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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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domingo, 24 de abril de 2011

ESTACION DE TRANSITO



ESTACION DE TRANSITO





I

El fragor ya había terminado. El humo se arrastraba en finas hebras grises de niebla sobre la tierra tortura­da, las cercas destrozadas y los melocotoneros hechos as­tillas aguzadas por el fuego de cañón. Por un momento - reinó silencio, aunque no paz, sobre aquellos escasos kilómetros cuadrados de terreno, donde sólo un momento antes los hombres gritaban y se debatían con el frenesí de un Odio ancestral que los enfrentaba en una lucha s~ aliar, antes de que se separasen para caer exhaustos.
Durante un tiempo interminable, según pareció, los truenos rodaron del uno al otro confín del horizonte, la tierra destripada saltó por los aires, los caballos relin­charon y los hombres profirieron roncas imprecaciones; se escuchó el silbido del metal y el golpe sordo con que terminó; brilló el ruego abrasador y resplandeció el acero; los gallardos colores de las banderas restallaron en el viento de la batalla.
Luego todo terminó y reinó el silencio,
Pero el silencio era una nota extraña que no tenía nin­gún derecho sobre aquel campo ni sobre aquel día, y no tardaron en romperlo los gemidos y los gritos de dolor, las voces pidiendo agua y las súplicas de muerte... el llanto, las llamadas y los gemidos que proseguirían durante horas bajo el sol del estío. Luego aquellas siluetas acurrucadas se quedarían quietas y tran­quilas, se esparciría un hedor que causaría náuseas a todos cuantos por allí pasaran, y las tumbas no serían profundas.
Habría trigo que no sería nunca segado, árboles que no florecerían cuando volviese la primavera, y en la la­dera que subía hasta el farallón, las palabras sin pronunciar, las gestas sin realizar y los bultos empapados que pregonaban el vacío y el despilfarro de la muerte.
Había hombres orgullosos que aún se habían cubierto de más gloria, pero que entonces no eran más que nom­bres cuyo eco resonaría a través de las edades... la Bri­gada de Hierro, el V de New Hampshire, el I de Minnesota, el II de Massachusets, el XVI de Maine.
Y había también Enoch Wallace.
Aún empuñaba el mosquetón hecho pedazos y tenía ampollas en las manos. Su cara estaba tiznada de pólvora. Tenía los zapatos cubiertos de polvo y sangre reseca.
Pero aún vivía.

II

El Dr. Erwin Rardwicke hizo rodar el lápiz entre las palmas de las manos. Era una cuestión irritante. Miró al hombre sentado al otro lado de la mesa de su escritorio, con cierta expresión calculadora.
- Lo que no acabo de entender - dijo Hardwicke - es por qué ha acudido usted a nosotros.
- Verá; ustedes son de la Academia Nacional de Cien­cias y pensé que...
- Y ustedes son de la CIA.
- Mire, doctor, si le parece mejor, considere esta visi­ta extraoficial. Finjamos que soy un ciudadano intrigado que se dejó caer por aquí para ver si usted podía ayu­darme.
- No es que no quiera ayudarle pero no sé cómo podría hacerlo. Todo esto me parece tan nebuloso y tan hipotético...
- ¡Pero por Dios hombre! - dijo Claude Lewis -, no puede usted negar las pruebas que tengo... por pequeñas que sean.
- Bien, de acuerdo - repuso Hardwicke -, empecemos de nuevo y examinémoslo detalle por detalle. Dice usted que tienen a este hombre...
- Se llama Enoch Wallace - continuó Lewis -. Bajo el punto de vista cronológico, tiene ciento veinticuatro años. Nació en una alquería de Wisconsin, a pocos kilómetros de la ciudad de Millville, el 22 de abril de 1840, y es hijo único de Jedediah y Amanda. Fue de los primeros en alistarse en respuesta a la llamada de Abraham Lincoln que pedía voluntarios. Se incorporó a la Brigada de Hierro, la cual fue prácticamente liquidada en Gettysburg, en 1863. Pero Wallace consiguió ser destinado a otra unidad de combate y luchó en toda Virginia bajo el mando de Grant. Asistió al fin de la lucha en Appomatex...
- Veo que han investigado sus antecedentes.
- He mirado su hoja de servicios. Su solicitud de alis­tamiento en el Capitolio del Estado, en Madison. El resto de la documentación, entre la que se cuenta su licencia­miento, aquí en Washington.
Y dice usted que aparenta unos treinta años.
- Ni un día más. Y quizá menos que eso.
- Pero usted no ha hablado con él.
Lewis meneó negativamente la cabeza.
- Acaso no sea nuestro hombre. Si tuviésemos sus hue­llas dactilares...
- En tiempo de la Guerra de Secesión - dijo Lewis -, aún no se tomaban huellas dactilares.
- El último veterano de nuestra guerra civil - comentó Hardwicke -, murió hace unos años. Creo que era un tambor de la Confederación. Aquí debe de haber algún error.
Lewis hizo un movimiento negativo con la cabeza.
- Lo mismo pensaba yo, cuando me destinaron a este caso.
-¿Y cómo fue que lo destinaron a él? ¿Por qué se in­teresan los servicios de Información en un asunto como éste?
- Reconozco que es algo que se sale un poco de lo corriente - admitió Lewis -. Pero es algo que podría tener consecuencias tan extraordinarias...
-¿Se refiere usted a la inmortalidad?
- Es posible que tal idea cruzara por nuestra mente. Una simple posibilidad de ella. Pero sólo de refilón. Antes tuvimos en consideración otras cosas. , Hay algo tan extraño, que merecía una investigación.
- Pero la CIA...
Lewis sonrió.
- Ya sé lo que piensa: ¿por qué no se encargaba de la - investigación a un centro científico cualquiera? Supongo que lógicamente así debiera haber sido. Pero uno de nues­tros hombres tropezó casualmente con el asunto. Se halla­ba de vacaciones. Tenía familia en Wisconsin... y no ea aquella región particular, sino a unos cincuenta kilómetros de ella. Oyó un rumor... un rumor muy vago, que apenas pasaba de ser una mención casual. Entonces husmeó un poco por allí. No descubrió mucho, pero sí lo suficiente para hacerle creer que el rumor no se hallaba desprovisto de fundamento.
- Esto es lo que más me intriga - observó Hardwike -. ¿Cómo es posible que un hombre viva ciento veinti­cuatro años en una localidad sin convertirse en una ce­lebridad de renombre mundial? ¿Se imagina usted el par­tido que sacarían los periódicos a un notición como éste?
- Me estremezco sólo de pensarlo - repuso Lewis.
- Aún no me ha dicho cómo sería posible.
- Resulta un poco difícil de explicar - contestó Le­wis -. Se tiene que conocer la región y sus moradores. El extremo de Wisconsin está limitado por dos ríos, el Mississipi por el oeste, y el Wisconsin por el norte. En­tre los ríos se extienden anchurosas y dilatadas praderas, con ricas tierras, prósperas alquerías y ciudades. Pero las tierras que descienden hasta el río son fragosas y que­bradas; abruptos riscos, altivos peñascos, profundas gar­gantas y acantilados, entre los que quedan algunas regiones aisladas, a modo de bolsas. Para llegar a ellas, sólo hay malas carreteras y las pequeñas y toscas casas de labor están habitadas por unas gentes que tal vez se hallan más cerca de los pioneros de hace cien años que de la civilización del siglo XX. Tienen automóviles, desde luego, y radios y pronto tendrán hasta televisión. Pero son de espíritu muy conservador y retrógrado... no todos los habitantes, desde luego, y de éstos muy pocos, pero esos pocos se encuentran en esos pequeños grupos aislados.
»Hubo un tiempo en que había muchas alquerías en esas bolsas aisladas, pero hoy en día apenas nadie puede vivir en esas míseras explotaciones agrícolas. Las dificul­tades económicas obligan poco a poco a los habitantes de estas zonas a abandonarlas. Venden sus tierras por lo que les quieren dar por ellas y emigran, principalmente a las ciudades, para poder ganarse la vida.
Hardwicke hizo un gesto de asentimiento.
- Y únicamente se quedan, por supuesto, los más retrógrados y conservadores.
Exacto. La mayoría de las tierras pertenecen actualmente a propietarios que viven fuera de ellas y que las tienen abandonadas. Lo más que hacen es criar en ellas unas cuantas cabezas de ganado. No es un mal sistema de eludir los impuestos para quienes necesitan recurrir a estos medios. Y en los días en que se estilaba el banco de tierra, muchas de estas tierras fueron administradas por este banco.
-¿Quiere usted decir que esas gentes tan atrasadas se han confabulado para no hablar?
- Acaso no sea una conspiración tan declarada como eso - repuso Lewis -. Sólo es su manera de hacer las cosas, una supervivencia de la antigua y recia filosofía de los pioneros. Sólo se ocupaban de sus propios asuntos. No les gustaba que los demás se inmiscuyesen en ellos y en cuanto a ellos, no se metían en los asuntos ajenos. Si un hombre quería vivir hasta tener mil años, esto podía ser asombroso, pero al fin y al cabo era cuenta suya. Podrían comentarlo entre ellos, pero con nadie más. Les molestaría que un extraño quisiera tirarles de la lengua.
»AI cabo de un tiempo, supongo, terminaron por acep­tar el hecho de que Wallace continuaba siendo joven mien­tras ellos envejecían. La costumbre terminó por hacer desaparecer el asombro y probablemente no hablaron mucho de ello, ni siquiera entre ellos mismos. Las nuevas gene­raciones lo aceptaron porque sus padres no veían en aquello nada de extraordinario... y además, veían muy poco a Wallace, porque éste llevaba una vida muy retraída.
- Y en las regiones vecinas, cuando las gentes pensaban en aquello, se acostumbraron a considerarlo como una es­pecie de leyenda... otra absurda historia que no valía la pena comprobar. Tal vez fuese una simple broma de aquellos rústicos. Una historia como la de Rip Van Winkle que probablemente no encerraba una sola palabra de verdad. Nadie tenía ganas de hacer el ridículo tratando de averiguar lo que tuviese de cierto.
- Pero su agente lo hizo.
- Sí, y no me pregunte por qué.
- Sin embargo, no le habían ordenado que investigase el caso.
- Lo necesitaban en otra parte. Y además, allí ya era demasiado conocido.
-¿Y usted?
- Me requirió dos años de trabajo.
- Pero ahora ya sabe la verdad.
- No toda. Hay más incógnitas ahora que al principio.
- Usted ha visto a ese hombre.
- Muchas veces - repuso Lewis -. Pero nunca he hablado con él. No creo que ni siquiera me haya visto. Da un paseo todos los días antes de ir a buscar el correo.
Tenga usted en cuenta que nunca abandona sus tierras. El cartero le trae las pocas cosas que necesita. Un saco de harina, una libra de tocino, una docena de huevos, cigarros y a veces vino.
- Pero esto debe de ser contrario al reglamento postal. Claro que lo es. Pero los carteros lo hacen desde hace años. No hace daño a nadie y así continúa hasta que alguien se queja. Pero en este caso, nadie se quejará. Es probable que los carteros sean los únicos amigos que ha tenido ese hombre.
- Según tengo entendido, el tal Wallace apenas trabaja
- Así es. Tiene un pequeño huerto y en él - cultiva algunas verduras. Sus tierras vuelven a ser bravías y. salvajes.
- Pero tiene que vivir. Tiene que sacar dinero de alguna parte.
- Y lo saca - dijo Lewis -. Cada cinco o diez años envía un puñado de piedras preciosas a una empresa de Nueva York.
-¿Las obtiene legalmente?
- Solo que usted quiere saber es si se trata de algo delictivo, le diré que no lo creo. De todos modos, si alguien quisiera denunciarlo por ello, creo que habría una base legal para hacerlo. No al principio, cuando empezó a en­viar piedras preciosas, hace muchos años. Pero las leyes cambian y sospecho que tanto él, como el comprador, bur­lan a varias de ellas.
-¿Y eso a usted no le importa?
- Visité a esa empresa - contestó Lewis -, y se pusie­ron bastante nerviosos. En primer lugar, robaban escandalosamente a Wallace. Yo les dije que siguiesen comprán­dole, y que si se presentaba alguien a investigar, que me lo enviasen inmediatamente. Por último, les pedí que guardasen silencio sobre e1 asunto y no cambiasen nada.
- No quiere que nadie pueda asustarlo - comentó Hanwicke.
- Exactamente. Quiero que el cartero siga haciendo de recadero y que la empresa de Nueva York continúe com­prándole piedras preciosas. Quiero que todo siga tal como está. Y antes de que usted me pregunte de dónde proce­den esas piedras, le diré que lo ignoro.
- Quizá tenga una mina.
-¡Menuda mina sería! Una mina que daría diamantes, rubíes y esmeraldas.
- Yo diría que, incluso a los precios que le pagan, recibe mucho dinero.
Lewis asintió.
- Por lo visto, sólo efectúa envíos de piedras cuando necesita fondos. Vive de una manera muy frugal, a juzgar la comida que compra, y, por lo tanto, no necesita mucho dinero. Pero está suscrito a numerosos diarios y revistas de información, sin hablar de docenas de publi­caciones científicas. También compra muchos libros.
-¿Obras técnicas?
- Algunas de ellas sí, en efecto, pero en su mayoría tratan de los últimos adelantos. Física, química y biología... esas cosas.
- Pero yo no...
- Claro que usted no. Ni yo tampoco. No es hombre de o, al menos, no tiene una formación científica.
En los días en que fue a la escuela eso no se estilaba... quiero decir que no se daba la educación científica actual. Y además, lo que entonces pudiera haber aprendido, hoy de poco le serviría. Asistió a la escuela de primeras letras - una de esas escuelas rurales de una sola habitación - y sólo un invierno en una academia que existió durante un año o dos en la aldea de Millville. Por si usted no lo sabe, le diré que esa academia era de las mejores que existían a mediados del siglo pasado. En cuanto a él, parece ser que era un joven muy inteligente.
Hardwícke movió dubitativamente la cabeza.
- Parece algo increíble. ¿Y usted ha comprobado todo esto?
- Lo mejor que he podido. He tenido que hacerlo con mucho cuidado. No quería levantar la liebre. Ah; me olvi­daba de una cosa... escribe mucho. Compra esas grandes agendas o diarios, encuadernados en tela, en lotes de una docena. En cuanto a la tinta, la compra a litros.
Hardwicke se levantó de la mesa y empezó a pasear por la habitación.
Lewis – dijo -, si usted no me hubiese mostrado sus credenciales y yo no hubiese comprobado su autenticidad, me figuraría que todo esto no pasaba de ser una broma de muy mal gusto.
Regresó a la mesa y volvió a sentarse. Tomando el lá­piz, se puso a hacerlo rodar de nuevo entre las palmas de las manos.
- Lleva ya dos años estudiando este caso – dijo -. ¿Y no tiene ninguna idea?
- Ninguna en absoluto - repuso Lewis -. Estoy com­pletamente desconcertado. Por esto me encuentro aquí.
- Sígame contando la historia de ese hombre. ¿Qué hizo después de la guerra?
- Su madre murió - dijo Lewis -, mientras él estaba en el ejército. Su padre y los vecinos la enterraron allí, en sus tierras. Esto era frecuente entonces. El joven Walla­ce consiguió un permiso, pero no llegó a tiempo para asis­tir al entierro. En aquellos días no se solían embalsamar a los muertos y se viajaba con mucha lentitud. Después volvió a la guerra. Por lo que he podido averiguar, no le dieron otros permisos. Su padre vivió solo, cultivando sus tierras, haciendo su propio pan, sin necesitar a nadie. Pa­rece ser que fue un buen agricultor, excepcional para su época. Estaba suscrito a varias revistas agrícolas y tenía ideas progresivas. Tenía en cuenta, por ejemplo, la rota­ción de las cosechas y la prevención de la erosión, entre otras cosas. Sus tierras dejaban mucho que desear según las normas modernas, pero sacaba de ellas su sustento e incluso le permitían reunir algunos ahorros.
»Entonces Enoch regresó de la guerra y ambos culti­varon las tierras juntos durante un año o cosa así. El vie­jo Wallace adquirió una segadora tirada por un caballo, con una hoz mecánica que segaba el heno o el trigo. Aquello era un sistema revolucionario, junto al cual la guadaña no tenía comparación.
»Hasta que una tarde, el viejo salió a segar un campo de heno. Los caballos, asustados por algo, se desbocaron.
El padre de Enoch fue derribado del asiento y cayó de­lante de la segadora mecánica. No fue una manera muy agradable de morir.
Hardwicke hizo una mueca de disgusto.
- Horrible - dijo.
- Enoch fue a buscar a su padre y llevó el cadáver a la casa. Luego tomó una escopeta y salió en persecución de los caballos. Los encontró en un extremo de los pastos, los mató a tiros y allí los dejó. Sí, allí. Durante años, sus esqueletos yacieron entre la hierba, allí donde él los mató, aun uncidos a la segadora, hasta que los arneses se pu­drieron.
»Después volvió a la casa y tendió a su padre frente a ella. Lo lavó, lo vistió con su traje negro de las fiestas, lo tendió sobre una tabla y luego fue al establo para hacer un ataúd. Hecho esto, cavó una fosa junto a la tumba de su madre. La terminó a la luz de una linterna; luego vol­vió a la casa y pasó la noche velando a su padre. Al ama­necer fue a participar lo sucedido al vecino más próximo, éste lo notificó a los demás y alguien fue en busca de un sacerdote. Al atardecer se celebró la ceremonia mortuo­ria, terminada la cual Enoch volvió a la casa. Y allí ha vi­vido desde entonces, pero nunca ha vuelto a cultivar las tierras. Es decir, excepto el huerto.
- Decía usted que esa gente no quiere hablar con ex­traños. ¿Cómo se las ha arreglado para saber tanto?
- He necesitado dos años. Conseguí infiltrarme. Com­pré un automóvil desvencijado, me presenté en Millville y dije que era un recolector de ginseng.
-¿Un qué?
- Un recolector de ginseng. El ginseng es una planta.
- Sí, ya lo sé. Pero ahora apenas nadie la emplea.
- Aún la compran algunos herbolarios. Se puede vender una poca para la exportación. Pero yo también buscaba plantas medicinales y pretendía poseer un amplio conocimiento de ellas y de sus virtudes. "Pretendía" no es la palabra adecuada; me hallaba bastante empollado sobre la materia.
- El tipo de alma sencilla - comentó Hardwick - que aquellas gentes podían entender. Una especie de anacronis­mo cultural. Y además inofensivo. Tal vez un poco mal de la cabeza.
Lewis asintió.
- Salió mejor de lo que yo mismo esperaba Me limi­taba a ir de una parte a otra y escuchar lo que la gente me decía. Incluso descubrí un poco de ginseng. Habla una familia en particular... los Fisher. Viven a la orilla del río, al pie de la casa de Wallace, cuyas tierras se asoman al farallón. Esta familia habita en aquellas tierras desde ha­ce casi tanto tiempo como los Wallace, pero son de un genero muy distinto. Los Fisher son una tribu de cazadores de zarigüeyas y de pescadores, amigos de cocinar a la luz de la luna. En mí encontraron un alma gemela. Y era tan enemigo de cambios y tan atrasado como ellos. Guisé con ellos a la luz de la luna, comimos y bebimos juntos y has­ta nos fuimos en varias ocasiones a vender nuestras chu­cherías al pueblo. Salí de caza y de pesca con ellos, nos sentamos juntos, hablamos y me enseñaron un par de sitios donde podría encontrar un poco de ginseng..., “sang” es como ellos lo llaman. Supongo que un etnólogo hallaría una mina de oro con los Fisher. En la familia hay una muchacha..., es sordomuda, pero muy linda, que sabe curar las verrugas por medio de ensalmos...
- Conozco ese tipo humano - dijo Hardwick -. Yo nací y me crié en las montañas del Sur.
- Fueron ellos quienes me contaron lo de los caballos y la segadora. Así es que un día subí al lugar indicado y me puse a excavar en los pastos de los Wallace. Encontré una calavera de caballo y algunos huesos.
- Pero era imposible saber si pertenecían a uno de los caballos de los Wallace.
- Desde luego que no - dijo Lewis -. Pero también en­contré parte de la segadora. No quedaba gran cosa de ella, pero sí lo bastante para identificarla.
- Volvamos a la historia de su vida - apuntó Hardwick -. Después de la muerte de su padre, Enoch se quedó a vivir en la casa solariega. ¿No la abandonó nunca?
Lewis denegó con la cabeza.
- Sigue viviendo en la misma casa. Nada ha cambiado.
Y la casa al parecer, no ha envejecido más que su habi­tante.
-¿Ha estado usted en la casa?
- En ella, no. Junto a ella. Le diré cómo es.

