando un modesto negocio de transportes que había heredado de su padre. Su camión era una vieja "chocolatera" ruidosa, de escasa potencia; pero Elmer, buen mecánico, se daba maña para que su "cacharro" no dejara de rodar. No sólo funcionaba, sino que, con asombro de todos, ganaba dinero en una época de gran competencia, cuando la gasolina costaba cara y era difícil de obtener. Comencé a creer, cuando me lo dijeron, que había presenciado el fin de un inventor y que estaba asistiendo al nacimiento de un prominente hombre de negocios. Fue el mismo Elmer quien dio al traste con esta figuración mía.

Cierta mañana detuvo su camioneta junto a la verja de mi jardín y avanzó hasta la casa. Me saludó, cordial, y sacando del bolsillo un rollo de billetes de Banco, separó dos de veinte dólares.

—Tome y muchas gracias —me dijo—. Me vinieron muy bien cuando me los prestó; pero ya voy arreglándome.

—Me alegro mucho —contesté—. Pero no corría prisa que me los devolvieras. Me agrada saber que te van bien las cosas como transportista. Acaso no sea tan distinguido como alcanzar reputación de inventor y científico; pero, al menos, harás fortuna.

Me dirigió una mirada especial y se sonrió de mi error:

—¿Conque me cree un vulgar transportista, eh? —dijo—. Se engaña, como todos. No llevo cosas de una parte a otra por divertirme, ni tampoco por ganar dinero. Esto es incidental. Lo que hago es comprobar, y a usted puedo decírselo en secreto, una teoría que se me ha ocurrido.

—Gracias, Elmer, por hacerme tu confidente. Seré discreto como siempre. ¿Qué es lo que se te ha ocurrido?

Me había expuesto muchas de sus teorías, posibles e imposibles. La mayoría fracasaban. El muchacho tenía un punto de vista muy original con respecto a los misterios de la naturaleza.

—Se refiere a la fuerza de la gravedad. He descubierto lo que es, ¡figúrese! Conseguí más que nadie desde Newton. Es realmente una cosa muy sencilla, como sucede siempre con los grandes inventos, una vez descubierto su secreto.

—Sí —contesté—: eso es lo que dice Einstein, aunque no terminó su fórmula universal. De modo que te has adelantado —agregué un tanto incrédulo.

—Así es. Desde hace tres meses mi camioneta funciona impulsada por la fuerza de la gravedad.

Aquello me parecía absurdo. La carretera de la región en que vivíamos era montañosa y permitía recorrer muchos trayectos cuesta abajo. Pero un vehículo no podía subir cuesta arriba sin tracción. Elmer me miraba con triunfal semblante y comprendí que deseaba hacerme partícipe de su magno descubrimiento. Sin embargo, como era tan desconfiado, no quise preguntarle abiertamente.

—He descubierto algo grande Mr. Jameson —me dijo, confidencial—. Tan grande, que no sé qué hacer con mi hallazgo. Quisiera dárselo a conocer a alguien, pero...

—Pero ¿qué?

—¡Qué sé yo! No me importa que se rían de mí, aunque me gustaría mantener el secreto por algún tiempo. Si los demás transportistas averiguasen cómo hago lo que hago, podrían reunirse en contra mía, destrozarme la camioneta y arruinar mis medios de vida, por el momento. Por otra parte, nadie sabe lo que otros pudiesen hacer con mi idea si fueran dueños de ella antes de que la teoría esté enteramente estudiada, de una manera científica.

—Sé guardar un secreto, puedo jurártelo.

—Lo sé —respondió—. Venga conmigo y le mostraré mi descubrimiento.

Subí con él al camión. Pisó la puesta en marcha y el motor arrancó al fin; aunque temí que nos despedazara a los dos a fuerza de sacudidas, antes de decidirse a funcionar. A continuación, avanzamos camino abajo, en constante vaivén, metiendo un ruido infernal.

—Y la gravedad, ¿cuándo interviene? —le pregunté.

—No la utilizo en la población —me contestó—. Podrían notar algo.

