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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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sábado, 12 de junio de 2010

Dominios remotos -- WARD MOORE




Dominios remotos
WARD MOORE

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Escritor norteamericano, nacido en Madison (Nueva Jersey) en 1903. Abandono la Escuela Superior para seguir la vida literaria y trabajo en diversas librerías hasta abrir una propia. Sus dos obras de ficción científica, "Greener Than You Think" y "Bring the Jubilee", son clásicas en su genero.
* * *
Hasta que su informe fue conocido, se consideraba a la expedición a Marte que Murphy, Gobiniev, Langois, Alameda y Mutsuhara llevaron a cabo en 2002 como la primera realizada con éxito. La verdad es que el primer viaje lo consumó de modo completamente accidental, en 1887, el año de las bodas de oro de la reina Victoria, un tal Humphrey Beachy-Cumerland.
Su nombre completo era Humphrey Howard Clarence Beachy~Cumberland, y era pariente lejano - muy lejano - de los Churchill, a quienes consideraba más bien como advenedizos. El no tenia titulo, y alimentaba sobre la dignidad de par ideas muy poco halagüeñas.
Había habido Beachy en Agincourt y Cressy, y Beachy-Cumberland fue nombre distinguido en Naseby y Ramíllies, Prestonpans y Salamanca. No estaba dispuesto a cambiarlo por un lord Fulánez o un conde de Nosédónde. A los veinticinco años - había nacido uno después de la muerte del príncipe consorte - poseía ya sólidos principios. Tenía un marcado interés por el progreso (mejores casas de vecinos, clases gratuitas para obreros...) y un alto sentido de la responsabilidad (inspección de alcantarillas, pensiones para los sirvientes ancianos...).
Es el progreso, y en modo alguno la afinidad, lo que explica su interés por Oiles Pundershot. Pundershot era un vulgar en todos los sentidos: de humilde cuna, colocaba mal la h, pedía dinero sin cuidarse de devolverlo, leía las cartas ajenas, seducía criadas y llevaba la corbata de un colegio al que no fue nunca. Llegada la oportunidad, hubiese sido muy capaz de cazar zorros a tiros. Era también un genio de primera magnitud, un físico tan por delante de su época que ninguna universidad toleraba que se mencionase su nombre ni ningún tratadista de viso se molestaba en refutarle. Humphrey le daba una libra a la semana, habitación en el ala de la servidumbre y una razonable cuenta abierta en una fundición de hierro de la que era director. Le concedió también un ayudante de jardinero y medio acre de terreno para la construcción de una máquina voladora. Tanto Humphrey como Pundershot estaban seguros de que el vuelo de los más pesados que el aire sería posible antes de 1900.
La máquina voladora de Pundershot seguía concepciones revolucionarias. Era, en realidad, un proyectil... un proyectil sin cañón.
- Magnetismo - explicaba Pundershot -, atracción y repulsión. Antigravedad, en una palabra. Repele la Tierra.
- ¿De veras? - preguntó Humphrey cortésmente.
- Lo malo es si la repele con excesiva brusquedad. Sí no me equivoco, volará a trescientas millas por segundo.
- Demasiado - comentó Humphrey - Demasiado a todos los efectos.
- Dieciocho mil millas por minuto - dijo Pundershot -. Un millón de millas por hora. Semejante velocidad no sirve para nada.
- Eso parece - asintió Humpbrey.
- Bueno - dijo Pundershot, sombríamente satisfecho -; supongo que tendré que deshacerlo y volverlo a montar.
Humphrey parecía abrigar ligeras dudas. Sabía al penique cuánto le había costado el proyectil, y la experiencia enseñaba que el segundo costaría al menos cuatro veces más caro.
- ¿Qué hay por dentro? - preguntó, aplazando el momento de aprobar el nuevo experimento de Pundershot.
- Nada que pueda entender un aficionado. Falsas paredes, superpuestas y rellenas; un tanque de oxigeno - el vehículo es estanco - y controles magnéticos: «Marcha» y «Parado». Todo un poco apretado, a causa del mecanismo de absorción de choques que va entre las paredes. Apenas queda sitio para una persona, y está todo oscuro. ¿Quiere echarle una mirada?
Humpbrey no tenía especial curiosidad, pero el tacto (¿acaso no se ofendería Pundershot si no mostraba interés?) y la desconfianza (después de todo, con semejante tipo, a lo mejor resultaba todo de cartón) le hicieron asomarse por la abierta portezuela.
- Entre sí quiere - invitó Pundershot -. No podrá ver mucho, pero algo notara.
- Bueno - dijo Humphrey vacilante -; probaré.
La descripción del interior que había hecho Pundershot era más bien optimista. Humphrey no vio nada; tan sólo sintió una como premonición del ataúd, y trató de volver sobre sus pasos.
- ¡Cuidado! - exclamó Pundershot -.
Mire lo que hace. El cierre automático está junto a su brazo.
Naturalmente, Humphrey movió el brazo. Tropezó con un botón; y la portezuela metálica se cerró de golpe. Lanzó una exclamación y luchó por volver a abrir el cilindro. En vez de conseguirlo, entró en contacto con el invisible botón «Marcha». El
proyectil repelió la gravedad de la Tierra con absoluta repugnancia. A cuarenta y ocho millones de millas, metro más o menos, el planeta Marte lanzaba sus rojos destellos. La nariz de la máquina apuntó exactamente hacia él.
El último pensamiento de Humphrey Beachy-Cumberland mientras desgarraba la envoltura gaseosa de la Tierra fue que había dejado una pensión para Pundershot en su testamento. Bien se arrepentía.
Los marcianos que le rodearon cuarenta y ocho horas más tarde habían vuelto a la barbarie hacía miles de generaciones. Sus grandes ciudades yacían en el polvo, y el saber había degenerado en fábula y magia, tras fallar los delicados resortes de equilibrio de una sociedad completamente libre, igualitaria y sin violencia. Pequeñas tribus, tan bárbaras que su jefatura no era hereditaria, sino asumida por el más fuerte o el más astuto, guerreaban perpetuamente entre sí, ansiosas de nuevas victorias. A pesar de ello, Humphrey estaba de suerte; prácticamente, todos los marcianos habían abandonado el canibalismo.
Miro hacia arriba, a los rostros impasibles todos los marcianos le sacaban, por lo menos, la cabeza y percibió las ropas toscamente tejidas, las pálidas pieles, los amplios torsos y la profusión de hachas y cuchillos.
- ¡Agua..., por favor! - boqueó.
Uno de los marcianos emitió algunas sílabas agudas. «Vaya», pensó Humphrey «tendré que enseñarles inglés. ¡Qué lata! ».
Los ininteligibles sonidos debían tener algo de humorístico, pues los demás rieron brevemente. Siniestramente. Humphrey se llevó un imaginario vaso a los labios. Al no observar el menor indicio de comprensión, puso sus manos en forma de cuenco e hizo exagerados ruidos ingurgitatorios. El marciano del chiste sacó un horrible cuchillo de hierro.
- ¡Eh! - se apresuró Humphrey -. Guarde eso. Puede hacer daño a alguien.
Nunca le había gustado el humor negro. Se volvió hacia el otro lado, repitiendo su pantomima. El del cuchillo se detuvo.
- ¡Agua! - repitió Humphrey, alzando la voz a pesar de la sequedad de su garganta, seguro de que los extranjeros siempre se las arreglan para entender, si se les habla bien alto y muy despacio.
Mucho más tarde, y tras haber sido amenazado con la mutilación o la muerte por los más ingeniosos procedimientos - evitados por el de mirar al supuesto asesino y asegurarles fríamente que ése no era modo de comportarse - Humphrey estaba de rodillas al borde de un canal increíblemente ancho, calmando su sed con el agua oscura y nauseabunda. Sus captores se hallaban junto a él, en modo alguno intimidados por aquella increíble criatura que parecía desconocer el miedo - y el sentido común - y que no hablaba como todo el mundo. No estaban intimidados, pero si confundidos.
Humphrey paseó su mirada a través del canal, y después arriba y abajo, hasta donde desaparecía en el horizonte. «Supongo que no habrá auténticos ríos. Bien, por algún sitio hay que empezar; llamaré a esto el Támesis. Canal del Támesis».
Se volvió a los marcianos.
- Támesis, dijo claramente. - Taaa-mesis. Ca-nal.
Y señaló la obra de ingeniería construida por sus antepasados hacía sesenta mil años.
- Fenutch Gubra - articuló un marciano.
- No, no - Dijo Humphrey -. Támesis. Canal del Támesis.
Volvió a acercarse al agua para lavarse cara y manos... «Tengo que hacer algo para conseguir un baño decente. Los malditos tienen hierro; no será difícil fabricar alguna especie de barreño».
