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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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martes, 23 de noviembre de 2010

BESTIARIO DE CIENCIA FICCION

BESTIARIO DE CIENCIA FICCION
Robert Silverberg (Selección)

parte1


Theodore Sturgeon


Lirht está situado en un plano diferente del universo, o bien en otra galaxia. Tal vez estos términos signifiquen lo mismo. El hecho es que Lirht es un planeta con tres lunas (una de las cuales es desconocida) y un sol, que es tan importante en su universo como el nuestro.
Lirht está habitado por los Gwik, su raza más desarrollada, y por otras especies que lo están menos, que, a propósito de esta narración, pueden pasarse por alto. Exceptuando, por supuesto, a los hurkle. Estos son muy apreciados por los gwik como animales domésticos, si bien es necesario tener en cuenta el hecho de que un hurkle es tan afectuoso que no puede ser leal. Los hurkle más bonitos son los azules.
Ahora bien, en la ciudad más grande de Lirht se plantearon graves problemas, de los que no hablaremos puesto que no hacen a esta historia, y un gwik llamado Hvov, a quien pueden olvidar ahora mismo, hizo volar un edificio que era muy importante, por razones que no comprenderíamos. Este suceso causó una gran agitación y los habitantes dejaron sus hogares y sus trabajos en las fábricas, acudiendo hacia el centro de la ciudad. Así sucedió que quedó abierta una puerta en cierto laboratorio.
A pesar de que ocurran grandes sucesos, los pequeños menesteres de la vida diaria siguen su curso habitual. Durante los «Diez días que conmovieron al mundo», los cafés y teatros de Moscú y Petrogrado permanecieron abiertos, la gente se enamoró, pleitearon unos contra otros, murieron, derramaron sudor y lágrimas, y algunas de éstas fueron de risa.
De la misma forma, en Lirht, mientras se llegaba a la decisión sobre lo que le sucedería al miserable Hvov, los gwik siguieron fansendo, blarteando y campendo. El pulso agitado de la vida continuaba y en los anams crecían los corsons.
En el laboratorio mencionado, que había quedado abierto a raíz de tales importantes circunstancias, remoloneaba un cachorro de hurkle. Estaba muy feliz de hallarse allí, pero indudablemente el hurkle es, por naturaleza, un animal feliz.
Examinó, sin temor alguno (podía volverse invisible si se lo asustaba) y dedicó un brillo de simpatía a las patas de las mesas y a las luminosas paredes. Se movía sinuosamente, arqueando la espalda y jugueteando en el suelo. Sus patas delanteras y traseras eran rígidas; el par de patas de en medio tenía dos juegos de articulaciones en la rodilla, uno hacia adelante y otro hacia atrás.
Su contextura era ingeniosa como la de un escorpión, y su color, el más perfecto azul.
Casi la cuarta parte del laboratorio estaba ocupada por una enorme e intrincada máquina, todavía no colocada en su sitio, que tenía signos de que en ella estaban trabajando en varios proyectos que incluían toda la galaxia: conexiones temporales entre uno y otro componentes, cables que terminaban en pinzas metálicas, aparatos de medida que se hallaban situados en mesas auxiliares cercanas.
El cachorro examinó la máquina con curiosidad y ánimo amistoso, dedicándole una serie de radiaciones que hacían que brillara, lo que equivalía a un ronroneo. Saltó delicadamente de uno a otro lado, presionando con suavidad, pero con firmeza, una llave situada en el suelo. El cachorro miró curiosamente y descubrió, dentro de la maraña de alambres y resortes, la más atractiva escena que jamás hubiera visto.
Era como la reverberación del calor sobre un campo en barbecho, como un torbellino de humo, como las luces de neón sobre el pavimento húmedo. Para el animal, ese parpadeo anaranjado era como el olor de la menta para el gato, o como el del anís para los terriers terrestres.
Se dirigió hacia el resplandor, afirmó las patas en un soporte - afortunadamente no había desviación de la energía a tierra - y trepó. Subió desde el transformador a la unidad energética, retozó cerca de un condensador - cuyo ajuste se modificó - desapareció momentáneamente al sentir el calor de un tubo y finalmente se meció sobre el límite del resplandor.
Este se hallaba suspendido en el aire, dentro de una especie de gabinete, rodeado de grandes bobinas que poseían, cada una, decenas de miles de vueltas de alambre delgado y voluminosas asas condensadoras.
Uno de los lados de la parte delantera del gabinete se hallaba abierto, y el cachorro se quedó allí, fascinado, meciéndose hacia adelante y hacia atrás, al ritmo de una música inaudible que él mismo hacía para contrastar con esta llama que surgía de la nada.
Hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás, se mecía y balanceaba, en una onda de deliciosa, excitante sensación.
Y entonces sucedió que desplazó su centro de gravedad demasiado lejos de su punto de apoyo. Esto bastó para que cayera en el gabinete, dentro de la llamarada de color.

Un mediodía sofocante de junio, un maestro apellidado Stott, cuyos deberes incluían la enseñanza de siete materias a cuarenta alumnos en la escuela de una pequeña ciudad, estaba escribiendo en una pizarra.
Escribía la palabra Madagascar, y el aire era tan cálido y húmedo que sentía cómo la camisa se pegaba y despegaba, en su espalda, cada vez que hacía una a.
Detrás de él sintió un leve murmullo, proveniente de los alumnos de séptimo año. Sus reflejos, bien entrenados, le permitieron no volverse hasta que terminó de escribir la palabra, momento en que el cuarto vibraba con el alboroto de los niños.
Stott se enfrentó a ellos, abrió la boca, pero la volvió a cerrar. Una cosa como ésta requeriría más que una reprimenda de compromiso.
Sus cuarenta pilluelos se retorcían y rebullían sin descanso, y el sonido que producían, una especie de risa seca y nerviosa, era único.
Aquí, una mano rascaba frenética una nuca, allá un muchacho escarbaba ansiosamente debajo de la camisa, más atrás una pequeña damisela, compuesta y arreglada, frotaba sin descanso su cuero cabelludo.
Con plena conciencia del valor del enfoque individual, Stott preguntó:
- ¡Hubert!, ¿qué sucede?
Inmediatamente, la actividad disminuyó en el cuarto, si bien proseguían las fricciones.
- Nada, señor - dijo Hubert.
Stott paseó su mirada por la sala. Dondequiera que la posaba, se interrumpía el rascado, reemplazándolo un angustioso control.
La cosa parecía empezar por meneos y contorsiones. Stott se pasó el pulgar por la costilla inferior izquierda.
Alguien dejó escapar una risa. Antes de poder identificar al causante, Stott comenzó a experimentar una intensa picazón.
Trató de reprimir el impulso de rascarse, cerró firmemente las mandíbulas y se prometió a sí mismo que no se dejaría vencer por la tentación mientras estuviera al frente y fuera el centro de todas las miradas.
- Bueno, alumnos, ahora... Comenzó a decir, y se interrumpió.
Había algo en el alféizar de la ventana abierta. Parpadeó y volvió a mirar. Notó la existencia de una nubecilla traslúcida, de color azul, casi imperceptible.
Era menos que algo, pero ciertamente era más que nada. Si, con esfuerzo, trataba de discernir, podía llegar a imaginar una criatura arqueada, con demasiadas patas.
Pero, por supuesto, eso era ridículo. Apartó la vista y regañó a la clase.
Había tenido dos tristes experiencias con bombas de mal olor, y recordaba haber visto alguna vez una cosa que se anunciaba en un escaparate denominada algo así como «polvo que causa picazón».
¿Sería aquello el causante de este tormento? Sin embargo, era prudente no acusar a nadie todavía; si se equivocaba, corría el peligro de darles a estos pequeños genios algunas ideas poco recomendables.
Trató otra vez:
- Alumnos... - Tragó saliva. Este picazón era... - Bueno, alumnos...
Notó que una cabeza, y luego otra, y luego otra, se volvían hacia la ventana.
Entonces comprendió que si la clase se interesaba demasiado por lo que él había visto en el alféizar, pronto tendría que enfrentarse a un pánico.
Agitadamente, trató de encontrar el puntero y golpeó con él dos veces sobre el escritorio.
Hay que decir que su control no era el de siempre; golpeó demasiado fuerte, y sonó como si fueran disparos.
La clase entera se volvió hacia él, y la forma que apareció en la ventana comenzó a verse mucho más claramente.
Era azul, de un azul verdaderamente hermoso. Tenía una cabeza pequeña y esférica, y en el otro extremo se veía una forma similar.
Además poseía cuatro patas rígidas y rectas, y dos centrales, que parecían no tener huesos. Sobre esto, un cuerpo sinuoso.
Donde estaba la cabeza, vio cuatro pares de ojos, de tamaño gradualmente distinto.
Se mantuvo moviéndose allí durante unos diez segundos, y luego, sin un sonido, saltó por la ventana y se fue.
Mr. Stott, pálido y - tembloroso -, cerró los ojos. Sus rodillas se aflojaban y sobre su labio superior apareció un reborde de sudor.
Se aferró al escritorio y forzó a sus ojos a permanecer abiertos, y luego oyó la campana que terminaba otro día de clase, inundándole de tranquilidad, calmando su terror, devolviéndole el autocontrol.
- Pueden retirarse - farfulló, y se echó hacia atrás en el asiento.
Los alumnos recogieron sus cosas y se levantaron pasando de los murmullos agitados al alboroto caleidoscópico que los apretujaba en la puerta.
Mr. Stott se hundió en la silla, notando que el terrible picazón había desaparecido desde que golpeó con el puntero sobre el escritorio.
Ahora bien, Mr. Stott era un hombre metódico. Se enorgullecía de su habilidad para enseñar a sus alumnos a usar sus poderes de observación y todo aquello que la lógica ponía en sus manos.
Tal vez recuperaría, después de un rato, estos dos poderes, de los que creía poseer más de lo que suele ser habitual en la gente.
Se sentó, mirando sin ver la ventana abierta, sin reparar tampoco en la pradera bañada por el sol que se hallaba más allá.
Luego de repasar una media docena de veces lo sucedido, retuvo dos hechos importantes:
Primero, el animal que había visto, o que pensó que había visto, tenía seis patas.
Segundo, era de tal naturaleza que cualquiera que lo viera, o que pensara que lo veía, podía creer que se había vuelto loco.
Estos dos hechos tenían dos corolarios: Primero, que todos los animales que había visto hasta ahora, poseedores de seis patas, eran insectos.
Segundo, que si algo había que hacer con respecto a esta extraña criatura, era mejor que lo hiciera él mismo. Sin olvidar que cualesquiera que fuesen las medidas a adoptar, habría que tomarlas inmediatamente.
Se imaginó teniendo que cerrar las ventanas, con este calor, para dejar a la cosa fuera, y el pensamiento lo acobardó.
Preveía el posible efecto de un animalejo tal en medio de una clase de niños de alrededor de diez años y la idea le asustó. No, ciertamente no cabían demoras.
Se acercó a la ventana y examinó el alféizar, sin hallar nada. La inspección le reveló un lugar vacío. Se quedó pensando un rato, mientras se mordía el labio inferior.
Finalmente bajó a pedirle al encargado una bolsa de más de dos kilos de DDT «para un experimento». Se armó de una ancha caja de madera y un ventilador, colocándolos en una mesa que luego puso cerca de la ventana.
Entonces se sentó a esperar, por si la extraña bestia azul volvía a aparecer.

Cuando el cachorro de hurkle cayó, se preparó para llegar hasta el suelo, o por lo menos hasta la parte inferior del gabinete.
Recibió una sorpresa cuando vio que no caía, que descansaba sobre una superficie plana. De todas formas se sintió muy atemorizado y miró para todos lados, respirando anhelosamente y con los reflejos prestos para reaccionar.
El gabinete había desaparecido. El resplandor también. Y el laboratorio, con sus ventanas iluminadas por la coloración anaranjada del cielo de Lirht, con sus innúmeras hileras de instrumental reluciente, con sus voluminosas y complejas máquinas, tampoco estaba allí.
El animal se desperezó sobre la extensión que lo rodeaba, algo así como un prado. Los colores eran rarísimos; todo parecía hallarse a media luz, desenfocado. Había árboles, pero no pequeños y chatos como los de Lirht, sino enormes, de troncos rectos y majestuosos.
Los gases atmosféricos, distintos a aquellos a los que estaba acostumbrado, tenían colores; una especie de neblina débilmente coloreada velaba y delineaba todo.
El cachorro retorció sus cafmores y movió sus kum sin moverse del lugar donde se hallaba. Era indudable que ningún aprendizaje previo podía ayudarlo en la situación en que se encontraba.
Finalmente, trató de desplazarse; y allí fue cuando tuvo su segunda sorpresa. En vez de arquearse, comenzó a flotar en el aire, y volvió a tierra luego de haber dado el mayor salto que recordara.
Se acurrucó en el extraño césped, que parecía salido de un sueño, mirando azorado hacia todos lados, hacia arriba y hacia abajo. Se sentía solo y aterrorizado, y lo estaba pasando muy mal.
Vio su sombra a través de la leve neblina, y esto lo asustó mucho, porque en Lirht no proyectaba sombra cuando se asustaba.
Aquí todo sucedía mal y al revés: en vez de hacerse invisible cuando se asustaba, se hacía más fácil de distinguir; sus piernas parecían no funcionar bien y no había un solo malapec a la vista.
Creyó oír cierta música alegre, que sonaba bien dentro de su cabeza, pero que de alguna manera no resonaba en la forma debida.
Trató, con extrema precaución, de volver a moverse. Esta vez su trayectoria fue mucho más breve y mejor controlada.
Probó con un paso corto y rasante, y le pareció que lo había logrado. Luego se balanceó en su flexible par de patas de en medio y con completo abandono, se impulsó hacia arriba.
Subió hasta unos cinco metros, dando vueltas y vueltas, y aterrizó sobre sus patas rígidas. Esta sensación era verdaderamente encantadora. Recuperándose de la extraña y deliciosa sorpresa volvió a saltar.
Esta vez fue más lejos y más alto y al tocar el suelo rebotó alegremente dos veces. Todas estas agradables experiencias habían hecho que el miedo se le pasara.
El hurkle, como sabemos, es un animal feliz. Corcoveó, surcó el aire, se remontó y volvió a elevarse, y finalmente encontró en su camino una pared de ladrillos, con resultados asombrosos y desagradables.
Estaba aprendiendo, a golpes, la diferencia entre peso y masa. El efecto no fue grave, pero sí doloroso. Justo cuando comenzaba a sentirse bien...
Miró hacia arriba y vio lo que parecía ser una abertura en la pared, a unos tres metros del suelo. Lleno de espíritu de aventura, saltó y quedó parado sobre el alféizar, hazaña de la que se enorgulleció.
Se agazapó en este nuevo lugar, mientras se atusaba, y miró hacia dentro. El panorama que observó le pareció de lo más agradable.
Más de cuarenta feos y divertidos animales, aparentemente sujetos a maderos a la altura de sus extremidades inferiores, movían las cabezas, gesticulaban y murmuraban. Al otro lado del cuarto vio a otro monstruo, más alto y esbelto, con una cabeza desnuda en comparación con la de los otros, los atrapados, que tenían más pelos que un huevo de mauson.
Al poco rato de observarlos, el cachorro se dio cuenta de que sólo uno de los lados de la cabeza tenía pelo; pero el alto, al darse la vuelta para hacer unas raras marcas en la pared, mostró que tenía pelo en ambos lados.
El animal, enormemente entretenido, comenzó a radiar lo que en Lirht equivalía a un ronroneo, o sea un resplandor. En este extraño lugar tal cosa no fue visible, y en cambio los feos especímenes respondieron con los más extraños movimientos, meneos y frotamientos susurrantes del cuero que los cubría.
Esto puso muy contento al cachorro, que estaba encantado cuando era el centro de atención, y que redobló su emisión. Los movimientos de los animales se volvieron casi frenéticos.

Entonces el alto se volvió. Emitió uno o dos raros sonidos y finalmente, tomando un palo de la plataforma situada delante de él, lo dejó caer con gran estrépito.
El ruido asustó tremendamente al animal. Procuró volverse invisible, pero como las cosas estaban invertidas en este extraño mundo, sus contornos se hicieron aún más nítidos.
Se dio la vuelta y volvió a saltar al suelo. Antes de aterrizar sintió un sonido intenso y metálico. Del cuarto partía un ruido a cháchara y confusión que dio aún más ímpetu al terror del cachorro.
Huyó hacia unos arbustos y se escondió entre las hojas. Pronto, sin embargo, volvió a manifestar su buen natural.
Se quedó allí tendido, descansando y observando el movimiento suave de los tallos y de las hojas (algunas de ellas tal vez fueran flores) en la brisa. Una criatura con alas se acercó, zumbona y danzarina, a rodear uno de los capullos.
El animal se apoyó en una de sus patas de en medio, y con la otra atrapó al extraño ser. Este clavó en la pata del hurkle una rara aguja negra.
El cachorro no se inmutó. Se comió a la criatura y eructó. Se quedó quieto durante unos minutos, saboreando aún a la abeja. Pero, súbitamente, el experimento fracasó. Se comió dos veces más a la abeja, y luego abandonó el intento.
Volvió a prestar atención a la ventana, preguntándose qué harían ahora los extraños animales. Parecía estar todo tan tranquilo... Audazmente, el cachorro abandonó su escondite y volvió a saltar hasta la ventana.
Se hallaba muy contento consigo mismo; estaba alcanzando verdadera precisión en los saltos que daba en este loco mundo. Se atusó el pelo, y balanceándose miró otra vez hacia dentro.
Le sorprendió ver que los animales pequeños se habían ido.
El más grande se hallaba detrás de la plataforma en el extremo del cuarto. El cachorro y el extraño ser se miraron durante un largo rato. Finalmente el animal se inclinó y ajustó algo en la pared.
Inmediatamente se oyó un zumbido mecánico, y una cosa situada en un estante cerca de la ventana comenzó a dar vueltas.
Cuando el cachorro se quiso dar cuenta, se hallaba envuelto por una nube de polvo de olor picante. Se ahogó, y se volvió tan visible como asustado estaba, lo que era mucho.
Durante un largo rato fue incapaz de moverse; pero gradualmente fue sintiendo una sensación aguda y dolorosa, que lo penetró. Se abandonó a ella. Le fue invadiendo una onda tras otra de éxtasis agonizante, y danzó en su seno.
Emitió sus más brillantes radiaciones, si bien éstas sólo sirvieron para que el animal se rascara frenéticamente.
El hurkle se sintió muy extraño, transportado. Se dio la vuelta y saltó alto en el aire, abandonando el edificio.

Mr. Stott dejó de rascarse. Desgreñado fue hacia la ventana y vio a la extraña bestezuela azul, ahora invisible, pero cubierta por el polvo, hasta parecer una burbuja en la niebla. Rebotó en el prado, dando grandes saltos, dejando las huellas de polvo blanco en el césped.
Se frotó las manos, una con otra, y sonriendo agradablemente se enderezó. Había salvado a la Tierra de toda batalla, asesinato y crimen para siempre, pero no lo sabía. Por otra parte, nunca nadie lo supo. Vivió una vida larga y feliz.

Y ¿qué sucedió con el cachorro de hurkle? Siguió rebotando hasta ocultarse en unos arbustos cercanos. Allí se cavó un hoyo estrecho, trabajando somnolientamente, cada vez más despacio. Finalmente, se echó en él y quedó inmóvil. Pensaba en cosas raras, imaginaba extraña música, y lo asaltaban inesperadas sensaciones. Lentamente fueron cesando sus movimientos, y yació allí rígido y quieto, durante unas dos semanas.
Pasado ese tiempo, el hurkle, que ya no era un cachorro, se encontró con una camada de doscientos saludables retoños. Tal vez fue por acción del DDT, o tal vez por la nueva radiación que el animal recibió en la Tierra, pero todos eran hembras partenogenéticas, como usted y yo.
¿Y los humanos?  ¡Oh, nos engendramos tan bien!  ¡Y fuimos tan felices! Pero los humanos tenían el picor rampante, el prurito intermitente, el comezón punzante, o irritantemente parestético. Y nada pudieron hacer al respecto. Por eso se fueron.
¿No es verdad que éste es un lugar hermoso?



James H. Schmitz


Un ser de alas verdes, velludo, del tamaño de una gallina, revoloteaba en la falda de la colina hasta llegar a un punto situado directamente por encima de la cabeza de Cord, a algo así como seis metros de altura. Cord, un ser humano de quince años de edad, se apoyaba en su vehículo, detenido en el ecuador de un mundo que albergaba a seres terrestres desde hacía solamente cuatro años, medidos en tiempo de la Tierra, y contempló especulativamente a la criatura. Esta se denominaba, en la libre y simple terminología del Equipo de Colonias Sutang, una chinche de pantano. Oculto en la vellosa parte de atrás de la cabeza de la tal chinche se hallaba otro animalejo, semiparasitario del anterior, conocido como el parásito de la chinche.
Este parecía pertenecer a una nueva especie, de acuerdo a Cord. Su parásito también podía ser o no desconocido. Cord era, naturalmente, un investigador. Su primer vistazo al extraño par de criaturas había despertado en el una enorme curiosidad. ¿Cómo funcionaría ese fenómeno? ¿Qué cantidad de cosas fascinantes podrían lograrse una vez que se supiera más?
Normalmente tales investigaciones solían estar limitadas por las circunstancias. El Equipo de las Colonias era un grupo de gente práctica y de gran capacidad de trabajo; dos mil personas a quienes se les había encomendado la tarea de transformar y domar este planeta, en un lapso de veinte años, a fin de que cien mil colonos pudieran establecerse con una comodidad y seguridad razonables. Aun los más jóvenes del equipo, como Cord, debían limitar su curiosidad a las pautas de investigación dictadas por la central. Ya había sucedido previamente que las inclinaciones de Cord a realizar investigaciones por su cuenta le habían acarreado la censura de los superiores inmediatos.
Miró, casi por casualidad, en dirección a la Estación de Colonias de la bahía Yoger. No pudo distinguir signos de actividad humana en el voluminoso campamento de la colina, tan similar a una fortaleza. Su parte central estaba cerrada. En quince minutos se abriría para dejar salir a la Regente Planetaria, que hoy estaba inspeccionando la Estación y sus principales actividades.
Cord decidió que quince minutos era tiempo suficiente como para tratar de descubrir algo sobre la chinche.
Pero antes tendría que capturarla.
Extrajo una de las dos armas guardadas a su lado. Esta le pertenecía: era a proyectiles, de Vanadia. Cord la ajustó para que disparara proyectiles anestésicos para piezas menores y apuntando certeramente al animal, le atravesó la cabeza y lo hizo caer.
Cuando la criatura cayó, su parásito lo abandonó. Era un pequeño y demoníaco ser de color escarlata, que se precipitó sobre Cord en tres largos saltos, listo para clavarle unos colmillos de casi tres centímetros de largo, que destilaban veneno. Casi sin aliento, Cord volvió a disparar el arma, y detuvo al animal en plena carrera. ¡Ciertamente que era una nueva especie! La mayoría de los parásitos eran vegetarianos, inofensivos, y se limitaban a alimentarse de jugos vegetales.
- ¡Cord! - llamó una voz femenina.
Cord renegó por lo bajo. No había sentido el ruido que la compuerta central había hecho al abrirse. Seguramente quien hablaba había dado la vuelta por el otro lado de la estación.
- Hola, Grayan - gritó inocentemente sin mirar alrededor -. ¡Mira lo que tengo! ¡Especies nuevas!
Grayan Mahoney, una muchacha esbelta, de cabellos oscuros, dos años mayor que él, se le acercó rápidamente. Era una estudiante de la colonia de la estrella Sutang, y el encargado de la estación, Nirmond, solía decir a Cord que debía tomar ejemplo de ella. A pesar de esto, ella y Cord eran buenos amigos, pero la muchacha no perdía la ocasión de hacerse la mandona.
- ¡Cord, pedazo de tonto! - gritó Grayan -. ¡Deja de coleccionar especimenes! Si la Regente viene ahora te verás en aprietos; Nirmond se está quejando de ti.
- ¿Quejándose por qué? - le preguntó Cord, sorprendido.
- Punto número uno - le contestó Grayan -: dice que no cumples con las tareas que se te asignan. Dos, que te escapas para hacer expediciones solo, por lo menos una vez por mes, y que hay que rescatarte.
- ¡Nadie - contestó enojado el muchacho - ha debido rescatarme todavía!
- Dime, ¿qué va a hacer Nirmond para saber que estás bien y vives si desapareces durante una semana? - le replicó Grayan -. Tres - continuó, contando los puntos con sus delgados dedos -, se queja de que has formado jardines zoológicos privados, con animales inidentificados y posiblemente venenosos, en los bosques que están detrás de la estación. Y cuatro; bueno: Nirmond dice que no quiere seguir siendo responsable por ti. - Levantó los cuatro dedos en un ademán harto significativo.
- ¡Diablos! - barbotó Cord, verdaderamente afectado. Resumido así, el concepto que tenían de él parecía ser bastante malo.
- ¡Ya lo creo que diablos! ¡Yo te avisé! ¡Ahora Nirmond quiere que la Regente te envíe nuevamente a Vanadia, y te diré que hay una nave espacial que llegará a Nueva Venus dentro de cuarenta y ocho horas! - Nueva Venus era el asentamiento base del Equipo de Colonias, situado en el lado opuesto de Sutang.
- ¿Qué debo hacer?
- Antes de nada, trata de portarte como si tuvieras sentido de la responsabilidad - dijo Grayan sonriendo -. Yo también hablé con la Regente. ¡Nirmond no te ha expulsado todavía! Pero si hoy llegaras a hacer algo que perjudicara nuestra expedición a las granjas de la bahía, te echarán del equipo sin remedio.
Se dio la vuelta para irse.
- Vuelve a poner el vehículo en su sitio. Nirmond nos llevará hasta la bahía, y luego iremos por agua. No digas que te he avisado.
Cord quedó asombrado. ¡Nunca hubiera imaginado que habían llegado a pensar tan mal de él! Para Grayan, cuya familia había servido en los Equipos Coloniales durante las cuatro últimas generaciones, nada había tan humillante como ser devuelto ignominiosamente a su lugar de origen. Para su sorpresa, Cord descubrió ahora que se sentía exactamente igual.
Dejando sus recientemente capturados especimenes para que revivieran y escaparan, se apresuró a devolver el vehículo a su sitio en la estación.

