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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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miércoles, 7 de abril de 2010

LO QUE SUCEDIÓ POR BEBER AGUA




LO QUE SUCEDIÓ POR BEBER AGUA

Juan G. Atienza

ya lo he hecho, ¿pasa algo? Lo he hecho y no me arrepiento. ¡A mí con la Guerra Humanitaria!... ¡A mí, que gané mis medallas luchando abiertamente con el enemigo en Corea y en Vietnam, en Argelia y en Bolivia y en el Congo!... ¡A mí van a venirme con esos cuentos de que es mejor inutilizar las defensas que desplegar la fuerza de represalia!... Donde haya un buen Titán con cabeza nuclear, que se quiten las drogas. Donde haya un buen gas tóxico, que me dejen a mí de gases hilarantes. Fuerza de persuasión, eso es lo que hacía falta. Y yo la he empleado. Y no me arrepiento, ¿lo dije ya antes?

Pero yo sé por qué ha sucedido todo esto. Por dos cosas. Primera, por el miedo a morir que tiene cada quisque. Segunda, por beber agua. ¡Agua!... ¡Puah, qué asco! Lo del miedo a morir, todavía me lo explico. Yo he visto guerrilleros con las tripas fuera, revolcándose en el barro lechoso de los campos de arroz antes de estirar la pata con una vomitona de sangre. Yo he visto soldados amoratados, con el vientre hinchado y los ojos salidos de las órbitas, asfixiados por el gas. Yo he visto manos y pies y bolsitas de testículos esparcidos por la jungla después de un ataque de napalm. Comprendo que la gente tenga miedo a morir despedazada. Hay que tener agallas para hacerse a la idea y no reventar de miedo.

Pero lo del agua... Lo del agua es un vicio imperdonable que la Humanidad ha contraído desde tiempos inmemoriales y que aún subsiste en nuestro tiempo. Así han ido las cosas.

Recuerdo que cuando me dieron las estrellas de general, los chicos me ofrecieron una fiesta. Fue una hermosa fiesta, con barbacoa y rancho extraordinario para la tropa. Por unas horas perdimos ligeramente la noción de las jerarquías y todos los oficiales departieron amigablemente al olorcillo de la ternera asada a la brasa en medio de la plaza de armas del campamento. Trajeron bourbon y scotch, jerez y buen vino espeso del país. E incluso alguien sacó de no sé dónde un barrilito de sake y unas damajuanas de tequila. ¡Qué trompa, Dios! ¡qué trompa!... Estuvo el subsecretario de Defensa ron nosotros. Era el único que no llevaba uniforme, pero era de los nuestros. Recuerdo cuando comenzó a quitarse la chaqueta y quería cambiarla a toda costa por la guerrera de campaña del mayor Holden... ¡Quería ser igualito que nosotros!

Pero no era por eso por lo que yo quería recordar ahora aquel día. Era por Sharp. El tenientillo Sharp, el barbilampiño, el rubio cadetito que quería no beber más que ¡agua! y nos miraba a todos por encima del hombro, mientras nosotros cantábamos y decíamos discursos patrióticos. Yo me acerqué a él y le dije:

—¡Teniente Sharp!

El chico se cuadró muy correcto, pero su mirada reflejaba el desprecio incontenible que sentía.

—Teniente Sharp —le repetí, masticando las palabras—. Ahora mismo se bebe usted tres vasos de tequila, seguidos, sin sal ni limón. ¡Es una orden!...

Y el imbécil —no se le podría llamar de otra manera— me sonrió displicente y me volvió la espalda. Yo, claro está, no podía meterle la tequila por las narices y preferí olvidar el incidente. Pero tuve ocasión de recordarlo unos meses después, cuando le vi con la cabeza volada, después de la operación Tritón. Estoy seguro —¡que no funcionen los dispositivos de emergencia si me equivoco!— de que huía cuando le alcanzaron. Y si huía era por beber agua. No se puede al mismo tiempo beber agua y llevar el uniforme del ejército más poderoso del mundo. Deberían marcarlo en las ordenanzas. Si hubiera tiempo —que no lo hay— yo mismo haría que el Alto Estado Mayor aprobase esa moción en contra del agua.

Pero eso del agua y del whisky se ha terminado y, dentro de media hora, la tierra entera será sólo muerte. Gracias a mí.

Y el caso es que lo advertí. Lo advertí muy seriamente, desde los primeros momentos en que fui nombrado asesor con poderes ejecutivos en aquella comisión... ¿Cómo se llamaba? Comisión para el estudio de la Guerra Humanitaria o algo así, ni siquiera estoy muy seguro. Asesor militar en una comisión compuesta exclusivamente de civiles. No podía ser de otro modo: sólo un civil puede hablar al mismo tiempo de guerras y de humanitarismo. Pero —no sé cómo— habían llegado hasta las más altas esferas, con sus diplomas universitarios, y habían convencido a los peces gordos de que convenía estudiar el asunto. Los peces gordos dijeron que sí, naturalmente. Y no porque pensasen que iba a salir de allí nada útil, sino por propaganda. Por pura propaganda, para que luego, cuando las elecciones, nadie pudiera echarles en cara que se habían negado a estudiar el modo de hacer humanitaria la guerra. Esos son manejos de los políticos y están en su derecho. Pero yo no soy político. Por eso he hecho hace diez minutos lo que tenía que hacer.

Como lo hice también el primer día en que me presentaron a los tipos aquellos de la comisión.

—Señores —les dije, así, como ahora lo repito, palabra por palabra—, señores, yo no sé qué intenciones se traen ustedes. Tal vez se hayan tragado su propio camelo de la guerra humanitaria. O tal vez piensen en comer la sopa boba del Gobierno. Pero les advierto que no pienso como ustedes y que el primer absurdo de esta comisión es su propio nombre.

Trataron de convencerme, ¡a mí!, con argumentos científicos. Me hablaron de las propiedades de la vieja droga que habían estado experimentando recientemente en los hospitales y en las clínicas psiquiátricas, el LSD 25, y de las propiedades de la cosa y de sus posibilidades de aplicación en caso de guerra.

—¡Cómo! —les dije—, seguramente dándole de comer al enemigo un terroncito de azúcar con la porquería esa, ¿no?... ¿Se han creído ustedes que son caballos?

—General —me replicó el presidente de la comisión, que había recibido el premio Nobel unos años antes y que, por eso, se creía ya que podía competir con mis medallas ganadas en los campos de batalla—, no se da usted cuenta de lo que eso puede significar. El ácido lisérgico...

—¿Otro potingue? —grité, alarmado.

—No, general, el LSD 25 y el ácido lisérgico son la misma cosa. Y quería decirle que es un líquido incoloro, inodoro e insípido, exactamente lo mismo que el agua...

—Siempre afirmé que el agua es una porquería —le interrumpí.

—No importa ahora lo que usted opine sobre el agua. El caso es que, mezclado con ella, nadie notaría ninguna diferencia con el agua normal que ingiere todos los días.

—Yo sí.

—¿Cuál?

—Yo nunca bebo agua.

—Y bastarían de 20 a 40 millonésimas de gramo para que surta efectos alucinógenos —terminó sin hacerme caso.

Me callé unos segundos:

—¿Y qué? —pregunté después, sin abandonar mi escepticismo.

Me entregaron una voluminosa carpeta llena de informes sacados de los centros donde habían experimentado la droga. Y, ya en casa, me entretuve hojeando pacientemente toda aquella sarta de tonterías que la gente es capaz de decir... y hasta de hacer.

Había allí barbaridades suficientes para detener un tren de armamento. Los pacientes que se habían sometido a la acción del LSD 25 contaban de éxtasis místicos, de alegrías inenarrables, de mares sin fondo con peces de colores maravillosos, de comprensión absoluta de la obra de arte, de amor a la naturaleza, de visiones del Más Allá... Barbaridades y nada más que barbaridades, como ya dije.

¿Y con eso, qué? —me dije—. Nada de aquello tenía nada que ver con la fuerza de choque o con el poder de represalia. Allí no había más que accesos de locura individual que, por lo visto, mis buenos compañeros de la Comisión querían encontrar el modo de convertir en delirio colectivo.

—Exactamente —me comunicó mi jefe provisional, el sabio del Premio Nobel—. Ha dado usted justamente en la diana de nuestras intenciones. Provocando el delirio colectivo, la masa del ejército enemigo puede ser conquistada sin derramar una sola gota de sangre, sin una sola baja. El material bélico e industrial no sería afectado, como sucedería con un bombardeo atómico, y la victoria se produciría en veinticuatro horas sin un disparo.

Me parecía totalmente demencial, pero le dije que bueno, que probasen.

—Pero le advierto, profesor —añadí—, que una tonelada de ese ácido no vale lo que un buen puñado de megatones bien distribuidos sobre el territorio enemigo.

A pesar de mi escepticismo y de mi voto en contra, la Comisión consiguió de las autoridades militares que se les permitiese hacer una experiencia en el campamento G-32. Este campamento es el que adiestra a nuestras tropas de choque más escogidas, el que proporciona los especialistas de la guerra en la jungla y los técnicos de urgencia. Allí se vive —se vivía, quiero decir— a golpe de cornetín y los castigos que se marcaban contra las faltas de disciplina no son precisamente como poner a un chico cara a la pared con orejas de asno. Allí se nacen hombres de verdad, dispuestos a todo y capaces de llevar a buen puerto las misiones más peligrosas. Bien, preparamos pues la cosa para llevar a cabo la experiencia en el campamento G-32. Por la noche, los depósitos de agua fueron envenenados con ácido lisérgico en proporción científicamente estudiada y en secreto. Y, al mediodía siguiente, nos dimos una vuelta por el campo.

Nunca olvidaré el espectáculo. Era digno de un manicomio modelo. Los reclutas sesteaban debajo de los árboles con ojos soñadores y ni siquiera se preocupaban de nuestra presencia. Se oían carcajadas por todas partes, en los lavabos, en los comedores, en los dormitorios de tropa y en los pabellones de oficiales. Era vergonzoso. ¡Toda aquella gente había bebido agua! A veces se nos cruzaba un soldado que parecía ebrio, aunque caminaba con bastante firmeza. Pero ni nos veía, ni nos oía, ni veía ni oía en torno suyo nada que no fuera su propia alucinación. Dos oficiales se abrazaban como viejos amigos, olvidándose de que eran de distinta graduación. Les hablé para que se reportasen y, después de unos segundos de intentarlo, optaron por abrazarme los dos a mí, diciéndome que me querían y que yo era para ellos más que un padre. Y lo decían convencidos. Otro —no estoy ahora muy seguro, pero creo que era un sargento— había tomado uno de los automóviles de campaña y se paseaba cantando antiguas baladas de pioneros. Dos o tres veces estuvo a punto de atropellar a algún soldado. Y ninguna de las veces el presunto atropellado hizo nada por apartarse, como si estuviera convencido de que nada ni nadie podía matarle, o como si la muerte le importase muy poco, porque tuviera ya en el bolsillo el certificado de la Eterna Resurrección.

Entonces llevamos a cabo la segunda parte de la experiencia. Hicimos sonar los dispositivos de alarma, exactamente igual que si el enemigo estuviera a las puertas del campamento y hubiera que organizar la defensa en cinco minutos. Los timbres y las sirenas casi nos ensordecieron a nosotros, los de la Comisión. Pero nadie en el campamento hizo el menor movimiento por atender a la llamada. Yo mismo sentía tentaciones de lanzarme sobre los antiaéreos o sobre los controles de radar, en busca de ese hipotético enemigo que se acercaba. La llamada de alarma ha sido siempre para mí como un aguijón en la medula, me ha puesto en acción aun en los momentos más absurdos.

Bien, ¿qué sucedió en el campamento G-32? Nada. Absolutamente nada. Todo siguió exactamente igual que hasta entonces. Las mismas risas, las mismas miradas perdidas en el infinito, los mismos paseos lentos, admirando la Naturaleza percibida por ojos distintos. Nadie ante las pantallas de radar, nadie en los arsenales, nadie junto a las baterías, silenciosos los motores de los carros de combate, alineados en total reposo los jeeps, las motocicletas, la brigada de helicópteros.

—La experiencia ha sido un éxito, general —me dijo uno de los de la comisión al día siguiente.

—Ha sido un desastre —le contesté yo, furioso.

—¿Por qué?

—Porque me ha demostrado el grado de degeneración de nuestro Ejército.

—No lo crea, general. El Ejército no habría podido hacer nada contra la droga. Ni los mejores.

—No lo digo por eso, amigo...

Y era cierto. Yo sabía que la droga había actuado con eficacia, pero la cosa se había desarrollado así ¡porque el Ejército bebe agua!

A partir de aquella experiencia supe, sin lugar a dudas, que cualquier nueva guerra que emprendiéramos estaría irremisiblemente perdida... a menos que yo mismo tomase cartas en el asunto de un modo taxativo e inexorable. Comencé a jugar un doble juego: por un lado continué junto a la Comisión, siguiendo paso a paso sus experiencias, incluso cuando, con un optimismo digno de mejor causa, pusieron en práctica la segunda fase de su plan, consistente en preparar el modo de contaminar instantáneamente el agua enemiga —¡toda el agua!— con LSD 25. Por otro lado, preparé las cosas para ser nombrado, al mismo tiempo, para el Alto Mando Estratégico y tener acceso a los secretos de la fuerza de disuasión.

La Comisión creyó que yo me volvía de su parte y celebraron aquella conversación como una victoria. Me hice amigo de todos sus miembros, incluso terminé tuteándome con el Premio Nobel que la presidía. Me llevó a su casa —llena de diplomas y certificados por todas partes— y yo, a mi vez, le invité a la mía —cubierta con medallas y trofeos de mis campañas— y hasta habría llegado a pasarlo bien con aquel tipo a no ser porque, en las solemnidades más sonadas, se empeñaba en no beber otra cosa que jugo de naranja.

—Ya está, profesor —le dije en una de aquellas ocasiones—. ¿por qué no promovemos en el Ejército el uso del vino o del jugo de naranjas?...

El profesor me miró sin comprender que yo no podía decir aquello en serio.

—Porque sería demasiado oneroso para el presupuesto nacional.

Y lo decía a conciencia, ¡se creía el salvador de la Economía del país, cuando en realidad estaba provocando la destrucción de nuestra potencia!

La comisión pidió ser ampliada con nuevos técnicos y se incorporaron tres ingenieros especialistas en balística y tres miembros del Servicio Secreto. Los primeros estudiaron las posibilidades de cargar proyectiles intercontinentales con cabezas lisérgicas, de modo que cuando fueran lanzados esparcieron la droga por los depósitos de agua enemigos. Los segundos —los del Servicio Secreto— calibraron al milímetro las posibilidades que tenían de que esa misma función la cumplieran personalmente los agentes que poseíamos en el territorio del otro lado.

Era más fácil la segunda solución que la primera, por supuesto. Pero tenía un inconveniente: la casi imposibilidad de coordinar unos esfuerzos humanos distribuidos a lo largo de varios millones de millas cuadradas. Supondría una labor lenta, preparada con varios meses de antelación y puesta en conocimiento de demasiadas personas. Era casi imposible que ninguna de ellas fallase o resultara descubierta. Y la mínima grieta podía deshacer todo el plan y deshacerlo, además, para siempre. Y corríamos el riesgo de que el enemigo se nos adelantase.

Sí, sí, ya sé, manteníamos unas relaciones cordialísimas con el enemigo. Cambiábamos regalitos, científicos de segundo orden y ayudas mutuas de tipo cultural y financiero. ¡Pamplinas! En realidad nos estábamos oliendo el rabo constantemente unos a otros y cada uno esperaba la mejor ocasión para asestar un golpe que no pudiera ser devuelto con creces.

Nuestros chicos del Servicio Secreto nos decían continuamente: "No pasa nada, todo marcha bien, no hay peligro de lío inmediato". De acuerdo, decían todo esto. Pero, ¿acaso nosotros no seguíamos la misma táctica? ¿No lanzábamos ramos de flores mientras manteníamos día y noche el dedo sobre el botoncito rojo? De acuerdo, decían todo esto, pero ¿funcionaba acaso el teléfono rojo entre los dos cabezas de facción?