Los baños diarios eran una necesidad, pero otras exigían inmediata precedencia. Juzgaba a sus huéspedes lo bastante primitivos para dormir a la intemperie, conducta que no se proponía imitar. La incomodidad endurece al hombre, le hace más apto, pero la intimidad es la base de la civilización. Y Humphrey no pensaba abandonar ésta, ni siquiera bajo las presentes críticas circunstancias.
- Bien - dijo bruscamente -, no puedo estar así todo el día. ¿Qué tal ahora un poco de comida? Comida. ¿Entienden? Co-mi-da...
Humphrey se Sintió desolado al descubrir la realidad del atraso marciano. Tras el infantilismo de amenazar a un extranjero con bestiales torturas, ya no esperaba la cultura de Manchester o Birmingham; no buscaba refinamientos como los paraguas o el Punch. Pero es que ellos ni siquiera conocían la institución familiar. Las tribus vivían divididas con arreglo al... ¡hum...! género. Los niños permanecían junto a las mujeres hasta alcanzar la edad de intervenir en la interminable guerra con otras tribus, de la que sólo regresaban con... propósitos carnales. Todo de una completa inmoralidad.
Peor aún, no había herencia, mayorazgo ni vinculación. Humphrey no podría cruzarse de brazos ante tal estado de cosas sin que pareciese concederles su aprobación.
Sus captores pugnaban todavía por animarse a matarlo, pero el simple intento era algo más difícil cada día. Resultaba completamente absurdo y no poco indecente violar de ese modo la costumbre y código fundamentales - «no dejaréis con vida a ningún extranjero» -, pero nunca extranjero alguno se había mostrado tan opuesto a cooperar. Se negaba a asustarse de las hachas blandidas o los cuchillos enarbolados. Ni siquiera podía acabarse con él durante el sueño; los intentos de aproximación subrepticia al burdo cobijo que había construido tropezaban siempre con un alerta y desconcertante preguntón.
El caso es que mientras hubiesen faltado a lo establecido al no saltarle los sesos o cortarle el cuello de un modo inmediato, Míster - esto era cuanto de «Mr. BeachyCumberland» juzgaban conveniente pronunciar - corría el riesgo de ser
despachado en cualquier momento. Entre tanto, ahora que comprendían algunas de sus palabras, quizá pudiesen sacarle algunos trucos para vencer a las tribus vecinas.
Humphrey no tenía intención de serles útil en este aspecto. Luchar por la reina y el país era una ocasional, desagradable - y gloriosa - necesidad. Pero no había necesidad ni gloria en aquellos choques aborígenes. Eran simplemente repugnantes.
No obstante, sin querer aumentó el poder de la tribu y su propio prestigio. En aquellas regiones, al menos, no había árboles ni animales - como amante del rosbif con puding de Yorkshire, lamentaba la ausencia de vida animal -; tan solo abundante variedad de vegetación anual junto a las orillas del canal. Por ello, las armas, que en semejante estadio de desarrollo deberían haber sido de madera o de hueso, eran burdamente forjadas con el hierro oxidado que se hallaba en abundancia en las arenas. También el carbón era abundante.
Humphrey había, como accionista y director, estudiado concienzudamente la siderurgia. Sin ser un técnico, podía fabricar cok del carbón para conseguir un metal más fuerte y ligero que el que los marcianos utilizaban en sus primitivas herramientas. Trabajando al principio en solitario, y después con los pocos que creyeron divertido imitarle, produjo cuchillos que cortaban en vez de serrar; azadas para el cultivo, a fin de conseguir mayores cosechas de alimentos y fibras más fuertes para tejer; y palas y picos para excavar nuevas reservas metalíferas.
Los marcianos vieron las ventajas de sus métodos y se construyeron mejores hachas de guerra. Humphrey consideraba las hachas de guerra contrarías al progreso.
- Escucha - dijo a un joven marciano que había sido de los primeros en imitar sus métodos de fundición y forja -. Esto no puede ser. ¿Por qué os empeñáis en estar siempre peleándoos?
- Co-mer - articuló trabajosamente el marciano -. Mu-jer.
- Sí - reflexionó Humphrey -. Claro. Naturalmente. - Le consideró con ojo crítico -. ¿Te llamas Tom Smith, creo?
- Mogolum Tu.
- Eso no es un nombre, es un galimatías para trombón de varas. Créeme, te va mucho mejor Tom Smith. Y pasemos a lo de la comida y... ¡eh...! las mujeres. Ya veis qué fácil es conseguir plantas más grandes utilizando mejores herramientas. Ahora podemos construir un arado - no hay anímales por desgracia -; y sembrando en vez de confiar en la suerte, se obtendrá más de lo que esta tribu puede comer, aunque haga fiesta todos los días. Sobrará alimento para todas las tribus. En cuanto a... las mujeres, también podría hacerse mejor.
Y delicadamente explicó las ventajas del matrimonio monógamo.
El problema que preocupaba a Humphrey no tenía nada que ver con la noria de hierro que ahora chirriaba y rechinaba en el canal del Támesis para proporcionar agua a arenales incultos durante milenios. Tampoco con los telares mejorados para conseguir
mejores tejidos, ni con las negociaciones con otra nueva tribu que pretendía unirse a la pacífica y próspera federación. Ni siquiera se refería al grupo de disidentes capitaneado por Henry Green - antes Thottho Gor - que protestaban de que Tom Smith y Míster estaban yendo demasiado lejos y con prisa excesiva.
El problema de Humphrey era de orden sacro. Nada beato, sabía poca Teología, y había pensado siempre que esos asuntos eran cosa del vicario. La frase «sucesión apostólica» flotaba en su ánimo: no puede uno iniciar a nativos seleccionados en los secretos del Breviario - del que recordaba largos pasajes - y ponerlos a administrar los sacramentos. Sólo pensarlo ya olía a inconformismo. Pero, ¿cómo regularizar los matrimonios que había arreglado? Cierto que incluso la monogamia irregular era preferible a las condiciones antes reinantes, pero no por ello dejaba de ser irregular. ¿Y qué hacer con los bautismos y los entierros? Cuando a él mismo le tocase bajar a la Tierra - a Marte, exactamente - quería que sobre su cuerpo se leyesen, en debida forma, las oraciones de rigor.
Entretanto, mantenía a un creciente grupo de ayudantes en constante ocupación. Tom Smith seguía siendo su discípulo preferido, pero estaba siempre atareadisimo llevando a cabo los proyectos de Humphrey, explicando, aplacando, persuadiendo... Para sus nuevas reformas e invenciones, Humphrey dependía de hombres que acababan apenas de abandonar la caza de sus semejantes. Le maravillaba la rapidez con que comprendían ideas y teorías, a menudo aún nebulosas en su mente, y las llevaban a la práctica. Sabía que podía obtenerse papel reduciendo a fibra las pulpas de madera; ellos encontraron la planta más adecuada y discurrieron los medios de producción. Indicó la manera de obtener y utilizar los tipos, y ellos Organizaron una imprenta. Poseía ligeras nociones sobre vidrio y cemento; y pronto hicieron cristales y vasijas que eran, cuando menos, traslúcidos, y fabricaron hormigón y mortero que prometían conservar su dureza.
A regañadientes aceptó un compromiso en cuanto a las órdenes sagradas. Un capitán de barco, argumentaba, une matrimonios válidos y envía cuerpos al abismo. ¿Por qué no ha de hacerlo el capitán de un planeta más lejano que los mares terrestres? Sabía que su lógica se hacía más frágil a medida que la estiraba, pero algo había que arbitrar. Tranquilizó su conciencia diciéndose que no estaba ordenando clérigos, sino tan sólo delegando funciones; y hacía que sus alumnos se llamasen «vicario diputado» o «cura en funciones». Ahora, si algo le ocurría - y no olvidaba que la facción anti-Mister de Henry Green había crecido peligrosamente desde la extensión de la civilización a las tribus que habitaban más allá de los canales Serpentine y Avon -, quedaría alguien para enseñar a los jóvenes e infundir decoro a unas gentes cuyo comportamiento podría de otro modo llegar a ser escandaloso.
En 1897 botaron el primer buque a vapor en el canal del Támesis. Humphrey había elaborado un calendario marciano utilizando los años terrestres. Su defecto residía en la incertidumbre sobre la fecha exacta de su llegada; de modo que nunca estaba muy seguro en la celebración del cumpleaños de la reina, y el día de Navidad era clara cuestión de azar. Pero la botadura tuvo lugar incuestionablemente en 1897, diez años después del aterrizaje del proyectil.
El buque era pequeño, saltarín y de poco calado, con una caldera sospechosa y ruedas de palas poco eficaces; pero llevó a los emisarios de Humphrey a extraños lugares donde crecían plantas exóticas y el cobre y el tungsteno abundaban tanto como el hierro;
donde Mister era sólo un nombre de una vaga leyenda, y donde su mensaje de progreso encontró tan a menudo nubes de proyectiles como coros de oyentes.