Cerca del sitio donde Nirmond dejó su transporte, una ensenada pantanosa, se hallaban sujetas tres balsas. Parecían extraños sombreros, flotando, de color verdoso y aspecto correoso. O extrañas plantas, de más de ocho metros, del centro de las cuales brotaba algo así como la parte de arriba de un ananá, enorme y de color gris verdoso. Animales-plantas de algún tipo. Sutang había sido descubierto poco tiempo atrás, razón por la cual era demasiado pronto para que existiera algo remotamente similar a una clasificación de plantas o animales. Las balsas eran una rareza local, que había sido investigada y considerada finalmente como inofensiva y moderadamente útil. Su utilidad descansaba en el hecho de que se empleaban como una forma algo lenta de transporte por las aguas poco profundas y pantanosas de la bahía Yoger. Hasta el momento, el equipo sólo se interesaba en ellas por esta razón.
La Regente se levantó del asiento posterior del vehículo, donde se hallaba sentada al lado de Cord. La partida estaba formada solamente por cuatro personas; Grayan iba sentada delante, con Nirmond.
- ¿Son éstos nuestros vehículos? - La Regente parecía divertida.
Nirmond sonrió, tristemente.
- No los subestimes, Dana. Con el tiempo podrían ser factores de gran importancia económica en la región. Pero, a decir verdad, estas tres son más pequeñas que las que acostumbro a usar. - Nirmond buscaba entre las malezas de la ensenada - habitualmente aquí suele haber un verdadero monstruo...
Grayan se volvió hacia Cord.
- Tal vez Cord sepa dónde se esconde Abuelito.
No había mala intención en esto, pero Cord había deseado que no le preguntaran por Abuelito. Entonces todos le miraron.
- ¡Oh! ¿Quieren ver a Abuelito? - dijo, algo turbado -. Verán, lo dejé..., quiero decir, lo vi hace unas dos semanas a algo así como dos kilómetros al sur de este sitio.
Grayan suspiró. Nirmond gruñó y le dijo a la Regente:
- Las balsas tienden a quedarse donde se las deja, siempre que en el lugar haya barro y aguas poco profundas. Se alimentan directamente del fondo de la bahía gracias a un sistema de finísimas raicillas. Bien, Grayan, ¿querrías llevarnos hasta allí?
Cord se echó hacia atrás, con tristeza, cuando el transporte se puso en marcha. Nirmond sospechaba que él había usado a Abuelito para uno de sus viajes sin autorización, y tenía razón.
- He oído decir que eres un experto en el manejo de esas balsas - dijo Dana, sentada detrás de él -. Grayan me dijo que no podríamos hallar un mejor timonel, o piloto, o como sea que lo quieras llamar, para nuestro viaje de hoy.
- Bien, puedo manejarlas - dijo Cord, transpirando -. No dan trabajo ninguno. No pensaba que hubiera hecho una buena impresión en la Regente hasta el momento. Dana era una mujer joven y buena moza, con una alegre forma de hablar y de reír, pero no era el miembro principal de Equipo de Colonias Sutang. Parecía muy capaz de fletar a cualquiera cuyo comportamiento no fuera el adecuado.
- Nuestras bestias tienen una ventaja sobre otros medios de transporte - dijo Nirmond, desde el asiento delantero -. No hay que angustiarse pensando que pueda subir a ellas uno de estos animales mordedores. - Y aquí se extendió en una explicación acerca de los punzantes tentáculos que las balsas desplegaban a su alrededor, por debajo del agua, a fin de asustar a los que se acercaran tratando de regodearse con sus partes blandas. Los animales agresivos de la bahía, tal como los mordedores, no captaban aún la necesidad de no atacar a los seres humanos, armados como iban, pero se cuidaban muy bien de acercarse a una de estas balsas.
Cord se sintió feliz de que se le ignorara por el momento. La Regente, Nirmond y Grayan provenían de la Tierra. Los terrestres lo hacían sentir incómodo, especialmente en grupo. Vanadia, su hogar, recientemente había dejado de ser una Colonia de la Tierra, lo que tal vez explicaba la diferencia. Los terrestres que había encontrado hasta el momento parecían dedicados a lo que Grayan Mahoney llamaba El Panorama General, mientras que Nirmond habitualmente lo denominaba Nuestro Propósito Aquí. Actuaban en estricto acuerdo con los reglamentos, a veces, según Cord, en forma completamente insana. Porque de cuando en cuando los reglamentos no cubrían del todo una situación nueva, y entonces alguien corría el peligro de resultar muerto. En tal caso, los reglamentos se modificarían rápidamente, pero la gente de la Tierra no parecía preocuparse demasiado por tales sucesos.
Grayan había tratado de explicarle la situación a Cord:
- Realmente no sabemos antes qué es lo que sucederá en un nuevo mundo. Y una vez que llegamos allí, en el poco tiempo de que disponemos, no nos es posible estudiarlo pulgada a pulgada. Se trata de hacer el trabajo, e indudablemente, se corren riesgos. Pero si te atienes a los reglamentos tienes las mejores probabilidades de sobrevivir, gracias al cálculo de quienes te han precedido.
Cord siempre había sentido que prefería utilizar su buen sentido común y no permitir que los reglamentos o el trabajo que debía cumplir lo llevaran a una situación que no pudiera desentrañar por si mismo.
El transporte dio una vuelta y se detuvo. Grayan se alzó, siempre ocupando el asiento delantero, y señaló, diciendo:
- ¡Allí está Abuelito!
Dana también se levantó, y dio un silbido de admiración al ver que el raro animal media unos veintitrés metros de diámetro. Cord miró alrededor, sorprendido. Estaba casi seguro de que, hacía dos semanas, había dejado a la balsa a cierta distancia. Tal como decía Nirmond, habitualmente no se movían solas.
Asombrado, siguió al resto de la partida hasta el agua, por un estrecho sendero circundado por hierbas de tamaño gigantesco, similar al de los árboles. Se podía ver, parcialmente, la plataforma flotante de Abuelito, el borde de la cual tocaba casi la costa. Luego el sendero se ensanchó, y entonces pudo captar la visión total de la balsa, al sol, en las aguas poco profundas; y se detuvo, sobresaltado.
Nirmond casi salta sobre la plataforma, precediendo a Dana.
- ¡Un momento! - gritó Cord. Su voz resonaba con alarma. ¡Deténganse!
Se habían inmovilizado en el sitio en que se hallaban; miraron alrededor. Luego se dirigieron a Cord, que se acercaba. Indudablemente, estaban bien entrenados.
- ¿Qué sucede, Cord? - La voz de Nirmond era tranquila, pero inquisitiva.
- ¡No suban a esa balsa, está... cambiada! - La voz de Cord sonaba insegura, hasta para si mismo -. Tal vez no sea ni siquiera Abuelito...
Comprendió que se había equivocado en esto último aun antes de terminar la frase. Alrededor del borde de la balsa pudo ver las señales descoloridas dejadas por las pistolas de calor, una de las cuales había sido la suya. Era la forma de hacer que estos animales, torpes y perezosos, se movilizaran. Cord señaló una proyección cónica central, diciendo:
- ¡Miren! ¡Está brotando! - La cabeza de Abuelito, en armonía con el resto del cuerpo, tenía casi cuatro metros de alto, e igual ancho. Su piel era gruesa y brillante, como la de un saurio, para mantener lejos a los parásitos; pero hasta hacía dos semanas había mantenido su aspecto de una prominencia informe, similar a la de las otras balsas. Ahora de todas las superficies del cono partían unos raros brotes largos, similares a alambres verdes. Algunos se hallaban retorcidos en apretados resortes, otros colgaban laciamente sobre la plataforma. La parte superior del cono estaba sembrada de rojos nódulos, como si fueran pecas, que no existían antes. Abuelito parecía estar enfermo.
- Bien - dijo Nirmond -, parece que así es. Está brotando.
Grayan emitió un sonido ahogado. Nirmond miró a Cord, asombrado.
- ¿Es esto lo que te preocupa, Cord?
- ¡Claro, claro! - comenzó a decir Cord, nerviosamente. No había captado la ironía de la frase; se sentía ansioso y temblaba -. Nunca he visto a ninguno así...
Entonces se interrumpió. Por la expresión de sus caras pudo ver que no lo habían entendido, o bien que, aunque así fuera, no iban a dejar que tales problemas se interfirieran con sus planes. Las balsas estaban clasificadas como inofensivas, de acuerdo a los reglamentos. Hasta que no se probara lo contrario, se las seguiría considerando así. Aparentemente no se discutían los reglamentos, aunque uno fuera la Regente General. No había tiempo que perder.
Cord pensó nuevamente.
- Miren... - comenzó a decirles.
Lo que quería explicarles era que Abuelito, con un factor agregado, ya no era el Abuelito que conocían. Era, en realidad, una forma enorme e impredecible de vida, que debía ser investigada con todo cuidado hasta que se estuviera seguro de lo que quería significar el factor agregado.
Pero no hubo caso. Todos sabían lo que pensaba. Se quedó mirándolos sin saber qué hacer ni qué decir. Dana se volvió a Nirmond.
- Tal vez será mejor que veas lo que pasa. - No agregó para tranquilizar al muchacho, pero sabían que era lo que pensaba, se dio cuenta de que se había ruborizado. Pensaban Cord que tenía miedo, lo cual era verdad; y lo estaban compadeciendo, a lo cual no tenían derecho. Pero no había nada que él pudiera hacer, salvo ver a Nirmond cruzar la plataforma. Abuelito tembló ligeramente, pero las balsas siempre hacían eso cuando alguien subía a ellas. El encargado de la estación se paró frente a uno de los brotes, lo tocó y luego lo golpeó ligeramente. Alzando la mano, probó la consistencia de uno de los filamentos.
- ¡Muy extraños! - dijo, dirigiéndose hacia los otros. Miró nuevamente hacia donde estaba Cord -. Bien, todo parece ser inofensivo, Cord. ¿Subimos a bordo?
Era como un sueño en que uno grita y grita sin que nadie pueda oírlo. Cord subió a la plataforma, detrás de Dana y de Grayan, sintiendo las piernas rígidas. Sabía que si hubiera vacilado un solo instante, habría oído que alguien decía, en una voz suave:
- No tienes que venir si no quieres, Cord.
Grayan había sacado la pistola de calor de la funda, y se disponía a hacer que Abuelito se moviera, dirigiéndose hacia los canales de la bahía Yoger.
Cord extrajo su propia pistola y, con brusquedad, dijo:
- ¡Eso me corresponde hacerlo a mí!
- Muy bien, Cord - le dirigió una breve mirada impersonal, como si lo hubiera visto por primera vez ese día, y se hizo a un lado.
¡Eran tan condenadamente corteses! Cord pensó que más valía que se hiciera a la idea de que lo devolvían a Vanadia lo antes posible.
Durante un rato, Cord pensó que ojalá pasara algo terrible, catastrófico, que les sirviera de lección. Pero no sucedió nada. Como siempre, Abuelito se estremeció débilmente cuando sintió que el calor mordía uno de sus bordes, y luego decidió apartarse. Lo que era habitual. Debajo del agua, donde no se podían ver, estaban las partes funcionantes de la balsa: cortas estructuras en forma de hoja, destinadas a actuar como paletas y movilizar el todo, junto con los órganos en forma de red que mantenían alejados a los animales que pudieran atacarla. También se hallaba allí situada la gran cantidad de raicillas que permitían su nutrición, que extraía del fondo barroso de la bahía, y con las cuales se mantenía sujeto.
Las paletas comenzaron a batir el agua, la plataforma se estremeció, las raicillas se soltaron y Abuelito comenzó a moverse majestuosamente.
Cord cerró la llave del calor, volvió a ponerse la pistola en la cartuchera y se puso de pie. Una vez en marcha, las balsas tendían a mantenerse en el mismo paso lento, durante un largo rato. Para pararlas se les disparaba un rayo calorífico en la parte delantera, y para que cambiaran de dirección se hacia lo mismo en la parte opuesta de la plataforma a la que uno deseara dirigirse.
Era muy simple. Cord no miraba a los otros. Todavía se sentía afectado por lo sucedido. Veía pasar la vegetación de las orillas que, cuando clareaba, le permitía distinguir la expansión neblinosa, tachonada de amarillos, azules y verdes de la bahía. Hacia el Oeste se hallaban los estrechos Yoger, llenos de peligrosos vericuetos cuando había mareas, y más allá el mar abierto, las profundidades de Zlanti, que formaba en sí todo un mundo, y del cual muy poco sabía hasta el momento.
Súbitamente se dio cuenta de que ya no iba a averiguar nada más. Vanadia era un planeta muy agradable, pero hacía tiempo que carecía de la fascinación de lo desconocido. No era Sutang.
Grayan dijo, desde atrás:
- ¿Cuál es el mejor camino para llegar hasta las granjas, Cord?
- El gran canal de la derecha - contestó. Y agregó, algo resentido -. Hacia allí nos dirigimos.
Grayan se acercó.
- La Regente no quiere verlo todo - dijo en voz baja -. Primero llévanos a los lechos de plankton y de algas. Luego veremos lo que podamos sobre los granos mutantes, durante unas tres horas. Pasa primero por los que mejor hayan rendido, así harás que Nirmond se ponga contento.
Le guiñó un ojo en forma amistosa. Cord la miró, inseguro. Por su forma de comportarse, no se podía asegurar que las cosas fueran mal. Tal vez...
La esperanza floreció en él. Era difícil no simpatizar con la gente del equipo, a pesar de que se pusieran algo pesados con sus reglamentos. Tal vez esta serie de propósitos le daba un importante impulso de vitalidad, además de tomarlos estrictos en demasía consigo mismos y con los demás. Además, el día no había terminado aún. Tal vez pudiera hacer méritos frente a la Regente. Algo podría suceder.
Cord comenzó a imaginar una alegre e improbable visión de un enorme monstruo de la bahía, que se precipitara sobre la balsa con las fauces abiertas, y se vio a sí mismo volándole la cabeza antes de que nadie, especialmente Nirmond, se diera cuenta del peligro. Los monstruos de la bahía se apartaban a la vista de Abuelito, pero tal vez hubiera alguna forma de que alguno se tentara.
Hasta entonces Cord había dejado que sus sentimientos lo controlaran. ¡Era hora de comenzar a pensar!
Primero, Abuelito debía de ser considerado. ¡Así que había largado esos brotes rojizos, y esos largos tallos! El propósito era desconocido, pero no se observaban cambios en su forma habitual de comportarse. Era la más grande de las balsas de este extremo de la bahía, si bien todas habían crecido lentamente durante el tiempo que hacía que Cord estaba aquí. Las estaciones en Sutang cambiaban lentamente; su año equivalía a algo así como cinco de la Tierra. Todavía los miembros del equipo no habían asistido al paso de un año entero.
Por lo tanto, parecía ser que Abuelito estaba pasando por una serie de transformaciones estacionales. Las otras balsas, aún no totalmente desarrolladas, presentarían signos similares algo más tarde. Estas plantas-animales debían de estar floreciendo, preparándose para multiplicarse.
- Grayan - preguntó -, ¿cómo es el comienzo de la vida de estas balsas?
Grayan pareció halagada, y las esperanzas de Cord aumentaron. ¡Sea como fuere, Grayan estaba de su lado!
- Aún nadie lo sabe - contestó la muchacha -. Hace poco estuvimos hablando sobre esto. Alrededor de la mitad de la fauna de los pantanos de la costa del continente parece pasar por un estado larval en el mar - Señaló los brotes rojos de la balsa -. Pareciera que Abuelito va a producir flores, y que luego el viento o las corrientes llevarán las semillas a los estrechos.
Estas conjeturas eran razonables. También le pareció a Cord que los cambios sufridos por Abuelito podrían ser lo suficientemente acentuados como para justificar su deseo de no subir a bordo. Cord estudió la cabezota coriácea una vez más, tratando de aferrarse a sus esperanzas. Ahora notó una serie de hendiduras en la capa dura que la cubría que no había visto dos semanas antes. Pareciera como si Abuelito se fuera a descoser. Lo que tal vez indicara que las balsas, por grandes que fueran, tal vez no sobrevivieran todo un ciclo estacional, sino que podría ser que florecieran y murieran, aproximadamente en esta época de Sutang. De todas formas, era de esperar que Abuelito no se sumiera en una decadencia senil antes de que completaran el viaje por la bahía.
Cord dejó de pensar en la balsa. Ahora comenzó a considerar la otra parte de su sueño. Tal vez realmente un monstruo complaciente se apresurara a atacarlos, dándole la posibilidad de demostrarle a la Regente que no era un cobardón.
Porque no cabía duda de que, en efecto, había monstruos.
Se los podía ver moverse si, arrodillándose al borde de la plataforma, se miraba a través de las aguas claras, de color vinoso, del profundo canal. Cord podía distinguir una buena variedad de ellos en todo momento.
Para empezar, había cinco o seis mordedores. Parecían grandes cangrejos de río, achatados, de color marrón achocolatado, con manchas rojas y verdes en los caparazones. En algunas zonas había tantos que uno podía preguntarse de qué se alimentaban, si bien se sabía que prácticamente comían de todo, hasta legar a masticar el lodo en el que descansaban. Pero preferían que su alimento fuera vivo, y de tamaño grande. Razón por la cual era mejor no irse a bañar a la bahía. A veces atacaban a los botes; pero la forma nerviosa en que los que estaban a la vista escurrían el bulto, dirigiéndose hacia los lados del canal, demostraba bien a las claras que no querían enfrentarse con una de las grandes balsas.
El fondo estaba sembrado de unos agujeros de algo menos de un metro de diámetro, que por el momento parecían estar vacíos. Normalmente se hallaban ocupados por una cabeza en cada uno. Estas cabezas poseían tres mandíbulas aguzadas que se mantenían pacientemente abiertas, configurando una serie de trampas que hacían presa en cualquier cosa que pasara al alcance de los largos cuerpos vermiformes que se encontraban detrás de las cabezas. Pero el paso de Abuelito, con sus aguijones flotantes como extraños gallardetes, hacía que estos raros gusanos se ocultaran, asustados.
Por otra parte, los otros animales eran más bien pequeños, y aquí y allá aparecía una llamarada de un escarlata maligno, hacia la izquierda de la balsa, surgiendo de entre la vegetación. Una nariz aguzada se volvía hacia donde estaban.
Cord observó al animal sin moverse. Conocía a esta extraña criatura, si bien no era muy abundante en la bahía. La sabía rápida y maligna, lo suficientemente ágil como para cazar al vuelo a las chinches de los pantanos cuando volaban cerca de la superficie. Una vez había molestado a una, haciéndola saltar sobre una balsa que estaba inmóvil, donde había realizado frenéticos movimientos hasta que pudo matarla.
No había necesidad de utilizar carnadas. Con un pañuelo podría hacerlo, si no le importaba arriesgar el brazo.
- ¡Qué extrañas criaturas! - dijo la voz de Dana, detrás de él.
- Son cobardonas - dijo Nirmond -. Y verdaderamente útiles, pues mantienen a raya a las chinches gigantes.
Cord se puso de pie. Era mejor que ahora no gastaran bromas. La vegetación que se hallaba a la derecha hervía de mordedores. Toda una colonia. Tenían un aspecto vagamente similar a las ranas, del tamaño de un hombre o más grandes. De todas las criaturas de la bahía, eran las que menos gustaban a Cord. Los fláccidos cuerpos se sujetaban a las hierbas, de unos seis metros de alto, que rodeaban el canal, gracias a cuatro delgaduchas patas. Casi no se movían, pero sus enormes ojos saltones parecían no perderse nada de lo que pasaba alrededor. De vez en cuando se acercaba una de las chinches de agua, entonces el bicho carnívoro abría su boca enorme, vertical, con una doble hilera de dientes, y extendiendo la parte anterior de la cabeza con un movimiento relámpago hacía desaparecer a la chinche. Tal vez fueran útiles, pero Cord los odiaba.
- Nos llevará todavía diez años poder determinar el ciclo completo de la vida de la costa - dijo Nirmond -. Cuando establecimos la estación de bahía Yoger no existían estos cabezas amarillas. Sólo las vimos al año siguiente. Aún con trazas de la forma larvada, oceánica; pero la metamorfosis fue casi completa. Alrededor de unos treinta centímetros de largo...
Dana hizo notar que los mismos esquemas se repetían en uno y otro lugar. La Regente inspeccionaba la colonia de cabezas amarillas con sus prismáticos. Finalmente los puso a un lado, miró a Cord y sonrió.
- ¿Cuánto falta para llegar a las granjas?
- Unos veinte minutos.
- La clave de todo - dijo Nirmond - parece ser la bahía Zlanti. En primavera debe ser un verdadero caldo de cultivo.
- Lo es - afirmó Dana, que había estado aquí en la primavera de Sutang, cuatro años atrás, medido en tiempo de la Tierra -. Parecería que solamente ese sector justificaría que se colonizara el planeta. Sin embargo, la pregunta queda planteada: ¿Cómo hicieron estos animales para llegar hasta aquí? - dijo, señalando a los cabezas amarillas.
Fueron hasta el lado opuesto de la base, diciendo algo sobre las corrientes oceánicas. Cord podría haber ido hacia donde se hallaban, pero algo hizo ruido a sus espaldas, hacia la izquierda, y no demasiado lejos. Se quedó vigilando.
Después de un rato vio un cabeza amarilla de gran tamaño. Se había soltado de su rama, y esto causó el ruido. Ahora, casi sumergido del todo, miraba la balsa con ojos desorbitados, de color verde pálido. A Cord le pareció que le miraba directamente a él. Entonces se dio cuenta por qué le desagradaban tanto los cabezas amarillas. Había algo de despierta inteligencia en esa mirada. Algo así como una extraña forma de calcular las cosas. En criaturas como ésas, la inteligencia parecía estar fuera de lugar. ¿Para qué podían necesitarla?
Se estremeció ligeramente cuando el animal se hundió completamente en el agua, dándose cuenta de que intentaba nadar por debajo de la balsa. Pero sobre todo temblaba de excitación. Antes nunca había visto que un cabeza amarilla se desprendiera de las ramas donde se hallaba. El monstruo conveniente que tanto había deseado podía estar tratando de presentarse en una forma completamente inesperada.
Medio minuto después lo vio, zambulléndose para ganar profundidad. De todas formas, no tenía intenciones de subir a bordo. Lo vió acercarse a la línea de animales que seguían a la balsa. Maniobraba entre ellos con movimientos de natación curiosamente humanos. Luego se ocultó debajo de la plataforma.
Se irguió, preguntándose qué se proponía hacer el raro bicho. El cabeza amarilla sabía perfectamente bien de la existencia de los animalejos que habitualmente seguían a las balsas; cada uno de los movimientos que hizo para acercarse parecía tener un fin determinado. Estaba tentado de decirles a los demás lo que había estado observando, pero no dejaba de desear que llegara el momento de triunfo en que pudiera matar frente a los ojos de todos al monstruo que, dejando un rastro baboso, tratara de atacarlos sobre la plataforma.
De todas formas, era casi el momento de dar la vuelta para dirigirse hacia las granjas. Si no sucedía nada hasta entonces...
Siguió vigilando. Habían pasado casi cinco minutos, pero ni signos del cabeza amarilla. Todavía pensando en lo que podría pasar, no del todo tranquilo, aguijoneó a Abuelito con un rayo de calor.
Después de un instante, repitió el estímulo. Entonces inspiró profundamente y se olvidó por completo del cabeza amarilla.
- ¡Nirmond! - llamó.
Los tres se hallaban parados cerca del centro de la plataforma, próximos al cono central, mirando hacia delante, donde se hallaban las granjas. Se dieron la vuelta.
- ¿Qué pasa ahora, Cord?
- ¡La balsa no gira! - les dijo.
- No escatimes el calor esta vez - le contestó Nirmond.
Cord le miró. Nirmond, parado unos pasos delante de Dana y de Grayan como si quisiera protegerlas, estaba algo preocupado. Y no era para menos, pues Cord ya había lanzado el rayo de calor a tres diferentes puntos de la plataforma, pero Abuelito parecía haber desarrollado una súbita anestesia. Se seguían moviendo derechos hacia el centro de la bahía.
Ahora Cord, manteniendo el aliento, graduó la pistola al máximo y disparó hacia la balsa. Un círculo se formó en el lugar de incidencia del disparo, haciéndose una ampolla y tomándose primero marrón y luego negro.
Abuelito se quedó inmóvil. Sin más ni más.
- ¡Sigue! Dispara otra... - Nirmond no terminó de dar la orden.
Se sintió algo así como un estremecimiento gigantesco. Cord trastabilló, acercándose al borde. Entonces el borde de la plataforma se levantó y azotó el agua con un sonido como el de un cañón. Cord cayó hacia delante, acurrucándose. El enorme animal se hinchaba y retorcía. Dio otros dos grandes golpes. Finalmente quedó inmóvil. Cord miró para ver dónde estaban los otros.
Se hallaba a unos cuatro metros del cono central. Unos veinte o treinta de los recién aparecidos zarcillos se alargaban hacia donde él estaba, como si fueran extraños dedos verdes. No lo podían alcanzar. La punta del más cercano estaba todavía a unos veinticinco centímetros de sus zapatos.
Pero Abuelito había atrapado a los otros. Se hallaban tumbados cerca del cono, inmovilizados por una red de cuerdas verdes extrañamente vivas.
Cord flexionó las piernas cuidadosamente, preparado para otro golpetazo, pero no sucedió nada. Entonces descubrió que Abuelito se había puesto nuevamente en movimiento, siguiendo su rumbo primitivo. La pistola de calor había desaparecido. Con suavidad, sacó la pistola de Vanadia.
- ¡Cord!, ¿también te alcanzó a ti? - preguntó la Regente.
- No - dijo, en voz baja. Súbitamente comprendió que había pensado que estaban muertos. Se sentía mal, estaba temblando.
- ¿Qué estás haciendo?
Cord miraba la parte superior de Abuelito con ojos hambrientos. Los conos que la formaban eran huecos; el laboratorio consideraba que su función principal era la de encerrar aire para lograr que flotara, pero en esa parte central estaba también el órgano que controlaba las reacciones de Abuelito.
Dijo por lo bajo:
- Tengo una pistola y veinte balas explosivas. Dos de ellas son suficientes para volar el cono.
- No, Cord - le dijo la voz, en la que se traslucía el dolor -. Si esto se hunde moriremos igual. ¿Tienes cargas anestésicas?
- Sí - contestó Cord, mirándole la espalda.
- Dispara a Nirmond y a la muchacha antes que nada. Directamente en la columna, si puedes. Pero sin acercarte.
Cord sintió que no podía argumentar. Se puso cuidadosamente de pie. La pistola disparó dos veces.
- Muy bien - dijo con voz ronca -. ¿Y ahora qué?
Dana se mantuvo en silencio durante un rato.
- Lo siento, Cord, no puedo decirte. Trataré de ayudarte en lo que pueda.
Hizo una pausa de varios segundos.
- Este animal no trató de matarnos, Cord. Lo hubiera podido lograr fácilmente. Es increíblemente fuerte. Lo vi cuando rompió las piernas de Nirmond. Pero tan pronto como dejó de moverse, tanto él como nosotros, nos sujetó. Ambos se hallaban inconscientes...
- Tienes que pensar qué se puede sacar en conclusión de todo esto. También trató de sujetarte con sus zarcillos, o lo que sean, ¿no es así?
- Así lo creo - dijo Cord, todavía temblando. Esto era lo que había pasado, y en cualquier momento Abuelito iba a volver a tratar de hacer.
- Ahora nos está dando algo así como un anestésico gracias a estos zarcillos. Con muy finos aguijones. Me invade una sensación de adormecimiento... - La voz de Dana se apagó por un momento. Luego dijo claramente -: ¡Cord!, parece que somos alimentos que está tratando de almacenar. ¿Comprendes?
- Sí - contestó él.
- Es tiempo de tener semillas. Son análogos. La comida viva probablemente sólo se ha de usar para las semillas, no para la balsa. ¡Quién iba a saberlo! ¡Cord!
- Aquí estoy.
- Quiero mantenerme despierta todo lo que me sea posible - le dijo Dana -. Pero tienes que tratar de pensar. Esta balsa va a alguna parte. A algún lugar especialmente favorable, que puede hallarse cerca de la costa. Tal vez entonces puedas hacer algo. Tú serás quien deberá decidir. Trata de mantener la cabeza fría y no hagas locuras heroicas. ¿Entendido?
- Por supuesto. Entendido - le dijo Cord. Se dio cuenta de que hablaba en tono seguro, como si no lo estuviera haciendo con la Regente sino con alguien como Grayan.
- Nirmond fue quien peor lo pasó - dijo Dana -. La muchacha perdió el sentido inmediatamente. Si no fuera por mi brazo... Bueno, si podemos encontrar ayuda en unas cinco horas, más o menos, todo va a ir bien. Hazme saber si sucede algo, Cord.
- Así lo haré - dijo el muchacho, dulcemente. Luego apuntó cuidadosamente entre las escápulas de Dana y disparó otra cápsula anestésica. El cuerpo de la Regente se relajó lentamente.
Cord no hallaba razón para que se mantuviera despierta, puesto que no se iban a acercar a la costa.
Atrás habían quedado los cúmulos de vegetación y los canales, sin que Abuelito hubiera modificado su dirección en absoluto. ¡Se movía hacia el interior de la bahía, y estaba arrastrando a algunos acompañantes!
Cord pudo contar siete grandes balsas a unos tres kilómetros a la redonda; en las tres más cercanas distinguió similares brotes de zarcillos. Viajaban en línea recta, hacia un punto común que parecía ser el centro rugiente de los estrechos Yoger, a unos cuatro kilómetros y medio de distancia.
Más allá de los estrechos, ¡las profundidades frías de Zlanti, las nieblas y el mar abierto! Puede ser que fuera tiempo de distribuir las semillas, pero estas balsas no iban a hacerlo en la bahía.
Cord era un excelente nadador. Tenía una pistola y tenía un cuchillo. A pesar de lo que había dicho Dana, tal vez consiguiera salvarse de los predadores del agua. Pero las posibilidades indudablemente eran pocas. Y no se iba a comportar como si no hubiera otra solución. Al contrario, pensaba mantener la cabeza fría.
Salvo una rara casualidad, no se podía esperar que nadie viniera a buscarlos. Si decidieran hacerlo, examinarían los alrededores de las granjas. Allí había muchas balsas. De vez en cuando alguien desaparecía. Cuando se lograra saber qué había sucedido en esta ocasión en especial, sería demasiado tarde.
Tampoco había posibilidades de que fuera advertida, por lo menos en las próximas horas, la migración de las balsas hacia los estrechos Yoger. Tierra adentro había una estación meteorológica, del lado norte de los estrechos, que ocasionalmente utilizaba un helicóptero. Era muy improbable, decidió Cord, que salieran justo ahora, así como que un transporte a chorro descendiera lo suficiente como para verlos.
Tuvo que enfrentarse decididamente con el hecho de que sería quien daría las soluciones, tal como había dicho la Regente. Cord nunca se había sentido tan solo.
Simplemente porque era algo que debería probar tarde o temprano, comenzó ensayando un comportamiento que sabía que no daría resultado. Abrió la recámara anestésica y contó cincuenta dosis, algo apresuradamente porque no quería tener que pensar para qué podía llegar a necesitarlas. Vio que quedaban todavía unas trescientas cargas, así que seguidamente procedió a dispararle a Abuelito un tercio de las mismas.
Luego esperó. Una ballena podría haber mostrado signos de somnolencia con una dosis mucho menor. Pero la balsa permaneció imperturbable. Tal vez hubiera ciertos sectores que habían quedado algo insensibles, pero sus células no eran capaces de distribuir el efecto soporífero de la droga.
No había nada más que a Cord se le ocurriera que podía hacer antes de que llegaran a los estrechos. Calculó que a la velocidad que llevaban estarían allí en menos de una hora; y pensó que cuando arribaran iba a tratar de llegar a tierra nadando. No pensó que Dana desaprobaría la idea, dadas las circunstancias. Si la balsa lograba llevarlos hacia mar abierto, no tenían muchas posibilidades de sobrevivir.
Mientras tanto, Abuelito iba volviéndose más y más veloz. Además, sucedían otras cosas, menos importantes, pero capaces de preocupar a Cord. Los brotes rojos se abrían lentamente para dejar salir unas especies de raros gusanos, color escarlata, delgados y viscosos, que se retorcían débilmente, se extendían y luego volvían a retorcerse, desperezándose en el aire. Las hendiduras verticales que había notado en la estructura se ensanchaban, dejando salir, en algunas partes, un líquido oscuro y espeso.
En otras circunstancias, Cord hubiera observado fascinado estos cambios de Abuelito. Ahora sólo pudo mirarlos con sospechosa atención, porque no sabía qué podían anunciar.
Entonces algo horrible sucedió. Grayan comenzó a quejarse en voz alta, y se dio la vuelta, retorciéndose. Luego Cord fue consciente de que no había pasado un segundo antes de que interrumpiera sus esfuerzos con otra cápsula anestésica, pero los zarcillos habían estrechado aún más su presión, no ya en forma elástica, sino como enormes espolones, que mordían en su carne. Si Dana no le hubiera advertido...
Pálido y cubierto de un sudor frío, Cord bajó lentamente el arma, viendo que los zarcillos se aflojaban. Grayan no parecía estar lastimada, y hubiera sido la primera en advertir que su luna asesina podría haberse dirigido, en forma igualmente inteligente, hacia una máquina. Pero no pudo evitar el luchar rabiosamente contra el deseo de convertir la balsa en una pobre masa desgarrada de restos.
En lugar de esto, y revelando un mayor sentido común, les suministró a Dana y a Nirmond otra dosis, para impedir que sucediera lo mismo. Sabía que esa cantidad mantendría a los tres compañeros dormidos e insensibles durante varias horas. Cinco dosis...
Trató de apartar esta idea, pero sin éxito. Volvía una y otra vez, hasta que tuvo que enfrentarla. Cinco dosis dejarían a los tres completamente inconscientes, sucediera lo que sucediese, hasta que murieran por otras causas o se les administrara un agente que obrara como antídoto.
Espantado, se dijo a sí mismo que no podía hacer una cosa semejante. Sería lo mismo que matarlos.
Pero, a pesar de todo, con pulso firme, se halló levantando el fusil y disparándoles hasta completar una dosis de cinco cápsulas para cada uno. Y si bien fue la primera vez en los últimos cuatro años que Cord había tenido ganas de llorar, también advirtió que comprendía entre otras cosas, lo que quería decir usar su criterio propio.
Poco menos de media hora después vio una balsa, grande como la que ellos montaban, que entraba en las aguas turbulentas de los estrechos, a corta distancia de donde estaban, y que era llevada violentamente hacia un lado, por la fuerte corriente. Se tambaleó y giró, trató de enderezarse, nuevamente fue arrastrada, pero finalmente se afianzó en su curso. No como un pobre vegetal, sino como un ser con un propósito inteligentemente pensado, que quiere mantenerse en una dirección.
Parecían ser casi completamente insumergibles.
Cuchillo en mano se acurrucó en la plataforma, viendo que los estrechos, rugientes, se hallaban hacia delante. Cuando la balsa saltó y tembló debajo de él, clavó y cortó con el cuchillo, asegurándose bien. Se sintió cubierto por el agua fría, y Abuelito comenzó a estremecerse, como si fuera una máquina demasiado exigida. Cord se horrorizó, pensando que la balsa podría llegar a soltar a sus prisioneros humanos, en su lucha por mantenerse a flote. Pero subestimó a Abuelito, que no soltó su presa.
Súbitamente, se aquietó. Ahora pasaban por un lugar en calma, y vio a otras tres balsas no lejos de donde ellos estaban.
Los estrechos parecían haberlas juntado, pero aparentemente no les era totalmente indiferente la presencia de sus compañeras.
Cuando Cord se puso de pie, temblando, y comenzó a quitarse las ropas, vio que se apartaban con gusto unas de otras. La plataforma de una se hallaba semisumergida. Debía haber perdido gran parte del aire que la mantenía a flote, y tal como sucedería con un buque pequeño, hacía agua.
Desde donde estaba, sólo tenía que nadar unos tres kilómetros para llegar a la costa norte de los estrechos, y desde allí alcanzaría la estación meteorológica en otro kilómetro y medio de trayecto. No sabía nada sobre las corrientes, pero la distancia no era excesiva, así es que no se consolaba al pensar que debería desprenderse de su cuchillo y su fusil. Las criaturas de la bahía amaban el calor y el fondo de barro, así que no se aventuraban más allá de los estrechos. Pero las profundidades de Zlanti albergaban gran número de predadores propios, si bien nunca se los veía tan cerca de la costa.
Parecía que las cosas podían empezar a ir bien.
Mientras Cord anudaba sus ropas, formando un atado pequeño, sentía los gritos de los animales, que sonaban como los maullidos de gatos curiosos. Miró hacia arriba. Cuatro enormes chinches de agua, que se aventuraban en el mar, pasaron cerca de él, llevando cada una su parásito. Probablemente bichos inofensivos, pero en apariencia temibles debido a sus buenos tres metros de envergadura. El muchacho recordó con preocupación el parásito venenoso y carnívoro que había dejado sin estudiar en la estación.
Una descendió perezosamente hasta acercarse a la balsa. Luego volvió a elevarse un tanto, para descender nuevamente, inspeccionando. El parásito de la chinche, que era su cerebro pensante, no estaba interesado en Cord. Era Abuelito quien lo hacía ir y venir.
Cord observaba fascinado. La parte superior del cono bullía ahora con una masa de expansiones vermiformes, como las que habían comenzado a aparecer antes de que la balsa dejara la bahía. Presumiblemente ésta era la carnada que había atraído al parásito.
La chinche se acercó revoloteando y tocó el cono. Tal como si fuera el resorte de una trampa, se liberaron una serie de zarcillos verdes que se enroscaron en las alas y parecieron incrustarse en el cuerpo grande y blanduzco.
Menos de un segundo después, Abuelito puso en acción su trampa para otro huésped que surgió del agua. Cord tuvo la impresión de ver, súbitamente, a un ser de aspecto similar a una foca pequeña, que pareció brotar del agua con un impulso desesperado y que también quedó atrapada contra el cono, cerca de donde se hallaba el primer animal.
No fue la enorme facilidad con que se produjo esta caza la que dejó a Cord completamente anonadado. Lo que derrumbó sus esperanzas fue la llegada de una criatura que hacía imposible el nadar a tierra. Apareció a corta distancia del muchacho, y entonces vio que de ella huía la presa reciente de Abuelito. Sólo pudo echarle un rápido vistazo, mientras se alejaba de la balsa; pero fue suficiente. El cuerpo, de un blanco marfil y las fauces abiertas, eran suficientemente similares a las de los tiburones de la Tierra como para indicar la naturaleza del perseguidor. La más importante de las diferencias era que no importa donde fueran los blancos cazadores de las profundidades de Zlanti; iban siempre en grandes cantidades.
Anonadado por su mala suerte, y todavía apretando su atado de ropa, Cord se quedó mirando hacia la costa. Sabiendo lo que debía buscar, podía distinguir fácilmente las reveladoras ondas en la superficie, así como los pantallazos de color blanco que súbitamente aparecían y desaparecían.
Lo habrían atrapado como a una mosca si se hubiera lanzado al agua, antes de cubrir la vigésima parte de la distancia a tierra.
Pero pasó casi otro minuto antes de que se diera cuenta del verdadero problema en que se hallaban.
¡Abuelito había empezado a comer!
Cada una de las oscuras grietas situadas a los lados del cono era una boca. Hasta ese momento, solamente una de ellas había entrado en funciones, y todavía no se abría a plena capacidad. Su primer bocado fue el parásito de la chinche, que había arrancado, con sus zarcillos, de su alojamiento habitual. A pesar de lo pequeño que era, le llevó a Abuelito varios minutos el poder devorarlo por completo; pero ya había comenzado.
Cord sentía que enloquecía, allí sentado, apretando su bulto de ropas, y sólo vagamente se daba cuenta de que estaba temblando bajo la ducha de agua fría, mientras atentamente seguía la actividad de Abuelito. Llegó a la conclusión de que pasarían algunas horas antes de que una de esas bocas llegara a ser lo suficientemente flexible y vigorosa como para atacar a un ser humano. En estas circunstancias, poco importaba lo que sucediera a los otros tres compañeros, pero ése sería el momento en que Cord haría volar la balsa en pedazos. Los cazadores blancos eran rápidos, y al muchacho le pareció que podía decidir algo en ese sentido.
Mientras tanto, existía la posibilidad de que el helicóptero que se utilizaba en la estación meteorológica los avistara. En el ínterin, y como sucumbiendo a una extraña fascinación, no podía dejar de pensar en las causas que podrían haber provocado tales cambios de pesadilla en las balsas. Ahora podía adivinar hacia dónde se dirigían; veía claramente los signos que indicaban que la dirección era seguramente los grandes depósitos de plankton de la bahía Zlanti, a unos mil quinientos kilómetros hacia el norte. Con tiempo, cada uno de estos raros animales emprendían esta ruta, para beneficio de las semillas. Lo que no se podía explicar era el cambio que los había transformado en carnívoros alerta y capaces.
Observó como la loca era arrastrada hasta una de las bocas. Los zarcillos le rompieron el cuello, y después la boca comenzó pacientemente a disponer de un bocado que era aún demasiado voluminoso. Mientras tanto, se seguían escuchando chillidos y unos minutos más tarde dos chinches de agua más fueron atrapadas, agregándose a las presas. Abuelito soltó la boca y comenzó a comerse a una de las chinches. El parásito saltó mordiendo el zarcillo que se acercó para atraparlo; pero tras de una corta lucha quedó muerto sobre la plataforma.
Cord sintió que su poco razonable odio hacia Abuelito renacía con más fuerza. Matar a una de las chinches era similar a arrancar unas hojas de un árbol; prácticamente no tenían sensaciones. Pero el parásito había logrado vivir en sociedad con ella gracias a su inteligencia, y se hallaba más cerca de la especie humana que esa enorme cosa monstruosa que lo había atrapado, igual que a sus compañeros. Sus pensamientos volvieron a dirigirse hacia la curiosa simbiosis en que funcionaban dos criaturas tan disímiles como las chinches y sus compañeros pensantes.
Súbitamente, apareció en su cara una expresión de sorpresa. ¡Ahora comprendía!
Cord se puso de pie rápidamente, temblando de excitación, con todo un plan completo en su mente. Al instante, una docena de zarcillos viborearon con extraña rapidez hacia él. No pudieron alcanzarlo, pero su reacción, rápida y salvaje, inmovilizó al muchacho. La plataforma temblaba bajo sus pies, como si la invadiera la irritación de no poder llegar a apresarlo. Afortunadamente, en ese lugar no podía movilizarse para ponerlo cerca del alcance de los zarcillos, como sucedía más hacia el borde.
De todas formas, era un aviso que no convenía desestimar. Cord se fue deslizando cuidadosamente alrededor del cono hasta alcanzar la posición que deseaba, en la mitad anterior de la balsa. Allí esperó. Esperó largos minutos hasta que su corazón dejó de latir irregularmente y hasta que se calmaron los movimientos frenéticos de los zarcillos. Sería muy importante que durante uno o dos segundos, después que hubiera comenzado a moverse nuevamente, Abuelito no se diera exacta cuenta de donde estaba.
Miró hacia atrás para ver la distancia que los separaba de la estación de los estrechos. Calculó que no estaría a más de una hora. Eso quería decir que estaba bastante cerca, de acuerdo al más pesimista de los cálculos, si lo demás salía bien. No se puso a pensar en detalle qué era ese algo más puesto que existían innúmeros factores que no se podían calcular por anticipado. Además, sentía que si especulaba demasiado sobre esto sería incapaz de llevar más hacia adelante su plan.
Finalmente, moviéndose con todo cuidado, Cord fue extrayendo el cuchillo, que mantuvo en su mano izquierda, pero dejó la pistola en su funda. Levantando el bulto de ropas sobre su cabeza, lo balanceó en su mano derecha. Con un movimiento largo y suave, tiró el atado hacia el extremo opuesto de la plataforma.
Al caer, hizo un ruido sordo. Inmediatamente, toda esa sección de la balsa se plegó y azotó el agua, tratando de poner al objeto en contacto con los zarcillos.
Simultáneamente, Cord se lanzó hacia adelante. Por un momento, su intento de distraer la atención de Abuelito tuvo éxito, luego cayó de rodillas al comenzar nuevamente a moverse la plataforma.
Se hallaba a unos dos metros del borde. Cuando volvió a azotar el agua, siguió tratando, desesperadamente, de avanzar.
Un instante después se hallaba atravesando, con su cuchillo preparado, el agua fría y clara, delante de la balsa, y luego se sumergió una vez mas.
La balsa le pasó por encima. Montones de pequeñas criaturas del mar escapaban por la jungla de raíces oscuras que las alimentaban. Cord evitó, con un sobresalto, una criatura verde y vidriosa, de las de aguijón, y sintió un dolor quemante en uno de los lados del cuerpo, lo que le hizo notar que no había podido evitar a otra. Pasó, con los ojos cerrados, por los cúmulos de raíces que cubrían el fondo de la balsa, y finalmente se halló dentro de la burbuja central por debajo del cono.
Lo rodeó una media luz y un aire maloliente y cálido. El agua, azotándolo, lo arrastró. No había aquí nada donde sujetarse. Luego vió encima de él, hacia la derecha, como moldeado dentro de la curva interior del cono, y con apariencia de haber crecido allí desde un comienzo, la forma con aspecto de sapo, del tamaño de un hombre, de cabeza amarilla.
El compañero inseparable de la balsa.
Cord atrapó al ser simbiótico de Abuelito, y guiado por una de sus fláccidas patas posteriores, emergió, acuchillándolo hasta que no notó más vida en los pálidos ojos verdes.
Había calculado que el compañero de la balsa necesitaría un segundo o dos para apartarse de la misma, tal como sucedía con las otras criaturas similares a él, antes de poder defenderse. Sólo había llegado a dar la vuelta a la cabeza; su bocaza mordió el brazo de Cord por encima del codo. Su mano derecha hundió el cuchillo en uno de los ojos, y el cabeza amarilla se apartó con un salto, llevándose el cuchillo lejos de su alcance.
Deslizándose hacia abajo, tomó la fláccida extremidad con ambas manos, y tiró con todas sus fuerzas. Durante un momento más, el cabeza amarilla no soltó la presa. Entonces las innúmeras prolongaciones nerviosas que lo conectaban con la balsa se liberaron con una sucesión de ruidos succionantes y desgarrantes. Finalmente, Cord y el cabeza amarilla llegaron al agua juntos.
Otra vez la selva de negras raíces, y dos sensaciones de dolor punzante en su espalda y piernas. Pensando que el cabeza amarilla habría muerto por estrangulación, Cord lo soltó. Por un momento vio descender, girando, un cuerpo que poseía extraños movimientos humanoides; luego fue desplazado por el impulso del agua, cuando un cuerpo grande y blancuzco golpeó contra el animal que descendía, y siguió hacia delante.
Cord subió a la superficie a unos tres metros por detrás de Abuelito, y esto hubiera sido el final de la historia si no fuera porque la balsa estaba aminorando su marcha.
Luego de dos intentos llegó a trepar nuevamente a la plataforma, y allí se quedó, tosiendo y respirando anhelosamente. No había indicaciones de que su presencia fuera desagradable. Unos pocos zarcillos se retorcieron intranquilos, como si trataran de recordar sus funciones previas, cuando llegó, cojeando, al lado de sus compañeros, para asegurarse de que aún respiraban. Cord sólo pudo darse cuenta de eso.
En realidad, seguían respirando, y no intentó curar sus heridas, puesto que no había tiempo que perder. Tomó la pistola de calor que Grayan guardaba en su cartuchera. Abuelito se había parado.
Cord aún no podía razonar correctamente, de otro modo hubiera comenzado a preocuparse pensando si Abuelito, tan violentamente privado de la ayuda de su compañero, iba a ser capaz de moverse. El muchacho se limitó a determinar la dirección aproximada de la Estación Principal de los Estrechos, y eligiendo un lugar correspondiente de la plataforma, dio a la balsa un toque de calor.
Al principio, no pasó nada. Cord suspiró y subió el control del calor. Abuelito tembló levemente. Cord se puso de pie.
Primero en forma lenta y vacilante, pero luego con mayor brío y precisión, si bien ahora ya carecía de la cabeza que le guiaba, Abuelito se dirigió hacia donde se hallaba la estación.