Continuamos nuestra marcha hasta el despacho central de expediciones al por mayor de una compañía petrolera. Había estado lloviendo intermitentemente toda la semana y el barro abundaba; pero Elmer evitó con cuidado los charcos profundos y llegamos sin tropiezo hasta la plataforma de carga. Fue allí donde experimenté la primera sorpresa. Un par de fornidos mozos comenzaron a echar carga en el viejo vehículo y cuando terminaron, hubiese apostado hasta el último dólar a que la camioneta de Elmer no podría llevarla ni a dos millas. Llevaba seis grandes barriles de grasa, que pesaban cuatrocientas libras cada uno; media docena de cubas de petróleo y algunas mercancías empaquetadas. El camión crujía fatigadamente y cuando pusieron encima el último bulto, sus muelles estaban aplastados hasta lo inverosímil. Ya era bastante llevar tal exceso de carga: pero lo peor es que iba consignada al establecimiento de Peavi, en Breedville. Había que recorrer cuarenta millas de distancia por una carretera tan mala como la peor que pudiera encontrarse en toda América.

—No podrás subir la Colina del Venado con este peso, —le advertí a Elmer—; pero él hizo una mueca y se metió en el bolsillo la remesa de facturas. El agente de la compañía petrolera también se quedó mirando con expresión de duda y de asombro. Había utilizado los servicios de Elmer muchas veces, y siempre le parecía aquello un milagro. El buen hombre desconfiaba de sus propios ojos.

Entretanto, Elmer puso en marcha el coche y retrocedimos para salir del patio. Hicimos mucho ruido y hubo fallos del motor; pero pronto rodábamos hacia las afueras de la población.

Un poco más allá de la última casa, la carretera de Breedville dobla de pronto por la derecha hacia un bosquecillo de árboles tupidos y Elmer se detuvo en un lugar discreto, junto a un montículo de piedra contiguo al camino. Paró el motor y sacó de su caja de herramientas una especie de cable.

—Lo primero —dijo—, es aligerar la carga.

Enganchó un extremo del cable en un barril de grasa y el otro extremo lo llevó hasta la desnuda roca, sujetándolo allí. Este cable misterioso terminaba en unas ventosas de caucho. Parecía estar hecho de cuerda vegetal trenzada con alambres de cobre entremezclados, por una punta se achataba y ensanchaba como el capuchón de una cobra. En esta parte llevaba una pequeña esfera y unos botones eléctricos. Elmer ajustó la esfera y oprimió un botoncito. Inmediatamente se oyó un chasquido al moverse el chasis de la camioneta y observé que ésta se había elevado un poco.

—Ahora levante ese barril —me dijo Elmer sonriendo.

Así lo hice. De no haber tenido otro a mis espaldas, me hubiese caído hacia atrás. Había cogido el borde superior del tonel y dado un tirón, sin soñar que pudiese mover cuatrocientas libras de pesada grasa. Pero la cuba obedeció a mi esfuerzo con la mayor facilidad, como si fuera una caja de cartón vacía.

—Lo que constituye el peso —explicó Elmer—, son los gravitones. Toda materia molecular los contiene, en mayor o menor grado. Hasta ahora nadie supo cómo extraerlos. El peso sólo podía manipularse moviendo la materia misma. Yo, simplemente, chupo la mayor parte de esos gravitones y los meto en la roca. En donde no estorban. Esto es fácil, porque existe una pendiente gravítica en esa dirección.

Como explicación científica, distaba mucho de ser satisfactoria. Mas ahí estaba el barril, con su tara claramente marcada, y ahora casi ingrávido. El peso había salido de él tan fácilmente como una descarga eléctrica. Elmer pasaba el cable de un fardo a otro y conforme los iba tocando, la plataforma del camión se elevaba gradualmente. Cuando terminó su faena, estaba tan alta sobre las ballestas como si no soportase carga alguna.

—Utilizaré el último de estos barriles como acumulador de energía —dijo el inventor recogiendo el cable y apartándolo—. En seguida, vi que establecía conexión entre este cable y otro que había debajo del volante, pasando hasta la cubierta del motor. Levantó ésta y me mostró un aparato acoplado sobre el eje, con el árbol de rotación. Era una pieza en forma de cebolla metálica y tenía dos conductos o hilos. Uno era la conexión con el barril motriz y el otro un trozo de cable que colgaba hasta el suelo, haciendo contacto con el firme especial de la carretera.

