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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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miércoles, 7 de abril de 2010

LA NUBE DE LA VIDA


LA NUBE DE LA VIDA

Alfonso Álvarez VIllar

Cuando Pedro se abotonó la camisa notó una cierta dificultad al hacerlo. Una y otra vez sus manos tuvieron que repetir los movimientos precisos para que los botones quedasen fijados en sus ojales. Las bocas muertas de la camisa parecían escupir el nácar. Luego tuvo que rehacer dos o tres veces el nudo de la corbata. Las mismas dificultades le ofrecieron las demás prendas de vestir.

Ya en la barbería, la navaja del barbero le hizo dos o tres cortes en el cuello, y Juan observó cómo los demás clientes de aquella mañana se quejaban de la impericia de los oficiales.

Puso en marcha su coche y tardó más de media hora en arrancar. Comprobó las bujías, el carburador, pero todo se hallaba intacto. Luego, al irse a lavar las manos para ir a firmar en la oficina, la pluma le falló lamentablemente, y tuvo que requerir un bolígrafo, que, a duras penas, comenzó a estampar su firma. Además, las máquinas de escribir tecleaban despacio, y las mecanógrafas se quejaban de que alguien había estropeado deliberadamente los mecanismos. Por lo demás, más de una vez se quedaron sin comunicación telefónica, y, lo que es más curioso, los auriculares sólo transmitían a veces nada más que simples gruñidos.

Hacia mediodía, todo pareció normalizarse, pero la gente comenzaba a hablar con una mezcla de ansiedad y de euforia sobre los acontecimientos de aquella mañana misteriosa.

Porque aquellos acontecimientos extraños se habían producido en toda la ciudad. Luego, más adelante, se llegó a la conclusión de que no se limitaban al perímetro de la capital, sino que se extendían a toda la nación, en una especie de ola concéntrica. Vale decir: los hechos habían aparecido primero en la capital del país, y luego, a intervalos regulares, se habían presentado en las restantes ciudades y pueblos, tanto más tardíamente cuanto más se hallaban alejados del epicentro original.

A última hora de la tarde, los periódicos empezaron a recoger las noticias. Ya no se trataba de un rumor, sino de un estado de cosas reconocido por el propio gobierno, que atribuía los fenómenos a extrañas perturbaciones de origen cósmico. Se informaba además a la opinión pública de que un grupo de investigadores estaban estudiando el problema, y de que procedentes de otros países comenzaban a llegar hombres de ciencia especializados en Astronomía y en Física. Se recomendaba a los ciudadanos que continuaran sus quehaceres profesionales o íntimos, puesto que, como lo demostraba la secuencia de aquellos fenómenos, se trataba de algo pasajero que había tenido una repercusión ínfima en la economía del país.

Las noticias que recogían la prensa, la radio y la televisión eran extraordinariamente variadas y ofrecían perspectivas curiosísimas. Abundaban, por ejemplo, las detenciones de los ascensores en sus trayectos de subida y de bajada. Algunos de ellos habían dado lugar a situaciones verdaderamente cómicas: como en el caso de aquella pareja de novios, que comentaba con hilaridad cierto periódico popular; ella le había propinado una sonora bofetada al muchacho, creyendo que se trataba de una maniobra poco honesta.

Algunos trenes se habían detenido también, pero en cambio el tráfico aéreo había continuado con normalidad. Por lo demás, no se había producido ningún accidente. Es más, se habían evitado algunos. Por ejemplo, un atracador había intentado asesinar al cobrador de una importante factoría, pero la navaja se había encasquillado en sus cachas y el delincuente había sido capturado por la policía. En varias ocasiones, automóviles que iban a excesiva velocidad por la carretera se habían visto frenados por una extraña fuerza ajena a sus respectivos conductores, lo que les había evitado una colisión segura con vehículos invisibles al otro lado de una rasante o que circulaban en dirección transversal. Pero en el aspecto de la dinámica de la circulación se habían producido innumerables atascamientos en todas las vías céntricas de las ciudades. Y muchos de los trenes habían llegado a su destino con un retraso considerable, más considerable aún de lo que era ya habitual en aquel país.

