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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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sábado, 2 de octubre de 2010

EL DETALLE -- ISAAC ASIMOV





EL DETALLE
Jack Weaver salía de las entrañas de Multivac con semblante rendido y disgustado.
Desde el taburete, donde continuaba con su estólida vigilancia, Todd Nemerson preguntó:
— ¿Nada?
— Nada -respondió Weaver-. Nada, nada, nada. Nadie puede hallar la menor anormalidad.
— Salvo la de que no funciona, querrás decir.
— ¡De poco nos sirves, sentado ahí!
— Estoy pensando.
— ¡Pensando! -Weaver mostró un canino en un ángulo de la boca.
Nemerson se agitó impaciente en el taburete.
— ¿Por qué no? Hay seis equipos de técnicos en computadoras yendo y viniendo por los pasillos de Multivac. Y en tres días no han conseguido ningún resultado. ¿No podéis prescindir de una persona al menos para que se dedique a pensar?
— No es cuestión de pensar. Hemos de mirar. En alguna parte habrá un relé atascado.
— ¡No es tan sencillo, Jack!
— ¿Quién dice que sea sencillo? ¿Sabes cuántos millones de relés tenemos ahí?
— No importa. Si se tratara solamente de un relé, Multivac tendría circuitos suplementarios, ingenios para localizar el defecto y elementos para reparar o sustituir la parte averiada. El problema está en que Multivac no solamente se abstiene de responder a la pregunta que le habíamos formulado, sino que, además, no quiere decirnos qué le pasa... Y entretanto, si no hallamos una solución, cundirá el pánico en la ciudad. La economía mundial depende de Multivac, y todo el mundo lo sabe.
— También lo sé yo. Pero ¿qué se debe hacer?
— Ya te lo he dicho, pensar. Ha de haber algo que se nos escapa por completo. Mira, Jack, desde hace cien años no ha habido ni un solo pez gordo de las computadoras que no se haya dedicado a aumentar la complejidad de Multivac. Actualmente es capaz de hacer tantas cosas que... ¡Diablos, si hasta sabe hablar y escuchar! Prácticamente, es tan compleja como el cerebro humano. Y si no comprendemos el cerebro humano, ¿por qué hemos de comprender a Multivac?
— Eh, vamos. Dentro de un momento dirás que Multivac es humana.
— ¿Por qué no? -Nemerson se concentró en sus meditaciones, pareciendo que se sumergía dentro de sí mismo-. Ahora que lo mencionas, ¿por qué no? ¿Sabríamos reconocerlo, si Multivac cruzase la fina línea divisoria que separa a las máquinas de los hombres y empezara a ser humana? ¿Existe siquiera tal línea? ¿Si el cerebro es, simplemente, más complejo que Multivac, y nosotros seguimos aumentando la complejidad de Multivac, no habrá un punto en el que...? -Y murmurando unas palabras más, se quedó callado.
— ¿Adónde quieres ir a parar? -exclamó, irritado, Weaver-. Supongamos que Multivac fuese humana; ¿cómo nos ayudaría eso a descubrir por qué no funciona?
— Por una razón humana, acaso. Supón que te preguntasen a tí el precio más probable del trigo el próximo verano, y no contestaras. ¿Por qué no contestarías?
— Porque no lo sabría. ¡Pero Multivac sí lo sabría! Le hemos dado todos los factores. Puede analizar hechos futuros en cuestión de clima, política y economía. Sabemos que puede. Lo ha hecho otras veces.
— Muy bien. Supón que yo te hiciera la pregunta y tú supieras la respuesta, pero no me la dijeras. ¿Por qué sería?
Weaver respondió con una mueca furiosa.
— Quizá porque sufriría un tumor cerebral. Quizá porque me habrían dejado sin conocimiento, de un golpe. Quizá por estar borracho. Quizá por tener la maquinaria averiada, ¡Maldita sea! Eso es precisamente lo que tratamos de descubrir en Multivac. Estamos buscando el punto de su maquinaria que se ha descompuesto; buscamos el punto clave.
— Sólo que no lo habéis encontrado. -Nemerson saltó del taburete-. Oye, hazme la pregunta que ha paralizado a Multivac.
— ¿Cómo? ¿Quieres que te meta la cinta dentro del cuerpo?
— Vamos, Jack, dime las palabras que la @acom~ fLa. A Multivac le hablas, ¿verdad?
— Tengo que hacerlo. Es la terapia.
Nemerson hizo un signo afirmativo.
— Sí, eso dicen. Terapia. Esa es la versión oficial. Le hablamos para simular que es un ser humano, a fin de que no nos volvamos neuróticos viendo que tenemos una máquina que sabe muchísimo más que nosotros. Convertimos a un monstruo metálico amedrentador en la imagen protectora de una madre.
— Si quieres expresarlo de ese modo...
— Bueno, la explicación es falsa, y tú lo sabes. Una computadora tan compleja como Multivac debe hablar y escuchar para ser eficiente. No basta con suministrarle y sacar de ella una clave de puntos. En determinado nivel de complejidad, hay que hacer de modo que Multivac parezca humana porque, ¡por Dios!, lo es. Vamos, Jack, dirígeme la pregunta. Quiero ver cómo reacciono ante ella,
Jack Weaver se sonrojó.
— Eso es una necedad.
— Vamos, ¿quieres?
El hecho de que Weaver accediera da una idea de cuán grandes eran su depresión y su desesperación. Un poco huraño, fingió suministrarle el programa a Multivac, hablando como solía hacerlo habitualmente. Comentó las últimas informaciones sobre intranquilidad en el campo, habló de las nuevas ecuaciones que describían las contorsiones de las corrientes, y dio una conferencia sobre la constante solar.
Empezó en tono bastante seco, pero, arrastrado por el largo hábito, se fue animando, y cuando hubo recitado las últimas partes del programa, casi cerró el contacto con una palmada física en la cintura de Todd Nemerson. Y terminó vivamente:
— Muy bien, pues. Elabora eso y danos la respuesta pronto.
Terminada la actuación, Jack Weaver permaneció plantado allí un momento, dilatadas las ventanas de la nariz, como si experimentara una vez más la excitación que le producía el poner en marcha la máquina más gigantesca y perfecta que hubieran compuesto nunca la mente y las manos del hombre.
Luego volvió a la realidad, y murmuró:
— Muy bien. Ya está.
Nemerson dijo:
— Al menos, ahora ya sé por qué yo no querría responder; de modo que, probemos con Multivac. Oye, despeja la máquina; asegúrate de que los investigadores aparten sus zarpas de ella. Luego entrégale el programa, pero deja la parte hablada de mi cuenta. Una vez nada más.
Weaver se encogió de hombros y se volvió hacia la pared de control de Multivac, cubierta de sombrías esferas y luces, como ojos que no parpadeaban. Lentamente, dejó la instalación despejada. Uno tras otro, ordenó a los equipos que se fueran.
Luego, inspirando profundamente, se puso una vez más a suministrarle el programa a Multivac. Era la duodécima vez que se lo dictaba, la docena completa. En algún punto lejano, un comentarista de noticias daría la de que lo estaban intentando de nuevo. Y por toda la faz del planeta, una población cuya existencia dependía de Multivac contendría el aliento como un solo hombre.
Mientras Weaver suministraba los datos, en silencio, Nemerson hablaba. Hablaba con cautela, procurando recordar lo que le había dicho Weaver, pero esperando el momento oportuno para añadir el detalle clave.
Weaver había terminado y ahora la voz de Nemerson tenía un acento de ansiedad.
— Muy bien, pues, Multivac -dijo-. Elabora los datos y danos la respuesta. -Aquí hizo una pausa y añadió el detalle clave. Añadió las palabras: ¡Por favor!
Y por todo el extenso cuerpo de Multivac, válvulas y relés se pusieron gozosamente a la tarea. Al fin y al cabo, una máquina también tiene sentimientos... cuando ya no es una máquina.