Yo sabía que no. Que esa línea era una pura añagaza y que, llegado el momento, podríamos rompernos el alma con nuestros megatones, sin que se elevase ninguna voz clamando en el desierto. Ninguna, dije bien. Porque, entre otras cosas, la vocecita esa no tendría ni tiempo de levantarse.

¿La prueba? Que, mientras los ingenuos de la Comisión para el Estudio de la Guerra Humanitaria preparaban su plan a largo plazo, ha sucedido lo de esta mañana.

Ya hacía días que yo venía oliéndome la tostada. Los compañeros del Alto Mando Estratégico estaban inquietos y yo, al verles, me sentía tan inquieto como ellos. Probablemente se trataba de una alarma colectiva y contagiosa. Casi seguro que muy pocos sabían lo que pasaba. Pero nos pegábamos el miedo unos a otros, sin saber por qué. Sin saberlo, sí, porque en apariencia todo marchaba como siempre, ni bien ni mal. Pero el Gran Jefe estaba haciendo más viajes que de costumbre y sus consejeros estaban más cerca de las máquinas computadoras de lo que podía resultar normal. Y del otro lado nos venían noticias demasiado vulgares: incluso se hablaba de la colocación de una primera piedra no sé dónde. Pero todos —y yo entre ellos— pensábamos, con razón, que eso de la primera piedra ocultaba otras intenciones.

Ayer mismo traté de averiguar de una vez qué sucedía y no conseguí más que medias palabras que venían de labios temblones. Había miedo y los dedos estaban dispuestos sobre los botones, para actuar al primer reflejo, a la primera señal. Nunca he visto tantos rostros sudorosos, tantas bocas resecas, tantas voces cortadas por el terror. Tanta... sed, en fin, porque ya se sabe que el terror produce sed.

Llegada la noche —anoche— yo también tenía la boca seca de miedo y, sobre todo, de calor pegajoso de julio. Llegué a mi casa con sed, con una sed insoportable. Llamé a mi asistente y le dije que me trajera algo fresco. Me trajo cerveza muy fría, dos latas que me bebí en menos tiempo que tardo en contarlo. Luego comencé con el whisky y no lo dejé hasta haber terminado con botella y media de scotch. Eran las diez de la noche y estaba totalmente borracho. Llamé al Alto Mando, a un buen amigo, y le dije con mi mejor voz:

—¿Se sabe algo?

—Nada, pero...

—¿Pero qué?

—Todo está alertado. Puede suceder de un momento a otro... ¿Qué te pasa?

—Que estoy borracho y me voy a dormirla... Llámame si ocurre algo. Estaría ahí en dos minutos.

—Vale...

Creo que me dormí sin haber llegado a colgar el teléfono. No debí acertar con la horquilla. El caso es que esta mañana —hace apenas dos horas— me he despertado con resaca y lo he visto descolgado. He tocado el timbre mientras me afeitaba y ha acudido el ordenanza al cabo de cinco largos minutos. ¡Y en qué estado! Se reía y me miraba con ojos bobalicones, totalmente despeinado y con la camisa abierta hasta el ombligo.

—Sí, mi general... —me ha dicho, con palabra lenta, con la lengua más estropajosa que la mía.

—¿Cómo sí?... ¿Es modo de presentarse, ése?

—Se miró un poco, encogiéndose de hombros y abrió luego los brazos en un ademán de impotencia:

—Bueno, mi general... Es que me encuentro así tan bien... Y le encuentro a usted tan amable esta mañana...

Le di una patada y se marchó dándome las gracias. Creí que se había emborrachado con la media botella que yo no me pude terminar. Me vestí solo y salí a la calle, pensando en el modo de conseguirme otro ordenanza y deshacerme de éste cuanto antes.

Pero, ya en la calle, se me encogió el corazón. El chofer, mi chofer desde hace diez años, me esperaba junto al coche, sin gorra y silbando beatíficamente al sol. Ni siquiera se cuadró al verme salir. Simplemente se rozó el mechón de pelos con el índice extendido y me dijo, con una sonrisa ausente:

—¿Qué, mi general, nos vamos?

No era modo, no, señor. Ni aquel hombre lo habría empleado nunca conscientemente conmigo, porque me conocía. Y, además, su actitud me pareció sospechosa. Así que subí al coche sin decirle nada y, cuando le vi sentado delante, le ordené que se dirigiera al edificio del Alto Mando Estratégico.

—¡Vamos, mi general!... Con lo hermoso que resultaría darse un paseíto por el Parque Central...

—¡Vamos adonde te he dicho! —le grité, casi adivinando ya lo que sucedía.

El se encogió de hombros, resignado, y puso el coche en marcha. Y comenzamos a rodar lentamente por las calles, con una lentitud exasperante.

—¡Más de prisa! —le dije.

—¡Pero mi general, es tan agradable el airecillo fresco!... Déjeme ir despacio...

Estuve a punto de desmandarme, pero luego agradecí la idea de mi chofer. Porque comprobé que la ciudad entera se había vuelto loca. Vi gente tendida en las aceras, soñando despierta. Y vi —como el día de la prueba, en el campamento G-32— peatones que se lanzaban a tumba abierta por en medio de la calle, dispuestos a morir alegremente aplastados por millares de automovilistas que ni respetaban las reglas del tráfico ni parecían tener la menor prisa por llegar a ninguna parte. Los guardias de la circulación dirigían el tráfico sentados en medio de los cruces y sus órdenes se reducían a cansinos movimientos de cabeza mientras contemplaban extasiados el paso lento de las nubes. Nadie reñía con nadie, los coches se rozaban y chocaban como en una carrera suicida..., pero a cámara lenta. Y mi chofer, por su parte, conducía mirando al cielo, a las casas, a los árboles del parque que dejamos a nuestra derecha.

—¿No quiere que entremos un ratito, mi general?... ¡Es hermoso el parque... y las flores tienen los más bellos colores del arco Iris!

—No, sigue como puedas... —le contesté, acurrucándome en el fondo del asiento.

De modo que había sucedido... Y ellos habían llegado antes que nosotros.

—¿Bebiste agua anoche?

—Mucha, mi general... Y más esta mañana... Más, mucha más... Hacía tanto calor...

En el Alto Mando me esperaba un espectáculo parecido. Los centinelas de guardia en la puerta principal se habían sentado en la amplia escalinata y soñaban, espalda contra espalda. Dentro, todos estaban drogados. No encontré a nadie que estuviera cuerdo. Apenas un par de oficiales supieron contestarme de un modo más o menos racional al dirigirme a ellos. Los demás hablaban con la lengua torcida dentro de la boca y contestaban rojo cuando se les preguntaba azul. Como en un juego de despropósitos.

Me lancé como un tifón por pasillos y ascensores en busca de mi jefe inmediato. A mi paso, los ordenanzas me lanzaban saludos de viejos amigos y los ascensoristas me rogaban amabilísimamente que oprimiera yo mismo los botones. Un mayor escribía poemas incoherentes en la IBM eléctrica de su secretaria, mientras la chica se mantenía despierta a duras penas, tumbada en el sofá inmediato, con las piernas al aire. Al pasar junto a ellos, el mayor quiso a toda costa leerme las estupideces que había escrito.

Abrí la puerta del despacho de mi jefe. Le vi sentado ante su mesa, con barba del día anterior —porque, sin duda, se pasó la noche en su puesto, bebiendo agita—, con los pies descalzos sobre el tablero y ni siquiera se dio cuenta de mi presencia. Creo que ni me oyó. Y yo sabía, por supuesto, que era inútil llamarle la atención porque estaba, simplemente, en otra parte.

Esa era la situación. Exactamente ésa, sin quitar ni poner una sola coma a la realidad. ¿Qué debía yo hacer? ¿Cuál era mi deber? Antes de una hora les tendremos aquí, con sus aviones volando sobre nuestro territorio, sin que un solo cohete tierra-aire salga en su busca, sin que un solo par de ojos les aviste por las pantallas del radar.

Así, conquistados sin una gota de sangre. Lo que nosotros habíamos tomado como un largo plazo en la Comisión, ellos lo tienen ya... y lo han conseguido, no sé cómo.

Pero eso es algo que yo no puedo consentir. Sé que estoy solo, totalmente solo en todo el territorio aliado. He comunicado por teléfono con las centrales de los Estados Mayores de toda nuestra zona de influencia y en todas partes me han contestado con risas, con palabras en las que el asombro se mezclaba con el éxtasis y el sentimiento de la Eternidad.

¡A la porra la Eternidad! Yo les daré Eternidad, a estos estúpidos bebedores de agua y a aquellos listos que osaron adelantarse a las remotas predicciones de tres premios Nobel.

He apretado yo mismo el botón. Por fortuna, los mandos son totalmente automáticos y funcionan todos desde el Alto Mando Estratégico. Basta apretar el botón —precisamente ese que yo he apretado— para que partan de sus bases subterráneas cien millones de megatones con sus objetivos perfectamente marcados al milímetro. Cien millones de megatones.

—¡Y ellos querían sustituirlos por cabezas lisérgicas!... Es para morirse de risa..., de risa, sí... Bebedores de agua... Que no se les puede lanzar peor insulto... ¡Bebedores de agua!...

P S I

Domingo Santos

Cuando la enfermera Gloria Andes se presentó en el sanatorio para niños paranormales de Albión, ofreciéndose para ocupar el puesto que había quedado vacante, acababa de realizar las prácticas de fin de curso de enfermera psicóloga con los máximos honores. Gloria era una mujer joven aún, no demasiado alta ni demasiado llamativa, pero sí con la suficiente personalidad como para llamar la atención de cualquiera que la hubiera tratado un puco. Su debilidad eran los niños, a los que quería con locura: por esto le gustó desde un principio la oportunidad de trabajar en el sanatorio de Albión. Los enfermos de edad son quisquillosos intratables, horribles. En cambio, los niños...

El edificio del sanatorio estaba situado en las afueras de la ciudad, y estaba rodeado por una amplia extensión de terreno de su propiedad. Era un edificio preatómico, de construcción antigua pero resistente, de amplias ventanas enmarcadas por vidrios multicolores y de paredes de ladrillo muy rojo. Visto desde el exterior, el edificio daba una impresión al mismo tiempo de confianza y respeto, algo así como un claustro monacal y una residencia para señoritas. El amplio jardín de la entrada estaba muy bien cuidado y toda la parte trasera del edificio era un gran campo de juegos, desierto en aquel momento.

Acudió a recibirla el propio doctor Juan Osta, el director del sanatorio. Era un hombre no demasiado joven, pero tampoco demasiado viejo, de rostro anguloso y duro, cabello entrecano, que ocultaba sus ojos tras unas gruesas gafas oscuras. La saludó afablemente y la invitó a pasar a su despacho.

—Sé que el trabajo aquí va a ser difícil para usted —le dijo—. Sobre todo los primeros días. Los niños que tenemos aquí no son difíciles de tratar, pero sí son, ya lo verá usted..., algo extraños. Estoy muy contento de que sus antecedentes revelen el que haya conseguido el título y haya realizado las prácticas con todos los honores, y que le gusten tanto los niños. Ahora bien, quisiera que tuviera mucha paciencia con ellos. Encontrará algunas dificultades para adaptarse aquí y... eh... bueno, espero que no suceda con usted lo mismo que con anteriores enfermeras que tuvimos.

—¿Qué sucedió?

—Nada de importancia..., se fueron, esto es todo. Conseguir adaptarse a un sitio como este sanatorio es difícil, y no todas lo consiguen. Pero dejemos esto por ahora. Seguramente estará cansada del viaje, y deseará instalarse. Venga, le mostraré su cuarto. Dejaremos para mañana el trabajo.

A la mañana siguiente, Gloria se levantó temprano. Se sentía descansada y alegre, allí. Una ligera bruma matinal tamizaba a lo lejos el suelo, y el aire era fresco y agradable. En el patio trasero, donde se hallaba el patio de juegos, y donde daba la ventana de su habitación, se oía un ligero ruido de chirriar de poleas. A través de las ventanas vio a un niño que se mecía lentamente en un columpio, mientras permanecía como ensimismado en sus pensamientos.

Abrió la ventana, y respiró el aire puro del exterior. Sacó la cabeza y gritó:

—¡Hola!

El niño detuvo sus movimientos. Tendría unos siete años quizás, o tal vez ocho. Levantó la vista hacia el segundo piso, y vio el rostro afable que le observaba desde allí. Devolvió el saludo:

—¡Hola, señorita Gloria!

Gloria quedó agradablemente sorprendida al oírse llamar por su nombre. Preguntó:

—¿Cómo sabes que me llamo así?

La pregunta pareció sorprender al niño. Por unos momentos quedó como desconcertado. Luego, pareció darse cuenta de algo. Puso cara de fastidio.

—¡Oh, no! —exclamó, con despecho—. ¡Es también igual a las otras!

Saltó del columpio al suelo, se puso las manos en los bolsillos, y se fue malhumorado.

—Tenemos internados casi ciento cincuenta niños aquí —le dijo el doctor Costa aquel mismo día. mientras le mostraba todas las salas del edificio—. Todos ellos poseen alguna característica psíquica que les impide poder vivir normalmente con los demás. En la mayor parte de ellos esta característica no es apreciable a simple vista, pero siempre surge a la superficie apenas se les trata un poco. Para ellos, esto representa un handicap terrible en sus relaciones con los demás.

—Y por esto se encuentran aquí, ¿no es verdad?

—Exacto. Este es el primer sanatorio de este tipo que se ensayó en todo el mundo, aunque ahora hay cuatro más funcionando en otros cuatro países. Hace unos años quizá no hubiera sido necesaria su creación: los paranormales eran poco abundantes en el mundo. Pero en estos últimos años (algunos lo han atribuido a las explosiones atómicas, no sé) han aumentado de tal modo en número que ha sido preciso buscar una solución. Esta lo es.

—¿Es elevado el índice de curaciones?

El doctor se detuvo en seco, como sorprendido.

—¿Curaciones? Creo que no he sabido explicarme bien. Los niños no vienen aquí a curarse; en realidad, no pueden curarse, pues no están enfermos. Lo único que hacemos aquí es prepararles, adaptarles para poder ingresar en el mundo normal, haciendo que puedan ocultar su condición de paranormales a voluntad y que los demás no se den cuenta de esta característica si ellos no quieren. Una persona formada puede por sí misma realizar esta adaptación, pero un niño pequeño necesita ser enseñado, ya que no domina sus reacciones. Esta es nuestra misión: enseñarles. Hacerles ver que el mundo considera extraña su condición de paranormales, y que deben acostumbrarse a prescindir de ella siempre que no crean necesaria su utilización. Así pueden reintegrarse a la sociedad sin ser rechazados por ella. ¿Entiende lo que le quiero decir?

Gloria dudó unos momentos. En realidad no lo entendía demasiado, pero se creyó en el deber de admitir que sí lo entendía.

—Sí —dijo—. Creo... creo que sí.

—No se preocupe —dijo sonriendo el doctor, como si hubiera leído sus pensamientos—. De todos modos, cuando lleve unos meses aquí ya lo entenderá por sí misma. Hasta entonces, déjese llevar por la observación. Es el mejor sistema.

Gloria hizo uso de las recomendaciones del doctor. Sin embargo, no pudo adaptarse completamente los primeros días. Eran ciento cincuenta niños y niñas en el sanatorio, de cinco a doce años todos ellos, para cuidar de los cuales solamente había el doctor Costa y dos ayudantes, otras cuatro enfermeras (que en realidad oficiaban más bien como nurses) y ella misma. Los niños, en verdad, eran extraños, como le dijera el doctor Costa. Observó pronto que todos ellos la conocían como si hubiera vivido siempre a su lado. Esto podía ser en cierto modo halagador, ya que demostraba que se habían preocupado por saber quién era. Sin embargo, resultaba sorprendente que conocieran de ella detalles tan extraños como el número de calzado que usaba, las enfermedades que había tenido cuando niña, e incluso su capacidad craneal. Además, en su modo de actuar, en su modo de jugar incluso, eran raros. Cierto que eran paranormales, pero...