III

Tenía una hora. Sabía que tenía una hora, porque ha­bía cronometrado los movimientos de Enoch Wallace du­rante los últimos diez días. Y desde el momento en que se iba de la casa hasta que regresaba con el correo, nunca había transcurrido menos de una hora. A veces un poco más, cuando el cartero se retrasaba o ambos se ponían a hablar. Pero una hora, se dijo Lewis, era todo el tiempo de que podía disponer.
Wallace había desaparecido por la ladera, en dirección al peñasco que se erguía al borde del acantilado, y al pie del cual discurría el río Wisconsin. Trepaba por el peñas­co y permanecía allí de pie, con el rifle bajo el brazo, contemplando la bravía soledad del valle fluvial. Luego volvía a bajar por las rocas y caminaba por el sendero que cruzaba el bosque hasta el lugar donde en primavera crecían las nicaraguas rosadas, y desde allí emprendía de nuevo el ascenso de la colina, hasta el manantial que brotaba de la ladera, al pie mismo del viejo campo que esta­ba en barbecho desde hacia más de un siglo, para seguir luego por la ladera hasta salir a la carretera casi cubierta por la maleza y llegar por último al buzón.
Durante los diez días que Lewis se dedicó a observarle, su ruta no varió jamás. Y era probable, pensaba Lewis, que tampoco hubiese variado en el transcurso de los años. Wallace nunca tenía prisa. Andaba como si dispusiese de todo el tiempo necesario. Y se detenía frecuentemente pa­ra saludar a sus viejos conocidos... un árbol, una ardilla, una flor. Era un hombre recio y curtido, que aun conser­vaba mucho del soldado... viejas artimañas y costumbres que le hablan quedado de los amargos años de la guerra, en que había combatido bajo tantos jefes. Caminaba con la cabeza muy erguida, sacando el pecho, y se movía con el paso suelto y fácil del hombre acostumbrado a las du­ras marchas.
Lewis salió de la enmarañada espesura que antaño fue­ra un huerto y en la que algunos árboles frutales, retor­cidos, contrahechos y cenicientos por la edad, aún daban su mísera y amarga cosecha de manzanas.
Se detuvo en el lindero del bosquecillo y contempló por unos instantes la casa que se alzaba en lo alto de la colina. Por un momento le pareció verla bajo una luz especial, como si una esencia rara y más destilada del sol hubiese cruzado el abismo de los espacios para hacer brillar aquella casa y distinguirla de todas las demás casas del mundo. Bañada en aquella luz, la casa parecía algo sobrenatural, como si en realidad fuese algo especialísimo, distinto a todo. Pero después aquella luz, si es que de verdad había existido, desapareció y la casa compartió la luz vulgar del sol con los campos y los bosques.
Lewis meneó la cabeza, diciendo para sus adentros que acaso fue alucinación, o quizás una ilusión óptica. Porque el sol no tenía una luz especial y la casa no era más que una casa, aunque maravillosamente conservada.
Era una clase de casa que hoy se ve con muy poca frecuencia. Su forma era rectangular; larga, estrecha y alta, con anticuados adornos de marquetería a lo largo de cornisas y aleros. Poseía cierto aspecto escuálido que nada tenía que ver con la edad; ya era escuálida cuando la construyeron... escuálida, sencilla pero fuerte, como las gentes que la levantaron. Mas por escuálida que fuese, se alzaba pulcra y atildada, sin desconchados, sin señales de inclemencias atmosféricas ni el menor atisbo de deca­dencia.
Adosada a un extremo, la casa tenía una construcción más pequeña, que no pasaba de ser un cobertizo y parecía una obra extraña que hubiesen traído de otro lugar para empotraría allí, tapando la puerta lateral de la casa. Tal vez fuese la puerta, pensó Lewis, que conducía a la cocina. Era indudable que aquel cobertizo se habla utilizado como lugar para colgar ropas de faena y guardar zuecos y botas, con un banco para jarras de leche y cubos, y tal vez un cesto para recoger huevos. Por su techumbre surgía un metro de tubo de estufa.
Lewis subió hasta la casa, rodeó el cobertizo y vio una puerta entreabierta a su lado. Subió un par de peldaños, empujó la puerta y contempló sorprendido la habitación.
Porque al parecer no era un simple cobertizo, sino el lugar donde Wallace vivía.
La estufa de la que salía el tubo estaba en un rincón. Era una vieja estufa para cocinar, más pequeña que la an­ticuada cocina. Encima tenía una cafetera, una sartén y unas parrillas. En una tabla colocada detrás de la estufa se hallaban colgados diversos cacharros de cocina. Frente a la estufa y arrimada a la pared, había una cama cubierta con un grueso edredón a cuadros, que mostraban el com­plicado dibujo de muchas telas multicolores que hicieran las delicias de las señoras del siglo pasado. En otro ángu­lo había una mesa y una silla y sobre la mesa, colgada de la pared, una pequeña alacena en la que estaban alineados algunos platos. En la mesa había un quinqué de petróleo, muy baqueteado pero con el tubo limpio, como si lo hu­biesen lavado y pulido aquella misma mañana.
No había puerta de comunicación con la casa, ni la menor señal de que nunca hubiese existido alguna. La ta­bla de chilla que formaba la pared de la casa continuaba ininterrumpidamente, formando la cuarta pared del cobertizo.
Aquello era increíble, se dijo Lewis para sus adentros... que no hubiese puerta y que Wallace viviese allí, en aquel anexo, teniendo una casa para habitar. Como si tuviese alguna razón para no ocupar la casa, pero debiera perma­necer a su lado. O acaso cumpliese alguna especie de pe­nitencia, viviendo en aquel cobertizo, como un anacoreta medieval pudiera haber vivido en una choza en medio del bosque o en una cueva del desierto.
Se detuvo en el centro del cobertizo y miró a su alrededor, con la esperanza de hallar la clave de aquel hecho tan extraño. Pero no encontró nada, salvo las desnudas y escuetas verdades de la vida, las necesidades más pri­marias de la existencia: la estufa para cocinar los alimen­tos y calentar la habitación, la cama para dormir, la mesa para comer y el quinqué para iluminarse. Ni siquiera un sombrero de más (aunque pensándolo bien, Wallace no gastaba sombrero) ni un abrigo de sobra.
No había tampoco la menor señal de revistas o perió­dicos, a pesar de que Wallace nunca regresaba del buzón con las manos vacías. Estaba suscrito al Times de Nueva York, al Wall Street Journal, el Chiristian, Science Monitor y al Star, de Whasington, así como las numerosas publica­ciones científicas y técnicas. Pero allí no habla la menor traza de ellas, como tampoco de los numerosos libros que compraba. Tampoco había señal de los diarios encuader­nados. Nada que sirviera para escribir.
Tal vez aquel anexo, pensó Lewis, por la razón que fuese, no era más que un engaño, o un lugar preparado cuidadosamente para hacer creer que era allí donde Walla­ce vivía. Quizá viviese en la casa, en resumidas cuentas. Aunque de ser éste el caso, ¿a qué venía todo aquel esfuer­zo, no muy conseguido, por demostrar lo contrario
Lewis regresó a la puerta y salió del anexo. Rodeó la casa hasta llegar al porche que conducía a la puerta de en­trada delantera. Al pie de los escalones se detuvo y miró a su alrededor. El lugar estaba tranquilo. El sol de la ma­ñana aún no había llegado a la mitad de su carrera, empe­zaba a hacer calor y aquel rincón protegido de la tierra permanecía apacible y silencioso, esperando el calor del mediodía.
Consultó su reloj y vio que le quedaban cuarenta mi­nutos, así es que subió la escalera y cruzó el porche hasta llegar ante la puerta. Tendiendo la mano, asió el picaporte y trató de hacerlo girar... sin conseguirlo... el tirador per­maneció exactamente donde estaba y sus dedos agarrota­dos le dieron media vuelta, en un inútil intento por ha­cerlo girar.
Intrigado lo intentó de nuevo, pero tampoco consiguió hacer girar el picaporte. Parecía como si éste estuviese recubierto de un revestimiento duro y resbaladizo, como una capa de hielo, en el que resbalaban los dedos sin ejer­cer la menor presión en el picaporte.
Se inclinó para examinar de cerca el tirador y ver si se hallaba recubierto de alguna sustancia, pero no consi­guió ver nada. El picaporte parecía normal... acaso dema­siado normal. Pues estaba limpio, como si lo hubiesen la­vado y restregado. No tenía polvo ni manchas de humedad.
Trató de arañarlo con la uña, pero la una resbaló sin dejar la menor señal. Pasó la palma de la mano por la su­perficie de la puerta y notó que la madera era lisa y res­baladiza. La acción de frotarla con la palma de la mano no provocó fricción. La palma se deslizaba sobre la ma­dera como si la mano estuviese engrasada, pero no habla la menor señal de grasa. No habla nada que pudiese expli­car la superficie lustrosa y resbaladiza de la puerta.
Lewis se apartó de la puerta para examinar las tablas que formaban las paredes y las encontró igualmente res­baladizas. Probó con la palma y la uña del pulgar, con idéntico resultado. Había algo que recubría aquella casa, haciéndola resbaladiza y suave y tan lisas que el polvo no quedaba retenido en su superficie ni los agentes atmosfé­ricos dejaban en ella su huella.
Caminó por el porche hasta llegar frente a la ventana y entonces, al detenerse ante ella, se percató de algo que hasta entonces le había pasado inadvertido, algo que contribuía a hacer la casa más extraña de lo que era en realidad. Las ventanas eran negras. No tenían cortinas, vi­sillos ni persianas; eran sencillamente rectángulos negros como unas cuencas vacías que mirasen fijamente desde la pelada calavera de la casa.
Se acercó más a la ventana y aproximó el rostro a ella, protegiéndose los ojos con las manos levantadas, para ha­cer visera contra la claridad solar. Pero ni siquiera así pudo ver el interior. Su vista se perdió en una completa ne­grura que, de la manera más curiosa, no reflejaba nada.
No vio su imagen reflejada en el vidrio. No vio nada salvo la negrura, como si la luz que incidía en la ventana fuese absorbida, chupada y retenida por ella. La luz que incidía en aquella ventana no se reflejaba.
Abandonó el porche y dio lentamente la vuelta a la casa, examinándola de paso. Todas las ventanas eran rectángulos vacíos y negros que absorbían la luz capturada, y todo el exterior de la mansión era duro y resbaladizo. Golpeó las tablas con el puño y tuvo la Sensación de golpear una roca. Examinó las paredes de piedra del só­tano, allí donde éstas asomaban, y las encontró igualmen­te lisas y resbaladizas. A pesar de que los intersticios de las piedras estaban rellenados con argamasa y las mismas piedras mostraban superficies desiguales, la mano no ha­llaba la menor aspereza al pasar por la pared. Algo invisible se había extendido sobre las piedras ru­gosas, rellenando las oquedades y las superficies desigua­les. Pero sin presencia. Casi se hubiera dicho que no tenía sustancia.
Incorporándose después de examinar la pared, Lewis consultó su reloj. Solo le quedaban diez minutos. Tenía que irse.
Bajó por la colina en dirección a la espesura que seña­laba el antiguo huerto. Se detuvo al llegar junto al lindero y miró hacia atrás. Entonces la casa le pareció diferente.
Ya no era una simple construcción. Tenía una personali­dad, un aspecto burlón y sarcástico y contenía una risa malévola, a punto de estallar en una carcajada.
Lewis se agachó para penetrar en el huerto y se abrió paso entre los árboles. No habla camino ni vereda y las hierbas y los matorrales crecían a gran altura entre los árboles. Apartó las ramas bajas y contorneó un árbol que fue arrancado por algún vendaval, muchos años antes.
Mientras caminaba tendía la mano, para recoger alguna que otra manzana de sabor ácido y bravío, dándoles úni­camente un mordisco y luego tirándolas, porque ninguna de ellas era buena para comer; dijérase que habían adqui­rido un gusto desabrido y amargo de aquel suelo abando­nado.
En el extremo opuesto del huerto encontró una cerca que rodeaba unas tumbas. Allí las hierbas y los matorra­les no eran tan altos y la cerca mostraba señales de haber sido reparada recientemente; al pie de cada sepultura, frente a las tres toscas lápidas de piedra caliza local, ha­bía unas peonias, convertidas en una masa de flores desor­denadas que habían crecido durante años sin ninguna dis­ciplina.
Se detuvo ante la vieja cerca y comprendió que se en­contraba en presencia del pequeño cementerio familiar de los Wallace.
Pero sólo debiera haber dos tumbas. ¿Qué significaba la tercera?
Caminó junto a la cerca hasta llegar a la puerta desven­cijada y entró en la huesa. Acercándose a las tumbas, leyó las inscripciones de las lápidas. Las letras eran angulosas y toscas; daban la impresión de haber sido ejecutadas por una manos poco ejercitadas en aquel menester. No había frases piadosas, versos, ángeles esculpidos, corderitos o ninguna de las otras figuras simbólicas acostumbradas a mediados del siglo XIX. Sólo figuraban en las lápidas los nombres y las fechas de nacimiento y de defunción.
En la primera podía leerse: Amanda Wallace, 1821-1863.
En la segunda: Jedediah Wallace, 18161866.
Y en la tercera lápida...
- Páseme ese lápiz, por favor - dijo Lewis.
Rardwicke dejó de hacerlo rodar entre las palmas de las manos y se lo tendió.
-¿Quiere también papel? - le preguntó.
- Sí, gracias - repuso Lewis.
Se inclinó sobre la mesa y escribió rápidamente.
- Tome usted - dijo, devolviéndole el papel.
Hardwicke arrugó el entrecejo.
- Pero esto no tiene pies ni cabeza – observó -. Sal­vo esa figura de abajo.
- La cifra ocho, tendida de costado. Sí, en efecto. El símbolo del infinito.
- Pero, ¿y lo demás
- No lo sé - contestó Lewis -. Es la inscripción que figura en la lápida. La copié y....
- Y ahora se la sabe de memoria.
- Desde luego, después de tanto estudiarla.
- Nunca había visto nada parecido en mi vida - comen­tó Hardwícke -. No es que sea una autoridad en la materia. Apenas sé nada de epigrafía.
- No hace falta que se preocupe. Nadie sabe más que usted sobre el particular. Esto no tiene ni el más remoto parecido con cualquier lenguaje escrito o cualquier ins­cripción conocida. He consultado a los mejores expertos. No a uno, sino a una docena. Les dije que habla encon­trado la inscripción en la cara de una roca. Estoy seguro que la mayoría de ellos me consideran un chiflado... uno de esos individuos que tratan de demostrar que los romanos, los fenicios, los irlandeses o quienquiera que sea or­ganizaron América antes que Colón.
Hardwicke dejó la hoja de papel.
- Comprendo lo que quiere decir cuando afirma que ahora tiene más incógnitas que al principio – dijo -. No sólo esa cuestión de un joven que tiene más de un siglo, sino asimismo ese problema tan curioso de las paredes resbaladizas y la tercera lápida con esa inscripción indesci­frable. ¿Dice usted que nunca ha hablado con Wallace?
- Nadie habla con él, excepto el cartero. Todos los días sale a paseo armado con su rifle.
-¿La gente tiene miedo de hablar con él?
-¿Quiere usted decir a causa del rifle?
- Pues... sí, supongo que eso es lo que pensaba cuando le hice esa pregunta. Me extraña que tenga que llevarlo.
Lewis meneó la cabeza.
- No sé por qué lo hará. He tratado de comprenderlo, de hallar algún motivo que explique el hecho de que vaya siempre con el rifle. Por lo que he podido averiguar, nun­ca lo ha disparado. Pero no creo que sea el rifle el motivo de que la gente no hable con él. Es un anacronismo, un ser que sobrevive de otra edad. Estoy seguro de que nadie le teme; lleva demasiado tiempo en la región para inspirar temor a nadie. Su presencia es familiar a todos. Es parte del paisaje, como un árbol o una roca. Mas, por otro lado, nadie se siente muy a gusto con él. Aseguraría que la mayoría de sus vecinos, si tuviesen que estar en su presencia, se sentirían muy violentos. Porque ese hombre es algo que ellos no son... algo mayor que el mismo tiempo, y al mismo tiempo mucho menor. Es como si fuese un hombre que se hubiese apartado de su propia humanidad. Creo que, en el fondo, muchos de sus vecinos deben de estar un poco avergonzados de él, avergonzados porque de una manera que ignoran, acaso de una manera innoble, ha conseguido burlar la vejez, uno de los castigos pero quizás uno de los derechos de toda la humanidad. Y acaso esa vergüenza secreta contribuya en cierto modo a la repugnancia que manifiestan al hablar de él.
-¿Pasó usted mucho tiempo observándole?
- Al principio, sí. Pero ahora dispongo de un equipo. Unos observadores que se turnan regularmente. Tenemos una docena de puntos de observación y nos turnamos en ellos. No pasa una hora al día sin que la casa de Wallace esté en observación.
- Desde luego, este asunto les trae a ustedes de cabeza.
- Y creo que con razón - repuso Lewis -. Porque aun hay algo más.
Se inclinó para recoger la cartera de mano que habla dejado junto a su silla. Abriéndola, sacó de ella una serie de fotografías y las tendió a Hardwicke.
-¿Qué le parece esto? - preguntó.
Hardwice las tomó y de pronto contuvo la respiración. El color huyó de su rostro. Le empezaron a temblar las manos y dejó cuidadosamente las fotografías sobre la me­sa. Sólo había visto la primera fotografía, no las demás.
Lewis vio su expresión interrogadora.
- Estaba en la tumba - La que tenía la lápida con la extraña inscripción.
La máquina transmisora de mensajes lanzó un agudo silbido. Enoch Wallace dejó el libro en el que estaba es­cribiendo y se levantó de la mesa para cruzar la habi­tación hasta la ruidosa máquina. Pulsó un botón, empujó una palanca y el silbido ceso.
La máquina empezó a zumbar y el mensaje se fue formando en la placa, débil al principio y después cada vez más oscuro, hasta que por último se destacó clara­mente. Rezaba:

N.o 40.6301 A ESTACIÓN 18327. VIAJERO A LAS 16097'38.
NATIVO DE THUBAN VI. SIN EQUIPAJE. TANQUE LIQUIDO N.o 3. SOLUCIÓN N.0 27 PARTIRÁ PARA ESTACIÓN 12892 A LAS 16439'16. CONFIRME RECEPCIÓN.

Enoch dirigió una ojeada al gran cronómetro galác­tico colgado de la pared. Aún faltaban casi tres horas.
Tocó un botón y una fina hoja de metal con el mensaje surgió por un lado de la máquina. Más abajo, el duplicado se introdujo en los archivos. La máquina hizo un leve zumbido y la placa para mensajes quedó limpia de nuevo y dispuesta a recibir otro.
Enoch sacó la placa metálica, enhebró sus orificios con la doble aguja archivadora y luego acercó los dedos al teclado para mecanografiar: NY 406301 RECIBIDO. CON-FIRMO DE MOMENTO. El mensaje se formó en la placa y allí lo dejó.
¿Thuban VI? ¿Habían venido otros antes?, se preguntó. Tan pronto como terminase sus quehaceres, iría al archivo para verlo.
Era uno que necesitaba un depósito de líquido y éstos, por lo general, eran los menos interesantes. Solía ser muy difícil entablar conversación con ellos, porque con dema­siada frecuencia su concepto del lenguaje era algo muy enrevesado. Y muy a menudo, también sus mismos procesos mentales eran tan exóticos, que apenas había una base común de comunicación.
Aunque también recordaba que no siempre habla sido así. Hubo aquel viajero que también necesitaba ambiente líquido, unos años antes. Procedía de algún lugar de Hi­dra (¿o de las Híades?); él no se acostó en toda la noche, pues la pasó entera con el viajero y casi se olvidó de reex­pedirlo a tiempo, pues le pasaron las horas volando mien­tras cimentaban en el poco tiempo disponible una buena amistad y casi, casi, una hermandad.
El, o ella, o ello - nunca llegó a averiguar este deta­lle - no había vuelto. Así solía suceder, pensó Enoch: eran muy pocos los que volvían. En su mayoría, sólo iban de paso.
Pero ya lo tenía, a él, o ella, o ello (lo que fuese) regis­trado en su diario, como los tenía a todos, del primero al último, registrados de su puño y letra. Recordaba que ne­cesitó casi todo el día siguiente para transcribir su conver­sación, inclinado sobre su mesa: todas las historias que el viajero le contó, los innúmeros atisbos de un país re­moto, bello y atractivo (atractivo porque tenía tantas cosas que no quería entender), todo el afecto y la camaradería que surgieron entre él y aquel ser deforme, feo y extraño de otro mundo. Y siempre que lo deseara, el día que se le antojase, podía sacar su diario de la hilera donde estaban los demás diarios y vivir de nuevo aquella noche. Aunque todavía no lo habla hecho. Era extraño, pensó, que nunca tuviese tiempo, o que nunca pareciese tenerlo, para hojear y releer en parte todo cuanto había anotado en el transcurso de los años.
Se apartó de la máquina para mensajes y empujó un tanque de líquido n.0 3 hasta colocarlo bajo el materializador, poniéndolo en la posición exacta y asegurándolo en ella mediante los cierres. Luego sacó la manga retrác­til y puso el selector en el n.0 27. Llenó el depósito y dejó que la tubería desapareciese de nuevo en la pared.
Volvió junto a la máquina, borró el mensaje escrito en la placa y envió su confirmación de que todo estaba dis­puesto para recibir al viajero de Thuban. Recibió doble confirmación del otro extremo de la línea, y luego puso la máquina en punto muerto, dispuesta para recibir nuevos mensajes.
Se apartó de la máquina para dirigirse al archivador que se alzaba junto a su mesa y tiró de un cajón lleno de fichas. Rebuscó entre ellas hasta que encontró Thu­ban VI, con la fecha de 22 de agosto de 1931. Cruzó la habitación hasta la pared oculta por libros e hileras de revistas y periódicos desde el suelo al techo, y encontró el libro registro que buscaba. Cargado con él, regresó a su mesa.
Comprobó que el 22 de agosto de 1931, cuando consiguió localizar la entrada, había sido un día de muy poco tra­bajo. Sólo tuvo un viajero, el procedente de Thuban VI. Y aunque la anotación de aquel día ocupaba casi una página en su letra menuda y apretada, no dedicó más que un pá­rrafo al visitante.
Hoy ha llegado (rezaba) una burbuja de Thuban VI. No hay otra manera de describirlo. Es sencillamente una masa de materia gelatinosa, posiblemente de carne, que parece experimentar una especie de cambio rítmico de forma, pues primero es globular, hasta que empieza a aplanarse hasta que se extiende por el fondo del depósito, como una especie de torta. Luego empieza a contraerse y a levantarse, hasta que se convierte de nuevo en una bola. Este cambio es un proceso bastante lento y desde luego rítmico, pero sólo en el sentido de que se repite periódicamente, aun­que no parezca tener relación alguna con el tiempo. Traté de cronometrarlo y no pude descubrir ningún ritmo temporal. El periodo más breve necesario para completar todo el ciclo fue de siete minutos y el más largo de dieciocho. Acaso de un periodo más largo se podría deducir un ritmo temporal, pero yo no dispongo de tanto tiempo. El traductor semántico no funcionó con él, pero envió una serie de agudos chasquidos en mi honor, como los que producirían las pinzas de un crustáceo, aunque yo no vi que tuviese ninguna clase de pinzas. Cuando consulté el manual de pasimología para saber que significaba esto, supe que con ello trataba de decirme que estaba bien, que no re­quería cuidados y que hiciese el favor de dejarlo en paz. Esto es lo que hice a partir de entonces.
Al final del párrafo, metido en el pequeño espacio dis­ponible, había la anotación: Véase 16 oct. 1931.
Pasó las páginas hasta llegar al 16 de octubre y vio que aquél era uno de los días en que llegó Ulises para ins­peccionar la estación.
Su nombre, naturalmente, no era Ulises. En realidad, no tenía nombre. Entre su pueblo no había necesidad de nom­bres; disponían de otra terminología para identificarse que era mucho más expresiva que un simple patronímico. Pero aquella terminología, incluso su mismo concepto, es­capaba a la comprensión de los seres humanos, que, al no poder aprehenderla, mucho menos podían emplearla.
- Te llamaré Ulises - Enoch recordaba haberle dicho el día en que se conocieron -. Necesito llamarte de algún modo.
- De acuerdo - repuso el que entonces era un extraño ser (pero que luego dejó de serlo). ¿Puedo preguntar por qué este nombre de Ulises?
- Porque es el nombre de un gran hombre de mi raza.
- Me alegro de que lo hayas escogido - dijo el ser re­cién bautizado -. Tiene un sonido noble y digno a mi oído, y debo confesarte que me alegro de llevarlo. En cuanto a mí, te llamaré Enoch, porque ambos tendremos que trabajar juntos durante muchos de tus años.
En efecto, fueron muchos anos, pensó Enoch, con el libro registro abierto en aquel día de octubre desde el que habían pasado más de treinta años. Unos años que fueron satisfactorios y lo enriquecieron de una manera que nun­ca hubiera podido imaginar, hasta verlos extenderse ante él.
Y aquello continuaría, se dijo, por un espacio de tiem­po mucho mayor que el que ya había transcurrido... durante muchos siglos más, mil años acaso. Y después de aquellos mil años, ¿qué no sabría él?
Aunque tal vez, pensó, el conocimiento no fuese la parte más importante de aquello.
Aunque tal vez nada llegaría a suceder como esperaba, porque ahora había intrusos. Lo vigilaban... cuántos, no sabía, pero uno sí, al menos, y tal vez no pasaría mucho tiempo sin que empezase a cerrarse el cerco. No tenía la menor idea de lo que haría ni de cómo trataría de repeler la amenaza; sólo lo sabría cuando llegase el momento. Era algo que tarde o temprano tendría que ocurrir. Lo esperaba desde hacía años. Lo extraño, pensó, era que no hubie­se ocurrido antes.
Habló a Ulises de este peligro el mismo día en que se conocieron. Él estaba sentado en la escalera del porche y entonces, al recordarlo, lo vio tan claramente como si sólo hubiese ocurrido ayer.