EXILIADOS AL INFIERNO -- ISAAC ASIMOV





EXILIADOS AL INFIERNO
— Los rusos -decía Dowling con su voz clara y precisa-, por los tiempos en que los viajes espaciales todavía no se habían generalizado, solían enviar los presos a Siberia. Los franceses utilizaban la Isla del Diablo para este fin. Los británicos los embarcaban para Australia.
Luego estudió atentamente el tablero y su mano se detuvo, indecisa, sobre el alfil.
Parkinson, sentado enfrente, al otro lado del tablero, contemplaba distraídamente la distribución de las piezas. Naturalmente, el ajedrez era el juego profesional de los programadores de computadoras; pero, dadas las circunstancias, la partida no le inspiraba ningún interés. Comprendía, con cierta desazón, que Dowling habría tenido derecho a mostrarse muchísimo más severo. Dowling programaba el alegato del fiscal.
Por supuesto, en los programadores se manifestaba una cierta tendencia a asumir algunas de las supuestas características de las computadoras: la falta de emoción, la impermeabilidad a todo lo que no fuera lógica estricta. Dowling reflejaba esta tendencia en la raya perfecta que le partía el cabello y en la discreta elegancia de su traje.
Parkinson, quien prefería programar el alegato de la defensa en los procesos en que se veía mezclado, prefería, además, dejarse llevar por un despreocupado desaliño en los aspectos menores de su atuendo.
— Tú quieres decir -comentó-, que el exilio es una pena bien ideada y, por lo tanto, no particularmente cruel.
— No digo eso; si es particularmente cruel; pero al mismo tiempo está bien ideada, y ha llegado a ser el instrumento de disuasión perfecto.
Dowling movió el alfil, sin levantar la vista. Parkinson, aunque muy involuntariamente, sí la levantó.
Naturalmente, no veía nada. Estaban dentro del refugio, en el confortable mundo moderno cortado a la medida de las necesidades humanas y cuidadosamente protegido contra el salvaje medio ambiente que los rodeaba. Allá fuera, la noche estaría deslumbrante, iluminada por su astro.
¿Cuándo lo había visto por última vez? No hacía mucho tiempo. Se le ocurrió pensar en qué fase etaría ahora mismo. ¿Llena? ¿Resplandeciente? ¿O se encontraba en cuarto creciente? ¿Era como una brillante uña de luz suave en el firmamento?
Por derecho propio, había de ser un hermoso espectáculo. En otro tiempo lo fue. Pero lo fue siglos atrás, antes de que los viajes espaciales se hubieran generalizado y abaratado, y antes de que el entorno en que se movían se hubiera vuelto sofisticado y controlado. Ahora aquella hermosa luz en el cielo se habia convertido en una nueva y más horrible Isla del Diablo colgada en el espacio.
Ya nadie pronunciaba su nombre siquiera, tal era la aversión que les inspiraba. La llamaban «Eso». O todavía peor: se limitaban a levantar la cabeza en breve movimiento, indicando las alturas.
— Podrías haberme dejado programar el alegato contra la pena de exilio, en general.
— ¿Por qué? No habría influido en el resultado.
— En éste no, Dowling. Pero habría podido influir en casos futuros. Quizá las sentencias del futuro se conmutasen por la de pena de muerte.
— ¿Para personas culpables de dañar las instalaciones? ¡Estás soñando!
— Fue un acto de cólera ciega. Había el propósito de perjudicar a un ser humano, es cierto; pero no había el de dañar las instalaciones.
— Nada; eso no sigunifica nada. En tales casos, la falta de propósito no sirve de excusa. Y tú lo sabes.
— Debería servir. Esa es mi posición, la que desearía defender.
Parkinson adelantó un peón para proteger el caballo.
Dowling reflexionó.
— Tratas de seguir atacando a la reina, Parkinson; pero no te lo permitiré... Bueno, veamos. -Y mientras meditaba, dijo-: Ya no estamos en los tiempos primitivos, Parkinson. Vivimos en un mundo abarrotado, sin margen para el error. Hasta una cosa tan insignificante como el fundir un consistor podría poner en peligro a una parte considerable de nuestra población. Si la cólera pone en peligro o daña una línea de conducción de energía, es una cosa muy grave.
— No lo pongo en duda...
— Pues parecía que lo ponías, cuando estabas estructurando el programa de la defensa.
— No, en verdad que no. Mira, cuando Jenkins cortó el escudo energético, me encontré tan cerca de la muerte como el que más. Un retraso de un cuarto de hora más habría sido el fin para mí, lo mismo que para otros, y me doy perfecta cuenta de ello. ¡LO que yo sostengo es que la pena de exilio no es la apropiada! -Y reforzó la expresión golpeando el tablero con el dedo. Dowling hubo de coger la dama antes de que se cayera.
— Arreglo las fichas, no muevo -murmuró. Luego sus ojos fueron pasando de una pieza a otra, y siguió dubitativo-: Te equivocas, Parkison. Es el castigo adecuado, porque no hay nada peor, y porque se corresponde con un crimen como no hay otro peor. Mira, todos sabemos que nuestra existencia depende de una tecnología complicada y más bien frágil. Un fallo en la misma podría matarnos a todos, y no importa si este fallo se ha provocado deliberadamente, casualmente o por incompetencia. Los seres humanos exigen el castigo máximo para una acción de tal naturaleza como única manera de sentirse seguros. La simple muerte no representa un argumento bastante disuasorio.
— Sí, lo es. Nadie quiere morir.
— Pero todavía les apetece menos vivir en el exilio. Por eso hemos tenido uno solo de tales casos en los diez últimos años, y únicamente un exiliado... ¡A ver si le pones remedio a esto! -Y Dowling empujó la torre de dama un lugar hacia la derecha.
Se encendió una luz. Parkinson estuvo en pie al momento.
— La programación ha quedado terminada. Ahora el computador tendrá su veredicto.
Dowling levantó la vista con aire flemático.
— ¿Verdad que no dudas de cuál será el veredicto...? Deja las piezas colocadas en el tablero. Terminaremos la partida después.
Parkinson estaba seguro de que después le faltaría humor para continuarla. Echó a correr por el pasillo en dirección a la sala del tribunal, con los pies ligeros como de costumbre.
Poco después de haber entrado él y Dowling, el juez ocupó su puesto, y luego vino Jenkins, entre dos guardias.
Jenkins estaba demacrado, pero estoico. Desde que le dominó aquel acceso de cólera ciega, dejando involuntariamente a todo un sector en la oscuridad, sin energía. mientras arremetía contra un camarada de trabajo, había de saber las consecuencias de aquel crimen, el peor de todos. Es conveniente no hacerse ilusiones.
Parkinson no era un estoico. No osaba mirar cara a cara a Jenkins. No habría podido mirarle sin preguntarse, afligido, qué pasaría por la mente de Jenkins en aquel momento. ¿Se estaba empapando a través de todos sus sentidos de todas las delicias de aquel confort familiar, antes de que le arrojaran para siempre al luminoso infierno que cabalgaba por el cielo de la noche?
¿Saboreaba su olfato aquel aire puro y agradable? ¿Le deleitaban las suaves luces, la nivelada temperatura, el agua pura a discreción, el seguro medio ambiente designado a mecer a la humanidad en domesticadas comodidades?
Mientras que allá arriba...
El juez pulsó un botón de contacto, y la decisión de la computadora se convirtió en el sonido cálido, sin resabios de una voz humana normalizada.
— El examen de todas las informaciones pertinentes, a la luz de la ley del país, y de todos los precedentes dignos de consideración, lleva a la conclusión de que Anthony Jenkins es culpable, según todas las estimaciones, del crimen de destrucción de instalaciones, y queda sujeto a la pena máxima.
En la sala del tribunal propiamente dicha sólo había seis personas; pero, naturalmente, la población entera estaba viendo y escuchando el juicio por televisión.
El juez empleó la fraseología de rigor:
— El acusado será sacado de aquí y llevado al espaciopuerto más próximo y, en el primer medio de transporte disponible, será alejado de este mundo y enviado al exilio por todo el tiempo que dure su vida natural.
Jenkins parecía recogerse dentro de sí mismo; pero no despegó los labios.
Parkinson se estremecía. ¿Cuántos -se preguntaba- se darían cuenta ahora de la enormidad de tal castigo para cualquiera que fuese el delito? ¿Cuánto tiempo habría de transcurrir para que los hombres tuvieran la humanidad suficiente para suprimir definitivamente la pena de exilio?
¿Había alguna persona capaz de imaginarse a Jenkins allá arriba en el espacio sin estremecerse de angustia? Podían pensar -y soportar el pensamiento- en un semejante arrojado por toda la vida allá, entre la extraña, hostil, desalmada población de un mundo de un calor irresistible durante el día y de un frío terrible por la noche; de un mundo en el que el cielo era de un azul áspero y el suelo de un verde mas brusco y aplastante todavía, donde el aire polvoriento se movía incesantemente y el perverso mar subía y bajaba eternamente?
¡Y la gravedad, aquel pesado..., pesado..., pesado y eterno tirón!
¿Quién podía soportar el horror de condenar a una persona, fuera cual fuese su crimen, a dejar el acogedor hogar de la Luna para irse a aquel infierno de los cielos que era... la Tierra?