Los juegos, por ejemplo. Uno de sus juegos preferidos era sentarse en el suelo a corro, con los pies cruzados, y permanecer silenciosos y abstraídos durante un largo rato, hasta que de repente uno se echaba a reír, y entonces todos se echaban a reír también, satisfechos. La enfermera jefe, una mujer ya mayor que por lo que parecía estaba allí desde que fuera inaugurado el sanatorio, le dijo que jugaban a ESPar, pero Gloria no acabó de entender el mecanismo del juego. Lo extraño era que, pese a tener la obligación de jugar, dentro del plan de enseñanza y de adaptación, un par de horas diarias a los juegos normales de los niños de su edad, ellos siempre preferían este otro tipo de juego, y si jugaban a lo otro era sólo porque se veían obligados a ello.

—Todo estriba en comprender sus reacciones —le dijo uno de los primeros días la enfermera jefe—. Cuando usted sepa cómo reaccionan y pueda predecir sus próximos actos, todo será fácil y podrá controlarlos bastante bien. Hemos conseguido grandes progresos desde que fundamos el sanatorio; progresos que al principio ninguno de nosotros hubiera esperado. Y todos estos progresos han sido basados precisamente en esto: la comprensión de sus reacciones.

Pero a Gloria le era difícil comprender sus reacciones, aunque se esforzara en ello. Ignoraba por ejemplo por qué Tito, el primer chico que viera en el columpio, le dijo un día que ellos hubieran querido poder jugar con ella también, pero que no podían porque ella no sabía jugar a sus juegos. No comprendía tampoco por qué Ana, una preciosa chiquilla de no más de cinco años, le preguntó un día si ella sabía ESPar, y al decirle ella que no, se echó a llorar desconsolada, diciendo que era una desgraciada, ya que nadie la entendía ni nadie quería ESPar con ella. Tampoco entendería nunca cómo una niña como Rosa, una muchachita de ocho años, frágil y delicada, a la que siempre había considerado como sordomuda, ya que nunca la había visto hablar con nadie ni a nadie hablar con ella, se puso de pronto en una ocasión a hablarle con toda soltura; y que, cuando ella le preguntó estupefacta si podía realmente hablar, la niña le respondiera con su voz ceceante, en tono irritado:

—¡Claro que hablo! ¡Claro que hablo! ¡No me queda otro remedio, ya que uzted no zabe penzar!

Gloria no comprendía a los chicos y chicas del sanatorio. No comprendía cómo todos ellos parecían estar tan distanciados entre sí, y sin embargo estaban tan unidos. No comprendía el porqué, si ellos apenas hablaban entre sí más que lo obligado en los ejercicios de relación, las noticias ocultas corrían con tanta rapidez. No comprendía su interés en jugar al juego de ESPar y otros semejantes, desdeñando otros juegos más propios de su edad, pese a que el doctor Costa le dijo en una ocasión que el juego de ESPar era realmente un juego apropiado para su edad.

Pero lo que dio a Gloria la mayor y más extraña sorpresa de su vida fue lo ocurrido con Aniceto. Aniceto era un chiquillo de unos doce años, tímido, introvertido, del que la enfermera jefe había dicho en más de una ocasión que nunca conseguiría dejar de ser un paranormal de cuerpo entero, ya que su timidez le impedía adoptar el escudo de adaptación que ellos le proporcionaban. Gloria sentía una extraña predilección hacia él, tal vez porque le veía triste y desvalido, y porque los otros chicos lo dejaban un poco de lado en sus juegos y diversiones. Muchas tardes se sentaba con él en un banco del patio de juegos, y el muchacho le explicaba con ojos brillantes extraños viajes que decía haber realizado a otras partes del mundo, y le describía fantásticos paisajes que ella nunca había visto y él probablemente tampoco. Pero el muchacho era feliz, y a Gloria le encantaba oír aquellas historias fantásticas, en las que admiraba la sorprendente imaginación del muchacho.

Pero un día, Aniceto tuvo una violenta discusión con varios de sus compañeros, y Gloria lo encontró llorando. Al muchacho le debió saber mal el que ella le viera en aquel estado, y más aún cuando Gloria, con aire maternal, le obligó a que reclinara su cabeza contra su pecho, mientras le acariciaba el cabello y le prodigaba palabras de consuelo. Aniceto, sofocado por la vergüenza, se puso rojo. Probablemente deseó que lo tragara la tierra. Probablemente deseó, con toda intensidad, estar lejos de allí, solo, enteramente solo en el mundo. Y lo deseó con tanta intensidad, que Gloria sintió que el cuerpo del muchacho se desvanecía de pronto de su lado, y cuando quiso darse cuenta se encontró que, en el lugar donde antes había estado el muchacho, ahora sólo había aire. Aniceto había desaparecido repentinamente de su lado: se había volatilizado.

—Tranquilícese, Gloria —le dijo la enfermera jefe, cuando ella acudió a contarle rápidamente el caso—. No se preocupe; no es la primera vez que ocurre. Aniceto es demasiado tímido, y ante la vergüenza de que una mujer le viera llorar y le tratase de aquella manera quiso irse lo más lejos posible de allí. Ahora estará en cualquier sitio lejano, rumiando su vergüenza: en la cima de una montaña quizás, o en medio de un desierto, o en un peñasco en medio del mar. Pero volverá, no se preocupe. Siempre ha vuelto. Es un muchacho por quien no hay que temer.

Pero Gloria sí se sintió preocupada. Y aunque Aniceto regresó aquella noche, como si nada hubiera ocurrido, ella siguió preocupada aún. De tal modo que, al día siguiente, fue a ver al doctor Costa.

—La esperaba mucho antes —le dijo el doctor Costa cuando la vio entrar en su despacho y hubo escuchado sus lamentaciones—. Lleva usted sólo veinte días aquí: en mi opinión, creo que se desenvuelve perfectamente entre nosotros. Es más, la creo muy capacitada para desempeñar el Trabajo que le hemos encomendado. Claro que tal vez se encuentre aún algo desorientada.

—Lo estoy —dijo Gloria, casi con lágrimas en los ojos—. Intento comprender a los chicos, pero no lo consigo. Cuando veo a la enfermera jefe comportarse con ellos como si fueran chicos normales, yo... yo...

El doctor se echó a reír.

—Bueno, a todas sus compañeras les ha ocurrido también algo similar. Creo que antes de que hablemos valdrá la pena que le aclare un detalle: la enfermera jefe es también, como los chicos, una paranormal. Por eso puede compenetrarse tan bien con ellos.

Gloria puso cara de sorpresa.

—¿La enfermera jefe es...?

No termino la frase. El doctor Costa la miraba entre grave y divertido. Tomó un abrecartas de sobre la mesa y se puso a jugar distraídamente con él.

—Cuando vino usted aquí —dijo—, no le aclaramos demasiado las características paranormales de estos chicos porque preferimos que lo fuera asimilando todo por sí misma y así no se creara en su interior perjuicios sin fundamento antes de iniciar su trabajo. Ciertamente, para una persona normal convivir con los chicos que tenemos aquí es algo... llamémosle fuera de lo común. Pero es preciso hacerlo así, ya que de otro modo ellos no conseguirían ninguno de los progresos que están logrando ahora.

"Para todo el mundo, la palabra paranormal no es más que un sinónimo de subnormal, cuando en realidad su verdadero significado es "lo opuesto a lo normal". Los chicos que tenemos aquí no están escogidos al azar, sino que todos ellos pertenecen dentro de su paranormalidad a la categoría de los supranormales, es decir, de los que tienen, además de los atributos que tenemos todos los demás, algún otro que lo distingue de ellos. Para Aniceto, este atributo es la teleportación; para Ana, las fuerzas ESP; para José, la telekinesis. La mayor parte de ellos dominan la telepatía en general y todos sus derivados. Son seres normales, dentro de su anormalidad; pero esto nadie lo comprende. Dentro de nuestro mundo normal se sienten extraños, distintos, porque los demás no les comprenden. Por eso están ahora aquí. Para ser aceptados por lo demás necesitan disimular su característica de paranormalidad y convertirse, aunque sea por fuerza, en seres normales. Mas para lograrlo necesitan primero una etapa de adaptación: necesitan acostumbrarse a vivir entre personas normales bajo la apariencia de éstas, aunque esto no quiere decir que tengan que dejar de usar sus poderes cuando lo necesiten. ¿Entiende lo que le quiero decir?

Gloria asintió con la cabeza.

—S... sí.

—Bien. Usted, y las demás enfermeras, son seres normales, esto es lo que ellos necesitan, ya que son el contrapunto para su anormalidad. Para ellos, ustedes son los paranormales, y como son niños no lo comprenden bien aún, y les acusan a ustedes, ya que ellos no pueden entenderlos. El proceso de adaptación necesita, pues, un poco de sacrificio por ambas partes. Usted, estos días, ha realizado su aprendizaje. Ahora creo que está ya en posición para aceptar o no este trabajo aquí en forma definitiva. Recuerde que le dije en un principio que no todas servían. Usted, hasta hoy, ha demostrado que sí sirve. ¿Quiere seguir? ¿Cree poder hacerlo?

Gloria vaciló levemente.

—Sí —dijo al final—. Creo que sí.

El doctor Costa sonrió abiertamente. Gloria se levantó, y se dirigió hacia la puerta. Estaba aturdida. El doctor la llamó antes de que llegara a ella.

—Señorita Gloria.

Ella se volvió.

—¿Sí, doctor?

—Es usted admirable —dijo el doctor.

Ella se ruborizó, pero no dijo nada. Dio media vuelta y, nerviosamente, salió de la habitación.

A partir de aquel día, Gloria hizo todo lo posible por adaptarse a los niños que la rodeaban, pensando en sus especiales características. De todos modos, era difícil. Cuando Rosa la miraba fijamente y hacía esfuerzos por hacerle llegar sus pensamientos, y ella debía decirle que no debía hacerlo así, que debía hablar, y la niña no quería hacerlo; cuando Aniceto se ruborizaba al verla y quería desaparecer; cuando Tito le pedía que jugara con él y ella se esforzaba en hacerlo sin conseguirlo, cuando José se enfadaba y hacía bailar todas las sillas de la habitación al compás de su enojo, se sentía tremendamente extraña a todo aquello. Comprendía que era difícil, muy difícil, adaptarse a aquella situación. Pero hacía grandes esfuerzos por conseguirlo.

El doctor Costa la ayudaba mucho también. A raíz de su conversación, y convencido sin duda de que ella necesitaba ayuda, acudía a verla muchas veces, y se pasaban largos ratos hablando de los niños del sanatorio, de lo que les rodeaba, de los poderes psi comunes a todos ellos. El doctor le contaba frecuentemente que cada vez aparecían en el mundo más niños paranormales. En los últimos tiempos había establecido para descubrirlos una red de comunicaciones entre la mayor parte de los médicos del país, de modo que cuando se presentaba un nuevo caso él podía intervenir rápidamente. La mayor parte de los padres consideraban a sus hijos paranormales como subnormales, tan sólo, y era preciso sacarlos de su error. El les convencía de que su hijo era enteramente normal, y que lo único que necesitaba era una adaptación al medio ambiente. Así, la mayor parte de las veces conseguía que el chico fuera llevado al sanatorio, de donde podía salir de nuevo a los dos, tres, cinco años, de su entrada, convertido, por fuera, en un ser normal.

Su obra era, para el doctor Costa, como una cruzada. No podían malgastarse aquellos talentos en ciernes, como se habían malgastado mucho tiempo atrás, sólo porque una sociedad no les comprendía. Llegaría un día, estaba seguro, de que todos los hombres dominarían las fuerzas psi. Pero la adaptación era lenta, y podría malograrse si no se cuidaba. Era una lucha que no podía abandonarse.

Gloria se sentía impresionada por la fuerza que emanaba de las palabras del doctor. Sin saber por qué, cada vez se sentía más atraída hacia aquel hombre hacia su recia personalidad, hacia su firmeza de carácter. Se sentía subyugada cada vez más, y sin saber por qué, se daba cuenta de que no sólo admiraba a aquel hombre, sino que en su interior empezaba a nacer un nuevo sentimiento...

Y así, una noche, en su habitación, Gloria despertó de repente con la extraña sensación de que alguien la había llamado. Abrió los ojos, y vio una sombra dentro del cuarto. Fue a gritar, pero una voz, tan asustada como ella misma, la interrumpió.

—No grite, por favor, señorita Gloria. Soy yo: Aniceto.

Gloria encendió la luz. El muchacho, ante ella, permanecía inseguro, ruborizado. Se cubrió con las mantas, y preguntó:

—¿Qué quieres? ¿Por dónde has entrado?

En seguida comprendió lo ridículo de aquella pregunta, conociendo a Aniceto. El muchacho dijo:

—Quiero hablar con usted, señorita Gloria. Mejor dicho, todos queremos hablar con usted. Aunque he venido yo solo en su representación.

—¿Sobre qué queréis hablar conmigo?

—Sobre usted. Y sobre el doctor también.

—Sabemos que usted quiere al doctor Costa...

Gloria se sintió sorprendida ante aquella afirmación.

—¿Cómo lo sabéis?

El muchacho se azaró.

—Bueno... hemos ESPado sus pensamientos. Ya sabemos que no está bien, el doctor nos lo dice siempre. Pero nosotros queremos mucho al doctor, y la queremos también mucho a usted. El doctor la quiere también, ¿sabe? Pero tiene miedo de decírselo. Por eso hemos intervenido. Quisiéramos verlos felices a los dos.

Gloria se sentía aturdida.

—Bueno —dijo—; pero... yo...

—El doctor se encuentra ahora abajo, en su despacho —interrumpió Aniceto—. Tenía mucho trabajo, y se ha quedado a terminarlo. Pero no puede hacerlo, porque en estos momentos no hace más que pensar en usted. El quiere decírselo, pero no se atreve; no se atreverá nunca. ¿Por qué no va usted a verle?

—Pero... yo...

—Por favor, señorita Gloria. Vaya. Se lo pedimos nosotros. ¿Lo hará?

Había un tono de súplica tan grande en la voz de Aniceto, que Gloria no se pudo negar.

—Bueno... Sí; lo haré. Pero ahora vete. Debo vestirme.

El rostro de Aniceto se iluminó con una gran sonrisa.

—Gracias, señorita Gloria —dijo, radiante—. Gracias. Muchas gracias.

Y como era su costumbre, se esfumó en el aire.

El doctor Costa levantó la cabeza, sorprendido al ver a Gloria ante sí. Dejó lo que estaba haciendo y se levantó.

—¿Sucede algo, señorita Gloria?

Gloria dudó: no sabía cómo plantear la cuestión. Empezó:

—He estado hablando con Aniceto, y me ha dicho que usted... que yo...

Se interrumpió. El doctor Costa la miró unos instantes, sin comprender. Luego, una idea debió pasar por su cabeza. Dejó escapar una ininteligible palabra en voz baja.

—¡Esos condenados chiquillos! —gritó—. ¡Les he dicho millones de veces que no deben ESPar los pensamientos de otras personas a menos que ellas lo consientan! Una persona con poderes psi puede ocultar con mayor o menor éxito sus pensamientos, a menos que se encuentre distraído, pero una persona normal no puede hacerlo, y hasta para unos niños es fácil bucear en su mente. ¡Y eso que se lo advertí!

—No se trata de esto, doctor —dijo Gloria—. Esto no tiene la menor importancia. Aniceto me dijo... bueno, me dijo que usted estaba interesado en mí. ¿Es eso cierto?

El doctor dudó. Indudablemente, se encontraba frente a un arduo problema. Tomó una silla, y fue a sentarse al lado de Gloria.

—No importa que esto sea cierto o no —dijo—. La realidad es otra muy distinta. Aunque quisiera a una mujer, yo nunca podría casarme con ella. No..., nunca me atrevería a hacerlo.

—¿Por qué?

—No importan los motivos. Además, sería muy difícil de explicar. No se trata del sanatorio, no lo crea así. Es algo más... más íntimo y delicado. Yo siento una gran simpatía por usted, Gloria. Me gusta, sí... la quiero, es verdad. Pero no hay solución a nuestro problema.

—¿Pero por qué? Aniceto me ha dicho que usted nunca se atrevería por sí mismo a decírmelo. ¿Por qué? Necesito tener una explicación.

El doctor vaciló; no sabía cómo reaccionar. Se levantó. Gloria se levantó también. Durante unos momentos quedaron los dos frente a frente.

—No me importa lo que puedas decir —dijo Gloria tuteándolo de pronto—. Si es verdad que me quieres, no me importa nada más. Cuando dos personas se quieren, todo lo demás es superfluo. No puede existir nada que se interponga, de modo que será inútil todo lo que me digas.