—Llamo a esto mi Kineticisador —dijo Elmer—. Es realmente un motor de gravedad. Funciona a base del mismo principio físico que una turbina hidráulica, excepto que no requiere la presencia del agua. El cable superior posee mayor resistencia gravítica que el que empleo para extraer el peso. Alimenta lentamente una corriente de gravitones que pasa a las aspas superiores de un rotador de acero. Adquieren peso y comienzan a descender, ejerciendo presión lateral. Al fondo de la camioneta la corriente llega al cable que roza el asfalto y los gravitones se esfuman en el piso de la carretera. Cuatrocientas libras de peso que caen desde una altura de cuatro pies dan cierta cantidad de fuerza de energía motriz, especialmente cuando se aprovecha entera. ¿Comprende?

¿Lo comprendía yo? No lo sé; creo que no. De todos modos, Elmer dejó caer el capó de un golpe y ambos trepamos a la cabina. Esta vez arrancamos con celeridad. La fuerza motriz era suave, constante y silenciosa, sin hallar resistencia: como el vehículo se había aligerado de peso, saltaba ahora como una liebre. El motor de gasolina permanecía ocioso. El único ruido procedía del cascabeleo de las aletas y de la corriente del aire. Breedville parecía estar ya más a nuestro alcance.

Una vez que llegamos a una gran recta de la carretera, Elmer comenzó a ilustrarme acerca de los elementos gravíticos.

—Fue el estudio de Enrenhaft sobre los elementos magnéticos lo que me indujo a pensar en esto. Como quiera que él se ocupó ya con éxito de la magnetalisis, no me molesté en estudiar esa rama técnica. Lo que me interesó más fue el lógico parentesco, de una parte, existente entre los fenómenos eléctricos y magnéticos en general; de otra, la fuerte correlación de los campos magnéticos y el hierro, y el magnetismo relativamente débil en otras sustancias.

Continué escuchándolo mientras avanzábamos. La teoría de Elmer sobre los gravíticos era muy compleja, y en algunos puntos, verdaderamente arbitraria. Sin embargo, en conjunto, sus ideas científicas, un tanto embarulladas, mostraban cierta consistencia y armonía. Además, yo caminaba sobre una corriente de gravitones lo cual era la mejor demostración de que estaba en lo cierto. Según los puntos de mira de Elmer, en un principio existía el caos y toda materia fue altamente magnética. Aquello plasmó en nébulas, y luego en astros. De allí las terribles presiones y las variables temperaturas exteriores, basándolas al exterior en forma de radiante energía. Las tensiones atómicas emiten enormes cantidades de luz y calor, grandes chorros invisibles de magnetones y electrones. Al final de todo el proceso evolucionador, sólo queda un residuo: las frías e inertes rocas de los cuerpos planetarios. A excepción de los metales férricos, ninguno de estos residuos retiene más que un débil fragmento de su fuerza magnética original. Aunque la piedra, el graruto y la roca poseen cierta potencia de atracción. Como la Tierra es una concentración de esta clase, suscitó los cálculos y estudios de Newton, debido a su forma geológica de manzana.

Partiendo de este concepto, Elmer habló largamente de ello y de los átomos que componían el universo. La masa, afirmaba, en lo que concierne a lo que nosotros llamamos peso, es simplemente un asunto de coeficiente gravitónico, puesto que un gravitón es la unidad más baja, un aspecto más del átomo. No lo dude. Es el núcleo de un magnetón lo único que queda después de habérsele despojado de sus cáscaras externas. El gravitón es absolutamente inerte y hasta ahora estaba encerrado en los átomos de la sustancia original a que pertenecía. Si se logra separarles, su ausencia no priva a la sustancia madre de nada, a excepción del peso. Restando entonces la pura esencia gravítica, la energía potencial se puede transformar en Kinética con un mínimo de pérdida. Esto era lo que mi avispado vecino hacía.

—Encontrar un conductor adecuado fue lo que me costó más trabajo —me confesó el muchacho— y no le diré todavía cuál es. Tan pronto como lo hallé, construí este motor. Ya ve usted mismo lo bien que funciona.