COMPRE JUPITER - ISAAC ASIMOV





COMPRE JUPITER
Era un simulacro, por supuesto, pero tan perfectamente realizado que los seres humanos que sostenían tratos con él habían dejado de pensar desde hacía tiempo en las entidades energéticas reales, que esperaban, sumidas en llamas, dentro de su nave campo de fuerzas, en el espacio próximo a la Tierra.
El simulacro, con una majestuosa barba dorada y profundos ojos castaño oscuro, dijo suavemente:
— Nosotros comprendemos sus dudas y sospechas, y sólo podemos reiterarles que no deseamos hacerles ningún daño. Creo que les hemos presentado pruebas de que habitamos los halos que coronan las estrellas de tipo O (1) y que su sol es demasiado débil para nosotros, mientras que sus planetas son de materia sólida y, por lo tanto, completa y eternamente ajenos a nuestros intereses.
El negociador terrestre, que era secretario de Ciencias y que por unánime acuerdo había sido encargado de las negociaciones con el extraterrestre, dijo:
— Pero ustedes han admitido que nosotros estamos en una de sus principales rutas comerciales.
— Sí, ya que nuestro nuevo mundo, Kimmonoshek, ha desarrollado nuevos campos de fluido protónico.
El secretario agregó:
— Verá, aquí en la Tierra, los puntos de las rutas comerciales pueden adquirir una importancia militar desproporcionada con respecto a su valor intrínseco. Por lo tanto, sólo puedo repetir, para ganar su confianza, que nos debe decir por qué necesita Júpiter.
Y, como cada vez que la pregunta era formulada o se aludía a ella, el simulacro pareció apenarse.
— Es importante mantener el secreto. Si la gente de Lamberj...
— Exactamente -dijo el secretario-. Para nosotros esto suena a guerra. Ustedes y lo que llama la gente de Lamberj...
Hurañamente, el simulacro continuó:
— Pero les estamos ofreciendo un precio muy generoso. Ustedes sólo han colonizado los planetas interiores del sistema y no estamos interesados en ellos. Pedimos el mundo que ustedes llaman Júpiter, en el que, según tengo entendido, su gente no espera poder vivir nunca, ni siquiera aterrizar en él. Su tamaño -dijo, mientras reía indulgentemente- es demasiado grande para ustedes.
El secretario, molesto por ese aire de condescendencia, dijo con obstinación:
— Los satélites jovianos son, no obstante, sitios aptos para la colonización, y de hecho pretendemos colonizarlos en breve plazo.
— Pero los satélites no serán molestados en forma alguna. Continuarán siendo suyos en el pleno sentido de la palabra. Solamente les pedimos Júpiter, un mundo completamente inútil para ustedes, a pesar de lo cual les ofrecemos un pago generoso. Seguramente se dará cuenta de que podríamos tomar su Júpiter por las buenas, si así lo deseáramos, sin contar para nada con su permiso. Pero preferimos efectuar un pago mediante contrato legalizado. Esto impedirá posibles disputas en el futuro. Tal como puede ver, mi sinceridad es absoluta.
Pero el secretario insistió, tercamente:
— ¿Por qué necesitan Júpiter?
— Los de Lamberj...
— ¿Están ustedes en guerra con la gente de Lamberj?
— No es eso exactamente...
— Porque usted comprenderá que si estalla una guerra y ustedes establecen alguna base militar en Júpiter, la gente de Lamberj podría, y con razón, resentirse por ello y vengarse de nosotros por haberles concedido ese permiso. No podemos permitirnos el vernos envueltos en semejante situación.
— Ni yo se lo pido. Tiene mi palabra de que no significará ningún daño para ustedes. Además -continuaba volviendo siempre a lo mismo-, el precio es generoso. Suficientes cajas de energía por año para proveer a su mundo de la energía necesaria para cada año completo.
El secretario dijo:
— ¿Y qué sucedería en el caso de que el consumo de energía aumentara en el futuro?
— Si se tratara de una cifra hasta cinco veces mayor que la actual, no habría ningún problema.
— Bueno, pues entonces, tal como le he dicho, yo sólo soy un alto delegado del Gobierno y me han dado considerables poderes para tratar con usted, pero mis facultades son limitadas. Yo, por mi parte, me inclino a confiar en usted, pero no puedo aceptar sus condiciones sin comprender exactamente por qué quiere Júpiter. Si la explicación es satisfactoria y convincente, quizá podría persuadir a nuestros gobernantes y, a través de ellos, a nuestro pueblo, para firmar este acuerdo. Pero si intentase llevarlo a término sin dar ninguna explicación, yo sería simplemente relevado de mi puesto y la Tierra negaría su ratificación. Entonces, tal como ya ha dicho, ustedes podrían tomar Júpiter por la fuerza, pero lo tendrían en posesión ilegal y, por lo que ha mencionado, no lo quiere de esa manera.
El simulacro hizo chasquear su lengua impacientemente.
— No puedo seguir eternamente con esta insignificante disputa. Los de Lamberj...
Se detuvo una vez más y luego continuó:
— ¿Tengo su palabra de honor de que todo esto no es un plan inspirado por la gente de Lamberj para ir aplazando el acuerdo...?
— Mi palabra de honor -dijo el secretario.
El secretario de Ciencias, moviendo su frente con un aire de hombre diez años más joven, dijo suavemente:
— Le he asegurado que su gente podría tenerlo tan pronto como obtuviera la aprobación formal del presidente. No creo que él se oponga, ni tampoco el Congreso. ¡Dios mio! Piénsenlo, caballeros; energía gratuita en la punta de nuestros dedos en pago por un planeta que nunca y en ningún caso íbamos a utilizar.
El secretario de Defensa, volviéndose grana, dijo:
— Pero estamos de acuerdo en que sólo una guerra entre Mizzarett y Lamberj podía ser la causa de su necesidad de tener Júpiter. En tales circunstancias, y comparando su potencial militar con el nuestro, es esencial mantenernos en estricta neutralidad.
— Pero no hay ninguna guerra, señor -replicó el secretario de Ciencias-. El simulacro me dio otra explicación acerca de su necesidad de tener Júpiter, tan racional y plausible que la acepté inmediatamente. Y creo que el presidente estará de acuerdo conmigo, y ustedes también, caballeros, cuando lo comprendan. De hecho, tengo aquí sus planos para el nuevo Júpiter, tal como será muy pronto.
Los demás se levantaron de sus asientos, gritando.
— ¿Un nuevo Júpiter? -dijo entrecortadamente el secretario de Defensa.
— No demasiado diferente del viejo, caballeros -dijo el secretario de Ciencias-. Aquí están los diseños realizados en forma adecuada para su observación por seres humanos como nosotros.
Se los entregó. El familiar planeta listado estaba allí delante de ellos, en uno de los dibujos: amarillo, verde pálido y castaño claro con rayas blancas rizadas aquí y allá contra el moteado fondo aterciopelado del espacio. Pero a través de las franjas había rayas tan negras como aterciopelado era el fondo, distribuidas de una curiosa manera.
— Eso -dijo el secretario de Ciencias-, es el lado diurno del planeta. El lado nocturno se encuentra en este otro diseño. -Allí, Júpiter era una delgada media luna envuelta en tinieblas, y dentro de esa oscuridad se veían las mismas rayas distribuidas de la misma manera, pero esta vez en un encendido color naranja fosforecente.
— Las marcas -continuó el secretario de Ciencias- son un fenómeno puramente óptico, según me ha dicho, que no rotarán con el planeta sino que quedarán estáticas en su margen atmosférico.
— Pero ¿qué son? -preguntó el secretario de Comercio.
— Verán -dijo el secretario de Ciencias-, nuestro sistema solar se encuentra en el camino de una de sus mejores rutas comerciales. No menos de siete de sus naves pasan a unos pocos cientos de millones de kilómetros del sistema, en un solo día, y cada nave, cuando pasa, tiene bajo observación telescópica los planetas más importantes. Curiosidad turística, ya saben. Para ellos, los planetas sólidos de cualquier tamaño son una maravilla.
— ¿Qué tiene que ver eso con estas marcas?
— Son una forma de escritura. Traducidas, estas marcas dicen: «Usad vértices ergónicos de Mizzarett para un calor saludable y resplandeciente.»
— ¿Quiere decir que Júpiter va a ser algo así como una valla publicitaria? -explotó el secretario de Defensa.
— Exacto. Parece ser que la gente de Lamberj produce una tableta de ergón muy competitiva, que hace que los de Mizzarett tengan un ansioso interés por establecerse completa y legalmente en Júpiter, en caso de un posterior litigio con los de Lamberj. Afortunadamente, los de Mizzarett son novatos en el juego publicitario, según parece.
— ¿Por qué dice eso? -preguntó el secretario del Interior.
— Porque desaprovecharon una serie de opciones que tenían para otros planetas. El anuncio de Júpiter servirá para promocionar nuestro sistema al mismo tiempo que su propio producto. Y cuando la gente de Lamberj venga como un vendaval a comprobar que los de Mizzarett poseen el titulo legal de Júpiter, nosotros tendremos Saturno para vendérselo a ellos. Con sus anillos. Y tal como nosotros nos encargaremos fácilmente de explicarles, los anillos harán de Saturno un espectáculo mucho mejor.
Y, por lo tanto -dijo el secretario del Tesoro, repentinamente alegre, valdrá un precio mucho mejor.
Y entonces todos, de repente, parecieron felices.
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(1) Estrellas azules muy calientes.
(2) Buy Jupiter ("compre Júpiter"), se pronuncia en ingles igual que ¡By Jupiter! ("por Júpiter"), conocida exclamación.