El doctor fue a decir algo, pero Gloria no le dejó. Repentinamente, le puso los brazos al cuello, se empinó sobre la punta de los pies, y lo besó.

El doctor Costa se azaró. Se azaró mucho. Se azaró quizá demasiado.

Se azaró tanto, que no pudo mantener más el control de sus nervios... y desapareció.

Poco después, en su habitación, Gloria recibió una llamada telefónica de larga distancia.

—Perdóname, Gloria —dijo la voz del doctor Costa desde el otro lado del hilo telefónico—. Pero me pusiste en una situación tal que perdí el control de mis nervios. En aquel momento deseaba tanto estar lejos de ahí... que lo hice. Creo que tienes razón; tal vez sea estúpido este sentimiento por mi parte. Pero necesito unos días para reflexionar. Cuando regrese, hablaremos más extensamente de ello. ¿De acuerdo?

—Sí, cariño. De acuerdo.

Cuando Gloria colgó el teléfono, estaba pensativa. Se sentía algo desorientada. Nunca lo hubiera sospechado..., hasta que el doctor desapareció de entre sus brazos. Bien, se dijo, en cierto modo, debía de haber adivinado desde un principio que el doctor era también un psi. Sólo una persona con estos poderes podría crear un sanatorio como aquél, y llevarlo a buen fin. Pero, además, el doctor había logrado dominar de tal modo su método que nadie hubiera podido nunca sospechar nada de él. Era un verdadero éxito.

Aquellos pensamientos le llevaron a otros semejantes. Convivir con una persona psi traería aparejados algunos problemas, era cierto, y quizás aquello había sido lo que había hecho dudar hasta entonces al doctor. De todos modos, era absurdo por su parte argüir aquella razón, ya que ello era destruir toda su tesis de que los paranormales podían ser iguales al resto de la gente con sólo una ligera preparación, condenándolos para siempre a la soledad y al aislamiento.

Aunque ella fuera normal, podría acostumbrarse a él; igual que se había ido acostumbrando a los chicos. No existiría ningún problema grave.

De todos modos, y, a pesar de ello, aquella noche no durmió. A la mañana siguiente, cuando salió a primera hora al patio de juegos, una multitud de chiquillos, con Aniceto al frente, la estaba esperando.

—Gracias, señorita Gloria —le dijo Aniceto apenas la vio—. En nombre de todos, gracias. Seguimos ayer noche su conversación con el doctor, y sabemos que él está dispuesto a admitir su punto de vista. Estamos convencidos de que formarán una buena pareja. Sí, lo estamos. De verdad.

Gloria se sonrojó levemente, al pensar que todos aquellos chicos habían seguido su conversación de la noche anterior como si la estuvieran presenciando. Bien, aquello sería algo a lo que tendría que acostumbrarse si quería seguir allí. Debería considerar a todos los chiquillos del sanatorio como parte integrante de su familia. Yo también soy casi una paranormal, pensó. Y aquel pensamiento la condujo a otro similar. Y comprendió por él que ya nunca acabaría de irse acostumbrando a cosas nuevas, si se mezclaba con gente psi.

Porque, aunque ahora quizá fuera un poco prematuro pensar en ello, llegaría un momento en que sí debería hacerlo. El doctor le había hecho notar en una ocasión que la paranormalidad era generalmente hereditaria. De modo que sería mejor que empezara ya a hacerse a la idea de ser en el futuro la madre de una caterva de hijos psi...

LOS EXPLORADORES

Domingo Santos

—Y si existen seres extraterrestres, y estos seres nos visitan con regularidad; ¿por qué no hemos llegado nunca a tener conocimiento de su existencia?

—¡Oh, amigo; hay tantas respuestas a esta pregunta! ¡Pueden haber tantas respuestas...!

La nave era como un breve destello de plata en el sol de media tarde. Trazó un airoso zigzag en el aire, y fue a posarse suavemente en el suelo, junto a los setos.

—El planeta tiene una vegetación lujuriante —dijo el comandante de la nave, examinando su superficie a través del visor—. Seguramente debe encontrarse en un período de evolución muy primitivo aún.

—¿Vamos a explorarlo?

—Por supuesto. El tiempo justo de preparar nuestros equipos.

La nave —una inmensa nave portadora— llevaba una dotación de treinta experimentados tripulantes. El comandante designó a cuatro de ellos para que le acompañaran en la primera salida, y comenzaron a preparar los equipos de exploración.

—El aire es muy denso, pero respirable —dijo el analista—. No será necesario el uso de trajes herméticos.

—Mejor —dijo el comandante—; los trajes herméticos son siempre un engorro. ¿Están preparados?

Los otros cuatro hombres asintieron. El comandarle pulsó el botón de apertura de la escotilla hermética número tres. Los cinco exploradores prendieron sus reactores portátiles y, con un elegante vuelo, salieron al exterior.

Julio volvía cantando de la escuela. Estaba contento. Se había sabido todas las lecciones, y el maestro lo había felicitado. Soy un chico listo, cantaba. Entró en el jardín de su casa, pero apenas traspuesta la verja se detuvo. Había creído ver algo así como un destello en el aire, causado por algo metálico que había caído entre los setos. Picada su curiosidad infantil, se dirigió hacia allá para ver de qué se trataba.

—¡Julio! —llamó una voz desde la puerta—. ¿Qué estás haciendo? ¡Ven acá en seguida!

Como siempre, las madres aparecían en el momento menos oportuno. Julio obedeció de mala gana. Su madre le aguardaba con aire severo en la puerta de la casa.

—Es que he visto una cosa metálica descender en el jardín, mamá —intentó disculparse—. Quizá se trate de una nave marciana, o... o...

—No digas tonterías —le reprochó severamente su madre—. Anda, ve a lavarte las manos y ponte a hacer tu tarea. ¡Pero en seguida, vamos!

Julio obedeció a regañadientes. Cuando salía del cuarto de baño y se dirigía a su habitación, oyó a su madre decirle a la cocinera que salía a hacer unas compras a la ciudad. Aquello hizo variar sus planes: allí estaba su ocasión. Se ocultó en el pasillo, y cuando vio que su madre subía al coche y lo ponía en marcha, se deslizó de nuevo silenciosamente hacia el jardín.

No tuvo que buscar mucho: allí estaba, entre los setos. Era un objeto plano, de forma triangular, de no más de treinta centímetros de largo. Su color era plateado, llevaba unos extraños signos sobre lo que podrían ser las alas, y estaba muy bien hecho. Silbó por lo bajo; «¡caray, hoy día hacen unos juguetes que parecen de verdad! ¿Quién lo habrá perdido?», pensó Julio.

Lo tomó entre sus manos, mirando recelosamente a ambos lados con el temor de ver aparecer a su dueño, y lo observó escrupulosamente desde todos los ángulos. Parecía hueco. Seguramente en su interior habría algún contrapeso, o tal vez el pequeño motor que lo hiciera funcionar. Lo agitó junto a su oído, esperando oír algún ruido característico, pero no oyó nada. Parecía estar completamente hueco.

—¡Comandante, nos atacan! ¡Un ser gigantesco ha cogido la nave entre sus manos y está intentando destruirla!

El caos se había apoderado del interior de la nave portadora. Los hombres que no pudieron sujetarse a tiempo desde un primer momento brincaban violentamente de un lado para otro, al compás de la fuertes sacudidas, rebotando contra las paredes y dejando manchas sanguinolentas en ellas. Los instrumentos se soltaban de sus sujeciones, produciendo aún un caos más terrible. El operador, con una amplia brecha en la cabeza, intentaba por todos los medios comunicarse con los exploradores que habían salido de la nave, mientras se agarraba desesperadamente para no sufrir las consecuencias del terrible vaivén.

El comandante oyó la llamada de auxilio, y él y sus compañeros acudieron volando a toda la potencia de sus reactores hacia el lugar donde habían dejado la nave. Así pudieron ver al gigantesco ser que la había aprisionado entre sus manos, y la agitaba frenéticamente junto a su enorme cabeza.

—¡Pronto! —gritó el comandante—, ¡debemos exterminarlo antes de que llegue a destruir la nave!

Se lanzaron en picado y, todos al unísono, dispararon contra él sus potentes armas cuando estuvieron lo suficientemente cerca.

Julio sintió de pronto varios pinchazos en el cuerpo. Se revolvió, buscando a sus agresores. A su alrededor, zumbando frenéticamente, había varios bichos pequeños. Sin soltar el juguete que había encontrado, los alejó haciendo varios aspavientos. ¡Demonio con los mosquitos! Pero los bichos siguieron revoloteando junto a él, y sintió de nuevo el escozor de varios pinchazos más.

Aquello le irritó. En el colegio había ganado justa fama como cazador de moscas al vuelo. Esperó un momento, y cuando uno de los bichos estuvo a tiro movió velozmente su mano, y lo atrapó. Lo tuvo un momento dentro de su puño, sintiendo cómo se debatía furiosamente. Y luego, con esa delectación que sólo pueden sentir los niños, lo estrujó parsimoniosamente y lo tiró al suelo, donde, para rematar su tarea, lo pisoteó. Así aprenderán esos condenados.

Los otros bichos debieron comprender que se jugaban la vida molestándolo, porque se retiraron prudentemente. Satisfecho, Julio se dirigió hacia la cama, sin abandonar en ningún momento su estupendo trofeo.

Al pasar por el comedor se tropezó con la cocinera. Su primer intento fue esconder su hallazgo, pero no fue lo suficientemente rápido. Ella le preguntó qué era lo que llevaba.

—Nada —dijo, creyendo ya inútil intentar esconder la nave—. Una nave del espacio. Me la he encontrado en el jardín. Es estupenda ¿sabes?

—¡Jesús! —exclamó la cocinera santiguándose, al ver la nave que Julio le mostraba—. ¡Si parece de verdad y todo! ¡Lo que no inventarán hoy día para meter ideas raras en el cerebro de los niños!

Julio no hizo caso de aquella indelicada observación; siempre había considerado a la cocinera como una mujer de ideas retrógradas. Entró corriendo en su sala de juegos, y depositó su tesoro sobre la mesa. Se sentía orgulloso: ¡lo que se iba a divertir con él! Se sentó ante la mesa, y se puso a contemplarla atentamente, con la cabeza llena de locos sueños.

Las bajas habían sido cuantiosas en el interior de la nave: nueve muertos, y dieciséis heridos de más o menos consideración. El operador tuvo que ser sustituido por otro tripulante, que comunicó el desastre a los del exterior.

El comandante y sus compañeros habían sufrido también una baja, que ahora yacía convertida en una pulpa sanguinolenta en el suelo de aquel planeta extraño. El comandante hubiera deseado enterrarlo debidamente, pero era imposible en aquellas circunstancias. Era preciso rescatar lo antes posible la nave y sus tripulantes, si querían poder irse del planeta alguna vez. El enorme ser se había metido en lo que parecía un inmenso edificio: allí lo deberían buscar.

Penetraron en el interior de la casa, e intentaron orientarse. El ser gigantesco había ido hacia la izquierda: seguramente debía estar en aquel lugar desde el que emanaba una fuente de luz. Se dirigieron hacia allá. Pero no sabían que, antes, deberían enfrentarse aún con otro terrible peligro.

El gran animal era totalmente blanco, sinuoso de cuerpo, de pelo largo y sedoso, y dotado de una especie de antenas vibrátiles finas y largas a cada lado de lo que era su enorme boca. Se presentó ante ellos tan silenciosamente, que apenas tuvieron tiempo de escapar a su primer ataque. Una de sus enormes patas trazó un arco en el aire, y el coordinador recibió un golpe tan fuerte que lo tumbó en el suelo, seriamente herido o hasta quizá muerto.

El comandante y sus dos compañeros alzaron rápidamente el vuelo, poniéndose fuera del alcance de las garras del animal. Vieron cómo éste se ensañaba con su compañero caído, mientras producía espantosos y prolongados sonidos, pero no se atrevieron a acercarse a auxiliarlo. Habían llegado a un planeta grandemente hostil, ahora lo sabían, y su único pensamiento era huir de allí lo antes posible.

Se dirigieron hacia donde se había escondido el ser gigantesco, y se metieron por la amplia rendija que había en el suelo, que les dejaba holgadamente paso. Sí, allí estaba el ser. Pero en aquel momento se había levantado de su asiento, y se dirigía rectamente hacia donde estaban ellos. Tuvieron el tiempo justo de esconderse en un rincón, antes de que él, al llegar a su altura, pudiera descubrirlos. Y aguardaron, temerosos, el desarrollo de los acontecimientos.

Julio abrió la puerta.

—¡Cállate, «Nerón»! ¿Qué es lo que te pasa ahora?

«Nerón» alzó unos instantes la cabeza hacia su amo, y dejó de maullar. Se relamió un par de veces los bigotes. Estaba jugando con un bichito pequeño que había cazado, y al que hacía bailar de un lado para otro como una pelota. Julio se irritó.

—¡«Nerón»!, ¿no ves que me molestas? Anda, lárgate a jugar a otra parte: a la cocina, al patio, donde quieras, pero no aquí. ¿Es que no me has oído? ¡Hala, vete, vete, vete!

El lustroso y reluciente gato metió humildemente la cola entre las patas, dio media vuelta, y se fue hacia la cocina. Julio cerró de nuevo la puerta, y volvió a su nave y a sus sueños. Era emocionante aquello, imaginar que iba por los espacios siderales, y llegar a la Luna, a Marte, a Venus... Cogió la nave con una mano, y empezó a viajar con el pensamiento: los asteroides... ¡zummm! Saturno... ¡zummm! Plutón... ¡zummm!

Y de nuevo los mosquitos. Esta vez eran tres. Se irritó, pues volvían a picarle y sus picaduras le escocían. Empezó a sacudir las manos en amplios aspavientos para espantarlos. ¡Fuera de aquí, hala largo! ¿No veis que estoy jugando?

Los mosquitos se alejaron revoloteando rápidamente, y Julio volvió a su nave del espacio. De repente había creído ver, a través de las pequeñas lucernas laterales, que algo se movía dentro de ella. Se acercó a la mesa, y la examinó bajo la luz. ¡Bah, tonterías! Pero era interesante ver cómo estaba construida. Sacó una lupa de un cajón de la mesa, y empezó a examinarla por todos lados con atención. ¡Dios bendito, estaba fantásticamente bien construida! ¡Ni que fuera una nave de verdad!

Posados en el alféizar de la ventana, ante el fracaso de su segundo ataque, el comandante de la nave y sus dos compañeros celebraban un breve conciliábulo.

La última noticia de la nave les había consternado: las averías sufridas en el grupo propulsor eran tan grandes, que era imposible repararlas allí, con los elementos de que disponían. Ello significaba que estaban condenados a permanecer prisioneros en aquel planeta... hasta que alguna nave de rescate viniera a ayudarles, si es que venía alguna vez. Y aquel ser gigantesco seguía haciendo de las suyas...

—No debemos precipitarnos —dijo uno de los exploradores—. Es probable que se trate de un ser inteligente, pero que no comprenda que se trata de una nave real, y esté actuando inconscientemente. Tal vez si pudiéramos comunicarnos de alguna forma con él y llegar a un mutuo entendimiento pudiéramos solucionarlo todo.

El comandante admitió que era una idea acertada. Naturalmente, decidió, si alguien debía arriesgarse en aquella prueba era él mismo. El gigantesco ser estaba ahora sentado junto a su mesa, y examinaba la nave. Aquélla podía ser la mejor oportunidad de comunicarse con él.

—Esperad aquí —dijo a sus compañeros—. Y si me sucediera algo, recordad que vuestra misión principal es salvar la nave; cueste lo que cueste. ¿Entendido?

Los dos asintieron. El comandante remontó el vuelo, y fue a situarse frente al gran ser. Reprimiendo el instintivo terror que le producía la visión de aquel enorme cuerpo, se posó sobre la mesa, ante él. Levantó la cabeza, y le habló.

Su primer gesto fue de huida cuando vio que el ser gigantesco levantaba una mano para aplastarlo, pero esta acción no llegó a consumarse. El enorme rostro deforme del gigante se acercó a él, como examinándole curiosamente. Y el comandante pensó por unos momentos que había conseguido su propósito.