A la mañana siguiente no ocurrió nada que pudiese ser calificado de anormal. En la oficina de Pedro, las máquinas de escribir volvieron a funcionar con rapidez, y en cuanto a los bolígrafos y estilográficas siguieron esquiando sin tropiezos sobre la blanca pista de las cuartillas. Por eso, aquella misma tarde Pedro se reunió con su amigo Juan en una cafetería que ellos frecuentaban con asiduidad. Pero la conversación de los contertulios de aquel establecimiento seguía girando en torno al mismo tema: los acontecimientos del día anterior. Fuera de allí no se hablaba de otra cosa, mientras los medios de comunicación de masas seguían emitiendo las opiniones más dispares.

—Todo esto es demasiado sospechoso para que me resigne a creer que se trata de una causa de origen físico —opinó Pedro, tras ojear uno de los diarios de la tarde.

—No sé a qué te refieres. Aquí ha debido intervenir una variación del campo electromagnético —objetó Juan.

—Es inconcebible que un fenómeno de esa naturaleza se haya producido en un solo país. Además, fíjate que las anomalías se han localizado en determinados sectores. Por ejemplo, han sufrido averías los vehículos de motor y los trenes, pero no los aviones. Han seguido funcionando aquellos servicios cuya interrupción hubiese sido fatal. ¿No es esto demasiado sospechoso?

¡No querrás referirte a causas sobrenaturales!

—No creo que Dios haya intervenido en todo esto, pero sí, en cambio, algo que rebasa nuestra concepción puramente física de la materia.

—¿Es que atribuyes a la Naturaleza otras leyes que no sean de orden mecanicista? Pase que hables de leyes vitales muy concretas para los seres orgánicos, pero no creo que esas leyes se puedan aplicar a los ascensores y a los anuncios de neón.

—He aquí vuestro prejuicio: creéis que la Vida se halla limitada a ciertas estructuras especializadas. Es indudable, claro está, que las prefiere, pero ¿podemos rechazar tajantemente la teoría de que en un momento determinado la vida puede "infiltrarse" en objetos que hasta entonces habían sido inertes? Ya los chinos habían hablado de un fluido vital, el Yang, que aspirábamos con el aire de nuestros pulmones y que podía atravesar los poros de los cuerpos...

De repente, todos los allí reunidos se quedaron perplejos: como si se hubiesen convertido en resonadores de unas vibraciones ultrasónicas poderosísimas, todos los platillos, copas, vasos y tazas comenzaron a agitarse rítmicamente sobre las mesas y sobre el mostrador de la cafetería. Parecía que un genio burlón había improvisado una batería con los cubiertos del establecimiento. Porque allí vibraban todas las notas de la escala musical, desde los tonos más graves emitidos por los vasos llenos hasta los bordes de líquidos, hasta el tintineo aflautado de las cucharillas que comenzaron también a tamborilear sobre las cubiertas metálicas. Y lo que es más curioso: lo que al principio había empezado como un estrépito, como conjunto de sonidos que una orquesta preludia cuando afina sus instrumentos antes de que el director levante la batuta, poco a poco se iba transformando en una composición armónica, en un puro juego orquestal.

Y, sin embargo, no se trataba de una melodía similar a cualquier composición lograda por la mente humana. El oído intuía un cierto ritmo, pero allí era imposible encontrar ninguna ordenación familiar para el espíritu del hombre, aun teniendo en cuenta las extravagancias dodecafonistas o de la música inconcreta, ni los toscos ritmos sagrados de los pueblos primitivos. Lo único que se podía afirmar es que aquella música no era humana, pero al mismo tiempo todos los allí reunidos sabían que tampoco era fruto de una ley física como los sonidos que arranca el viento a los tubos de un órgano en una iglesia derruida o los que levantan una tropa de ratones cuando se deslizan veloces sobre el teclado de un piano que yace moribundo en un desván. Allí había, en efecto, una inteligencia rectora que ordenaba los múltiples instrumentos de percusión improvisados. Pero ¿quién era el director de aquella "orquesta"? He aquí la pregunta que todos se hicieron tras unos brevísimos segundos de estupefacción. Y fue tanto el horror que les produjo el saber que detrás de aquellas inofensivas cucharillas o de aquellos vasos familiares había "alguien", que todos ellos abandonaron la cafetería, precipitándose hacia la salida.