Fue el mismo año en que se grabaron los billetes de banco y los marcianos aprendieron a apreciar las ventajas de la propiedad y a vender las cosas por ocho chelines y seis peniques y medio en vez de regalarlas. Y así, con los salarios, los bienes raíces, el comercio, los beneficios, los dividendos y el paro... Todas las bendiciones de la civilización.
El problema de Henry Green y los descontentos que le seguían no podía ser demorado por más tiempo. Humphrey había impreso carteles explicando el sistema parlamentario, la responsabilidad gubernativa y el imperio de la constitución. A las primeras elecciones, Tom Smith recibió la investidura por Nueva Brighton, en el canal del Tweed; y resultaron elegidos los suficientes partidarios suyos para permitirle formar un gobierno en el que era primer ministro y canciller del Exchequer, con Robert Janes, nacido Poromby Lusu, como primer lord del Almirantazgo. Henry Green era, naturalmente, el jefe de la oposición.
Uno de los primeros actos del nuevo Parlamento fue prohibir el matrimonio con la hermana de la esposa difunta, Otro creó un servicio postal, y un tercero decretó que jueces y abogados llevasen peluca. Una Ley de Defensa del Reino fue vigorosamente combatida por Green, alegando que acabaría con los últimos vestigios de las antiguas libertades. («¿Hemos de plegar nuestras costumbres a las visionarias teorías de un extranjero de un planeta inferior?». Gritos de «¡Muy bien! ¡Muy bien!» en la oposición, y de «¡Qué vergüenza! ¡Salvaje! ¡Calumnias!» desde el banco azul.) Se suspendieron las sesiones y el primer ministro apeló al país.
Nueva Brighton on Tweed volvió a elegir a Tom Smith, pero el partido de Green obtuvo mayoría de actas. Durante el escrutinio, esta posibilidad había engendrado oscuras profecías; pero el nuevo gobierno conservador - que así llamaba Green a su partido - se hizo cargo del país sin fricciones, e inmediatamente aprobó una Ley de Defensa del Reino, entre las amargas protestas de los liberales de Smith.
Asentada la situación política, florecientes las condiciones económicas y religiosas, Humphrey pasó a ocuparse de la cultura,
Un Times semanal presagió otro diario: se inauguró una poblic school, y se proyectó una Enciclopedia, Marciana. Mientras se discutía la conveniencia de una Sociedad Filosófica y una Academia de Bellas Artes, se dieron los pasos para formar una Orquesta Filarmónica. Humphrey tuvo el melancólico placer de enfocar el primer telescopio hacia la Tierra y la pura alegría de comer el primer crumpet marciano.
Tenía solamente cincuenta y cinco años en 1917, cuando las últimas tribus salvajes resignaron su independencia. Fue en ese año cuando Tom Smith dimitió finalmente la jefatura liberal a favor de Herbert Nora. La influencia de Humphrey en la cuestión del cambio de nombre se iba debilitando. El clero lo apoyaba en cuanto a los nombres de pila: pero creció la tendencia a conservar los antiguos apellidos marcianos. Fue también
el año en que Humphrey empezó a construir Cumberland House y a dar forma a los floridos jardines que desde ella descendían hasta el canal del Severa.
Aunque los cincuenta y cinco era una edad ridículamente temprana para pensar en el retiro, cada vez encontraba menos que hacer. Todo se hallaba en buenas manos. Sin dejar de mirar con recelo algunas de las obras de sus protegidos, no podía negar que los marcianos pisaban ya terreno firme. Había en ellos buena madera.
Viajaba poco; cuando se ha visto un canal marciano se han visto todos. Revisó y amplió lo planos de Cumberland House; vigilaba a albañiles y vidrieros y mantenía en constante ocupación a los jardineros. Dedicó algún tiempo a recopilar una edición del Anuario de Hacendados Marcianos.
Pero sobre todo pasaba sus días charlando de los viejos tiempos, a menudo con los mismos que entonces planearon su asesinato. El personal de Cumberland House se componía de hombres que no se habían adaptado bien a los nuevos modos o los habían posteriormente abandonado. Humphrey recordaba con ellos el pasado, y unos y otros, por diferentes razones, disfrutaban así.
Un cinco de noviembre estaba sentado a la mesa, vestido de punta en blanco para la cena y de excelente humor. Su mayordomo acababa de servir un plato de caldo de liquen y ya se retiraba, cuando Humphrey llamó.
- ¡Espere! Yo...!
El hombre se precipitó a recoger el cuerpo que se derrumbaba; pero, antiguo guerrero, conoció la muerte apenas verla.
Lo enterraron en sus jardines; y pusieron sobre su tumba la lápida que él había hecho grabar.
HUMPHREY HOWARD CLARENCE
BEACHY-CUMBERLAND
SQUIRE
NATURAL DE BUCKINHGAMSHIRE
recordó siempre a su país
Sean McDaírmuid Murphy, un americano, dirigía la expedición interplanetaria de las Naciones Unidas del año 2002, en la medida en que los demás nacionales que la formaban - la excepción era Yasu Matsuhara - reconocían alguna jefatura. Más exactamente, el doctor Murphy era el decano de los científicos que viajaban en la WAC Field Marshal, y su antropólogo.
Sergei Gobiniev, el etnólogo, se hallaba en abierta contienda con el filólogo, Hyacinthe Langois, sobre sí la Civilización marciana tendría analogías con la terrestre. El geólogo. Luís Alameda, estaba convencido de que no hallarían ni rastro de seres humanos.
El doctor Matsuhara creía que Alameda sufría deformación profesional; en cambio, él tenía un espíritu abierto para cuanto no fuese la botánica y el béisbol. Estaba tan seguro de que encontraría bambú, o algo parecido, como de que San Francisco ganaría el doble campeonato en 2003. O, todo lo más, en 2004.
La expedición debió incluir a un sexto miembro, sir David Rabinovits. Pero desde que el Reino Unida se retiró, en 1990, de la Commonwealth canadiense-australianoafrícano-indíooccidental, Westminster había mostrado escaso interés por nuevos horizontes. Sir David fue eliminado y la expedición partió sin biólogo.
- Mejor - dijo Langois -. Quién sabe lo que puede esperarse de la pérfida Albión.
- Sí, pérfida - masculló Gobiníev -. Nos mandaban a un cosmopolita desarraigado, hechura de un corrompido e imperialista gobierno laborista. Sin duda habría recibido órdenes para trabajar contra las democracias populares. Como los lacayos de la sedicente Quinta República.
- Tonterías - dijo Sean Murphy -. Habría mucho que decir de Johnny Bull - la prueba es que Irlanda sigue dividida -, pero el utilizar a David Rabinovits como agente no entraría en sus cálculos. No han pagado el viaje de David porque no les importan Marte ni la ONU ni nada que no sea esa estúpida conmemoración que celebran este año.
* * *
El WAC Fíeld Marshal realizó un hermoso aterrizaje a menos de diez millas del lugar donde el proyectil de Humphrey había levantado la arena. Aquello era ahora un parque planetario, conservado intacto en su primitivo estado.
- Desierto - graznó el doctor Alameda -. Desierto estéril.
Langois sacudió la cabeza con aire obstinado, mientras escrutaba el arenal con sus gemelos de campaña. A lo lejos surgió una nube de polvo, que al fin se resolvió en un revuelo de gente.
- ¿Qué les decía? ¡Hombres! Y también mujeres, espero.
- Aquellas manchas de color parecen banderas - dijo Matsuhara.
- Imposible - sentenció Murphy -. Será algún capricho evolutivo.
- Son Unión Jacks - identificó Alameda.
- ¡Un complot! - exclamó Gobiniev -. ¡Una trampa para desacreditar a la URSS! Una locomotora con grandes ruedas de hierro lanzaba nubes de humo blanco a la cabeza de un vagón cerrado y con múltiples puertas. Se detuvo cerca del WAC Field Marshal, y la muchedumbre de a pie se arremolinó a su alrededor. Las puertas del vagón se abrieron y descendieron los marcianos, vestidos con pantalones de tubo y levitas cruzadas. Uno de ellos, sombrero de copa en la mano izquierda, levantó su diestra.
- ¿Son ustedes de la Tierra, supongo? Página 9 de 12
- No puede ser - decía Murphy -. No puede ser.
- ¿Cómo no hablan ruso? - les increpó Gobíaiev.
- ¿Son ustedes rusos? - preguntó fríamente el marciano -. Crimea y Turquestán... El oso que camina como un hombre...
- Sólo uno - explicó Alameda -. Yo soy del Uruguay.
- Ah, la Banda Oriental... «El país que perdimos». ¿Supongo que habrá también un francés? ¿E incluso un americano?