El primer gesto de Julio fue aplastar al bicho que se había posado tan inopinadamente sobre la mesa, pero se contuvo antes de terminar su movimiento. Se dio cuenta de pronto de que aquello no parecía exactamente un bicho vulgar, sino que era algo mucho más interesante. Acercó su rostro a él, para distinguir que pese a su tamaño el pequeñísimo ser tenía un cuerpo de forma parecida a la humana, con dos piernas, dos brazos y una cabeza semejantes a la suya, aunque su configuración no fuera exactamente igual. Se sintió excitado por aquel descubrimiento. Cogió la lupa con que había examinado la nave, y la usó ahora para examinar más de cerca al pequeño animal. ¡Era interesantísimo! Parecía además como si estuviera emitiendo algún sonido articulado, pero este sonido era tan débil que no llegaba a sus oídos. De todos modos, se dijo, no importaba. Si conseguía retenerlo, sería la envidia de todos sus compañeros de clase: nadie más podría enorgullecerse de tener una mascota como aquélla.

A un lado, sobre la mesa, tenía una cajita transparente donde guardaba algunos de sus tesoros más preciados. Los tiró con desprecio: ¿qué más tesoro que el extraño insecto que había sobre la mesa? Cogió la caja y, en un brusco ademán, antes de que el insecto pudiera huir, la dejó caer encima de él, atrapándolo.

El insecto se agitó dentro de la caja, gesticuló, intentó escapar, pero no consiguió nada. Excitado, Julio se levantó. La cocinera tenía que saber de su extraordinaria captura; aunque fuera una retrógrada en aquellas cuestiones, tenía que saberlo. Salió precipitadamente de la habitación, cerrando con fuerza la puerta tras de sí.

Los compañeros del comandante acudieron a salvarle, pero la caja era demasiado pesada para poder levantarla ellos dos solos, ni siquiera con la ayuda de los reactores.

—No debemos perder tiempo —les dijo el comandante por radio, desde su encierro—. La nave está inutilizada para volar, pero debemos ponernos a salvo al menos nosotros mismos, antes de que sea demasiado tarde. ¿Cuántos supervivientes hay en el aparato?

La respuesta fue desoladora: ocho, aunque dos de ellos estaban imposibilitados de moverse a causa de sus heridas. «Bien, dijo el comandante; de todos modos debía intentarse.» Ordenó que tomaran de la nave las armas más potentes que encontraran, y que abandonaran el aparato. Su plan era éste: atacar conjuntamente todos los hombres al ser gigantesco, buscando sus partes más débiles: los ojos, la boca, los oídos, hasta destruirlo si era posible. Luego, se dedicarían con atención a la nave. Pero de momento era preciso librarse antes de aquel peligro.

Los seis supervivientes de la nave que estaban en condiciones de luchar salieron al exterior, y entre ellos y los otros dos expedicionarios lograron levantar un poco la caja para que el comandante pudiera salir reptando de su encierro. Una vez éste en libertad, trazaron su plan de ataque. Y se prepararon.

La puerta se abrió de nuevo, pero esta vez fueron dos los seres que aparecieron: el que ya conocían, y otro mucho más voluminoso aún que el anterior. Aquello sorprendió a los nueve hombres, y les atemorizó también. Pero no les quedaba otra solución: debían jugarse el todo por el todo, si querían sobrevivir.

—Adelante —ordenó el comandante. Y los nueve, al unísono, se lanzaron contra los dos gigantescos seres.

—Aquí está —dijo Julio con orgullo. Y se detuvo en seco al ver que la caja estaba vacía—. ¡Recorchos! —exclamó—. ¡Ha escapado!

La cocinera había adoptado un gesto severo. Puso los brazos en jarras.

—Julio —exclamó—, tu madre me dice siempre que tienes demasiada imaginación. ¿No crees que ya has hecho demasiadas tonterías, hoy?

—¡Pero si te juro que estaba aquí! ¡Te juro...!

En aquel momento, los insectos comenzaron a zumbar de nuevo en torno suyo. Y comenzaron también las picaduras. Julio agitó frenéticamente las manos. La cocinera lanzó un agudo grito.

—¡Jesús, cuántos bichos! ¡Seguramente has recogido esto en un estercolero! ¡Ya te voy a dar yo...! ¡Espera a que termine con ellos!

Salió corriendo de la habitación, mientras los insectos rondaban a Julio y éste agitaba desesperadamente las manos, sintiendo las picaduras por todo el cuerpo, principalmente en la cara y manos. Poco después regresaba la cocinera llevando en la mano un frasco rociador.

—¡Malditos bichos! —gritó—. ¡Vais a ver quién soy yo! ¡Os voy a dar...!

Empuñó el frasco como si fuera una escopeta de caza, y empezó a rociar la habitación. Las nubes de insecticida se esparcieron rápidamente por toda la habitación, y Julio sintió cómo empezaban a llorarle los ojos. La actividad de los insectos disminuyó algo. Aquello envalentonó a la cocinera. Cada rociada iba acompañada de un grito: ¡Toma, toma, toma, ya os daré yo, bichos! ¡Toma tú, y tú, y tú! Cuando uno caía al suelo, lo remataba con el pie. ¡No va a quedar ni uno, ni uno!

—¡Espera! —le gritó Julio—. ¡No lo hagas! ¡Son unos bichos muy interesantes! ¡Espera, no los mates a todos! ¡Quiero conservar alguno para enseñárselo a mis amigos! ¡Espera, por favor!

Pero la cocinera no le hacía el menor caso. Cada nueva rociada era un insecto menos. Los perseguía por toda la habitación, y les disparaba nubes de insecticida como si los estuviera cazando uno a uno. Al final, sólo uno quedó revoloteando desesperadamente. La mujer corría tras él, siguiendo sus evoluciones. Julio gritaba: ¡No lo mates; no, por favor! Pero todo era inútil. Al final, el bicho se puso a tiro. Una nueva rociada de insecticida salió del frasco. El insecto frenó su vuelo. Hizo unos cuantos aspavientos. Luego cayó.

La batalla había terminado.

Cuando las emanaciones tóxicas de la fabulosa arma de aquellos seres gigantescos empezaron a causar bajas entre sus hombres, el comandante comprendió que todo estaba perdido. Si hubieran tenido la nave aún en disposición de volar hubieran podido usar sus potentes cañones de combate, pero sin ella nada podían hacer. Impotente, vio cómo sus hombres iban cayendo uno a uno, y comprendió que no le quedaba más solución que intentar huir. Huir de allí como fuera, y hacer lo posible por sobrevivir en aquel mundo hostil y terrible. Intentó dirigirse hacia la puerta, pero el ser gigantesco lo perseguía con su arma, y una espesa nube tóxica lo envolvió antes de que consiguiera su propósito. Una bocanada ardiente atravesó sus pulmones, quemándoselos. Quiso reaccionar: debía seguir huyendo, pero era ya demasiado tarde. Su vuelo se hizo incontrolado. Se ahogaba, no podía respirar. Vio que el suelo se acercaba hacia él a gran velocidad: caía. El choque le rompió ambas piernas, pero apenas sintió el dolor. Comprendía que todo había terminado ya. Allá, en su planeta de origen, una simple inscripción sería su epitafio: nave ZS-322, desaparecida en misión oficial. Era el fin. Ya no le quedaba más que rezar.

Un pie gigantesco se abatió brutalmente sobre él, terminando con su terrible agonía. Gracias, murmuró; gracias.

Cuando el último insecto quedó exterminado, la cocinera abrió todas las ventanas para que se ventilara bien la habitación, y se encaró luego con Julio. Su rostro era severo.

—Bien, jovencito —dijo—. Creo que tu madre deberá saber todo lo que ha pasado aquí. ¿Crees que le va a gustar?

Julio permanecía cabizbajo. Se sentía triste, porque ahora no tendría mascota para enseñar a sus amigos. No respondió.

—Vamos a ver —dijo la cocinera—. ¿De dónde has sacado este juguete?

Julio tardó en responder.

—No... no sé. Me lo encontré.

—¡Aja! O sea, que no sabes quién fue antes su dueño. A lo mejor era de un niño enfermo, quizá salió de un hospital. Tal vez su enfermedad era contagiosa. ¡Y tú lo has cogido! Esto merece una buena paliza. Apenas llegue tu madre, se lo voy a decir. ¡Ya lo creo que se lo voy a decir!

Julio seguía cabizbajo. Empezó a hipar.

—No... por favor, no —suplicó—. No se lo digas a mi madre. Te prometo que no lo haré más.

La cocinera se ablandó un poco al ver que su autoridad era tenida en cuenta. Su rostro se dulcificó.

—Está bien —dijo, después de hacerse rogar un poco—. No se lo diré. Pero has de prometerme que no lo harás más. Y ahora, entrégame este juguete.

Julio protestó un poco: no quería entregar la nave, era lo único que le quedaba. Pero la cocinera era inflexible. Al final, ante la alternativa, tuvo que claudicar.

—Y ahora, jovencito —dijo la cocinera—, te voy a hacer una advertencia. Que no vuelva a pasar otra vez nada como esto, ¿has entendido? Si vuelve a ocurrir, no vacilaré en decírselo inmediatamente a tu madre. Y ya sabes lo que pasará. ¿Entendido?

Julio asintió con la cabeza, sintiendo que en su pecho se acrecentaba el odio que siempre había tenido hacia la gruesa mujer. La cocinera, en cambio, orgullosa del deber cumplido, salió de la habitación con la nave en la mano como un trofeo. De repente, en mitad del pasillo, se le ocurrió que quizá la cena se estaría quemando. Echó a correr desesperadamente hacia la cocina. «Dios mío —pensó—, ¡tenía que cuidarse una de tantas cosas!»

Más tarde, en su reino particular de la cocina, se dedicó a examinar la nave confiscada. Los juguetes que hacen hoy día, pensó. Con ellos no conseguían más que desarrollar malsanamente la imaginación morbosa de los niños, haciéndoles creer en cosas fantásticas y perturbando la paz de sus espíritus. Deberían prohibirlos, sentenció. Sí; prohibirlos todos.

Se dirigió hacia el cubo de la basura, consciente de cuál era su deber. Pero antes de echar la nave en él, por precaución, la aplastó, la martilleó, la rompió, la desmenuzó, hasta dejarla prácticamente irreconocible. Así, se dijo, ningún otro niño la cogería y podría jugar con ella. Porque, quién sabe de dónde habría venido...

LAS FORMAS DEL LAGO

Domingo Santos

La noche del 23 al 24 de marzo, hará ahora cuatro años de ello, se desencadenó una gran tormenta sobre toda la región. Aquella noche tuve que asistir a un enfermo que vivía lejos del pueblo, y la tormenta me cogió a mitad del camino, cuando regresaba. El cielo estaba encapotado, y de repente se puso a llover con tal violencia, que muy pronto el limpiaparabrisas del coche no pudo eliminar la cortina de agua que caía sobre el cristal, y el agua del camino mojaba los frenos hasta casi inutilizarlos. Tuve que detenerme como pude en la cuneta, y aguardar.

Aquella noche se produjo la tormenta más fuerte del año. La completa oscuridad de la intensa cortina líquida era apenas rasgada por los frecuentes rayos, que dejaban ver a mi alrededor sólo la masa espesa y oscura de los árboles. A la hora, aproximadamente, de iniciarse, disminuyó algo la lluvia, aunque el camino estaba aún tan lleno de agua que era imposible seguir. Con el coche cerrado, y los cristales empañados por la calefacción que tuve que encender, fue preciso aún aguardar mucho rato.

En un determinado momento, cayeron del cielo tres estrellas. Acababa de limpiar el vaho del cristal delantero, y vi cómo caían en el horizonte, de norte a sur. No cayeron muy lejos, pues pude distinguirlas bien, a pesar de la lluvia. Llevaban una trayectoria bastante oblicua, y cuando estaban cerca del suelo desaparecieron tras los árboles.

Mañana oiremos decir que han caído trozos de cielo, pensé. Y no será extraño con esta tormenta.

Una hora después pude continuar mi camino, aunque con muchas precauciones para que las ruedas del coche no patinaran en el embarrado camino. Al llegar al lago, que el camino bordea en toda su parte sur, pude observar algo extraño. La lluvia, que aún caía con mediana intensidad, rizaba toda la superficie con sus gruesos goterones; pero no era eso lo que me llamó la atención. El lago, allá en su centro, parecía hervir más que en los lados, como si estuviera animado por una cierta actividad interna, y el agua fosforescía levemente, con un extraño resplandor que parecía provenir del fondo. Nada puede ser extraño ya con esta tormenta, pensé. Me detuve un instante a contemplar el fenómeno, pero el temor de que la lluvia arreciara de nuevo me hizo seguir, y olvidé casi por completo lo que había visto apenas llegar al pueblo.

A la mañana siguiente amaneció claro y despejado. Las nubes huían presurosas hacia el este, como si tuvieran prisa por descargar allí sus vientres hinchados, y era indudable que allá se estaba desencadenando la misma tormenta que nos azotara a nosotros la noche anterior. La tierra estaba fangosa, y las plantas rezumaban agua por todas sus hojas. En el aire flotaba este olor peculiar a tierra mojada, a agua, a vida, que se produce solamente en el campo después de una lluvia intensa.

Para un médico rural, el día siguiente al de una tormenta es un día de mucho trabajo: los dolores de los viejos se recrudecen, y todos ellos le llaman a uno para que les recete algo. Los reumas, las gotas, los dolores de espalda, los catarros, todas las enfermedades típicas de la humedad, me entretuvieron tanto durante todo el día, que lo que había visto en el lago la noche anterior quedó olvidado por completo.

A la noche, sin embargo, volví a recordarlo. Juan habló de ello en el café. Juan tenía unas tierras de cultivo en la parte alta, y la tormenta le sorprendió en ellas. Habló que había visto una estrella errante caer del cielo, e ir a parar al lago. Habló también que luego el lago había presentado una rara fosforescencia, y que parecía hervir. El Cojo, por su parte, afirmó que durante el día había pasado dos veces por el camino, y que tanto al ir como al volver había visto en el centro del lago una mancha lechosa, que recubría una zona circular bastante considerable. Otros dos hombres confirmaron el relato.

Aquello me hizo pensar en lo que yo mismo había visto la noche anterior. Alguien dijo que tal vez había caído un trozo de montaña en el lago, pues, por la parte norte, éste está rodeado de montañas calizas, y con frecuencia hay derrumbamientos, aunque sean de poca importancia. Pero Juan afirmó que lo que había caído en el lago era la estrella errante, y que ahora quería irradiar su luz desde bajo el agua, sin conseguirlo enteramente.

Yo estuve de acuerdo en el fondo con Juan, aunque discrepaba de él en algunos puntos. Yo había visto tres estrellas errantes caer del cielo, pero las vio desde más lejos. Una de ellas podía haber caído en el lago. El meteorito estaría ardiendo por el roce con la atmósfera; esto explicaría el hervir del agua. Además, en su composición podía entrar alguna materia fosforescente. Lo que no acababa de comprender era la mancha blanca. Si era que parte de su masa se había disuelto en el agua, el meteorito no hubiera podido resistir el roce de la atmósfera sin volatilizarse. Aquello no encajaba.

Aquella misma noche fui a ver a Tomás. Los comentarios oídos en el café habían despertado mi curiosidad. El lago, en verano, es una buena atracción turística, y Tomás tenía allá un buen negocio de alquiler de patines, botes, y equipos de inmersión. Ahora, aún no empezada la temporada, todo ello estaba guardado en un gran barracón que tenía al lado de la orilla. Mi idea era usar parte de aquel material y, con su ayuda, explorar el lago.

Tomás me escuchó con interés. El lago era algo así como su reino particular, y lo conocía, tanto por encima como por el fondo, como si fuera el dormitorio de su propia casa. Le interesó saber que un bólido había caído en el fondo; podía ser una buena atracción turística para los que desearan practicar escafandrismo. Se brindó a acompañarme y realizar juntos las primeras exploraciones, y quedamos en ir al día siguiente a investigar.