RAY BRADBURY EN : EL ASESINO





EL ASESINO

La música se movía con él por los blancos pasillos. Pasó ante una puerta de oficina: La Viuda Alegre. Otra puerta: La Siesta De Un Fauno. Una tercera: Bésame Otra Vez. Dobló en un corredor. La Danza De Las Espadas lo sepultó bajo címbalos, tambores, ollas, sartenes, cuchillos, tenedores, un trueno y un relámpago de estaño. Todo quedó atrás cuando llegó a una antesala donde una secretaria estaba hermosamente aturdida por la Quinta de Beethoven. Pasó ante los ojos de la muchacha como una mano; ella no lo vio.
La radio pulsera zumbó.
— ¿Si?
— Es Lee, papá. No olvides mi regalo.
— Sí, hijo, sí. Estoy ocupado.
— No quería que te olvidases, papá -dijo la radio pulsera.
Romeo y Julieta de Tchaikovsky cayó en enjambres sobre la voz y se alejó por los largos pasillos.
El psiquiatra caminó en la colmena de oficinas, en la cruzada polinización de los temas. Stravinsky unido a Bach, Haydn rechazando infructuosamente a Rachmaninoff, Schubert golpeado por Duke Ellington. El psiquiatra saludó con la cabeza a las canturreantes secretarias y a los silbadores médicos que iban a iniciar el trabajo de la mañana. Llegó a su oficina, corrigió unos pocos textos con su lapicera, que cantó entre dientes, luego telefoneó otra vez al capitán de policía del piso superior. Unos pocos minutos más tarde, parpadeó una luz roja, y una voz dijo desde el cielo raso:
— El prisionero en la cámara de entrevistas numero nueve.
Abrió la puerta de la cámara, entró, y oyó que la cerradura se cerraba a sus espaldas.
— Váyase -dijo el prisionero, sonriendo.
La sonrisa sobresaltó al psiquiatra. Una sonrisa soleada y agradable, que iluminaba brillantemente el cuarto. El alba entre lomas oscuras. El mediodía a medianoche, aquella sonrisa. Los ojos azules chispearon serenamente sobre aquella confiada exhibición de dientes.
— Estoy aqui para ayudarlo -dijo el psiquiatra frunciendo el ceño.
Había algo raro en el cuarto. El médico había titubeado al entrar. Miró alrededor. El prisionero se rió.
— Si está preguntándose por qué hay aquí tanto silencio, deshice la radio a puntapiés.
Violento, pensó el doctor.
El prisionero le leyó el pensamiento, sonrió, y extendió una mano suave.
— No, sólo con las máquinas que chillan y chillan. En la alfombra gris se veían pedazos de cable y lámparas de la radio de pared. Sintiendo sobre él aquella sonrisa como una lámpara calorífera, el psiquiatra se sentó frente a su paciente, en un silencio insólito que era como la amenaza de una tormenta.
— ¿Es usted el señor Albert Brock que se llama a si mismo El Asesino?
Brock asintió agradablemente.
— Antes de empezar. -Se movió con rapidez y sin ruido y le sacó al doctor la radio pulsera. La mordió como si fuese una nuez, y la radio crujió y estalló. Brock se la devolvió al médico como si le hubiese hecho un favor-. Es mejor así.
El psiquiatra se quedó mirando el arruinado aparato.
— Su cuenta de daños y perjuicios está creciendo.
— No me importa -sonrió el paciente-. Como dice la vieja canción: ¡No me importa lo que pasa!
El hombre tarareó.
— ¿Empezamos? -dijo el psiquiatra.
— Muy bien. Mi primera víctima, o una de las primeras, fue el teléfono. Un crimen espantoso. Lo eché en el sumidero mecánico de mi cocina. Puse el aparato en punto medio. El pobre teléfono murió por estrangulación lenta. Luego maté a tiros el televisor.
— Mmm -dijo el psiquiatra.
— Le disparé seis tiros en el cátodo. Se oyó un hermoso tintineo, como una araña de luces que cae al piso.
— Linda imagen.
— Gracias, siempre soñé con ser escritor.
— ¿Por qué no me dice cuando empezó a odiar el teléfono?
— Me aterrorizaba ya en la infancia. Un tío mío lo llamaba la máquina de los fantasmas. Voces sin cuerpo. Me ponía los pelos de punta. Más tarde, nunca me sentí cómodo. El teléfono me parecía un instrumento impersonal. Si a él se le ocurría, dejaba que la personalidad de uno fuese por sus cables. Si no lo quería así, lo mismo le sacaba a uno la personalidad hasta que por el otro extremo salía una voz de pescado frío, toda acero, cobre, plásticos, sin calor, sin realidad. Es fácil decir alguna inconveniencia cuando se habla por teléfono; el teléfono cambia el significado de las frases. Y al fin uno se entera de que se ha ganado un enemigo. Luego, por supuesto, el teléfono es algo tan conveniente. Ahí está, exigiendo que uno llame a alguien que no quiere que lo llamen. Mis amigos estaban siempre llamando, llamando, llamándome. Demonios, no me dejaban tiempo para nada. Cuando no era el teléfono, era la televisión, la radio, el fonógrafo. Cuando no era la televisión, la radio o el fonógrafo eran las películas en el cine de la esquina, películas proyectadas en nubes bajas, con publicidad. Ya no llueve más agua, llueve espuma de jabón. Cuando no eran los anuncios en nubes de alta visibilidad, era la música de Mozzek en todos los restaurantes; música y anuncios en los ómnibus que me llevaban al trabajo. Cuando no era la música, eran los intercomunicadores de la oficina, y la cámara de horror de una radio pulsera desde donde mis amigos y mi mujer me llamaban cada cinco minutos. ¿Qué hay en esas conveniencias que las hace parecer tan tentadoramente convenientes? El hombre común piensa: Aquí estoy, dispongo de tiempo, y aquí en mi muñeca hay un teléfono pulsera. ¿Por qué no llamar al viejo Joe, eh? "¡Hola, hola!" Quiero mucho a mis amigos, a mi mujer, la humanidad. Pero cuando mi mujer me llama para preguntarme: "¿Dónde estás ahora, querido?", y un amigo me llama y dice: "¿Conoces este chiste verde? Parece que una vez un tipo..." Y un desconocido me llama y grita: "Esta es la encuesta Encuentra-Rápido. ¿Qué caramelo de goma está masticando en este instante?" ¡Bueno!
— ¿Cómo se sentía durante la semana?
— Al borde del precipicio. Aquella misma mañana hice eso en la oficina.
— ¿Qué fue?
— Eché un vaso de agua en el intercomunicador.
El psiquiatra anotó en su libreta.
— ¿Y el sistema se cerró?
— ¡Magníficamente! ¡El cuatro de julio en ruedas! Dios mío, las estenógrafas corrían de un lado a otro como perdidas. ¡Qué confusión!
— ¿Se sintió mejor durante un tiempo, eh?
— ¡Muy bien! Al mediodía se me ocurrió cerrar la radio pulsera en la calle. Una voz aguda me gritaba: "Encuesta popular número nueve. ¿Qué almuerza usted?" En ese mismo momento, ¡se acabó la radio pulsera!
— ¿Se sintió mejor aún, eh?
— ¡Cada vez mejor! -Brock se frotó las manos-. ¿Por qué no iniciar, pensé, una revolución solitaria, liberando al hombre de ciertas "conveniencias"? "¿Conveniente para quién?" grité. Conveniente para los amigos. "Eh, Al, te llamo desde el bar de Green Hilís. Acabo de abrir una botella de whiskey, Al. Hermoso día. Ahora estoy tomando unos tragos. ¡Pensé que te gustaría saberlo, Al!" Conveniente para mi oficina, de modo que cuando ando trabajando en mi coche, la radio no pierde el contacto conmigo. ¡Contacto! Palabra tímida. Contacto, demonios. ¡Estrujamiento. Manoseo, mejor. Aporreo y masajeo. Uno no puede dejar el coche sin avisar: "Me he detenido en la estación de gasolina para ir al cuarto de baño." "Muy bien, Brock, ¡rápido!" "Brock, ¿por qué tarda tanto?" "Lo siento, señor." "Que no se repita, Brock." "¡No, señor!" ¿Sabe usted que hice, doctor? Compré un cuarto kilo de helado de chocolate y lo eché en el transmisor de radio del coche.
— ¿Tuvo alguna razón especial para echar en el aparato helado de chocolate?
Brock pensó un momento y sonrió.
— Es mi helado favorito.
— Ah -dijo el doctor.
— Pensé, demonios, lo que es bueno para mí es bueno también para el transmisor.
— ¿Y por qué echar helado en la radio?
— Hacía calor.
El doctor calló un momento.
— ¿Y qué vino luego?
— Luego vino el silencio. Dios, era hermoso. Aquella radio del auto cocleando todo el dia. Brock, venga aquí, Brock, vaya allá, Brock, llame, Brock, escuche, muy bien, Brock, hora de almorzar, Brock, ha terminado el almuerzo, Brock, Brock, Brock, Brock. Bueno, aquel silencio fue como si me hubiese echado helado en las orejas.
— Parece que le gusta mucho el helado.
— Me paseé en el auto disfrutando del silencio. Es la franela más blanda y suave del mundo. El silencio. Una hora entera de silencio. Yo paseaba en el coche, sonriendo, sintiendo aquella franela en mis oídos. ¡Me emborraché de libertad!
— Continúe.
— Entonces se me ocurrió lo de la máquina portátil de diatermia. Alquilé una, y aquella noche subí con ella al ómnibus que me llevaría a casa. Todos los viajeros hablaban con sus mujeres por la radio pulsera diciendo: "Ahora estoy en la calle Cuarenta y tres, ahora en la Cuarenta y cuatro, aquí estoy en la Cuarenta y nueve, ahora doblamos en la Sesenta y una." Un marido maldecía: "Bueno, sal de ese bar, maldita sea y vete a casa a preparar la cena. ¡Estoy en la Setenta!" Y una radio de transistores tocaba Cuentos de los bosques de Viena, y un canario cantaba una canción acerca de una sopa de cereales. En ese momento ¡encendí mi aparato de diatermia! ¡Estática! ¡Interferencia! Todas las mujeres separadas de los maridos que habían acabado una dura jornada en la oficina. ¡Todos los maridos separados de sus mujeres que acababan de ver cómo sus chicos rompían una ventana! Talé los Bosques De Viena. El canario se atragantó. ¡Silencio! Un terrible, inesperado silencio. Los pasajeros del ómnibus tuvieron que afrontar la posibilidad de conversar entre ellos. ¡El pánico! ¡Un pánico puro y animal!
— ¿Se lo llevó la policía?
— El ómnibus tuvo que detenerse. Después de todo, la música había desaparecido, maridos y mujeres habían perdido contacto con la realidad. Un pandemonio, un tumulto, y un caos. ¡Ardillas que chillaban en sus jaulas! Llegó una patrulla, me descubrieron rápidamente, me endilgaron un discurso, me multaron, y me mandaron a casa, sin el aparato de diatermia, en un santiamén.
— Señor Brock, ¿puedo sugerirle que su conducta hasta ese momento no había sido muy... práctica? Si no le gustaban las radios de transistores, o las radios de oficina, o las radios de auto, ¿por qué no se unió a alguna asociación de enemigos de la radio, firmó petitorios, o luchó por normas legales y constitucionales? Al fin y al cabo, estamos en una democracia.
— Y yo -dijo Brock- estoy en lo que se llama una minoría. Me uní a asociaciones, firmé petitorios, llevé el asunto a la justicia. Protesté todos los años. Todos se rieron. Todos amaban las radios y los anuncios. Yo estaba fuera de lugar.
— Entonces tenía que haberse conducido como un buen soldado, ¿no le parece? La mayoría manda.
— Pero han ido demasiado lejos. Si un poco de música y "mantenerse en contacto" es agradable, piensan que mucha música y mucho "contacto" será diez veces más agradable. ¡Me volvieron loco! Llegué a casa y encontré a mi mujer histérica. ¿Por qué? Porque había perdido todo contacto conmigo durante medio día. ¿Recuerda que bailé sobre mi radio pulsera? Bueno, aquella noche hice planes para asesinar la casa.
— ¿Pero quiere que lo escriba así? ¿Está seguro?
— Es semánticamente exacto. Sabía que enmudecería. Mi casa es una de esas casas que hablan, cantan, tararean, informan sobre el tiempo, leen novelas, tintinean, entonan una canción de cuna cuando uno se va a la cama. Una casa que le chilla a uno una ópera en el baño y le enseña español mientras duerme. Una de esas cavernas charlatanas con toda clase de oráculos electrónicos que lo hacen sentirse a uno poco mas grande que un dedal, con cocinas que dicen: "Soy una torta de durazno, y estoy a punto", o "Soy un escogido trozo de carne asada, ¡ sácame!", y otros cantitos semejantes. Con camas que lo mecen a uno y lo sacuden para despertarlo. Una casa que apenas tolera a los seres humanos, se lo aseguro. Una puerta de calle que ladra: "¡Tiene los pies embarrados, señor!" Y el galgo de un vacío electrónico que lo sigue a uno olfateándolo de cuarto en cuarto, sorbiendo todo fragmento de uña o ceniza que uno deja caer. ¡Jesucristo! ¡Jesucristo!
— Cálmese -sugirió el psiquiatra.
— ¿Recuerda aquella canción de Gilbert y Sullivan, «Lo he anotado en mi lista, y jamás lo olvidaré»? Me pasé la noche anotando quejas. A la mañana siguiente me compré una pistola. Me embarré los zapatos a propósito. Me planté ante la puerta de calle. La puerta chilló: "¡Pies sucios, pies embarrados! ¡Límpiese los pies! ¡Por favor sea aseado!" Le disparé un tiro por el ojo de la cerradura. Corrí a la cocina, donde el horno lloriqueaba: "¡Apáguenme!" En medio de una tortilla mecánica, enmudecí la cocina. O cómo siseó y gritó: "¡Un corto circuito!" Entonces sonó el teléfono, como un murciélago. Lo eché en el sumidero mecánico. Debo declarar aquí que no tengo nada contra el sumidero. Lo siento por él, un dispositivo útil sin duda, que nunca dice una palabra, ronronea como un león somnoliento la mayor parte del tiempo, y digiere nuestros restos. Lo arreglaré. Luego fui y maté el televisor, esa bestia insidiosa, esa Medusa, que petrifica a un billón de personas todas las noches con una fija mirada, esa sirena que llama y canta y promete tanto, y da, al fin y al cabo, tan poco, y yo mismo siempre voliendo a él, volviendo y esperando, hasta que... ¡pum! Como un pavo sin cabeza, mi mujer salió chillando a la calle. Vino la policía. ¡Y aquí estoy!
Brock se echó hacia atrás, feliz, y encendió un cigarrillo.
— ¿Y no pensó usted, al cometer esos crímenes, que la radio pulsera, el transmisor, el teléfono, la radio del ómnibus, los intercomunicadores, eran todos alquilados, o pertenecían a algún otro?
— Lo haría otra vez, que Dios me proteja.
El psiquiatra se quedó inmóvil bajo el sol de aquella beatífica sonrisa.
— ¿Y no quiere que lo ayude la Oficina de Salud Mental? ¿Está preparado a soportar las consecuencias?
— Esto es sólo el comienzo -dijo el señor Brock-. Soy la vanguardia de unos pocos cansados de ruidos y órdenes y empujones y gritos, y música en todo momento, en todo momento en contacto con alguna voz de alguna parte, haz esto, haz aquello, rápido, rápido, ahora aquí, ahora allá. Ya veremos. La rebelión comienza. ¡Mi nombre hará historia!
— Mmm.
El psiquiatra parecía pensativo.
— Llevará tiempo, por supuesto. Era tan agradable al principio. La sola idea de esas cosas, tan prácticas, era maravillosa. Eran casi juguetes con los que uno podía divertírse. Pero la gente fue demasiado lejos, y se encontró envuelta en una red de la que no podía salir, ni siquiera advertía que estaba dentro. Así que dieron a sus nervios otro nombre "La vida moderna", dijeron. "Tensión", dijeron. Pero recuérdelo, se ha echado la semilla. Me conocen en todo el mundo gracias a la TV, la radio, las películas. Es una ironía. Eso fue hace cinco días. Un billón de personas me conoce. Revise las columnas de las finanzas. Un día notará algo. Quizá hoy mismo. ¡Un alza repentina en las ventas de helado de chocolate!
— Entiendo -dijo el psiquiatra.
— ¿Puedo volver a mi hermosa celda privada, donde podré estar solo y en silencio durante seis meses?
— Sí -dijo el psiquiatra en voz baja.
— No se preocupe por mí -dijo el señor Brock incorporándose-. Me voy a entretener un tiempo metiéndome ese blando, suave y callado material en las orejas.
— Mmm -dijo el psiquiatra yendo hacia la puerta.
— Saludos -dijo el señor Brock.
— Sí -dijo el psiquiatra.
Apretó el botón oculto de acuerdo con la clave. La puerta se abrió, el psiquiatra salió del cuarto, la puerta se cerró. El psiquiatra atravesó oficinas y corredores. Los primeros veinte metros de su marcha fueron acompañados por El tamboril chino. Luego se oyó Tzigana, Passacaglia y fuga en algo menor, El paso del tigre, El amor es como un cigarrillo. Sacó la radio pulsera rota del bolsillo como una manta reiigiosa muerta. Entró en su oficina. Sonó un timbre. Una voz vino del cielo raso:
— ¿Doctor?
— Acabo de terminar con Brock.
— ¿Diagnóstico?
— Parece completamente desorientado, pero jovial. Rehusa aceptar las más simples realidades de su ambiente, y cooperar con ellas.
— ¿Pronóstico?
— Indefinido. Lo dejé disfrutando con un trozo de material invisible.
Llamaron tres teléfonos. Un duplicado de su radio pulsera zumbó en un cajón del escritorio como una langosta herida. El intercomunicador lanzó una luz rosada y un clic-clic. Llamaron tres teléfonos. El cajón zumbó. Entró música por la puerta abierta. El psiquiatra, tarareando entre dientes, se puso la nueva radio pulsera en la muñeca, abrió el intercomunicador, habló un momento, atendió un teléfono, habló, atendió otro teléfono, habló, atendió un tercer teléfono, habló, tocó el botón de la radio pulsera, habló serenamente y en voz baja, con una cara descansada y tranquila, mientras se oía música y las luces se apagaban y encendían, los dos teléfonos llamaban otra vez, y él movía las manos, y la radio pulsera zumbaba, y los intercomunicadores conversaban, y unas voces hablaban desde el techo. Y así siguió serenamente el resto de una larga y fresca tarde de aire acondicionado; teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera...