Matsuhara dijo tímidamente:
- Nos sorprende que su idioma sea el inglés.
- ¿De veras? En cambio a nosotros no nos sorprende que ustedes lo utilicen. Pero vayamos por orden. Yo soy Austen Aboxu, primer ministro y secretario de Estado para la Defensa. Bienvenidos - ahora oficialmente - a Marte. Cuando les divisamos, estábamos celebrando una recepción en el ayuntamiento de Nueva Oxford. Vengan como están - ¡je, je! -. Supongo que no les será fácil vestirse de otro modo.
Una expedición ligeramente aturdida escuchó la oferta, llena de disculpas, de llevarlos en su vagón de ferrocarril.
- Es un tanto primitivo; no estamos muy adelantados en vehículos terrestres. En cambio, en barcos... bueno, ahí sí nos sentimos orgullosos. «Impera en las olas» y todo eso, ya saben.
Guardias marcianos con morriones de piel de oso de imitación fueron colocados en torno al VAC Field Marshal, y ellos subieron al vagón.
- Naturalmente, nos desilusionó que la expedición no fuese británica - dijo el primer ministro -. Pero espero que habrá una en cualquier momento. Todavía no se han despertado. Inglaterra pierde todas las batallas menos la última.
- Eso dicen ellos - masculló Murphy.
- Ahora permítanme que les dé una idea de lo que va a pasar en el ayuntamiento. En primer lugar, hablará el arzobispo interino de Marte; me temo que lo encuentren pesado. El deán es peor. Pero hay que respetar al clero. Espero que ahora nos envíen personas apropiadas, ordenadas v con todos los requisitos.
- Qué duda cabe - dijo Murphy por decir algo.
- Después, el jefe de la oposición procederá a despacharse a su gusto. Me pondrá de vuelta y media por no darles la bienvenida como él lo hubiese hecho si las últimas elecciones parciales hubiesen tenido otro resultado. No hagan caso; son cosas del oficio y yo haría lo mismo sí él fuese el muy honorable y yo tan solo el diputado por Nueva
Basingstoke. Encontrarán también a los caballeros pertigueros de la Negra Vara, al guardián de los Cinco Puerto, al lord lugarteniente de los Polos Marcianos...
Y allí estaban, efectivamente, todos ellos y muchos más, cada cual con su larguisimo discurso de bienvenida a los intrépidos exploradores de «nuestro amado planeta». Entre discurso y discurso, se aplicaban al filete de hierbas marcianas, las coles de Marte a la Gladstone y las canalgas aux pommes de Mars. Al fin, Sean Murphy pidió permiso para hablar. Cuando le fue concedido - con gran desilusión del primer editorialista del Times, que se disponía a colocar su ingenioso discurso - Murphy comenzó, vacilante:
- He sido comisionado por las Naciones Unidas para tomar posesión de este planeta en nombre de la ONU...
El primer ministro Aboxu le detuvo con un gesto de la mano.
- Me temo que no pueda hacerlo.
- Bien - dijo Murphy -. Ya veo que están civilizados; no es lo mismo que ocupar un mundo vacío. Pero acaso deseen ustedes adherirse a la ONU...
- Creo que no lo ha comprendido - dijo el primer ministro con suave entonación -. No somos una nación. Al menos, no en el sentido en que ustedes utilizan esa palabra. Debemos nuestra primera y plena lealtad a la Corona. Al fin y al cabo, constituimos el Dominio de Marte, y corresponde por entero a Su Majestad - obrando por mi consejo - el decidir si hemos de incorporarnos a esas... Naciones Unidas.
- El cuarto Imperio británico - masculló Sean Murphy -. ¿Es que no hay justicia?
- Mañana - prosiguió el primer ministro, ignorando cortésmente al editorialista del Times - será una gran fiesta. Habrá un desfile por la mañana y un partido de criquet antes del té; y, por la noche, una reconstrucción de Pinafore. Tenemos las canciones, pero la letra está un poco en esqueleto. Espero que disculpen nuestros fallos coloniales; pero hay cosas que tenemos gran ansiedad por saber. Ante todo, la reina, Su Majestad, ¿ha... muerto?
- No, que yo sepa - respondió descuidadamente Murphy.
- Pero... si parece imposible. Es tan vieja...
- ¿Vieja? No, no mucho, para lo que ahora se vive.
El señor Aboxu se sentía confundido. La Corona era inmortal... ¿pero la reina? No, no: recordaba demasiado bien su historia. ¿Viva todavía? Comprendía la diferencia entre los años terrestres y marcianos, incluso con la confusión de un calendario marciano basado en la rotación terrestre, y normalmente podía hacer el cálculo de memoria; pero las emociones de la jornada y su breve pero expresiva defensa de la dignidad de la Corona le confundían. Parecía que Su Majestad debía tener unos doscientos años, pero quizá los cómputos del tiempo habían cambiado desde los días de Míster. ¡No, no era posible! Ah, pero la ciencia... Míster lamentaba siempre no poseer más ciencia y hablaba de la época en que los descubrimientos alargarían considerablemente la vida.
- Es cierto. Tiene usted razón.
Langois rebuscó en su memoria para complacer a sus anfitriones.
- En Inglaterra hay fiestas este año. Es el jubileo de la reina.
- ¿El jubileo? ¡Pero si fue el año en que llegó Mister! Las bodas de plata, y el cincuenta aniversario de su reinado. Este debe ser... el ciento sesenta y cinco. Sin duda se trataba de alguna significación especial que Míster había olvidado mencionar.
- Claro... el jubileo. También lo celebramos aquí.
El maestro de ceremonias taconeaba impaciente.
- El oporto, por favor. Sé que todos están deseando brindar por nuestros visitantes.
- Ah... - suspiro Gobiniev.
- Ante todo, nuestro brindis acostumbrado. Señor primer ministro...
El señor Aboxu se puso en píe y alzó su copa. Todos los comensales, exploradores incluidos, le imitaron.
- Caballeros - dijo con voz ligeramente temblorosa el muy honorable Austen Aboxu, PC, MP, miembro de la Real Sociedad Marciana para la Difusión del Saber -, ¡por la reina!
Bebieron, y rompieron los tallos de sus copas para que nunca fuesen profanadas con brindis menos dignos. En esto, como en tantas otras cosas, hacían lo que Humphrey les había enseñado. Y ahora todo adquiría nuevo significado; ahora cuando, por vez primera desde los tiempos de Mister la Madre Patria parecía tan próxima.
FIN


SOLAMENTE UN ECO - ALAN BARCLAY





Solamente Un Eco
Alan Barclay

-
DON LINGARD se alisó cuanto pudo la guerrera del uniforme y golpeó en la puerta
del despacho del comandante en jefe. Esperaba que su llamada habría tenido las
proporciones correctas de decisión y deferencia que se pueden pedir al simple tactac
en el panel de una puerta.
La llamada fue seguida al otro lado de la puerta por un fuerte e indefinible ruido de
origen humano. Don entendió que esto quería decir «¡Adelante!» y entró. La
habitación era larga y estrecha y el comandante en jefe estaba sentado delante de
su mesa, al fondo del cuarto, inclinado sobre unos papeles. Don se adelantó con
firmeza, cosa nada fácil dado el mínimo de gravedad existente en el Asteroide
Cepha III. Se detuvo exactamente en el centro de la mesa, enfrente del comandante,
a un metro de él, y saludó. Transcurrido aproximadamente medio
minuto, el comandante levantó la cabeza. Tenía la cara bastante macilenta y los
ojos de un azul desteñido. Miró a Lingard, observando su correcta rigidez, su impecable
uniforme negro y su único galón.
Lingard, por su parte, notó con disgusto que su superior llevaba desabrochado el
cuello del uniforme.
-¡Gran Júpiter! - exclamó el comandante en jefe finalmente -. ¿Quién demonios es
usted?
- Subteniente Lingard, señor - replicó -. Destacado en la Base Avanzada Cepha
III...> presentándose a usted> señor.
-¿Subteniente, eh? - preguntó el comandante en tono casi admirativo -. ¡Pobre
chico! - continuó inesperadamente -. Aparque en esa silla y cuéntemelo todo. Vaya
derecho al grano, que ahora no está en un escuadrón de entrenamiento.
Plantó sus largas piernas sobre la mesa y se retrepó hacia atrás en la silla.
-¿Qué edad tiene? ¿Veinte? ¿Cuál es su puntuación de entrenamiento?
- Tengo casi veintiuno, señor. Aprobé con el número dos de mi clase el
entrenamiento básico Categoría A en pilotaje y navegación. Seis meses adelantado
en entrenamiento de combate en la Estación de Entrenamiento de la Luna.
Clasificación A en artillería.
- Bien, bien...; y muriéndose de ganas de tener un choque con el enemigo, estoy
seguro.