Efectivamente, podía comprobarlo. Subimos la Cuesta del Venado velozmente, como en volandas, gracias a la silenciosa propulsión y a la ingravidez de la carga. Pensé entonces en los macizos montañosos que nos servían de telón de fondo, inmóviles en su grandeza, con millones y millones de toneladas de encerrada potencia, que sólo aguardaban la mano científica para ser liberada y convertida en energía fabulosa. Imaginaba centenares de centrales kineticizadoras en derredor de sus vertientes graníticas, emitiendo energía utilizable y gratuita. Lo que no se me ocurrió fue pensar en lo que sucedería cuando esas montañas quedasen eventualmente despojadas de peso. Pero —me decía a mí mismo—. "¿Cómo quedarían afectadas las demás propiedades de los materiales con la alteración del peso natural?" Debió oírme Elmer y dijo:

—¡Oh, no mucho! Los relativos pesos del duretiminio, acero y plomo nada tienen que ver con su energía tensil. Eliminé casi todo el peso de una probeta de mercurio e hice la prueba. Comprobé científicamente que se hacía mucho más viscoso el mercurio cuando era ligero, característica que usualmente queda contrarrestada por su pesadez normal. Por lo demás, era el mismo elemento. Tengo en mi taller un yunque que pesa menos que un globito infantil. Si no estuviera sujeto con abrazaderas de hierro el bloque de cemento en que se apoya, se elevaría y daría contra las vigas del techo; sin embargo, puedo martillar con fuerza sobre el mismo.

Estábamos ya cerca de Breedville y comenzó a llover de nuevo. Elmer bajó las cortinillas protectoras y le pregunté cómo reaccionaría Mr. Peavy al recibir barriles de grasa tan ligeros y faltos de peso.

—Ya me ocuparé de esto antes de que lleguemos —dijo el joven inventor sonriendo, al verme tan intrigado.

Averigüé lo que quiso decir al hacer alto, bajo un puente ferroviario, a una milla escasa del establecimiento de Peavy. Saltó del vehículo y sacó nuevamente su cable. Esta vez lo sujetó a uno de los gruesos pilares de cemento y acero que sostenían la armazón del viaducto. Uno por uno, fue recargando los barriles con peso muerto extraído del puente.

La carrocería gimió de nuevo bajo la carga excesiva.

—Es difícil medir bien los barriles, devolverles su peso con exactitud. Tengo que perfeccionar este detalle. En el último viaje que hice, Peavy chilló como un condenado porque la mercancía pesaba poco. Esta vez va bien servido. No se quejará por recibir más libras de las que paga; ya verá lo contento que se pondrá el muy bribón.

Queda relatado el ciclo prodigioso de los transportes del negocio de Elmer Nickleim. No era extraño que sus gastos de gasolina y neumáticos fueran inferiores a los de sus colegas en el oficio, ni el que pudiera lanzarse a los más largos viajes con una carga excesiva. Todo se limitaba a reducir la carga acero, utilizando parte de ella como propulsión y a reponerla nuevamente al término del trayecto.

Llegamos por fin al almacén de Peavy utilizando el carrasposo motor de gasolina. Nadie notó allí la menor cosa anormal cuando nos detuvimos y descargamos. Peavy puso buen cuidado en pasar a la báscula cada barril y cada caja, pero no hizo comentario alguno cuando comprobó que su peso excedía al marcado. Probablemente calcularía que era una compensación a la deficiencia observada en la expedición anterior, sobre lo cual la compañía abastecedora se había mostrado reacia en un principio. Recogió algunos envases y comenzamos nuestro recorrido de vuelta.

La lluvia arreciaba y cuando llegamos al puente ferroviario había grandes charcos en el camino. Elmer se detuvo el tiempo suficiente para extraer algunos centenares de libras más y meterlas en una de las cubas vacías, al objeto de utilizarla como fuerza de propulsión en el trayecto de vuelta. Me dijo que aquél era el mejor sitio de por allí para obtener rápidamente el peso necesario.

Arrancamos; mas apenas habíamos avanzado un centenar de yardas, cuando oímos un ruido enorme a nuestras espaldas; a continuación, el resonante choque de piedras y metal al romperse. La tierra se estremeció y una oleada de agua sucia voló por los aires.

—¿Qué diablos sucede? —exclamó Elmer, frenando la camioneta y deteniéndose.

Lo que pasaba a nuestras espaldas no era nada grato: la pilastra de cemento que acabábamos de dejar se había inclinado desde sus cimientos hasta chocar contra el pilar gemelo. Lo que había sido relleno de tierra y grava detrás del puente, era ahora una masa informe de barro.