Pero en la calle la confusión era mucho mayor. Fue entonces cuando Pedro y Juan se dieron cuenta de que a veces un estímulo inmediato puede ocultar otro más intenso pero situado fuera de la línea divisoria que nos aísla en un mundo más "nuestro". Porque el estrépito en la calle era mucho mayor que en el café. Mejor dicho, también aquí no se podía hablar de estrépito, sino de una melodía, cantada por una orquesta muchísimo más potente.

Esta vez eran los claxons de los automóviles los que entonaban un contrapunto inconcebible. Actuaban de saxo contralto las bocinas de los autobuses y de clarinetes algunos de los claxons instalados en automóviles más pequeños, pero también la escala era amplísima y desconcertante por la riqueza tonal. Y, sin embargo, si la composición que ambos amigos habían escuchado en el café producía una extraña melancolía, obligaba a soñar en un mundo inaccesible para los simples mortales, la zarabanda entonada por los automóviles, clavados en el asfalto, incitaba a la orgía.

Pronto, en efecto, se vieron peatones que comenzaban a bailar frenéticamente en las aceras, intentando seguir el ritmo desenfrenado de los claxons. La mayoría de ellos bailaban aislados, pero pronto se formaron grupos de ambos sexos. Juan se dejó arrastrar en seguida, y, cogiendo por el brazo a una muchacha rubia que se había detenido a su lado, comenzó a imitar los ritmos afrocubanos que él nunca había bailado. Pedro tuvo que crispar los puños para mantener la serenidad. Y, en efecto, no tardó mucho en contemplar un espectáculo insólito. Mujeres y hombres se desembarazaron de sus ropas, en una especie de éxtasis dionisíaco, y pronto peatones y conductores de vehículos formaron un coro de bacantes que lanzaba alaridos de placer.

Cuando los bocinas de los automóviles dejaron de tocar, la calle quedó convertida en una escena de saturnalia romana. Pero el cansancio iba venciendo los miembros, y salvo los contadísimos ciudadanos que se habían mostrado inmunes al hechizo de aquella melodía, la ciudad quedó convertida en un vasto río de cuerpos dormidos y sudorosos. Pedro esperó a que los primeros durmientes despertaran de su letargo, y entonces la escena volvió a repetirse, pero al revés. Hombres y mujeres buscando afanosamente sus vestidos, con el cuerpo encendido por la vergüenza. No faltaban, sin embargo, los cínicos que se regocijaban de la situación, ni los que pretendían dar continuidad a sus conquistas eróticas. Todo aquello era un pandemónium, mucho más grotesco que el que se organiza delante de un guardarropa cuando todos pretenden que se les entregue al mismo tiempo sus abrigos y sus sombreros. Además, surgían disputas porque a veces dos o más personas asían la misma prenda. Y no faltaban los que se refugiaban en los portales o en los lugares más bizarros, esperando quedarse solos en la calle; esperanza frustrada, porque un cierto número de personas había coincidido en ese mismo pensamiento.

Desde el punto de vista del color y de la forma, el espectáculo era verdaderamente extraordinario. Ningún carnaval habría conseguido los efectos que aquel misterioso director de orquesta había logrado. Caminaban, en efecto, entremezcladas, personas desnudas con otras que se habían cubierto más o menos completamente con ropas de varias personas, sin importarles en muchas ocasiones el sexo del verdadero propietario. Por ejemplo, un señor muy velludo y muy adiposo se había colocado, venciendo las naturales resistencias, una combinación de color rosa de las de medio cuerpo; caminaba majestuosamente sobre la acera, con un semblante ceñudo. Una muchacha bastante agraciada había logrado, en cambio, apoderarse de una chaqueta varonil que le llegaba hasta las rodillas, y ésa era su única prenda de vestir. En una surprise-partie no se hubiesen obtenido mezclas más bizarras.

Pedro permaneció más de dos horas contemplando aquel extraño desfile, que paseaba sus disfraces bajo la luz de las lámparas eléctricas. Al fin, un taxista, vestido con un uniforme de guardia de la circulación, le llevó hasta su casa.