L. Sprague De Camp


Athelstan Cuff vio con asombro, para decirlo suavemente, que su hijo estaba llorando. No era que tuviera ideas exageradas acerca del estoicismo de Peter, pero la verdad era que nunca lloraba. Es cierto que, para ser un chico de doce años, tenía un control de sí mismo que a veces podía llegar a confundirse con hosquedad. Y ahora estaba lloriqueando. Debía de estar sucediendo algo terrible. Cuff dejó a un lado el manuscrito que estaba leyendo. Era el editor de la Revista Biológica; su figura era la de un macizo inglés, con cabello prematuramente blanco, y una fuerza física que parecería corresponder a trabajos más pesados. Parecía un poco una langosta de mar, que ha sido ya hervida una vez y que no desea repetir la experiencia.
- ¿Qué te pasa? - preguntó.
Peter se secó los ojos y miró a su padre con aire calculado. Cuff deseaba, a veces, que no fuera tan racional. Un poco de locura de niño hubiera venido bien en ciertas circunstancias.
- Vamos, vamos, amigo, ¿qué pasa? ¿De qué sirve tener padre si no se le dice lo que sucede?
Peter finalmente lo largó.
- Algunos tipos - se interrumpió para sonarse la nariz. Cuff pestañeó un poco molesto por el lenguaje. Su única objeción a la venida a Norteamérica lo constituía el lenguaje que su hijo comenzaba a adoptar. Como no creía en la utilidad de estar permanentemente señalándoselo a Peter, trataba de sufrir en silencio.
- Algunos tipos dicen que no eres mi padre...
Al fin lo había dicho, pensó Cuff, tal como iba a suceder tarde o temprano. No debía haber pospuesto la revelación al niño durante tanto tiempo.
- ¿Qué quieres decir? - dijo enojado.
- Dicen - sniff - que me adotaste.
Cuff hizo un esfuerzo.
- ¿Y qué hay con eso? - Trató de que la situación estuviera cubierta por el desprecio que manifestaba hacia la mala pronunciación.
- No te entiendo. ¿Cómo «y qué hay con eso»?
- Por supuesto que me entiendes. No veo cuál es el problema. No hay un ápice de diferencia para tu madre o para mí, así que no veo por qué ha de haberla para ti.
Peter quedó un rato pensativo.
- ¿Podrías mandarme lejos algún día, porque soy adotado?
- ¿Así que eso es lo que te preocupa? Por supuesto que no. Legalmente eres tan hijo nuestro como... el que más. Pero ¿qué pudo darte la idea de que te íbamos a mandar lejos? Me gustaría encontrarme con alguien que quiera separarte de nosotros.
- No, simplemente me preguntaba.
- Bueno, uno siempre imagina cosas. No queremos mandarte lejos. Y, aunque quisiéramos, no podríamos hacerlo. Todo está perfectamente bien, créeme. Muchas personas son adoptadas y a nadie le importa. No te molestaría si alguien tratara de gastarte bromas porque tienes una nariz, dos ojos y una boca, ¿verdad?
Peter había vuelto a recobrar la calma.
- ¿Cómo sucedió?
- Es una larga historia. Te la contaré si lo deseas.
- Si.
- Ya te he contado - comenzó Athelstan Cuff - que, antes de venir a Norteamérica, trabajé durante varios años en Sudáfrica. También te conté cómo mis tareas se referían a los elefantes, leones y otros animales, y la manera en que llevé algunos rinocerontes de Swazilandia al Parque Kruger. Pero nunca te he hablado acerca de la jirafa azul.

Alrededor de 1940, varios gobiernos de Sudáfrica consideraban la creación de un parque que no fuera meramente una reserva para turistas, sino un área, mantenida en estado de completo salvajismo natural, para el uso exclusivo de científicos y otros estudiosos. Finalmente se eligió el delta del río Okavango, en Ngamilandia, puesto que era una zona suficientemente grande y poco poblada.
Las razones por las que tenía pocos habitantes eran bien simples: a nadie le gusta establecerse en un lugar en que no es nada raro encontrar la casa y la granja debajo de un metro de agua, de la noche a la mañana. Y también es irritante ir a pescar a un lago que uno conoce bien, para encontrarse con que se ha convertido en una extensión de césped, donde comienzan a brotar los árboles.
Por tales razones, los batawana, que era la tribu en cuyas tierras se hallaba el delta, dejaron lentamente esta caprichosa extensión de tierra pantanosa al elefante y al león. Los pocos batawana que vivían en y cerca del delta fueron indemnizados y adecuadamente trasladados. Las oficinas representantes del poder de la Corona en el Protectorado de Bechuanalandia dictaron las leyes que se requerían contra la enajenación de las tierras tribales permitiendo la ocupación del delta y territorios adyacentes, y denominaron al lugar Parque Jan Smuts...

Cuando Athelstan Cuff se bajó del tren en Francistown, en septiembre de 1976, la lluvia de primavera desprendía una nubecilla de humo de la plataforma. Un negro, vestido con ropas color kaki, apareció saliendo de la sombra y le dijo:
- ¿Es usted Mr. Cuff, de Ciudad del Cabo, verdad? Yo soy George Mtengeni, el alcalde de Smuts. Mr. Opdyck me escribió avisándome de su llegada. El auto está al llegar.
Cuff le siguió. Había oído hablar de George Mtengeni. No era un chwana, sino que era un zulú de cerca de Durban. Cuando se había fundado el parque, los batawana habían considerado que el alcalde debería de elegirse entre los tawana. Pero los makoba, que estaban muy decididos a cuidar su independencia de sus amos previos, los batawana, insistieron en que fuera uno de los suyos. Finalmente, la oficina correspondiente había zanjado el pleito eligiendo a un hombre de otra tribu. Mtengeni tenía la piel renegrida y la nariz delgada que se hallaba en tantos miembros de los kaffir bantú. Cuff pensó que probablemente el alcalde tenía una mala opinión de los chwana en general y de los batawana en particular.
Subieron al auto. Mtengeni dijo:
- Espero que no le importe tener que viajar tanto. Lamento que no haya podido venir antes; ahora las tierras bajas están completamente anegadas.
- Ya veo - dijo Cuff -. ¿Cómo está el Mababe este año?
Se refería a la hondonada conocida como lago, pantano o depresión, dependiendo de la cantidad de agua que alojara en un momento dado.
- El Mababe es un lago ahora, un bello lago lleno de árboles sumergidos y de hipopótamos. Creo que el Okavango se desplaza nuevamente hacia el norte. Eso significa que el lago Ngami se volverá a secar.
- Indudablemente. Pero, dígame, ¿qué hay acerca de esa jirafa azul? La carta tenía muy pocos informes.
Mtengani sonrió, mostrando sus blancos dientes.
- Apareció en el borde del bosque Mopane hace unos diecisiete meses. Ese fue el comienzo. Desde entonces han sucedido otras cosas raras. Si le hubiera escrito acerca de ellas, seguro que habría ido a la oficina de la Corona diciendo que el alcalde tenía una depresión nerviosa. Lamento tener que mezclarlo en esto, pero me han dicho que no pueden mandar a nadie a investigar.
- Oh, está bien - contestó Cuff -. Me alegré de irme de Ciudad del Cabo, de todas formas. Y no hemos tenido que investigar nada raro desde que Hickey desapareció.
- ¿Desde que quién desapareció? Lo siento, no puedo estar al tanto de todo lo que pasa.
- Eso pasó hace mucho tiempo. Antes de su época e incluso de la mía. Hickey era un científico que se internó en el Kalahari con un camión y un guía xosa, y desapareció. Lo buscaron por toda la región, pero nunca pudieron hallar el más mínimo rastro y la arena cubrió las huellas del camión. Una desaparición verdaderamente rara.
La lluvia seguía mojándolos mientras se internaban en la carretera. Hacia delante, más allá de la cortina de lluvia, se hallaban las vastas praderas de la parte norte de Bechuanalandia, con sus grandes depresiones, y aún más lejos se suponía que existía una jirafa azul, entre otras cosas.
La estructura de acero de la torre vibró mientras subían. Cuando se hallaron arriba, Mtengeni dijo:
- Se puede ver... hacia allá... hacia el oeste... al otro lado del bosque. Eso es a unos treinta kilómetros.
Cuff esforzó la vista.
- Realmente tienen un buen panorama desde aquí. Pero hay demasiada niebla más allá del bosque para ver nada.
- Siempre sucede así, a menos que tengamos buen viento. Allí esta. el limite de las ciénagas.
- Estoy realmente asombrado de que pueda cuidar de una zona tan grande estando solo.
- ¡Oh, bien! Los bechuana no dan mucho trabajo. Son honestos... Hasta yo tengo que admitir que tienen algunas buenas cualidades. De todas formas, es fácil internarse en el delta sin perderse en las ciénagas. Tal vez alguien pueda perderse, claro. Le mostraré todo, pero será mejor que los bechuana no se enteren. Mire, Mr. Cuff, allí está nuestra jirafa azul.
Cuff se sobresaltó. Mtengeni era evidentemente el tipo de hombre que anunciaría un terremoto tan simplemente como si fuera la llegada del correo matutino.
A poca distancia de la torre, una media docena de jirafas se movían lentamente en el bosque, alimentándose de las hojas de los árboles. Cuff dirigió los prismáticos hacia ellas. En medio del pequeño rebaño se hallaba la jirafa azul. Cuff parpadeó y volvió a mirar. No había dudas: el animal era de un azul brillante, como si alguien lo hubiera pintado. Athelstan Cuff sospechó que eso era lo que había sucedido. Le comentó su idea a Mtengeni.
El alcalde se encogió de hombros.
- Eso sí que sería una forma rara de divertirse. Sin mencionar que también tendría sus riesgos. ¿Vio algún otro detalle raro en las otras?
Cuff miró nuevamente.
- Sí... ¡caramba!, una de ellas tiene una barba, como un chivo; sólo que de casi dos metros de largo, por lo menos. Dígame, George, ¿qué pasa aquí?
- Yo mismo no lo sé. Mañana, si quiere, le mostraré una de las formas de internarse en el delta. Pero eso queda bastante lejos, así que será mejor que llevemos provisiones para unos dos o tres días.