Aquella noche llovió de nuevo, aunque muy débilmente, y el día siguiente amaneció de nuevo sereno, si bien algo encapotado. A primera hora de la mañana Tomás y yo bajamos al lago, y desde la orilla contemplamos largo rato su superficie. La mancha blancuzca era aún apreciable, y parecía haber extendido algo su radio, por lo que dijeron en el pueblo el día anterior. Tomás, con la topografía del fondo en su cabeza, estudió su situación.

—Se encuentra muy cerca de la fosa —dijo—. Si no es en la fosa misma.

El fondo del lago formaba, casi en su centro geométrico, como una amplia fosa donde la profundidad era de treinta y cinco metros. Tomás sacó del barracón donde almacenaba el material un bote con motor fuera borda, y también un equipo de inmersión. Metimos el bote en el agua, revisamos todos los aparatos, y partimos hacia el centro del lago.

El agua estaba tranquila, pero el aire era frío y húmedo. Llegamos al centro de la mancha blancuzca, y Tomás detuvo el motor y echó el ancla. Recogí una muestra del agua y la estudiamos por encima. Yo era médico, no geólogo, de modo que no entendía demasiado de aquello. Pero pude apreciar, y Tomás también, que la materia blanca disuelta no era caliza, sino otro material desconocido de momento, cuyo tacto era frío y un poco viscoso. Le dije a Tomás que enviaría una muestra para analizar a la Universidad. El, por su parte, empezó a enfundarse el traje de goma: quería ir a ver qué características tenía lo que había allá abajo.

Le ayudé a colocarse la botella de aire, se ajustó el cinturón del lastre, y haciéndome una seña de que todo iba bien, se sentó en la borda y se dejó caer al agua de espaldas. Su figura desapareció en seguida bajo la lechosa superficie.

Aguardé unos instantes. Las burbujas que ascendían hasta la superficie me indicaban la situación de Tomás. Pensé que, con aquella turbiedad, apenas podría examinar nada. Transcurrieron unos largos minutos, hasta que al fin vi a Tomás aparecer rápidamente a unos metros de distancia. Nadó hacia mí, se quitó con prisa el lastre y la botella, que le recogí, y saltó de nuevo al bote.

Me di cuenta en seguida de que se encontraba excitado; excitado y nervioso. Se secó la cara con una toalla, mientras recuperaba el aliento. Me miró fijamente.

—Hay algo allá abajo —dijo—. Pero es algo extraño. La turbulencia del agua, que llega hasta el fondo mismo, me ha impedido ver exactamente lo que era, pero no se trata sólo de una piedra caída del cielo. Hay algo más.

—¿Qué?

Vaciló antes de contestar. Lo que tenía que decir era, indudablemente, fuera de lo común, y ni él mismo acababa de convencerse de ello.

—He llegado hasta el fondo mismo —dijo al fin—. Lo que sea, se encuentra situado en el centro justo de la fosa. Es bastante grande, y metálico. Y pulido también. Es una superficie lisa y brillante, no natural, sino trabajada; como pueda ser la carrocería de un coche, o el fuselaje de un avión.

—¿Un avión hundido, quizá?

—No, tampoco es esto. Y hay algo más, también. No lo he podido ver claramente, pero existe algo que se mueve, allá. Algo extraño, algo que parece tener vida propia. Son como unas formas vagas, algo que no puede identificarse como peces, ni como hombres, ni como nada que nosotros conozcamos. He visto varias de estas formas, pululando en torno a la superficie metálica, a mi alrededor. Una de ellas ha pasado tan cerca de mí, que casi he podido tocarla.

—¿Y no has podido ver qué eran?

—No, no he podido verlo. Era algo demasiado difuso para mis ojos. Pero cuando ha pasado por mi lado, sin saber el motivo, he sentido un escalofrío. Por unos instantes he sentido miedo. Aunque aún no comprendo por qué.

Regresamos a la orilla, y guardamos todo el equipo. Tomás estaba impresionado, y sus palabras me impresionaron a mí también. Dijo que quería volver a bajar al fondo, aunque en aquel momento no. Debía tranquilizarse antes; quería estudiar bien lo que había sucedido, y sentirse de nuevo en posesión de sus facultades. Entonces volvería.

Durante el camino de vuelta al pueblo no hablamos demasiado del asunto. Cuando llegué a casa metí un poco de la muestra del agua recogida en una probeta de análisis, la sellé, y la envié a la Universidad.

Los rumores de la mancha blanca existente en el centro del lago comercial muy pronto de boca en boca por toda la región. Y al día siguiente empezaron a circular algunas noticias extrañas. El lago es una buena zona de pesca. Durante el verano muchos deportistas practican la pesca submarina allí, y en invierno los pescadores del pueblo echan sus pequeñas redes para cubrir así las necesidades de gran parte de la región. Pero a los dos días de la tormenta los pescadores empezaron a encontrar algunos peces muertos en sus redes, presentando en su piel y carne un extraño color blancuzco. El área de la mancha se iba extendiendo lentamente, al tiempo que perdía algo de su intensidad, como si se fuera disolviendo. Algunos pescadores llegaron a decir incluso que vieron bajo el agua unas extrañas formas, grandes como un perro de buen tamaño o quizá más, que se deslizaban por el fondo. Pero nadie les hizo demasiado caso.

Tomás me hizo llamar al día siguiente de nuestra excursión al lago. Cuando fui a verle lo encontré metido en la cama. Observé que estaba muy pálido, y que sus manos temblaban. Me dijo que no se encontraba bien.

Lo examiné, pero no hallé nada anormal en su organismo, y los síntomas que pudo indicarme, frío intenso, constantes escalofríos, una sensación de ahogo en el pecho, no me revelaron nada. Le receté unas inyecciones, sin demasiada confianza en su éxito.

Al día siguiente, en casa, noté algo extraño: mi mano derecha presentaba un color mucho más pálido que el de la izquierda. Aquello me hizo concebir un extraño pensamiento. Había oído decir a los pescadores que cada día se encontraban más peces muertos en el lago, y até algunos cabos. Los peces vivían en el lago, inundado ahora por aquella sustancia blanca: adquirían un color blancuzco, y morían. Tomás se había sumergido en el agua del lago, y estaba enfermo y muy pálido. Yo había sumergido mi mano derecha en el agua para recoger la primera muestra, y ésta presentaba un color blanquecino.

Envié un telegrama a la Universidad, urgiendo el resultado del análisis. Al día siguiente me llegó. La materia que enturbiaba el agua del lago era de una naturaleza desconocida. En principio era una materia orgánica, gelatinosa, semisoluble en agua, y entre cuyos componentes se encontraban algunos aminoácidos. Pero no se podía identificar en ella ninguna materia conocida. ¿Dónde la habíamos hallado?, preguntaban.

Fui a ver a Tomás. Se encontraba aún mal, pero había experimentado una ligera mejoría con respecto a los días anteriores. Le dije que estuviera tranquilo, que pronto se encontraría bien de nuevo. Él parecía estar obsesionado, con una idea fija en la cabeza. He de volver allá —me dijo—, he de volver como sea. Aquellas formas que vi allá abajo no me dejan dormir. He de regresar, y verlas de nuevo. He de hacerlo, cueste lo que cueste.

Le tranquilicé. Sí, yo también deseaba volver allá. Iríamos cualquier día, no debía preocuparse. Le administré un sedante, y me fui. En cierto modo, me encontraba tranquilo con respecto a Tomás. Los peces morían porque vivían constantemente en el agua. Tomás había estado solo unos minutos en ella: lo que tenía no pasaba de ser como una ligera infección.

De todos modos, quedaba un problema. No cabía duda de que había algo en el fondo del lago, y este algo había llegado del espacio en uno de los bólidos que vi caer durante la noche de la tormenta. Dónde estaban los otros dos, qué clase de formas eran, las que había visto Tomás, no lo sabía. Nunca he tenido una imaginación demasiado desbordada, pero los indicios que tenía me hacían pensar sin lugar a dudas en una cosa: en la llegada de una nave espacial extraterrestre, tripulada por unos extraños seres que vivían en el agua, las formas, como los había llamado Tomás. Y mis dudas se centraban en si debía avisar a las autoridades, o aguardar la marcha de los acontecimientos.

La mujer de Tomás vino a verme corriendo al día siguiente, para darme la noticia: sin decir nada a nadie, sin dar ninguna explicación, Tomás había salido aquella madrugada de casa y aún no había regresado.

Supe en seguida el lugar adonde había ido. Fui a llamar a dos pescadores para que me acompañaran, y los tres nos dirigimos presurosamente hacia el lago.

El cobertizo donde Tomás guardaba el material estaba abierto, y en el centro del lago había un bote anclado, aunque a Tomás no se le veía por parte alguna. Cogimos otro bote y nos dirigimos hacia allá, presumiendo que Tomás se hallaría haciendo inmersión. Anclamos nuestro bote junto al otro. Busqué a mi alrededor, pero no vi las burbujas que debían marcarnos su posición. La superficie del lago se encontraba en calma, y tenía que verlas; además, no era posible que Tomás se hubiera alejado tanto del radio de la barca como para no divisarlas.

Tuve un extraño presentimiento. La turbiedad blancuzca del agua era cada vez menos intensa, pero era aún apreciable. Tomás no estaba aún recuperado de los efectos de su primera inmersión. Y ahora había descendido de nuevo.

Volvimos a la orilla, y tomé un equipo de buceo. En aquel momento no pensé en el peligro que ello podía representar para mí. Los dos hombres que me acompañaban me ayudaron a ponérmelo, y volvimos juntos al bote de Tomás. Hice los últimos preparativos, y me lancé al agua.

El interior del lago estaba turbiamente lechoso. Encendí la linterna que llevaba, pero aquella luz no me ayudó en nada a ver con mayor claridad. Pensé que estaba haciendo una estupidez. Si a Tomás le había pasado algo, nunca podría encontrarlo allí, sin ninguna clase de visibilidad más allá de los tres o cuatro metros, de no ser por casualidad. Pero tuve que reconocer de mí mismo que, si había decidido descender, había sido en realidad por otra fuerza mucho más poderosa que el deseo de buscar a Tomás.

Así, me fui hundiendo lentamente, buscando el fondo de la fosa. Sabía lo que buscaba, y pronto lo vi. Estaba allí, posado en el fondo, como una sombra más mezclada entre las sombras. Era un disco grande, de forma lenticular y bordes redondeados, sin ningún saliente ni irregularidad en su superficie. Brillaba débilmente, con un color plateado, bajo las débiles reverberaciones de la superficie del agua.

Como impulsado por una fuerza superar a mí me fui acercando cada vez más, hasta poder tocar con mi mano su lisa, dura y fría superficie. Y entonces las vi. A las formas.

Fueron tan sólo unos segundos, pero nunca podré olvidar aquella sensación. Fue como un aletazo, como el roce de algo desconocido que apenas se presiente, pero que produce en nuestra espalda una incognoscible sensación de frío y de terror. Nunca podré llegar a determinar cuál era su forma exacta, ni su color, ni sus características, pese a que pude verlas con toda claridad. Eran sólo como unas sombras vagas, como unas formas apenas delimitadas en su inconsistencia. Pero su presencia se materializó de repente a mi alrededor: girando en el agua, acercándose, alejándose, haciendo remolinos... Nunca sabré si fue una sola forma, o dos, o diez, o cien. Nunca sabré tampoco si se presentaron a mi alrededor al ver mi intrusión, o ni se dieron cuenta de mi presencia. Sólo sé que el choque emocional de su visión fue tan grande que hice saltar el cierre de la hebilla de mi cinturón de lastre y ascendí meteóricamente a la superficie, adueñado por una sensación de miedo y horror tan grande, que aún ahora no la he podido apartar por completo de mí.

La brusca descompresión de mi ascenso me hizo perder el sentido, y a punto estuvo de hacerme estallar los tímpanos. Los dos pescadores que me acompañaban en la barca me dijeron después que me habían visto aparecer de repente, manoteando, para quedar después inmóvil, boca abajo, en la superficie. Me recogieron, me llevaron a mi casa, y llamaron rápidamente al médico del pueblo vecino.

Tardé más de ocho horas en recobrar el sentido, y mi colega me dijo que había causado más daño en mi persona el shock emocional que demostraba haber sufrido que los súbitos efectos de la descompresión. Me recomendó que descansara unos días? Le dije que tenía varias cosas que hacer, pero me prohibió levantarme de la cama al menos en los tres días siguientes, y me advirtió que el hecho de ser yo también médico no me daba derecho a desobedecer sus órdenes. De modo que tuve que acatarlas.

Aquella misma tarde supe que varios pescadores habían hallado el cuerpo de Tomás, flotando inerte en la superficie del lago. El médico dictaminó muerte por inmersión. Su cadáver no presentaba la menor señal de violencia; y la única característica extraña en él era el fuerte color blancuzco que presentaban todas las partes de su piel que habían estado en contacto directo con el agua. Y, cosa que nadie supo explicar, el gesto crispado de terror que reflejaba su rostro en el mismo momento en que le sorprendió la muerte.

Fue mi mujer la que se encargó de avisar en mi nombre a las autoridades. Acudió el comisario del distrito, acompañado de dos agentes que tomaron nota de mi declaración y firmaron como testigos. Sé que no creyeron nada de lo que les dije, pero como era su deber comprobar todos los hechos y había una muerte de por medio, aceptaron hacer una investigación en el fondo del lago, allí donde, según yo, se encontraba la nave.

Aquella noche hubo nuevamente tormenta. Yo me sentía francamente mal: tenía escalofríos, sentía una fuerte opresión en el pecho, temblaba de frío... Poco a poco iba descubriendo en mí todos los síntomas de la enfermedad de Tomás. Pero lo que me hacía más daño era mi cabeza. En mi cerebro estaba aún grabada con todo detalle la escena del fondo del lago, cuando las formas aparecieron ante mí. Sin embargo, por más que esforzaba mi memoria no podía llegar a precisarlas, y para mí no eran más que esto: unas formas extrañas, vagas, imprecisas. Aquello hacía incomprensible mi súbito terror, y el de Tomás también. Pensé que quizás se tratara de algo psíquico, la misma idea de hallarnos ante algo completamente extraño y desconocido, algo que no podíamos comprender, el causante de todo. Y lo más extraño era que, después del temor, venía el deseo. Porque ahora yo, al igual que antes Tomás, quería volver al lago y descender hasta donde estaba la nave. Aunque supiera que aquel deseo había costado la vida a Tomás, e intuyera que habían sido ellas, las formas, las que lo habían matado.

Al día siguiente, aunque aún llovía abundantemente, se realizó la investigación en el fondo del lago, con ayuda de un equipo de buceadores. A media tarde supe el resultado: no se había encontrado absolutamente nada. Ni la gran masa metálica, ni las formas extrañas pululando a su alrededor. Nada. La turbiedad blancuzca había desaparecido casi por completo, y el único signo de su presencia era la casi total extinción de los peces del lago. Usted vio visiones, doctor —me dijo paternalmente el comisario—. Se asustó de algo que vio allá abajo, y al no poder recordar lo que era ha imaginado toda esa historia. Lo siento.

No respondí. Ellas se habían ido... Sabio que se habían ido. En medio de la tormenta, al igual que vinieron, se habían marchado de nuevo. Ahora sabía que no podría convencer ya a nadie de la veracidad de lo que había dicho, que todos lo tomarían por las desequilibradas impresiones de un shock mental. Pero yo conocía la verdad.

Sin embargo, no dije nada a nadie. Acepté la versión oficial, y les dejé irse. La muerte de Tomás fue considerada como un accidente, y la aparición de la sustancia blanca y la muerte de los peces del lago como uno de tantos fenómenos raros que no se pueden explicar.

Tardé dos semanas en recuperarme por completo. A partir de aquel momento, me dediqué a investigar discretamente en el pueblo por si alguien había visto algo extraño la noche de la segunda tormenta. Nadie sabía nada, pero de boca de uno de los pescadores recogí un extraño informe.

—Sí —me dijo—, yo vi algo extraño. Vi tres estrellas errantes. Pero lo curioso es que no actuaban como las demás. No caían, sino que iban hacia arriba. Como si volaran de la tierra al cielo...

Han pasado cuatro años de todo esto. Cuatro años, y no he podido olvidar aún nada de lo sucedido. Las extrañas formas del lago siguen aún presentes en mi cabeza, junto con un cúmulo de preguntas sin respuesta. ¿Qué eran, y cómo eran? ¿De dónde venían? ¿Qué buscaban, y para qué?