VI

Estaba sentado en la escalera a la caída de la noche, contemplando las grandes y algodonosas nubes de tormenta que se amontonaban al otro lado del río, más allá de los montes Iowa. El día había sido caluroso y sofocante; no soplaba una brizna de aire. Frente al granero una docena de gallinas escarbaban el suelo desmañadamente, más para moverse que con la esperanza de encontrar comida, a lo que parecía. Unos gorriones, al volar entre el alero del granero y el seto de madreselva que bordeaba el campo contiguo al camino, producían un susurro áspero y seco, como si el calor hubiese envarado las plumas de sus alas.
Y él permanecía allí sentado, recordaba, contemplando las nubes a pesar de que tenía trabajo que hacer: trigo que sembrar, heno que segar y maíz que cosechar y colgar.
Porque, a pesar de todo cuanto pudiese haber ocurri­do, él aún tenía una vida que vivir, unos días que pasar de la mejor manera posible. Dijo para sus adentros que debía de haber aprendido aquella lección en toda su mag­nitud durante aquellos últimos años. Pero la guerra era algo distinto, en cierto modo, de lo que allí había pasado. En la guerra uno ya lo sabía, lo esperaba y estaba prepa­rado cuando ocurría, pero aquello no era la guerra. Aquello era la paz, a la que él había vuelto, Y uno tenía de­recho a esperar que en el mundo de la paz, ésta manten­dría alejados de verdad el horror y la violencia.
Entonces estaba solo, como nunca lo había estado. Más que nunca podía hablar de un nuevo comienzo. Pero tanto allí como en las tierras de labor o en sitio que fuese, sería un comienzo amargo y angustioso.
Permanecía sentado en la escalera, con las muñecas apoyadas en las rodillas, contemplando las nubes que se amon­tonaban por occidente. Aquello podría significar lluvia y la lluvia sería buena para la tierra... o tal vez no fuese nada, porque por encima de los valles fluviales que se confun­dían, las corrientes aéreas eran caprichosas y era impo­sible saber el camino que seguirían aquellas nubes.
No vio al viajero hasta que lo tuvo en la cancela. Era un hombre alto y desgarbado, de ropas polvorientas; tenía aspecto de haber andado mucho. Subió por el sendero y Enoch permaneció sentado esperándolo y mirándolo, sin moverse de la escalera.
- Buenos días, señor - dijo finalmente Enoch -. Hoy hace calor para andar. ¿Quiere sentarse un poco?
- Con mucho gusto - respondió el forastero -. Pero antes, ¿no podría beber un poco de agua?
Enoch se levantó.
- Venga conmigo a la bomba y le sacaré una poca. Está muy fresca.
Cruzó frente al granero hasta la bomba. Descolgó el cazo colgado de una tuerca y se lo tendió al desconocido. Luego accionó arriba y abajo la palanca de la bomba.
- Dejémosla correr un poco – dijo -. Tarda cierto tiempo en salir verdaderamente fresca.
El agua brotaba por el caño, corriendo por las tablas que formaban la cubierta del pozo. Brotaba a chorros in­termitentes, mientras Enoch le daba a la bomba.
-¿Cree usted que lloverá? - le preguntó el forastero.
- Eso nunca se sabe - repuso Enoch -. Esperemos a ver qué pasa.
Había algo en aquel viajero que le inquietaba. No era nada determinado, sino algo extraño que le producía una vaga desazón. Lo observó atentamente mientras manejaba la bomba y le pareció que las orejas del desconocido eran demasiado puntiagudas por arriba, pero lo atribuyó a su imaginación, porque cuando volvió a mirarlas le pare­cieron normales.
- Creo que ahora el agua ya debe de estar fresca - ob­servó Enoch.
El viajero acercó el cazo al chorro y esperó que se lle­nase. Luego lo ofreció a Enoch. Éste meneó negativamen­te la cabeza.
- Usted primero. La necesita más que yo.
El desconocido bebió con avidez y derramando mucha agua.
-¿Quiere más? - le preguntó Enoch.

- No, gracias - repuso el forastero -. Pero lo llenaré otra vez para usted, si quiere.
Enoch accionó la bomba y cuando el cazo estuvo lleno, el desconocido se lo tendió. El agua estaba fresca y Enoch, dándose cuenta por primera vez de que tenía sed, casi lo apuró por completo.
Volvió a colgar el cazo en la tuerca y dijo al viajero:
- Ahora vamos a sentarnos.
El extranjero sonrió.
- No me vendrá mal - dijo.
Enoch se sacó un pañuelo de hierbas del bolsillo y se secó la cara.
- Cuando tiene que llover, hace mucho bochorno.
Y mientras se enjugaba el rostro, de pronto cayó en la cuenta de lo que le había extrañado del viajero. A pesar de sus ropas desaliñadas y sus zapatos polvorientos, que atestiguaban una larga caminata, a pesar del bochorno precursor de la lluvia, el desconocido no sudaba. Se le veía tan fresco y descansado como si hubiese estado ten­dido a la sombra de un árbol en primavera.
Enoch volvió a meterse el pañuelo en el bolsillo y am­bos se dirigieron a la escalera para sentarse en ella, uno al lado del otro.
- Viene usted de muy lejos, ¿verdad? - dijo Enoch, son­deándolo con delicadeza.
- Sí, de muy lejos - contestó el desconocido -. Estoy muy lejos de casa.
-¿Y aún tiene que hacer mucho camino?
- No - repuso el desconocido -, creo que ya he llegado al sitio adonde iba.
-¿Quiere usted decir que...? - dijo Enoch, sin completar la pregunta.
- Quiero decir aquí mismo - repuso el forastero -, aquí donde estoy, sentado en esta escalera. Buscaba a un hom­bre y creo que ese hombre es usted. No conocía su nombre ni sabía dónde buscarlo, pero, sin embargo, sabía que algún día lo encontraría.
-¿Yo? - dijo Enoch, asombrado -. ¿Y para qué tenía usted que buscarme?
- Buscaba a un hombre de muchos aspectos. Entre otras cosas, tenía que ser un hombre que hubiese mirado a las estrellas y se hubiese preguntado qué eran.
- Sí - asintió Enoch -, lo he hecho muchas veces. Por las noches, cuando vivaqueaba en el campo, solía tenderme en las mantas para mirar al cielo, contemplando las estre­llas y preguntándome qué podían ser, y, lo que aún era más importante, por qué estaban allí. He oído decir que las estrellas son soles iguales que el sol que nos ilumina, perú no se que pensar. No creo que haya nadie que sepa mucho sobre las estrellas.
- Hay algunos - repuso el forastero -, que saben muchas ­cosas sobre ellas.
¿Acaso usted? - dijo Enoch con un tono ligeramente burlón, porque el forastero no tenía aspecto de ser hombre que supiese demasiado.
- Pues sí, yo - dijo el forastero -. Aunque no sé tanto como saben otros.
A veces me he dicho - prosiguió Enoch -, que, si las estrellas son otros soles, pueden tener otros planetas habi­tados a su alrededor.
Recordaba una noche en que estaba sentado junto al fuego del campamento, charlando con otros soldados para matar el tiempo. Y cuando mencionó su idea de que acaso hubiese habitantes en otros planetas que giraban en torno a otros soles, sus compañeros se burlaron de él y luego, durante muchos días, su idea fue objeto de mofa para ellos, por lo cual no volvió a mencionarla jamás. Aunque por otra parte, no le importaba mucho, porque en el fondo tampoco estaba muy seguro de que fuese cierta; nunca pasó de ser una de esas divagaciones que se hacen al amor de la lumbre.
Y de pronto volvía a mencionarla, y a un completo desconocido. Se preguntó por qué lo había hecho.
-¿Y usted lo cree? - le preguntó el forastero. Enoch contestó:
- Son simples divagaciones.
- No tan simples - repuso el forastero -. Hay otros planetas y estos planetas tienen habitantes. Yo soy uno de ellos.
- Pero, ¿usted?... - exclamó Enoch, y luego guardó si­lencio, sobrecogido.
Pues la cara del forastero se había resquebrajado y se le estaba cayendo, y bajo ella distinguió otra cara que no era humana.
Y mientras la falsa cara humana se deshacía y mostra­ba aquel otro rostro, un terrible relámpago cruzó en zigzag el cielo y el pesado fragor del trueno hizo retemblar la tierra, mientras desde muy lejos le llegaba el susurro de la lluvia que caía en ráfagas sobre las montañas.
VII

Así fue corno todo empezó, pensaba Enoch, hacía casi cien años. Las divagaciones hechas al amor de la lumbre se convirtieron en realidad y la Tierra ya figuraba en todas las cartas galácticas, como estación de tránsito para muchos viajeros que iban de una a otra estrella. Que de momento fueron extraños para él, pero que ahora ya no lo eran. Ya no existían extraños. Bajo cualquier forma, bajo cualquier finalidad, para él todos eran personas.
Volvió a mirar la anotación del 16 de octubre de 1931 y la leyó rápidamente. Cerca del final, encontró esta frase:
Ulises dice que los thubanos del planeta VI son acaso los mayores matemáticos de toda la Galaxia. Han creado, según parece, un sistema de numeración superior a todos cuantos existen, especialmente valioso para el manejo de las estadísticas.
Cerró el libro y permaneció tranquilamente sentado en la sala, preguntándose si los estadísticos de Mizar X conocían la obra de los thubanos. Tal vez sí, se dijo, porque desde luego, algunas de las matemáticas que utilizaban se salían de lo corriente.
Apartó el libro registro a un lado y rebuscó en un cajón de la mesa, hasta encontrar la carta galáctica. La extendió sobre la mesa y la examinó con el ceño fruncido. Si pu­diese estar seguro... Si conociese mejor las estadísticas de Mizar... Durante los últimos diez años o acaso más había trabajado en aquella gráfica, comprobando una y otra vez todos los factores con el sistema de Mizar, haciendo toda clase de pruebas para determinar si los factores que empleaba eran los que debía utilizar.
Levantó el puño cerrado y aporreó la mesa. ¡Si pudiese estar seguro! Bastaría con que pudiese hablar con alguien. Pero esto trataba de evitarlo, en lo posible, porque equi­valdría a exhibir el desamparo y la desnudez de la especie humana.
El aún era humano. Era curioso, pensó, que aún siguiese siendo humano y que después de un siglo de relacionarse con aquellos seres de las estrellas, aún continuase siendo un hombre de la Tierra.
Porque, bajo muchos aspectos, había cortado ya sus vínculos con la Tierra. El único ser humano con el que ahora hablaba era el viejo Winslowe Grant. Sus vecinos lo rehuían y no había por allí otras personas, a menos que contase también a los que lo vigilaban, y a éstos los veía muy poco... sólo algún que otro atisbo de ellos, o sus puestos de observación.
Unicamente el viejo Winslowe Grant, con Mary y las demás gentes de las sombras, que a veces venían a pasar algunas horas con él, acompañándole en su soledad.
Éstas eran todas sus relaciones terrestres... el viejo Winslowe y la gente del reino de las sombras. Luego tenía las tierras de labor que se extendían en torno a la casa... pero no la casa, porque ésta ya era extraterrestre.
Cerró los ojos para recordar cómo era la casa en los tiempos de antaño. La cocina estaba en aquel mismo lugar donde entonces él se hallaba sentado, con el enorme fogón de hierro, negro y monstruoso, en aquel lado, mostrando su hilera de dientes de fuego por las rendijas de la parrilla. Arrimada a la pared estaba la mesa donde ellos tres comían. Se acordaba muy bien de aquella mesa, con la vinagrera, el vaso para las cucharas y el grupo de la mostaza, el rábano picante y el chile, como una especie de centro de mesa en medio del mantel a cuadros rojos que la cubría.
Recordaba una noche de invierno cuando él no tenía más de tres o cuatro anos. Su madre se afanaba preparando la cena. Él estaba sentado en el suelo, en el centro de la cocina, jugando con unos maderos y escuchando el apagado aullido del viento en los aleros del tejado. Su padre había vuelto de ordenar las vacas y cuando entró en la casa, una ráfaga de viento y un pequeño torbellino de nieve se colaron de rondón con él. Luego cerró la puerta y el viento y la nieve se quedaron fuera de la casa, con­denados a las tinieblas exteriores y a la noche inclemente. Su padre dejó el cubo de leche que traía en el fregadero y Enoch vio que tenía la barba y las cejas cubiertas de nieve y que tenía escarcha en el bigote y las patillas.
Aún recordaba aquella imagen... los tres parecían mani­quíes históricos puestos en el gabinete de un museo: su padre con la barba cubierta de nieve y las grandes botas de fieltro que le llegaban hasta la rodilla; su madre con e} rostro arrebolado por trabajar frente al fogón y la cofia de encaje en la cabeza, y él echado en el suelo, jugando con los trozos de madera.
Había algo que recordaba tal vez con mayor claridad que todo lo demás. Había una gran lámpara puesta sobre la mesa y en la pared, detrás de ella, estaba colgado un calendario. El resplandor de la lámpara iluminaba como un foco la figura del calendario. Ésta representaba al viejo Santa Claus, montado en su trineo y siguiendo un camino a través de los bosques, mientras todos los pe­queños moradores de la espesura salían a contemplar su paso. Una enorme luna se hallaba suspendida sobre los árboles y una gruesa alfombra de nieve cubría la tierra. Un par de conejos, sentados a la vera del camino, miraban con expresión inteligente al Papá Noel; al lado de los conejos había un ciervo, con un mapache un poco más allá, sentado sobre su cola anillada, mientras una ardilla y un paro contemplaban la escena desde la rama de un árbol. Santa Claus enarbolaba su látigo en gesto de salutación, tenía las mejillas coloradas y mostraba una alegre sonrisa.
Los renos que tiraban de su trineo se veían frescos, briosos y erguían orgullosos la cabeza.
Durante todos aquellos anos aquel Papá Noel decimonónico corrió por las nevadas veredas del tiempo, con su látigo levantado para saludar alegremente a las bestezuelas del bosque. Y la lámpara de resplandor dorado lo acom­pañé en su cabalgata, esparciendo su viva claridad sobre la pared y el mantel a cuadros.
Eso quiere decir, pensó Enoch, que hay cosas que sobreviven... el recuerdo, el pensamiento y el agradable calorcillo de aquella cocina de su infancia, durante una incle­mente noche invernal.
Pero lo que sobrevivía era el espíritu y la mente, pues todo lo demás era perecedero. Había desaparecido ya la cocina, habíase esfumado la estancia con su anticuado sofá y la mecedora; ya no quedaba nada del saloncito con su recargada elegancia de seda y brocado, ni el cuarto de respeto del primer piso y los dormitorios familiares del segundo.
Todo había desaparecido para convertirse en una sola habitación. El segundo piso y todos los tabiques se habían quitado, convirtiendo a la casa en una sola habitación enorme. A un lado de ella estaba la estación galáctica y al otro la vivienda para el guardián de la estación. En un rincón había una cama, una estufa cuyo funcionamiento no se basaba en ningún principio conocido en la Tierra y un refrigerador de construcción extraterrestre. Junto a las pa­re des se alineaban armarios y estantes, abarrotados de libros, revistas y periódicos.
Unicamente quedaba una cosa de los días de antaño, la única que Enoch no permitió que la brigada extraterres­tre que montó la estación desmantelase: la antigua y ma­ciza chimenea de mampostería y piedra que se alzaba junto a una pared del comedor. Aún seguía allí y era lo único que recordaba los días de antaño, el único objeto de origen terrestre, con su enorme y chamuscada repisa de roble tallada por su propio padre en un grueso tronco con una azuela, para unirla después a mano con un cepillo y papel de lija.
En la repisa de la chimenea y esparcidos en el estante y la mesa había objetos y artefactos que no eran de origen terrenal. Algunos de ellos ni siquiera tenían nombres terrestres. Eran multitud de regalos que le habían hecho sus amigos los viajeros, en el transcurso de muchos años. Algunos eran funcionales y otros sólo eran para mirar; algunos eran completamente inútiles porque apenas ser­vían de nada para un miembro de la especie humana o no podían funcionar en la Tierra. Luego había muchos otros cuya finalidad ignoraba por completo, aunque los había aceptado, embarazado y musitando palabras de agradeci­miento, de los viajeros bienintencionados que se los rega­laron.
Y en el otro lado de la habitación se alzaba la intrinca­da masa de maquinaria, que llegaba hasta más allá del segundo piso, a la sazón inexistente, y que servía para enviar a los pasajeros a través del espacio que se extendía entre las estrellas.
Una posada, pensó, una posta, una encrucijada galác­tica.
Arrolló la gráfica y volvió a guardarla en el cajón. Lue­go puso el libro registro en el lugar que ocupaba en el estante, entre los demás libros.
Dirigió una mirada al reloj galáctico de la pared y vio que era la hora de irse.
Arrimó la silla a la mesa y se puso la chaqueta colgada en el respaldo de la silla. Luego descolgó el rifle de los soportes que lo sostenían en la pared, y, volviéndose hacia ella, pronunció la palabra que tenía que decir. La pared se deslizó silenciosamente a un lado y él pasó por la abertura al pequeño anexo de mísero mobiliario. La pared volvió a cerrarse a su espalda y no quedó el menor resquicio en ella, aparentemente sólida y lisa.
Enoch salió del anexo al hermoso atardecer estival. Dentro de pocas semanas, pensó, habría los primeros signos del otoño y un extraño y frío temblor en el aire. Florecían los primeros junquillos y el día anterior había observado que algunos de los ásteres primerizos que crecían junto a la antigua cerca, empezaban a mostrar su color.
Dio la vuelta a la esquina de la casa y se dirigió hacia el río, bajando a grandes zancadas por el campo abandonado desde hacía muchos años e invadido por avellanos silvestres y algunos grupos de árboles.
Esto era la Tierra, pensó... un planeta hecho para el Hombre. Pero no solamente para el Hombre, porque tam­bién era un planeta para los zorros, los búhos y las comadrejas, para las serpientes, los saltamontes y los peces, para todas las demás formas de vida que pululaban en el aire, la tierra y el agua. Y no solamente estos seres indí­genas, sino para otros seres que llamaban su hogar a otras Tierras, a otros planetas que, a pesar de hallarse a muchos años-luz de distancia, en el fondo eran iguales que la Tierra. Pues Ulises, los hazer; podían vivir sobre este planeta, si necesario fuese, sin la menor incomodidad y sin tener que apelar a ayudas artificiales.
A pesar de que nuestros horizontes son tan dilatados, pensó, apenas los vemos. Incluso hoy en día, en que parten cohetes llameantes de Cabo Cañaveral para saltar las an­tiguas fronteras, apenas soñamos en su existencia.
Le asaltó de nuevo aquel acuciante deseo, casi doloroso, de decir a la humanidad todas aquellas cosas que había aprendido. No tanto las cosas concretas, aunque había mu­chas de ellas que la humanidad hubiera podido utilizar, sino las cosas de tipo general, el hecho no concreto y pri­mordial de que existía inteligencia en todo el Universo, de que el Hombre no estaba solo, y que cuando descubriese la manera, ya no necesitaría volver a estar solo jamás.
Cruzó el campo y la faja de bosque y salió al gran espolón de roca que dominaba el acantilado de junto al río. Se apostó en lo alto del espolón, como había hecho miles de otras mañanas, para contemplar el río, que dis­curría majestuosamente, azul y plateado, por las boscosas tierras bajas.
Viejas y antiguas aguas, musitó, hablando en silencio al río, vosotras lo habéis visto ocurrir todo: los frentes de los glaciares, de más de un kilómetro de altura, que avanzaron para cubrir la tierra y luego volverse hacia el polo centímetro a centímetros lanzando las aguas en fusión de los glaciares en una oleada que llenó aquel valle con una inundación como luego nunca volvió a conocer; el mastodonte, el tigre de dientes de sable y el castor grande como un oso que merodeó por estas viejas montañas e hicieron resonar la noche con sus clamoreos y sus trompe­teos; los pequeños y silenciosos grupos de hombres que recorrían los bosques, trepaban por los riscos o remaban en toscas canoas en vuestra superficie, de un lado a otro y a lo largo del río, débiles por su cuerpo, fuertes por su decisión, y persistentes tal como ningún otro ser lo fue jamás; y hacía sólo muy poco tiempo, acudía otra raza de hombres con la cabeza llena de sueños, las manos de crueldad y la terrible certidumbre de un propósito aún mayor en sus corazones. Y antes de esto, porque aquél era un país más antiguo de lo que suele encontrarse, los otros tipos de vida, los numerosos cambios de clima y las alte­raciones sobrevenidas en la misma Tierra. ¿Y qué piensas tú de eso?, preguntó al río. Porque tú guardas el recuerdo, tienes la perspectiva y el tiempo y ya debieras conocer la respuesta a esta pregunta, totalmente o en parte.
El Hombre también tendría respuesta a muchas de las preguntas si su existencia se remontase a varios millones de anos... como las tendría dentro de varios millones de anos a partir de aquella misma mañana estival, sin aún existiese sobre la faz del planeta.
Yo podría ayudar algo, pensó Enoch. No podría darle las respuestas, pero podría ayudar al Hombre a buscarlas. Podría darle fe y esperanza, junto con una finalidad que antes nunca había tenido.
Pero sabía que no se atrevería a hacerlo.
Mucho más abajo, un gavilán describía perezosos círcu­los sobre el anchuroso curso del río. El aire era tan claro que Enoch se imaginó que podría contar las plumas de las alas desplegadas, si aguzaba la vista.
Aquel lugar casi parecía un lugar encantado, pensó. La amplia perspectiva, el aire límpido y la sensación de ais­lamiento, casi lindaban con la grandeza del espíritu. Parecía como sí aquél fuese uno de esos lugares especiales que todos los hombres deben buscar por sí mismos, considerán­dose afortunados si alguna vez lo encuentran, porque hay también los que buscan y nunca lo hallan. Y lo que aún era peor, hay los que nunca lo han buscado.
Se irguió sobre la roca y su mirada abarcó el amplio panorama, observando el perezoso gavilán, los meandros del río y la verde alfombra de los árboles; su mente as­cendió hasta llegar a aquellos otros lugares, hasta que le rodó la cabeza al pensarlo. Y entonces llamó su hogar a aquel sitio.
Se volvió lentamente, descendió de la roca y avanzó entre los árboles, siguiendo el sendero que él mismo había abierto en el transcurso de los años.
Pensó en bajar un poco por el monte para ir a ver la mata de nicaraguas rosadas, para conjurar en lo posible la belleza que volvería a ser suya en junio, pero pensó que no valía la pena hacerlo, porque aquellas flores estaban escondidas en un lugar recóndito y nada podía hacerles daño. Hubo un tiempo, hacía cien anos, en que florecían en todas las colinas y él volvía a casa trayéndolas a bra­zadas, para que su madre las pusiese en la gran jarra ma­rrón; entonces, durante un par de días, por la casa se esparcía su fragante perfume. Pero ahora se habían hecho muy escasas. Las idas y venidas del ganado que llevaban a pacer al monte y los recolectores de flores las hablan expulsado de las colinas.
Algún otro día, se dijo, otro día antes de que viniesen las primeras heladas, volvería a visitarías para asegurarse de que florecían de nuevo al llegar la primavera.
Se detuvo un momento para contemplar a una ardilla que retozaba en un árbol. Se puso en cuclillas para seguir con la mirada a un caracol que cruzaba el sendero. Hizo un alto al lado de un añoso árbol y examinó los dibujos que hacía el musgo sobre su tronco. Y siguió con el oído los errabundeos de un pajarillo que saltaba trinando de un árbol al otro.
Siguió el sendero hasta salir del bosque y continuó por el borde del campo, hasta llegar a la fuente que brotaba de la ladera.
Vio a una mujer sentada junto a la fuente y la reconoció en seguida: era Lucy Fisher, la hija sordomuda de Hank Fisher, que vivía allá abajo, junto al río.
Se detuvo para mirarla y pensó: ¡Cuán llena está de gracia y de belleza, la gracia y la belleza naturales de una criatura primitiva y solitaria!
Estaba sentada junto a la fuente con una mano levanta­da y sosteniendo en ella, con sus dedos largos y sensibles, un objeto coloreado y brillante. Tenía la cabeza muy er­guida, con una viva expresión de alerta, y el cuerpo recto y esbelto, con aquella expresión vivaz y tranquila, casi de sorpresa.
Enoch avanzó despacio y se detuvo a tres pasos detrás de ella. Vio entonces que lo que tenía entre las yemas de los dedos era una mariposa de colores, una de esas gran­des mariposas rojas y doradas que aparecen a fines de verano. Un ala del insecto estaba erguida y derecha, pero la otra estaba torcida y arrugada, y había perdido parte del polvillo que infundía brillo a su color.
Vio que la muchacha no sujetaba a la mariposa, sino que ésta se hallaba posada al extremo de uno de sus de­dos, moviendo suavemente de vez en cuando su ala buena para mantener el equilibrio.
Pero él vio que se habla equivocado al pensar que tenía la otra ala rota, porque entonces se apercibió de que en realidad, estaba doblada y deformada de un modo extraño.
En aquellos momentos se estaba enderezando lentamente y el polvillo (si es que lo habla perdido) volvía a recubrir­ía. Por último se juntó con la otra ala.
Dio la vuelta a la muchacha para que ésta pudiese verlo y cuando ella lo vio, no dio un respingo de sorpresa. Esto era muy natural, pensó, porque ella ya debía de estar acos­tumbrada a que alguien viniese por detrás para presentarse de pronto ante ella.
Tenía la mirada radiante y él pensó que su rostro mos­traba una expresión de santidad, como si hubiese experimentado un éxtasis del alma. Y de nuevo se preguntó, como hacía cada vez que la veía, qué debía ser la vida para ella, encerrada en un mundo de un silencio doble, incapaz de comunicarse con sus semejantes. Acaso no fuese totalmente incapaz de comunicarse, pero al menos tenía vedado aquel libre curso de comunicación a que todo ser humano por su nacimiento tenía derecho.
Sabia que se hicieron varios intentos para llevarla a una escuela de sordomudos, pero todos fracasaron. Una vez se escapó y estuvo perdida varios días, hasta que por úl­timo la encontraron y la devolvieron a su casa. En otras ocasiones se encerró en una terca desobediencia, negán­dose a secundar los esfuerzos de sus maestros.
Al verla sentada allí con la mariposa, Enoch pensó que comprendía la razón de ello. Ella tenía un mundo, pensó, un mundo suyo, uno al que ella estaba acostumbrada y en el que sabía cómo moverse. En aquel mundo no era una persona lisiada, como a buen seguro lo hubiera sido si la hubiesen obligado a vivir a medias en el mundo humano normal.
¿Qué bien podían hacerle el alfabeto manual de los sor­domudos o el arte de leer los labios, si esto le arrebataba su extraña serenidad espiritual interior?
Ella era una criatura de los bosques y las montañas, de las flores de primavera y de las bandadas de aves otoñales. Conocía aquellas cosas, vivía con ellas y, en cierta manera extraña, formaba parte específica de ellas. Ella vivía apar­te en una vieja y perdida habitación del mundo natural. Ocupaba un lugar que el Hombre había abandonado desde hacía mucho tiempo, si es que en realidad alguna vez lo vio. Allí estaba sentada, entonces, con la mariposa silves­tre rojidorada posada en la punta del dedo, resplandecién­dole en el rostro aquella expresión viva y expectante, y tal vez también de triunfo. Vivía, pensó Enoch, con una intensidad que no podía compararse a la de ningún otro ser viviente.
La mariposa extendió las alas, se alejó flotando de su dedo y se fue revoloteando, tranquila, sin miedo, por encima de la yerba silvestre y los narcisos del campo.
Ella se volvió para seguirla con la mirada hasta que desapareció cerca de la cumbre de la colina, hasta donde trepaba el viejo campo, y luego se volvió hacia Enoch. Sonrió e hizo un movimiento aleteante con las manos, como el de las alas rojas y doradas, pero en él había algo mas... una sensación de felicidad y una expresión de bien­estar, como si quisiera decir que el mundo era muy her­moso.
Si yo pudiese enseñarle la pasimología de mis amigos galácticos, pensó Enoch... entonces podríamos hablar los dos casi tan bien como con las palabras del idioma huma­no. Si dispusiese de tiempo, pensó, esto no sería demasiado difícil, porque el lenguaje galáctico de signos se basaba en un proceso natural y lógico que hacia que resultase casi instintivo, cuando se había captado su principio fundamental.
En la Tierra hubo también en la antigüedad lenguaje de signos, y ninguno de ellos estuvo tan desarrollado como el que tuvieron los aborígenes de Norteamérica, con el resultado de que un amerindio, fuese cual fuese su idioma, podía hacerse entender entre otras muchas tribus.
Pero aun así, el lenguaje por signos de los indios no pasaba de ser unas muletas que permitían caminar renqueando cuando no se podía correr, mientras el de la Ga­laxia era un idioma en sí mismo, que podía adaptarse a numerosos medios y diferentes métodos de expresión. Fue creado en el transcurso de miles de anos, con las aporta­ciones de muchos pueblos distintos, para ser refinado y depurado y pulido en el transcurso de los siglos, hasta que en la actualidad era una herramienta para la comunicación que se sostenía por sus méritos propios.
Había necesidad de semejante herramienta, porque la Galaxia era una babel. Incluso la ciencia galáctica de la pasimología, pese a hallarse muy perfeccionada, no podía superar todos los obstáculos ni garantizar la comunicación fundamental mínima, en ciertos casos. Pues no sólo había millones de idiomas, sino también aquellas otras lenguas que no eran fonéticas, porque las especies que las hablaban eran incapaces de emitir sonidos. Y ni siquiera el sonido servia cuando la especie hablaba en ultrasonidos, que otros oídos no podían percibir. Existía la telepatía, desde luego, pero por cada especie telépata había otras mil que no lo eran. Había muchas que solamente utilizaban lenguajes de signos o mímicos y otras que únicamente podían comuni­carse mediante un sistema escrito o pictográfico, e incluso algunas que tenían pizarras químicas incorporadas a su organismo. Y había aquella especie ciega, sorda y sin habla de las misteriosas estrellas del extremo opuesto de la Galaxia, que empleaba el que acaso fuese el más compli­cado de todos los lenguajes galácticos: un código de se­ñales que discurrían por su sistema nervioso.
Enoch ocupaba aquel puesto desde hacia casi un siglo, y, aun así pensó, y pese a contar con la ayuda del lenguaje universal de signos y el traductor semántico, que apenas pasaba de ser un triste (aunque complicado) artilugio me­cánico, aún a veces tenía grandes dificultades en compren­der lo que muchos de ellos decían.
Lucy Fisher tomó una copa que tenía al lado una copa hecha con una tira doblada de corteza de abedul y la introdujo en la fuente. Luego la tendió a Enoch y éste se acercó a tomarla, arrodillándose para beber. La copa rústica no era completamente hermética y el agua se es­currió de ella por su brazo, mojándole el puño de la ca­misa y la chaqueta.
Cuando acabó de beber, le devolvió la copa. Ella la tomó con una mano y se llevó la otra a la frente, para acariciársela con la yema de sus dedos suaves, como si impartiese una bendición.
Enoch no intentó hablar con ella. Había dejado de ha­blarle desde hacia tiempo, pues se dio cuenta de que el movimiento de sus labios, al formar palabras que ella no podía oír, podía resultarle embarazoso.
En vez de hablarle, le puso la ancha palma de su mano en la mejilla, dejándola allí un momento con ademán afectuoso y tranquilizador. Luego se puso en pie y se puso a mirarla; sus miradas se cruzaron por un momento y luego se apartaron.
Enoch cruzó el arroyuelo que nacía en la fuente y tomo el sendero que conducía desde la linde del bosque a través del campo, en dirección a la cresta del monte. A medio camino de la cuesta, se volvió y vio que ella lo estaba mirando. Levantó la mano en gesto de despedida y ella le hizo una idéntica salutación.
Se acordó de que hacía tal vez más de doce años que la conocía. Cuando la conoció era una personilla de unos diez años, que parecía un hada o un animalillo silvestre que corría por los bosques. Recordaba que tardaron mu­cho tiempo en hacerse amigos, a pesar de que él la veía a menudo, porque corría por montes y valles como si éstos fuesen su campo de juegos... y en realidad lo eran.
En el transcurso de los años la vio crecer y se encontró a menudo con ella en sus paseos diarios, estableciéndose entre ambos el entendimiento que nace entre los solita­rios y los proscritos, pero que estaba basado en algo más que eso... en el hecho de que cada uno de ellos tenía su mundo propio y este mundo les había dado una clarividen­cia de la que sus semejantes se hallaban generalmente desprovistos. Eso no quería decir, pensó Enoch, que se lo hubiesen dicho o hubiesen tratado de comunicarse la exis­tencia de esos mundos íntimos, pero cl mero hecho de que esos mundos existiesen en la consciencia de cada uno de ellos, proporcionaba unos firmes cimientos para la cons­trucción de una amistad.
Recordó el día en que él la encontró en el lugar recón­dito donde crecían las nicaraguas rosadas, arrodillada con las flores y mirándolas sin recogerlas, y él se detuvo a su lado y le gustó que no hubiese sentido impulso de arran­carlas. Entonces comprendió que ambos, él y ella, halla­ban un gozo y una belleza en su simple contemplación, que estaban mucho más allá de la posesión.
Cuando llegó a la cresta de la montaña, descendió hacia la carretera cubierta de hierba que conducía al buzón.
Pero no se había equivocado en la fuente, se dijo, aunque luego le hubiese parecido distinto. La mariposa tenía el ala rota y arrugada y descolorida por falta de polvillo. Era un ala inútil, pero de pronto volvió a estar entera y sana y le permitió alejarse volando.