- Sí señor, naturalmente.
-¿Por qué? - le espetó el comandante en jefe con violencia inesperada.
- No hay más que una posible razón, señor - respondió Lingard titubeando . Para
cumplir con mi deber v avudar a derrotar al invasor - estaba bastante azarado al
decir todo esto.
- Muy propio muchacho, muy propio - aprobó el viejo . Y por supuesto para adquirir
fama, sin duda. Bien, tendrá su oportunidad, aunque yo creo que la atmósfera de
gloria y de muerte predomina más en las unidades de retaguardia que aquí fuera;
pero tengo que decidir lo que voy a hacer con usted... ¿Dijo clasificación A en artillería?
Mientras hablaba apretó un botón y el teléfono de su mesa lanzó una respuesta.
- Hawkins ¿está el capitán Stinson franco de servicio?
- Sí, señor.
- Bien; búscale. Dile que tenga la amabilidad de venir en seguida a verme.
Transcurrieron unos segundos de silencio.
- No me entusiasmo demasiado con la muerte y la gloria - continuó el comandante -.
Tenemos una guerra espacial entre manos desde que sorprendimos al enemigo
merodeando alrededor de los límites exteriores de nuestro sistema y nadie puede
decir que se vea una solución, por el momento. Por tanto, yo pienso que es
necesario para ustedes, los jóvenes, hacer parte de su servicio aquí. Creo justo el
dar una oportunidad a todos los muchachos para que pasen aquí una temporada y
que puedan volver pronto a sus casas en la madre Tierra. Tengo la satisfacción de
decir que la proporción de bajas en mi estación es verdaderamente escasa.
- Pero seguramente, señor, es de vital importancia continuar la lucha resueltamente
- aventuró Lingard.
- Resueltamente - repitió el comandante en jefe más bien para sí mismo-. Sí, eso
está bien, aunque implica la posibilidad de alcanzar una solución. De todos modos,
hablaremos sobre ello más adelante. Por el momento, le voy a nombrar segundo
con el capitán Stinson en su nave.
- Pero señor - protestó Lingard -. Yo estoy clasificado como piloto de guerra de
clase A. No soy un segundo.
- Ya lo sé; pero, sin embargo, hará su primera docena de guardias como segundo
del capitán Stinson.
- Muy bien, señor. A sus órdenes.
- El servicio que haga al lado de Stinson doblará aproximadamente sus
posibilidades de sobrevivir - añadió sonriendo el comandante -. Stinson no
impresiona al mirarle, pero es un buen hombre. Cauto y calculador. Ahora vendrá.
Lingard esperó pacientemente. Se encontraba un poco desorientado por la actitud
del comandante en jefe por la confianza con que le trataba y por su manera de
hablar tan poco marcial.
La aparición de Stinson fue otra sorpresa para Lingard. La primera impresión fue
que era muy viejo. A un muchacho de la edad de Lingard, cualquiera que pasase de
los treinta años le parecía casi senil. Stinson era bajo y algo contrahecho. No
solamente su uniforme estaba considerablemente arrugado> sino que el hombre
que había dentro parecía encontrarse bajo una fuerte depresión moral.
-¡Ah, Stinson! - exclamó el comandante en jefe, mientras el recién llegado le hacía
un saludo negligente. Le presento al subteniente Lingard aquí presente. Está
clasificado como piloto, pero le he nombrado su segundo para que adquiera experiencia.
-¿Otro más ?- dijo Stinson mirando agriamente a Lingard. Preferiría un artillero
experimentado.
- Tenga en cuenta que Lingard lo es de primera clase - respondió el comandante
amigablemente - Tiene una excelente clasificación en artillería.
- Sí, disparando sobre patos sentados - rezongó Stínson. Me falta poco para cumplir
mi tiempo, señor. ¿Por qué quitarme oportunidades encomendándome el
entrenamiento de novatos?
- Es una orden - repuso el comandante, todavía amigablemente.
- Muy bien, señor - contestó Stinson poniéndose firme. ¿Puedo someter
formalmente mi petición para ser trasladado a otra unidad, señor?
- Lo tiene que hacer por escrito y razonándolo - señaló el comandante -> y no se le
concederá. Ahora Ilévese a Lingard a la residencia de oficiales para que se vaya
familiarizando.
- Muy bien, señor - dijo Stinson, saludando. ¿Viene, teniente Lingard?
El hall de la residencia de oficiales era un cuarto muy alegre, circular, y se
encontraba situado a unos metros debajo de la superficie del asteroide. Había gran
cantidad de enormes butacas, de muchas de las cuales surgían las piernas de los
ocupantes> aparentemente inconscientes> y un bar. En las paredes había colgadas
láminas de las que usualmente se ven en las residencias de oficiales jóvenes y
algunos grabados en colores bastante buenos.
Estos grabados eran evidentemente obra de un verdadero artista y todos trataban
del mismo asunto. Uno de ellos llevaba el título «¿Es este cl enemigo?»
Representaba a una criatura parecida a un pulpo, con grandes ojos amenazadores>
saltones, como de loco. En otro decía: «¿O quizá este?», y representaba un tipo
como un cocodrilo montado sobre un scootcr> delgado como un lápiz y con una
larga y estrecha cola color humo azulado. Ese cocodrilo estaba disparando un
desintegrador. El tercer dibujo mostraba un animal marino, rechoncho> pero de
expresión inteligente, flotando en un barco rodeado de un líquido bulboso.
- Entonces, ¿es verdad que nadie los ha visto nunca? - preguntó Lingard-. ¿O es
que, al menos, nadie ha vivido lo suficiente para explicar cómo son?
- Vamos a tomar una copa - le invitó Stinson, que no parecía tener muchos deseos
de entrar en discusiones sobre este asunto.
Al día siguiente la unidad operó durante veinte horas seguidas. Lingard llegó a la
sala de tripulación con media hora de anticipación> cruzó el rastrillo exterior y entró
en la nave, que se encontraba en el túnel.
A pesar de ser muy temprano, Stinson ya estaba allí. El hombrecillo se dedicaba a
revisar el armamento y, al verle, le saludó con un gruñido.
Lingard ocupó el puesto del artillero y empezó a trabajar en las piezas. Estuvo
comprobando cómo los largos y pulidos cañones se deslizaban suavemente en sus
montajes y les hizo girar a derecha e izquierda> manejando los controles. Los
mecanismos de carga movían sus brazos de acero con un chasquido cuando
Lingard probaba su funcionamiento. Finalmente quitó la cubierta y vió con disgusto
que se trataba del viejo tipo Mark 1 en lugar del moderno Mark III, con control
automático, como él esperaba hallar.
Lingard hizo notar esto a Stinson, mientras se ayudaban mutuamente a colocarse
los uniformes de vuelo.
- Ese modelo tiene por lo menos media tonelada de lastre inútil y nos acorta
considerablemente la aceleración - apuntó Lingard.
- Tenemos autorización del comandante en jefe para desecharlo - contestó
Stinson. Mejor será que se ajuste el cinturón de vuelo.
Ocupó el puesto del piloto. Puso en marcha los motores y empezó a llamar a la
torre de control pidiendo vía libre.
Lingard no apartaba la vista del cronómetro Cuando el segundero llegó al punto
indicado, Stínson, sin hacer ninguna ceremonia, apretó el botón para ponerlo en
marcha.
Permanecieron un instante bajo el sonido atronador de los motores y, de repente,
una mano gigantesca pareció asir a la aeronave y la lanzó con una fuerza increíble
a lo largo del túnel, hacia el silencio y la negrura del espacio. Un momento después
Stinson cortó los gases para dejar los motores en un susurro, niveló, con el plano
de la eclíptica por horizonte, y puso rumbo a los límites exteriores del contorno del
asteroide.
- Bueno, Lingard - le dijo Stínson con mucha menos acritud de lo usual en él -, este
es el momento para el que ha vivido v se ha entrenado todos estos años. ¿Cómo lo
encuentra?
- Me tengo mucho sentido de la realidad - admitió el otro francamente -, sino
cuando mi cabeza se lo recuerda al estómago, y entonces siento como si un
enjambre de mariposas diese vueltas a mi alrededor.
- Lo mismo me pasa a mí - añadió Stinson, solo que yo las tengo todo el tiempo.
¿Desea usted preguntar algo?
- Lo menos un millón de cosas - replicó Lingard con vehemencia -. Para empezar,
¿cuál es nuestra área de acción?
- Está ahí, en el mapa - le respondió -. En el esquema de los trabajos de patrulla no
tiene importancia mil millas más o menos. El enemigo trata de engañarnos llamando
nuestra atención sin dar la cara desde el sector de Aries; por tanto, trace primero
una raya desde el Sol hacia Aries después tome un punto en esa línea que esté justamente
por fuera de los asteroides v trace un círculo cuyo centro sea un punto en
ángulo recto con la línea. Dándole a ese círculo un grosor de dos millones de millas
tendrá nuestro volumen del área de patrulla.