Son cosas que quedarán siempre en el misterio. Lo único que sabemos, lo único que sé, es que vinieron, se instalaron en el lago, y se fueron después. ¿Qué es lo que hicieron en este tiempo? Nadie puede contestar: sólo ellas, las formas, conocen la respuesta.

Desde entonces, muchas noches, sobre todo cuando llueve o hay tormenta por las inmediaciones, salgo de casa y me paso horas enteras bajo la lluvia, mirando al cielo. Sé que es una tontería, pero lo hago. Tengo el extraño presentimiento de que algún día volverán. Espero ver, alguna noche, la caída de una nueva estrella fugaz. Sé que serán de nuevo ellas. Y entonces, cuando lleguen, iré de nuevo a su encuentro...

LA CAÍDA

Carlos Buiza

DEL COMANDANTE AL CONSEJO SUPREMO DEL SISTEMA REYGAL. - Hemos detectado otro Sistema Planetario y a él nos dirigimos. Parece ser el más propicio según nuestros instrumentos, aunque no el más cercano. Está situado en oposición periférica de su galaxia, en cuyo centro existe gran asociación estelar de la que también nos ocuparemos. El Sistema forma parte de otro sistema de soles que cuenta con más de 200.000 millones de estrellas y más de un billón de planetas. Se halla a unos 26.000 años luz del centro de su galaxia y los planetas que lo componen han sido seleccionados por los Cerebros Biotáxicos en primer lugar.

A LA COMANDANCIA. - Nada de particular desde el último mensaje. Hombres, animados y en perfectas condiciones. Moral y comunicados médicos, inmejorables. Ningún accidente ni enfermedad.

PARTICULAR. - Querida M.: Pronto estaré de vuelta, lo estoy deseando. Es una lata tener que hablar así, pero no hay otra forma. Tampoco puedo decirte muchas cosas, misión ultrasecreta, ya sabes. ¿Qué tal Pol? Besos de mi parte. Para ti también. Te traeré una estrella. Hasta pronto. Pol.

DEL CSSR al Cte. - Continúen según plan establecido. Obvio recomendar ahora mayor prudencia. Siga comunicando horas fijadas.

AL Cte. (PARTICULAR). - Querido Pol. No sabes cuánto te echo de menos. Pol muy contento en el colegio. Dicen que se te parece. Tráeme algo más romántico. La pregunta obligada de la mujer de un Comandante Espacial sería ¿De qué magnitud? ¿Roja enana quizá? Desaparece todo el misterio. Besos y vuelve en seguida. M. Te quiero. M.

DEL Cte. AL CSSR. - Hemos penetrado en SP archivado como 2-314-Bv 19. Cerebros biotáxicos saltan como locos. ¡En uno de los planetas, al menos, hay vida!. Las especies animales aparecen poco evolucionadas, antropoides. Reúne inmejorables condiciones. Pocos desiertos o lugares inhóspitos. Esperando definitiva orden exploración, laboratorio investiga activamente.

A LA COMANDANCIA. - Todos en perfecto estado.

PARTICULAR. - Querida M. Mejor que sobre ruedas. Ya queda menos, no te impacientes. Cambiaré el regalo por una lágrima de estrella. Besos P.

DEL CSSR AL Cte. - Órdenes brevemente discutidas en Consejo y que transmitimos: «Exploración inmediata. Utilicen botes salvavidas. R.208 a 100 km. superficie. Fotografías por T-espacio de flora y fauna, costas y mares, nubes y montañas».

DEL Cte. AL CSSR. - Órdenes en cumplimiento. Envío material.

AL Cte. (PARTICULAR). - Contenta por tus noticias. Mamá vino esta mañana. Me hace compañía después del trabajo y me ayuda mucho. Espero impaciente ver sollozo de estrella. M.

Más tarde.

DEL Cte. AL CSSR. - Cerebros cartográficos trabajando a pleno rendimiento. Grandes vergeles después de un desierto. En aquellos, antropoides muy evolucionados. No se han observado, en todo el planeta, señales de vida inteligente: cultivos, edificios, etc. Cerebros antrópicos no facilitan datos precisos. Técnicos revisan posible avería.

A LA COMANDANCIA. - Sin novedad.

DEL Cte. AL CSSR. - Cerebros antrópicos inútiles. Técnicos asombrados y confundidos. Inexplicable para ellos. Posible afectación de instrumentos sería producido, únicamente, por tipo de vida inteligente, en estado superior. No existe tal posibilidad en el planeta.

Más tarde. - Con diez botes en superficie rodeamos extenso vergel. Cerebros Biotáxicos fluctúan anormalmente, señalando dicho lugar. Posible solución pueda encontrarse aquí. Desde los botes, poco más puede averiguarse. Solicito permiso exploración directa.

DEL CSSR AL Cte. - Vistas extrañas circunstancias, Consejo opina existencia probable peligro desconocido. Concede permiso exploración directa pero aconseja sustitución Comandante por persona delegada. Rodéense, en cualquier caso, de las máximas medidas de seguridad. Comuniquen urgentemente cualquier novedad, apartándose del plan comunicación establecido.

A LA COMANDANCIA. - Ánimos algo excitados por avería en Cerebros. Se observa cierta tensión, mas Comunicados Médicos absolutamente normales.

DEL Cte. AL CSSR. - Exploración superficie comenzada con diez hombres. Utilizamos Equipo de Emergencia. Contacto con botes y nave. Lugar particularmente bello y de configuración hermosísima, no apreciable por fotografías enviadas. Animales pacíficos y confiados, especialmente herbívoros; mustélidos de pequeño tamaño. Dirijo operación personalmente, pues entreveo algo fuera de lo corriente.

Más tarde. A LA COMANDANCIA. - Informes médicos contradictorios respecto a hombres que me acompañaron reconocimiento. Yo mismo, nervioso y excitable. Informes no pueden precisar causa. Para estudio más completo en esa Comandancia, remito gráficos obtenidos en pruebas individuales.

AL Cte. (PARTICULAR) Querido P.: Dos días sin tus noticias. Ya sé que no pasa nada grave, pero tengo miedo. Soy una tonta. A pesar de todo el trabajo, no está bien que me abandones de esta forma. Sólo pienso en tenerte junto a mí. Pol y mamá, bien. Besos. M.

DEL Cte. AL CSSR. - Después de amanecer, descendimos nuevamente. Equipo de veinte hombres. Entramos en el vergel, recorriéndole, en contacto por radio y separados 1.000 m. unos de otros. A medida que avanzábamos la belleza aumentaba. Noté una subyugación impropia. Todo lo que nos rodeaba nos atraía fuertemente. Es el más hermoso lugar que jamás vi. A las 176 R.A. hice trascendental descubrimiento: a 200 m. de donde me encontraba, al lado de una loma cubierta por árboles multicolores, junto a un río, vi a una mujer bebiendo agua. Estaba desnuda y agachada. A pesar del poco tiempo que pude observarla, no descubrí en ella ningún rasgo que la hiciese diferente de nuestras propias mujeres. Dejó de beber, y cuando montaba aproximadores para observarla mejor, desapareció tras la loma. Se trata, sin duda, de homo sapiens y es de suponer que encontremos más individuos.

Mas tarde. Id. - Espacial Rol también la vio. No pudo utilizar aproximadores ni fotografiarla, pues como yo, la perdió rápidamente. Espero inmediatas órdenes.

DEL Cte. (PARTICULAR). - Querida M. Acertaste en lo del trabajo. Todo transcurre normalmente. Te veré pronto y te amaré más. Besos a mamá y a Pol. Para ti, todos. P.

DEL CSSR AL Cte. - Necesario hallar pareja y aplicar a uno de ellos Céfalo-psi, si bien, creemos, con procedimiento EMP-14 bastaría. Pueden elegir esta segunda vía como más rápida y menos complicada. Remitan pruebas en cuanto las consigan. Inútil recomendar celo y no causar el menor daño.

A LA COMANDANCIA. - Envío nuevos gráficos. Algo nos afecta a todos en mayor o menor grado. Espacial Rol sufrió alucinaciones. Árboles y piedras le llamaban. Instrumentos de a bordo, no suministran soluciones.

AL Cte. DE LA COMANDANCIA. - Después del estudio de gráficos recibidos, Supercerebros de esta Comandancia suministran alarmantes datos. Tan imprecisos como considerables, contradictoriamente. Proseguimos estudio. Envíen Mensajes directos al CSSR.

AL Cte. (PARTICULAR). - Querido P. Tu corto mensaje me pareció muy largo. Te sentía junto a mí, diciéndomelo al oído. Te quiero. Te quiero. M.

DEL Cte. AL CSSR. - Cincuenta hombres vimos a la misma mujer. Inútiles intentos fotografiarla y utilización aproximadores. Desaparecía. Desde superficie, di situación exacta a bote salvavidas estabilizado a 1000 m. Desde allí, ni se la detectó ni se la divisó. No existe refracción o fenómeno parecido.

DEL CSSR AL Cte. - Técnicos declaran estado emergencia. Últimos gráficos recibidos demuestran, efectivamente, se trata homo tipo sapiens, pero computadoras suministran inexplicables interrogantes.

Id. Más tarde. - Lleven a superficie telesicógrafo y aplíquenlo a mujer.

Del Cte. AL CSSR. - Sólo posible obtención sicografías fragmentarias. Creemos que mujer percibe ondas, inconscientemente, y bloquea explotación.

DEL CSSR AL Cte. - Importantes soluciones obtenidas en Supercerebros, imposible transmitir en su totalidad. CSSR reunido con carácter Extraordinario y General. Transcribimos términos en los que se ha definido:

A TODO EL SISTEMA REYGAL. - Sabemos qué importante misión desarrolla R.208 y con qué problemas insospechados puede encontrarse. Este es uno de ellos.

Para bien del Universo, nos impusimos mantener la paz entre todas las razas conocidas en tantas y tantas galaxias, no en vano somos los reygalinianos la raza más poderosa y desarrollada. Antes de la Era Reygal, algunos creyeron que por medio de la guerra directa, esta paz podría conseguirse. Trágicamente supimos hasta qué punto estaban equivocados. Pero después de la Paz, nuestra Era marcó el comienzo de nuestro supremo destino: mantenerla y encauzarla en el Universo, a cualquier precio. Para ello tratamos de evitar, por todos los medios, cualquier florecimiento de cualquier embrionaria civilización que, de no evitarlo, llegara a convertirse en supercivilización pareja a la nuestra. Suprimiendo al enemigo poderoso que pueda vencernos o solamente intentarlo, el mantenimiento de esta Paz es tarea fácil, exacta, medida. Por eso hemos cortado siempre, radicalmente, cualquier futuro peligro.

El caso registrado por R.208 es el primero —y único— en su género. Los Supercerebros del CSSR nos dieron la solución, pero su carácter permanecerá en secreto, perpetuamente. Los términos del mismo, por otra parte, no serían comprendidos en su enorme grandeza.

El Comandante Pol será encargado de dar el paso definitivo, y tampoco comprenderá el alcance de su acto, cuando cumpla la orden. Sólo sabrá que es factor imprescindible para que la Paz Universal continúe. Cambiará el sentido de un mundo en aras de la felicidad de los pueblos.

DEL CSSR AL Cte. - Enviamos molde microencefálico con soluciones activantes programadas. Busque animal semejante a prueba gráfica que adjuntamos. Emplee traje de seguridad, pues posee colmillo con glándula segregadora de líquido letal. Introduzca molde en su medula, por la segunda vértebra cervical. Abandónelo en árbol frutal según gráfico que también adjuntamos. Regrese después.

DEL Cte. AL CSSR. - Cuando abandoné árbol oí un sonido y me oculté. Mujer se acercaba. Animal enroscado la miraba y ella miraba a él. Usé aproximadores. Esta vez la mujer no desapareció. Me pareció que ambos hablaban. Estúpido parecer, por lo que seguí hacia la nave. Misión cumplida. Regresamos.

EL TIGRE BUENO

Carlos Buiza

I

Legaron por la tarde. El débil sol de principios de otoño rozaba el horizonte y el frío era intenso. Se oía un río al lado del pequeño valle y, casi en su centro, se hallaba la casa. María, desde la distancia que aún se encontraban, la miró con cariño, antes de conocerla.

—Ya hemos llegado.

La voz del guía la sacó de sus meditaciones y, sonriendo, miró a Marco, que cabalgaba delante de ella. Después contempló a Anabel, dormida, en sus brazos. Era un trozo de carne tierna y suave; bien proporcionada en su pequeñez, y humana. Externamente era humana, externamente al menos. María casi enloqueció los días que precedieron a su alumbramiento. Y, después, padecía frecuentes pesadillas en las que aparecían horrorosas visiones que se arrastraban hacia ella..., y ella misma era imitante, sin brazos ni piernas, imposibilitada de andar...

Llegaron a la casa. Estaba rodeada por una valla de madera, ni muy alta ni muy larga y algunos árboles, posiblemente frutales, habían sido plantados en el interior de la cerca. Entre dos de ellos, alguien había montado un columpio y sus cuerdas podridas se movían con el aire de la tarde. En la próxima primavera sería reparado para Anabel.

María se sorprendió al ver que la llave utilizada por el guía para abrir la puerta era de tamaño normal. Había pensado en una gran llave de hierro negro y viejo, que no desentonase con la edad del bosque, hierática, como la naturaleza que los rodeaba.

La puerta dejó escapar un sonido grueso y agradable.

Quedaban pocos momentos de luz natural y se distribuyeron el trabajo, que comenzaron en seguida.

Más tarde, todos cenaron.

—Va a tener mucho trabajo estos días, amigo —decía el guía—. Trabajo saludable y todo lo que quiera, pero su espinazo se va a resentir, ya verá... ¡Este café está estupendo! Y la cena ha sido excelente. Su mujer es una excelente cocinera.

—Sí, no lo hace mal. Para su madre era la virtud más importante. Me lo repetía cien veces cada día.

El guía continuaba sorbiendo café. Se estiró. Sacó tabaco y ofreció un cigarrillo a Marco.

—Envidio su matrimonio, amigo. Ahora sí que hacen falta, cuando sobran las penas —dio varias chupadas sonoras y profundas—. Ya ve, mi mujer se largó con un tipo y no he vuelto a saber nada de ella, nada de nada. Se largó porque yo no tenía dinero..., aunque la muy bastarda lo supiera antes de habernos casado. Me dejó un hijo..., normal..., fue antes de la guerra. Ahora tiene veinte años y pronto se casará. Mañana se lo presentaré, cuando lleguemos al pueblo. Le va a gustar —pensó algo y dio más fuerzas a sus palabras—: ¡Seguro que le va a gustar!

—No lo dudo... ¿Un poco más de café?

—Pues sí, gracias. Nunca hago feos al café. Me gusta mucho, ¿sabe? Prefiero una taza de café a una copa del mejor coñac. Y eso que me gusta mucho el coñac, no vaya a creer. El guía era más despierto y conversador de lo que a Marco le había parecido. Las doce horas que duró el trayecto desde el pueblo, apenas si había hablado.

Le informó de muchas cosas, algunas conocidas por Marco sólo a medias, o desconocidas: peligros, trampas, ciervos, lobos, tigres...

—Los tigres... Es curioso cómo se han aclimatado. Parece que nacieran en estas regiones y no a miles de kilómetros. Trabajo les costó a los científicos, pero lo lograron. Podrá decir que está en el parque mejor y más surtido. Ya verá, ya verá cuántos habitantes; pronto comenzarán a bajar; aún soportan las bajas temperaturas de allá arriba —señaló un punto indeterminado, hacia las montañas—. Los ciervos serán los primeros.

Una hora después se fueron a dormir. Debían salir muy temprano, dentro de algunas horas.

Cerró la puerta de la habitación con sumo cuidado y se desnudó en la oscuridad.

Entró en la cama. El cuerpo de María estaba cálido y silencioso; el cuerpo de Marco conservaba aún el olor perfumado de la madera de pino. Anabel dormía al lado, en una cuna.

—Hola, Cazador. Tardaste mucho.

—Sí, Gacela, pero llegué en el momento oportuno..., para cazarte.

—Astuto Cazador; soy una presa fácil para ti. Y cariñosa. Me encanta que me caces cada vez que me cazas pero.

—¿Pero...?