VIII

Winslowe Grant llegaba puntualmente.
Al llegar junto al buzón, Enoch vio la polvareda levan­tada por su viejo jamelgo al galopar por la cresta. Aquel año había sido un año de polvo, pensó al detenerse junto al buzón. Hubo poca lluvia y esto había sido muy malo para el campo. Aunque, para decir la verdad, apenas se cultivaba nada a la sazón en aquellas montañas. Hubo un tiempo en que se alzaron allí pequeñas y pulcras alquerías, casi una al lado de la otra a lo largo de la carretera, cuya blancura contrastaba con el rojo de los graneros. Pero en la actualidad, casi todas las casas de labor estaban aban­donadas y aquellas construcciones ya no eran rojas ni blancas, sino de madera grisácea y maltrecha por la intemperie, despintadas, con las cercas cayéndose de puro viejas y sus moradores desaparecidos.
Winslowe no tardaría mucho en llegar. Enoch se sentó a esperarlo. El cartero sin duda se detendría ante el bu­zón de los Fisher, que estaba al otro lado del recodo, aunque los Fisher no solían tener mucho correo, recibien­do casi únicamente la propaganda y los folletos que se distribuían por las regiones rurales. Esta correspondencia importaba muy poco a los Fisher, pues a veces pasaban días enteros sin ir a recoger el correo. De no ser por Lucy, acaso no irían nunca a buscarlo, porque era Lucy quien casi siempre pensaba en recogerlo.
Enoch se dijo que, en realidad, los Fisher eran una gente muy rutinaria. Su casa y sus construcciones anexas eran tan decrépitas, que un día les caerían sobre sus cabezas; cultivaban un mísero maizal que casi siempre es­taba inundado por las crecidas del río. Cosechaban un poco de heno y tenían un par de caballos que eran todo huesos, con media docena de vacas flacas y algunas ga­llinas. Tenían un automóvil viejo y desvencijado, una ins­talación para destilar alcohol oculta por las márgenes del río y se dedicaban a la caza, a la pesca y la colocación de trampas. Eran, en realidad, gentes míseras que arrastraban una existencia precaria. Aunque, mirándolo bien, no eran unos malos vecinos. Se ocupaban de sus asuntos sin molestar a nadie, aunque de vez en cuando toda la tribu se dedicaba a distribuir folletos y manifiestos de una oscura secta fundamentalista a la que mamá Fisher se afilió du­rante unos ejercicios espirituales que se celebraron en Millville algunos años antes.
Winslowe no se detuvo ante el buzón de los Fisher, sino que apareció por la curva, traqueteando y envuelto en una nube de polvo. Frenó el tembloroso armatoste y paró el motor, del que salía una nube de vapor.
- Dejemos que se enfríe un poco - dijo.
El bloque crujió al empezar a, enfriarse.
- Hoy llega puntual - le dijo Enoch.
- Hoy fueron muy pocos los que tuvieron correo - re­puso Winslowe -. He pasado ante sus buzones sin dete­nerme.
Metió la mano en la cartera que tenía en el asiento, a su lado, y sacó un mazo de correspondencia atado con un cordel para Enoch... eran varios periódicos y dos revistas.
- Recibe usted muchos impresos - observó Winslowe - pero apenas ninguna carta.
- Ya no queda nadie para escribirme - contestó Enoch.
- Sí, pero esta vez tiene una carta - dijo Winslowe.
Enoch miró el mazo de periódicos, incapaz de ocultar su sorpresa, y vio asomar entre ellos la punta de un sobre.
- Una carta personal - dijo Winslowe, haciendo casi chasquear sus labios -. No es una circular ni un anuncio. Ni tampoco una carta comercial.
Enoch se puso el paquete bajo el brazo, junto a la cu­lata del rifle.
- Probablemente no será nada importante - observó.
- Tal vez no - dijo Winslowe, con un brillo taimado en sus ojos.
Sacando una pipa y una bolsa del bolsillo, empezó a llenar aquélla lentamente. El bloque del motor continuaba crujiendo y produciendo chasquidos. Caía un sol implaca­ble de un cielo sin nubes. La vegetación que bordeaba la carretera estaba cubierta de polvo y de ella se elevaba un olor acre.
- He oído decir que ese buscador de ginseng ha vuelto - dijo Winslowe, como quien no le da importancia a la cosa, pero incapaz de contener cierto tono de conspira­dor -. Ha estado ausente tres o cuatro días.
- Quizá se fue a vender el sang que encontró.
- En mi opinión - dijo el cartero -, ese tipo no busca sang, sino alguna otra cosa.
- Pues lleva dedicado a eso mucho tiempo - comentó Enoch.
- En primer lugar - prosiguió Winslowe -, apenas hay mercado para esa planta, y aunque lo hubiese, ya no se encuentra. Antes sí había un buen mercado. Los chinos la empleaban en medicina, según creo. Pero ahora ya no hay comercio con China. Recuerdo que cuando yo era un mozalbete, íbamos a buscarla. No era fácil de encontrar, ni siquiera entonces. Pero casi siempre se conseguía re­coger una poca.
Se recostó en el asiento, dando serenamente chupadas a su pipa.
- Es curioso que aún haya quien se dedique a eso.
- Nunca he visto a ese hombre - dijo Enoch.
- Camina furtivamente por los bosques - dijo Winslowe -, recogiendo diferentes clases de plantas. He llegado a pensar que pudiese ser una especie de curandero, que recoge cosas para hacer amuletos y ensalmos. Se pasa mu­cho tiempo hablando con los Fisher y bebiendo el alcohol que ellos destilan. Aunque hoy en día no se habla mucho de ello, yo aún sigo creyendo en la magia. Hay muchas cosas que la ciencia no puede explicar. Ahí tiene usted por ejemplo a la chica de los Fisher, la sordomuda... ¿puede curar las verrugas con ensalmos?.
- Eso he oído decir - repuso Enoch.
Y aún más que eso, pensó: Puede recomponer el ala de una mariposa.
Winslowe se adelantó en el asiento.
- Casi lo olvidaba – dijo -. Tengo otra cosa para usted. Levantó del suelo un paquete envuelto en papel marrón de embalar y lo tendió a Enoch, diciendo:
- Esto no es correo. Es una cosa que he hecho para usted.
- Muchas gracias - dijo Enoch, tomando el paquete.
- Vamos, hombre, ábralo. Enoch titubeó.
- Caramba, no tenga vergüenza - dijo Winslowe.
Enoch rasgó el papel y vio una talla de madera que le representaba a él mismo. Era de madera dorada, de color de miel, y media unos treinta centímetros. Brillaba bajo el sol como si fuese de cristal dorado. Él aparecía en ac­titud de caminar, con el rifle bajo el brazo y avanzando contra el viento, pues estaba ligeramente inclinado y el viento formaba pliegues en su chaqueta y sus pantalones.
Enoch se quedó boquiabierto y luego se puso a contemplar la talla.
- Wins – dijo -, es la obra más bella que he visto en mi vida.
- Le hice - repuso el cartero - con aquel trozo de ma­dera que usted me dio el invierno pasado. Nunca había tenido una madera más apta para la talla. Dura y apenas sin grano. No había el peligro de resquebrajaría o de que se partiese por un nudo. Cuando se le hacía un corte, se quedaba tal corno lo hacía y no tenía que andar escogiendo el punto mejor para hacerlo. Y no cuesta nada de pulir. Sólo hay que frotarla un poco.
- No puede usted figurarse lo que esto representa para mí.
- En el transcurso de los años - prosiguió el cartero -, usted me ha dado una gran cantidad de madera. Maderas de todas clases, que nunca se han visto por aquí. Todas de primera calidad y muy hermosas. Creo que ya era hora de que hiciese algo para usted.
- Y usted también ha hecho mucho por mí - observó Enoch -. Me ha traído una infinidad de cosas del pueblo.
- Enoch - le dijo Winslowe -, le tengo mucha simpatía. No sé qué es usted ni voy a preguntárselo, pero de todos modos, le tengo una gran simpatía.
- Ojalá pudiese decirle lo que soy - repuso Enoch.
- Bien - dijo Winslowe, situándose de nuevo ante el volante -, poco importa lo que seamos todos nosotros, mientras nos llevemos bien. Si algunas naciones siguieran el ejemplo que les damos las gentes de pueblos atrasados como nosotros y aprovechasen esta lección de convivencia, el mundo irla mucho mejor.
Enoch asintió gravemente.
- Ahora no parece ir muy bien, ¿no es verdad?
- Desde luego que no - contestó el cartero, poniendo el coche en marcha.
Enoch contempló cómo el automóvil se alejaba cuesta abajo, levantando una gran polvareda.
Luego volvió a mirar la estatuilla de madera.
Parecía como si la figura caminase en lo alto de una montaña, recibiendo plenamente el impacto del viento e inclinada para resistirlo.
¿Por qué?, se preguntó. ¿Qué había visto el cartero en él, para representarlo como un hombre que avanzaba contra el viento?

IX

Dejó el rifle y el correo sobre una extensión de hierba polvorienta y volvió a envolver cuidadosamente la esta­tuilla en el trozo de papel. Resolvió que la pondría sobre la chimenea o, acaso mejor, en la mesita de café puesta junto a su sillón favorito, y en el ángulo donde tenía su escritorio. Tuvo que reconocer, con cierto embarazo, que deseaba tenerla a manos donde pudiese mirarla o recoger­la siempre que quisiera. Y le extrañó la profunda e íntima satisfacción anímica que le produjo el regalo del cartero.
Sabia que no la experimentaba por el hecho de que recibiese muy pocos regalos. Apenas pasaba una semana sin que los viajeros extraterrestres no le dejasen varios. Tenía la casa abarrotada de regalos y en el sótano toda una pared estaba cubierta de estantes en los que se haci­naban las cosas que le habían regalado. Acaso su emoción se debiese, entonces, a que se trataba de un regalo de la Tierra, de un ser de su propia especie.
Se puso la estatuilla envuelta bajo el brazo, y, recogiendo el rifle y el correo, emprendió el camino de regreso a su casa, siguiendo el camino cubierto de maleza que en otros tiempos había sido el camino carretero que conducía a la casa de labor.
Las viejas roderas estaban ocultas por la hierba enma­rañada, pero habían sido trazadas tan profundamente en la arcilla por las llantas de hierro de las antiguas carretas, que aún eran dura tierra apisonada en la que ninguna planta habla conseguido arraigar. Pero por ambos lados los matorrales invasores crecían hasta la altura de un hombre, de modo que entonces avanzaba entre dos muros de verdor.
Pero en algunos lugares determinados, de manera inex­plicable - tal vez a causa del carácter del suelo o a un simple capricho de la naturaleza -, la enmarañada espe­sura formaba claros, por los que se podía contemplar has­ta el fondo del valle.
Desde uno de aquellos observatorios Enoch vio un des­tello entre un grupo de árboles que se alzaban al borde del antiguo campo, no muy lejos de la fuente donde en­contró a Lucy.
Frunció el ceño al ver aquel destello y permaneció parado en el sendero, esperando que se repitiese. Pero no se repitió.
Sabía que era uno de los vigilantes, que observaba la estación con unos prismáticos. El destello que vio era el reflejo del sol en los cristales.
¿Quiénes eran aquellos vigilantes, se preguntó. ¿Y por qué lo vigilaban? La vigilancia duraba ya desde hacía algún tiempo, pero resultaba extraño que no hubiese pa­sado de ser una simple vigilancia. Hasta entonces no lo habían molestado. Nadie había intentado abordarlo, a pe­sar de que no hubiera habido cosa más sencilla y natural. Si ellos - quienesquiera que fuesen- hubiesen querido ha­blar con él, podían haber organizado un encuentro que pareciese completamente casual, durante uno cualquiera de sus paseos matinales.
Mas al parecer, de momento todavía no querían hablar con él.
¿Qué se proponían, entonces? Tal vez mantenerlo en ob­servación. Y para eso, pensó con cierta ironía melancólica, bastaba con observarlo diez días, podía conocer al dedillo sus hábitos y costumbres.
O acaso estuviesen esperando que ocurriese algo que les proporcionase una clave acerca de sus acciones. Por ese lado quedarían chasqueados. Podían pasarse mil años observándolo, sin tener el menor atisbo sobre el particular.
Dejó de contemplar el panorama y continuó su ascenso por el camino, preocupado e intrigado por la presencia de los vigilantes.
Tal vez, pensó, no habían tratado de establecer contacto con él a causa de cierta historia que circulaba sobre Enoch Wallace. Habladurías que nadie, ni siquiera Wins­lowe, se atrevería a repetirle. ¿Qué clase de historias, se preguntó, podrían haber urdido sus vecinos acerca de él... qué fabulosos cuentos populares se escucharían contenien­do el aliento al amor de la lumbre?
Acaso más valiese no conocer aquellas historias, se dijo, aunque estaba casi seguro de que debían de exis­tir. Y también pudiera ser mejor que los que lo vigilaban no hubiesen tratado de abordarlo, pues mientras no hu­biese contacto, aún podía considerarse bastante seguro. Mientras no le hiciesen preguntas, no necesitaba darles respuestas.
¿Es usted, le preguntarían, el mismo Enoch Wallace que se alistó en 1861 para luchar por el viejo Abraham Lincoln? Y sólo existía una respuesta para esta pregunta, no podía haber más que una. Sí, tendría que decirles, soy el mismo.
Y de todas las preguntas que pudieran hacerle, aquélla sería la única que podría responder sin mentir. Para todas las demás, se vería obligado a guardar silencio o contestar con evasivas.
Le preguntarían por qué no había envejecido... por qué permanecía joven mientras todos los demás hombres se volvían viejos. Y él no podría decirles que cuando estaba dentro de la estación no envejecía, que solamente enveje­cía cuando salía de ella, una hora todos los días durante sus paseos cotidianos, una hora más trabajando en su huerto, o quince minutos sentado en el porche para con­templar una bella puesta de sol. Pero cuando regresaba al interior de la casa, el proceso de envejecimiento cesaba por completo.
No podía decirles eso. Y había muchas más cosas que tampoco podía decirles. Sabía que acaso llegaría un tiem­po, si establecían contacto con él, en que tendría que rehuir todo interrogatorio, cortando los últimos lazos que lo unían al mundo y permaneciendo aislado dentro de las cuatro paredes de la estación.
Semejante decisión no constituiría una incomodidad física, pues podía vivir perfectamente dentro de la esta­ción, sin el menor inconveniente. No le faltaría nada, por­que los extraterrestres le proporcionarían todo cuanto ne­cesitase para vivir y encontrarse bien. A veces compraba comida humana y hacía que Winslowe se la comprase en el pueblo y se la subiese, pero sólo porque sentía deseos de probar los alimentos de su propio planeta, en particu­lar aquellos sencillos productos alimenticios de su infancia y de sus días de soldado.
E incluso estos alimentos, se dijo, podrían consegirse mediante el proceso de duplicación. Podría enviar una lonja de tocino o una docena de huevos a otra estación, donde los guardarían como modelo para duplicar su es­tructura molecular, que le enviarían cuando lo pidiese.
Pero había otra cosa que los extraterrestres no podían proporcionarle... las relaciones humanas que conservaba gracias a Winslowe y el correo. Una vez encerrado dentro de la estación, quedaría aislado completamente del mundo que conocía, pues las revistas y periódicos eran su único contacto con él. Era imposible hacer funcionar una radio en la estación, a causa de las interferencias creadas por las instalaciones.
No sabría lo que pasaba en el mundo, dejaría de saber lo que ocurría en el exterior. Su gráfica se resentiría de esto y se convertiría en un documento bastante inútil; aunque, por otra parte, pensó, ahora ya era casi inútil del todo, pues no podía estar seguro de la dosificación correcta de los factores.
Pero dejando aparte todo esto, echaría de menos aquel pequeño mundo exterior que había llegado a conocer tan bien, ese rinconcito del planeta que medía en sus paseos.
Eran estos paseos, pensó, tal vez mas que otra cosa, lo que le había permitido seguir siendo un ser humano y un ciudadano de la Tierra.
Se preguntó la importancia que podía tener que con­tinuase siendo, intelectual y sentimentalmente, un ciuda­dano de la Tierra y un miembro de la especie humana. Acaso no hubiese razón alguna para que continuase siéndolo. Con el cosmopolitismo de la Galaxia a su disposición, incluso podía parecer provinciano su afán continuado por mantenerse fiel a su viejo planeta natal. Acaso sin saberlo perdiese algo muy importante con su provincianismo.
Pero sabía que no era propio de él volverse de espaldas a la Tierra. Era un lugar que amaba demasiado para ello... probablemente lo amaba más que el común de los mortales, que no había podido tener el atisbo que él tuvo de mundos remotos e inimaginables. Un hombre, se dijo, tenía que pertenecer a alguna parte, debía tener una lealtad y una identidad. La Galaxia era un lugar demasiado grande para que un ser viviente pudiera permanecer en ella solo y desamparado.
Una alondra se elevó de entre unas matas y se Cernió a gran altura en el cielo. Al verla, esperó la cascada de notas cristalinas que surgiría de su garganta para despa­rramarse por el azul. Pero no hubo canto, pues la prima­vera ya había pasado.
Continuó bajando por el camino y de pronto, frente a él, vio la desnuda silueta de la estación, de pie sobre el otero.
Tiene gracia, pensó, que piense más en ella como una estación que como un hogar, pero habla sido estación más tiempo que hogar.
De ella se desprendía una especie de fea solidez, como si se hubiese lanzado en aquella loma y se propusiese permanecer allí para siempre.
Y allí permanecería, desde luego, si ésta era la volun­tad de quienes la habían construido. Nada podía causarle el menor efecto.
Aunque un día se viese obligado a permanecer dentro de sus paredes, la estación seguiría alzándose imperturba­ble contra todos los intentos y vigilancias humanas. Los hombres no podrían derribarla ni hacerle mella. Nada podrían hacer. Todas sus observaciones y especulaciones, todos los análisis a que él se entregaba, no proporcionarían nada al Hombre, salvo el conocimiento de que en aquella loma existía una construcción inusitada. Pues la estación podría sobrevivir a todo, excepto una explosión termonuclear... y tal vez esto también.
Entró en el corral y se volvió para mirar hacia atrás, hacia el grupo de árboles de donde había salido el destello; pero no vio nada que indicase allí la presencia de alguien.