Las impresiones habían sido demasiado fuertes para que Pedro las pudiese digerir en unas pocas horas. Quería, ante todo, conocer el criterio de los líderes de la opinión pública. Encendió por eso el receptor de TV: un locutor leía con excitación los últimos partes recibidos en la emisora. La "epidemia melódica", como se había bautizado al fenómeno, no sólo había barrido el país, sino que era ya un fenómeno de alcance planetario. Felizmente, pasados los primeros minutos de sonrojo, las masas consideraban aquella anomalía desde una perspectiva a la vez pesimista y optimista. Optimista, porque aun en los países de moral más victoriana, no se había perdido el sentido del humor y los chistes comenzaban a circular con rapidez. Pesimista, por el origen de todo "aquello". Sin duda alguna, no se habían producido víctimas, salvo lesiones de pequeña importancia, motivadas por las disputas inherentes al "reparto de prendas". Pero lo cierto es que tras aquella "descarga" de aficiones melódicas y de exhibicionismo sexual, la gente se sentía más pacífica que nunca. No faltaban incluso los que habían tomado en cinta magnetofónica la melodía en cuestión, que al parecer variaba de una zona a otra, aunque en sus líneas generales se la podía calificar como de "ritmo dionisíaco". Era muy probable que en pocas horas la raza humana contase con grabaciones comerciales de esa música, y que incluso en ciertos cabarets se pusiese de moda el "strip-tease" colectivo.

De todas formas, el gobierno prometía al país mantener el orden y continuar investigando las causas de aquellos fenómenos. Y por fin la última noticia: el Jefe del Estado había firmado un decreto en el que se ordenaba el estado de sitio en todo el país. Otros Presidentes y Primeros Magistrados habían tomado las mismas medidas. Como la inmensa mayoría de los dirigentes no habían tomado parte en la "danza", por hallarse enclaustrados en sus despachos o en sus palacios, era lógico suponer que sólo consideraban el asunto desde su dimensión más sombría. A esos temores se unían los de ciertas personas pacatas, influyentes en todos los países y que exigían del gobierno que tomase todas las precauciones para no permitirles caer en una tentación tan deshonrosa.

Seguían unas cuantas filmaciones que representaban las mismas escenas que Pedro había contemplado detrás de la ancha cancela de hierro de un portal. Las secuencias eran muy cortas de todas formas. Se podía intuir que el operador había sido arrastrado por el delirio báquico. Finalmente, aparecieron en imagen varios hombres de ciencia y personajes populares, que expusieron sus opiniones:

—Debe tratarse de un fenómeno de inducción electromagnética. Desconocemos hasta el momento la verdadera causa de los fenómenos, pero, sea cual sea, la ciencia terminará descubriéndola —afirmaba el profesor Z., incidiendo con ello en una afirmación muy extendida.

—Es una intervención diabólica. "Por sus frutos los conoceréis." Es que la humanidad se ha apartado de la Iglesia —comentaba el padre J.

—No sé qué es lo que van a descubrir los científicos, pero a mí, desde luego, esta situación me ha divertido mucho —afirmaba la actriz de cine G., que aparecía generosamente escotada ante las cámaras de TV.

—Sea cual sea el origen del fenómeno, los sucesos de esta tarde han demostrado la falta de moralidad de nuestro pueblo —dijo el Presidente para la Protección de las Buenas Costumbres.

—De todas formas, existen en el inconsciente tendencias exhibicionistas reprimidas por el Yo moral —puntualizó el psicoanalista doctor H.

La única intervención que satisfizo a Pedro fue la del Profesor Ordóñez, que hizo los siguientes comentarios:

—Aunque a ustedes les parezca ésta la teoría más inverosímil, podemos adelantar la hipótesis de que la Tierra está atravesando ahora una especie de biosfera que es responsable de todos estos hechos insólitos. Podríamos decir que en ciertas regiones del planeta existen algo así como nubes de vida, de la misma forma que los astrónomos han podido detectar acumulaciones de polvo cósmico. Como ustedes saben, se supone que fueron algunas de estas nubes de polvo cósmico las que produjeron las glaciaciones terrestres. Pues bien, los acontecimientos nos fuerzan a pensar que la vida también se halla en el universo en estado amorfo y que ansia por eso adoptar una cierta configuración... Se preguntarán ustedes que por qué no se introduce en los seres vivos, y yo les contestaré que eso ocurre por la misma razón que un litro de agua no se puede introducir en otro litro de agua: se repelen las moléculas. Por eso la biosfera que estamos atravesando se fija especialmente en objetos que poseen una determinada configuración...

—Y entonces ¿por qué no se introduce en los cuerpos cristalinos que poseen una estructura muy regular? —le interrumpió el locutor.