RAY BRADBURY EN : EL RUIDO DE UN TRUENO





EL RUIDO DE UN TRUENO

El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad:
SAFARI EN EL TIEMPO S.A.
SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO.
USTED ELIGE EL ANIMAL
NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLI, USTED LO MATA.
Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio.
— ¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?
— No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios. -Se volvió-. Este es el señor Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a la vuelta.
Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano.
— ¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado-. Una verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente.
— Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo, antihumano, antintelectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían que si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora su única preocupación es...
Eckels terminó la frase:
— Matar mi dinosaurio.
— Un Tyrannosaurus rex. El lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces. Eckels enrojeció, enojado.
— ¡Trata de asustarme!
— Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más extraordinaria emoción que un cazador pueda pretender. Lo enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor y más emocionante cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo.
El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos.
— Buena suerte -dijo el hombre detrás del mostrador-. El señor Travis está a su disposición.
Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la luz rugiente.
Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego día-noche-día-noche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055. 2019. ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió.
Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el fusil. Había otros cuatro hombres en esa máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente, Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años llamearon alrededor.
— ¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? -se oyó decir Eckels.
— Si da usted en el sitio preciso -dijo Travis por la radio del casco-. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiraremos a éstos, y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro.
La máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de lunas.
— Dios santo -dijo Eckels-. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto parece Illinois.
El sol se detuvo en el cielo.
La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules en las rodillas.
— Cristo no ha nacido aún -dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler... no han existido.
Los hombres asintieron con movimientos de cabeza.
— Eso -señaló el señor Travis- es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del presidente Keith.
Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre palmeras y helechos gigantescos.
— Y eso -dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que toque usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero. Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún animal que nosotros no aprobemos.
— ¿Por qué? -preguntó Eckels. Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de color de sangre.
— No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las especies.
— No me parece muy claro -dijo Eckels.
— Muy bien -continuó Travis-, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las futuras familias de este individuo, ¿entiende?
— Entiendo.
— ¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones!
— Bueno, ¿y eso qué? -inquirió Eckels.
— ¿Eso qué? -gruñó suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones para sobrevivir? Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de insectos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojadas al caos y la destrucción. Al final todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años más tarde, un hombre de las cavernas, uno de la única docena que hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al haber pisado un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a este hombre, y destruye usted una raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha puesto usted sobre el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no saldrán nunca de la matriz. Quizás Roma no se alce nunca sobre las siete colinas. Quizá Europa sea para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un ratón y aplastará las pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La reina Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados Unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera!
— Ya veo -dijo Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la hierba.
— Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un pequeño error aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones extraordinarias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté equivocada. Quizá nosotros no podamos cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda cambiarse de modos muy sutiles. Quizá un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos de allá, una desproporción en la población más tarde, una mala cosecha luego, una depresión, hambres colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O aun algo mucho más sutil. Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno podría notarlo sólo mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo sabe? No nosotros. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si nuestros viajes por el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que tener mucho cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados, como usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir nuestras bacterias en una antigua atmósfera.
— ¿Cómo sabemos qué animales podemos matar?
— Están marcados con pintura roja -dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance con la Máquina. Vino a esta Era particular y siguió a ciertos animales.
— ¿Para estudiarlos?
— Exactamente -dijo Travis-. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve. Cuando encontraba alguno que iba a morir aplastado por un árbol u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta, el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que le manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo más de dos minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin futuro, que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos?
— Pero si ustedes vinieron esta mañana -dijo Eckels ansiosamente-, debían haberse encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos... vivos?
Travis y Lesperance se miraron.
— Eso hubiese sido una paradoja -habló Lesperance-. El tiempo no permite esas confusiones..., un hombre que se encuentra consigo mismo. Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un avión que cae en un pozo de aire. ¿Sintió usted ese salto de la Máquina, poco antes de nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de saber si esta expedición fue un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor Eckels, salimos con vida.
Eckels sonrió débilmente.
— Dejemos esto -dijo Travis con brusquedad-. ¡Todos de pie! Se prepararon a dejar la Máquina. La jungla era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo para siempre y para siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos gigantescos nacidos del delirio de una noche febril. Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando.
— ¡No haga eso! -dijo Travis.- ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le dispara el arma...
Eckels enrojeció.
— ¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus?
— Lesperance miró su reloj de pulsera.
— Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura roja, por Cristo. No dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el Sendero. ¡Quédese en el Sendero!
Se adelantaron en el viento de la mañana.
— Qué raro -murmuró Eckels-. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de elección. Keith es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún.
— ¡Levanten el seguro, todos! -ordenó Travis-. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego, Kramer.
— He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero esto, Jesús, esto es caza -comentó Eckels-. Tiemblo como un niño.
— Ah -dijo Travis.
— Todos se detuvieron.
Travis alzó una mano.
— Ahí adelante -susurró-. En la niebla. Ahí está Su Alteza Real.

La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros.
De pronto todo cesó, como si alguien hubiese cerrado una puerta.
Silencio.
El ruido de un trueno.
De la niebla, a cien metros de distancia, salió Tyrannosaurus rex.
— Jesucristo -murmuró Eckels.
— ¡Chist!
Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos, encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo, En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigadamente en el área de sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el aire.
— ¡Dios mío! -Eckels torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna.
— ¡Chist! -Travis sacudió bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio.
— No es posible matarlo. -Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido-. Hemos sido unos locos. Esto es imposible.
— ¡Cállese! -siseó Travis.
— Una pesadilla.
— Dé media vuelta -ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le devolveremos la mitad del dinero.
— No imaginé que sería tan grande -dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme.
— ¡Nos vio!
— ¡Ahí está la pintura roja en el pecho!
El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de carne cruda cruzó la jungla.
— Sáquenme de aquí -pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí.
— No corra -dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina.
— Si.
Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de desesperanza.
— ¡Eckels!
Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies.
— ¡Por ahí no!
El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito terrible. En cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol.
Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás.
Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros.
Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una montaña, Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el sendero de metal. Los hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Una fuente de sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y resplandecientes.
El trueno se apagó.
La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana.
Billings y Kramer se sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuamente.
En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había encontrado el camino de vuelta al Sendero y había subido a la Máquina.
Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero.
— Límpiense.
Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior uno podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una excavadora de vapor en el momento en que se abren las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos, quebrándolos.
Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como algo final.
— Ahí está- Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía caer y matar al animal.
Miró a los dos cazadores: ¿Quieren la fotografía trofeo?
— ¿Qué? — No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto. Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes al lado.
Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza.
Caminaron a lo largo del Sendero de metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante armadura.
Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando.
— Lo siento -dijo al fin.
— ¡Levántese! -gritó Travis.
Eckels se levantó.
— ¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí!
Lesperance tomó a Travis por el brazo. -Espera...
— ¡No te metas en esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados Cristo sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia!
— Cálmate. Sólo pisó un poco de barro.
— ¿Cómo podemos saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels!
Eckels buscó en su chaqueta.
— Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares!
Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió.
— Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en la boca, y vuelva.
— ¡Eso no tiene sentido!
— El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas!
La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se volvió lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas y terror. Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies.
Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos. Extendió las manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse.
— No había por qué obligarlo a eso -dijo Lesperance.
— ¿No? Es demasiado pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil.
— Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una fatigada seña con el pulgar a Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa.

1492. 1776. 1812.
Se limpiaron las caras y manos. Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels se había incorporado y se paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos.
— No me mire -gritó Eckels-. No hice nada.
— ¿Quién puede decirlo?
— Salí del sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me arrodille y rece?
— Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil.
— Soy inocente. ¡No he hecho nada!
1999. 2000. 2055.
La máquina se detuvo.
— Afuera -dijo Travis.
El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre estaba sentado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio.
Travis miró alrededor con rapidez.
— ¿Todo bien aquí? -estalló.
— Muy bien. ¡Bienvenidos!
Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del sol por la única ventana alta.
— Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca.
Eckels no se movió.
— ¿No me ha oído? -dijo Travis-. ¿Qué mira?
Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el débil grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los colores blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran... eran... Y había una sensación. Se estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio..., se extendía todo un mundo de calles y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los muros, casi, como piezas de ajedrez que arrastraban un viento seco...
Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.
De algún modo el anuncio había cambiado.
SEFARI EN EL TIEMPO. S. A.
SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO
USTE NOMBRA EL ANIMAL
NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI
USTE LO MATA.
Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo, temblando.
— No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No!
Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta.
— ¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels.
Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre si misma. La mariposa no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía?
Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca:
— ¿Quién... quién ganó la elección presidencial ayer?
El hombre detrás del mostrador se rió.
— ¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre de agallas. ¡Sí, señor! -El oficial calló-. ¿Qué pasa?
Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos.
— ¿No podríamos -se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina-, no podríamos llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos... ?
No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba.
El ruido de un trueno.