Empapado el muro por varios días de lluvia, con el exceso de la humedad, ese relleno actuó como el agua en una presa y cedió la línea de menor resistencia. La ahora casi ingrávida pared de contención había cedido, al estar falta de su peso físico. Los dos grandes y negros refuerzos de acero que la sostuvieran estaban rotos.

—¡Dios Santo! —exclamó Elmer al contemplar semejante espectáculo—. ¿Cree usted que yo tengo la culpa de esto? —me preguntó.

—Temo que sí —hube de responderle. Acaso el cemento armado no necesite peso para tener fortaleza; pero sí lo necesita para servir de muro de contención.

Bueno, el daño estaba hecho y Elmer algo asustado. Iba a pasar pronto un tren y había que hacer algo. Nos dirigimos a la granja más próxima y desde allí avisamos a la estación que había un desprendimiento de tierras. Después, regresamos a casa. Elmer estaba muy preocupado.

Los días siguientes fueron de observación. Los ingenieros ferroviarios y los técnicos de la comisión de Obras Públicas nombrada al efecto estudiaban el fallo del muro de contención, sin dar con las causas. El pilar volcado estaba intacto. No se percibía en él ni una sola grieta; sólo unos cuantos desconchados hechos al caer, pues el choque violento hizo saltar los ángulos salientes. Los peritos cortaron trozos de la obra derrumbada y los mandaron a buenos laboratorios de ingeniería para comprobar su resistencia. Repasaron minuciosamente los libros y la documentación legal de la empresa que construyó el puente. El muro se había hecho de acuerdo con las especificaciones dadas por los ingenieros y fue debidamente inspeccionado al tiempo de inaugurarse. Los fragmentos de prueba sujetos a tensiones y presiones y resistencias reaccionaron normalmente; poseían exactamente la fortaleza tensil y de compresión que debían tener. La mezcla era adecuada; los ingredientes constructivos irreprochables. ¡Lo único raro que hallaron fue que el material examinado tenía el mismo peso que un volumen igual de madera corriente!

Sesudos trabajos comenzaron a publicarse en las revistas de ingeniería sobre la pérdida de peso en los cementos viejos, la extraordinaria deterioración observada en un pilar de cemento y cosas por el estilo. Durante toda esta singular controversia, Elmer no dijo esta boca es mía, ni yo tampoco. Mantuve silencio por diversas razones, y entre ellas por el hecho de que había dado palabra de no divulgar el invento.

Además, porque temía que cualquier cosa que yo dijese en tal sentido resultaría demasiado extraña y ridícula para poder ser creída.

La huella de este incidente permaneció en la oscuridad.

La misma excursión que me había permitido conocer el secreto fue la causa de. que no siguiera el proceso técnico y las explicaciones dadas. Cogí un catarro en el viaje y no tardó en convertirse en pulmonía. La enfermedad se complicó y hube de permanecer en la cama de un hospital durante meses. Cuando salí del sanatorio y pude reanudar mi vida normal, supe que mi vecino se había marchado, sin duda en busca de más amplios horizontes.

Es lástima que la infortunada experiencia de Elmer, el incidente de su primitiva invención, le alejasen de los acostumbrados cauces científicos, pues sigo creyendo que lo que sucedió después, fue porque cayó el invento en manos de gentes poco escrupulosas. Hasta mucho más tarde del hundimiento del cruce ferroviario, nada supe de Elmer ni de su trascendental hallazgo. Luego, pequeñas noticias sueltas me indicaron, que, si bien se guardaba su secreto, alguien lo seguía explotando tal vez porque su descubridor carecía de imaginación suficiente para dedicarlo a mejores utilizaciones.

Me llamó la atención, por ejemplo, el enorme éxito económico obtenido por los Transportes Trans-Americanos. No dejaba de ser significativo para mí que la estación de salida, al mediodía, de su línea principal estuviera instalada en el fondo de una abandonada cantera de piedra y que su terminal del Pacífico acabara en un profundo desfiladero. Adiviné de dónde procedía la fuerza motriz empleada por esta poderosa empresa de transportes por carretera, especialmente cuando un agente vendedor de gasolina me dijo que no le compraban a nadie más que contados litros de combustible. No pudo comprobar tampoco de dónde procedía el que utilizaran. También pude observar que la Compañía de referencia andaba continuamente metida en reclamaciones judiciales, originadas siempre por discrepancias en el peso de las mercancías transportadas. De ahí deduje que Elmer no había resuelto aún el problema de medir y graduar bien sus inyecciones de gravedad succionada.