X

En el interior de la estación, la máquina transmisora de mensajes emitía un sonido quejumbroso.
Enoch colgó el rifle, dejó el correo y la estatuilla sobre su mesa y cruzó la habitación hacia la máquina, que no paraba de silbar. Oprimió el botón y bajó la palanca. El silbido cesó inmediatamente.
En la placa para mensajes leyó:

N.o 406302 A ESTACIÓN 18327. LLEGARE AL ANUCHE­CER HORA LOCAL. PREPARA CAFÉ. ULISES.

Enoch sonrió. ¡Ulises y su café! Era el único extraterres­tre que había conocido que se aficionó a un producto de la Tierra. Otros muchos los probaron, ya fuesen alimentos o bebidas, pero casi nunca repitieron.
Lo que pasaba con Ulises y él era muy curioso, pensó. Simpatizaron desde el primer momento, desde aquella tarde de tormenta en que estaban sentados en la escalera y la máscara humana se desprendió de la cara de su vi­sitante.
Entonces apareció un rostro espantoso, feo y repulsivo. El rostro de un payaso cruel, pensó Enoch. En el mismo momento de pensarlo, se preguntó por qué había podido escoger una frase tan particular, pues los payasos lo eran todo menos crueles. Pero aquél podía serlo... con su cara abigarrada, su mandíbula dura y enérgica, la boca reducida a un fino trazo.
Entonces le vio los ojos y se olvidó de todo lo demás. Eran muy grandes y tenían una suavidad y la luz del entendimiento brillaba en ellos; lo miraban con simpatía, como otro ser hubiera podido tenderle amistosamente las manos.
La lluvia llegó susurrando sobre la tierra, tamborileó en el techo del cobertizo donde se guardaba la maquinaria agrícola y luego cayó sobre ellos en ráfagas inclinadas que martilleaban coléricamente el polvo del corral, mientras las gallinas sorprendidas y azoradas, corrían alocadamente en busca de cobijo.
Enoch se puso en pie de un salto, agarró al visitante por un brazo y lo llevó bajo la protección del porche.
Allí se detuvieron, uno frente al otro; Ulises terminó de quitarse la máscara, que se había aflojado al romperse, y terminó de mostrar un cráneo lampiño en forma de huevo... y la cara, que parecía pintarrajeada. Dijérase la cara de un indio bravo y belicoso, pintado con los colores de la guerra, con la única diferencia de que aquí y allá mostraba toques de payaso, como si al pintarse la cara de aquel modo hubiese querido poner de relieve lo grotesco y absurdo de la guerra. Pero al mirarla Enoch comprendió que no era pintura, sino la coloración natural de aquel ser procedente de algún lugar perdido entre las estrellas.
Fuesen cuales fuesen las dudas que subsistieran en su ánimo, o el pasmo que aún sintiese, Enoch no tenía nin­guna duda de que aquel extraño ser no era de la Tierra. Pues no era humano. Podía tener forma humana, con dos brazos y dos piernas, una cabeza y un rostro, pero había en él algo esencialmente inhumano, casi la negación de la humanidad.
En otras épocas acaso lo hubiesen tomado por un demonio, pero aquellos tiempos ya habían pasado (aunque en algunos lugares aún subsistían) hasta cierto punto, en que la gente creía en demonios, en trasgos o en cualquier otro miembro de aquella legión sobrenatural que, en la imaginación de los hombres antiguos, tenía sus reales en la Tierra.
Dijo que venía de las estrellas. Y era posible que así fuese, aunque aquello no tenía pies ni cabeza. Nadie había podido imaginarlo, ni en las fantasías más descabelladas. Sin ningún asidero, no ofrecía nada a que sujetarse. No tenía puntos de referencia ni podía medirse con nada. Y dejaba una especie de vacío en la mente que acaso podría llenarse, andando el tiempo, pero que entonces no era más que un túnel de pasmo y maravilla que sé exten­día indefinidamente.
- No tenga prisa - le dijo el extraterrestre -. Ya sé que no es fácil. Y no conozco nada para facilitar el proceso. Al fin y al cabo, no tengo ningún medio de demostrar que vengo de las estrellas.
- Pero, ¿cómo habla usted tan bien...
-¿Quiere decir en su idioma? Esto no ha sido muy di­fícil. Si conociese todos los idiomas de la Galaxia, com­prendería que esto ofrece muy poca dificultad. Su idioma no es difícil. Es un idioma fundamental y omite un sinfín de conceptos.
Enoch tuvo que admitir que aquello podía ser cierto.
- Si usted lo desea - prosiguió el extraño visitante -, puedo irme durante un día o dos, para que usted tenga tiempo de pensar. Entonces volveré y usted ya habrá lle­gado a una decisión.
Una sonrisa forzada y que le pareció poco natural al mismo Enoch, sé dibujó en su cara.
- Esto me daría tiempo – replicó - para dar la alarma en toda la comarca. Podríamos tenderle una celada.
El extraterrestre movió negativamente la cabeza.
- Estoy seguro de que usted no haría eso. Estoy dis­puesto a correr ese riesgo. Si desea que...
- No - le atajó Enoch, con tanta calma que él mismo se sorprendió -. No, las cosas tiene que afrontarías uno solo. Eso es lo que aprendí en la guerra.
- Usted servirá - dijo el extraterrestre -. Servirá per­fectamente. No me equivoqué al juzgarlo y esto hace que me sienta orgulloso.
-¿Al juzgarme?
-¿Cree acaso que me presenté aquí por casualidad? Yo ya le conocía, Enoch. Quizá tanto como se conoce usted mismo. Probablemente aún más.
-¿Sabe usted mi nombre?
- Naturalmente.
- Vaya, pues no está mal - comentó Enoch -. Y usted, ¿cómo se llama?
- Me hace una pregunta muy embarazosa - contestó el extraterrestre -. Pues ha de saber que yo no tengo nombre, tal como en la Tierra se entiende. No tengo más que identificación, lo cual basta para mi especie; pero no un nombre que se pueda articular con la lengua.
De pronto, sin ningún motivo determinado, Enoch re­cordó aquella figura inclinada, montada en el último larguero de una cerca, con un bastón en una mano y un cortaplumas en la otra, aguzando tranquilamente el palo mientras sobre su cabeza silbaban las balas de cañón y a menos de un kilómetro de distancia se escuchaba el fuego de los mosquetones, cuyos fogonazos brillaban entre el humo de la pólvora que se alzaba sobre las líneas.
- Entonces, es necesario que le ponga un nombre - di­jo -. Voy a llamarle Ulises. Comprenda que tengo que llamarle de algún modo.
- De acuerdo - repuso el extraterrestre -. Pero, ¿me permite preguntarle por qué ha de ser Ulises?
- Porque es el nombre - contestó Enoch - de un gran hombre de mi raza.
Era algo completamente absurdo, desde luego, porque no existía el menor parecido entre ambos... entre aquel general de la Unión, sentado sobre la cerca aguzando un palo, y el ser que estaba junto a él bajo el porche.
- Me alegro de que lo hayas escogido - dijo el nuevo Ulises, de pie bajo el porche -. A mis oídos tiene un son noble y digno y te diré en confianza que me alegraré de llevarlo. Y yo te tutearé y te llamaré Enoch, que es tu nombre de pila, porque ambos seremos amigos y colabora­remos durante muchos de tus años.

Nota. El autor no se refiere al Ulises homérico, sino a Ulises Grant, general norteamericano, presidente de la Unión en 1868, reelegido en 1872.

Empezaba a comprender el alcance de aquella conver­sación y la idea era abrumadora. Tal vez hubiese sido me­jor, se dijo Enoch, tardar un poco en comprenderlo, ha­llado tan aturdido que no lo comprendiese en seguida.
-¿No quieres comer nada? - dijo Enoch, esforzándose por desechar de su mente aquella certidumbre, que surgía con demasiada rapidez -. Podría preparar un poco de café...
- Café - dijo Ulises, haciendo chasquear sus delgados labios -. ¿Tienes café?
- Puedo preparar una buena cafetera. Le echaré un huevo para darle mejor sabor...
- Es delicioso - observó Ulises -. De todas las bebidas que he probado en cientos de planetas, el café es la mejor.
Entraron en la cocina, Enoch revolvió las brasas del fogón y puso más leña al fuego. Se fue con la cafetera al fregadero, le echó un poco de agua del cubo y la puso a hervir. Luego se fue a la despensa en busca de unos huevos y bajó al sótano a por el jamón.
Mientras él iba de una parte a otra, Ulises permanecía sentado, muy rígido, en una silla de la cocina y sin quitarle ojo de encima.
-¿Puedes comer huevos con jamón? - le preguntó Enoch.
- Puedo comer lo que sea contestó Ulises -. Mi espe­cie es muy adaptable. Por esta razón me enviaron a este planeta en calidad de... ¿cómo lo decís vosotros?... un ob­servador, tal vez.
-¿No sería mejor decir explorador? - apuntó Enoch.
- Si, eso es, explorador.
Enoch pensaba que resultaba muy fácil hablar con él... casi tan fácil como con otra persona, a pesar de que, ¡Santo Dios!, parecía muy poco una persona. Más bien parecía la ridícula caricatura de un ser humano.
- Vives aquí, en esta casa, desde hace muchísimo tiempo - afirmó Ulises -. Y le tienes afecto.
- Ha sido mi hogar desde el día en que nací - repuso Enoch -. Estuve ausente de ella durante casi cuatro años, pero siempre fue mi hogar.
- Yo también me alegraré de volver a mi hogar - le confió Ulises -. Ya llevo demasiado tiempo ausente. Las misiones como ésta siempre se hacen demasiado largas.
Enoch dejó el cuchillo que empuñaba para cortar una lonja de jamón y se dejó caer pesadamente en una silla, para quedarse mirando de hito en hito a Ulises, sentado al otro lado de la mesa.
-¿Qué dices? - le preguntó -. ¿Dices que te vas a casa?
- Naturalmente - contestó Ulises -. Ahora ya he reali­zado mi misión. Yo también tengo una casa. ¿No se te había ocurrido pensarlo?
- Pues no, la verdad - musitó Enoch -. No se me había ocurrido.
Y así era, en efecto. No se le había ocurrido relacionar al extravagante ser con una casa y un hogar. Porque sola­mente los seres humanos tenían algo llamado hogar.
- Algún día - le dijo Ulises -, te hablaré de mi hogar. Es posible que algún día incluso visites mi casa.
-¿Allá entre las estrellas? - preguntó Enoch.
- Sí, ya sé que ahora eso te parece extraño - observó Ulises -. Tardarás un tiempo en acostumbrarte a esa idea. Pero cuando nos conozcas -a todos nosotros- lo enten­derás. Espero que seamos de tu agrado. En el fondo no somos malos. Somos muy distintos, pero no somos malos.
Las estrellas, pensó Enoch, se hallaban perdidas en las soledades del espacio y no tenía ni la más remota idea de la distancia a que se encontraban, ni lo que eran, ni por qué existían. Otro mundo, pensó... no, no era exactamente así... muchos otros mundos. Y habitados, tal vez por otros muchos pueblos; pueblos diferentes, sin duda, para cada estrella. Y uno de ellos, un miembro de aquellos pueblos, estaba sentado allí en su cocina, esperando que el café hirviese y que los huevos con jamón se friesen.
- Pero, ¿por qué? – Preguntó -. ¿Por qué?
- Porque - contestó Ulises- somos pueblos errabun­dos. Nos gusta viajar y necesitamos una estación de trán­sito aquí. Queremos convertir esta casa en estación y con­fiarte su custodia.
-¿Esta casa?
- No podemos construir una estación, porque la gente se preguntaría quién la construía y para qué. Por lo tanto, nos vemos obligados a aprovechar construcciones ya existentes y adaptarlas a nuestros fines. Pero únicamen­te el interior. Dejamos el exterior tal como está; es decir, en apariencia. Pues no queremos que la gente curiosee y haga preguntas. Tiene que haber...
- Pero, ¿estos viajes?...
- Son de estrella a estrella - repuso Ulises -. Más rá­pidos que el pensamiento. Como vosotros decís, en un abrir y cerrar de ojos. Tenemos lo que vosotros llamaríais maquinaria, aunque no es tal... no se puede comparar con la maquinaria entendida en el sentido terrestre.
- Te ruego que me disculpes - dijo Enoch, confuso -. Pero es que todo esto me parece tan imposible...
-¿Te acuerdas de cuando el ferrocarril llegó a Mill­ville?
- Claro que me acuerdo, aunque entonces no era más que un niño.
- Pues esto viene a ser algo parecido. Se trata de otro ferrocarril, la Tierra es un pueblo y esta casa será la estación de este nuevo ferrocarril distinto al que conoces. La única diferencia será que únicamente tú, en toda la Tierra, conocerás la existencia del ferrocarril. Pues has de saber que la Tierra no será más que un punto de descanso, el fin de una etapa. En la Tierra, nadie podrá sacar bille­tes para viajar en este ferrocarril.
Dicho de aquel modo, naturalmente, parecía muy sencillo, pero Enoch tenía la impresión de que distaba mucho de serlo.
-¿Cómo pueden ir vagones de ferrocarril por el espa­cio? - preguntó.
- No son vagones de ferrocarril - le contestó Ulises - sino otra cosa. No sé cómo explicártelo...
-¿Por qué no tratas de buscar a otro... a otro capaz de entenderlo?
- No hay nadie en este planeta que pudiera entenderlo ni remotamente. No, Enoch, tú nos servirás tan bien como otro cualquiera. En cierto modo, mucho mejor que otros.
- Pero...
-¿Qué, Enoch?
- Nada - repuso Enoch.
Se había acordado entonces de que había estado sen­tado en la escalera, pensando en lo solo que estaba y en un nuevo comienzo, sabiendo que era inevitable empezar de nuevo, empezar otra vez desde cero para volver a edi­ficar su vida.
Y aquí, de pronto, estaba aquel nuevo comienzo... más terrible y maravilloso que todo cuanto hubiera podido soñar, incluso en un momento de demencia.

XI

Enoch archivó el mensaje y envió el acuse de recibo:

N.o 406302 RECIBIDO. PONGO CAFÉ A HERVIR.
ENOCH

Después de borrar el mensaje de la máquina, se dirigió al depósito para líquidos N.0 3 que había preparado antes de irse. Comprobó la temperatura y el nivel de la solución, cerciorándose de nuevo de que el depósito estuviese bien colocado respecto al materializador.
De allí pasó al otro materializador, el oficial y de ur­gencia, colocado en un rincón, y lo examinó escrupulosamente. Estaba bien. Siempre estaba bien, pero él nunca dejaba de revisarlo antes de una visita de Ulises. Si algo hubiese ido mal, no hubiera podido hacer otra cosa sino enviar un mensaje urgente a la Central Galáctica. En este caso, alguien hubiera venido en el materializador normal, para reparar la avería. Pues la verdad era que el materializador oficial y de urgencia era exactamente lo que su nombre indicaba. Tan sólo se utilizaba para las visitas oficiales efectuadas por el personal del Centro Galáctico o para posibles casos urgen­tes, y su manejo se efectuaba totalmente desde fuera de la estación local.
Ulises, en su calidad de inspector de aquella y de otras varias estaciones, podría haber utilizado el materializador oficial siempre que lo hubiese tenido en gana y sin previo aviso. Pero en todos los años que llevaba visitando la es­tación nunca había dejado de avisarle su llegada, recordó Enoch con cierto orgullo. Se trataba de un gesto de corte­sía que tal vez muchos inspectores no tuviesen con las demás estaciones de la gran red galáctica, aunque era posible que con algunas de ellas tuviesen la misma defe­rencia.
Aquella misma noche, se dijo, tendría que decir a Ulises la vigilancia a que se hallaba sometida la estación. Acaso hubiese tenido que decírselo antes, pero se mostraba reacio a admitir que la especie humana pudiese constituir un problema para la instalación galáctica.
No tenía remedio, se dijo para sus adentros, aquella obsesión que le dominaba de presentar a los habitantes de la Tierra como seres buenos y razonables. La verdad era que por muchos conceptos no eran buenos ni razonables; tal vez porque aún no habían alcanzado la madurez. Eran listos y rápidos de entendimiento, a veces compasivos e incluso llenos de comprensión, pero fallaban lamentablemente en muchos otros aspectos.
Pero si se les diese ocasión para ello, pensaba Enoch, si se les ofreciese una oportunidad, únicamente si pudiese decirles lo que existía en el espacio, entonces tratarían de dominarse y de ponerse a la altura, y así, a su debido tiempo, serían admitidos en el gran concierto de pueblos estelares.
Una vez admitidos, demostrarían su valía y harían oír su voz, porque aún eran una estirpe joven y rebosante de energía... a veces incluso excesiva.
Enoch meneó dubitativamente la cabeza y cruzó la ha­bitación, para ir a sentarse en su escritorio. Colocando el correo ante él, desató el cordel con que Winslowe había atado el mazo de correspondencia.
Había unos cuantos diarios, un semanario, dos revistas - Nature y Science - y la carta.
Apartó los diarios y revistas a un lado y tomó la carta. Vio que era un sobre de correo aéreo con la estampilla de Londres y como remitente figuraba un nombre que le era desconocido. Se preguntó quién podía escribirle desde Londres sin conocerlo. Aunque luego pensó que quien-quiera que le escribiese, desde Londres o desde donde fuese, tenía que ser forzosamente un desconocido. Sí no conocía a nadie en Londres ni en ningún lugar del mundo.
Rasgó el aerograma, lo abrió y extendió sobre la mesa, acercando la lámpara de pie para que la luz cayese de pleno sobre la escritura.
Entonces leyó lo siguiente:

Muy señor mío:
Sin duda mi nombre le será desconocido. Soy uno de los varios directores de Nature, la publicación inglesa a la que usted está suscrito desde hace muchos años. No le escribo con papel de la revista porque esta carta es per­sonal y no tiene carácter oficial, y acaso incluso la con­sidere usted de muy mal gusto.
Tal vez le interese saber que es usted nuestro suscriptor más antiguo. Figura usted en nuestras listas de suscriptores desde hace más de ochenta años.
Si bien comprendo que esto no es de mi incumbencia, a veces me he preguntado si ha sido usted mismo quien ha estado suscrito a nuestra publicación durante un período tan prolongado, o si es posible que fuese su padre, o cual­quier otro familiar suyo quien inició la suscripción, limi­tándose usted a dejar que ésta siguiese a su nombre.
Es indudable que mi interés representa una curiosidad, y una intromisión inexcusable y si usted prefiere dar esta carta por no recibida, se halla muy en su derecho de ha­cerlo y me parecerá justo que así lo haga. Pero si no le importa contestar, agradeceré sumamente una respuesta.
Puedo únicamente decir en mi descargo que llevo tanto tiempo en la revista, que siento cierto orgullo en comprobar que hay alguien que ha sentido interés en recibirla durante más de ochenta años. Dudo que existan muchas publicaciones que hayan podido merecer un interés tan pronunciado por parte de uno de sus suscriptores.
Le saluda respetuosamente, con mi mayor consideración, suyo affmo. S.S.