Mientras viajaban hacia el Tamalakane, pasaron cuatro hombres de los batawana, de aspecto triste y color marrón rojizo, con un atuendo mitad nativo y mitad europeo. Mtengeni hizo que el auto aminorara la marcha para poder mirarlos bien, pero no hallaron evidencias de que hubieran estado cazando ilegalmente.
Mtengeni dijo:
- Desde que los esclavos makoba se liberaron han entrado en... declinación, por así decir. Tienen demasiado orgullo para trabajar.
Se apearon cerca del río.
- No podemos cruzar con el vehículo el vado en esta época del año - explicó el alcalde, cerrando las puertas del auto -. Pero podremos vadear el curso de agua un poco más adelante.
Comenzaron a seguir el sendero, ajustándose las cargas. No había mucho que ver. La visión estaba impedida por las plantas del pantano, altas y de tallos carnosos. El único sonido que se escuchaba era el zumbido de los insectos. El aire ya se sentía caluroso y húmedo, a pesar de que el sol había salido hacía apenas media hora. Las moscas picaban, pero los hombres se habían acostumbrado. Simplemente daban un manotazo y esperaban a ser picados de nuevo.
Hacia delante se sentía un ruido gorgoteante, como si a una sirena le hubiera entrado agua en el mecanismo. Cuff dijo:
- ¿Cómo andan los hipopótamos este año?
- Muy bien. Hay algunos en especial que quisiera que viera. ¡Ah!, aquí estamos.
Habían llegado a un lugar donde las aguas estaban tranquilas. Un hipopótamo repetía su bramido. Cuff vio que había otros, de los cuales se veían solamente las orejas y los hocicos. Uno de ellos se estaba moviendo; Cuff podía ver la pequeña estela en forma de V que surgía de su casi sumergida cabeza. Alcanzó la orilla y salió tambaleándose, chorreando estrepitosamente.
Cuff parpadeó.
- Debo de tener mal los ojos.
- No - dijo Mtengeni -. El hipopótamo... eso es lo que quería que viera.
Era verde y con manchas rosadas.
Miró a los hombres gruñendo con sospecha, y luego volvió a meterse en el agua.
- Todavía no puedo creerlo - dijo Cuff -. Vamos, hombre, esto es imposible.
- Verá más cosas - dijo Mtengeni -. ¿Seguimos?
Hallaron un lugar donde debían vadear; y lucharon con los rápidos hasta cruzar. Entonces comenzaron otra vez a seguir una senda casi borrada. No se oía otra cosa que sus pisadas, el zumbar de los insectos y el ocasional grito de un ave o el paso de un gamo a través de la vegetación.
Caminaron durante algunas horas. De repente, Mtengeni dijo:
- Cuidado. Hay un rinoceronte cerca.
Cuff se preguntó cómo haría el zulú para saberlo, pero de todas formas tuvo cuidado. Poco después llegaron a un claro, donde pudieron ver al animal.
No los distinguió a lo lejos, y no había brisa que pudiera hacerle llegar el olor. Tal vez los oyó, porque levantó la cabeza del pasto donde comía y gruñó una vez, con un ruido similar al de una locomotora. Tenía dos cabezas.
Trotó hacia donde estaban, olfateando.
Los hombres extrajeron los rifles.
- ¡Dios mío! - dijo Athelstan Cuff -. Espero que no tengamos que matarlo. ¡Dios mío!
- No creo - dijo el alcalde -. Es Tweedle. Lo conozco bien. Si se acerca demasiado, apúntele a la base del cuerno. Saldrá corriendo en seguida.
- ¿Tweedle?
- Sí. La cabeza de la derecha es Tweedledee - dijo Mtengeni solemnemente -; la de la izquierda, Tweedledam; a todo rinoceronte lo llamo Tweedle.
Las dos cabezas seguían acercándose. Mtengeni dijo:
- Observe - movió la mano y gritó -: ¡Fuera! ¡Bobo!
Tweedle se detuvo y volvió a bufar. Luego comenzó a dar vueltas en circulo, como un ratón que bailara el vals. Vueltas y vueltas.
- Mejor será que sigamos hacia adelante - dijo Mtengeni -. Va a seguir así durante horas. Verá, Tweedledee es pacífico, pero Tweedledam es peleador. Cuando le grito a Tweedle, Tweedledam quiere agredir, pero Tweedledee quiere escapar. Por tanto, las patas de la derecha van hacia adelante y las de la izquierda van hacia atrás. Tweedle, entonces, da vueltas. Le lleva bastante tiempo llegar a decidir qué va a hacer.
- ¡Recórcholis! - dijo Athelstan Cuff -. Dígame, ¿tienen algunos animales más como éste en este lugar?
- ¡Oh, sí, muchos! Por eso pienso que debe hacer algo. ¡Hacer algo acerca de esto! - Cuff se preguntó si esto era una conmovedora prueba de confianza en el hombre blanco, o de si Mtengeni lo había hecho venir para divertirse viéndolo correr en inútiles círculos. Mtengeni no daba señales de qué era lo que pensaba.
Cuff dijo:
- George, no puedo comprender por qué alguien no investigó todo esto antes.
Mtengeni se encogió de hombros.
- Traté de que alguien viniera, pero el gobierno no quiso mandar a nadie, y las expediciones científicas no han estado por aquí desde hace muchos años. No sé por qué.
- Yo creo que si lo sé - dijo Cuff -. Antiguamente, la gente, aun la de los países más civilizados, consideraba que un viaje era un proceso dificultoso, así que no le importaba afrontar una serie de problemas. Pero ahora, que se puede llegar a tantas partes en forma cómoda y descansada, a nadie se le ocurre plantearse un viaje a un lugar tan fuera de lo conocido y tan privado de comodidades como Ngamilandia.
Comenzó a sentirse, dominando el del pantano, un olor de carroña. Mtengeni señaló el esqueleto de una corza, a quien todavía no habían descubierto los buitres.
- Por esto es por lo que necesito que arregle esta situación - dijo el encargado. Había una nota de real preocupación en su voz.
- ¿Qué quiere decir, George?
- Mire las patas.
Cuff miró. Las patas delanteras eran solamente la mitad de largas que las traseras.
- Ese animal... - dijo el zulú -. Era natural que no pudiera vivir mucho. En el parque los animales así no son raros. En diez o veinte años mis animales morirán por cosas como ésta. ¿Y entonces, qué?

Se detuvieron cuando anochecía. Cuff se alegró. Hacía largo tiempo que no recorría entre veintidós y veintitrés kilómetros en un día. Tenía miedo de encontrarse envarado al día siguiente. Miró el mapa, tratando de orientarse. Pero los cartógrafos jamás intentaron seguir las huellas de las multifacéticas alteraciones de las ramas del Okavango, y se habían limitado a llenar el delta con pequeños puntos azules y líneas segmentadas que querían decir terreno pantanoso. En todas direcciones se veía un monótono panorama de agua y tierra. Los dos elementos estaban íntimamente unidos.
El zulú buscaba un lugar seco en que no hubiera serpientes. Cuff oyó que de repente gritaba:
- ¡Tonto! - y le tiraba un terrón duro a lo que parecía ser un tronco. El tronco abrió un enorme par de mandíbulas y se deslizó hacia el agua, silbando indignado.
- Es mejor que hagamos un gran fuego - dijo Mtengeni, mientras buscaba unos leños secos -. No queremos que un cocodrilo o un hipopótamo se nos meta equivocadamente en la tienda.
Luego de comer pusieron en marcha el eliminador de insectos automático, inflaron los colchones y se dispusieron a conciliar el sueño. Hacia el oeste se oyó el rugido de un león. Eso es algo que un habitante de África, nativo o no, no desea escuchar mientras se halla a pie. Pero los hombres no se preocuparon. Los leones no se internaban en las zonas pantanosas. Los mosquitos presentaban un problema más inmediato.
Muchas horas después, Athelstan Cuff oyó a Mtengeni levantarse.
El cuidador dijo:
- Recordé un lugar alto, a un kilómetro y medio, donde hay mucha leña. Voy a tratar de encontrarlo.
Cuff escuchó los pasos de Mtengeni, que se alejaba. Luego el ruido de su propia respiración, pero más tarde oyó algo más. Sonaba como si fuera un grito humano.
Se levantó y trató de ponerse las botas rápidamente. Buscó desesperadamente la linterna, pero Mtengeni se la había llevado.
Luego volvió a oír el grito.
Cuff tanteó hasta encontrar su rifle y su cartuchera en la oscuridad, y salió. Había suficiente luz como para hallar el camino, si se era cuidadoso. El fuego casi se había apagado. Los gritos parecían venir en dirección opuesta a la que había tomado Mtengeni. Eran agudos, como si fueran los de una mujer.
Caminó en esa dirección, encontrando en el camino irregularidades que le hicieron tropezar y finalmente caer en un hoyo de agua. Ahora oía mejor los gritos. No eran en idioma inglés. También se oía una especie de ronquido.
Halló el lugar. Había un pequeño árbol, en cuyas ramas alguien se había encaramado. Debajo del árbol se movía una figura voluminosa. Cuff pudo distinguir unos cuernos, y por tanto consideró que se tenía que enfrentar con un búfalo.
Odiaba tener que disparar. Para un oficial al cuidado del parque, esto era verdaderamente desagradable. Por otra parte, no veía como para apuntar a una zona vital, y no le parecía nada bien la idea de tener que buscar a un búfalo herido en la oscuridad. Podían moverse con la agilidad de los caballos de carreras, aun a pesar de lo intrincado del lugar.
Pero no podía abandonar en esa situación a un tonto, o a una indefensa mujer nativa. El búfalo, si estaba realmente furioso, esperaría durante días, hasta que su víctima se debilitara y cayera al suelo. O daría topetazos contra el árbol, hasta que se desprendiera quien se refugiaba. O trataría de trepar y clavar sus cuernos en la víctima.
Athelstan Cuff disparó sobre el búfalo. Este se tambaleó y cayó al suelo.
La víctima bajó rápidamente, dando una serie de expresivas gracias en idioma xosa. En un xosa aún peor que el del inglés que la había salvado. Cuff se preguntó qué hacia aquí, a casi mil quinientos kilómetros de la región de los maxosa. Presumió que era una nativa, si bien estaba demasiado oscuro como para ver. Le preguntó si hablaba inglés, pero no pareció entenderlo, así que pasó al dialecto bantú.
- ¿Uveli phi na? - le preguntó seriamente -. ¿De dónde vienes? ¿No sabes que no se permite entrar en el parque sin un permiso especial?
- Izwe kamafene wabantu - replicó ella.
- ¿Cómo dices? Nunca oí hablar de tal lugar. ¡Tierra de los babuinos! ¿A qué tribu perteneces?
- Ingwanza.
- ¡Que eres una cigüeña blanca! ¿Esta es tu idea de una broma?
- No dije que fuera una cigüeña blanca. Ingwanza es mi nombre.
- No te pregunté tu nombre. Te pregunté a qué tribu perteneces.
- Umfene umfazi.
Cuff controló su exasperación.
- Bien, bien, eres una mujer babuino. No me interesa a qué clan perteneces. ¿Cuál es tu tribu? ¿Los batawana, los bamang-wato, los bangwaketese, los barolong, los herero, o cuáles? No trates de decirme que eres una xosa. Ningún xosa tiene un acento como el tuyo.
- Amafene abantu.
- ¿Pero quiénes son los hombres babuinos?
- Gente que vive en el parque.
Cuff tuvo que resistir el impulso de demostrar su furia.
- ¡Te estoy diciendo que nadie vive en el parque! No está permitido. Ahora bien, ¿de dónde vienes y cuál es el lenguaje que realmente hablas? ¿Por qué estás tratando de hablar xosa?
- Ya te he explicado. Vivo en el parque, y hablo xosa porque los amafene abantu hablamos en esa lengua. Es la que nos enseñó Mqhavi.
- ¿Y quién es Mqhavi?
- El hombre que nos enseñó a hablar en xosa.
Cuff desistió de su empresa.
- Bien, bien. Vamos a ver al encargado. Y más vale que tengas una buena razón para haber entrado aquí, o tendrás problemas. Especialmente porque todo esto significó que hubo que matar a un buen búfalo.
Se dirigió hacia el campamento, asegurándose de que Ingwanza lo seguía de cerca.