- Excepto que no me ha dicho el radio del círculo.
- De momento, cuarenta millones de millas. Puede calcular el número de naves que
serán necesarias para explorar ese espacio> teniendo en cuenta que cada
explorador puede inspeccionar un cuarto de millón de millas, en vez de medio millón>
que es lo que dicen los libros.
Lingard explicó que en la base le habían dado para hacer unos cálculos en que
intervenían integrales dobles..
- Me temo que si calcula la duración máxima de nuestro raid. con relación al
consumo de gasO~1> comida y aire para la tripulación> va a tener que manejar una
buena cantidad de complicadas matemáticas> pero la cosa es que podamos estar
en posición durante ciento cincuenta horas \--añadió en tono amargo - los expertos
han probado matemáticamente que no necesitamos mucha comida durante el raid,
y no me sorprendería mucho que dentro de poco demostraran que tampoco
necesitamos aire.
-¿Suele haber muchos navíos enemigos que atraviesen por nuestra pantalla
durante el raid?
- Bastantes, pero nuestra misión es principalmente descubrirlos v transmitir la
información, aunque también debemos destruir los que nos sea posible. Muchos
pasan sin que podamos controlarlos y, una vez que señalamos su paso> los
muchachos de la Defensa de Retaguardia se encargan de ellos. Fíjese que pasan
muchos más de los que dicen las noticias, y yo he encontrado muchachos que
aseguran que han tocado en Marte - y tras una pausa continuó -: Ahí tiene la lección
número uno: Descubrirlos, señalarlos y atacarlos> si se tiene ventaja. Y ahora
le voy a dar la regla número dos (no es una regla oficial, es de mi propia cosecha,
pero es vital): Un Gobierno bienhechor y con buena intención nos ha provisto de
ropa apropiada> que es la que llevamos ahora, y debemos hacer todo lo posible
porque vuelva a la base intacta y con nosotros dentro. El gasoil, se supone que es
el necesario para que podamos volver> si...
-¿Por qué se supone?- interrumpió Lingard un poco irritado -. Tenemos la certeza
de que el gasoil será suficiente. Está previsto para esto. Hace siete años> el capitán
Graham volvió después de cinco días y medio de crucero...
- Está bien> muy bien - protestó Stinson-. En efecto, está previsto para volver a
casa, y yo me alegraré de que vuelva> tanto como usted mismo. Pero volverá si
conserva fría la cabeza después de haber sido atacado; si se acuerda de su propia
posición v velocidad de su base, y si es capaz de calcular mentalmente geometría
esférica v de trazar una ruta a ojo. De acuerdo totalmente con usted sobre esto, y
creo que la ciencia es maravillosa. ¿Puedo volver ahora a lo que estaba diciendo?
- Seguro - asintió Lingard.
- Si nos toca una sola vez la onda D del enemigo, somos un par de pollos asados.
Fíjese que se derrama todo el gasoil en los motores y en los tanques y convierte la
nave en un pequeño punto de luz que nadie nota, pero desde el momento del
impacto hasta la voladura total no transcurre más de un cuarto de minuto, que es el
tiempo que tarda la materia en hervir. ¿Me sigue?
- Sí, le sigo - dijo Língard ~
- Bueno, ahora métase bien esto en la cabeza y no lo olvide; si alguna vez veo que
estamos a punto de ser asados, daré la voz de tirarse. Se me oirá perfectamente,
porque chillaré con todas mis fuerzas. Mientras doy la orden apretaré el botón para
que se abra la salida de urgencia. Después, le volveré a decir por segunda vez que
se tire. Esta segunda vez ya tiene que estar fuera, antes que yo abra mi trampa.
¿Está claro?
- Muy claro, señor; da la orden de tirarse, la primera vez cuando aprieta el botón, y
la segunda, después de abrirse la salida de emergencia.
- Exactamente, tómese un poco de tiempo para meter bien esto en su imaginación,
porque cuando suceda, será tan repentino que le prometo que no intentaré siquiera
repetirlo una tercera vez, y sin enterarse se encontrará ya cocido. Si llega a oírme
por tercera vez, será únicamente un eco.
Alcanzaron posición después de cuarenta horas de economizar en lo posible el
combustible, empleando velocidades estudiadas para conseguir la velocidad cero
con relación a la línea Sol-Aries. Una vez alcanzada, colocaron en posición el rayo
localizador y permanecieron inmóviles mientras exploraban el espacio a su
alrededor, por encima y por debajo. Permanecieron tres horas en esta posición de
observación. Stinson dedicó el tiempo libre a calcular el importe de sus pagas
atrasadas y las gratificaciones que le debían, y a hacer planes muy complejos
concernientes a su futura vida civil. Cuando se cansaba de esto, se dedicaba a leer
libros sobre fotografía. Lingard, durante la primera hora, estuvo observando el
pálido resplandor violeta en el globo indicador de tres pies de diámetro, con una
especie de ansiedad temblorosa; pero a medida que pasaron las horas (y los días)
su entusiasmo bajó mucho de nivel.
- Tómalo con tranquilidad, hijo - le aconsejó Stinson mirándole por encima de su
libro -. Tendremos que hacer cuatro o cinco raids sin cazar ni una sola cosa.
Cuando menos lo piensas v cuando empiezas a creer que todo es un mito, te aparece
uno a cien millas de distancia.
El hecho fue que en este raid no vieron la menor señal del enemigo. Sin embargo,
en el raid siguiente, al segundo día, vieron dos oscuras burbujas temblorosas
flotando dentro de los márgenes de su globo.
- Ahí los tiene - dijo Stinson sin demostrar ninguna emoción -. Son un par de
Jackoes.
- Bueno, vamos detrás de ellos - gritó Lingard. Stinson contempló las burbujas
durante un buen rato.
- No serviría de nada, están en los límites de nuestra esfera y saldrán de ella en
veinte minutos. Lo único que tenemos que hacer es comunicar la dirección y
velocidad a la base.
Procedieron a mandar la señal correspondiente y medio día después se enteraron
de que los intrusos habían sido exterminados por la Defensa de Retaguardia.
En el cuarto raid solo un pequeño aparato enemigo atravesó la pantalla. Aunque
pasó muy cerca de ellos, Stínson no se molestó en seguirlo.
Después del sexto raid, y como ocurriese lo mismo, Língard pidió que lo trasladaran
a otra nave.
- Denegado - respondió el comandante en jefe frunciendo el entrecejo -. Denegado,
y no crea que es por lo que le queremos, joven luchador. Es porque cuesta mucho
dinero al Gobierno instruirle y construir la nave en que sirve, y no tiene derecho a
suicidarse. No estamos haciendo esta guerra para divertirle. ¿Sabe?
- Señor - preguntó Lingard desesperado -. ¿Puedo hacerle una pregunta?
- Todas las que quiera.
- Supongamos que en lugar de esta política cauta de que lo primero es conservar la
vida, les diésemos caza como a diablos, los persiguiéramos con energía, los
empujásemos hasta sus guaridas y los machacáramos sin descanso; ¿no cree que
pronto abandonarían la guerra y se quedarían en sus casas? Creo que al final nos
resultaría más barato en hombres y en naves.
- Es un buen argumento - admitió el comandante -, pero hay razones por las cuales
no marcharía bien su sistema. La más importante es que, en mi opinión, no tienen
casas donde guarecerse.
Lingard se quedó pensativo ante esta contestación.
- Yo digo (y esto es una opinión enteramente particular) que ellos han venido a
través del espacio desde otro sistema. Creo que ellos, o tal vez los abuelos de la
presente generación de Jackoes, se han visto obligados a abandonar el planeta
donde vivían. Creo que toda su raza ha estado cruzando el espacio, desde la
estrella en que vivieron, durante decenas o centenas de años, buscando otra
residencia donde establecer su hogar. Estoy por apostar que si usted llegase a descubrir
su guarida (cosa que nadie ha hecho hasta ahora) encontraría una flota
completa a varios millones de millas. Muchas y grandes naves, montañas de ellas,
infinidad de Jackoes de todas formas y tamaños> sentados sobre todo lo que pueda
ser útil para sentarse, mirando para acá y pensando si al fin habrán llegado a su
tierra de promisión. No, Lingard, sea lo que sea lo que les hagamos, nada los hará
retroceder. El quedarse es su única esperanza.
- Entonces, ¿cuándo terminará?
- No lo sé - respondió el comandante en jefe -. Puede ser que dure para siempre.
Dos días después Lingard y Stinson se encontraban de nuevo patrullando. Los dos
estaban observando el sector que les correspondía. En el borde de la esfera del
localizador, próximamente en la vertical, por encima de ellos, una pequeña burbuja
era perseguida por otras tres mayores.