Y después venía la firma.
Enoch apartó la carta a un lado.
De nuevo el mismo problema, se dijo. Allí estaba otro que lo vigilaba, aunque discretamente y con suma cortesía, y sin que representase un peligro como los demás.
Pero era otro que se había dado cuenta, otro que se extrañó ante el hecho de que el mismo individuo estuviese suscrito a una revista durante más de ochenta años.
Y a medida que fuese pasando el tiempo, habría más y más. No eran sólo los que lo vigilaban apostados fuera de la estación los que debían de preocuparle, sino los que estaban en potencia. Por más callado y discreto que fuese un hombre, llegaría un momento en que no podría seguirse ocultando. Tarde o temprano, el mundo vendría a pedirle cuentas y las gentes se agolparían, frente a su puerta, ansiosas por saber por qué se ocultaba.
Sabía que el plazo tocaba a su fin. El mundo estrechaba su cerco.
¿Por qué no pueden dejarme en paz?, murmuró entre dientes. Si él pudiese explicarles lo que verdaderamente sucedía, tal vez lo dejasen en paz. Pero no podía explicár­selo. Y aunque pudiese, siempre habría algunos que ven­drían a curiosear.
Al otro lado de la estancia, el materializador lanzó una llamada de aviso y Enoch giró en redondo.
El thubano había llegado. Estaba en el depósito, como una masa oscura y globular, y, por encima de él, flotando perezosamente en la solución, había un objeto cúbico.
El equipaje, se dijo Enoch. Pero el mensaje decía que no traía equipaje.
Mientras cruzaba apresuradamente la habitación, oyó unos chasquidos... eran el thubano que le estaba hablando.
- Un regalo para usted - dijo el chasquido -. Vegetación muerta.
Enoch atisbó el cubo que flotaba en el líquido.
- Tómelo - dijo el thubano con sus chasquidos -. Lo he traído para usted.
Desmañadamente, Enoch le contestó, golpeando con las uñas en la pared de cristal del depósito: "Muchas gracias, gracioso señor”. Mientras transmitía el mensaje, se pre­guntó si utilizaba el tratamiento adecuado para dirigirse a aquella masa gelatinosa. Un hombre, pensó, podía armarse un lío tremendo con aquellas cuestiones de etiqueta. Había algunos de aquellos seres a los que era necesario dirigirse en un lenguaje florido y ampuloso (y aún, en esos casos, las fórmulas variaban), mientras otros hablaban en los términos más escuetos y directos.
Metió la mano en el depósito para sacar el cubo y vio que era un bloque de madera muy pesada, negra como el ébano y de un grano tan fino, que parecía piedra. Rió in­teriormente, al pensar que, si había que hacer caso a Winslowe, se había convertido en un experto en maderas artísticas.
Dejó la madera en el suelo y volvió su atención al depósito.
-¿Le importaría explicarme lo que piensa hacer con ella? - le preguntó el thubano -. Para nosotros, eso no sirve para nada.
Enoch titubeó, rebuscando desesperadamente en su me­moria. ¿Con qué señales del código se traducía el verbo "tallar?”
-¿Bien? - dijo el thubano.
- Debe usted perdonarme, gracioso señor. No estoy muy versado en su lenguaje. Lo empleo muy pocas veces.
- Apee el tratamiento y no me llame "gracioso señor". Soy un ser vulgar.
- Modelarla - dijo Enoch -. Darle otra forma. ¿Es usted un ser visual? Si puede verla, le mostraré una.
- No soy visual - repuso el thubano -. Muchas otras cosas, sí, pero no visual.
Cuando llegó tenía forma de globo y entonces empe­zaba a aplastarse.
- Usted es un bípedo - le dijo el thubano con sus cu­riosos chasquidos.
- Sí, eso es lo que soy.
- Hablemos de su planeta. ¿Es un planeta sólido?
- ¿Sólido?, - se preguntó Enoch. Oh - sí, sólido; lo contrarío de líquido.
- Sólido en una cuarta parte – respondió -. El resto es líquido.
- El mío es casi totalmente líquido. Sólo una pequeña parte es sólida. Un mundo muy tranquilo.
- Quiero preguntarle una cosa - dijo Enoch, golpeando en las paredes del tanque.
- Pregunte - repuso el extraño ser.
- Usted es matemático. ¿Todos ustedes lo son?
- Sí contestó el thubano -. Es un excelente pasatiem­po. Mantiene la mente ocupada.
-¿Quiere usted decir que no aplican sus conocimientos a nada?
- Oh, sí, una vez los aplicamos. Pero ahora ya no nece­sitamos aplicarlos. Hace mucho, muchísimo tiempo que tenemos todo cuanto necesitamos. Ahora sólo nos diver­timos.
- He oído hablar de su sistema de notación numérica.
- Es muy diferente - observó el thubano -. Un concep­to muy superior.
-¿No puede usted explicármelo?
-¿Conoce el sistema de notación que emplean los ha­bitantes de Polar VII?
- No, no lo conozco contestó Enoch.
- Entonces, será inútil que le hable del nuestro. Primero debe de conocer el de Polar.
Así era, pensó Enoch. Debiera haberlo supuesto. ¡Había una suma tan fabulosa de conocimientos en la Galaxia y era tan poco lo que él había podido aprender, y entendía tan poco de lo poco que sabia!
Había en la Tierra hombres que podrían comprenderlo. Hombres que lo darían todo, salvo la vida, por saber lo poco que él sabia, y poder sacar partido de aquellos conocimientos.
Allá entre las estrellas había una masa de conocimien­tos colosal, que en parte era una extensión de lo que ya sabía la humanidad, y en parte relacionada con cuestiones que el hombre ni siquiera sospechaba, y que se utilizaban de unas maneras y para unas finalidades que en la Tierra eran inimaginables. Y que el hombre nunca podría ima­ginar, abandonado a sus propios medios.
Dentro de cien años, pensó Enoch. ¿Cuánto habría aprendido dentro de cien años? ¿Y cuando hubiesen pa­sado mil?
- Ahora me voy a descansar - dijo el thubano -. Hemos tenido una agradable conversación.

XII

Enoch se apartó del tanque y recogió el bloque de ma­dera. A su alrededor se había formado un pequeño charco, que brillaba sobre el suelo.
Se fue con el bloque hacia una de las ventanas para examinarlo. Era pesado, negro, de grano fino y a un lado aún tenía un poco de corteza. Lo habían aserrado. Alguien lo había aserrado hasta darle unas dimensiones que permi­tieran meterlo en el tanque donde descansaba el thubano.
Recordó un artículo periodístico que había leído un par de días antes, en el que un hombre de ciencia argüía que en un mundo líquido la inteligencia nunca podría desarrollarse.
Pero aquel científico se equivocaba, porque los thubanos eran una de las especies inteligentes que habitaban en un mundo líquido, y había otras que pertenecían a la comu­nidad galáctica. Había muchas cosas, se dijo, que el hom­bre no sólo tendría que aprender, sino que desaprender, si alguna vez quería convertirse en un miembro de la cultura galáctica.
La limitación de la velocidad de la luz, por ejemplo.
Si nada pudiese moverse a una velocidad superior que la de la luz, entonces el sistema galáctico de transporte sería imposible.
Pero no había que censurar al hombre, se dijo, por haber supuesto que la velocidad de la luz era la velocidad limite del Universo. El hombre - o cualquier ser que pensase como él- únicamente podía valerse de sus observaciones y de los datos que éstas facilitaban, para establecer sus postulados. Y como la ciencia humana no conocía hasta la fecha nada que fuese más rápido que la luz, entonces había que dar como válida la su­posición de que nada podía ser más veloz. Pero este postulado era únicamente válido como suposición, y nada más.
Pues los impulsos que transportaba a los seres de una estrella a otra eran casi instantáneos, fuese cual fuese la distancia.
Por más que pensara en ello, tuvo que reconocer que le costaba admitirlo.
Sólo hacía unos instantes, el ser que descansaba en el depósito estaba en otro depósito de otra estación, y el materializador captó su estructura molecular... y no sólo de su organismo, sino la estructura de su misma fuerza vital, el soplo que le infundía vida. Luego esta estructura recorrió casi instantáneamente los insondables abismos del espacio, hasta llegar al receptor instalado en esta estación, dónde los impulsos recibidos sirvieron para duplicar el organismo, la mente, la memoria y la vida de aquel ser, que entonces yacía muerta a muchos años luz de distancia. Y en el depósito, el nuevo cuerpo, la nueva mente, la nueva memoria y la vida cobraron realidad y forma casi instantáneamente... el ser era nuevo por completo, pero réplica exacta del anterior, por lo que la identidad conti­nuaba, lo mismo que la consciencia (el pensamiento únicamente se había interrumpido durante una fracción de se­gundo), de manera que para todos los fines y propósitos, aquél ser era el mismo.
Existían limitaciones para el envío de estos impulsos, pero estas limitaciones nada tenían que ver con la veloci­dad, pues los impulsos podían cruzar toda la Galaxia en un tiempo brevísimo. Pero bajo ciertas condiciones, podían alterarse los impulsos y por esto tenían que existir mu­chas estaciones... millares de ellas. Las nubes de polvo o de gas cósmico y las zonas altamente ionizadas podían al­terar los impulsos, y en los sectores de la Galaxia donde reinaban estas condiciones, los saltos de estación a estación eran mucho más cortos, para evitar dichas alteraciones. Habla que evitar algunas zonas dando un rodeo, a causa de las elevadas concentraciones de gases o de polvi­llo que presentaban, y que producían efectos comparables al de la refracción.
Enoch se preguntó cuántos cadáveres de aquel ser descansaban a la sazón en los tanques de las estaciones que había ido recorriendo en el curso de su viaje... del mismo modo como dejaría allí otro cadáver, dentro de pocas horas, cuando él enviase los impulsos correspondien­tes a la estructura molecular de aquel ser, para que éste continuase su viaje.
Un largo reguero de cadáveres, pensó, quedaba entre las estrellas, para ser destruido por una solución de ácidos y arrojados a tanques enterrados profundamente, mientras el ser continuaba su viaje, hasta llegar a su punto de destino y cumplir el objeto de su travesía cósmica.
¿Y cuál era el objeto, se preguntó Enoch... el objeto que impulsaba a las innúmeras criaturas que pasaban por las estaciones esparcidas por la inmensidad del espacio? algunos casos, charlando con los viajeros, éstos le existieron el objeto de su viaje, pero en su mayoría nunca supo qué les impulsaba a viajar... ni tenía derecho alguno a saberlo. Pues él sólo era el guardián.
A veces el anfitrión, pensó, aunque no siempre, porque con algunos seres era imposible serlo. Pero siempre era el hombre que vigilaba el funcionamiento de la estación y la mantenía en marcha, disponiéndola para recibir a los via­jeros, y reexpidiendo a éstos cuando llegaba el momento de hacerlo. Y que realizaba también las pequeñas tareas que éstos pudiesen necesitar, tratándolos siempre con de­ferencia y cortesía.
Examinó el bloque de madera y pensó lo contento que estaría Winslowe con él. Muy raramente se encontraban maderas tan negras y pulidas como aquélla.
¿Qué pensaría Winslowe si supiese que las estatuillas que tallaba estaban hechas de una madera que había crecido en planetas desconocidos, situados a muchos años-luz de distancia? Sabía que Winslowe debía de haberse preguntado muchas veces de dónde procedía aquella madera y cómo se la habla procurado su amigo. Pero nunca se lo preguntó. Y sabía también, naturalmente, que había algo muy raro en aquel hombre que iba todos los días a espe­rarlo en el buzón. Pero tampoco le habla hecho preguntas al respecto.
Esto era la verdadera amistad, se dijo Enoch.
Aquella madera que entonces tenía en las manos tam­bién era otra prueba de amistad... la amistad que demostraban los seres de las estrellas hacia un humilde guarda de una estación remota y provinciana, perdida en uno de los brazos espirales, muy lejos del centro de la Galaxia.
Se había corrido la voz, al parecer, en el transcurso de los años y a través del espacio, de que el guarda de aquella estación coleccionaba maderas exóticas... y las maderas empezaron a afluir. No sólo se las traían los miembros de aquellas especies que él consideraba sus amigos, sino completos desconocidos, como la burbuja gelatinosa que entonces descansaba en el tanque.
Dejó la madera encima de la mesa y se acercó al fri­gorífico, para sacar un trozo de queso reseco que Winslowe le trajo hacía unos días, y un paquete de fruta que un viajero de Sirra X le regaló la víspera.
- Las he analizado - le explicó el viajero - y puede usted comerlas sin temor. No producirán ningún trastorno en su metabolismo. ¿Aún no ha probado estas frutas? Es una lástima que no las conociese, porque son deliciosas. La próxima vez, si quiere, le traeré más.
De la alacena contigua al frigorífico sacó un panecillo redondo, que formaba parte de la ración que le enviaba regularmente la Central Galáctica. Hecho con un cereal distinto a cuanto se conocía en la Tierra, tenía un marca­do sabor a nueces con un ligero deje de especias no terre­nales.
Puso la comida sobre lo que él llamaba la mesa de la cocina, aunque no había cocina. Después puso la cafetera sobre la estufa y volvió a su escritorio.
La carta aún estaba allí, abierta, y él la plegó para guardarla en el cajón.
Rasgó las fajas marrones de los periódicos y formó un montón con ellas. Escogió del montón el Times neoyorqui­no y se instaló en su sillón favorito para leerlo.
SE CONVOCA UNA NUEVA CONFERENCIA DE PAZ, rezaban los titulares del articulé de fondo.
La crisis se había estado gestando desde hacia más de un mes; era la última de una larga serie de crisis que mantenían al mundo en vilo desde hacía años. Y lo peor de todo, se dijo Enoch, era que en su mayoría se trataba de crisis creadas artificialmente por un bando u otro, a fin de conseguir ventajas en la implacable partida de aje­drez de la política, entablada desde que se terminó la segunda guerra mundial.
Las crónicas que publicaba el Turres sobre la conferen­cia tenían una nota bastante desesperada, casi fatalista, como si los cronistas, y acaso los diplomáticos y los polí­ticos aludidos en ellas, ya supiesen de antemano que la conferencia no resolvería nada... si en realidad no servía para agravar aún más la crisis.
Los observadores de esta capital (escribía el corres­ponsal de Washington del Tímes) no se hallan muy con­vencidos de la utilidad que pueda tener la conferencia en este caso, a diferencia de otras conferencias celebradas anteriormente, para aplazar un estallido bélico o mejorar las perspectivas de arreglo. En muchos círculos apenas se oculta la preocupación y se afirma que esta conferencia únicamente servirá para atizar el fuego de la controversia sin abrir en cambio el camino hacia un posible compromiso. En la mente del público, una conferencia sirve para proporcionar un lugar y un tiempo destinado a estudiar reposadamente los hechos y los puntos de litigio, pero son muy pocos los que ven en la convocatoria de esta conferencia un indicio de que vaya a ser también así, en esta ocasión.
La cafetera se habla puesto a hervir y Enoch tiró el periódico para correr a la estufa y retirarla. Luego sacó una taza de la alacena y se dirigió a la mesa.
Pero antes de empezar a comer, volvió al escritorio, y, abriendo un cajón, sacó su gráfica y la extendió sobre la mesa, preguntándose por enésima vez el valor que pudiese tener, aunque a veces parecía tener cierto sentido, en al­gunas partes de ella.
La había basado en la teoría de la estadística de Mizar y se vio obligado, a causa de la naturaleza del tema, a extrapolar algunos factores y sustituir ciertos valores.
Volvió a preguntarse la validez que su trabajo podía tener y si había cometido algún error en alguna parte. ¿Habría destruido la validez del sistema con sus extrapolaciones y cambios? Y, de ser así, ¿cómo podría corregir los errores para restablecer la validez?
En este caso, se dijo, los factores eran cl índice de nata­lidad y la población total de la Tierra, el índice de mortalidad, la cotización monetaria, el coste de la vida y su nivel, la asistencia a los lugares del culto, los progresos médicos, el avance tecnológico, los índices industriales, la mano de obra disponible, las tendencias que se regis­traban en el comercio mundial, y otros muchos, entre los que se incluían algunos que a primera vista no parecían tener importancia: los precios alcanzados en las subastas por los objetos de arte, las preferencias demostradas por el público en sus vacaciones, movimientos migratorios, la velocidad de los transportes y la frecuencia de los trastor­nos mentales.
El método estadístico creado por los matemáticos de Mizar era de aplicación universal, empleado correctamente. Pero él se vio obligado a deformarlo al aplicarlo a la situación que reinaba en un planeta distinto, si quería que se adaptase a la situación existente en la Tierra... Y, después de aquella deformación, ¿podía dársele aún por válido?
Se estremeció al contemplar la gráfica. Si no había cometido ninguna equivocación, si había manejado correc­tamente todos los factores, si la aplicación del sistema no había ido contra sus mismos principios, entonces la Tierra iba en derechura hacia otra guerra mundial, hacia un holocausto en el ara de la destrucción nuclear.
Soltó los bordes de la gráfica y ésta se enrolló por sí sola hasta formar de nuevo un cilindro.
Tendió la mano hacia uno de los frutos que le había traído el sirrano y le hincó el diente. Luego lo saboreó, notando su delicadeza. Desde luego, pensó, era tan bueno como le había asegurado aquel extraño ser con apariencia de pájaro.
Se acordaba de que hubo un tiempo en que abrigó la es­peranza de que la gráfica basada en la teoría de Mizar le indicase, si no un medio para acabar las guerras, al menos un medio de mantener la paz. Pero la gráfica nunca le fa­cilitó el menor indicio del camino que llevaba a la paz. De una manera inexorable, implacable, señalaba hacia la guerra.
¿Cuántas guerras podría soportar aún la población de la Tierra?, se preguntó.
Era imposible saberlo, desde luego, pero la próxima podía muy bien ser la última, pues las armas que se utiliza­rían en el nuevo conflicto eran de efectos incalculables y nadie podía afirmar aún qué resultados tendrían aque­llas armas.
La guerra ya era bastante mala cuando los hombres se enfrentaban con las armas en la mano, pero en la guerra actual la destrucción cruzaría rauda los cielos para aba­tirse sobre ciudades enteras... y su objetivo no serian las concentraciones militares, sino la población total del pla­neta.
Tendió la mano de nuevo hacia la gráfica y luego la retiró. No había necesidad de seguirla mirando. Se la sabía de memoria. No encerraba esperanza alguna. Podía estu­diarla y darle vueltas hasta el día del juicio final, y no cam­biaría nada. No habla la menor esperanza. El mundo había tomado de nuevo el camino de la guerra, en medio de una roja niebla de furia e impotencia que lo cegaba, y avan­zaba por él rugiendo.
Siguió comiendo la fruta que aún le supo mejor que cuando la probó por primera vez. "La próxima vez le trae­ré más", le dijo aquel ser. Pero tal vez transcurriese mu­cho tiempo antes de que volviese, si es que volvía. Muchos de ellos sólo pasaban una vez por la estación, aunque algunos aparecían por allí casi todas las semanas... eran viejos viajeros regulares con los que estableció una íntima amistad.
Y luego hubo aquel pequeño grupo de hazers que, bastan­tes años antes, efectuaron largas paradas en la estación, para sentarse en torno a aquella misma mesa y matar el tiempo charlando. Llegaban cargados con cestas y canastas llenas de comida y bebida, como si fuesen a merendar al campo.
Mas por último dejaron de venir y hacía años que no aparecían por allí. Y lo lamentaba, porque eran unos com­pañeros muy agradables.
Tomó una taza más de café, sentado ocioso en el sillón, pensando en los buenos días de antaño, en que recibía la visita de los hazers.
Oyó un débil susurro de seda, levantó rápidamente la mirada y la vio sentada en el sofá, vestida con el recatado miriñaque de mediados del siglo XIX.
-¡Mary! - exclamó, sorprendido, poniéndose en pie.
Ella le sonreía de aquella manera tan especial, que era más bonita, pensó, que la de ninguna otra mujer.
-¡Cuánto me alegro de que hayas venido, Mary!
Y luego vio, apoyado en la repisa de la chimenea, vis­tiendo el uniforme azul de la Unión, con el sable al cinto y su marcial bigote negro, a otro de sus amigos.
- Hola, Enoch - le dijo David Ransome -. Supongo que no te molestamos.