—Quizá porque les interese más alcanzar ciertos objetivos respecto a la especie humana. Fíjense ustedes, señores telespectadores, que el agente de estos sucesos está intentando impresionarnos. Yo añadiría más: creo que lo que desea es divertirse a nuestra costa, aunque a cambio nos brinde, ¡quién sabe!, alguna lección.

El Profesor Ordóñez pronunció esta frase precipitadamente, como si el regidor le estuviese señalando la necesidad imperiosa de dar paso a otro programa. Y, en efecto, apareció de nuevo la imagen del locutor que, con voz temblorosa, leyó el siguiente mensaje: "Noticias llegadas de todos los países con los que hemos mantenido contacto, anuncian que todas las armas de destrucción han quedado destruidas, como si hubiese actuado una fuerza extraña. Tanques de muchas toneladas, cañones, ametralladoras y hasta las armas más pequeñas se han convertido en un montón de hierros retorcidos. Todo esto se ha producido en unos pocos segundos, sin que, felizmente, se tuviesen que lamentar víctimas humanas." Pedro apagó el receptor y, volviéndose a vestir, se lanzó a la calle.

En una esquina, un grupo numerosísimo de curiosos contemplaba un montón de chatarra. ¡Era un tanque de 45 toneladas, cuyo estrépito había escuchado hacía una hora y que se había apostado en esa encrucijada, atento a cualquier alteración grave del orden público! Acababan de llevarse en un jeep militar a los ocupantes, medio desvanecidos por el susto, pero sin el menor arañazo. A unos 200 metros, un policía enseñaba a algunos transeúntes unos trozos relucientes de acero, restos de lo que había sido su pistola de reglamento. Era probable que los delincuentes habituales se aprovechasen de la situación para cometer alguna fechoría, pero también ellos carecían de armas (hasta las navajas habían sido destruidas) y ahora tendrían que contender a puñetazos con la gran masa de ciudadanos honrados. Indudablemente, "aquello", fuera lo que fuera, se sentía a disgusto ante las armas que habían sido creadas contra la vida.

¿Cuánto durarían las consecuencias de aquel desarme que una fuerza misteriosa había impuesto, alcanzando lo que tantas negociaciones internacionales habían marrado? Por lo pronto, dos guerras locales que hacía unas pocas horas cubrían como una mancha de color rubí algunas regiones del planeta, se habían convertido en rescoldos. Al encontrarse los combatientes de ambos mandos sin armas en las manos, ¿se habrían abrazado como amigos o habrían seguido embistiéndose a puñetazos o a mordiscos? En uno de los casos, sí; pero en el otro, una vez alejada la potencia intermediaria que devastaba los dos campos hermanos, enfrentados en una guerra civil cruenta, era muy probable que se llegase a un armisticio y, más adelante, a un referéndum nacional en el que se dirimiesen los derechos de los dos partidos políticos en pugna.

Éstas eran las reflexiones que iba trazando Pedro al dirigirse a casa del Profesor Ordóñez. Deseaba expresarle su apoyo y ofrecerle sus servicios como científico frustrado que había tenido que dedicarse a un empleo burocrático para poder sobrevivir. Mas antes fue testigo de otro acontecimiento alucinante: ya había marcado las doce de la noche su reloj de pulsera cuando el numeroso público que circulaba por las calles, presa de una gran expectación, comenzó a correr aterrorizado. No era necesario mirar hacia atrás para descubrir el agente de aquel pánico colectivo. Por los portales aún abiertos, y también precipitándose desde las ventanas, habían hecho su aparición toda clase de prendas de vestir que "gesticulaban", como si debajo de ellas se hallasen los cuerpos de hombres y mujeres invisibles. Pedro quedó como clavado en la acera. Tenía la vaga intuición de que aquello era algo tan inocuo (así se había mostrado en ocasiones anteriores) que cualquiera de las personas que pasaban raudas a su lado, como en un encierro de San Fermín, podían ser más peligrosas que los pedazos de lana o de nylon que parecían divertirse a costa de los humanos.