- Esto es un Jacko que se ha metido en nuestras líneas. Ha venido a dar un vistazo
y quizá ha llegado hasta la Tierra y ahora está tratando de salir otra vez. Las tres
burbujas grandes son nuestras naves de caza que lo van persiguiendo. Al pobre lo
van a atrapar en cinco minutos. ¡Fíjese!
Las cuatro burbujas navegaron suavemente por el interior luminoso de la esfera. De
los tres perseguidores, uno estaba algo por encima del Jacko y sus otros dos
compañeros se encontraban por debajo, pero todos ellos marchaban en sentido
convergente.
- Estos son los nuevos destructores de cazas tipo Pluto - dijo Stinson -. Van
pilotados por ocho hombres armados con proyectores de onda-D. Ahora será en
cualquier momento.
- Nunca pude comprender cómo se las componen para montar aparatos de onda-D
en naves tan pequeñas como estas. ¿Cómo puede la tripulación aguantar el
retroceso y el fogonazo de tan fuerte radiación?
- Bueno, por supuesto, las naves son bastante mayores que esta lata de sardinas y
llevan el proyector montado en las mismísimas narices. Lo manejan por medio de
control a distancia con una gran cantidad de material aislante entre él y la
tripulación.
- Pensándolo bien - reflexionó Lingard -, los exploradores Jackoes montan tubos de
onda-D.
- Así es - dijo Stinson -, ¿eso lo ha discurrido usted solo?
- Pero...
- Hay dos contestaciones a esta pregunta. La respuesta más fácil es que los
Jackoes aguantan muy bien esta radiación tan fuerte. Yo sé que el personal de
nuestro Cuartel General está a favor de esta teoría; de hecho hablan como si a los
Jackoes nada les gustara tanto como bañarse en fuertes radiaciones dos o tres
veces al día.
- Usted no está muy conforme con eso, al parecer.
- Yo... Ciertamente que no. Le diré lo que pienso. Creo que cualquier Jacko que
lanza la onda-D, desde un recinto cerrado, como una de sus naves, muere unas
seis semanas después, lo mismo que nos ocurriría a nosotros. Es más, sé que los
pilotos de combate de los Jackoes lo saben y por eso siempre se baten hasta el
final y cuando se ven derrotados vuelan sus naves. Mire el aspecto de este
individuo, dijo señalando la pantalla de observación. Está tratando de atacar a
nuestras naves antes de que lo abatan, aunque debe reconocer que no tiene
ninguna probabilidad de escape... Mire, ahí va.
Según miraban, la pequeña burbuja que había empezado a balancearse en un
estrecho arco, comenzó a hincharse de un modo desmesurado y, por fin, reventó.
Ya no estaba allí.
- ¡Pobre! - exclamó Stinson.
- Algunas veces pienso que usted ama a estas criaturas - le dijo Lingard mirándole
un poco irritado.
- No las odio tanto como usted - fue la respuesta -. Aun cuando parecieran
cocodrilos, pulpos o tuvieran dos cabezas y las bocas en sus estómagos, todavía
pensaría que son bastante buenos chicos. Antes que sus naves se pongan en
marcha, deben saber que no tienen ninguna probabilidad de sobrevivir. Si disparan
el proyector, se asan, y aunque no se asasen, la posibilidad que tienen de atravesar
nuestras líneas y poder volver a su base es mínima. Y a pesar de todo, vienen.
- Entonces, ¿por qué continúan viniendo?
- Es fácil de explicar. Por ahí, en alguna parte, tienen grandes naves llenas de
municiones, de papás, de pequeños hermanos y hermanas, y quizá de novias y
madres, si sus leyes biológicas son iguales a las nuestras. Y si están tratando de
encontrar un hogar para todos estos seres, ¿no haría usted lo mismo, aunque
cualquiera otra criatura, cualquiera otra clase de animal, persistiera en cruzarse en
su camino?
- Sí, lo supongo - dijo Lingard, y tras pensar un momento sobre ello, preguntó -:
¿Cómo es que cualquiera que vuelve a su casa, en la Tierra o en Marte, no habla
de esa manera?
- Porque vuelven asustados de los Monstruos del Espacio.
-¿Y cómo va a acabar esto?
- Se lo diré - dijo Stinson inesperadamente -. ¿Usted sabe lo que sucede cuando
dos chicos mayores se encuentran por primera vez? Se suelen hacer muecas el
uno al otro, se pelean, se sacan la lengua y se dan buenos coscorrones; pero el resultado
es que se hacen buenos amigos. Cada uno mide las fuerzas del otro,
descubren que son los dos humanos y decentes, normales e interesados en las
mismas cosas. En seguida intiman y se dedican a cambiarse las canicas y las
navajas. Bien, hay que reconocer que este es el actual estado de cosas entre
nosotros y los Jackoes. Nos estamos dando puñetazos en las narices unos a otros,
corre la sangre (lo malo es cuando se trata de la nuestra) y, al final, cada bando
decidirá que el otro pertenece a una raza decente y normal y merecedora de
respeto, y que, después de todo, h% sitio para ambos en este pequeño sistema.
Cuando se empieza a creer que todo es un juego, cuando se han hecho por lo
menos ocho o diez raids y parece que los Jackoes son un mito, por encuentras
uno, que probablemente se le ve a no más de quinientas yardas por la banda de estribor.
De hecho, en el noveno raid de Lingard apareció uno. Stinson fue el primero en
señalarlo.
- Esto debe despertar tu alma heroica - dijo a Lingard -. Me parece que, por fin,
vamos a tropezar con algo en nuestro camino.
Lingard se desplazó para mirar mejor el localízador.
-¿Dónde está?
-¿Ves esa mole, la que se está moviendo?
- Es otro bloque de roca - protestó Lingard.
- Conforme, es un bloque de roca, pero silo miras con atención verás que cambia
de forma... ¡Allí! Observa esas dos manchitas que hay detrás. Algunas veces se
funden con el bloque principal, pero frecuentemente parece que se desprenden.
Deben de ser un par de Jackoes tratando de hacer alguna jugarreta. Han cogido un
trozo de asteroide moviéndose en una ruta inferior aceptable y lo están abrazando
con la esperanza de poder atravesar nuestra pantalla, aún no descubierta por ellos.
Lingard miró con atención. Ahora podía ver claramente que aunque las dos
pequeñas manchas parecían casi siempre formar parte de la masa principal, con
mucha frecuencia se separaban por un instante. Calculó la ruta que seguían y vio
que iban a pasar muy cerca de ellos.
- Van a pasar muy cerca de nosotros - dijo -. ¿Daremos la señal?
- Todavía no - respondió Stinson-. Lo primero de todo, coloquémonos lo más cerca
posible del paso de ese trozo de material de construcción.
Apretó unos botones y puso en marcha la nave, deslizándose hacia la parte baja de
la órbita del asteroide. La burbuja movediza que había en el centro de la masa
luminosa se columpió hacia atrás y hacia adelante, hasta que, al cabo de diez
minutos, empezó a moverse directamente hacia el centro. El trozo de roca> que
parecía tener unos 200 pies de diámetro, venía ahora en línea recta hacia la nave.
- Desconectaremos el localizador por un momento - dijo Stinson-. La roca está
ahora entre nosotros y ellos> pero queda una probabilidad de que la punta de una
de sus antenas asome por encima del techo. Dentro de media hora podremos verla
directamente con el telescopio.
Efectivamente, media hora después pudieron localizar la roca con el telescopio, y
veinte minutos más tarde, pudieron verla a simple vista. Un monstruo espeluznante,
girando suave y continuamente, con grandes placas metálicas y cristalinas que
brillaban intensamente cuando les daba el sol.
Stinson hizo que su nave se emparejase rápidamente con la roca y> al mismo
tiempo, trató de entorpecer la marcha de la nave más próxima.
- Bueno, hijo, por detrás de esa roca hay dos naves Jackoes. Voy a rodearía un
poco para ponerme en posición de hacer un disparo que no falle al que tengamos
más cerca de los dos. No puede haber discusión ni titubeo, lo tiene que aniquilar
con el primer disparo, y a continuación le pondré en línea con el segundo para que
se lo cargue también. Tiene que ser rápido, limpio y no fallar ningún disparo. Nada
de fantasías.
-¡De acuerdo, capitán! - exclamó Lingard con entusiasmo, dirigiéndose hacia
adelante a la posición del apuntador y tomando los mandos de los cañones.
-¿Tiene el traje de salto bien ajustado? - dijo la voz de Stinson en la radio interior.
- Seguro - contestó Lingard.
- Recuerde que podemos ser tocados. No olvide lo que le dije sobre el lanzamiento
en caso de emergencia.