- En absoluto - contestó Enoch -. ¿ Cómo pueden molestarme los amigos?
Se quedó de pie junto a la mesa y el pasado acudió de nuevo a él, el pasado bueno y tranquilo, el pasado per­fumado por las rosas y libre de obsesiones, - que nunca le había abandonado.
Desde muy lejos le llegó el sonido de pífanos y tam­bores y el tintineo de las armas, cuando los mozos se iban a la guerra, con el coronel muy erguido y bizarro en su uniforme y montado en su gran caballo negro, y las ban­deras del regimiento ondeando bajo la brisa de junio.
Cruzó la habitación y se acercó al sofá. Luego hizo una ligera inclinación ante Mary.
- Con su permiso, señora - dijo.
- No faltaba más - contestó ella -. Pero si estás ocu­pado...
- En absoluto. Deseaba mucho que vinieses.
Se sentó en el sofá, no muy cerca de ella, y vio que tenía las manos cruzadas en el regazo, muy compuesta y atil­dada. Hubiera querido tomarle las manos entre las suyas y sujetarlas por un momento, pero sabía que no podía.
Porque ella no era real.
- Hacía casi una semana que no nos veíamos - observó Mary -. ¿Cómo va tu trabajo, Enoch?
Él meneó dubitativamente la cabeza.
- Continúo con todos mis problemas. Los que me vigi­lan aún no se han marchado. Y la gráfica anuncia guerra.
David se apartó de la chimenea, cruzó la habitación y se sentó en una silla, arreglando cuidadosamente el sable.
- La guerra, tal como ahora la hacen – manifestó -, es algo muy lamentable. La nuestra era distinta, Enoch.
- En efecto - asintió éste -. Y si una guerra ya es una cosa intrínsecamente mala, ahora aún sería peor. Si en la Tierra hay otra guerra, a nuestros semejantes les será vedado el acceso a la comunidad del espacio, si no para siempre, al menos durante muchos siglos.
- Quizás esto no sea tan malo como parezca - obser­vó David -. Acaso aún no estemos preparados para convivir con los pueblos del espacio.
- Tal vez no - admitió Enoch -. Dudo mucho que lo estemos. Pero tarde o temprano lo estaremos. Y ese día aún se aplazará más, si tenemos otra guerra. Los pueblos del espacio únicamente aceptarán con ellos a una especie ver­daderamente civilizada.
- Acaso no sepan lo de la guerra - observó Mary -. ¿Có­mo pueden saberlo, si no salen de ésta estación?
Enoch movió la cabeza negativamente.
- Lo saben. Estoy seguro de que nos observan. Y, ade­más, leen los periódicos.
-¿Los periódicos a los que tú estás suscrito?
- Sí, los guardo para Ulises. Esa pila del rincón. El se los lleva a la Central Galáctica cada vez que viene. Sien­te mucho interés por la Tierra, por los años que ha pasado aquí. Y de la Central Galáctica, cuando él ya los ha leído, tengo la impresión de que van hasta el último confín de la Galaxia.
-¿Te imaginas - dijo David - lo que diría el adminis­trador de uno cualquiera de esos periódicos, si supiese has­ta dónde llega su circulación?
Enoch no pudo contener una sonrisa al pensarlo.
- Ahí tienes, por ejemplo, ese diario de Georgia – siguió diciendo David -, que cubre el Estado, como el rocío. - Ten­drá que pensar en una metáfora adecuada para la Galaxia.
- Un guante - terció Mary -. Puede decir que cubre la Galaxia como un guante. ¿Qué os parece?
- Excelente - dijo David.
- Pobre Enoch - observó Mary, contrita -. Nosotros aquí de chiste y él a vueltas con sus problemas.
- No soy yo quién los resolverá, desde luego - le asegu­ró Enoch -. Pero no pueden dejar de preocuparme. Con quedarme aquí dentro de la estación, para mí ya no hay problemas. Me basta con cerrar la puerta para dejar todos los problemas del mundo en el exterior.
- Pero no puedes hacer eso.
- No, no puedo - convino Enoch.
- Acaso tengas razón - dijo David- al pensar que esas otras especies pueden estar observándonos. Tal vez con la intención de invitar algún día a la raza humana a unirse a ellas. De lo contrario, ¿por qué hubieran querido esta­blecer una estación aquí en la Tierra?
- Están ampliando la red continuamente - contestó Enoch -. Necesitaban una estación en este sistema solar, para proseguir su expansión por nuestro brazo espiral.
- Sí, eso es verdad - asintió David -, pero..., ¿qué nece­sidad había de que fuese la Tierra? Hubieran podido cons­truir una estación en Marte, poner a un extraterrestre de guardián y les hubiera servido lo mismo.
- Yo también lo he pensado a veces - dijo Mary -. Pero ellos querían una estación en la Tierra y a un terrestre de guardián. Debían de tener algún motivo para ello.
- Yo también confiaba que así fuese - repuso Enoch -, pero temo que hayan venido demasiado pronto. Aún es de­masiado temprano para la especie humana. Todavía no es­tamos maduros. Somos unos simples adolescentes.
- Es una pena - observó Mary -. Con lo mucho que po­dríamos aprender... Ellos saben mucho más que nosotros. Su concepto de la religión, por ejemplo...
- No sé si en realidad se trata de una religión - dijo Enoch -. No tiene todos esos ringorrangos que suelen acompañar a nuestras religiones. Y no se basa en la fe. ¿Por qué tenía que basarse? Se basa en el conocimiento. Los extraterrestres saben, y esto es todo.
-¿Quieres decir la fuerza espiritual?
- Existe - prosiguió Enoch - con tanta seguridad cómo las demás fuerzas que componen el Universo. Existe una fuerza espiritual, del mismo modo como existen el tiempo, el espacio, la gravitación y todos los demás factores que forman el Universo no material. Existe y los extraterrestres pueden establecer contacto con él...
- Pero, ¿tú no crees - le preguntó David- que la especie humana también puede intuir la existencia de esta fuerza?
- No la conoce, pero la siente. Y tiende las manos hacia ella. Como no posee el conocimiento, tiene que pasar como pue­de con la fe. Y la fe es antiquísima. Tal vez se remonta a los primeros días de la prehistoria. Entonces era una fe tosca, pero una especie de fe, un avanzar a tientas en busca de una fe más profunda.
- Es posible - dijo Enoch -. Pero en realidad, yo no pen­saba en la fuerza espiritual, si no en todas las demás cosas, las cosas materiales, los métodos, las filosofías que podrían ser útiles para la humanidad. Nómbrame la rama que quieras de la ciencia, que habrá algo nuevo para nosotros, algo más de lo que tenemos.
Pero su mente volvió a aquella extraña cuestión de la fuerza espiritual y de la máquina aún más extraña que fue construida hacía eones, mediante la cual los galácticos podían establecer contacto con la fuerza. Aquella máquina tenía un nombre, pero no existía palabra alguna en el idioma inglés que se le acercase ni remotamente. "Talis­mán” era acaso la versión más próxima, pero talismán era un término demasiado tosco. Aunque ésa fue la palabra que empleó Ulises cuando hablaron de ella unos cuantos años después.
Había tantas cosas, tantos conceptos en la Galaxia, pen­só, que no podían expresarse adecuadamente en ningún idioma de la Tierra... El Talismán era mucho más que un simple talismán y la máquina que recibió este nombre, algo más que una simple máquina. En ella, además de cier­tos conceptos mecánicos, se hallaba involucrado un con­cepto psíquico, acaso una especie de energía psíquica des­conocida en la Tierra. Pero esto no era todo, sino que había mucho más. Si había leído parte de la literatura pu­blicada sobre la fuerza espiritual y el Talismán y se acor­daba de que al leerla se percató de cuán pequeña era su estatura, cuánto escapaba aquello a la comprensión de la especie humana.
El Talismán sólo podía funcionar en manos de determi­nados seres dotados de unas mentes especiales y de algo más (¿unas almas especiales, acaso?). "Sensitivos" era el termino que empleó al traducir mentalmente la expresión que denominaba a esa clase de seres, pero en este caso, tampoco estaba seguro de que el vocablo fuese el adecuado. El Talismán estaba puesto bajo la custodia de los sensiti­vos galácticos más capacitados, o más eficientes, o más devotos (¿cuál sería el adjetivo exacto?), que lo llevaban de estrella a estrella en una especie de progresión eterna. Y en cada planeta, los seres que lo poblaban establecían una comunión personal e individual con la fuerza espiri­tual por intermedio y con la ayuda del Talismán y su cus­todio.
Descubrió que esta idea le producía un escalofrío... el puro éxtasis que debía de producir tender la mano hacia la fuerza espiritual que llenaba la Galaxia e, indudablemente, todo el Universo, para tocarla. ¡Qué seguridad de­bía de proporcionar! La seguridad de que la vida ocupaba un lugar especial en el gran orden de la existencia, y que los seres, por pequeños, por débiles y por insigni­ficantes que fuesen, ocupaban un lugar en la inmensa ex­tensión del espacio y el tiempo.
-¿Qué te pasa, Enoch? - le preguntó Mary.
- Nada - contestó él -. Sólo estaba pensando. Discúl­pame. Procuraré estar más atento.
- Hablábamos - dijo David- de lo que podría darnos la Galaxia. Recuerdo, por ejemplo, esas matemáticas espe­ciales de que tú nos hablaste una vez, diciendo que eran algo...
- Sí, las matemáticas de Arturo - dijo Enoch -. Sé muy poco más sobre ellas que cuando os las mencioné. Son de­masiado complicadas. Se basan en un simbolismo de la conducta.
Era dudoso, pensaba, que incluso se las pudiera llamar matemáticas, aunque, en ultima instancia, esto es probablemente lo que eran. Eran algo que los cientí­ficos de la Tierra podrían utilizar indudablemente en el desarrollo de las ciencias sociales, convirtiéndose en una ciencia exacta, pues en ellas resultarían tan lógicas y eficientes como las matemáticas corrientes, empleadas en ingeniería, por ejemplo.
- Y la biología de esa especie de Andrómeda - observó Mary -. La especie que colonizó todos aquellos locos planetas.
- Sí ya sé. Pero la Tierra tendría que madurar un poco aspecto intelectual y emocional antes de que pudiésemos atrevemos a utilizarla como hacen los de Andrómeda. Sin embargo, supongo que tendría sus aplicaciones.
Se estremeció interiormente al pensar en la forma en que la utilizaban los de Andrómeda. Comprendió que esto demostraba que él seguía siendo un hombre de la Tierra, sujeto a todos los prejuicios, las manías y los tabúes del espíritu humano. Pues lo que habían hecho los de Andrómeda era sólo de sentido común. Si no se puede colonizar un planeta con la forma que se tiene, pues a cambiar de forma se ha dicho. Uno se convierte en un ser que puede vivir en el planeta y así se procede a su colonización. Si es necesario convertirse en gusanos pues uno se convierte en gusano... o insecto, o en molusco, o en lo que sea. Y no sólo se cambia de cuerpo, sino de mente, adquiriendo la mente necesaria para vivir en el planeta en cuestión.
- Las drogas y los medicamentos, por ejemplo – dijo Mary -. Los conocimientos médicos con que la Tierra podría enriquecerse. ¿Te acuerdas de ese paquetito de drogas que te envió la Central Galáctica?
- Unas drogas - dijo Enoch- que pueden curar casi todas las enfermedades de la Tierra. Tal vez esto sea lo que más me duele. Saber que las tengo aquí, en esa alacena, en este mismo planeta, donde hay tanta gente que las necesita.
- Podrías enviar muestras por correo - apuntó David -, a las asociaciones médicas o a las fábricas de productos químicos.
Enoch denegó con la cabeza.
- Ya pensé en eso, desde luego. Pero tengo que pensar también en la Galaxia. Estoy ligado por ciertas obligaciones a la Central Galáctica. Han adoptado grandes precau­ciones para no delatar la presencia de la estación. Luego están Ulises y todos mis amigos galácticos. No puedo estropear sus planes. Me siento incapaz de representar el papel de traidor. Porque, pensándolo bien, la Central Galáctica y la labor que realiza es más importante que la Tierra.
- Una lealtad dividida - comentó David, con un ligero deje burlón.
- Sí, eso es, exactamente. Hubo un momento, hace mu­chos años, en que pensé en escribir artículos para enviarlos a alguna revista científica. Una revista de medicina, natu­ralmente, porque no sé nada de medicina. Las drogas están ahí, desde luego, en el estante, con instrucciones para su uso, pero no son más que píldoras, polvos o ungüentos, o lo que sea. Pero yo sabía de otras cosas, me hallaba en­terado de otras cosas que me habían enseñado. No las conocía mucho, naturalmente, pero al menos eran atisbos en otras direcciones. Eran suficientes para que alguien se fi­jase en ellos y les sirviesen de punto de partida. Alguien más preparado que yo, y que supiese sacarles partido.
- Pero esto no hubiera dado resultado - objetó Da­vid -. Tú no tienes conocimientos técnicos, no eres un in­vestigador ni posees estudios superiores. No fuiste a nin­guna escuela especializada ni a la universidad. Las revistas no publicarían tus artículos si no pudieses exhibir cier­tos títulos.
- Eso ya lo comprendo. Y precisamente por eso no es­cribí esos artículos. Sabía que hubiera sido perder el tiem­po. No hay que culpar de ello a las revistas. Éstas deben tener un sentido de la responsabilidad. No pueden ofrecer sus páginas al primero que se presente. Y, aun en el caso de que los artículos les hubiesen parecido dignos de publicarse, hubieran tenido que averiguar quién era su autor. Y esto les hubiera conducido en derechura a la estación.
- Pero aunque hubieses conseguido publicarlos - señaló David -, el problema aún no estaría resuelto. Dijiste hace un momento que tú tenias que ser fiel a la Central Galác­tica.
- Suponiendo - dijo Enoch- que en este caso concreto hubiese conseguido lo que me proponía, tal vez nada hu­biera ocurrido. Por el simple hecho de difundir algunas ideas entre los hombres de ciencia de la Tierra para que éstos las desarrollasen, no hubiera perjudicado a la Central Galáctica. El problema principal, por supuesto, hubiera consistido en no revelar la fuente.
- Y aun así - dijo David -, hubieras podido decirles muy poco. Lo que yo quiero decir es que, en términos ge­nerales, lo que tienes es muy poco. Gran parte de estos conocimientos galácticos se hallan fuera de nuestro alcance.
- Efectivamente, así es - asintió Enoch -. Por ejem­plo, allí tienes la ingeniería mental de Mankalinen III. Si la Tierra pudiese conocerla, indudablemente dispondríamos de un medio para combatir con éxito las neurosis y los trastornos mentales. Las instituciones donde se acoge a esa clase de enfermos quedarían vacías y podríamos derri­barlas o emplearlas para otra cosa, pues no las necesitaría­mos. Pero los únicos que podrían explicarnos esa terapéu­tica serían los habitantes de Mankalinen III. Lo único que yo sé es que su ingeniería mental es famosa, pero esto es todo. No tengo la menor idea de lo que se trata. Es algo que sólo esa gente podría proporcionarnos.
- De lo que en realidad hablamos - intervino Mary - es de todas las ciencias innominadas... las ciencias en las que no ha pensado ningún ser humano.
- Como nosotros, tal vez - dijo David.
-¡David! - le reprendió Mary.
- Es absurdo - dijo David, colérico - pretender que somos seres humanos.
- Pues lo sois - dijo Enoch con firmeza -. Para mí, sois seres humanos. Sois los únicos que tengo conmigo. ¿Qué te ocurre, David?
- Creo que ya es hora de que digamos lo que somos en realidad - repuso David -. De que digamos que somos una mera ilusión. Que nos han creado y luego nos han con­jurado. Que existimos únicamente para una cosa: para venir a hablar contigo, para sustituir a las personas de verdad que no pueden hacerte compañía.
- ¡Mary - exclamó Enoch -, supongo que tú no pensa­rás eso! ¡No puede ser que pienses lo mismo!
Tendió las manos hacia ella y después las dejó caer, aterrorizado al darse cuenta de lo que había estado a punto de hacer. Era la primera vez que había intentado tocarla. La primera vez, en el transcurso de tantos años, que lo había olvidado.
- Perdóname, Mary. He hecho una cosa que no debía. Ella tenía los ojos arrasados en llanto.
- David - dijo él, sin volver la cabeza.
- David se ha ido - dijo Mary.
- No volverá - observó Enoch.
Mary movió negativamente la cabeza.
-¿Qué pasa Mary? ¿Puede saberse qué ocurre? ¿Qué he hecho?
- Nada - contestó Mary -, salvó que tú nos hiciste de­masiado semejantes a seres vivientes. Así, fuimos cada vez más humanos, hasta serlo por completo. Dejamos de ser unos títeres, unos muñecos fascinadores, para convertirnos en seres reales. Creo que David está resentido por eso... no por ser una persona, sino porque es una persona pero Continúa siendo una sombra al mismo tiempo. No nos im­portaba ser títeres o muñecos, porque entonces no éramos humanos. No teníamos sentimientos humanos.
- Mary, te lo suplico - imploró él -. Mary, por favor, perdóname.
Ella se inclinó hacia él, con el rostro iluminado por una profunda ternura.
- No tengo nada que perdonarte - le dijo -. Por el con­trario, creo que deberla darte las gracias. Tú nos creaste por amor a nosotros, porque nos necesitabas, y es mara­villoso sentirse amada y saber que hacemos falta a alguien.
- Pero yo no os he vuelto a crear - arguyó Enoch - hubo un tiempo, hace muchos años en que tuve necesidad de crearos. Pero ahora ya no. Ahora venís a visitarme por vuestra propia voluntad.
¿Cuántos años hacía?, se preguntó. Por lo menos cin­cuenta. Mary fue la primera, y David el segundo. De todos sus seres queridos, aquéllos eran los que ocupaban el pri­mer lugar en su corazón.
Pero antes de que aquello ocurriese, antes de que lo in­tentase siquiera, pasó muchos años estudiando aquella ciencia innominada creada por los taumaturgos de Al­phard XXII.
Hubo un día y un estado de espíritu en que aquello hu­biera sido llamado magia negra, pero no lo era. En reali­dad, consistía en la manipulación ordenada de ciertos as­pectos naturales del universo que la especie humana aún no sospechaba que existiesen. Tal vez aspectos que el hombre nunca descubriría. Pues no existía, al menos en el momen­to presente, la orientación necesaria del espíritu científico para iniciar los estudios e investigaciones que precederían al descubrimiento.
- David opina - dijo Mary - que no podíamos seguir jugando indefinidamente a este tranquilo juego de las visi­tas. Tenía que llegar un momento en que afrontásemos la realidad de lo que somos.
-¿Y los demás?
- Lo siento Enoch, pero los demás también.
- Pero, ¿y tú? ¿Y tú qué, Mary?
- No sé - repuso ella -. Mi caso es distinto. Yo te quie­ro mucho.
- Yo...
- No, no es eso lo que quiero decir. ¡No me entiendes! Me he enamorado de ti.
El se quedó anonadado, mirándola fijamente y escuchó un gran bramido, como si él permaneciese quieto mien­tras el mundo y el tiempo pasaban impetuosamente a su alrededor.
- Si esto hubiese podido haber continuado corno al prin­cipio.. - murmuró Mary -. Entonces nos alegrábamos de existir, nuestras emociones eran puramente superficiales y todos estábamos tan dichosos y contentos. Éramos como niños felices, correteando al sol. Pero luego nos fuimos ha­ciendo mayores. Creo que yo fui la que más creció.
Le sonrió a través de las lágrimas.
- No te lo tomes tan a pecho, Enoch. Aún podremos...
- Querida - le dijo Enoch -, he estado enamorado de ti desde el primer día en que te vi. Creo que incluso desde antes.
Tendió la mano hacia ella y luego la retiró, al acordarse de que no podía tocarla.
- No lo sabía - dijo ella -. No debía de habértelo dicho. Hubieras podido soportarlo si yo no te hubiese dicho que también te amaba.
Él asintió en silencio.
Ella agachó la cabeza.
- Dios mío, ¿qué habremos hecho para merecer esto?
Alzó la cabeza y lo miró,
- Si pudiera tocarte...
- Podemos continuar como hasta ahora - dijo Enoch -. puedes venir a venir siempre que quieras. Podríamos...
Ella meneó negativamente la cabeza.
- Sería inútil – dijo -. Ni tú ni yo podríamos soportarlo. Comprendió que tenía razón. Comprendía que todo ha­bía terminado. Durante cincuenta años, ella y los demás acudieron a visitarle. Y ya no vendrían más. El país de las hadas estaba destrozado y se había roto aquel mágico he­chizo. Se quedaría solo... más solo que nunca, más solo que antes de conocerla.
Ella no volvería y él no se resolverla a invocarla de nuevo, aunque pudiese, y su mundo de sombras con su amor que también era una sombra, el único amor que ha­bla tenido en su vida, desaparecerían para siempre.
- Adiós, amor mío - musitó.
Pero ya era demasiado tarde. Ella se había esfumado.
Y como si fuera desde muy lejos, oyó un quejumbroso silbido que indicaba la recepción de un mensaje.