Lo primero que descubrió fue que no pudo determinar dónde estaba encendido el fuego, para guiarse. O bien había ido más lejos de lo que pensaba, o el fuego se había extinguido mientras Mtengeni había salido en busca de leños. Se mantuvo caminando durante un cuarto de hora en lo que pensó era la dirección correcta. Luego se detuvo. Ahora se daba cuenta de que no tenía la más mínima idea de dónde se hallaba.
Se dio la vuelta.
- ¿Sibaphi na? - preguntó bruscamente -. ¿Dónde estamos?
- En el Parque.
Cuff comenzó a preguntarse si llegaría a entregar a Mtengeni esta intrusa antes de haberla estrangulado con sus propias manos.
- ¡Ya sé que estamos en el Parque! Pero ¿en qué parte?
- No lo sé exactamente. Cerca de donde está mi gente.
- Con eso no soluciono nada. Mira: dejé el campamento del cuidador cuando te oí gritar. Quiero volver allí. ¿Cómo hago?
- ¿Dónde está el campamento del cuidador?
- No lo sé, estúpida. Si no no te lo preguntaría.
- Si no sabes dónde está, ¿cómo esperas que te lleve allí? Yo tampoco lo sé.
Cuff dejó escapar unos bufidos ahogados. Tenía que admitir que la mujer tenía razón, y esto le hacía enfadarse todavía más. Finalmente dijo:
- Bien. No importa. Llévame hasta donde está tu gente. Tal vez allí alguien pueda ayudarme.
- Muy bien - dijo la mujer. Y comenzó a andar con un paso rápido. Cuff la siguió con dificultad. Comenzó a preguntarse si no tendría razón en lo que decía acerca de vivir en el Parque. Parecía saber adonde se dirigía.
- Espera un momento - le dijo. Pensó que tendría que dejarle una nota a Mtengeni, explicándole lo sucedido, y clavarla en un árbol para que el cuidador la encontrara, pero no tenía lápiz ni papel en los bolsillos. No tenía tampoco fósforos ni un encendedor. Todo esto lo había dejado en la tienda.
Siguieron hacia delante, mientras Cuff se preguntaba cómo ponerse en contacto con Mtengeni. No quería que pasaran una semana vagando por el delta, persiguiéndose uno a otro. Tal vez fuera mejor quedarse donde estaban y encender un fuego. Pero no tenía fósforos, y en esta zona húmeda, las posibilidades de encenderlo frotando dos ramas era muy difícil.
Ingwanza dijo:
- ¡Cuidado! ¡Hay búfalos!
Cuff se detuvo a escuchar, y pudo oír el ruido de los tallos verdes al ser cortados por los animales que se alimentaban.
La mujer prosiguió:
- Hay que esperar hasta que se haga de día. Entonces tal vez se vayan. Si no, tendremos que rodearlos; pero no veo.
Hallaron el lugar más alto de la zona cercana, y se sentaron a esperar. Algo con patas se había metido dentro de la camisa de Cuff, quien lo aplastó de un manotazo.
Esforzó la vista, tratando de distinguir en la oscuridad. Era imposible decir a qué distancia estaban los búfalos. Encima de sus cabezas, un pájaro cerró las alas en un movimiento brusco; Cuff trató de que sus nervios se serenaran. Echaba de menos un buen cigarrillo.
El cielo comenzó a aclarar. Gradualmente, Cuff comenzó a distinguir las formas de los animales, que se movían entre la vegetación. Estaban a una buena distancia, y si bien Cuff hubiera deseado que se alargara al doble, por lo menos no habían topado directamente con ellos.
Cada vez estaba más claro. Cuff no quitaba los ojos de los búfalos. Había algo raro en el que estaba más cerca. Tenía seis patas.
Cuff se volvió hacia Ingwanza y comenzó a susurrar:
- ¿Qué pasa con los búfalos?... - pero dio un grito de horror. Su rifle se disparó con su ademán de sobresalto, y se agujereó la bota.
Era la primera vez que realmente había visto a la mujer, en la desvaída luz del amanecer. La cabeza de Ingwanza era la de un babuino demasiado crecido.
Los búfalos huyeron en desesperada carrera. Cuff e Ingwanza se observaron mutuamente. Entonces Cuff se miró el pie. La sangre corría por el agujero abierto en el cuero.
- ¿Qué sucede? ¿Por qué te heriste? - preguntó lngwanza.
Cuff no supo qué contestar. Se sentó y se quitó la bota. El pie había perdido un pedazo de piel del tamaño de una moneda grande, pero aparte de cierta sensación de insensibilidad, no parecía haberse herido mucho. Sin embargo, había que cuidarse de las infecciones en esas terribles ciénagas. Se ató el pie con su pañuelo y se volvió a calzar la bota.
- Ha sido un accidente - dijo -. Sigamos, lngwanza.
Ella fue delante, y Cuff cojeaba detrás. El sol estaría pronto en el horizonte. Estaba lo suficientemente claro como para distinguir los colores. Cuff se dio cuenta de que Ingwanza, al describirse como una mujer babuino, había dicho la verdad, a pesar de que su tamaño, la actitud y las proporciones generales eran las de un ser humano. Su cuerpo, si no fuera por el extraño vello que la cubría y por la corta cola, podría haber pasado por el de un ser humano, si no se detallaba demasiado. Pero su extraña cabeza, con su largo bigote azul, le daba el aspecto de un extraño dios egipcio, con cabeza de animal. Cuff se preguntó si los fene abantu serían una raza de híbridos entre el hombre y el mono. Esto era imposible, por supuesto, pero había visto tantas cosas imposibles en estos últimos días...
Ella se dio la vuelta para mirarlo.
- Estaremos allí en una o dos horas. Tengo sueño - Bostezó. Cuff reprimió un estremecimiento al ver los cuatro dientes caninos, lo bastante grandes como para pertenecer a un leopardo. Ingwanza podría desgarrarle la garganta a un hombre con esos dientes con la misma facilidad con que otro mordería un plátano. ¡Y pensar que había estado usando su tono más represivo con ella en la oscuridad! Se comprometió a no volver a hablar en forma áspera a nadie que no pudiera ver claramente.
Ingwanza señaló un baobab que se hallaba más adelante.
Izwe kamagene wabantu. Tenían que vadear un arroyo para llegar hasta allí. Un lagarto de casi dos metros de longitud cruzó el sendero, los vio y desapareció rápidamente.
Los fene abantu vivían en una aldea muy similar a la de los bantúes, pero las chozas, acumuladas en un círculo, eran más pequeñas y peor hechas. Los hombres babuinos corrieron al encuentro de Cuff, para tocar sus ropas. El se aferró a su rifle. No parecían tener intenciones hostiles, pero daba una extraña impresión. Los machos eran más grandes que las hembras, con barbas más largas y colmillos más agudos y largos.
En el centro de la aldea se hallaba un corpulento umfene umntu, rascándose enfrente de la choza más importante. Ingwanza dijo:
- Este es mi padre, el jefe. Se llama Indlovu. - Le contó al hombre babuino la forma en que había sido rescatada.
El jefe era el único umfene umntu que Cuff hubiera visto que llevaba ropa. En realidad, lo que usaba era una corbata. Alguna vez. esa corbata había sido llamativa.
El jefe se puso de pie y comenzó a hablar. Cuff llegó a entender que había hecho una acción importante, y que podría considerarse huésped de la tribu hasta que su pie sanara. Pudo darse cuenta de las dificultades que los fene abantu demostraban tener con el idioma de los xosas. Toda su forma de pronunciar era trabajosa y llena de defectos. No se podía pretender otra cosa, con labios como los de ellos.
Pero su interés era superficial. La herida le dolía muchísimo. Se alegró cuando le llevaron dentro de una choza, y se pudo quitar la bota. La choza no tenía prácticamente mueble alguno. Cuff preguntó si podían darle algo de la paja que usaban para techar las chozas. Parecieron sorprendidos por su pregunta, pero accedieron, y de tal forma pudo armarse una especie de jergón. Le molestaba especialmente dormir en el suelo, sobre todo si se hallaba, como éste, infestado por insectos. Odiaba su ponzoña, y se daba cuenta de que pronto sería atacado.
No tenía nada para vendarse el pie, salvo su pañuelo, que ahora estaba completamente impregnado de sangre. Lo tendría que lavar y secar antes de que pudiera usarlo de nuevo. ¿Y dónde hallaría agua limpia en el delta del río Okavango? Por supuesto, siempre estaba el recurso de hervir el agua. Pero, ¿en qué? Quedó aliviado y maravillado cuando se enteró de que en la aldea había una gran vasija de hierro, obtenida sólo Dios sabe cómo.
La herida había coagulado satisfactoriamente, y fue despegando, con mucho cuidado, su pañuelo. Mientras se hacía hervir el agua, el jefe, Indlovu, vino a charlar con él. El dolor se había calmado, por el momento, y comenzó a darse cuenta de que había dado con un hecho verdaderamente extraordinario. Le prestó a Indlovu la más estricta atención. Le acosó con preguntas. Según decía, era el primero de la raza, y los otros eran sus descendientes. No sólo Ingwanza, sino los otros amafene abafazi eran sus hijas. Ingwanza era la menor. Ya se estaba volviendo viejo. No podía dar muchos datos sobre las fechas, pero a Cuff le pareció que estos seres tenían un lapso de vida menor que los seres humanos, y que maduraban mucho más rápido. Si en realidad eran babuinos, eso era muy lógico.
Indlovu no recordaba haber tenido padres. Sus primeros recuerdos eran de la época en que Mqhavi lo guiaba. Stanley H. Mqhavi fue un hombre de raza negra, que trabajaba para el hombre de la máquina. Este fue un hombre rosa, como Cuff. Tenía la máquina situada en la región del pantano de Chobe. Se llamaba Heeky.
Por supuesto, ¡Hickey!, pensó Cuff. Ahora sí que se daba cuenta. Hickey había desaparecido cuando se dirigió en su camión hacia Ngamilandia, sin dejar dicho a nadie dónde iba. Eso era en los tiempos previos al establecimiento del Parque; antes de que Cuff hubiera venido de Inglaterra. Mqhavi debe de haber sido el asistente xosa. Sus pensamientos se aceleraban ahora, gracias a lo que Indlovu le contaba.
Comenzó a relatarle cómo Heeky había muerto, y cómo Mqhavi, sin saber qué podía hacer para volver a la civilización, había tratado de hallar su camino con la ayuda de Indlovu y su numerosa progenie. Se había perdido en el delta. Luego se lastimó el pie y enfermó muy gravemente. Cuff había venido de Inglaterra. Mqhavi debía de haber venido de allí también.
Mqhavi había mejorado, pero estaba muy, muy débil. Así que se quedó con Indlovu y su familia. Ellos ya caminaban erguidos y hablaban en xosa. Mqhavi les había enseñado. Cuff sacó en conclusión que las relaciones familiares entre los fene abantu debían de haber implicado, al comienzo, una estrecha consanguinidad. Mqhavi les enseñó todo lo que sabía, antes de morir, y también les advirtió que no fueran a acercarse a menos de un kilómetro y medio de donde estaba la máquina. Esta, de acuerdo a lo que conocían del sitio, se hallaba todavía en el pantano Chobe.
Cuff comenzó a darse cuenta de que la máquina esa debía de ser un aparato electrónico que emitía radiaciones de onda corta, que seguramente afectaban a los genes. Probablemente Indlovu era uno de los primeros experimentos de Hickey. Entonces Hickey había muerto, dejando la máquina en funcionamiento. Se preguntó cómo seguiría andando. Tal vez algún sistema de energía solar.
Supongamos que Hickey hubiera muerto mientras la máquina estaba funcionando. Mqhavi podría haber arrastrado el cadáver fuera, dejando la puerta abierta. Tal vez tuvo miedo de apagar la cosa, o tal vez ni siquiera se le ocurrió hacerlo. de tal manera, los animales que pasaban por esa puerta abierta recibían una dosis de rayos y engendraban descendientes monstruosos. Estos superbabuinos eran un ejemplo. Ya fuese como consecuencia de un accidente, o por una mutación controlada, su origen quedaría en el misterio.
Para cada mutación favorable se producen muchísimas desfavorables. Mtengeni tenía razón. Se debería impedir que la máquina siguiera funcionando mientras hubiera animales sanos en el Parque. Una vez más, Cuff se preguntó qué podría hacer para ponerse en contacto con el cuidador. Le parecía completamente improbable que nada, salvo el riesgo de muerte, pudiera hacerlo caminar con ese pie herido, por lo menos durante los próximos días.
Ingwanza entró con un plato de madera, lleno de algo que parecía ser comida. Athelstan Cuff llegó a la conclusión de que se esperaba que comiera. No pudo decidir, a la primera ojeada, si se trataba de algo de origen animal o vegetal. Cuando lo probó, estaba seguro de que no era ni una cosa ni la otra. Nada proveniente de los reinos animales o vegetales podría saber tan mal. ¡Qué pena que Mqhavi no fue un bamangwato! Ellos sabían cocinar, y les hubieran podido enseñar a estos monos. Pero, de todas maneras, debía de comer algo para mantenerse con vida. Se puso a disponer del contenido del plato gracias a la cuchara de madera, tratando de reprimir una ocasional muestra de asco y mirando recelosamente las partículas sólidas. Lamentablemente, tuvo que golpear a dos de ellas para que no salieran andando del plato.
- ¿Qué tal? - preguntó Ingwanza. Indlovu había salido.
- Bien, bien - mintió Cuff. Estaba persiguiendo un pedazo de tripa alrededor del plato.
- Me alegro. Te daremos mucho de esto. ¿Te gustan los escorpiones?
- ¿Para comer?
- Por supuesto. ¿Para qué otra cosa van a servir?
Tragó con dificultad.
- No.
- Entonces no te voy a dar. ¿Sabes?, quiero saber qué es lo que le gusta a mi futuro esposo.
Athelstan Cuff no dijo nada durante los siguientes cincuenta segundos. Sus ojos, ya de por sí prominentes, parecía que iban a salírsele de las órbitas. Finalmente, habló.
- Gluk - dijo.
- ¿Qué dices?
- Gug. Gah. ¡Dios mío! ¡Tienes que dejarme ir! - su voz se alzó con desesperación, y trató de levantarse. Ingwanza lo tomó de los hombros, y lo empujó suavemente, pero con firmeza, hacia su jergón. Cuff luchó para liberarse, pero sin esfuerzo visible, la fene umfazi lo retuvo.
- No puedes irte - le dijo -. Si tratas de andar con ese pie enfermarás.
Su cara rosa se tornaba púrpura.
- ¡Déjame levantar!¡Déjame levantar!¡No puedo más!
- ¿Me prometes que no tratarás de irte? Mi padre se pondrá furioso si te dejo hacer algo que te perjudique.
Lo prometió, tratando de controlarse. Se sentía un poco tonto por haber demostrado tanto pánico. Estaba metido en un verdadero lío, es verdad, pero un oficial de Su Majestad no se comportaba como una colegiala en los momentos de crisis.
- ¿Qué está pasando? - preguntó.
- Mi padre está tan agradecido y contento por mi salvación que ha decidido que nos casemos, sin pedir una dote.
- Pero... ya estoy casado - mintió.
- ¿Y qué importa? No tengo miedo a tus otras esposas; si se llegan a querer propasar conmigo las destrozaré en pedazos, dijo. - Sacó los colmillos e hizo demostración de la forma en que pensaba arreglar cuentas con las mujeres de Cuff. Athelstan cerró los ojos frente a la horrible idea.
- Entre mi gente - le dijo - se permite tener solamente una esposa.
- Entonces eso significará que no vas a poder volver junto a tu gente luego que te hayas casado conmigo, ¿verdad?
Cuff suspiró. Estas fene abantu combinaban la falta de cultura de un xosa sin educación, con un poder físico que haría que un león lo pensara dos veces antes de atacarías. Miró a su alrededor. Era posible que tuviera que abrirse camino a tiros. Escudriñó hábilmente la choza. No vio su rifle, y pensó que preguntar por él en esos momentos podría despertar sospechas.
- ¿Tu padre está decidido a llevar esto a cabo?
- ¡Oh, sí! Completamente decidido. Mi padre es un buen unmtu, pero cuando se le mete una idea en la cabeza, no es posible convencerlo de lo contrario. Tiene un genio terrible. Si lo contradices puede llegar a destrozarte. En muy pequeños pedacitos - la frase pareció encantarla.
- ¿Y tú qué piensas, lngwanza?
- ¡Oh!, obedezco en todo a mi padre. Sabe mucho más que cualquiera de nosotros.
- Sí, pero te pregunto personalmente. Olvídate de tu padre por un momento.
En el primer instante ella no comprendió lo que le quería decir, pero después de que le explicara nuevamente la pregunta, le contestó:
- No me importa. Para nuestro pueblo será algo muy importante si uno de nosotros se casa con un hombre.
Cuff pensó, silenciosamente, que eso lo remataba.
Indlovu entró con dos amafene abantu.
- Sal de aquí, Ingwanza - dijo. Los otros tres hombres babuinos comenzaron a interrogar a Athelstan Cuff acerca de los hombres y del mundo que quedaba más allá del delta.
Cuando Cuff no pudo armar bien una frase, uno de los interrogadores, llamado Sondio, le preguntó por qué tenía dificultades. Cuff le explicó que el xosa no era su lenguaje habitual.
- ¿Los hombres hablan otras lenguas? - preguntó Indlovu -. Ahora recuerdo que el gran Mqhavi una vez me dijo algo de eso. Pero nunca me enseñó a hablarlas. Tal vez él y Hickey hablaron una de esas otras lenguas, pero yo era demasiado pequeño cuando murió Hickey como para recordarlo.
Cuff explicó algo acerca de la lingüística. Se le pidió, inmediatamente, que dijera algo en inglés. Cuando lo hizo, le comunicaron que querían tratar de aprender algo en inglés, en ese momento. Esa misma tarde.
Cuff terminó su comida de la noche, y pensó sin entusiasmo en lo que le rodeaba. No había luz de ningún tipo, de modo tal que esa gente tenía que levantarse con el sol, y acostarse cuando caía la noche. Se desperezó, sintiendo que su jergón crujía. Trató de levantarse, sin recordar que su pie estaba herido. El dolor le hizo maldecir, y se tocó el vendaje. Sí, había comenzado a sangrar otra vez. ¡Oh, al diablo! Rebuscó en el jergón, encontrando un ratón, seis cucarachas y numerosísimos insectos pequeños. Luego volvió a acostarse. Un insecto miriápodo, de más de veinte centímetros de largo, buscaba su presa metódicamente, cabeza abajo en el techo. Si llegaba a perder pie cuando se encontraba sobre él... Se desabrochó la camisa y se tapó con ella la cara. Los mosquitos comenzaron a picarlo en la zona diafragmática. Su pie le latía dolorosamente.
El ruido de unos pasos le despertó. Era Ingwanza.
- ¿Qué pasa ahora? - preguntó.
- Ndiya Kuhlaha apha - fue la respuesta.
- ¡Oh, no! No te vas a quedar aquí. No estamos... Bueno, de todas formas las cosas no se hacen así entre nuestra gente.
- Pero, Esselten, alguien tiene que cuidarte en caso de que enfermes. Mi padre...
- No; lo siento, pero es mi última palabra. Si te vas a casar conmigo tienes que aprender cómo se comportan los hombres. Y debes comenzar inmediatamente.
Para su sorpresa y alivio, ella se fue sin objetar nada, si bien lo hizo aparentemente ofendida. No se hubiera atrevido a sacarla por la fuerza.
Cuando se fue, se acercó a la entrada de la choza. El sol se había puesto, y la luna lo seguiría en un par de horas. La mayoría de los fene abantu se habían retirado. Sin embargo, un par de ellos estaban montando guardia cerca de donde él se hallaba.
Así es la cosa, pensó. No corren riesgos. Tal vez el viejo está agradecido en serio, pero la verdad es que a mi prometida se le fue la lengua cuando admitió que sería muy deseable, para toda la tribu, que uno de ellos se uniera a un ser humano. Por puesto que los pobres no tienen ni idea de que esto en absoluto posee valor legal. Pero esa verdad no me salvaría de una muy desagradable experiencia mientras tanto. Supongamos que no haya logrado escapar para el momento en que se realice la ceremonia. ¿Me atreveré a seguir hacia adelante? ¡Brrr! Por supuesto que no. Soy inglés, y oficial de la Corona, por añadidura. Claro, claro, si estuviera en riesgo mi vida... No sé. Demonios, no tengo idea de qué es lo que debo de hacer. Tal vez pueda convencerlos de que no lo hagan... tratando de que no se enfaden mientras tanto.
Se hallaba atado a su jergón, con la compañía de enormes miriápodos que caían desde el techo a su cara. Luego se vio corriendo por la ciénaga, con Ingwanza y su airado padre en su persecución. Sus pies se habían enterrado de tal forma en el barro que no se podía mover, y una luz le dio de pleno en la cara.
El bueno de George Mtengeni estaba montando un rinoceronte de dos cabezas. Pero en vez de correr a su rescate, el cuidador le dijo:
- Mr. Cuff, debe de hacer algo al respecto. Estos bechuana cazan mis animales y los pintan de rojo con rayas verdes.
Y se despertó.
Tardó unos segundos en darse cuenta de que la luz provenía de la luna poniente, y no del sol, como creía. Había dormido menos de dos horas. Y un segundo más tarde se dio cuenta de lo que le había despertado. La cortinilla de paja de la choza se había apartado, y alguien de los fene umntu entraba arrastrándose. Mientras Cuff pensaba por qué uno de sus aprehensores, o anfitriones, usaría este peculiar modo de introducirse, un hombre babuino se puso de pie. Parecía muy corpulento en esa luz tan débil.
- ¿Qué sucede? - le preguntó Cuff.
- Si llegar a hacer ruido - le dijo el recién llegado - te mataré.
- ¿Y por qué? ¿Qué te pasa? ¿Por qué has de querer matarme?
- Me has robado a Ingwanza.
- Pero... pero - Cuff no sabía qué decir. Había aparecido un rival. Si no se casaba con ella, el padre le iba a destrozar en pedazos. En muy pequeños pedazos. Por otra parte, si lo hacía, este otro hombre le mataría -. Hablemos seriamente - le dijo en lo que esperó sería un tono normal -. Dime primero quién eres.
- Mi nombre es Cukata. Tenía prometido casarme con Ingwanza el mes que viene, y luego apareciste tú.
- ¿Qué... qué...?
- No te voy a matar, si no haces ruido. Solamente me voy a asegurar de que, gracias a la forma en que te voy a dejar, no te puedas casar con lngwanza. - Se movió hacia el jergón.
Cuff no perdió el tiempo tratando de averiguar los horribles detalles del asunto.
- ¡Espera un poco! - le dijo, mientras el sudor le bañaba no solamente la frente, sino todo su torso -. Mi querido amigo, este matrimonio no ha sido idea mía. Todo esto es cosa de Indlovu. No tengo ningún deseo de robarte la novia. Simplemente me han informado que tenía que casarme con ella, sin preguntarme nada. Es lo que menos quiero hacer en el mundo.
El fene umntu se quedó inmóvil durante unos segundos, pensando. Luego dijo suavemente.
- ¿Quieres decir que no te casarías con mi Ingwanza por nada del mundo? ¿Piensas que es fea, acaso?
- Bbbueno...
- ¡Por u-Qamata! Eso sí que es un insulto. Nadie piensa esas cosas de mi Ingwanza. Ahora sí que te voy a matar.
- ¡Espera! ¡Espera! - la voz de Cuff, agradablemente abaritonada habitualmente, se tomó en chillido -. ¡No es eso! Es bella, e inteligente, es trabajadora, es todo, en suma, lo que un umntu requiere para ser feliz. Pero no me puedo casar. - Había recibido el soplo de la inspiración. Nunca pudo hablar tan fluidamente en xosa -. Sabes que si el león se une al leopardo, no habrá descendencia - Cuff no estaba demasiado seguro de esto, pero había que arriesgarse -. Lo mismo sucede con mi gente y vosotros. Somos demasiado diferentes. No va a haber fruto de nuestro matrimonio, e Indlovu no va a tener nietos que alegren su vejez.
Cukata, después de pensarlo un rato, comprendió. O por lo menos creyó comprender.
- Pero - respondió - ¿cómo puedo evitar el matrimonio si no te mato?
- Podrías ayudarme a escapar.
- Buena idea. ¿Adónde quieres ir?
- ¿Sabes dónde está la máquina de Hickey?
- Sí. pero nunca me he acercado a ella. Está prohibido. A unos veinte kilómetros al norte de aquí, en el límite de la ciénaga Chobe, hay una roca. En esa roca hay tres baobabs, muy cerca uno del otro. Entre los árboles y la ciénaga hay dos chozas. La máquina está en una de ellas.
Otra vez guardó silencio.
- No puedes viajar deprisa con ese pie herido. Te apresarán. Tal vez Indlovu te haga pedazos, o tal vez te vuelvan a traer. Si te trae, habremos fallado. Si te hace pedazos lo voy a sentir mucho, porque me gustas, a pesar de que eres sólo un débil isipham-pham - Cuff rogaba porque su simiesco cerebro se decidiera ir al grano -. Se me ocurre una idea. Dentro de diez minutos me oirás silbar. Entonces sal de la choza por este agujero de la pared, sin hacer ruido. ¿Me entiendes?
Cuando Athelstan Cuff salió se encontró con Cukata en la estrecha senda entre las dos hileras de chozas. En el aire se notaba un fuerte olor a reptil. Detrás del hombre-babuino pudo ver algo grande y negro. Se movía con lentos pasos. Se rozó con Cuff, y éste casi lanza un grito al sentir el cuero frío y viscoso.
- Este es el más grande - dijo Cukata -. Tal vez algún día podamos tener todo un rebaño. Son muy buenos para viajar por las ciénagas, porque pueden nadar y correr. Y crecen mucho más rápido que los cocodrilos comunes.
Cukata estaba refiriéndose, por supuesto, a un cocodrilo. Pero, ¡qué cocodrilo! Si bien no tenía más de cinco metros de largo, sus patas eran poderosísimas, y elevaban el cuerpo a un metro o más del suelo, dándole un aspecto de dinosaurio. Se frotó contra Cuff, y pensó que verdaderamente la mutación debería haber sido asombrosa para darle a un reptil de cerebro tan primitivo un raro afecto por los seres humanos.
Cukata le dio a Cuff una rama y le dijo:
- Silba lo más fuerte que puedas para que venga. Para hacerlo andar, golpéalo con esta rama en la cola; para que pare, golpéalo en la nariz. Si quieres que vaya hacia la izquierda, golpéalo en el lado derecho del cuello, no demasiado fuerte. Si quieres que vaya hacia la derecha...
- Lo golpeo del lado izquierdo del cuello, pero no demasiado fuerte - terminó el mismo Cuff -. ¿Qué come?
- Cualquier cosa que sea carne. Pero no necesitas darle nada durante los próximos tres días. Le han dado de comer recientemente.
- ¿No usáis silla?
- ¿Silla? ¿Qué es eso?
- No importa - Cuff se subió sobre el animal, hallándose tremendamente incómodo al notar las protuberancias duras que tenía en el dorso.
- ¡Espera! - le dijo Cukata -. La luna se habrá ocultado completamente dentro de unos instantes. Recuerda que si te descubren diré que no sabía nada de tu fuga. Dirás que lo has robado. Su nombre es Soga.
Encontró los baobabs, y las casas. También vio una docena de elefantes, que se enfrentaron al extraño caballero de la extraña montura, desplegando sus inmensas orejas. Athelstan Cuff se estaba acostumbrando tanto a las cosas raras que casi no prestó atención al hecho de que dos de los elefantes tenían dos trompas cada uno; que otro tenía unos colores que lo asemejaban a un tartán escocés; que otro más allá poseía unas patas cortas, más apropiadas para un hipopótamo, de forma tal que parecía surgido de una pesadilla propia de un criador de dachshunds.
Los elefantes. por otra parte, parecían muy poco decididos acerca de si huir o atacar, y finalmente llegaron a la conclusión de que era mejor no hacer nada. Cuff se dio cuenta que había sido muy arriesgado el haberse enfrentado a ellos sin llevar otra arma que su inútil rama. Pero de todas formas no podía preocuparse demasiado acerca de elefantes. Durante las últimas cuarenta y ocho horas su vida parecía haberse convertido en una pesadilla. O tal vez era víctima de un encantamiento. Si bien no tenía nada de onírico el dolor que sentía en su pie o los calambres que padecía en sus glúteos mayores.
Soga, siendo como era un cocodrilo, se bamboleaba a cada paso. Primero, la cabeza y la cola iban hacia la derecha, y el cuerpo a la izquierda. Luego el proceso se invertía. Esto era de lo más desagradable para quien lo montaba.
Cuff estaba dispuesto a jurar que había recorrido por lo menos setenta kilómetros en lugar de los veinte que había dicho Cukata, puesto que no pudo dirigirse en línea recta, sino que tuvo que guiarse pobremente por las estrellas, primero, y luego por el sol. Un buen trecho del camino lo había tenido que recorrer abrazado al cuerpazo de Soga, mientras que el gran cocodrilo se impulsaba con la cola. No habían sido molestados por ningún cocodrilo, ni tampoco por ningún hipopótamo. Evidentemente, los animales sabían lo que les convenía.
Athelstan Cuff se deslizó, o mejor dicho, casi cayó, del lomo del animal, dirigiéndose hacia la entrada de una de las casuchas. Su ojo, práctico, distinguió rápidamente la cisterna del techo, el horno solar, la planta eléctrica y de vapor, y finalmente la maquinaria que se hallaba en el interior. Entró. Sí, raro como pareciera, allí estaba la máquina, en actividad a pesar de todos estos años. Hickey debía haber sido algo grande. Cuff halló el conmutador principal fácilmente, y desconectó la máquina. Todo lo que se vio fue que se apagó un resplandor anaranjado dentro del tubo.
La casa estaba tan silenciosa que hizo que Cuff se sintiera incómodo, excepto por el débil zumbido de las baterías solares. Tal vez hubiera algunas notas o apuntes que valieran la pena conservar. Pronto descubrió que los había habido, pero que las termitas se habían comido hasta la última muestra de papel, incluyendo las cubiertas de imitación cuero, y dejando solamente los aros sujetadores y los marcos metálicos. Lo mismo había sucedido con los libros.
Algo blanco le llamó la atención. Era una cantidad de hojas de papel, apoyadas sobre un soporte de patas de metal, que los insectos no lograron trepar. Pero era solamente un periódico. Umlindi we Nyanga - El vigía mensual -, publicado en Londres. Evidentemente, Stanley H. Mqhavi se había suscrito. Se deshizo cuando Cuff quiso cogerlo en la mano.
«Oh, bien - pensó -, no puedo esperar mucho. Será mejor que me vaya y luego algún biofísico podrá venir a recoger los aparatos científicos.»
Salió, llamó a Soga y se dirigió hacia el este. Pensaba que tal vez pudiera encontrar un sendero que lo llevara al norte del Mababem y llegar a la estación principal de Mtengeni de esa manera.
¿Eran voces humanas lo que oía? Cuff se desplazó, inquieto, en su asiento de fakir. Había recorrido unos seis kilómetros después de haber dejado la cabaña de Hickey. Eran voces, sí, pero no humanas. Pertenecían a una docena de fene abantu, que venían a su encuentro con Indlovu a la cabeza.
Cuff le dio un golpe a Soga en la cola. Si podía hacer que el animal se desplazara más rápido, tal vez le fuera posible burlar a sus perseguidores. Soga no era tan rápido como un caballo, pero era capaz de mantenerse en un trotecito. Cuff se tranquilizó al ver que no habían traído su rifle. Estaban armados con lanzas, tal como los abantu más salvajes. Tal vez el temor de lastimar a su mascota los haría vacilar antes de tirarle algo. Por lo menos, así esperaba.
Una voz familiar dio un grito agudo - Soga -. El cocodrilo aminoró el paso, pero Cuff le dio varios varazos. Otra vez se oyó el grito de Indlovu, seguido de un silbido. Ahora el cocodrilo no iba a responderle más. Los esfuerzos de Cuff para mantenerlo alejado de sus verdaderos amos resultaron en un andar zigzagueante. Las órdenes contradictorias lo confundieron e irritaron. Abrió sus mandíbulas y bufó. Los hombres babuinos se acercaban rápidamente.
«Así - pensó Cuff - que éste es el final. Me disgusta tremendamente tener que morir antes de haber notificado mi informe. Pero no debo demostrarlo. Un inglés jamás debe comportarse inadecuadamente. ¿Qué pensará el pobre Mtengeni?»
Algo silbó en el aire y pasó cerca de él. Inmediatamente, llegó hasta él el ruido familiar de un rifle para caza mayor. Vio levantarse unas nubecillas de polvo delante de los hombres babuinos. Se apartaron como si lo mortal fuera el polvo que se levantaba, y no la bala que causaba la conmoción. George Mtengeni apareció saliendo de unos arbustos y les gritó:
- ¡Quietos, o les voy a volar las cabezas! - los fene abantu no entenderían el inglés, pero no hay duda de que captaron la intención.
Cuff pensó vagamente: «El bueno de George podría haberlos matado con facilidad, pero tiene el suficiente sentido de tratar de averiguar antes lo que pasa.» Cuff se deslizó, bajándose su cabalgadura, y casi cae al suelo.
El cuidador se le acercó.
- ¿Qué le ha sucedido, Mr. Cuff, y quiénes son esos? - dijo señalando a los hombres babuinos.
- Una broma - dijo riendo entre dientes Cuff -. Una buena broma para ti, ¿verdad? Has vivido en tu bendito Parque durante años sin que lo supieras. Espera un poco. Tengo algo que explicarles a estos muchachos. Dime, Indlovu... ¡Oh!, no habla inglés. Tengo que hablar en xosa. Tú sabes xosa, ¿verdad, George? - Dio otras risitas incontroladas.
- Bueno... yo... yo algo hablo. Es parecido al zulú. ¡Dios mío! ¿Qué le ha pasado a sus pantalones?
Cuff amonestó con el dedo la espalda desigual de Soga.
- ¡Pobrecito! Si tan sólo hubiera tenido una silla de montar. Es realmente un ultraje no proveer de una silla de montar al representante de su Majestad.
- ¡Pero parece que lo hubieran desollado vivo! Tengo que llevarlo a un hospital. ¿Y qué le pasó a su pie?
- ¡Al diablo con el pie! Otra broma. ¡No puedo estar tirado, no puedo estar sentado! ¿Qué diablos puedo hacer? siento haberme tenido que escapar. ¡Este Indlovu! Pero, realmente, no me podía casar con Ingwanza. Realmente, porque, porque... - Cuff se tambaleó y terminó cayendo desmayado cuan largo era.

Los ojos de Peter Cuff se habían agrandado por la sorpresa. inevitablemente, surgió la pregunta del niño.
- ¿Y qué pasó después?
Athelstan Cuff estaba llenando la pipa.
- ¡Oh! Como es lógico, Indlovu, si bien se sentía muy vejado, no se atrevió a hacer nada, puesto que George estaba allí con la escopeta, Se calmó después, cuando comprendió lo que yo había estado haciendo y nos hicimos amigos. Cuando murió, Cukata fue nombrado jefe. Todavía recibo tarjetas de felicitación para las Navidades.
- ¿Tarjetas de Navidad de un babuino?
- Ya lo creo. Cuando reciba una te la mostraré. Es siempre la misma. Es un tipo muy económico, y cuando vio que podía conseguir descuento, compró cien tarjetas con el mismo dibujo.
- ¿Te recuperaste después?
- Sí, pero pasé un mes en el hospital. Todavía no sé cómo no terminé con dieciséis tipos distintos de envenenamiento de la sangre. La tradicional suerte de los tontos.
- ¿Pero qué tiene que ver esta historia con que yo sea adoptado?
- ¡Peter! - exclamó Cuff bastante airado -. ¿No te das cuenta? El tubo de Hickey funcionaba cuando me acerqué a la casa. Recibí una dosis masiva de radiaciones. El efecto de las mismas es el de producir violentas mutaciones en el plasma germinal. Tú sabes lo que significa eso, ¿verdad? Nunca me atreví a tener hijos propios después de eso, por temor a que resultaran alguna especie de monstruo. La idea no se me ocurrió hasta pasado un tiempo, y te diré que me preocupó y molestó bastante. Realmente, me sentí tan apesadumbrado que llegué a perder mi empleo en Sudáfrica. Pero ahora te tengo a ti y a tu madre, así que ya no lo considero tan importante.
- Papá... - dijo Peter, vacilante.
- Si, hijo.
- Si hubieras pensado en el efecto de los rayos antes de entrar en la casa, ¿te hubieras animado igualmente a desenchufar el aparato?
Cuff encendió su pipa, mirando a lo lejos.
- A menudo me pregunto lo mismo, y realmente no sé qué pensar. Tal vez... No sé, no sé.



Philip K. Dick


Y pensó también que de estas importantes cosas bellas, la que más rápidamente se olvidaría sería la música.
Ciertamente que la música es lo más perecedero, frágil y delicado; y puede ser rápidamente destruida.
Labyrinth se preocupaba mucho. Amaba la música y no podía acostumbrarse a que un día no existieran Brahms ni Mozart, que no se pudiera disfrutar de la música de cámara, suave y refinada, que hace pensar en las pelucas, en los arcos frotados con resma, en las velas que se derretían en la semioscuridad.
El mundo sería seco y lamentable sin la música. Árido e inaguantable. De esta forma comenzó a concebir la idea de la Máquina Preservadora.
Una noche, sentado cómodamente en su butaca escuchando el suave sonido de su tocadiscos, se le presentó una extraña visión. Vio, con los ojos de la mente, la última copia de un trío de Schubert, estropeada y casi ilegible, abandonada en un lugar oscuro, probablemente un museo.
Un bombardero sobrevolaba. Las bombas caían, convirtiendo al edificio en ruinas, derrumbando las paredes, que se desmoronaban, dejando sólo escombros. En el desastre, la última copia desaparecía perdida entre las ruinas, para pudrirse y desaparecer.
Y luego, siempre en la imaginación de Doc Labyrinth, observó cómo la partitura surgía de entre las ruinas como lo haría un animal enterrado, con garras y dientes aguzados, con furiosa energía.
- ¡Ah, si la música pudiera tener esa facultad, el instinto de supervivencia de ciertos insectos y otros animales! ¡Cómo cambiarían las cosas si la música se pudiera transformar en seres vivos, animales con garras y dientes! Entonces podría sobrevivir.
Si sólo se pudiera inventar una Máquina, una Máquina que procesara las partituras musicales, convirtiéndolas en cosas vivas.
Pero Doc Labyrinth no era mecánico. Logró unos pocos bosquejos aproximativos que envió a varios laboratorios de investigación. La mayoría estaban demasiado atareados con los contratos para el ejército, por supuesto. Pero al fin logró algo de lo que deseaba. Una pequeña universidad del Medio Oeste quedó encantada con sus planes e inmediatamente comenzaron a trabajar en la construcción de la Máquina.

Las semanas pasaron. Al fin Labyrinth recibió una postal de la universidad. La Máquina estaba saliendo bien. La habían probado haciendo procesar dos canciones populares. ¿Cuáles fueron los resultados? Surgieron dos pequeños animales, del tamaño de ratones, que corrieron por el laboratorio hasta que el gato se los comió. Pero la Máquina había trabajado a la perfección.
Se la enviaron poco después, cuidadosamente embalada en un armazón de madera, sujeta con alambres y con un seguro que cubría todos los riesgos.
Estaba muy nervioso cuando comenzó a trabajar, quitándole las tablillas. Muchas ideas debieron de haber pasado por su mente cuando ajustó los controles y se preparó para la primera transformación. Había seleccionado una partitura maravillosa para comenzar, la del Quinteto en sol menor, de Mozart.
Durante un rato estuvo hojeándola, absorto en sus pensamientos. Luego se dirigió a la Máquina y la echó dentro.
Pasó el tiempo. Labyrinth se mantuvo parado muy cerca, esperando nervioso y aprensivo, sin saber qué seria lo que hallaría al abrir el compartimiento. Estaba realizando una gran labor, según su idea, al preservar la música de los grandes compositores para la eternidad. ¿Cómo sería gratificado? ¿Qué hallaría? ¿Qué forma adoptaría esto antes de que todo hubiera pasado?
Muchas preguntas no tenían aún respuesta. Mientras meditaba, la luz roja de la Máquina centelleaba. El proceso había concluido, la transformación se había efectuado. Abrió la portezuela.
- ¡Dios mío! - fue su exclamación - Esto es verdaderamente extraño!
De la máquina salió un pájaro, no un animal. El pájaro mozart era pequeño, bello y esbelto, con el magnífico plumaje de un pavo real. Voló un poco alrededor del cuarto y se volvió hacia él, curiosamente amistoso. Temblando, Labyrinth se inclinó, extendiendo la mano. El pájaro mozart se acercó. Entonces, súbitamente, remontó el vuelo.
- Sorprendente - murmuró. Llamó dulcemente al pájaro, esperando pacientemente hasta que revoloteó hasta él. Labyrinth lo acarició durante un largo rato.
¿Cómo sería el resto? No podía adivinarlo. Cuidadosamente levantó al pájaro mozart y lo colocó en una caja.
Al día siguiente se sorprendió aún más al ver salir al escarabajo beethoven, serio y digno. Era el escarabajo que había visto trepar por la manta, concienzudo y reservado, ocupado en sus cosas.
Después vino el animal schubert. Era un animalito tontuelo y adolescente, que iba de uno a otro lado, manso y juguetón.
Labyrinth interrumpió su trabajo para dedicarse a pensar.
¿Cuáles eran los factores de la supervivencia? ¿Eran las plumas mejores que las garras y los dientes? Labyrinth estaba sumamente asombrado. Había esperado obtener un ejército de criaturas recias y peleadoras, equipadas con garras y duros carapachos, listas a morder y patear. ¿Las cosas le estaban saliendo bien? Y, sin embargo, ¿quién podía decir que era lo mejor para la supervivencia? Los dinosaurios habían sido poderosos, pero ninguno estaba vivo.
De todas formas, la Máquina se había construido. Era demasiado tarde para plantearse otros problemas.
Labyrinth prosiguió dándole a la Máquina la música de muchos compositores, uno tras otro, hasta que los bosques que se hallaban cerca de su casa se llenaron de criaturas que se arrastraban y balaban, gritando y haciendo todo tipo de ruidos.
Muchas rarezas fueron saliendo, criaturas todas que lo asombraron y llenaron de estupefacción. El insecto brahms tenía muchas patas que salían en todas direcciones; era un miriápodo grande y de forma aplanada. Bajo y achatado, estaba cubierto de una pelambre uniforme. Al insecto brahms le gustaba andar solo, y prontamente se alejó de su vista, preocupándose por eludir al animal Wagner, que había salido unos instantes antes.
Este era grande, y tenía muchos colores profundos. Parecía tener un humor de mil diablos, y Labyrinth se atemorizó un poco, tal como les sucedió a los insectos bach. Estos eran animalitos redondos, una gran cantidad de ellos, que se obtuvieron al procesar los cuarenta y ocho preludios y fugas. También estaba el pájaro stravinsky, compuesto por curiosos fragmentos, y muchos otros.
Los dejó sueltos, para que se acercaran a los bosques, y allí se fueron. saltando, brincando y rodando. Pero un extraño presentimiento de fracaso le atenazaba. Cada una de estas extrañas criaturas le maravillaba más y más. Parecía no tener ningún control sobre los resultados. Todo esto estaba fuera de su dominio, sujeto a alguna extraña e invisible ley que se había enseñoreado sutilmente de la situación, y esto le preocupaba sobremanera. Las criaturas mutaban a raíz de la acción de una extraña fuerza impersonal, fuerza que Labyrinth no podía ver ni comprender. Y que le daba mucho miedo.