Había otros indicios que revelaban en los Trans-Americanos la oculta intervención de mi vecino. Los ingenieros de Caminos descubrieron que, a lo largo de ciertas rutas, que eran las seguidas preferentemente por los camiones de dicha Compañía de Transportes, al cabo de algún tiempo, incluso los caminos apisonados, apenas necesitaban ligazón. Se comprobó que la capa de estas rutas era increíblemente pesada, de una materia hecha como polvo de plomo; por lo tanto la superficie no se levantaba y ni dispersaba con el tráfico. Pasado el tiempo, se ponía tan dura y compacta como el piso de un taller metalúrgico, en donde los fragmentos de hierro van cubriendo el suelo.

También surgieron en la prensa incidentes chuscos. Alguien debió robar trozos del misterioso conductor de gravitones, pues se comentó alegremente el relato de un policía, al que se supuso demente o embriagado además de embustero, que persiguió a un hombre que huía ¡con un gran cofre de hierro a la espalda! El ladrón escapó y, por lo tanto, el secreto de Elmer quedó relativamente seguro por algún tiempo. Luego salió a la luz pública lo que se llamó el timo de las patatas. Les diré cómo fue: un chofer que había estado al servicio de los Transportes Trans-Americanos, sabiendo que las patatas se vendían al peso, vio su oportunidad. Robó un trozo del cable mágico de Elmer y se dedicó al negocio patatero. Al principio, fue discreto. Las patatas que pasaban por sus manos tenían sobra de peso, pero el exceso no era muy grande. Los que tenían a su cargo el suministro de colegios, hoteles, hospitales, cuarteles, sanatorios y otras grandes instituciones, fueron los primeros en notarlo, alarmados. ¿Por qué aquel exceso de gasto? Empezaron a indagar y la codicia acabó con el ex chofer-comerciante. No contento con el sobrepeso inicial de un diez o un veinte por ciento, inyectó más y más a su mercancía. Las amas de casa y las cocineras, incluso, comenzaron a quejarse de que las patatas mayores exigían gran esfuerzo para manejarlas.

Un día en que los inspectores de Mercados y Abastos irrumpieron en el almacén del patatero en cuestión, se descubrió la trampa. Hallaron allí un chorro constante de patatas sobre cierta correa transmisora acanalada que pasaba junto a un receptáculo lleno de chatarra férrica. Conforme pasaba cada tubérculo por determinado punto, lo rozaba un poco de lana mineral, hecho lo cual el tirante transmisor derramaba las patatas por el suelo. Desde allí las transportaba al departamento de embalaje a unos aparatos convenientemente dispuestos.

El curioso proceso del patatero tropezó con mil dificultades legales. Sobraban precedentes para castigar las deficiencias de peso, pero ninguno referente al exceso de peso añadido con artificio. Los químicos trataron de probar, una vez que comprendieron el empleo de los gravitones móviles. que la introducción de gravitones férricos en un producto alimenticio constituía determinada adulteración perjudicial para la salud de personas y de animales. Fracasaron. La composición de las patatas no había sufrido ninguna alteración. Es decir, igual que ocurre con el hierro temporalmente magnetizado. Finalmente, se sobreseyó la causa, con gran disgusto de los inspectores de Mercados, por no haber una legislación adecuada al caso.

Con tal motivo surgió un chaparrón de leyes castigando la alteración de los pesos naturales. Lo inevitable. Estado tras Estado de Norteamérica las puso en vigor y la Comisión de Comercio Interestatal abrió una investigación especial de los transportes Trans-Americanos, basándose en las declaraciones hechas por el tramposo comerciante y antiguo conductor de dicha compañía. Lo grave fue el hundimiento de arrecifes en el terminal oeste de la Compañía. La succión geológica de peso se convirtió en delito federal, fraude castigado con severas sanciones en todos los Estados de la Unión norteamericana. El arrecife se desintegró, se derrumbó primero y luego, ante la admiración de las gentes, se elevó por los aires como si fuera un dirigible. Lo dijo la prensa, pero nadie se lo creía.