La panorámica de la que gozaba era, en efecto, excelente, puesto que se hallaba en una de las esquinas en donde convergían dos de las arterias más amplias de la capital. A una docena de metros de él vio. por ejemplo, que un amplio traje de noche de señora se precipitaba perpendicularmente sobre la acera, levantándose los bordes con la resistencia del aire, como si se tratase de un paracaídas. Luego, al posarse en el suelo, comenzó a "marchar" majestuosamente, imitando los movimientos de una aristócrata en una fiesta de Alta Sociedad. Y lo curioso es que pocos segundos después que "ella" se precipitaba a su lado un smoking recién planchado. Mejor dicho, iban cayendo las piezas, la chaqueta, los pantaIones y la camisa, y hasta el cuello de pajarita, integrándose armónicamente una parodia de caballero que pasaba un brazo invisible entre el traje de noche de mujer y la manga correspondiente. Pero el cuello de pajarita (Pedro pudo apreciar este detalle porque "la pareja" pasó a tres metros de él) se había colocado en la zona correspondiente al esternón del "hombre invisible" en vez de ubicarse en el cuello. Indudablemente, la biosfera del Profesor Ordóñez aún no se había familiarizado con las costumbres sociales de la humanidad.

Y muchas otras escenas llamaron la atención de Pedro. Por ejemplo, el andar voluptuoso de un "deshabillé", a través de cuyos finísimos tules se transparentaban los cuerpos opacos de los transeúntes o las imágenes fantasmales de otras piezas de vestir. Un grupo de pantalones aparecieron poco después sobre la misma acera en que se hallaba como petrificado Pedro. Marchaban como en una formación militar en fila de tres y cerraba el escuadrón un piquete de chaquetas que balanceaban las mangas acompasadamente con los pantalones. Luego, las chaquetas se colocaban en fila sobre estos últimos, sin importarles el sexo de sus propietarios. En efecto, chaquetas de señora o de señorita que por su aspecto exterior parecían provenir de una modista de primera calidad, o de una tienda de modas muy cara, se colocaban encima de pantalones remendados, y viceversa. Indudablemente, la directora no entendía de clases sociales.

Luego le llegó el turno a los zapatos, y Pedro tuvo que encaramarse a un poste para no ser pisoteado. En efecto, miles de zapatos coincidían en la plaza, desde los cuatro puntos cardinales. Acudían generalmente en parejas, pero los había también solitarios o los que se habían unido a un compañero de otro par. Golpeaban rítmicamente el asfalto, y el sonido que producían era ensordecedor. A medida que alcanzaban el centro de la plaza se iban amontonando en filas y allí permanecían como muertos.

Hasta ahora la "rebelión de los trajes" se había producido sin tener en cuenta a las personas. Posiblemente, la causa de que el "algo" misterioso que había provocado aquel espectáculo inconcebible se decidiese a ampliar los límites de su diversión, se debiera a la actitud de algunos individuos que se revolvieron contra las prendas de vestir. Al principio, aquellos objetos animados respondían con inercia a los violentos tirones y a los desgarrones de sus enemigos que se habían recobrado de su terror, pasando rápidamente a la ofensiva. Pedro pudo contemplar cómo cierto patán había conseguido desgarrar las dos partes de un pantalón, que siguieron andando separadas y al cabo de unos metros se volvieron a juntar como si no hubiera ocurrido nada. Una camisa partida en cinco o seis pedazos también logró recomponerse por obra de una extraña zurcidora que operaba en el vacío. Otras personas más incautas habían introducido sus pies en los zapatos "andarines", viéndose obligadas en algunas ocasiones a andar varios metros antes de desprenderse de ellos, como en aquella fábula de las zapatillas mágicas. Y no faltaron los "aprovechados", los que querían apropiarse la ropa ajena. Pero éstos veían frustradas sus intenciones, porque la fortaleza de sus "víctimas" era muy superior a la suya. Gesticulaban, en efecto, como posesos en contra de una resistencia invencible, hasta que abandonaban la presa y volvían a intentar otro hurto con los mismos resultados infructuosos.

Sea cual fuere la causa de la decisión de "aquello", lo cierto es que la situación se invirtió al cabo de unos minutos: eran ahora las prendas las que perseguían a las personas, aunque sin causarles ningún perjuicio. El terror volvió, pues, a renacer en la muchedumbre, y un "¡Sálvese quien pueda!" se convirtió en seguida en el slogan de todo aquel gentío que se subía a las ventanas de los entresuelos o se encaramaba en los árboles y en los postes. Pedro estuvo a punto de ser derribado por las masas, pero al cabo de unos minutos la mayor parte de los fugitivos se habían refugiado en las casas, en donde, probablemente, tendrían que enfrentarse con otros trajes que decidieron permanecer en los guardarropas o en los armarios.