Labyrinth dejó de hablar. Esperé un rato, pero no parecía tener deseos de continuar. Me volví a mirarlo. Me estaba contemplando en una forma extraña y melancólica.
- Realmente no sé mucho más. No he vuelto a ir allí desde hace mucho tiempo. Tengo miedo de ver lo que sucede en el bosque. Sé que está pasando algo, pero...
- ¿Por qué no vamos juntos a ver qué pasa?
Sonrió aliviado.
- ¿Realmente piensas así? Imaginé que tal vez lo sugerirías, puesto que todo me está comenzando a resultar demasiado duro de afrontar - echó a un lado la manta, sacudiéndose -. Vamos, entonces.
Bordeamos la casa, y seguimos un estrecho sendero que nos llevó hacia el bosque. Tenía un aspecto salvaje y caótico, con malezas demasiado crecidas y una vegetación que no había recibido cuidados en largo tiempo.
Labyrinth fue hacia adelante, apartando las ramas, saltando y retorciéndose para abrirse camino.
- ¡Qué lugar! - comenté.
Seguimos andando durante un rato bastante largo. El bosque estaba oscuro y húmedo; ahora era casi la hora del crepúsculo y sobre nosotros caía una fina niebla que se desprendía de las hojas situadas sobre nuestras cabezas.
- Nadie viene aquí - El doctor se quedó súbitamente de pie, mirando a su alrededor. - Tal vez sea mejor que vayamos a buscar mi escopeta. No quiero que suceda nada irreparable.
- Pareces estar muy seguro de que las cosas han escapado a tu control - me llegué hasta donde estaba y nos quedamos parados hombro con hombro. - Tal vez las cosas no estén tan mal como piensas.
Labyrinth miró alrededor. Movió la hojarasca con su pie.
- Están cerca de nosotros, por todos lados. Observándonos. ¿No lo sientes?
Asentí, en forma casi casual.
- ¿Qué es esto?
Levanté un extraño montículo, del cual se desprendían restos de hongos. Lo dejé caer y lo aparté con el pie. Quedó en el suelo, un montoncito informe y difícil de distinguir, casi enterrado en la tierra blanda.
- Pero, ¿qué es? - pregunté nuevamente. Labyrinth se quedó mirándolo, con una expresión tensa en el rostro.
Comenzó a golpearlo suavemente con el pie. Me sentí súbitamente incómodo.
- ¿Qué es, por amor de Dios? - dije -. ¿Sabes tú?
Labyrinth volvió lentamente los ojos hacia mí.
- Es el animal schubert - murmuró -. O mejor dicho, lo fue. Ya no queda mucho de él.
El animalito, que una vez había saltado y brincado como un cachorrillo, tontuelo y juguetón, yacía en el suelo. Me incliné y aparté unas ramas y hojas que se adherían a él.
No cabía duda de que estaba muerto. La boca estaba abierta, y el cuerpo había sido totalmente desgarrado. Las hormigas y las sabandijas lo habían atacado sañudamente. Comenzaba a oler mal.
- Pero ¿qué pasó? - dijo Labyrinth. Movió tristemente la cabeza -. ¿Quién pudo hacerlo?
Durante un momento quedamos en silencio. Luego vimos moverse un arbusto y pudimos distinguir una forma. Debía de haber estado allí todo este tiempo, observándonos.
La criatura era inmensa, delgada y muy larga, con ojos intensos y brillantes. Me pareció bastante semejante al coyote, pero mucho más pesado. Su pelambre era manchada y espesa. El hocico se mantenía húmedo y anhelante mientras nos miraba en silencio, estudiándonos como si le sorprendiera enormemente que nos halláramos allí.
- El animal wagner - dijo Labyrinth -. Pero está muy cambiado. Casi no lo reconozco.
La criatura olfateó el aire. Súbitamente volvió hacia las sombras y un momento después se había ido.
Nos quedamos absortos durante un rato, sin decir nada.
Finalmente Labyrinth se estremeció.
- Así que esto es lo que sucedió - dijo -. Casi no puedo creerlo. Pero... ¿por qué, por qué?
- Adaptación - le dije -. Cuando echas de tu casa a un perro o a un gato doméstico, se vuelve salvaje.
- Sí - contestó. - Un perro vuelve a ser lobo. Para mantenerse vivo. La ley de la jungla. Debí haberlo supuesto. Sucede siempre.
Miró hacia abajo, hacia el lamentable cadáver en el suelo. Luego alrededor, hacia los silenciosos matorrales. Adaptación. O tal vez algo peor. Una idea se estaba formando en mi mente, pero nada dije.
- Me gustaría ver más. Echar una ojeada a los otros. Busquemos.
Estuvo de acuerdo. Comenzamos a investigar la posible existencia de animales a nuestros alrededor, apartando ramas y hojas.
Hallé y empuñé una rama, pero Labyrinth se puso de rodillas, palpando y observando el suelo desde bien cerca.
- Aun los niños se transforman en animales - le comenté -. ¿Recuerdas los casos de los niños lobos de la India? Nadie podía creer que alguna vez fueron normales.
Labyrinth asintió calladamente. Se sentía muy triste, y no era difícil darse cuenta de por qué.
Se había equivocado, su idea original había sido errada, y ahora se hallaba frente a las consecuencias de su error. La música podía transformarse en animales vivos, pero había olvidado la lección del Paraíso Terrenal.
Una vez que algo tomaba vida comenzaba a tener una existencia independiente, dejando de ser una propiedad de su creador y moldeándose y dirigiéndose tal como lo desea.
Dios, observando el desarrollo del hombre, debe de haber sentido la misma tristeza, y la misma humillación, tal como Labyrinth, ver que sus criaturas se modificaban y cambiaban para enfrentarse a las necesidades de sobrevivir.
El hecho de que sus animales musicales podrían defenderse ya no quería decir nada para él, puesto que la razón por la cual las había creado, impedir que las cosas bellas se brutalizaran, estaba sucediendo ahora en ellas mismas.
Labyrinth me miró, con ojos llenos de tristeza. Había asegurado su supervivencia, pero al hacerlo había destrozado el significado o los valores de tal acción. Traté de sonreírle para alentarlo, pero retiró la mirada.
- No te preocupes demasiado - le dije -. No fue un cambio demasiado grande el que experimentó el animal Wagner. Siempre fue un poco así, brusco y temperamental, ¿verdad? ¿No sentía cierta atracción por la violencia?
Me interrumpí bruscamente. Labyrinth había dado un salto, retirando apresuradamente su mano del suelo. Se apretó la muñeca, gimiendo de dolor.
- ¿Qué te pasa? - me apresuré a preguntarle mientras me acercaba. Temblando, me mostró su mano pequeña -. Pero ¿qué te sucede?
Le tomé la mano. Por el dorso se extendían unas marcas rojas, como tajos, que se hinchaban bajo mis ojos. Había sido mordido o aguijoneado por un animal. Miré hacia abajo, pateando el césped.
Algo se movió. Vi correr hacia los arbustos a un animalito redondo y dorado, cubierto de espinas.
- Atrápalo - dijo mi amigo. ¡Pronto!
Lo perseguí, con mi pañuelo en ristre, tratando de eludir las espinas. La esfera rodaba frenética, procurando esquivar mi maniobra, pero finalmente lo atrapé con el pañuelo.
Labyrinth se quedó mirando la forma en que se retorcía atrapado. Me puse de pie.
- Casi no puedo creerlo. Va a ser mejor que regresemos a casa.
- ¿Qué es? - le pregunté.
- Uno de los insectos bach. Pero está tan cambiado que casi no puedo reconocerlo...
Nos dirigimos otra vez hacia la casa, retomando nuestro camino por el sendero, a tientas en la oscuridad. Yo abría el paso, echando a un lado las ramas. Labyrinth me seguía, silencioso y triste, frotándose la mano dolorida.
Entramos al patio y subimos la escalera del fondo hacia el porche. Labyrinth abrió la puerta y pasamos a la cocina. Encendió la luz y se dirigió hacia el fregadero, para lavarse la mano.
Tomé una jarra vacía del aparador, y dejé caer dentro al insecto bach. La esfera dorada rodaba de uno a otro lado cuando le ajusté la tapa. Me senté a la mesa. Ninguno de los dos decía palabra alguna, mientras Labyrinth seguía en el fregadero, dejando correr agua sobre su mano herida...
Yo, mientras tanto, seguía mirando a la esfera dorada, en sus infructuosos intentos por escapar.
- Y bien - dije finalmente.
- No hay la menor duda - Labyrinth se acercó y se sentó a mi lado. - Ha sufrido una metamorfosis. Antes no tenía espinas ponzoñosas, ¿sabes? Menos mal que tuve cuidado cuando me decidí a desempeñar el papel de Noé.
- ¿Qué quieres decir?
- Tuve buen cuidado de que fueran híbridos... No se podrán reproducir. No habrá una segunda generación. Cuando estos ejemplares mueran, todo se habrá acabado.
- Debo decirte que me alegro que hayas tenido eso en cuenta.
- Me pregunto - murmuró Labyrinth - cómo sonará ahora, tal cual está.
- ¿Cómo dices?
- La esfera. El insecto bach. Esa es la verdadera prueba, ¿no es así? Puedo volverlo a meter en la Máquina. Así veremos. ¿Quieres averiguar qué sucederá?
- Lo que tú digas - le contesté -. Después de todo, es tu experimento. Pero no te ilusiones demasiado.
Levantó la jarra cuidadosamente y nos dirigimos escaleras abajo, en dirección al sótano. Divisé una inmensa columna de metal opaco, que se levantaba en una esquina, cerca del lavadero. Una extraña sensación me recorrió. Era la Máquina Preservadora.
- Así que ésta es - dije.
- Sí, ésta es - Labyrinth manipuló los controles y estuvo ocupado con ellos durante un largo rato. Luego, tomando la jarra, la dio la vuelta y, abriendo la tapa, dejó caer al insecto dentro de la Máquina. Labyrinth cerró la portezuela.
- Ahora veremos - dijo. Accionó los controles y la Máquina comenzó a andar. Labyrinth se cruzó de brazos, y nos dispusimos a esperar. Fuera se hizo de noche cerrada, sin una pizca de luz. Finalmente se encendió un indicador de color rojo que se hallaba en el tablero de la Máquina.
Mi amigo giró la llave hacia la posición de desconexión, y nos quedamos en silencio. Ninguno de los dos deseábamos abrir la Máquina.
- Bien - dije finalmente -. ¿Quién va a abrir y a mirar?
Labyrinth se estremeció. Metió la mano en una ranura y sus dedos extrajeron un papel con notas.
- Este es el resultado. Podemos ir arriba y tocarlo.
Nos dirigimos al cuarto de música. Labyrinth se sentó frente al piano de cola y yo le pasé la hoja. La abrió y la estudió durante un minuto, con una cara inexpresiva. Luego comenzó a tocar.
Escuché la música. Era espantosa. Nunca había oído nada igual. Era distorsionada y diabólica, sin ningún sentido o significado, excepto, tal vez, una rara familiaridad que jamás debió haber estado presente en algo así.
Sólo con gran esfuerzo era posible imaginar que alguna vez había sido una fuga de Bach, parte de una serie de composiciones magníficamente ordenadas y respetables.
- Esto es lo decisivo - dijo Labyrinth. Se puso de pie, tomo la hoja de música y la rompió en mil pedazos.
Cuando nos dirigíamos hacia el lugar donde había dejado mi automóvil, le dije:
- Tal vez la lucha por la supervivencia sea una fuerza mayor que cualquier ética humana. Hace que nuestras preciosas reglas morales y nuestros modales parezcan algo fuera de lugar.
Labyrinth estuvo de acuerdo.
- Tal vez nada pueda hacerse para salvar tales costumbres y tales reglas morales.
- Sólo el tiempo puede ser capaz de responder a esa pregunta - le contesté -. Tal vez este método falló, pero otros pueden tener éxito. Es posible que algo que no podernos predecir o prever en estos momentos pueda surgir algún día.
Le di las buenas noches y subí a mi automóvil. Estaba completamente oscuro; la noche había descendido sobre nosotros.
Encendí los faros y comencé a recorrer la carretera conduciendo en plena oscuridad. No había otros vehículos a la vista. Estaba solo y sentía mucho frío. En una curva disminuí la marcha, para cambiar de velocidad.
Algo se movió cerca de la base de un sicomoro enorme, en plena oscuridad. Traté de determinar qué era.
En la parte inferior de un árbol, un escarabajo muy grande estaba construyendo algo, poniendo un poco de barro cada vez, para dar forma a una extraña estructura. Me quedé observando al animal durante un largo rato, asombrado y curioso, hasta que finalmente notó mi presencia y dejó de trabajar. Se dio la vuelta rápidamente, entró en su pequeño edificio, haciendo sonar la puerta al cerrarla firmemente tras él.
Me alejé rápidamente.




Stanley Weinbaum


Prólogo, por Isaac Asimov

En la edición de 1934 de Wonder Stories apareció un cuento titulado «Una odisea marciana», primer título publicado de su autor, Stanley G. Weinbaum.
En la época en que apareció el relato, Wonder no era la revista de ciencia-ficción más destacada. En mi opinión, era la tercera en un campo de tres. Oculta en esta oscura revista, Una odisea marciana tuvo en el género el efecto de una granada rompedora. Con este único cuento, Weinbaum fue reconocido de inmediato como el mejor escritor de ciencia-ficción del mundo y, al punto, casi todos los escritores del género intentaron imitarle.
En 1970, los escritores de ciencia-ficción de Estados Unidos eligieron por votación los mejores cuentos de ciencia-ficción de todas las épocas, Entre los favoritos, destacó como el más antiguo Una odisea marciana. Fue el primer cuento de ciencia-ficción, publicado en una revista, capaz de resistir, una generación más tarde, el escrutinio crítico de los profesionales. Aún más: acabó conquistando el segundo lugar.
Ahora bien, ¿qué era lo más característico de los cuentos de Weinbaum? ¿Qué era lo que más fascinaba a los lectores? La respuesta es fácil: sus criaturas extraterrestres.
Desde luego, en la ciencia-ficción había habido criaturas extraterrestres mucho antes de aparecer Weinbaum. Incluso si nos limitamos a las revistas de ciencia-ficción, eran un lugar común. Pero antes de la época de Weinbaum eran caricaturas, sombras, burlas de la vida.
Los extraterrestres anteriores a Weinbaum, humanoides o monstruos, servían sólo para dar relieve al héroe, para servir como una amenaza o un medio de rescate, para ser buenos o malos en términos estrictamente humanos, pero nunca para ser algo por sí mismos, independientes del género humano. Weinbaum fue el primero que creó extraterrestres que tenían sus propias razones para existir.
El 14 de diciembre de 1935, a la edad de 33 años, año y medio después de la publicación de su primera historia, Weinbaum murió de cáncer y todo terminó. Al morir, había publicado doce cuentos; once más aparecieron a título póstumo. Sin embargo, incluso sin la ventaja de decenios de trabajo y desarrollo, su presencia perdura en el recuerdo de los aficionados.