RAY BRADBURY EN : EL GRAN INCENDIO





EL GRAN INCENDIO

La mañana en que empezó el gran incendio, nadie en la casa pudo apagarlo.
Fue la sobrina de mamá, Marianne, que vivía con nosotros mientras sus padres estaban en Europa, quien estaba toda envuelta en llamas. Así que nadie pudo romper la ventanita de la caja roja en la esquina, y apretar el botón que traería las mangueras de grandes chorros y los bomberos sombrerudos.
Marianne bajó las escaleras ardiendo como celofán, y se dejó caer con un grito o un gemido en una silla, ante la mesa del desayuno, y no comió ni siquiera para rellenar la cavidad de una muela.
Mamá y papá se apartaron. Había demasiado calor en la sala.
— Buenos días, Marianne.
— ¿Qué? -Marianne miraba a lo lejos y hablaba vagamente-. Oh, Buenos Días.
— ¿Dormiste bien anoche, Marianne?
Pero sabían que ella no había dormido. Mamá le dio a Marianne un vaso de agua y todos se preguntaron si no se le evaporaría en la mano. La abuela observó los ojos febriles de Marianne.
— Estás enferma, pero no es un microbio -dijo-. Ningún microscopio ha podido descubrirlo.
— ¿Qué? -dijo Marianne.
— El amor es padrino de la estupidez -dijo papá desinteresadamente.
— Ya se le pasará -mamá le dijo a papá-. Cuando las muchachas están enamoradas parecen estúpidas sólo porque no pueden oír.
— Afecta los canales semicirculares -dijo papá-. Haciendo caer a las muchachas en brazos de un hombre. Ya sé. Una vez casi muero aplastado por una mujer que se me cayó encima, y permíteme decir que...
— Calla.
Mamá frunció el ceño, mirando a Marianne.
— No puede oírnos. Pasa por un estado cataléptico.
— El viene esta mañana a buscarla -le susurró mamá a papá como si Marianne ni siquiera estuviera en el cuarto-. Van a dar un paseo en su coche.
Papá se tocó la boca con una servilleta.
— ¿Nuestra hija era así? -preguntó-. Se casó hace tanto tiempo que me he olvidado. No recuerdo que fuera tan alocada. Uno nunca entiende que las mucha-chas no tienen una pizca de buen sentido en esta época. Eso es lo que pierde a un hombre. Uno se dice, Oh, qué encantadora muchacha sin sesos, me quiere, creo que me casaré con ella. Se casa con ella y una mañana se despierta y descubre que la muchacha ha dejado de soñar y que ha recobrado la inteligencia y está colgando adornitos por toda la casa. Uno empieza a tropezar con cuerdas y alambres. Cree encontrarse en una isla desierta, un pequeño vestíbulo en medio del universo, con un panal que se ha transformado en trampa para osos, una mariposa metamorfoseada en avispa. Entonces inmediatamente busca algún hobby: una colección de estampillas, reuniones de club, o...
— ¿Cómo has aguantado tú? -exclamó mamá-. Marianne, háblanos de ese joven. ¿Cómo se llama? ¿Isak Van Pelt?
— ¿Qué? Oh... Isak, sí.
Marianne había estado agitándose en su cama toda la noche, a veces hojeando rápidamente libros de Poesía y descubriendo líneas increíbles, a veces descansando de espaldas, otras boca abajo contemplando un paisaje de sueño a la luz de la luna. El aroma del jazmín había acariciado el cuarto toda, la noche y el calor excesivo de la primavera temprana (en el termómetro se leía veintidós grados) la había mantenido despierta. A alguien que hubiese mirado por el ojo de la cerradura le hubiera parecido una polilla agonizante.
Aquella mañana había golpeado las manos por encima de la cabeza ante el espejo y había bajado a desayunar advirtiendo justo a tiempo que no se había puesto el vestido.
Abuela se reía quedamente todo el desayuno. Al fin dijo:
— Tienes que comer, hija, tienes que comer.
Así que Marianne jugó con su tostada y logró tragar medio pedazo. Justo entonces se oyó afuera una aguda bocina. ¡Isak! ¡En su coche!
— ¡Juuu! -gritó Marianne y corrió escaleras arriba. Se hizo pasar al joven Isak Van Pelt y fue presentado a todos.
Cuando Marianne se fue al fin, papá se sentó, enjugándose la frente.
— No sé. Esto es demasiado.
— Fuiste tú quien sugirió que debería empezar a salir -dijo mamá.
Lamento haberlo sugerido -dijo él-. Pero ya lleva con nosotros seis meses y aún le faltan otros seis. Pensé que si conocía a algún joven simpático
— Y si se casaban -dijo la abuela secamente, Marianne se mudaría casi en seguida, ¿no es así?
— Bueno... -dijo papá.
— Bueno... -dijo la abuela.
— Pero ahora es peor que antes -dijo papá-. Va de un lado a otro cantando con los ojos cerrados, poniendo esos infernales discos de amor, y hablándose a si misma. ¿Cuánto puede aguantar un hombre? Además se ríe todo el día. ¿Hay muchachas de dieciocho en los manicomios?
— El muchacho parece simpático.
— Si, podemos guardar esa esperanza -dijo papá bebiendo de un vaso-, un matrimonio temprano.
A la mañana siguiente, Marianne salió de la casa como una bola de fuego tan pronto como oyó la bocina. El joven no tuvo tiempo ni siquiera de llegar a la puerta. Sólo la abuela vio cómo se alejaban rugiendo, desde la ventana del vestíbulo.
— Casi me tira al suelo -Papá se frotó el bigote-. ¿Qué es esto? ¿Huevos duros? Bueno.
A la tarde, Marianne, otra vez en casa, flotó por la sala hasta los discos de fonógrafo. El siseo de la aguja llenó la casa. Marianne tocó Aquella vieja magia negra veintidós veces, cantando -la, la, la- mientras nadaba por la sala.
— Me parece que tendré que encerrarme en mi cuarto -dijo papá-. Me retiré de los negocios para fumar cigarros y gozar de la vida, no para aguantar a una parienta que canta bajo la lámpara.
— Calla -dijo mamá.
— Este es un momento de crisis en mi vida -anunció papá-. Al fin, ella es sólo una visita.
— Ya sabes cómo son las muchachas cuando están en otra casa. Creen que están en París. Se irá en octubre. No es tan terrible.
— Veamos -dijo papá-. Por ese entonces estaré enterrado desde hace ciento treinta días en el cementerio de Green Lawn. -Se incorporó y dejó caer el periódico al piso, como una pequeña tienda-. ¡Hablaré con ella ahora mismo!
Fue hasta la puerta del vestíbulo y se quedó allí mirando a la valseante Marianne.
— La... -cantaba ella.
— Marianne -dijo papá.
— Aquella vieja magia negra... -cantó Marianne-. ¿Sí?
Papá miró cómo las manos de Marianne se movían en el aire. Marianne pasó junto a él y le lanzó una mirada ardiente.
Papá se arregló la corbata.
— Quiero hablar contigo.
— Da dum di dum dum di dum di dum dum -cantó ella.
— ¿Me oyes? -preguntó él.
— Es tan simpático -dijo ella.
— Evidentemente.
— Sabes, se inclina y abre las puertas como un portero y toca la trompeta como Harry James y me trajo margaritas esta mañana.
— No lo dudo.
— Tiene los ojos azules.
Marianne miró el cielo raso.
Papá no descubrió nada de interés allá arriba.
Ella seguía mirando el cielo raso mientras bailaba, y papá se acercó y se detuvo a su lado mirando hacia arriba, pero no había allí ni una mancha de humedad ni una grieta.
— Marianne -suspiró.
— Y comimos langosta en el café junto al río.
— Langosta. si, pero no queremos que caigas enferma, que te debilites. Un día, mañana, debes quedarte en casa y ayudar a tu tía con los manteles.
— Sí, señor.
Marianne soñó por el cuarto con las alas abiertas.
— ¿Me has oído? -preguntó papá.
— Sí -murmuró ella-. Sí. -Cerró los ojos-. Oh sí, sí. -La falda giró zumbando-. Tío -dijo con la cabeza echada hacia atrás.
— ¿La ayudarás a tu tía con los manteles? -exclamó.
— ... con los manteles -murmuró Marianne.
— ¡Bueno! -Papá se sentó en la cocina, recogiendo el periódico-. ¡Me parece que se lo dije!
Pero a la mañana siguiente estaba aún sentado en el borde de la cama cuando oyó el trueno del destartalado automóvil y a Marianne que se precipitaba escaleras abajo, se detenía dos segundos en el comedor a desayunar, titubeaba junto al cuarto de baño, y cerraba de un portazo la puerta de calle. Luego el ruido del viejo coche que iba a los tumbos calle abajo con dos personas que cantaban desgañitándose.
Papá se llevó las manos a la cabeza.
— Manteles -dijo.
— ¿Qué? -dijo mamá.
— Almacenes -dijo papá-. Haré una visita a los almacenes de Dooley.
— Pero Dooley no abre hasta las diez.
— Esperaré -decidió papá con los ojos cerrados.
Aquella noche y siete otras endiabladas noches la hamaca del porche cantó una chirriante canción, hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás. Papá, oculto en el vestíbulo, aparecía en un terrible relieve cada vez que chupaba su cigarro de diez centavos y la luz cereza le iluminaba la cara inmensamente trágica. La hamaca del porche crujió. Papá esperó otro crujido. Oyó unos suaves sonidos de alas de. mariposa, las leves palpitaciones de una risa y unas dulces naderías en menudas orejas.
— Mi porche -dijo papá-. Mi hamaca -le susurró a su cigarro, mirándolo-. Mi casa. -Esperó otro crujido-. Mi Dios -dijo.
Fue al armario de las herramientas y apareció en el porche oscuro con una brillante lata de aceite.
— No, no se levanten. No se molesten. Aquí... aquí.
Aceitó los goznes de la hamaca. La noche era oscura. No podía ver a Marianne; podía olerla. El perfume casi lo hizo caer entre los rosales. No podía ver tampoco a su joven amigo.
— Buenas noches -dijo.
Entró y se sentó y no se oyeron más crujidos. Ahora sólo se oía algo parecido al aleteo de polilla del corazón de Marianne.
— Debe ser muy simpático -dijo mamá en la puerta de la cocina, secando una fuente de la cena.
— Eso espero -murmuró papá-. ¡Por eso les dejo el porche todas las noches!
— Tantos días seguidos -dijo mamá-. Una muchacha no sale con un festejante tantas veces si no es un joven serio.
— ¡Quizá le proponga matrimonio esta noche! -fue el feliz pensamiento de papá.
— Difícil tan pronto. Y ella es tan joven.
— Aun así -rumió papá-, puede ocurrir. Tiene que ocurrir, por todos los diablos.
Abuela se río entre dientes desde su mecedora en el rincón. Parecía como si alguien volviera las páginas de un viejo libro.
— ¿Qué es tan divertido? - dijo papá.
— Espera y verás -dijo la abuela-. Mañana.
Papá miró fijamente las sombras, pero la abuela no dijo más.
— Bueno, bueno -dijo papá a la hora del desayuno. Contempló los huevos con una mirada bondadosa y paternal-. Bueno, bueno, Señor, anoche, en el porche, hubo más murmullos. ¿Cómo se llama el joven? ¿Isak? Bueno, si no he juzgado mal, creo que le propondrá matrimonio esta noche, sí, ¡estoy seguro!
— Sería hermoso -dijo mamá-. Una boda en primavera. Pero es tan pronto.
— Mira -dijo papá con una lógica de boca llena-, Marianne es una de esas chicas que se casan rápido y jóvenes. No podemos interponernos en su camino, ¿no es así?
— Por una vez creo que tienes razón -dijo mamá-. La boda sería hermosa. Flores primaverales y Marianne muy bonita con ese vestido que vi la semana pasada en Haydecker.
Los dos miraron ansiosamente las escaleras, esperando que apareciese Marianne.
— Perdón -roncó la abuela alzando los ojos de su tostada-. Pero si yo fuera vosotros no hablaría de librarnos de Marianne.
— ¿Y por qué no?
— Hay razones.
— ¿Qué razones?
— Lamento estropearos los planes -crujió la abuela, con una risita. Sacudió la cabecita avinagrada-. Pero mientras vosotros planeabais casar a Marianne, yo estuve observándola. Desde hace siete días he estado mirando a ese joven que viene todos los días en su coche y hace sonar la bocina. Debe ser un actor o un transformista o algo parecido.
— ¿Qué? -preguntó papá.
— Sí -dijo la abuela-. Pues un día era un joven rubio, y el siguiente un joven alto y moreno, y el miércoles un muchacho de bigote castaño, y el jueves era pelirrojo, y el viernes más bajo con un Chevrolet en vez de un Ford.
Durante un minuto pareció como si a mamá y papá les hubiesen dado un martillazo justo detrás de la oreja izquierda.
Al fin papá gritó, con el rostro encendido.
— ¡Y te atreves a decirlo! Y tú ahí, mujer, dices; todos esos hombres, y tú ...
— Vosotros os escondíais siempre -soltó la abuela-, para no estropear las cosas. Si hubierais salido de vuestro escondite hubieseis visto lo mismo que yo. Nunca dije una palabra. Marianne se calmará. Es una época de la vida. Toda mujer pasa por eso. Es duro, pero pueden sobrevivir. ¡Un hombre nuevo todos los días hace maravillas en el ego de una muchacha!
— Tú, tú, tú, tú ¡tú!
Papá se atragantó, con los ojos muy abiertos, el cuello demasiado grande para su camisa. Cayó en su silla, exhausto. Mamá no se movía, perpleja.
— ¡Buenos días a todos!
Marianne corrió escaleras abajo y se desplomó en una silla. Papá la miró fijamente.
— Tú, tú, tú, tú, tú -acusó a la abuela.
Correré por la calle gritando, pensó papá desatinadamente, y romperé la ventanita de alarma de incendios y moveré la palanca y haré venir las bombas y las mangueras. O quizá se desencadene una tormenta de nieve tardía y pueda dejar a Marianne afuera para que se enfríe.
No hizo ni una cosa ni otra. Como el calor del cuarto era excesivo, de acuerdo con el calendario de la pared, todos salieron al porche fresco mientras Marianne se quedaba mirando su jugo de naranja.