—Pero duerme ahora. Mañana tendrás que trabajar para nosotros... ¿Oyes?: trabajar.

Marco habló, después de un pequeño silencio.

—Trabajar... Ser felices... Esto nos gustará, estoy seguro. Será el paraíso, nuestro paraíso. Y Anabel tendrá más hermanos.

—Sí.

—Y no me importa, ¿sabes?, no me importa ser cobarde por ellos y por ti. Me olvidaré de todos y de todo. Aquí encerrado siempre. Felices.

—Eso no es cobardía...

Marco no contestó. Callaron nuevamente. Sus pensamientos serían paralelos: la guerra y el corto tiempo que duró, hacía cinco años; los millones de muertos; la miseria; el final rápido. Después la aparición de los monstruos; después, la represión de la natalidad; después, las hogueras donde los mutantes eran incinerados para escarmiento público y la marca a fuego en la frente de los padres traidores...

Pensaron en cuando nació Anabel y en qué montón de trágicas piruetas se vieron obligados a realizar para que no muriese de hambre. Y ahora, al fin, la esperanza. El Gran Parque Nacional se había salvado con la mayoría de sus habitantes. El misterio, si no era paradoja, aún no había sido resuelto; pero la Seguridad Mundial quería conservarlo a toda costa. Y fue la experiencia que como cazador poseía Marco lo que le valió el puesto. Su "zona" comprendía muy poca extensión: el valle y bosque vecino. El forraje de reserva lo proporcionaría la misma Seguridad y Marco sólo debería cuidar de su exacta distribución.

Cada tres meses enviaría informes detallados y cada cinco sería visitado por funcionarios de la Seguridad que supervisarían todo y tratarían de encontrar la causa por la cual esa área, de unos 300 km2, permaneció incontaminada de radiaciones.

Ahora vivirían. Comenzarían a vivir en un verdadero hogar.

—María, ¿seremos realmente felices...?

María no oyó la pregunta. Se había quedado dormida.

II

El Tigre Bueno hundía sus patas en la nieve recién caída. Su elegante andar hacíase más majestuoso al vencer el acolchamiento de la blanca alfombra. Era grande y bello. Estaba flaco pero continuaba siendo hermoso. El collar que le rodeaba el cuello brillaba como la nieve. El fuego y el negro de su pelaje contrastaban en la nieve como la llama en la llanura de una nube iluminada por el sol. Los ojos eran de ezten y, aunque cansados, relucían intensamente. Sus músculos de piedra también estaban fatigados. No era éste su ambiente. Ni su mundo. Dentro de él, siempre sería un extraño.

Era el único tigre adulto de esta parte de la selva. Sólo había un cachorro de su raza, una tigresa. La madre había muerto, no importa cómo, y él debería conseguir que el retoño viviera.

Los ciervos aún no habían bajado. Ni los lobos, bocado poco apetecible, pero comida, al fin. El cachorro moría de hambre. Un castor y una rata almizclera en las dos últimas semanas. El Tigre Bueno no podía aventurarse llegando hasta los ciervos; encontraría comida para él, pero el tiempo sería suficiente para que la cría muriese. Debía confiar, esperar un poco, sólo un poco.

Se echó en la nieve. Un millón de agujas se le clavaron en la espalda. Estaba cansado. Había vagado todo el día y ya era tarde. Estaba muy cansado. Esta noche no regresaría a su refugio. Cuando amaneciera probaría, de nuevo, fortuna.

El Tigre Bueno durmió bajo unas rocas.

No había amanecido. En el hogar, María preparaba unas rajas de tocino salado; a su lado, el guía saboreaba el primer café de la jornada.

—¡Marco, que se enfría el café!

Marco bajaba ya las escaleras. Besó a María y empezó a tomar café.

—El viento de esta noche llevará nieve arriba —dijo el guía con la boca medio llena de tocino asado—. Los ciervos no tardarán en bajar.

Era cierto. Como también, que este mismo viento puso al Tigre Bueno en pie, como un resorte. El tufillo de tocino asado, aunque lejano, le erizó los pelos de la espina dorsal. No, no había soñado. El insólito olor era real. De un potente salto salvó las piedras que se interponían entre su refugio y el bosque. Si tenía suerte, esa misma mañana consolaría a su cría con algo más que cariñosos, pero inútiles lametazos. Un millón de músculos se pusieron a la carrera.

Cuando llegó al principio del valle ya había reconocido el olor de los hombres y de los caballos. De repente los vio: eran sólo puntitos sobre la nieve. Corrió. Estaba muy cerca de la casa y podían verle si andaba al descubierto. Aplastó su cuerpo contra la nieve y esperó.

Dos hombres y dos caballos se separaban de la casa.

No pensó María, ni por un momento, en el miedo. Estaría sola casi un día en la casa, con Anabel, esperando el regreso de Marco. Pero, ¿por qué iba a tener miedo? ¿De quién? Los lobos tardarían en bajar; Marco también lo sa­bía..., además estaría todo el tiempo dentro de la casa. Todo el tiempo..., menos ahora, que se ocupaba en fijar unos alam­bres para tender ropa lavada. Anabel jugaba con unas mu­ñecas, sentada en una silla.

Vio al tigre antes de que éste saltara la valla. Fue un salto excelente, limpio, sobrado, que hablaba de las faculta­des del animal. Sus cien mil rayas cambiaron en mil for­mas. María soltó el alambre y lanzó un grito que salió de alguna parte oscura. Quiso dirigirse hacia Anabel. Pero el Tigre Bueno, agachado, iba en la misma dirección. Se paró, temblando. Su palidez se confundía con la blancura de la nieve. El collar del tigre también era blanquísimo. Se paró, mirándola. María pensó si estaría domesticado, si no sería peligroso.

Después del gruñido sordo, María gritó nuevamente y su estertor fue parecido al primero.

—Por favor, tigre, sé bueno... ¡No..., no te acerques más a ella...! ¡No la toques..., no la toques...! ¡NO LA TOQUES!

El final del grito no era su voz. El Tigre Bueno la miraba interesado, moviendo a un lado y a otro su poderosa cabe­za. Anabel comenzó a llorar. María quiso correr hacia su hija, pero el Tigre Bueno se le adelantó. De un poderoso zar­pazo abrió el pecho de Anabel. Quebró varios de sus tiernos huesecillos y el sonido se confundió con el crujir de la ma­dera de la silla. Lanzó, a ambos a varios metros, junto al tronco de uno de los árboles.

María cayó al suelo. Antes de perder la conciencia oyó un plop que ya no podía identificar. El Tigre Bueno, aún en el aire, con su zarpa derecha, le arrancó varias vértebras cer­vicales y un arrecil de sangre caliente, en palpitante aveni­da, le dio en la cara. ¡Por fin su cría comería! No tenía buen sabor la carne humana, pero le llevaría vida.

Tomó para él parte de la comida. Lo demás lo llevaría a la cueva, donde le esperaba el cachorro hambriento.

Antes de empezar a comer, antes incluso de moverse, el Tigre Bueno lloró...

Poco después de esto, llegaron los primeros ciervos.

Ni Anabel vería ya el perrito que su padre le traía ni éste vería más a su pequeña familia. Esto, en sí, no tiene demasiada importancia. Sí la tiene el preguntarnos: "¿Era acaso el tigre bueno?" "¿Dónde estaba su bondad?"

Sí, lo era. Un buen tigre, además, que había realizado tareas de madre y de padre, que casi había llegado a morir de hambre por su hija, que estaba dispuesto a morir por ella... Ustedes dirán, con razón, que era un buen tigre para los tigres. Pero todo es absolutamente cierto. Todo. Presten crédito, al menos, a lo esencial. Es muy cierto. Lo sé porque lo escribí yo.

Yo, el Tigre.

CONFESIÓN DE UN GRATS

(PARA SER LEÍDA POR UN TERRESTRE)

Carlos Buiza

Llegué a la Tierra en misión especial procedente de un remoto planeta que pertenece a un Sistema todavía más remoto. Era primavera y el aire estaba precioso... Bueno, eso vendrá después. Desciendo de una familia de las más vetustas de mi mundo y del más rancio abolengo en mil millones de kilómetros a la redonda. Ahora estoy lejos de G y solo... ¡por fin!

Verán: cuando yo nací, mi padre, el Venerado y Respetable Grfjv... (bien, lo dejaremos en G.); pues mi padre tuvo la luminosa idea de bautizarme con el nombre de Ger. ¡Figúrense, algo así como Cojoncio! Y es que toda mi familia es muy original, desde mi bisabuelo Gl (que a la hora de cenar era un iguanodonte de quince metros de altura y treinta de longitud, de tal manera que habíamos de variar la capacidad de nuestra cúpula para que estuviese a sus anchas), hasta mi barbudo y serio progenitor (que a la hora de comer era un didinium y teníamos que verle por el ocular de un microscopio). Todos, todos eran así.

Los grats teníamos autorización para cambiar después de haber rebasado determinada edad; antes, todos somos iguales: si uno de vosotros nos viera, pensaría, de seguro, cuando dejase de correr, algo muy feo sobre la idea que de la estética tenemos; porque nuestros, niños son auténticos y reales pesadillas, llenos de pelos por todas partes, y con bolsas y papadas generosamente distribuidas.

En G no hay diversiones, porque no se necesitan; la idiosincrasia grats está tan alejada de ideas como alegría, risas, arte, ingenio, etc., cual un gato terrestre lo está en un balde lleno de agua helada. Es un mundo de aburridos. Un planeta soporífero, letal, sin salas de fiesta, ni partidos de fútbol, ni hipódromos, ni nada de nada. Tampoco hay estaciones: mantenemos artificialmente la temperatura y como no necesitamos oxígeno, tampoco tenemos flores, ni ríos, ni sol. Aunque sol, sí: es sustituido por un motor energético y por él, lechosamente, nos llega una especie de claridad.

Cuando llegué a la Tierra era, exteriormente, un terrestre más; de goma, pero un facsímil perfecto. ¿Dónde estaba yo realmente?, pensaréis; pues estaba allí, en cualquier parte de la goma, fundido con ella. No mi yo, sino mi simple evidencia física, estaba en todos los átomos de la goma que formaba parte de mi camuflaje. Y, ¿cuál era mi especial y secreta misión? Sencilla: preparar el terreno para una futura invasión grats (G se nos estaba quedando muy pequeño). La decisión, a propuesta de Su Muy Alta Gratseza, Rey Capitoste del Sistema, había sido discutida brevemente por el Consejo (del que mi bisabuelo, abuelo y padre formaban real parte). Más que discusión fueron proyectos descarados, desde el principio. Y aquí estaba yo, Ger, el grats elegido por sus dotes, y a quien le cabría el honor de dar el primer paso. ¿Cómo? Sencillo también: un disimulado petardo bacteriológico aquí, una guerra casual allá... En fin, casi nada. Aún recuerdo el discurso del iguanodonte de mi abuelo G. momentos antes de mi partida, y aun recuerdo los gruñidos de aprobación de mi familia y de todos los Altos Capitostes. Y el diezmar a la Tierra iba a ser labor de niños.

Me tomé el tiempo que quise para estudiar a los terrestres y más del necesario, ciertamente. Estuve en un millón de sitios y vi millones de cosas. Y esto fue lo que me perdió, por esto traicioné a mi pueblo, a las barbas de mi padre, a las escamas acorazadas de mi abuelo, a mi novia, a mi hijo feo y gordo, como ella, a Su Muy Alta etc. En una palabra: a todos. Fui mimetizándome interiormente; fui siendo, sin darme mucha cuenta al principio, cada vez más terrestre. La primera alarma la tuve en París, cuando me dio por mirar (¡y me gustaba!) las piernas de las chicas; después en Sevilla, cuando probé esa bendición que es el vino de Jerez; y en el cálido Hawai, y en Italia, donde lloré como un gran tonto en aquella película donde unos niños coleccionaban cruces... ¡Fue terrible cuando llegué a la evidencia de mi cambio!

¿Les he dicho que el sentimiento predominante en un grats es el mal humor? Pues lo es; siempre están enfadados, siempre el ceño arrugado y los ojos mirando atravesadamente. Son desagradables en el trato, cualquiera que sea su edad; incluso los perros grats son antipáticos y odiosos.

Pues así estaba yo, así, porque no sabía qué hacer. Naturalmente enviaba informes periódicos (mi nave reposaba en la cara oculta de la luna y con mi emisora de bolsillo emitía desde la Tierra); fueron todos iguales: "RECOPILO DATOS. ESPEREN NUEVA INFORMACIÓN". Los primeros, absolutamente sinceros; los demás, sólo para ganar tiempo.

Mi comida nunca fue problema: tierra mojada como base, aunque más tarde la comida terrestre fue gustándome cada vez más y varié todo mi metabolismo, lo cual constituyó un alivio. El dinero no tenía importancia: obtenía fácilmente todo cuanto me era necesario (no, no lo diré). También tuve una novia encantadora y ardiente, pero me dejó. Por más que me empeñaba en lo contrario, el maldito humor grats surgía en las ocasiones menos previstas, como aquella vez en una playa... Pero eso es otro cantar.

¿Qué hacer? ¿Dejar una Tierra tambaleante, y preparada para recibir a los severos grats, o qué? El dilema continuaba y debería darle una rápida solución; en G se extrañarían por la ausencia de progresos y mandarían un Investigador Ceñudo, con lo que todo se iría a paseo.

Una niña y el pícaro humor terrestre —del que había tomado buena nota—, me dieron la solución. Fue así: yo iba en el "metro", en Madrid, y el vagón iba lleno; la niña estaba delante de mí, por lo que pude observarla a gusto; y me deleité en su cara simpática, en su pelo que parecía latón y, al compararla, me hizo aborrecer nuevamente a las graves y peludas niñas grats. Llevaba unos libros en la mano y, al bajar en su estación, los libros cayeron al suelo; la gente se precipitó detrás de ella, pisoteándolos; la gente que entró, los pisoteó de nuevo, y la niña no pudo recobrarlos. Bien, yo la buscaría y yo se los devolvería. Para un grats era fácil. Cuando los cogí del suelo, los hojeé. ¡Y allí encontré la solución! Eran tebeos de ciencia ficción en donde héroes terrestres realizaban enormes proezas cósmicas; eran caudillos que nunca salían derrotados. En G se asustarían si el grado de evolución de la Tierra hubiese alcanzado un punto infinitamente superior a lo previsto por ellos. Sólo necesitaba una prueba, un convencimiento, una evidencia... Y les mandé la prueba, ya lo creo. El mensaje que Su Muy Alta etc. recibió fue algo parecido a éste:

"PROYECTO DE INVASIÓN FRACASADO. TERRESTRES PODEROSÍSIMOS SUPERCIVILIZADOS. ARMAS MORTÍFERAS QUE ACABARÍAN CON NOSOTROS EN UN SEGUNDO. NAVE DESCUBIERTA Y DESTRUIDA EN LA LUNA. YO DETENIDO Y A PUNTO DE SER JUZGADO POR ESPÍA, ME MATARÁN. AVANZADAS TERRESTRES SE EXTIENDEN HASTA ANDRÓMEDA. NO PASÉIS DE AHÍ. PATRULLAS FABULOSAMENTE ARMADAS VIGILAN CONSTANTEMENTE AL MANDO DE HÉROES TERRESTRES, SON SUPERMAN DE LAS FUERZAS INTERPLANETARIAS MEJICANAS. DIEGO VALOR DE LAS REALES ESPAÑOLAS Y FLASH GORDON DE LAS F.A. DE LOS ESTADOS UNIDOS. DOY GUSTOSO MI VIDA PARA MAYOR GLORIA DE G."

Y ya está. Yo destruí la nave y ellos se lo creyeron todo. Por superinteligentes, los grats son un poco tontos. Me quedé en la Tierra pasándolo como un rey (terrestre). Pero tengo una pena, y es que mi maldito humor no acaba de desaparecer. Claro que he pensado poner remedio. Cambiaré nuevamente, definitivamente (por eso he escrito esta "confesión"). Y lo haré con el mejor humor que pueda. Lo haré pensando en los niños, en los niños que, sin saberlo, salvaron a su amorosa, querida y bella Tierra. Cambiaré para ellos. Para siempre.

¡Ah, se me olvidaba! en adelante llámenme Donald Duck.

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