Jarvis se estiró tan cómodamente como pudo en el angosto espacio del cuartel general del Ares.
- ¡Aire respirable! - dijo con alegría -. ¡Parece tan espeso como puré después del tenue airecillo de ahí fuera!
Señaló con la cabeza el paisaje marciano que se extendía, llano y desolado a la luz de la luna más próxima, más allá del cristal de la claraboya.
Sus tres compañeros le miraron con simpatía: Putz, el ingeniero, Leroy, el biólogo, y Harrison, el astrónomo y capitán de la expedición. Dick Jarvis era el químico del famoso equipo, la expedición Ares, los primeros seres humanos que pusieron el pie en el misterioso vecino de la Tierra, el planeta Marte, Esto ocurría, desde luego, en los viejos tiempos, menos de veinte años después de que el loco americano Doheny perfeccionara el combustible atómico a costa de su vida, y sólo un decenio después de que el igualmente loco Cardoza llegase en un cohete atómico a la Luna. Eran auténticos pioneros, estos cuatro del Ares. Excepto media docena de expediciones selenitas y el desventurado vuelo de Lancey hasta la seductora órbita de Venus, eran los primeros hombres que experimentaban una gravedad distinta de la terrestre y por supuesto la primera tripulación que se apartó con éxito del sistema Tierra-Luna. Y merecían aquel éxito cuando uno considera las dificultades y molestias que hubieron de arrostrar: los meses pasados en cámaras de aclimatación en la Tierra, aprendiendo a respirar un aire tan tenue como el de Marte, la hazaña de hacer frente al vacío en el diminuto cohete impulsado por los caprichosos motores a reacción del siglo XXI y, sobre todo, el tener que enfrentarse con un mundo absolutamente desconocido.
Jarvis se estiró de nuevo y se llevó una mano a la punta despellejada de su nariz, mordida por la escarcha. Suspiró satisfecho.
- Bien - estalló Harrison bruscamente -, ¿vamos a enterarnos por fin de lo que ocurrió? Te llevas todo lo de a bordo en un cohete auxiliar, no tenemos noticias tuyas durante diez días y por fin Putz te recoge cerca de un hormiguero fantástico con un extravagante avestruz como compañero. ¡Desembucha, hombre!
- ¿Desembucha? - inquirió Leroy perplejo -. ¿Desembuchar qué?
- Quiere decir hablar - explicó Putz gravemente -, echar fuera.
Jarvis, muy serio, tropezó con la mirada divertida de Harrison.
- Exactamente, Karl - dijo, asintiendo a la explicación de Putz -. Voy a echar fuera, a soltarlo todo.
Carraspeó satisfecho y empezó.
- De acuerdo con las órdenes, vi cómo Karl se dirigía hacia el norte y entonces entré en mi cubículo volador y me dirigí al sur. Recordarás, capitán, que teníamos órdenes de no posarnos en el suelo, sino simplemente de observar buscando lugares interesantes. Puse las dos cámaras en funcionamiento cuando volaba bastante alto, a unos seiscientos metros, por un par de razones: primero porque así las cámaras tenían más campo y segundo porque los propulsores funcionan con tanta rapidez en este semivacío que aquí llaman aire que sólo servirían para levantar polvo.
- Ya sabemos todo eso por Putz - gruñó Harrison -. Pero me gustaría que hubieses salvado las películas, habrían pagado el coste del barquichuelo. ¿Recuerdas cómo el público se agolpaba para ver las primeras películas sobre la Luna?
- Las películas están a salvo - replicó Jarvis -. Bien - continuó -, como dije, avancé un buen trecho; tal como nos figurábamos, a menos de doscientos kilómetros por hora, las alas no ofrecen mucha sustentación en este aire, y aun así tuve que hacer uso de los cohetes.
»De este modo, con la velocidad, la altitud y la confusión creada por los cohetes, la visión no era demasiado buena. Sin embargo podía distinguir lo bastante para apreciar que estaba volando sobre una extensión más de esta llanura gris que examinamos durante toda la primera semana de nuestro planetizaje: las mismas protuberancias bulbosas y la misma alfombra ilimitada de los pequeños animales-plantas restantes, o biópodos como los llama Leroy. Así pues, seguí navegando, comunicando mi posición cada hora aun sin saber si me oíais.
- ¡Yo te oía! - espetó Harrison.
- Unos trescientos kilómetros al sur - continuó Jarvis, imperturbable -, la superficie cambiaba hasta convertirse en una especie de baja meseta, un desierto de arena color naranja. Imaginé que teníamos razón en nuestra suposición y que esta llanura gris sobre la cual nos posamos era realmente el Mare Cimmerium, y el desierto anaranjado la región llamada Xanthus. Si estaba en lo cierto, llegaría a otra llanura gris, el Mare Chronium, al cabo de unos trescientos kilómetros, y luego a otro desierto anaranjado, Thyle Uno o Dos. Y eso fue lo que hice.
- Putz comprobó nuestra posición hace semana y media - gruñó el capitán -. Vamos al grano.
- Ya voy - contestó Jarvis -. A unos treinta kilómetros al interior de Thyle, lo creáis o no, crucé un canal.
- Putz fotografió un centenar. A ver si oímos algo nuevo.
- ¿Y vio también una ciudad?
- Más de una veintena, si llamas ciudades a esos montones de barro.
- Bien - prometió Jarvis -, de ahora en adelante voy a contar unas cuantas cosas que Putz no vio, - Se frotó la nariz y continuó -: Sabía que contaba con dieciséis horas de luz en esta estación, por lo que, a las ocho horas de haber salido decidí regresar, Estaba todavía volando sobre Thyle, no estoy seguro de si sobre Uno o Dos, cuando, de pronto, el motor preferido de Putz falló.
- ¿Falló? ¿Cómo? - preguntó Putz solícito.
- El dispositivo atómico se debilitó. Empecé a perder altura y me di un trastazo en el centro mismo de Thyle. Además di con la nariz contra la ventanilla.
Se frotó compungidamente el apéndice dañado.
- ¿No trataste de lavar la cámara de combustible con ácido sulfúrico? - preguntó Putz -. Algunas veces, el plomo suministra una radiación secundaria.
- Lo intenté nada menos que diez veces - dijo Jarvis malhumorado -. Además, el trastazo aplastó el tren de aterrizaje y desbarató los propulsores. Suponiendo que hubiera podido poner el cacharro en funcionamiento, ¿qué habría conseguido? Quince kilómetros así y el suelo se habría ido fundiendo a mi paso. - Se frotó de nuevo la nariz -. Suerte que aquí un kilo pesa menos de medio. De lo contrario, me habría hecho añicos.
- ¡Yo podría haberlo arreglado! - exclamó el ingeniero -. Apuesto a que no era nada serio.
- Probablemente no - convino Jarvis en tono sarcástico -. Simplemente se negaba a volar. Nada grave, pero no me quedaba más elección que esperar a ser recogido o tratar de volver a pie: mil trescientos kilómetros cuando quizá quedaban veinte días para salir del planeta. ¡Sesenta y cinco kilómetros por día! Bueno - concluyó -, preferí andar. Tenía las mismas posibilidades de ser recogido y eso me mantenía ocupado.
- Te habríamos encontrado - dijo Harrison.
- No lo dudo. Pero el caso es que me preparé un arnés con algunas correas del asiento, me eché el tanque de agua a la espalda, me equipé con un cinto de municiones, una pistola y algunas raciones de hierro, y me puse en marcha.
- ¡El tanque de agua! - exclamó el bajito biólogo Leroy -. ¡Pero si pesa un cuarto de tonelada!
- No estaba lleno. Pesaba unos ciento diez kilos según el peso de la Tierra, lo que aquí representa unos cuarenta kilos. Además, mi propio peso personal de ochenta kilos es aquí en Marte de sólo treinta y dos kilos, por lo que, con tanque y todo, yo venía a pesar lo que en la Tierra. Pensé en todo eso cuando emprendí la marcha. ¡Ah, desde luego me equipé con saco de dormir para poder aguantar las ventosas noches de Marte!
»Y me puse en marcha, avanzando con bastante rapidez. Ocho horas de luz significan treinta kilómetros o más. Resultaba aburrido, desde luego, eso de ir pataleando sobre la blanda arena del desierto sin nada que ver, ni siquiera los biópodos reptantes de Leroy. Al cabo de una hora llegué a un canal: una enorme zanja tan recta como la vía de un ferrocarril. Estaba seco pero allí había habido agua alguna vez. La zanja estaba cubierta con lo que parecía ser un bonito césped verde. Con la diferencia de que cuando me acerqué, el césped se apartó para dejarme paso.
- ¿Cómo dices? - exclamó Leroy.
- Sí, era un pariente de tus biópodos, Atrapé uno, una hojita que parecía de hierba, casi tan larga como uno de mis dedos, con dos delgadas patitas.
- ¿La has traído? - preguntó Leroy ávidamente.
- La solté. Tenía que avanzar y seguí caminando entre aquella hierba que se abría ante mí y se cerraba detrás. Finalmente desemboqué de nuevo en el desierto anaranjado de Thyle.
»Avanzaba echando pestes de la arena que me hacía caminar con tanto cansancio y, de vez en cuando, maldiciendo el caprichoso motor tuyo, Karl. Exactamente antes del crepúsculo llegué al borde de Thyle y lancé una mirada sobre el gris Mare Chronium. Y comprendí que tendría que caminar por allí cientos de kilómetros, más luego el largo camino de aquel desierto de Xanthus y del Mate Cimmerium. ¿Os creéis que aquello me hacía gracia? Empecé a maldeciros por no venir a recogerme.
- ¡Lo estábamos intentando, idiota! - dijo Harrison.
- Pues no servía de nada. Bueno, me imaginé que podría aprovechar lo que quedaba de luz diurna para bajar por el acantilado que marca el límite de Thyle. Encontré un sitio fácil para el descenso y me dejé ir. El Mare Chronium era el mismo tipo de lugar que éste: unas absurdas plantas sin hojas y un montón de reptantes. Les eché un vistazo y saqué mi saco de dormir. Hasta entonces no había tropezado con nada digno de mención en este mundo semimuerto, nada peligroso quiero decir.
- Pero, ¿lo encontraste? - inquirió Harrison.
- ¡Qué si lo encontré...! Ya te enterarás cuando lo cuente. Bueno, estaba a punto de dormirme cuando de pronto oí la más espantosa algarabía.
- ¿Qué es algarabía? - inquirió Putz.
- Quiere decir griterío confuso - explicó Leroy -. O sea, algo que no se entiende.
- Eso es - aprobó Jarvis -. No entendía qué estaba ocurriendo y me asomé para averiguarlo. Había allí un jaleo como el de una bandada de cuervos que quisiera devorar a un montón de canarios: silbidos, graznidos, trinos, gritos y no sé cuántas cosas más. Rodeé un grupo de troncos, y allí estaba Tweel.
- ¿Tweel? - preguntó Harrison.
- ¿Tuil? - dijeron Leroy y Putz.
- Aquel avestruz estrambótico - explicó el narrador -. Por lo menos Tweel es lo más parecido que puedo pronunciar sin farfullar. Algunas veces él decía algo que sonaba como «Trriweerrlll».
- ¿Qué estaba haciendo? - preguntó el capitán.
- Se lo estaban comiendo, Y por supuesto chillaba como cualquiera habría hecho en su caso.
- ¿Comiendo? ¿Quién?
- Lo averigüé más tarde, todo lo que pude ver entonces fue un lío de negros brazos como cuerdas enrolladas en torno de lo que parecía ser, como Putz os lo ha descrito, un avestruz. Naturalmente yo no iba a intervenir; si ambas criaturas eran peligrosas, habría una menos de la que preocuparme.
»Pero aquella cosa parecida a un ave estaba librando una buena batalla. Sin dejar de gritar, asestaba certeros golpes con un pico de unos treinta centímetros. Vislumbré un par de veces qué había al final de aquellos brazos - dijo Jarvis, estremeciéndose -. Pero lo que me decidió a intervenir fue el observar una bolsita o caja negra que pendía del cuello de aquel ser semejante a un pájaro. ¡Era inteligente!, supuse, o estaba domesticado. En cualquier caso, la decisión estaba tomada, saqué mi automática y disparé contra lo que podía distinguir de su antagonista.
»Los tentáculos se aflojaron, una fétida oleada de negra corrupción chorreó, y aquella cosa, con un repugnante ruido de succión, se contrajo y desapareció por un agujero que había en el suelo. La otra criatura lanzó una serie de graznidos, se tambaleó sobre unas patas tan gruesas como palos de golf y se volvió de pronto para hacerme frente. Mantuve mi arma lista y los dos nos observamos.
»El marciano no era un ave, realmente. No era ni siquiera parecido a un ave, excepto a primera vista. Cierto que tenía un pico y unos cuantos apéndices con plumas, pero el pico no era realmente un pico. Era algo flexible; pude ver cómo la punta se doblaba lentamente de un lado a otro; era casi como un cruce entre pico y trompa. Tenía pies de cuatro dedos y cosas -manos, podría decirse- de cuatro dedos. Su cuerpecillo redondeado se prolongaba en un largo cuello que terminaba en una diminuta cabeza, culminada por aquel pico. Era un par de centímetros más alto que yo y..., bueno, Putz lo vio.
El ingeniero asintió.
- Sí, lo vi.
Jarvis continuó:
- Así pues, nos quedamos mirándonos. Finalmente la criatura prorrumpió en una serie de tableteos y gorjeos y alargó sus manos vacías hacia mí. Supuse que aquello era un gesto de amistad.
- Quizás estaba mirando la nariz tan hermosa que tienes y pensó que eras hermano suyo - sugirió Harrison.
- No hace falta que te muestres tan chistoso. El caso es que me guardé la pistola y dije: «No se preocupe», o algo por el estilo. Aquella cosa se acercó y nos convertimos en camaradas.
»Por aquel entonces, el sol estaba ya bastante bajo y comprendí que lo mejor sería encender un fuego o meterme en mi saco. Me decidí por el fuego. Elegí un lugar al pie del acantilado de Thyle, donde la roca podría reflejar un poco de calor sobre mi espalda, y empecé a romper ramitas de la desecada vegetación de Marte. Mi compañero captó la idea y trajo un brazado. Fui a sacar una cerilla, pero el marciano rebuscó en su bolsa y extrajo algo que tenía el aspecto de un carbón al rojo; lo acercó al montón de leña y el fuego prendió, al instante. Ya sabéis el trabajo que nos cuesta a nosotros encender fuego en esta atmósfera.
»Pero lo principal es esa bolsa suya - continuó el narrador -. Era un artículo manufacturado, amigos míos; se presionaba en un extremo y se abría de par en par; se apretaba por el centro y se cerraba tan perfectamente que no podía verse la línea de unión. Mucho mejor que las cremalleras.
»Bueno, permanecimos un rato mirando el fuego hasta que decidí intentar alguna especie de comunicación con el marciano. Me señalé a mí mismo y dije «Dick»; él captó la alusión inmediatamente, extendió hacia mí una huesuda garra y repitió «Dick». Luego lo apunté a él, y la criatura exhaló ese silbido que he llamado Tweel; no puedo imitar su acento. Las cosas se sucedían bien; para remachar los nombres, repetí «Dick» y luego, apuntando a él, «Tweel».
»Ya habíamos establecido el contacto. Él produjo algunos castañeteos que sonaban a negación y dijo algo así como «P-p-p-proot», y otras, diez o doce sonidos distintos.
»Pero no podíamos conectar. Ensayé con «roca» y con «estrella», con «árbol» y con «fuego», y no sé con cuántas cosas más; por más que probé, no pude conseguir una sola palabra. Pasados un par de minutos todos los nombres cambiaban y si eso es un lenguaje, yo soy el Preste Juan. Finalmente renuncié y lo llamé Tweel. Aquello pareció bastar.
»Pero Tweel había captado algunas de mis palabras. Recordaba dos o tres, lo que supongo es una gran proeza si uno está acostumbrado a un lenguaje que hay que ir haciendo a medida que se aprende. Pero yo no podía comprender el objetivo de su charla; o me fallaba algún punto sutil o simplemente, y más bien me inclino por esto último, no pensábamos del mismo modo.
»Tengo otras razones para creerlo. Al cabo de un rato renuncié a la cuestión del lenguaje y probé con las matemáticas. Arañé en el suelo dos más dos igual a cuatro y lo demostré con guijarros. De nuevo Tweel captó la idea y me informó de que tres más tres sumaban seis. Una vez más parecíamos ir yendo a alguna parte.
»Así pues, sabiendo que Tweel tenía por lo menos una educación de escuela primaria, dibujé un círculo para el Sol, señalándolo previamente. Después bosquejé Mercurio, Venus, la Tierra y Marte. Hecho esto, señalando a Marte, extendí mis manos en una especie de abrazo para indicar que Marte era lo que nos rodeaba. Me esforcé en poner en claro la idea de que mi hogar estaba en la Tierra.
»Tweel comprendió mi diagrama perfectamente. Acercó el pico a mi dibujo y, con gran profusión de trinos y chillidos, añadió Deimos y Fobos a Marte y luego incluyó la Luna en la órbita de la Tierra. ¿Os dais cuenta lo que significa esto? ¡Significa que la raza de Tweel utiliza el telescopio, que son seres civilizados!
- ¡No prueba nada de eso! - atajó Harrison -. La Luna es visible desde aquí como una estrella de quinta magnitud. Pueden percibir sus fases a simple vista.
- Por lo que se refiere a la Luna, sí - dijo Jarvis -. Pero no has captado del todo mi argumento. ¡Mercurio no es visible! Y Tweel estaba enterado de la existencia de Mercurio, puesto que colocó la Luna en el tercer planeta, no en el segundo. Si no supiese nada de Mercurio, habría puesto la Tierra como segundo y Marte como tercero, en lugar de cuarto. ¿Comprendéis?
- ¡Hum! - dijo Harrison.
- El caso es que proseguí con mi lección - continuó Jarvis -. Las cosas iban bastante bien y parecía como si pudiera meterle la idea en la cabeza. Señalé el círculo que en mi diagrama representaba la Tierra, luego me señalé a mí mismo y por último me señalé a mí mismo y luego a la Tierra, que resplandecía con un vende brillante casi en el cenit.
»Tweel soltó un tableteo tan excitado que estuve seguro de que había comprendido, se puso a dar saltos y de pronto se señaló a sí mismo y luego al cielo, y después a sí mismo y al cielo de nuevo. Apuntó al centro de su cuerpo y luego a Arcturus, apuntó a su cabeza y luego a Spica, apuntó a sus pies y luego a media docena de estrellas, mientras yo me limitaba a mirarlo boquiabierto. Luego, repentinamente, dio un salto tremendo. ¡Muchachos, qué brinco! Salió disparado lo menos a treinta metros. Vi como daba la vuelta y bajaba directamente hacia mi cabeza hasta clavarse en el suelo sobre el pico igual que una jabalina, Y allí estaba él, clavado en el centro de mi círculo que representaba al Sol.
- Cosa de locos - comentó el capitán -. Simplemente cosa de locos.
- Eso es lo que pensé yo también. Me quedé mirándolo boquiabierto mientras él sacaba la cabeza de la arena y se ponía en pie. Imaginando que no había comprendido mi explicación se la repetí. Terminó de la misma manera, con la nariz de Tweel metida en el centro de mi croquis.
- Quizá se trate de un rito religioso - sugirió Harrison.
- Puede ser - dijo Jarvis dubitativamente -. Bueno, así estábamos. Podíamos cambiar ideas hasta cierto punto y para de contar. Entre nosotros había algo diferente, inconexo; no dudo de que Tweel me juzgaba tan chiflado como yo a él. Lo que ocurría es que nuestras mentes consideraban el mundo desde distintos puntos de vista y quizás el punto de vista de él era tan justo como el nuestro. Pero no podíamos ir de acuerdo, eso es todo. Sin embargo, a pesar de todas las dificultades, Tweel me era simpático y tengo una extraña seguridad de que yo le era simpático a él.
- ¡Locuras! - repitió el capitán -. No son más que fantasías.
- ¿Sí? Pues espera a que te cuente, Algunas veces he pensado que quizá nosotros... - Hizo una pausa y luego continuó su narración -: Lo cierto es que por fin me di por vencido y me metí en mi saco para dormir. El fuego no me había dado mucho calor, pero en aquel maldito saco me asfixiaba. Al cabo de cinco minutos no podía resistir. Lo abrí un poco y me fastidié. Los cuarenta grados bajo cero me golpearon uno tras otro en la nariz para completar el porrazo que había sufrido en la caída del cohete.
»Volví a cubrirme y seguí durmiendo. Cuando desperté por la mañana y salí del saco comprobé que Tweel había desaparecido. Sin embargo, casi inmediatamente, oí una especie de gorjeo y le vi llegar lanzado, deslizándose por aquel acantilado de tres pisos de Thyle hasta clavarse con el pico junto a mí. Me señalé a mí mismo y luego hacia el norte y él se señaló a sí mismo y hacia el sur, pero cuando recogí mi impedimenta y me puse en marcha, se vino conmigo.
»¡Muchachos, qué manera de viajar la de aquella criatura! Cada treinta metros, un salto; surcaba el aire como una lanza y se quedaba clavado en el suelo con el pico. Parecía sorprenderse de mi pesada andadura, pero al cabo de algunos momentos se adaptó lo mejor que pudo, salvo que cada pocos minutos daba uno de sus saltos y clavaba su nariz en la arena a pocos metros de mí y se reunía de nuevo conmigo. Al principio me sentía nervioso al ver aquel pico apuntándome como una lanza, pero lo cierto es que siempre terminaba clavándose a mi lado en la arena.
»De este modo recorrimos el Mare Chronium. Es un sitio muy parecido a éste: las mismas plantas estrambóticas y los mismos pequeños biópodos verdes creciendo en la arena o apartándose para dejarle paso a uno. Charlábamos; no porque nos comprendiéramos, pero ya sabéis lo que quiero decir, sólo por lograr la sensación de tener compañía. Canté canciones y sospecho que Tweel las cantó también; por lo menos, algunos de sus trinos y gorjeos sugerían algún ritmo.
»De vez en cuando, para variar, Tweel desplegaba su muestrario de palabras inglesas. Apuntaba a cualquier protuberancia y decía «roca», y apuntaba luego a un guijarro y decía lo mismo; o bien me tocaba un brazo y decía «Dick» y luego lo repetía. Parecía divertirse enormemente con el hecho de que la misma palabra significase la misma cosa aunque se dijera dos veces seguidas, o que la misma palabra pudiera aplicarse a dos objetos diferentes. Me pregunté si su lenguaje no sería como el idioma primitivo de algunos pueblos de la Tierra, como el de los negritos, ya sabéis, que no tienen palabras genéricas: ninguna palabra para comida o agua u hombre; sólo palabras para comida buena y comida mala, o agua de lluvia y agua de mar, u hombre fuerte y hombre débil. Son demasiado primitivos para comprender que el agua de lluvia y el agua de mar son simplemente aspectos distintos de la misma cosa. Pero no era ése el caso con Tweel. Más bien era como si fuésemos misteriosamente distintos de un modo u otro: nuestras mentes eran extrañas entre sí. Y sin embargo nos teníamos simpatía.
- Eso es por la soledad - comentó Harrison -. Por eso os teníais tanta simpatía.
- Bueno, yo te tengo simpatía - replicó Jarvis malignamente -. El caso es - continuó - que no quiero que os forméis la idea de que Tweel era algún chiflado. En realidad, no estoy tan seguro de que no pudiera enseñar uno o dos trucos a nuestra tan alabada inteligencia humana. iOh, sé muy bien que no era un superhombre intelectual, pero no olvidéis que consiguió entender algo de mi funcionamiento mental y en cambio yo no tuve el menor vislumbre del suyo.
- Porque él no tenía tal funcionamiento - sugirió el capitán - mientras Putz y Leroy parpadeaban atentamente.
- Podréis juzgarlo cuando termine mi relato - dijo Jarvis -. Bueno, seguimos andando todo el día por el Mare Chronium y también el día siguiente. ¡Mare Chronium, Mar del Tiempo! Al acabar aquella marcha, estaba a punto de darle la razón a Schiaparelli cuando lo bautizó con este nombre, era tan monótono, sólo aquella llanura gris e interminable de plantas extravagantes y sin otro signo de una vida distinta, que casi me alegré al ver el desierto de Xanthus hacia el anochecer del segundo día.
»Estaba bastante agotado, pero Tweel, al que, por cierto, jamás vi comer ni beber, parecía estar tan campante como siempre. Creo que él podría haber cruzado el Mare Chronium en un par de horas con aquellos terribles saltos suyos, pero permanecía pegado a mí. Una o dos veces le ofrecí agua; aceptó mi taza y sorbió el líquido con su pico para luego, cuidadosamente, volver a lanzarlo a la taza y devolvérmela con toda gravedad.
»Juntamente cuando avistamos Xanthus empezó a soplar una de esas desagradables tormentas de arena. No era quizá tan fuerte como la que tuvimos aquí, pero ahora debía caminar contra ella. Me protegí la cara con la visera transparente de mi saco y me defendí bastante bien. Tweel utilizaba algunos apéndices plumosos que le crecen como un bigote en la base del pico para taparse los orificios nasales, y otro escudo similar para protegerse los ojos.
- ¡Es una criatura del desierto! - exclamó el biólogo Leroy.
- ¿Eh? ¿Cómo?
- No bebe agua, se adapta a las tormentas de arena...
- Eso no prueba nada. No se puede desperdiciar ni una sola gota de agua en esta píldora desecada llamada Marte, en la Tierra lo habríamos calificado todo de desierto. - Hizo una pausa -. Cuando cesó la tormenta de arena, un viento suave nos dio en la cara. De improviso, como llevadas por esa tenue brisa, unas pequeñas esferas, transparentes y muy livianas, empezaron a deslizarse desde los acantilados de Xanthus. Intrigado, partí unas cuantas y comprobé que estaban vacías, sólo que al romperlas desprendían un olor nauseabundo. Pregunté a Tweel y por su respuesta, un «no, no, no» rotundo, supuse que compartía mi misma ignorancia sobre las esferas. Siguieron flotando como vilanos o como pompas de jabón, y nosotros proseguimos nuestro camino hacia Xanthus. En una ocasión Tweel apuntó a una de las bolas de cristal y dijo «roca», pero yo estaba demasiado cansado para discutir con él. Posteriormente descubrí lo que había querido decir.
»Al anochecer llegamos al pie de los acantilados de Xanthus. Decidí dormir en la meseta pues pensé que tan peligrosa podría ser la arena de Xanthus como la vegetación del Mare Chronium. De hecho no había descubierto una sola señal de amenaza, excepto aquella cosa negra y tentacular que atrapara a Tweel y que por lo visto no se movía en absoluto, sino que atraía a las víctimas que estaban a su alcance. No podía atraerme a mí mientras estuviera durmiendo, más teniendo en cuenta que Tweel permanecía en vela, limitándose a estar sentado pacientemente toda la noche. Me hubiera gustado saber cómo aquella extraña criatura de brazos negros pudo atrapar a Tweel, pero no había modo de preguntárselo a este último. Lo averigüé más tardé; es algo diabólico.
»Recorrimos el acantilado buscando un sitio fácil por donde trepar. Por lo menos lo buscaba yo. Tweel podría haber saltado el obstáculo fácilmente, porque los acantilados eran más bajos que los de Thyle, quizás unos veinte metros. Al fin dimos con un lugar adecuado y empecé a trepar, maldiciendo el voluminoso tanque de agua amarrado a mi espalda y lo mucho que dificultaba mi escalada. De pronto oí un sonido que creí reconocer.
»Ya sabéis cuán engañosos resultan los sonidos en este aire tan tenue. Un disparo suena como el descorche de una botella. Pero esta vez no había dudas: era el zumbar de un cohete. En efecto, a unos quince kilómetros hacia el oeste, entre yo y la puerta de sol, estaba nuestra segunda nave auxiliar.
- Era yo - dijo Putz -. Te estaba buscando.
- Sí, lo comprendí. Pero, ¿de qué me servía? Me aferré al acantilado y grité mientras hacía señas con una mano. Tweel vio también la navecilla y se puso a trinar y a graznar saltando hasta lo alto de la barrera y elevándose luego en el aire. Y mientras yo miraba, el aparato desapareció zumbando entre las sombras del sur.
»Trepé hasta lo alto del acantilado. Tweel aún seguía apuntando y graznando excitadamente, elevándose hasta el cielo y cayendo luego en barrena para hundir su pico en el suelo. Apunté hacia el sur y hacia mí mismo y dije «sí, sí, sí», pero en cierto modo conjeturé que él pensaba que aquella cosa volante era un allegado mío, probablemente un pariente. Quizá cometí una injusticia contra su intelecto; ahora sé que fue así.
»Me sentía amargamente decepcionado por mi fracaso en llamar la atención. Dispuse mi saco de dormir y me metí dentro, porque arreciaba el frío de la noche. Tweel hundió el pico en la arena, alzó las patas y los brazos y se quedó como uno de los arbustos sin hojas que hay por aquí. Creo que permaneció de este modo toda la noche.
- ¡Mimetismo protector! - exclamó Leroy -. ¿Lo ves? ¡Es una criatura del desierto!
- Por la mañana - continuó  Jarvis -, nos pusimos de nuevo en marcha. No habíamos avanzado más de cien metros por Xanthus cuando vi una cosa rara, una cosa que estoy seguro de que Putz no ha fotografiado.
»Una línea de diminutas pirámides de no más de quince centímetros de altura se extendía por toda la superficie de Xanthus que yo podía abarcar con la vista. Pequeños edificios hechos de pequeñísimos ladrillos, edificios huecos y truncados, o por lo menos rotos en la cúspide y vacíos. Se los señalé a Tweel y pregunté «¿Qué?», pero él lanzó algunos graznidos negativos para indicar, supongo, que no lo sabía. Así pues, continuamos, siguiendo la fila de pirámides.
»¡Muchachos, seguimos aquella línea durante horas! Al cabo de un rato, noté una cosa rara: las pirámides se iban haciendo mayores.
El mismo número de ladrillos en cada una, pero los ladrillos eran mayores.
»Al mediodía me llegaban ya al hombro. Miré algunas: todas iguales, rotas en la cúspide y vacías. Examiné también un ladrillo o dos; eran sílice, y tan viejos como la creación misma.
- ¿Cómo lo sabes? - preguntó Leroy.
- Estaban gastados, con las aristas redondeadas. La sílice no se estropea fácilmente ni siquiera en la Tierra, y con este clima...
- ¿Qué edad les calculas?
- Cincuenta mil... cien mil años. ¿Cómo podría decirlo? Las pirámides pequeñas que vimos por la mañana eran más antiguas, quizá diez veces más. Se desmoronaban, ¿Qué edad podrían tener? ¿Medio millón de años? ¿Quién sabe? - Jarvis hizo una pausa -. Bueno - continuó -, seguimos la línea. Tweel apuntaba a las pirámides y dijo «roca» una o dos veces, pero esa era una palabra que había repetido con mucha frecuencia. Además, en cierto modo, tenía más o menos razón.
»Traté de sonsacarlo. Señalé a una pirámide y le pregunté «¿Gente?» indicándonos a nosotros dos, repuso con una especie de cloqueo negativo y dijo: «No, no, no. No uno uno dos. No dos dos cuatro», mientras se frotaba el estómago. Lo miré fijamente y él continuó con la musiquilla: «No uno uno dos. No dos dos cuatro».
- ¡Esa es la prueba irrefutable! - exclamó Harrison -. ¡Locuras!
- Eso crees, ¿eh? - inquirió Jarvis sarcásticamente -. Pues bien, yo me figuré algo muy distinto. «No uno uno dos». Por supuesto no lo captas todavía, ¿verdad?
- En absoluto. Ni creo que lo captes tú.
- Yo creo que sí. Tweel estaba utilizando las pocas palabras inglesas que conocía para enunciar una idea muy compleja. Permíteme que te pregunte, ¿en qué te hacen pensar las matemáticas?
- Pues... en astronomía. O... en lógica.
- Eso es «No uno uno dos». Tweel estaba diciéndome que los constructores de las pirámides no eran gente, o que no eran inteligentes, que no eran criaturas dotadas de razón. ¿Me comprendes?
- ¡Uf, que me aspen!
- Probablemente te asparán.
- ¿Por qué - intervino Leroy - se frotaba el estómago?
- Está claro, mi querido biólogo. Porque allí es donde tiene el cerebro. No en su diminuta cabeza, sino en el centro de su cuerpo.
- ¡Es imposible!
- No, en Marte no lo es. Esta flora y esta fauna no son terráqueas tus biópodos lo demuestran. - Jarvis sonrió burlonamente y prosiguió su narración -: Como quiera que sea, seguimos caminando por Xanthus y ya mediada la tarde sucedió otra cosa rara. Las pirámides se acabaron.
- ¿Se acabaron?
- Sí, y el misterio radicaba en la última, ya casi de tres metros. ¿No comprendéis? Quienquiera que fuese, el que la construyó estaba todavía dentro. Lo habíamos seguido desde sus orígenes de medio millón de años antes hasta la actualidad.
»Tweel y yo nos dimos cuenta casi al mismo tiempo. Monté mi pistola, en la que tenía un cargador de balas explosivas y Tweel, rápido como un prestidigitador, sacó de su bolsa un curioso y pequeño revólver de cristal. Se parecía mucho a nuestras armas, con la diferencia de que la culata era mayor para acomodarse a su mano. Empuñamos nuestras armas mientras nos acercábamos a la última pirámide.