RAY BRADBURY EN : HOLA Y ADIÓS





HOLA Y ADIÓS

Pero por supuesto se iba, no había otra cosa que hacer, se había acabado el tiempo, el reloj se había parado, y él se iba muy lejos realmente. Habia hecho la valija, se había lustrado los zapatos, se había cepillado el pelo, se había lavado expresamente detrás de las orejas, y sólo le quedaba bajar los escalones, cruzar la puerta, e ir calle arriba hasta la estación pueblerina donde el tren se detendría sólo para él. Luego Fox Hill, Illinois, quedaría en el pasado, muy lejos. Y él seguiría adelante, quizá hasta Iowa, quizá hasta Kansas, y quizá aún hasta California; un niño menudo, de doce años, con un certificado de nacimiento en la valija donde se aseguraba que había nacido hacía cuarenta y tres años.
— ¡Willie! -llamó una voz de mujer desde la planta baja.
— ¡Sí!
Alzó la valija. En el espejo de su cómoda vio una cara de dientes de león de junio y manzanas de julio y leche tibia de una mañana de verano. Allí, como siempre, estaba su figura de ángel e inocente que quizá no cambiaría nunca en todos los años de su vida.
— Es hora casi -dijo la voz de mujer.
— ¡Muy bien!
Y Willie bajó las escaleras, gruñendo y sonriendo. En la sala estaban Anna y Steve, con ropas dolorosamente limpias.
— ¡Aquí estoy! -gritó Willie en la puerta del vestibulo.
Parecía como si Anna estuviese a punto de llorar.
— Oh, Dios mío, no puedes dejarnos realmente, ¿puedes, Willie?
— La gente empieza a hablar -dijo Willie serenamente-. Hace tres años que estoy aquí. Pero cuando la gente empieza a hablar, sé que ha llegado la hora de ponerme los zapatos y comprar un billete de ómnibus.
— Es todo tan raro. No entiendo. Es tan repentino -dijo Anna-. Willie, te echaremos de menos.
— Os escribiré todas las navidades, lo prometo. No me escribáis.
— Ha sido un placer y una satisfacción -dijo Steve, sin moverse de su asiento, tropezando con las palabras-. Es una lástima que deba terminar. Es una lástima que hayas tenido que hablarnos de ti. Es una terrible lástima que no puedas quedarte.
— Nunca he tenido padres tan buenos como vosotros -dijo Willie, de uno veinte de alto, lampiño, con el sol en la cara.
— Wíllie, Willie -lloró Anna entonces.
Y se sentó y pareció como si quisiese abrazarlo, pero no se atreviese ahora. Lo miraba sorprendida y asombrada, y se miraba las manos vacías, no sabiendo que hacer con Willie ahora.
— No es fácil irse -dijo Willie-. Uno se acostumbra. Uno quiere quedarse. Pero no da resultado. Traté de quedarme una vez cuando la gente empezó a sospechar. "¡Qué horrible!" dijo la gente. "Todos estos años jugando con nuestro niño inocente" dijeron, "¡y nosotros sin sospechar nada! ¡Horrible!" dijeron. Y al fin tuve que dejar el pueblo una noche. No es fácil. Sabéis cuánto os quiero. Gracias por tres años magníficos.
Fueron todos a la puerta de calle.
— Willie, ¿a dónde vas?
— No sé. Viajo simplemente. Cuando veo un pueblo que parece verde y agradable, me quedo.
— ¿Volverás alguna vez?
— Si -dijo Willie seriamente con su voz aguda-. Dentro de veinte años la cara me cambiará un poco. Entonces, haré una gran recorrida visitando a todos los padres que he tenido.
Estuvieron un rato en el fresco porche del verano, sin atreverse a decir las últimas palabras. Steve miraba fijamente un olmo.
— ¿Con cuántos otros padres estuviste, Willie? ¿Cuántos te adoptaron?
Willie pensó un poco, casi sonriendo.
— Creo que unos cinco pueblos y unas cinco parejas en estos últimos veinte años, desde que empecé a viajar.
— Bueno, no podemos quejamos -dijo Steve-. Mejor tener un hijo treinta y seis meses que ninguno nunca.
— Bueno -dijo Willie, y besó a Anna rápidamente, tomó su valija, y desapareció calle arriba en la luz verde del mediodía, bajo los árboles, un niño muy joven realmente, sin mirar hacia atrás, siempre Corriendo.