El hecho tuvo lugar una tarde, después que llegó allí un pesado convoy. Había que reponer miles de toneladas de peso, y las unidades de energía propulsora de los camiones que llegaban aún recargaron más peso adicional. El ya bastante aligerado montículo entregó sus últimas toneladas, porque llevaba mucho tiempo sirviendo de generosa nodriza. La piedra, estratificada en capas sueltas, carecía de cuerpo; de modo tal que, con estruendo que pudo rivalizar con el del cerco de Stalingrado en la última guerra, cayó y se deshizo, hacia arriba, en una nube de polvo de volantes fragmentos. Estos pequeños trozos, aunque eran de piedra, no pesaban casi nada, se elevaron como globos y pronto fueron dispersados por el viento.

Desgraciadamente, el desfiladero de referencia no está muy lejos de una de las más frecuentadas rutas aéreas del país. Horas después, los pilotos daban cuenta a sus bases de haber visto lo que ellos llamaban cuerpos inertes extrañísimos que flotaban por las elevadas capas del aire. Alguno encontró algo a su paso, apenas del tamaño de un puño, y como el avión volaba a gran velocidad, al chocar se quedó con una ala deshecha. Esa misma noche, dos aeroplanos del servicio regular estratosférico oficial capotaron, acribillados ambos por ingrávidas piedrecillas. Pues si bien esos residuos pétreos eran más ligeros que el aire, conservaban todavía cierto peso residual y su fuerza tensil intacta.

Intervino el Congreso. Se anuló la licencia de circulación para los transportes Trans-Americanos, confiscando su material. A Elmer se le prohibió que tomara parte en esta clase de negocio. En los Estados Unidos no había sitio para su invento.

Así debió de acabar la llamada Teoría de Gravíticos y sus desdichadas aplicaciones. Mas no fue así. No lo fue porque Elmer y sus socios habían probado la ambición de los beneficios seguros y fáciles y no querían renunciar voluntariamente a ellos. Según se rumoreó por entonces, más que el inventor fueron sus poco escrupulosos asociados los que llevaron la parte financiera del negocio, relegando a Elmer con amenazas a un laboratorio científico y técnico para que buscase otros medios de utilizar su Kineticizador. Como quiera que fuese, la fase siguiente del invento estuvo varios años en incubación. Durante algún tiempo, los gravitones cesaron de ser noticia, no hablándose de ellos más que en algunos círculos científicos, en donde todavía se suscitaban con­troversias en uno u otro sentido. La gente comenzaba a ol­vidar el tema de los gravitones cuando Caribbean Power apareció en las columnas de los periódicos.

Tan extraña empresa inició sus operaciones en una dimi­nuta isla del Caribe llamada Cayo del Cangrejo. Se trataba de un islote de arena coralífera sin valor, frecuentemente barrido por los huracanes antillanos, que había quedado sin mencionar en el Tratado que firmaron los Estados Unidos y España a la terminación de la guerra de 1898. Continuaba por lo tanto siendo territorio español nominalmente, hasta que el Sindicato Gravitónico lo compró al Gobierno de Ma­drid por unos cuantos millones en oro. Entonces se constituyó allí la llamada Mancomunidad del Cangrejo como Estado in­dependiente, regido por sus propias leyes a todos los efectos.

Contaban ya en la flamante republiquita con una valiosa adición en su caja de trucos mágicos. Era el tercer gran invento de Elmer. Un transmisor de energía eléctrica radia­da por haces. Pronto hicieron contratos con importantes in­dustrias de las vecinas naciones de América para la venta de ilimitada potencia emisora, a precios y tarifas sin competen­cia posible. Al principio, las grandes potencias marítimas pro­testaron, sospechando de lo que se trataba y temiendo va­gamente los incalculables efectos que pudiera tener aquello sobre la navegación si se le robaba al mar parte de su peso. La tempestad de alarma se calmó cuando la Mancomunidad dijo formalmente que para nada tocarían el agua del mar. Comprometiéronse a no extraer energía más que del poten­cial isleño que poseían en sus aguas jurisdiccionales. Por tanto, el mundo se tranquilizó y olvidó sus temores. Ocurrie­se lo que ocurriese, en Cayo del Cangrejo existía la posibi­lidad de hallar fuerza barata y abundante para las indus­trias; y en el peor de los casos, un islote de coral más o me­nos poco importaba al mundo. Aunque sus arenas llegaran a flotar por el espacio, como había sucedido en el famoso desfiladero de la costa del Pacífico, pocos daños podía cau­sar, ya que el islote antillano estaba bastante alejado de las rutas aéreas más utilizadas.