A Pedro le tocó en suerte un traje de cóctel, de color negro y bordado con lentejuelas plateadas. Pedro sabía de sobra, por lo que había presenciado en otros abordajes de este tipo, que nada desagradable le podía ocurrir, pero decidió probar aquella fuerza misteriosa que imprimía movimiento a unos metros de tela inanimada. Empezó, en efecto, a alejarse a paso rápido, y volviendo repetidamente la cabeza hacia atrás en dirección a su "perseguidor". Se introdujo en una callejuela lateral en la que prácticamente había desaparecido todo rastro humano. Y, sin embargo, "aquello" iba acortando rápidamente la distancia. Por primera vez Pedro se sintió poseído de un auténtico pavor. En otras ocasiones él había sido, en efecto, mero observador de unos fenómenos que afectaban a la colectividad. Ahora ese "algo" o ese "alguien" se fijaba en él concretamente, como individuo de carne y hueso.

Cambió de acera y comenzó a correr, pero aún pudo presenciar cómo un automóvil, lanzado a más de cien kilómetros por hora, derribaba a su perseguidor en medio de la calzada. Duró aquello sólo unos segundos, porque inmediatamente volvió a incorporarse, y haciendo caso omiso de la fuerza de la gravedad se precipitó sobre Pedro. Éste tropezó cotí el escalón de un portal y aún tuvo tiempo en la caída de ver que correspondía precisamente al domicilio del Profesor Ordóñez. Una extraña potencia telekinética le había llevado hasta allí.

El traje de cóctel le abrazaba como si fuese una mujer mimosa. Sentía él el perfume de su dueña. Solterón eminentemente tímido, sentía ahora el mismo azoramiento que si se hallase apretando el cuerpo de una mujer real, y deseaba en ese momento cambiar su existencia, abandonar su ridícula misoginia y buscar a su pareja, con la misma perseverancia con que aquel trozo de tela perfumado le había perseguido a él. Era como un efluvio de vida que le atravesaba las ropas... Sí, efectivamente, eran precisamente sus propios trajes los que intentaban fundirse con aquel otro ser fantasmal que ahora le acariciaba con una de sus medias mangas la mejilla y le inclinaba el escote hasta rozar sus labios.

Ya no sentía terror y sí un ansia de vivir y de amar, de recorrer los campos en la primavera, de sentir a su lado un cuerpo de mujer enamorada. Se levantó y subió a tientas la escalera. Como una sierva sumisa le seguía ahora su "fantasma" rozando la barandilla.

No tuvo que subir muchos escalones, porque en el relámpago de luz con que inundaron el rellano las lámparas del pasillo apareció la figura gigantesca del Profesor Ordóñez que descendía veloz hacia el portal. Pero no iba solo: llevaba en sus brazos una bata de organdí, de género bastante modesto por la calidad, pero muy llamativo por sus estampados. Era aquello una parodia de la escena típica de la pareja nupcial, en que el novio levanta en vilo a la novia para introducirla en el nuevo hogar.

—Venga usted conmigo. Voy al laboratorio —cortó Ordóñez tras una breve autopresentación de Pedro.

Ordóñez puso inmediatamente el automóvil en marcha, y a una velocidad prudencial se dirigieron al Centro de Investigaciones Científicas en donde el profesor trabajaba. Llevaban sobre sus rodillas a sus respectivas compañeras. Parecían dos amigos que volvían "achispados" de una juerga, trayendo entre sus brazos a sus compañeras de una noche.

La circulación, según pudieron apreciar a través de las ventanillas del coche, se había serenado bastante. De vez en cuando se veían parejas verdaderamente extrañas: un hombre que iba dando el brazo (metafóricamente, por lo menos) a un traje de mujer, o, por el contrario, una mujer de carne y hueso caminaba lentamente acompañada por un traje masculino. Pero las demás prendas de vestir que no habían encontrado a "su media naranja" yacían como muertas en las aceras y en las calzadas. Ordóñez tuvo que virar varias veces para no atropelladas. Parecían, en efecto, cadáveres o borrachos que esperaban el despertar que les conduciría a la lucidez. Pronto la ciudad se recobraría de su estupor, y las oficinas de objetos perdidos tendrían que ponerse a trabajar febrilmente.