»Tweel fue el primero en ver el movimiento. Las hileras superiores de ladrillos estaban siendo desplazadas y, de pronto, se deslizaron a un lado con un ligero crujido. Y entonces... algo... algo empezó a salir.
»Apareció un largo brazo de un gris plateado y detrás un cuerpo blindado. Blindado, quiero decir, recubierto de escamas de un gris plateado y mate. El brazo sacó al cuerpo de aquel hueco; la criatura quedó tendida en la arena.
»Era una criatura indescriptible: cuerpo como con un solo orificio que recordaba vagamente a una boca y dotado en ambos extremos de dos brazos: flexible uno, rígido y aguzado el otro. Nada de más miembros, nada de ojos, oídos, nariz, en fin, lo que se dice nada. Aquella cosa se arrastró unos cuantos metros, metió su puntiaguda cola en la arena, se enderezó y se quedó sentada.
»TweeI y yo permanecimos a la expectativa. Al cabo de unos diez minutos, nos llegó un leve crujido, un crepitar como el de un papel que se arruga, y su brazo se movió hasta el agujero de la boca de donde extrajo... ¡un ladrillo! El brazo colocó cuidadosamente el ladrillo en el suelo y la cosa quedó de nuevo inmóvil.
»Otros diez minutos... otro ladrillo. Se trataba simplemente de uno de los ladrilleros de la naturaleza, Yo estaba a punto de apartarme y seguir caminando cuando Tweel apuntó a la cosa y dijo: «Roca». Contesté con un «hum» y él lo repitió de nuevo. Luego, con acompañamiento de algunos de sus trinos, dijo «No... no», y lanzó dos o tres aspiraciones sibilantes.
»Lo curioso es que comprendí lo que quería decir. Pregunté: «¿No respira?», y expliqué con gestos la palabra. Tweel quedó entusiasmado; dijo: «¡Sí, sí, sí! ¡No, no, no respira!» Luego dio un salto y terminó clavando la nariz a un paso del monstruo.
»Ya podéis imaginaros lo turbado que me quedé. El brazo se alzaba en busca de un ladrillo y temí ver a Tweel atrapado y prensado, pero no ocurrió nada de eso, Tweel se colocó junto a la criatura y el brazo agarró el ladrillo y lo colocó pulcramente junto al primero. Tweel le rozó el cuerpo y dijo: «Roca» y yo tuve bastantes agallas para acercarme y mirar.
»De nuevo Tweel tenía razón. La criatura era roca y no respiraba.
- ¿Cómo lo sabes? - inquirió Leroy, encendidos de interés sus negros ojos.
- Porque soy químico. ¡La bestia estaba hecha de sílice! Debía de haber silicio puro en la arena y ella vivía a sus expensas. ¿Lo comprendéis? Nosotros, Tweel y esas plantas de ahí fuera, incluso los biópodos, son vida de carbono; en cambio, aquella cosa vivía por un conjunto diferente de reacciones químicas. ¡Era vida de silicio!
- ¡Vida silícea! - gritó Leroy -. Lo había sospechado y ahora tenemos la prueba. Tengo que ir a verlo. Tengo que...
- ¡Está bien, está bien! - dijo Jarvis -. Puedes ir a verlo. El caso es que la cosa estaba allí, viva y sin embargo no viviente, moviéndose cada diez minutos sólo para sacar un ladrillo. Esos ladrillos eran sólo su material de desecho. ¿Comprendes, franchute? Nosotros somos carbono y nuestro material de desecho es dióxido de carbono; esta cosa es silicio y su desecho es dióxido de silicio, es decir, sílice. Pero la sílice es un sólido, de aquí los ladrillos. La bestia los construye y cuando los ha colocado, se traslada a un nuevo emplazamiento para comenzar otra vez. No es de extrañar que produjese aquellos crujidos. ¡Una criatura viva de medio millón de años!
- ¿Cómo sabes la edad? - preguntó Leroy frenéticamente.
- Seguimos el rastro de las pirámides desde el principio, ¿no es así? Si no fuese éste el constructor original de las pirámides, la serie habría terminado en algún sitio antes de que lo encontrásemos a él, ¿no os parece? Habría terminado y empezado de nuevo con las pirámides pequeñas. Me parece que es bastante simple.
»Pero él se reproduce, o trata de hacerlo, Antes de extraer el tercer ladrillo proyectó con un nuevo crujido un enjambre de aquellas bolitas de cristal. Son sus esporas, o huevos, o semillas, o como queramos llamarlas. Fueron flotando sobre Xarithus como habían flotado sobre nosotros en el Mare Chronium. También tengo el presentimiento de cómo funcionan; esto lo digo para que tomes nota, Leroy. Creo que la cáscara de cristal de sílice no es más que una cubierta protectora, como la cáscara de un huevo, y que el principio activo es el olor que hay dentro. Es una especie de gas que ataca al silicio y, si la cáscara se rompe cerca de un depósito de este elemento, se inicia una reacción que desemboca en una bestia como la que os he descrito.
- ¡Habrá que probarlo! - exclamó el bajito francés -. Debemos romper una para ver.
- ¿Sí? Bueno, pues yo lo hice. Rompí unas cuantas contra la arena. ¿Queréis volver dentro de unos diez mil años para ver si planté algunos monstruos constructores de pirámides? Será muy probable que para esa fecha podáis ya comprobarlo. - Jarvis se detuvo e hizo una inspiración profunda -. ¡Cielos! ¡Qué criatura tan absurda! ¿Os la imagináis? Ciega, sorda, sin nervios, sin cerebro; simplemente un mecanismo y, sin embargo... inmortal. Limitada a hacer ladrillos, a construir pirámides mientras existan el silicio y el oxígeno. E incluso después se limitará a pararse, no morirá. Y a los accidentes que se produzcan dentro de un millón de años le aportan de nuevo su comida, allí estará dispuesta a caminar de nuevo, en tanto que los cerebros y civilizaciones formarán parte del pasado. Una extraña bestia, pero encontré otra más rara aún.
- Si la encontraste, debió de ser en sueños - gruñó Harrison.
- Tienes razón - dijo Jarvis lacónicamente -. En cierto modo tienes razón. ¡La bestia de los sueños! Es el mejor nombre para ella, y es la más hostil, y terrorífica creación que uno pueda imaginar. Más peligrosa que un león, más insidiosa que una serpiente.
- ¡Cuéntame! - rogó Leroy -. ¡Tengo que ir a verla!
- No, a ese diablo no. - Hizo de nuevo una pausa -. Bien - continuó -, Tweel y yo abandonamos a la criatura de las pirámides y seguimos caminando por Xanthus. Yo estaba cansado y bastante triste por el hecho de que Putz no me hubiese recogido y los cloqueos de Tweel me atacaban los nervios, así como sus picados en barrena. Así pues, me limitaba a caminar sin decir palabra, hora tras hora, por aquel monótono desierto.
»Hacia media tarde avistamos una línea oscura en el horizonte. Yo sabía lo que era. Era un canal; lo había sobrevolado en el cohete y eso significaba que sólo habíamos recorrido un tercio de la extensión de Xanthus. Bonita idea, ¿no? Y sin embargo, aún disponía de tiempo para llegar en la fecha marcada.
»Nos acercamos al canal lentamente; yo recordaba que este canal estaba bordeado por una amplia franja de vegetación y que la Ciudad de Cieno estaba en la orilla.
»Ya he dicho que estaba cansado. No hacía más que pensar en una buena comida caliente, y de allí mis reflexiones se fueron encadenando: pensé en lo bonito y hogareño que me parecería incluso Borneo después de este loco planeta, en el pequeño y viejo Nueva York y, finalmente, en una muchacha a la que conozco allí: Fancy Long. ¿La conocéis?
- Una animadora - dijo Harrison -. He cantado el estribillo de muchas de sus canciones. Bonita rubia; baila y canta en la hora de la Hierba Mate.
- Esa es - aprobó Jarvis -. La conozco bastante bien, sólo como amigos, entendéis, ¿eh?, aunque acudió a vernos despegar en el Ares. Iba pensando en ella mientras nos acercábamos a aquella línea de plantas elásticas.
»Y entonces exclamé: «¡Qué diablos...!», y me quedé mirando fijamente. Allí estaba Fancy Long, de pie bajo uno de aquellos árboles retorcidos, tan clara como el día, sonriendo y saludándome con el brazo tal como yo recordaba que había hecho cuando despegamos.
- Definitivamente se ve que estás loco - comentó el capitán.
- Muchacho, en aquellos momentos casi te habría dado la razón. Parpadeé, me pellizqué, cerré los ojos, luego volví a mirar, y allí seguía estando Fancy Long sonriendo y saludando con el brazo. Tweel también veía algo; graznaba y cloqueaba, pero yo apenas lo oía. Permanecía inmóvil mirando a la muchacha, demasiado estupefacto para hacerme preguntas.
»No estaba a seis metros de ella cuando Tweel me alcanzó con uno de sus saltos. Me agarró por un brazo, gritando: «¡No, no, no!», con su voz más aguda. Traté de sacudírmelo, era tan liviano como si estuviese hecho de bambú, pero él clavó sus garras y chilló. Finalmente recobré algo de cordura y me detuve a menos de tres metros de la muchacha. Allí estaba ella, con un aspecto tan sólido como la cabeza de Putz.
- ¿Cómo dices? - preguntó el ingeniero.
- Sonreía y movía el brazo, movía el brazo y sonreía, y yo estaba allí tan callado como Leroy, mientras Tweel cloqueaba y parloteaba.
Comprendía que aquello no podía ser real, y sin embargo allí estaba ella.
»Finalmente dije: «¡Fancy! ¡Fancy Long!» Ella seguía sonriendo y ondeando el brazo, pero con un aspecto tan real como si yo no la hubiese dejado a una distancia de ochenta millones de kilómetros.» Tweel había sacado su pistola de cristal y estaba apuntando contra la muchacha. Lo agarré por el brazo, pero intentó apartarme. La señaló y dijo: «¡No respira! ¡No respira!» y comprendí que quería decir que aquella Fancy Long no estaba viva. ¡Muchachos, la cabeza me daba vueltas!
»Sin embargo, se me ponía la carne de gallina al ver cómo Tweel apuntaba su arma contra la muchacha. No sé cómo permanecí allí quieto viéndolo afinar la puntería, pero lo hice. Apretó el gatillo, se produjo un pequeño escape de vapor y Fancy Long desapareció. En su lugar pude ver uno de esos retorcidos horrores negros en forma de brazos. Era la misma bestia que antes había atrapado a Tweel.
»¡La bestia de los sueños! Permanecí allí mareado, viéndola morir mientras Tweel trinaba y silbaba. Por fin, él me tocó el brazo, señaló a aquella cosa que se retorcía y dijo: «Tú uno uno dos, él uno uno dos». Después que lo hubo repetido ocho o diez veces, capté el significado. ¿Lo capta alguno de vosotros?
- ¡Sí! - chilló Leroy -. ¡Yo lo entiendo! Quiere decir que tú piensas en algo, la bestia lo adivina y tú ves aquello en que estás pensando. Un perro hambriento vería un gran hueso con carne. O lo olería, ¿no es así?
- Exactamente - dijo Jarvis -. La bestia de los sueños utiliza los anhelos y deseos de su víctima para atrapar a la presa. El pájaro, en la estación de celo, querría ver a su pareja; el zorro, que busca su presa, querría ver un indefenso conejo.
- ¿Cómo consigue eso la bestia? - inquirió Leroy.
- ¿Y cómo voy a saberlo? ¿Cómo se las arregla en la Tierra una serpiente para hipnotizar a un pájaro y atraerlo hasta sus mandíbulas? ¿Y no son capaces los peces de las profundidades de atraer a sus víctimas hasta la propia boca? ¡Cielos! - exclamó Jarvis con un estremecimiento -. ¿No veis lo insidioso que es el monstruo? Ahora estamos advertidos, pero en adelante no podemos confiar ni siquiera en nuestros propios ojos. Podríais estar viéndome, o yo podría ver a uno de vosotros, y otra vez pudiera darse el caso de que aquello no fuese sino otro de esos negros horrores.
- ¿Cómo se dio cuenta tu amigo? - preguntó el capitán bruscamente.
- ¿Tweel? Es lo que me pregunto yo también. Quizás él estaba pensando en algo que no era posible que me interesara y cuando empecé a acercarme comprendió que yo veía algo distinto y cayó en la cuenta. O tal vez la bestia de los sueños sólo puede proyectar una visión única, y Tweel vio lo que yo vi... o nada. No pude preguntárselo. Pero eso es otra prueba de que la inteligencia de Tweel es igual que la nuestra, si no superior.
- ¡Te digo que estás chiflado! - exclamó Harrison -. ¿Qué te hace pensar que su intelecto pueda compararse con el humano?
- Muchas cosas. Primero la cuestión de la bestia de las pirámides. Él nunca había visto ninguna; por lo menos eso es lo que dijo sin embargo, la reconoció como un autómata de silicio.
- Puede haber oído hablar de él - objetó Harrison -. Ya sabes que él vive por aquí cerca.
- ¿Y qué me dices respecto al lenguaje? Yo no pude formarme ni la menor idea del suyo y él, en cambio, aprendió seis o siete palabras del mío. ¿Y os dais cuenta de las ideas tan complejas que supo enunciar sirviéndose simplemente de seis o siete de esas palabras? El monstruo de las pirámides, la bestia de los sueños... En una sola frase me dijo que uno era un autómata inofensivo y el otro un poderosísimo hipnotizador. ¿Qué opináis de eso?
- ¡Hum! - dijo el capitán.
- Todo lo «hum» que quieras, pero, ¿podrías haber hecho eso sabiendo sólo seis palabras de inglés? ¿Podrías haber conseguido incluso más, como lo consiguió Tweel, y decirme que otra criatura era de una especie de inteligencia tan diferente de la nuestra, que la comprensión resultaba imposible, mucho más imposible que entre Tweel y yo?
- ¿A qué clase de criaturas te refieres?
- Eso vendrá más tarde. Lo que quiero recalcar es que Tweel y su raza son merecedores de nuestra amistad. En algún sitio de Marte, ya veréis como tengo razón, hay una civilización y una cultura semejantes a la nuestra, y la comunicación es posible entre ellos y nosotros; Tweel lo demuestra. Puede que eso exija años de pacientes ensayos, porque sus mentes nos resultan extrañas, pero menos extrañas que las mentes con que topé más tarde... si son mentes.
- ¿A qué te refieres?
- A la gente que hay en las ciudades de barro a lo largo de los canales. - Jarvis frunció el ceño y continuó luego su narración -: Yo creía que la bestia de los sueños y el monstruo de silicio eran los seres más extraordinarios concebibles, pero estaba equivocado. Las criaturas a las que voy a referirme son todavía menos comprensibles que cualquiera de las otras dos, y desde luego mucho menos comprensibles que Tweel, con quien cabe la posibilidad de trabar amistad e incluso, a fuerza de paciencia y concentración, llegar a un intercambio de ideas.
»El caso es - prosiguió - que abandonamos a la moribunda bestia de los sueños, dejándola retirarse a su cubil, y avanzamos hacia el canal. El suelo estaba recubierto por una alfombra de aquellas raras hierbas andadoras que se apartaban a nuestro paso. Cuando llegamos a la orilla, vimos que por el canal fluía un débil hilo de agua amarilla. La ciudad de barro que había divisado desde el cohete estaba aproximadamente a unos dos kilómetros a la derecha y sentía curiosidad por echarle un vistazo.
»Ofrecía el aspecto de estar deshabitado, pero, por si había criaturas emboscadas con propósitos hostiles, Tweel y yo empuñábamos nuestras armas. Dicho sea de paso, la de Tweel era un artilugio interesante. La examiné después del episodio de la bestia de los sueños: disparaba una pequeña esquirla de cristal, envenenada supongo, y calculo que en un cargador había por lo menos cien proyectiles. La propulsión era a vapor, vapor puro y simple.
- ¿Vapor? - exclamó Putz -. ¿Qué clase de vapor?
- De agua, por supuesto. El cristal de la empuñadura transparentaba dos cámaras, una llena de agua y la otra de un líquido espeso y amarillento. Cuando Tweel apretaba la empuñadura, porque en realidad no había ningún gatillo o disparador, una gota de agua y una gota de aquella materia amarillenta penetraban en la cámara de combustión, y el agua se convertía en vapor. No es tan difícil; creo que podríamos utilizar el mismo principio. El ácido sulfúrico concentrado calentaría el agua casi hasta el punto de ebullición, y lo mismo lo harían la cal viva, el potasio o el sodio...
»Naturalmente, su arma no tenía el alcance de la mía, pero no resultaba tan mala en este aire enrarecido. Además, contenía tantos proyectiles como una pistola de vaquero en una película del oeste y era eficaz, por lo menos contra la vida marciana. Yo la probé, disparando contra una de aquellas plantas extravagantes, y que me aspen si la planta no se marchitó y se desplomó. Por eso creo que las esquirlas de cristal estaban envenenadas.
»El caso es que seguimos andando hacia la ciudad de barro. Empezaba a preguntarme si los constructores de la ciudad serían los que habían excavado los canales. Señalé a la ciudad y luego al canal, pero Tweel dijo «No, no, no» y con un ademán señaló hacia el sur. Interpreté que con aquel gesto quería decir que era otra raza la que había creado el sistema de canales, quizá la gente de Tweel. No lo sé; tal vez haya otra raza inteligente en el planeta, o una docena. Marte es un raro pequeño mundo.
»A unos cien metros de la ciudad cruzamos una especie de carretera, una simple senda de barro apisonado y, sorpresa, vimos avanzar por ella a uno de los constructores de montecillos.
»¡Muchachos, cuesta trabajo hablar de seres tan fantásticos, parecía un barril trotando sobre cuatro patas. No tenía cabeza: el extremo superior del cuerpo era un diafragma tan tenso como la piel de un tambor. Amén de las patas el cuerpo, rodeado por completo de una hilera de ojos, proyectaba otros cuatro tentáculos.
»Y eso era todo. El extraño ser pasó como un rayo junto a nosotros empujando una carretilla. Ni siquiera advirtió nuestra presencia, aunque me pareció observar que sus ojos se modificaban un poco al pasar a nuestra altura.
»Un momento más tarde se acercó otro, empujando una carretilla vacía. Y luego un tercero, que también nos ignoró. Bueno, yo no iba a consentir que un montón de barriles jugando al tren me tratase con tal menosprecio, así que, cuando se acercó el cuarto, me planté en medio del camino, dispuesto a apartarme de un salto si aquella cosa no se paraba.
»Pero se detuvo y lanzó una especie de redoble. Yo extendí las manos y dije: «Somos amigos». ¿Y qué suponéis que hizo la cosa aquella?
- Imagino que responder: «Encantado de conocerlo» - sugirió Harrison.
- No me habría sorprendido más de haber hecho esto. Redobló sobre su diafragma y atronó de pronto: «Somos amigos». Y, sin más, empujó malignamente su carretilla contra mí. Me aparté de un salto y me quedé mirando como un estúpido a aquella cosa que se alejaba. Un minuto más tarde otro de aquellos barriles pasó a la carrera. No se detuvo, sino que simplemente redobló: «Somos amigos» y siguió corriendo. ¿Cómo había aprendido la frase? ¿Estaban todas aquellas criaturas comunicadas entre sí? ¿Eran todas ellas partes de algún organismo central? Lo ignoro, aunque creo que Tweel sí lo sabe.
»Como quiera que sea, las criaturas continuaban pasando junto a nosotros, cada una de ellas saludándonos con la misma frase. Llegó a ser cómico; nunca pensé encontrar tantísimos amigos en esta bola dejada de la mano de Dios. Finalmente miré a Tweel con un gesto de perplejidad; imagino que me comprendió, porque dijo: «Uno uno dos sí, dos dos cuatro, no». ¿Lo entendéis?
- Claro - dijo Harrison -. Debe tratarse de una rima infantil marciana.
- Nada de eso. Estaba ya acostumbrándome al simbolismo de Tweel e interpreté su declaración de esta manera: «Uno uno dos, sí»: las criaturas eran inteligentes; «Dos dos cuatro, no»: su inteligencia no era de nuestro tipo, sino algo distinto, más allá de la lógica del dos y dos son cuatro. Tal vez me equivoqué, tal vez había querido dar a entender que sus mentes eran de grado inferior, capaces de concebir las cosas simples, «uno uno dos, sí», pero no cosas más difíciles, «dos dos cuatro, no». Pero creo, por lo que vimos más tarde, que mi interpretación había sido correcta.
»Al cabo de pocos momentos, las criaturas volvieron corriendo. Traían ahora las carretillas llenas de piedras, arena, trozos de plantas gelatinosas y desperdicios por el estilo. Zumbaban sus amistosos saludos, que realmente no lo parecían tanto y seguían corriendo. Supuse que el cuarto era mi primer conocido y decidí tener otra charla con él, Me planté en su camino y aguardé.
»Se acercó lanzando su «somos amigos» y se detuvo. Me quedé mirándolo; cuatro o cinco de sus ojos se fijaron en mí. Probó otra vez su contraseña y dio un empujón a su carretilla, pero permanecí firme. Y entonces la repugnante criatura alargó uno de sus brazos y dos dedos que parecían pinzas me apretaron la nariz.
Harrison estalló en una salvaje risotada.
- Quizás esas cosas poseen un afinado sentido de la belleza - proclamó entusiasmado.
- Ríe todo cuanto quieras - gruñó Jarvis -. Yo había recibido ya un golpe en la nariz y la tenía escocida por la escarcha. No pude por menos que gritar un «¡ay!» de dolor y hacerme a un lado. La criatura siguió su camino, pero a partir de entonces el saludo de todas ellas fue «Somos amigos. Ay». ¡Extravagantes bestias!
»Tweel y yo seguimos la carretera. Esta se hundía simplemente en una abertura y bajaba como una vieja contramina. De un lado a otro pasaba a toda prisa la gente-barril, saludándonos con su eterna frase.
»Miré hacia el interior. En algún sitio, allá abajo, se divisaba un poco de luz y sentí curiosidad por verla. No parecía una antorcha, ya me comprendéis, sino que tenía el aspecto de una luz más civilizada y pensé que aquello podría proporcionarme una pista en cuanto al índice de desarrollo de aquellos seres. Así pues, entré y Tweel me siguió pisándome los talones, no sin antes proferir unos cuantos cloqueos y graznidos.
»La luz era curiosa. Chisporroteaba y resplandecía como un viejo arco voltaico, pero procedía de una sola varilla negra empotrara en la pared del corredor. Era eléctrica, sin duda alguna. Por lo visto, las criaturas estaban bastante civilizadas.
»Luego vi otra luz que lucía sobre algo resplandeciente y me acerqué a mirar, pero se trataba sólo de un montón de arena brillante. Me volví hacia la entrada para marcharme y creí que me la había tapado el diablo.
»Supuse que el corredor era curvo o que me había metido por un pasillo lateral, Desandé el camino en la dirección que intuí correcta y todo lo que encontré fueron más corredores sumidos en la penumbra. ¡Aquello era un laberinto! No había más que retorcidos pasillos que corrían en todas direcciones, alumbrados por alguna que otra luz. De vez en cuando pasaba una criatura corriendo, a veces con una carretilla, a veces sin ella.
»Al principio no me preocupé mucho, Tweel y yo sólo habíamos avanzado unos cuantos metros desde la entrada. Pero cada paso que dábamos parecía internarnos más y más en las profundidades. Finalmente decidí seguir a una de las criaturas que llevaba una carretilla vacía, pensando que ella tendría que salir en busca de sus materiales, pero la verdad era que corría sin rumbo de un pasillo a otro. Cuando empezó a dar vueltas alrededor de una de las pilastras como un danzarín japonés, me di por vencido, deposité mi tanque de agua en el suelo y me senté.
»Tweel estaba tan desconcertado como yo. Apunté hacia arriba y él dijo «No, no, no» en una especie de desvalido trino. Y no podíamos conseguir ninguna ayuda de los nativos; no nos prestaban atención en absoluto, excepto para asegurarnos que éramos amigos, ay.
»¡Cielos! No sé cuántas horas o cuántos días vagamos por allí. Me quedé dormido dos veces de puro agotamiento. En cuanto a Tweel, nunca parecía sentir esta necesidad. Tratamos de avanzar únicamente por los corredores que ascendían, pero la verdad es que tan pronto subían como se hundían en las profundidades. La temperatura en aquel maldito hormiguero era constante; no se podía distinguir el día de la noche y después de mi primer sueño no supe si había dormido una hora o trece, por lo cual no podía decir por mi reloj si era medianoche o mediodía.
»Vimos muchísimas cosas extrañas. Había máquinas que funcionaban en algunos de los corredores, pero no parecía que estuviesen haciendo nada, simplemente ruedas que giraban. Y en varias ocasiones vi a dos bestias-barriles con un pequeño creciendo entre ambas.
- ¡Partenogénesis! - se entusiasmó Leroy -. Partenogénesis por injertos como los tulipanes.
- Así será, si tú lo dices, franchute - convino Jarvis -. Aquellas cosas no nos prestaban la más mínima atención, excepto, como ya he dicho, para saludarnos. Parecían no tener ninguna clase de vida hogareña, sino que se limitaban a correr con sus carretillas y a traer desechos. Por fin descubrí lo que hacían con éstos.
»Acertamos a dar con un corredor que avanzaba hacia arriba largo trecho. Tenía el presentimiento de que debíamos de estar cerca de la superficie cuando, de pronto, el pasillo desemboca en una cámara abovedada, la única que habíamos visto. La verdad es que tuve ganas de ponerme a bailar cuando vi algo que se asemejaba a la luz del día a través de una rendija del techo.
»En aquella habitación había una especie de máquina, simplemente una enorme rueda que giraba con lentitud, Una de las criaturas estaba en aquel momento arrojando sus desechos bajo la rueda. Ésta los aplastó con un crujido -arena, piedras, plantas- convirtiéndolo todo en un polvo que voló hacia alguna parte. Mientras mirábamos, otros descargaban sus carretillas, repitiendo el proceso. Eso parecía ser todo. Aparentemente no había razón alguna para todo aquello, pero eso es característico de este chiflado planeta. Y aún presenciamos otro hecho si cabe más increíble.
»Una de las criaturas, después de haber arrojado su carga, apartó su carretilla a un lado y tranquilamente se arrojó ella misma bajo la rueda. Vi cómo era aplastada y me quedé tan estupefacto, que no pude exhalar el menor sonido. Pero un momento después otra la seguía. Hacían aquello de un modo perfectamente metódico; una de las criaturas sin carretilla se hizo cargo de la carretilla abandonada.
»Tweel no parecía sentirse sorprendido; le señalé al suicida siguiente, y se limitó a hacer el encogimiento de hombros más humano que pueda imaginarse, como si estuviera diciendo: «¿Qué puedo hacer respecto a eso?»
»Luego vi otra cosa más. En algún sitio más allá de la rueda había algo brillante sobre una especie de pedestal bajo. Me acerqué; era un cristal del tamaño aproximado de un huevo que resplandecía como el más fabuloso brillante. La luz que irradiaba me dio en las manos y en la cara casi como una descarga estática y entonces noté algo curiosísimo. ¿Recordáis aquella verruga que tenía en el pulgar izquierdo? ¡Mirad! - Jarvis extendió la mano -. Se secó y se desprendió, así, con esa sencillez. Y en cuanto a mi zarandeada nariz, el dolor desapareció como por ensalmo. Aquella cosa tenía la propiedad de fuertes rayos X o radiaciones gamma, sólo que en mayor proporción; destruía los tejidos enfermos y dejaba indemnes los sanos.
»Estaba pensando el regalo que sería llevar aquello a la madre Tierra cuando me interrumpió un gran alboroto. Retrocedimos al otro lado de la rueda con tiempo para ver cómo volcaba una de las carretillas. Por lo visto, algún suicida se había descuidado.
»De pronto las criaturas empezaron a zumbar y a redoblar alrededor de nosotros y su ruido era claramente amenazador. Un grupo avanzó hacia donde estábamos; retrocedimos por lo que creí que era el pasillo por donde habíamos entrado, y entonces se lanzaron detrás de nosotros, unos con sus carretillas, otros sin ellas. ¡Extravagantes brutos! Había todo un coro de «somos amigos, ay». No me gustaba el «ay»; era demasiado sugestivo.
»Tweel había sacado su pistola de cristal; yo me desprendí de mi tanque de agua para tener más libertad de movimientos Y saqué la mía. Retrocedimos corredor arriba con unas veinte bestias-barriles persiguiéndonos. Cosa rara: las que entraban con carretillas cargadas se movían a pocos centímetros de nosotros sin concedernos una mirada.
»Tweel debió de haberse fijado en eso. De pronto sacó aquel encendedor suyo de carbón al rojo y tocó una carretilla cargada de pedazos de plantas. ¡Bum! Toda la carga empezó a arder y la estúpida bestia siguió empujándola sin aflojar el paso. Pero de cualquier modo causó alguna perturbación entre nuestros «somos amigos», y luego noté que el humo subía y bajaba en remolinos junto a nosotros. Así descubrimos la entrada.
»Agarré a Tweel y nos precipitamos afuera, perseguidos por unas veinte bestias. La luz del día me pareció el paraíso, aunque noté en seguida que el Sol estaba a punto de ponerse. Mal síntoma, por que no podría sobrevivir sin mi saco térmico en una noche marciana. Las cosas iban empeorando rápidamente. Nos acorralaron en un ángulo entre dos montículos, y allí nos detuvimos. Ni yo ni Tweel habíamos disparado; no tenía objeto irritar a los brutos. Se detuvieron a corta distancia y empezaron sus zumbidos acerca de la amistad y de los ayes.
»Luego las cosas empeoraron aún más. Un barril acudió con una carretilla y todos la rodearon y se fueron apartando con puñados de dardos de cobre de unos tres centímetros de longitud y de aspecto bastante aguzado. Y de pronto uno de los dardos me pasó rozando la oreja. Había que disparar o morir.
»Durante algún tiempo lo hicimos bastante bien. Liquidamos a los que estaban más cerca de la carretilla y conseguimos reducir los dardos a un mínimo, pero de pronto hubo un tormentoso estruendo de «amigos» y «ayes» y todo un ejército salió de su cueva.
»Muchachos, estábamos atrapados y yo lo sabía. Luego caí en la cuenta de que Tweel no lo estaba. Podría haber dado un salto sobre el montículo que teníamos detrás como quien no quiere la cosa. ¡Se quedaba por mí!
»Me habría echado a llorar si hubiese tenido tiempo. Tweel me había sido simpático desde el principio, pero aún suponiendo que tuviese que estarme agradecido por haberlo salvado de la bestia de los sueños, ya había hecho bastante por mí, ¿no? Lo agarré por el brazo y dije «Tweel» y señalé arriba, y él comprendió. Dijo «No, no, Dick» y avanzó con su pistola de cristal.
»¿Qué podía hacer yo? De cualquier modo me quedaría convertido en un témpano cuando se pusiera el sol, pero aquello no podría explicárselo. Dije: «Gracias, Tweel. Eres todo un hombre». Y sentí que no le estaba haciendo ninguna clase de cumplido. ¡Un hombre!
»Hay pocos hombres con suficientes agallas para hacer lo que él estaba haciendo.
»Así pues, empezamos a disparar con nuestras respectivas pistolas y los barriles no dejaban de lanzar dardos y acercarse a nosotros proclamando que éramos amigos. Yo había renunciado a toda esperanza. Pero de pronto un ángel descendió del cielo en forma de Putz y con sus cohetes inferiores hizo añicos a los barriles.
»Lancé un grito y me precipité hacia el cohete; Putz abrió la puerta y entré, riendo, llorando y gritando. Sólo al cabo de un momento me acordé de Tweel; miré en torno con el tiempo suficiente para verlo alzarse en uno de sus vuelos en picado por encima del montículo y alejarse.
»Tuve una larga discusión con Putz para que lo siguiera. Pero cuando el cohete se elevó, la oscuridad ya había descendido; ya sabéis como llega aquí: como cuando se apaga una luz. Volamos sobre el desierto y descendimos a ras de suelo un par de veces. No logramos encontrarlo; él podía viajar como el viento y todo lo que conseguí o que me imaginé conseguir a las llamadas que lancé fue un débil trino, un gorjeo que llegaba del sur. Tweel se había ido y ¡que me aspen, me gustaría que no lo hubiese hecho!
Los cuatro hombres del Ares se quedaron silenciosos, incluso el sarcástico Harrison. Por último, el bajito Leroy rompió el silencio:
- Me gustaría ver todo eso - murmuró.
- Sí - dijo Harrison -. Y el curaverrugas. Una lástima que Io perdieras; podría tratarse de la cura del cáncer que la humanidad lleva esperando desde hace siglo y medio.
- ¡Oh, en cuanto a eso...! - Masculló Jarvis sombríamente -. Fue por lo que empezó la pelea. - Se sacó de un bolsillo un objeto resplandeciente -: Aquí está.

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