- No habrá que lanzarse - gritó Lingard -. Póngame usted exactamente medio
segundo en línea con cada uno de esos monos> los haré papilla.
- Es lo que tiene que hacer - graznó el otro -. Allá vamos.
Los motores zumbaron brevemente y la pequeña nave se deslizó a lo largo de la
roca. Una explosión de los motores los lanzó fuera de la sombra. Otra explosión de
los tubos laterales les imprimió una sacudida y les hizo dar la vuelta...
Allí estaban los Jackoes. A una distancia no mayor de 100 yardas se encontraba
una masa bulbosa y rojiza, otra más allá, por encima, y otra por debajo.
- ¡Diablo! - exclamó Lingard-. Ahí hay tres.
- Ya no podemos volvernos atrás - gritó Stinson-. Ahí tienes al más cercano.
Cárgatelo.
La nave dio una sacudida cuando Lingard la colocó en línea. Tomó el control del
cañón con manos sudorosas v enfocó la cruz amarilla del visor al centro de la
barriga de la nave más cercana.
No se acordó de apretar el botón para disparar, pero debió de hacerlo de una
manera inconsciente, puesto que la nave enemiga tembló al recibir el impacto de la
descarga fisionable. El Jacko pareció estallar.
-¡El siguiente' .- gritó Stinson entusiasmado -. Vamos con el siguiente.
Hizo girar el morro de la nave. El segundo enemigo estaba más lejos, por lo que el
piloto tuvo unos cuantos segundos para prevenirse. Una delgada llama azul salió
proyectada por el costado y la nave quedó enfilada al enemigo.
--Anda con él! - vociferó Stinson.
Lingard hizo girar el cañón para intentar un tiro de flexión. El blanco aceleró
justamente cuando él disparó y la carga no le alcanzó por pocas yardas. Dio un
tirón de la palanca para volver a cargar y oyó el zumbido de los pesados proyectiles
_al entrar en la recámara. El Jacko aceleró y se revolvió, lanzando pequeñas llamas
por sus motores laterales.
- No tire ahora - ordenó Stinson con calma -. No puede acertarle mientras esté
acelerando y bailando como una peonza> pero cuando empiece a virar hacía atrás>
en dirección opuesta, habrá un solo momento en que se quede quieto; espere ese
momento.
Lingard esperó siguiendo con la vista el rojo barco. Esperó un largo momento. Lo
suficientemente largo que pudo pensar dónde diablos se había metido la otra nave
enemiga. Entonces, el blanco se inmovilizó, su movimiento relativo bajó casi hasta
cero. Lingard accionó las palancas y los proyectiles salieron silbando. Durante los
dos minutos que siguieron al disparo el morro del enemigo se salió un poco de la
visual, pero no lo suficiente para quedar fuera del alcance de sus proyectiles
fisionables de acero. En su costado se abrieron seis agujeros. Dio la vuelta
violentamente al recibir el impacto y> de repente, lanzó una gran llamarada blanca.
-¡Le di! - gritó Língard.
Stinson no dijo ni una palabra. Estaba tecleando en los botones de disparar.
La nave dio con mucha rapidez una vuelta muy cerrada. Lingard se abatió contra el
asiento.
-¿Dónde está la tercera nave ?- preguntó.
- Hijito, está exactamente en nuestra cola - dijo Stinson con voz agria. Agárrate bien
a lo que puedas, que te vas a zarandear un poco.
La nave empezó a bajar y subir rápidamente describiendo grandes círculos. El
asteroide junto al cual empezó la batalla estaba ahora a muchos cientos de millas.
Por tres veces, un destello de llama azul metálico pasó por delante de las troneras
de observación.
- No anda muy listo con su onda D - observó Lingard -. ¿No puede girar más, para
que yo le pueda disparar?
- No hay la menor esperanza. Estos Jackoes son capaces de aguantar una fuerza
centrífuga mucho mayor de cuanto nosotros podemos soportar y pueden girar en
círculos más pequeños.
Una vez más, la aguja de luz azul pasó junto a ellos. Un segundo después la vieron
brillar justamente delante, y esta vez no era un destello momentáneo, sino un rayo
atravesado como una espada en su camino. Stinson dio un fuerte impulso a los
motores para elevar la nave y hacerla pasar por encima.
- La ventaja del rayo es que lo pueden dirigir hacia adelante para que tengamos que
meternos en él. ¿Qué es esto? ¡Gran Júpiter! Hemos sido tocados. Esta vez nos
dieron en la cola.
Se produjo una explosión imponente al tiempo que volaba uno de los motores
propulsores.
- Estamos alcanzados, hijo - chilló Stinson -. ¡Salta!
Lingard palpó la válvula de su casco para comprobar que estaba bien seguro v dio
un puñetazo en el botón de lanzamiento. Los cierres de la compuerta volaron con
un zumbido al tiempo que Stinson vociferaba de nuevo:
-¡Salta!
El chorro de aire que se proyectó levantó a Lingard y lo lanzó al espacio.
-¿Estás bien, hijo? - preguntó la voz de Stinson, por medio del intermicrófono, un
momento después.
- Creo que si - replicó Lingard.
- Bueno, espero que sabrá todo lo que tiene que hacer para volver a la base
utilizando su traje de salto.
- Me gustaría mucho que me lo repitiese, capitán.
Se encontraban flotando en la nada> en el negro vacío, y aunque Stinson no debía
encontrarse a muchas yardas de él, no podía verle.
- Muy bien, escuche. Tome la línea Sol-Aries como dato. ¿Se acuerda de las
coordenadas de la base cuando salimos?
- Ya lo creo - las recitó Lingard.
-¿Y de las coordenadas de nuestra nave, antes de empezar el ataque?
- Sí; pero nos hemos desplazado bastante desde entonces.
- No tanto como para que importe. ¿Conforme? El trabajo más difícil va a ser el
hacer una estimación periódica de su velocidad. Use el pequeño velocímetro que
tiene en el bolsillo exterior del traje de vuelo. Haga tantas comprobaciones de
velocidad como pueda. Hágalas continuamente, no tiene mucho más que hacer.
Cuando crea que se encuentra a menos de mil millas de la base empiece a mandar
mensajes por el microrradio. No esté todo el tiempo conmutado, envíe un mensaje y
desconecte. Espere diez minutos y envíe otro. Ahora, sobre todo, mucha
tranquilidad. Verifique la velocidad constantemente y llegará en nada de tiempo a
casa.
- Gracias, capitán - dijo Lingard agradecido.
La voz de Stinson, a pesar de ser áspera, había contribuido a elevar su ánimo
considerablemente.
-¿Está escuchando, Lingard? - se oyó la voz de Stínson un momento después> que
ahora era apremiante.
- Seguro.
- Hace un momento vi sobre mi cabeza un destello de ese maldito motor. Parece
que todavía anda rondando. Mientras no acelere> pareceremos en su localizador
unos restos de nuestra nave.
Durante diez minutos Lingard se sintió arrastrado por el espacio. Empleó el tiempo
en tratar de medir la velocidad. Sabía la velocidad y la dirección de la nave antes
que empezase el ataque, pero no tenía ni idea de lo que pudieran haber avanzado
durante el combate y, además que, naturalmente, habría que añadir una
componente adicional de velocidad debido al impulso del aire que lo lanzó fuera de
la nave. El asteroide, aunque era grande, pronto dejaría de verse y la única pieza de
los restos de su nave que podía ver era una andrajosa y retorcida plancha de
duraluminio que parecía colgar sobre su cabeza a unos 200 metros.
-¿Me está usted oyendo, hijito? - sonó la voz de Stinson de un modo extraño y con
un acento como de resignación.
- Sí - respondió Lingard.
- Ese Jakko me ha localizado. Ahora su nave flota muy cerca de mí. No cabe la
menor duda; en este momento ha dado un golpe en las troneras de sus motores
para virar en redondo. Quisiera saber si consigue detectar mi radio. Lo único que
puedo hacer es no moverme de donde estoy> a ver si me toma por muerto. La nave
tiene la punta anterior de cristal y veo que hay dentro una cosa que se mueve... Tal
vez voy a ser yo el primer ser humano que vea un Jacko... Parece que está
haciendo girar la torreta de tiro, pero espero que sea solamente una pre...
En ese instante la radio enmudeció. Con el rabillo del ojo Lingard vio un rayo de luz
diminuto. Pocos segundos después vio una llama larga y delgada que barrió toda la
nave y desapareció hacía el exterior.
Lingard siguió con mucho cuidado su ruta hacia la base, donde lo recogieron tres
días y medio después. Dos meses más tarde volvió a salir de patrulla, esta vez
como capitán de la aeronave.
En su primer raid le dijo a su segundo:
-¡Ah! Y si en alguna ocasión le parece oírme decir por tercera vez que abandone la
nave será solamente un eco.


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