Llegaron al laboratorio y Pedro se quedó sorprendido por la cantidad de artefactos que el Estado había ido regalando a aquel puñado de hombres de ciencia. Ordóñez era ingeniero especializado en electrónica y su cargo oficial era el de Jefe de los Servicios de Radioastronomía de aquel país. Como un monstruo de la era secundaria, con su mole apabullante, se alzaba a un centenar de metros de los laboratorios el radiotelescopio, ojo avizor intentando perforar las tinieblas del Cosmos. Era, sin duda, uno de los más modestos del mundo, pero bastaba para los fines de Ordóñez.

La noche era muy oscura, y sólo entre los jirones de las nubes titilaba alguna estrella solitaria de primera magnitud. Detrás de los dos hombres "volaban" silenciosos, a pocos centímetros del suelo, los dos miembros dispersos de aquel vasto cuerpo animal que envolvía en esos momentos a todo el planeta. ¿Sería capaz de entenderles a ellos si estaban dispuestos a entablar un diálogo? ¿No había comprendido, por lo menos, algunas de las costumbres de los seres humanos? ¿Por qué no podía entonces comprender su lenguaje?

Penetraron en el gabinete de observación. Sobre ellos gravitaban varios cientos de toneladas de acero y de cobre, como un oído en tensión, preparado a captar el más leve de los crujidos del universo, el eco de esos chisporroteos estelares que lanzan trillones de electrones y de rayos gamma a todos los puntos de las galaxias. Lo que a muchos años luz de allí hubiese ensordecido a un gigante, aquí eran sólo unas ligeras oscilaciones en las bandas trazadoras.

De repente Ordóñez se volvió hacia los dos fantasmas: "Decidme, ¿de dónde venís?, ¿quién sois?" Los dos trajes se quedaron rígidos, como si una solución de almidón los hubiese apergaminado para siempre. El Profesor y Pedro unieron sus voces para repetir las preguntas. Luego, con los dedos trazaron sobre los trajes aquellas mismas palabras, pero el radiotelescopio seguía sordo, y los diagramas no mostraban otra cosa que el bombardeo de las ondas electromagnéticas que habitualmente transmiten esas emisoras gigantescas que son las estrellas.

Recurrieron a todos los procedimientos, pero en vano. Ahora los trajes fantasmas yacían fláccidos sobre el suelo, como si el espíritu que les animaba se hubiese evaporado. Eran ahora sólo vastos conjuntos de moléculas inanimadas. Ni el calor de un cuerpo de mujer les podría resucitar.

—"Nos quedan ahora sólo los vehículos de comunicación ondulatoria. No sé cómo no se nos ha ocurrido empezar primero por ellos —afirmó el Profesor.

Se dirigieron a la emisora del centro. Felizmente, otros científicos y auxiliares se les habían unido, una vez pasados los primeros momentos de desconcierto general. Ensayaban toda la frecuencia radiofónica, desde las ondas ultracortas hasta las largas. Repitieron la secuencia varias veces, pero el radiotelescopio mantenía su silencio.

Y cuando todos se hallaban ya desalentados, comenzó a sonar un extraño pitido. Este pitido se convirtió en un gorgoteo ininteligible, como el de una garganta que deglute saliva para hablar con más claridad. Se oyeron en seguida fonemas aislados y trozos de palabras. Finalmente, se entabló un diálogo entre el Hombre y la Vida, si es que podemos llamarlo diálogo, porque Ella utilizaba el lenguaje de todos los hombres y fueron necesarias varios meses para que un equipo internacional de filólogos tradujera el mensaje:

"Me alejo de vosotros... Tardaréis muchos millones de años en encontrarme, pero ya no podré daros la vida... Vuestro planeta será inhabitable... (¿Por qué?) El averiguarlo es misión vuestra... Volvéis a los espacios en donde habita sólo la muerte, que lucha contra la semilla de vida que yo sembré entre vosotros... (¿Quién eres tú? ¿Eres Dios? ¿Por qué actuaste de esa manera tan extraña?)... preguntaron los hombres de ciencia de todo el planeta, pero las frases se oían ya muy lejanas. Sólo el radiotelescopio gigante de Jodrell Bank pudo aún captar la frase: "Algún día lo sabréis"."

Los fabricantes de armamentos y algunos cuantos millares de personas fueron los únicos favorecidos por la Visita..., sólo que de una manera radicalmente diversa.

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