Esperanzas prematuras. No contaron con el ingenio de los gangsters que dirigían el negocio. En seguida construyeron grandes grúas sobre el Cayo y las perforadoras comenzaron a profundizar el suelo. Cuando los pozos alcanzaron ocho millas de profundidad, las torretas de transmisión estaban ya construidas y dispuestas. Entonces se produjo una corriente inmensa de energía eléctrica y aparentemente inagotable. Baterías de dínamos Kineticizadoras comenzaron a funcionar, suspendidas por cables en las profundas entrañas del planeta, convirtiendo así el peso superior en kilowatios, los cuales se enviaban a la superficie por medio de alambres de cobre. Allí se convertían en ondas de energía radiadas, las cuales se enviaban a los clientes y compañías abonadas. Era una energía limpia y regular. La industria, agradecida, prosperó mucho en esos años.

Hasta qué profundidad hizo penetrar el Sindicato Gravitónico sus perforadoras, nadie llegó a saberlo. Ni tampoco cuántos millones de toneladas de peso terrestre fueron convertidas en energía eléctrica y transmitidas a las fábricas del mundo. Al cabo de cierto tiempo el audaz proyecto revolucionó la economía mundial. Con energía tan barata como el aire, los depósitos carboníferos perdieron casi todo su valor, y a los de petróleo les sucedió otro tanto. En el apogeo de tal plétora de fuerza gravítica, ciudades como Nueva York llegaron a instalar unidades térmicas al aire libre, para que sus ciudadanos, aun en las épocas de más intenso frío, pudieran pasearse por las calles sin llevar abrigo alguno. No había necesidad de economizar o conservar energía. La vieja Tierra Firme tenía gravitones de sobra para toda una eternidad.

El comienzo del saldo de cuentas llegó con el desastre de Nueva Nassau. Un fuerte terremoto arrasó la ciudad y una tromba marina dejó en ruinas las poblaciones costeras de Florida. Cuando cesaron los temblores de tierra, el Imperio Británico descubrió que le habían añadido otra isla casi continental a sus dominios. El banco coralífero de las Bahamas se elevó sobre el agua, estabilizándose a una altura de diez a cincuenta pies sobre el nivel del mar en toda su extensión. Pero este aparente beneficio llevaba anejo un inconveniente. El lecho marítimo del estrecho de Florida había subido también y la comente del golfo disminuyó proporcionalmente. Los europeos comenzaron a preocuparse por los efectos que todo esto producía en el clima del Viejo Continente. Eminentes geólogos explicaron que ello se debía al ajuste isostático. Afirmaron que si la banda de la "Caribbean Power" continuaba robando a la región su peso natural, no habría nada que pudiese sujetarla en su base. Las masas geográficas adyacentes se precipitarían a llenar el vacío, al paso que las vetas internas, inquietas y semifluidas, ascenderían. No tardaría en llegar el momento en que se levantarían montañas rivales del Everest y del Himalaya en el lugar mismo donde había estado el archipiélago de las Bahamas; cuando llegase ese día, las otras islas de su alrededor y las más próximas áreas continentales serían meros bancos de arena en un mar cada vez menos profundo. Por lo tanto la República del Cangrejo debía desaparecer. Era un asunto que decidiría el Tribunal de las Naciones Unidas.

—Bueno —terminó Malcolm Jameson—, ésta es la historia del Kineticizador de Elmer Nickleim, tal y como yo la conozco. Me pregunto aún si estaría mi antiguo vecino con los de su cuadrilla el día en que los bombarderos de la O.N.U. se presentaron y borraron del mapa a la "Caribbean Power". Si estaba todavía allí, me figuro que lo harían prisionero, pues la pandilla con que se había asociado últimamente eran gangsters y gentuza tan audaz como codiciosa. O tal vez fueran todos con la metralla atómica al fondo del océano, perdiéndose así los secretos de su diabólico invento.

Los contertulios del Club de Inventores le felicitaron por su prodigioso relato al terminar y luego, puestos ya en pie para marcharse a descansar, levantaron sus copas en honor de Mr. Clemente Soria, el eminente colega español que marchaba en viaje científico por una temporada a las nevadas selvas del Canadá.

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