Cuando Willie llegó allí, los niños jugaban en el rombo verde del parque. Se quedó un rato entre las sombras del roble, mirando cómo arrojaban la nevada pelota al cálido aire del verano, y la sombra de la pelota que volaba como un pájaro oscuro sobre las hierbas, y las manos que se abrían como bocas para recibir aquel veloz fragmento del verano que ahora parecía especialmente importante. Los niños aullaron. La pelota golpeó las hierbas cerca de Willie.
Adelantándose con la pelota desde los árboles sombríos, pensó en los tres años que acababa de gastar hasta el último centavo, y los cinco años anteriores, y así hasta el año en que tenía realmente once, y doce y catorce y las voces decían: "¿Qué le pasa a Willie, señora?" "Señora, ¿por qué no crece Wiliie?" "Willie, ¿has fumado cigarros últimamente?" Las voces murieron en la luz y el color del verano. La voz de su madre: "¡Willie cumple hoy veintiún años!" Y mil voces que decían: "Vuelve, hijo, cuando tengas quince; entonces quizás te demos trabajo."
Miró la pelota en su mano temblorosa, como si fuese su vida, una interminable pelota de años donde las líneas daban vueltas y vueltas y vueltas, pero llevaban siempre a su duodécimo cumpleaños. Oyó a los niños que venían hacia él; sintió cómo ocultaban el sol, y ellos eran mayores, y lo rodeaban.
— ¡Willie! ¿A dónde vas?
Le patearon suavemente la valija.
Qué altos se alzaban al sol. En los últimos meses parecía que el sol les hubiese pasado una mano por las cabezas, llamándolos, y ellos fuesen un metal caliente que se fundía hacia arriba, un metal dorado atraído por una enorme fuerza de gravedad hacia el cielo; tenían trece, catorce años de edad, y miraban a Willie bajando los ojos, sonriendo, pero ya dejándolo de lado. Había empezado hacía cuatro meses.
— ¡Elijamos compañeros! ¿Quién quiere a Willie?
— Oh, Willie es demasiado pequeño; no jugamos con chicos.
Y corrieron ante él, atraídos por la luna y el sol y las estaciones que se iban y volvían con hojas y vientos, y él tenía doce años y ya no era como ellos. Y las otras voces repitieron las viejas; las terriblemente familiares, las frías frases: "Mejor que le des vitaminas a ese chico, Steve." "Anna, ¿hay gente baja en tu familia?" Y el puño frío que le golpeaba a uno el corazón, otra vez, y saber que debería arrancar otra vez las raíces luego de tantos buenos años con los "padres".
— Willie, ¿a dónde vas?
Willie inclinó la cabeza. Estaba otra vez entre los chicos cada vez más altos y de sombras cada vez más largas que lo rodeaban como gigantes y se inclinaban hacia él como para beber el agua de una fuente.
— Afuera por unos días, a visitar un primo.
— Oh.
Un día, hacía un año, ellos se hubiesen preocupado mucho realmente. Pero ahora sólo sentían curiosidad por su valija, y el encanto que despertaban en ellos los trenes, los viajes y los lugares lejanos.
— ¿Qué os parece un par de tiros? -dijo Willie.
Los otros parecían dudar, pero considerando las circunstancias, asintieron. Willie dejó caer la valija y corrió; la pelota blanca estaba alta en el sol, bajando hacia las ardientes y blancas figuras en el prado lejano, otra vez en el sol, que iba y venía. Aquí. Aquí, ¡allí! El señor Robert Hanlon y la señora Hanlon, de Creek Bend, Wisconsin, 1932, la primera pareja, ¡el primer año! ¡Aquí, allí! Henry y Alice Boltz, de Limeville, Iowa, ¡1935! La pelota volaba. ¡Los Smith, los Eaton, los Robinson! ¡1939! ¡1945! Marido y mujer, marido y mujer, marido y mujer, ¡sin hijos, sin hijos, sin hijos! Un llamado en esta puerta, un llamado en esta otra.
— Perdón. Me llamo William. Podría...
— ¿Un sandwich? Adelante, siéntate. ¿De dónde vienes, hijo?
El sandwich, un gran vaso de leche fría, las sonrisas, los gestos de asentimiento, la charla fácil y ociosa.
— Hijo, parece cómo si hubieses estado viajando. ¿Te escapaste de alguna parte?
— No.
— Chico, ¿eres huérfano?
Otro vaso de leche.
— Siempre quisimos chicos. Nunca tuvimos ninguno. Nunca supimos por qué. Esas cosas. Bueno, bueno. Se está haciendo tarde, hijo. ¿No te parece que deberías irte a tu casa?
— No tengo casa.
— ¿Un chico como tú? ¿Nadie te lava las orejas? Tu madre estará preocupada.
— No tengo casa ni parientes en todo el mundo. ¿Podría... podría... dormir aquí esta noche?
— Bueno, hijo, no sé. Nunca pensamos en tomar... -decía el marido.
— Tenemos pollo para la cena -decía la mujer-. Podríamos invitarlo...

Y los años se volvían y se alejaban, las voces, y las caras, y la gente, y siempre las mismas primeras conversaciones. La voz de Emily Robinson, en su mecedora, en la oscuridad de la noche de verano, la última noche que pasó con ella, la noche en que ella descubrió su secreto, y la voz dijo:
— Miro las caras de todos los niñitos que pasan. Y a veces pienso. Qué lástima, qué lástima, un día cortarán estas flores, un día apagarán estos fuegos. Qué lástima, estos, todos los que se ven en las escuelas o corren por la calle, serán un día altos y miopes y arrugados y canosos o calvos, y al fin, huesos y resuellos, morirán y serán enterrados. Cuando los oigo reír, no puedo creer que un día recorrerán mi camino. Y sin embargo, ¡ahí vienen! Recuerdo el poema de Wordsworth: "Cuando de pronto vi una multitud, una hueste de dorados narcisos, junto al lago, bajo los árboles que aleteaban y bailaban en la brisa." Así veo a los niños, crueles como pueden serlo a veces, perversos como pueden serlo, pero sin mostrar aun perversidad alrededor de los ojos, o en los ojos, no fatigados aún. ¡Muestran tanta ansia por todas las cosas! Esto es lo qué más les falta a los mayores, me parece; han perdido la frescura, la avidez. Se les ha ido la fuerza y la vida. Me gusta ver cómo salen los niños de la escuela. Es como si alguien arrojara a la calle un ramo de flores. ¿Cómo es eso, Willie? ¿Cómo es ser joven siempre? ¿Parecer una moneda de plata que acaba de salir del troquel? ¿Eres feliz? ¿Te sientes tan bien como pareces?
La pelota vino zumbando desde el cielo azul, y le picó la mano como un gran insecto pálido. Acariciándola, oyó que su memoria decía:
— Viví con lo que tenía. Cuando murieron mis padres, luego de descubrir que no podía conseguir un trabajo de hombre en ninguna parte, probé en las ferias, pero se rieron de mí. "Hijo" dijeron, "no eres un enano, y aunque lo seas, ¡pareces un niño! ¡Queremos enanos con cara de enano! Lo siento, hijo, lo siento." Así que me fui de casa, pensando: ¿Qué era yo? Un niño. Parecía un niño, tenía voz de niño, así que podría muy bien seguir siéndolo. Es inútil resístirse. Es inútil gritar. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué trabajo está a mi alcance? Y entonces un día vi a aquel hombre en un restaurante que miraba las fotografías de los chicos de otro hombre. "Sí, claro que me gustaría tener chicos" decía. "Claro que me gustaría tener chicos." Y sacudía la cabeza. Y yo unos pocos asientos más allá, con una salchicha en la mano. ¡Me quedé petrificado! En aquel mismo instante supe cuál sería mi trabajo el resto de mi vida. Había trabajo para mí, después de todo. Hacer feliz a la gente sola. Yo estaría reamente ocupado. jugando siempre. Supe que tendría que jugar siempre. Ir a buscar unos periódicos, unos viajes a las tiendas, cortar el césped alguna vez, quizá. ¿Pero trabajo duro? No. Sólo tendría que ser el hijo de una madre y el orgullo de un padre. Me volví hacia el hombre y le dije: "Perdón", y le sonreí...
— Pero, Willie -dijo la señora Emily un día-, ¿nunca te sentiste solo? ¿Nunca quisiste... cosas... que quieren los adultos?
— Luché contra eso -dijo Willie-. Soy un niño, me dije a mí mismo. Tengo que vivir en el mundo de los niños, leer libros de niños, jugar juegos de niños, alejarme de todo lo demás. Tengo que ser una sola cosa: joven. Y fui así. Oh, no fue fácil. Hubo veces...
Willie calló.
— Y las familias con las que viviste, ¿nunca lo supieron?
— No. Decírselo hubiera sido estropearlo todo. Les decía que me había escapado. Dejaba que investigaran, que le preguntaran a la policía. Luego dejaba que me adoptaran. Eso era lo mejor, mientras no sospechasen. Pero luego, después de tres años, o cinco años, empezaban a sospechar, o aparecía un viajante, o me veía algún hombre de las ferias, y todo acababa. Siempre tenía que acabar.
— ¿Y eres muy feliz y es bueno ser un niño durante cuarenta años?
— Es un modo de vivir, como se dice. Y cuando uno hace feliz a otra gente, uno se siente casi feliz también. Tenía un trabajo que hacer y lo hacía. Y por otra parte, dentro de unos pocos años entraré en mi segunda infancia. Olvidaré todas las fiebres y todas las cosas que no pude realizar, y casi todos los sueños. Luego podré descansar, quizás.
Arrojó la pelota una última vez y el ensueño se quebró. Corrió hacia su valija. Tom, Bill, Jamie, Bob, Sam... los nombres se le movían en los labios. Los niños le miraron embarazados las manos temblorosas.
— Después de todo, Willie, no es como si te fueses a la China o Timbuktu.
— Así es, ¿no es cierto?
Willie no se movió.
— Hasta pronto, Willie. ¡Te veremos la semana que viene!
— ¡Hasta pronto! ¡Hasta pronto!
Y se fue con su valija otra vez, mirando los árboles, alejándose de lós niños y la calle donde había vivido, y cuando doblaba la esquina chilló el silbido de un tren, y echó a correr.
Lo último que vio y oyó fue una pelota blanca lanzada a un techo alto, una y otra vez, una y otra vez, y dos voces que gritaban mientras la pelota subía, bajaba, por el cielo, dos voces como el grito de unos pájaros que se alejaban volando hacia el lejano sur.

En las primeras horas de la mañana, con el olor de la niebla y el metal frío, con el olor del hierro del tren a su alrededor y toda una noche de viaje que le había sacudido los huesos y el cuerpo, y el olor del sol más allá del horizonte, Willie despertó y miró un pueblo que salía en ese momento del sueño. Se acercaron unas luces, murmuraron unas voces suaves, una señal roja se sacudió hacia atrás y hacia adelante, hacia atrás y hacia adelante en el aire frío. Era esa quietud somnolienta donde la claridad dignifica los ecos, donde los ecos se distinguen desnudamente solos y precisos. Un revisor pasó junto a Willie, una sombra en las sombras.
— Señor -dijo Willie.
El revisor se detuvo.
— ¿Qué pueblo es éste? -murmuró el niño en la oscuridad.
— Valleyville.
— ¿Cuántos habitantes?
— Diez mil. ¿Por qué? ¿Es tu parada?
— Parece verde. -Willie miró el frío pueblo mañanero un largo rato-. Parece hermoso y tranquilo.
— Hijo -dijo el revisor-,¿sabes a dónde vas?
— Aquí -dijo Willie, y se incorporó lentamente en la mañana fresca y silenciosa que olía a hierro, en la oscuridad del tren.
— Espero que sepas lo que haces, chico -dijo el revisor.
— Sí, señor -dijo Willie-. Sé lo que hago.
Y fue por el oscuro pasillo, y el revisor le alcanzó la valija, y salió a la mañana humeante, de fríos vapores, que empezaba a encenderse. Se quedó mirando al revisor y el negro tren, metálico sobre el fondo de unas pocas estrellas. El tren lanzó un quejoso silbido, unos hombres gritaron, los coches se entrechocaron y el revisor de Willie saludó con la mano y sonrió al niño en la plataforma, el niño de la gran valija que le gritó algo cuando el silbato sonó otra vez.
— ¿Qué? -gritó el hombre del tren con la mano en la oreja.
— ¡Deséeme suerte! -gritó Willie.
— La mejor de las suertes, hijo -dijo el revisor, saludando, sonriendo-. ¡La mejor de las suertes, chico!
— Gracias -dijo Willie envuelto en el gran sonido del tren, en el vapor y el rugido.
Contempló el tren negro hasta que se perdió totalmente de vista. No se movió mientras tanto. Se quedó allí, un niño menudo de doce años, en la gastada plataforma de madera, y sólo luego de tres minutos se volvió al fin para mirar las calles desiertas allá abajo.
Entonces, con la salida del sol, echó a caminar muy rápidamente, como para quitarse el frío, y entró en el nuevo pueblo.

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