XIII

Ella había dicho que debían afrontar la realidad de lo que eran.
¿Y qué eran? No lo que pensaba él que fuesen, si no lo que eran en realidad. ¿Qué ideas tenían de sí mismos? Acaso ellos conociesen su verdadera identidad mucho mejor que él.
¿Adónde se había ido Mary? ¿En qué limbo desaparecía cuando abandonaba aquella la habitación? ¿Continuaba exis­tiendo? Y de ser así, ¿qué clase de existencia era la suya? ¿La guardarían en alguna parte como las niñas guardan a sus muñecas en una caja, para meterlas en un armario con los demás juguetes?
Trató de imaginarse el limbo pero no pudo; para él el limbo era algo inexistente, algo irreal; un ser metido en el limbo seria una existencia dentro de una inexistencia, un absurdo. No habría nada... ni espacio ni tiempo, ni luz ni aire, ni color ni visión, sólo una negación interminable de la existencia, que necesariamente debía de hallarse en un punto situado fuera del universo.
¡Mary!, Exclamó para sus adentros. ¿Qué te he hecho, Mary?
La respuesta a esta pregunta estaba allí, escueta y te­rrible.
Se había metido en algo que no entendía. Y, además, había cometido el gran pecado de figurarse que lo entendía, aunque la verdad era que apenas sabía lo bastante para sacar partido del concepto, pero no lo bastante para calcu­lar las consecuencias.
La creación traía aparejada una responsabilidad y él no se hallaba preparado para asumir más que la responsabili­dad moral por el mal que había hecho, pero la responsa­bilidad moral, si no podía ir de consuno con la facultad de mitigar en parte el mal causado, era algo completamente inútil.
Ellos lo odiaban y estaban resentidos con él, y no podía censurárselo, porque él los había guiado para mostrarles la tierra de promisión de la condición humana, para vedarles después el paso a ella. Les dio todos los atributos de un ser humano con una sola excepción: la facultad de existir en el mundo de los hombres. Y esto era lo más importante.
Todos lo odiaban excepto Mary, mas para Mary esto era peor que el odio, pues estaba condenada, en virtud de la humanidad que él le había conferido, a amar al mons­truo que la había creado.
Ódiame, Mary, suplicó. ¡Ódiame como los demás!
Para él no eran más que el pueblo de las sombras, pero no fue más que un nombre creado por él mismo y para su propia conveniencia, una cómoda etiqueta que les había puesto, para tener algún modo de identificarlos al pensar en ellos.
Pero la etiqueta estaba equivocada, porque ellos no eran sombras ni fantasmas. Ante la vista eran sólidos y sustan­ciales, tan reales como los demás seres humanos. Su irrea­lidad sólo se ponía de manifiesto cuando intentaba to­carlos... porque entonces, la mano nada encontraba.
Engendros de su mente, pensó al principio, pero ahora ya no estaba tan seguro. Al principio sólo aparecían cuan­do él los conjuraba, utilizando los conocimientos y las técnicas adquiridos mediante el estudio de la obra reali­zada por los taumaturgos de Alphard XXII. Pero en los últimos años ya no los invocaba, por la sencilla razón de que no tenía que hacerlo. Ellos se le anticipaban y se pre­sentaban sin que los llamase. Se daban cuenta de que él los necesitaba antes de que él mismo lo supiese. Y allí los tenía, esperándolo, para pasar una hora o una velada con él.
Desde luego, eran engendros de su imaginación hasta cierto punto, porque fue él quien les dio forma, tal vez de manera inconsciente, sin saber por qué lo hacía, pero en los últimos años lo había sabido, aunque hubiese intentado ignorarlo y hubiese estado más tranquilo de no saberlo. Pues se trataba de un conocimiento que se negaba a admitir y rechazaba al fondo de su mente. Pero enton­ces, cuando ya todo había pasado y no importaba ya, por último tuvo que admitirlo.
David Ransome era él mismo, tal como había soñado, como hubiera deseado ser... sin llegar a serlo nunca, desde luego. Era él - bizarro oficial de la Unión, no un oficial de alta graduación, envarado y pesadote, sino un ofi­cial muy por encima de un hombre ordinario. Era atildado, elegante y se veía un hombre valiente y temerario, al que las mujeres amaban y los hombres admiraban. Era un jefe nato y al mismo tiempo un buen compañero, que se encontraba tan a sus anchas en el campo de batalla como en el salón.
¿Y Mary? Era curioso, pensó, que siempre la hubiese llamado únicamente Mary. Nunca le puso ningún apodo. Ella fue sencillamente Mary.
Sin embargo, estaba formada por dos mujeres, por lo menos. Era Sally Brown, que vivía un poco más abajo... ¿Cuánto tiempo hacía, se dijo, que no pensaba en Sally Brown? Sabía que era extraño que no hubiese pensado en ella, que ahora le sorprendiese el recuerdo de una antigua vecinita llamada Sally Brown, pues ambos estuvieron ena­morados, o tal vez se figuraron que lo estaban. Porque incluso en los últimos años, al evocar su recuerdo, nunca estuvo muy seguro, ni siquiera a través de la niebla romántica del tiempo, de sí aquello fue amor o nada más el romanticismo de un soldado que se iba a la guerra. Fue un amor tímido y vacilante, desmañado, el amor entre la hija de un labriego y el mozo de la casa vecina. Decidieron que se casarían cuando él volviese de la guerra, pero pocos días después de Gettysburg recibió una carta, escrita hacía más de tres semanas, en la que le participaban que Sally Brown había muerto de difteria. La noticia le produjo pena, recordaba, pero no sabía si fue muy profunda, aun­que probablemente lo fue, porque en aquellos días estaban de moda las penas largas y profundas.
Así es que Mary, sin duda, era parcialmente Sally Brown, pero no del todo. Era también aquella alta y airosa hija del Sur, que vislumbró por unos momentos cuando su columna avanzaba por una polvorienta carretera, bajo el sol abrasador de Virginia. Bastante apartada de la carrete­ra se alzaba una mansión, una de esas grandes haciendas de los plantadores, y ella estaba de pie en el pórtico, junto a una de las grandes columnas blancas, viendo pasar al enemigo. Tenía el cabello negro como ala de cuervo y su tez era más blanca que la misma columna; se erguía tan altanera y firme, tan retadora e imperiosa, que su recuerdo se grabó profundamente en su memoria y soñó con fre­cuencia en ella - aunque no sabía su nombre - durante todos los días de la guerra, llenos de sangre, sudor y polvo. Mientras pensaba en ella y ella lo visitaba en sus sueños, se preguntaba si no sería infiel a su Sally al tenerla tan presente en su pensamiento. Sentado en torno al fuego del campamento, cuando la conversación se calmaba, y luego, envuelto en sus mantas y mirando a las estrellas, elaboró una fantasía en que se veía volviendo a Virginia, termina­da la guerra, para buscarla. Acaso no la encontrase ya en la mansión, pero entonces él recorrería todo el Sur hasta encontrarla. Pero aquello no pasó de ser un sueño; nunca pensó en serio en ir a buscarla. Fue una simple divagación concebida al amor de la lumbre.
Así, Mary fue una síntesis de aquellas dos mujeres... fue Sally Brown y la desconocida belleza de Virginia que estaba de pie junto a la columna, viendo desfilar las tropas. Era la sombra de ambas y tal vez de muchas otras que él mismo ignoraba, una composición de todo cuanto había visto o admirado en las mujeres. Era un ideal de perfección. Se convirtió en la mujer perfecta, concebida por su mente. Y ahora, como Sally Brown, que descansaba en su tumba; como la belleza de Virginia, perdida en las tinieblas del tiempo, como todas las demás que acaso con­tribuyeron a forjarla, se había ido y lo había dejado.
Y él la amó, ciertamente, porque ella era una suma, un compendio de sus amores... la síntesis, en realidad, de todas las mujeres que habla amado - si es que en realidad había amado a alguna - o de aquellas que creía haber amado, incluso de forma abstracta.
Pero el hecho de que ella lo amase también era algo que nunca había cruzado por su mente. Y mientras no supo el amor que ella le tenía, le resultó muy posible alimentar su amor en lo más recóndito de su corazón, sabiendo que era un amor sin esperanzas e imposible, pero el mejor que podía encontrar.
Se preguntó dónde podía estar ella ahora, a qué lugar se habría retirado... al limbo que había tratado de imaginar o a una extraña no-existencia, esperando sin saberlo el momento de volver a su lado.
Hundió la cabeza entre sus manos y se sentó lleno de profunda aflicción y duelo, tapándose la cara con las palmas.
Se sentía culpable. Ella nunca volvería. Ojalá no vol­viese nunca. Sería mejor para ambos que no volviese.
¡Si pudiese estar seguro de dónde se encontraba en­tonces! ¡Si pudiese tener la certeza de que estuviese en una especie de muerte donde sus pensamientos no la tortu­rasen! Le era insoportable pensar que pudiese tener vida sensible.
Oyó un silbido que le anunciaba la llegada de un men­saje y aparté las manos de su cara. Pero no se levantó del sofá.
Tendió desmañadamente la mano hacia la mesita del café, que estaba al lado, cubierta de las baratijas y chu­cherías más vistosas que le habían regalado los viajeros.
Recogió un cubo de algo que parecía un extraño tipo de cristal o una piedra translúcida - nunca supo a ciencia cierta lo que era, si es que no era ambas cosas a la vez - y lo tomó cuidadosamente en sus manos. Lo miró con atención y vio en su interior una diminuta imagen, tridi­mensional y detallada, de un mundo fantástico. Era un mundo más bien grotesco encajado en el interior de lo que pudiera haber sido una vereda selvática rodeada de algo que parecían hongos floridos, y, flotando suavemente por el aire, como si fuese parte integrante de la atmósfera, vino lo que parecía una lluvia de nieve multicolor, que centelleaba y brillaba a la luz violeta de un gran sol azul.
Unos seres bailaban en la vereda, y parecían más flores que animales, pero se movían con una gracia y una poesía que encandilaban el ánimo. De pronto aquel lugar fantás­tico desapareció y fue reemplazado por otro... un lugar bravío y tétrico, de ceñudos acantilados que se alzaban a gran altura sobre un cielo rojizo y amenazador, mientras grandes seres voladores que parecían harapos aleteantes subían y bajaban ante la faz del acantilado, mientras otros se arrullaban de manera obscena sobre las raquíticas proyecciones que sin duda eran arbolillos deformes que sur­gían de la pared de roca. Y mucho más abajo, desde una distancia que apenas se podía conjeturar, llegaba el apagado trueno de un río tumultuoso.
Volvió a dejar el cubo encima de la mesa, preguntándose qué era lo que el observador veía en sus profundidades. Era como si pasara las páginas de un libro y viera en cada una la imagen de un lugar distinto, pero sin indica­ción alguna sobre la situación de aquel lugar. Cuando se lo dieron, pasó al principio muchas horas, fascinado, viendo cómo las imágenes cambiaban mientras tenía el cubo en las manos. Nunca vio que se pareciese ni remotamente a otra, y el desfile de imágenes era interminable. El obser­vador tenía la sensación de que en realidad no eran imá­genes, sino de que contemplaba una escena real y que en el momento más impensado podía perder el equilibrio y caer de cabeza en la escena contemplada.
Pero finalmente fue perdiendo interés por el juguete, porque comprendió que era absurdo contemplar aquella interminable serie de lugares desprovistos de identidad. Absurdo para él, desde luego, se dijo, pero no para aquel habitante de Enif V que se lo regaló. Por lo que él sabía, se dijo Enoch, aquello podía tener una gran importancia y ser un tesoro muy valioso.
Lo mismo sucedía con muchas de las cosas que atesoraba. Incluso aquellas que le proporcionaron goce sabía que podían emplearse equivocadamente, o, al menos, de una manera distinta a la intención de sus creadores.
Pero había algunas - Sólo unas cuantas - que poseían un valor que él podía entender y apreciar, aunque en muchos casos sus funciones apenas tuviesen utilidad para él. Había el diminuto reloj que daba la hora local de todos los sectores de la Galaxia, que si bien podía ser in­trigante, y hasta esencial en ciertas circunstancias, para él tenía muy poco valor. Y luego había el mezclador de perfumes, que era la manera más afortunada que él tenía de calificarlo, y que permitía crear el perfume deseado. Bastaba con obtener la mezcla y abrir la espita, para que la habitación se impregnase de aquel perfume, que desaparecía instantáneamente al cerrar la espita. Pasó momentos muy divertidos con el mezclador, por ejemplo, aquel crudo día de invierno, en que, después de muchos tanteos, con­siguió el perfume de las flores del manzano, y pasó el día respirando un aire primaveral, mientras afuera aullaba la ventisca.
Tendió la mano para asir otro objeto... una cosa muy hermosa que siempre le había intrigado, pero para la que no encontraba aplicación, si es que de veras la tuviese. Llegó a pensar que acaso no fuese más que una obra de arte, una cosa bella destinada únicamente al placer de la vista. Pero algo le decía que acaso tuviese una finalidad específica.
Era una pirámide de esferas, esferas más pequeñas puestas sobre otras mayores. Medía unos treinta y cinco centímetros de altura y era un objeto muy gracioso; cada esfera tenía un color distinto, pero no un color pintado, sino un color tan profundo y auténtico que instintivamente se comprendía que cada esfera poseía su color intrínseco y que toda ella, del centro a la superficie, era de aquel color particular.
Nada indicaba que se hubiese empleado una cola o un pegamento cualquiera para montar las esferas unas sobre otras y mantenerlas en su sitio. Todo hacía creer que alguien se había dedicado a amontonar las esferas hasta formar una pirámide con ellas, y que así se habían que­dado.
Sosteniendo la pirámide en sus manos, trató de recor­dar quién se la había dado, pero no lo consiguió.
El silbido de la máquina receptora de mensajes aún no había cesado y recordó que tenía mucho que hacer. No podía estarse sentado allí, pensando en las musarañas. Volvió a dejar la pirámide de esferas encima de la mesa y se levantó para cruzar la estancia.
El mensaje rezaba:

N.0 406302 A ESTACIÓN 1S327. NATURAL DE VEGA
XXI LLEGA A LAS 16532'82. PARTIDA INDETERMINADA.
SIN EQUIPAJE. SÓLO GABINETE CONDICIONES LOCA­LES. CONFIRME.

Enoch se sintió contento al leer el mensaje. ¡Qué bueno sería volver a recibir la visita de un hazer! Hacía tal vez más de un mes que el último pasó por la estación.
Recordaba muy bien el primer día que vio a un hazer... fue aquel día en que llegaron cinco de ellos. Debió de ser en 1914 ó 1915. En plena guerra, la primera guerra mun­dial, que entonces llamaban la Gran Guerra.
El hazer llegaría aproximadamente a la misma hora que Ulises, y los tres pasarían una velada muy agradable.
No sucedía con frecuencia que le visitasen dos buenos amigos a la vez.
Dio un respingo al pensar que calificaba de amigo al hazer pues era más que probable que nunca hubiese visto a su visitante. Aunque esto poco importaba, porque un ha­zer, el que fuese, siempre acababa siendo su amigo.
Colocó el gabinete bajo un materializador, lo comprobó todo y volvió a comprobarlo para cerciorarse de que todo estaba perfectamente en orden, volvió junto a la máquina transmisora y envió la confirmación.
Y, entre tanto, no cesaba de preguntarse: ¿Fue en 1914, o acaso un poco después?
Abrió un cajón del catálogos buscó Vega XXI y la pri­mera fecha que figuraba en la lista era 12 de julio de 1915. Luego sacó el libro registro del estante y lo puso sobre el escritorio. Lo hojeó rápidamente, hasta encontrar la fecha.

XIV

12 de julio de 1915. - Esta tarde, a las 3,20, han llegado cinco seres de Vega XXI, los primeros de su especie que pasan por la estación. Son bípedos y humanoides, y dan la impresión de no estar hechos de carne - la carne sería una materia demasiado grosera para la clase de seres que son -, aunque, desde luego, están constituidos de materia orgánica, como todos los seres vivientes. Aunque resplandecen, no con una luz visible, pero les rodea un aura que los acompaña a todas partes.
Según creí entender, los cinco formaban una unidad sexual, aunque no estoy muy seguro de que así fuese, por­que todo resulta muy confuso. Estaban muy contentos y cordiales, mostrando un aire ligeramente divertido, como si algo les hiciese gracia, nada en particular, en realidad, sino todo el universo; dijérase que se reían de un chiste cósmico y particular, que sólo ellos conocían. Estaban de vacaciones y se dirigían a un festival (aunque acaso no sea ésta la palabra exacta) que se celebraba en otro planeta, donde se reunían otros seres para pasar una se­mana de carnaval. No pude saber cómo o por qué los habían invitado. Seguramente representaba para ellos un gran honor asistir al festival, pero por lo que pude ver ellos no parecían considerarlo así, sino que consideraban que era su derecho. Estaban contentos y despreocupados, extremadamente tranquilos y llenos de aplomo, pero ahora, al pensarlo, supongo que siempre deben de estar así. Me sentí un poco envidioso por no poder ser tan despreocu­pado y alegre como ellos. Traté de imaginar lo bella y agradable que debía de parecerles la vida y el universo y sentí un ligero resentimiento ante su dicha y su des­preocupación irreflexiva.
Según las instrucciones recibidas, colgué unas hamacas para que pudieran descansar, pero ellos no las emplearon. Trajeron consigo tinas canastas llenas de comida y bebida, se sentaron a mi mesa y empezaron a hablar y a banque­tearse. Me invitaron a sentarme con ellos y escogieron dos platos y una botella, que me aseguraron que no me per­judicarían; en cuanto al resto de sus vituallas, no podían asegurar el efecto que producirían sobre mi metabolismo. La comida era deliciosa y de una clase que nunca había probado... un plato recordaba a los tipos más raros y deli­cados de quesos viejos, y el otro era de un sabor dulce verdaderamente celestial. La bebida recordaba a las mejores marcas de coñac terrestre, era de color amarillo y clara como el agua.
Me hicieron preguntas sobre mí mismo y mi planeta, se mostraron muy corteses y verdaderamente interesados; comprendían inmediatamente todo lo que yo les decía. Me contaron que se dirigían a un planeta cuyo nombre nunca había oído pronunciar, y conversaron entre ellos, alegres y felices, pero procurando que yo no me sintiese excluido de la conversación. Por ella colegí que en el festival del planeta de marras se presentaba alguna forma de arte. Ésta no consistía únicamente en música o pintura, sino que estaba compuesta de sonido y color, sin olvidar la emoción, la forma y otras cualidades que no parecen tener palabras para expresarlas en ningún idioma de la Tierra, y que no puedo identificar por completo. Tuve la impresión de que se trataba de una sinfonía tridimensional, aunque ésta no sea la expresión exacta, y que había sido com­puesta no por un individuo solo, sino por un equipo. Ha­blaban con entusiasmo de esta forma de arte, y, según me pareció entender, no duraba varias horas sino varios días, y era más una experiencia que algo que se escuchaba o se vela, pues los espectadores o el público no se limitaban a sentarse para escuchar, sino que participaban en ella, si así lo deseaban. Pero no conseguí entender de qué ma­nera participaban y no me atreví a preguntárselo. Hablaban de la gente que verían, de los últimos conocidos que habían visitado y se contaban muchos chismes sobre ellos, aunque sin malicia, dando la impresión de que ellos y muchos otros iban de planeta en planeta con una gozosa finalidad. Pero no conseguí determinar si sus viajes tenían alguna otra finalidad, además del esparcimiento. Colegí que acaso la tuviesen.
Hablaban de otros festivales, no todos relacionados con aquella forma artística, sino con otros aspectos más es­pecializados de las artes, de los que no conseguí formarme una idea cabal. Parecían hallar un goce indescriptible en estos festivales y me pareció que algunos aspectos de los mismos ajenos al arte contribuían a aumentar su felicidad. No intervine en esta parte de la conversación porque, francamente, no se me presentó ocasión para hacerlo. Me hubiera gustado hacerles algunas preguntas, pero no me dieron pie para ello. Supongo que de haber tenido ocasión, mis preguntas les hubieran parecido estúpidas, pero esto no me hubiera importado mucho. Y con todo, a pesar de esto, consiguieron hacer que me sintiese incluido en la conversación. No hicieron nada concreto en este sentido, y, a pesar de ello, yo me sentí identificado con ellos y no solamente un guardián de la estación en cuya compañía pasaría un breve período. A veces hablaban brevemente en el idioma de su planeta, que es uno de los más hermosos que he oído, pero casi siempre conversaban en el lenguaje que utilizan numerosas especies humanoides y que viene a ser una lengua franca del espacio creada con fines utilitarios, y sospecho que lo hicieron por cortesía hacia mí, y, desde luego, fue una gran muestra de defe­rencia por su parte. Creo que se cuentan entre los seres más verdaderamente civilizados que me ha sido dado a conocer.
He dicho que resplandecían y con esto quiero decir que irradiaban una luz espiritual. Daba la impresión de que a veces les acompañaba una neblina dorada y centelleante que alegraba todo cuanto tocaba... casi como si se moviesen en un mundo especial que nadie habla conseguido descu­brir. Sentado a la mesa con ellos, yo parecía hallarme incluido en aquella neblina áurea y sentía correr por mis venas extrañas y profundas corrientes de felicidad tranquila. Me pregunté por qué caminos ellos y su mundo habían llegado a aquel áureo estado y si mi mundo podría alcanzarlo, en un tiempo muy remoto.
Pero en el fondo de aquella felicidad había una vitalidad tremenda, un espíritu burbujeante y efervescente con un núcleo de fortaleza y un amor por la vida que parecía surgir por todos sus poros y en todos los momentos de su existencia.
Sólo disponían de dos horas y éstas pasaron tan rápi­damente, que por último me vi precisado a advertirles que ya tenían que marcharse. Antes de irse, dejaron dos en­voltorios sobre la mesa, dijeron que eran para mí y me dieron las gracias por mi mesa (curiosa manera de decir­lo). Después se despidieron, entraron en el gabinete (el de tamaño extra) y yo accioné el dispositivo que les hacía continuar su viaje. Incluso después de su partida, el res­plandor dorado pareció flotar en la habitación durante horas, antes de extinguirse. Deseé haberles podido acom­pañar al planeta donde se celebraba aquel mágico festival.
Uno de los envoltorios que me dejaron contenía una docena de botellas del licor semejante al coñac. Las bote­llas eran verdaderas obras de arte. No hasta dos de ellas iguales. Estaban formadas por lo que yo estoy convencido que era diamante, aunque no sé si fabricado o tallado de piedras gigantescas. De todos modos, calculo que estas botellas poseen un valor incalculable. Muestran gran va­riedad de símbolos en su conformación, cada uno de los cuales, empero, posee una belleza peculiar. Y en el otro envoltorio habla... bien, supongo que, a falta de nombre más adecuado, tendré que llamarla una cajita de música. La cajita es de marfil, de un viejo marfil amarillento tan suave como el raso, y cubierta de unos enmarañados relie­ves que deben de tener un significado oculto. En la parte superior hay un círculo montado dentro de una escala graduada. Cuando coloqué el círculo en la primera gradua­ción, oí música y la habitación se llenó de un juego de luces multicolores, como si toda la habitación estuviese llena de una orgía de color. Entre aquellas coloraciones había como un lejano recuerdo de la bruma dorada. De la caja también surgieron perfumes que se esparcieron por la estancia, junto con sentimientos y emociones - si hay que llamarlos así -, y algo que se apoderaba de uno, infun­diendo alegría o tristeza. De la caja surgió un mundo en el que podía vivirse la composición o lo que aquello fuese, con todo el ser, todas las emociones, fe y entusiasmo de que uno era capaz. Estoy seguro de que era una especie de grabación de aquella forma artística de la que ellos hablaban. Pero no era sólo una composición, sino exacta­mente 206, porque, este es el número de las señales que tiene la escala graduada, y a cada señal corresponde una composición distinta. En los días venideros las interpretaré todas, tomaré unas sobre ellas. Las pondré nombres, acaso guiándome por sus características. Tal vez saque de ellas no sólo esparcimiento, sino útiles enseñanzas.

XV

Las doce botellas diamantinas, vacías desde hacía mu­cho tiempo, estaban en una centelleante hilera sobre la repisa de la chimenea. La cajita de música, que era una de sus más preciadas posesiones, estaba guardada en uno de los armarios, en un lugar seguro y protegido. Y Enoch pensó tristemente que, a pesar de haberlas utilizado con regularidad durante todos aquellos años, aún no había agotado la lista de las composiciones. Había tantas de las primeras que había interpretado una y otra vez, que ape­nas había recorrido más de la mitad de la escala normal.
Los cinco hazers regresaron de vez en cuando, porque al parecer encontraban en aquella estación, e incluso en el hombre que estaba a su cuidado, unas cualidades que eran de su agrado. Le enseñaron el idioma de Vega, le trajeron rollos de literatura vegana junto con muchas otras cosas y fueron para, sin ningún género de dudas, los mejores amigos que tuvo entre los extraterrestres, con la sola excepción de Ulises. Hasta que un día dejaron de volver y él se preguntó a qué se debía su ausencia, pre­guntando también por ellos a los hazers que a veces pasaban por la estación. Pero nadie supo darle razón de ellos.
Ahora ya sabía muchas más cosas sobre los hazers y sus formas artísticas, sus tradiciones, sus costumbres y su historia, que lo que sabía el primer día que hizo aquella anotación, en el año 1915. Pero aún distaba mucho de com­prender un buen número de los conceptos que ellos em­pleaban corrientemente.
Vio a muchos de ellos desde aquel día de 1915 pero había uno que recordaba particularmente: el viejo sabio, el filósofo, que murió en el suelo, junto al sofá.
Ambos estaban sentados en el sofá, hablando, e Incluso podía recordar cuál era el tema de su conversación. El viejo le estaba explicando el perverso código moral, irra­cional y cómico a la vez, creado por aquella curiosa raza de vegetales sociables que descubrió en una de sus visitas a un apartado planeta, situado en el borde opuesto de la Galaxia. El viejo hazer había bebido un par de copas y se hallaba en espléndida forma, relatando incidente tras in­cidente con entusiasmo.
De pronto, se interrumpió a la mitad de una frase, y se inclinó suavemente hacia delante. Enoch, sorprendido, trató de sostenerlo, pero antes de que pudiera ponerle la mano encima, el anciano visitante se escurrió con lentitud al suelo.
El aura dorada que rodeaba su cuerpo se apagó lenta­mente y el extraterrestre permaneció tendido en el suelo, angular, huesudo y repugnante, como algo terriblemente extraño, lamentable y monstruoso a la vez. Más mons­truoso, le pareció, que cualquier otra forma viviente no terrestre que hasta entonces había visto.
Si en vida era una criatura maravillosa, entonces, muer­to, aquel ser era un viejo saco de huesos deformes, recu­biertos de una piel escamosa y apergaminada. Era el aura dorada, se dijo Enoch, tragando saliva, dominado por un sentimiento muy próximo al horror, lo que había hecho que el hazer pareciese tan maravilloso y bello, tan lleno de vitalidad, dignidad y alegría. El aura dorada era la vida de aquellos seres, y, cuando desaparecía, se convertían en algo horrible y repulsivo, cuya contemplación producía náuseas.
¿Acaso seria posible, se preguntó, que la bruma dorada fuese la fuerza vital de los hazers y que éstos la llevasen como un manto, como una especie de disfraz completo? ¿Y si tuviesen la energía vital en el exterior, a diferencia de los demás seres, que la tenían en el interior de su organismo?
El viento gemía en los altos aleros de la casa y por las ventanas vio legiones de nubes deshilachadas que huían velozmente sobre la faz de la luna, que había ascendido hasta la mitad del firmamento oriental.
En la estación reinaban un frío y una soledad que llegaban muy lejos, mucho más allá de una simple soledad terrenal.
Enoch abandonó el cadáver y cruzó rápidamente la habitación, para dirigirse al aparato transmisor. Puso una llamada pidiendo conexión directa con la Central Galáctica y luego esperó, asiendo fuertemente los lados de la má­quina con ambas manos.
COMUNIQUE, dijo la Central Galáctica.
De la manera más breve y objetiva que le fue posible, Enoch comunicó lo sucedido.
Le contestaron sin la menor vacilación y sin hacerle preguntas, únicamente le enviaron las instrucciones necesarias para el caso, como si aquella situación fuese algo corriente. El vegano debía quedarse en el planeta donde había ocurrido su fallecimiento, procediéndose con su ca­dáver de acuerdo con las normas y costumbres locales de aquel planeta. Así lo estipulaba la ley vegana, y, además, era cuestión de honor. Un vegano, cuando caía, debía per­manecer donde había caído, y aquel lugar se convertía para siempre en territorio de Vega XXI. La Central Ga­láctica le dijo que había muchos lugares así en toda la Galaxia.

NUESTRA COSTUMBRE (mecanografió Enoch) ES EN­TERRAR A LOS MUERTOS.
ENTONCES ENTIERRE AL VEGANO.
LUEGO LEEMOS UNOS VERSÍCULOS DE NUESTRO LIBRO SAGRADO.
PUES LÉALOS PARA EL VEGANO. ¿PUEDE HACERLO?
SÍ. PERO SUELE HACERLO UN SACERDOTE. SIN EMBARGO, EN LAS PRESENTES CIRCUNSTANCIAS, ESTO ACASO NO SEA PRUDENTE.
DE ACUERDO (dijo Central Galáctica) ¿PUEDE USTED
SUPLIR AL SACERDOTE?
SÍ.
ASÍ, MÁS VALDRÁ QUE LO HAGA.
¿LLEGARAN PARIENTES O AMIGOS PARA ASISTIR A LA CEREMONIA?
NO.
¿LES PARTICIPARÁN EL FALLECIMIENTO?
OFICIALMENTE, DESDE LUEGO, PERO YA ESTÁN ENTERADOS.
¿CÓMO ES POSIBLE?
FALLECIÓ HACE UN MOMENTO.
SIN EMBARGO, YA LO SABEN.
¿NO HAY QUE EXTENDER UN CERTIFICADO DE DEFUNCIÓN?
NO HACE FALTA. YA SABEN QUE MURIÓ.
¿QUE HAY QUE HACER CON SU EQUIPAJE? TRAÍA UN BAÚL.
QUÉDESELO. SUYO ES.
CONSIDÉRELO COMO UN
OBSEQUIO POR LOS SERVICIOS QUE USTED RINDE AL HONORABLE MUERTO. TAMBIEN LO DICE LA LEY.
PERO PUEDE CONTENER COSAS IMPORTANTES.
QUÉDESE EL BAÚL. RECHAZARLO SERIA INSULTAR LA MEMORIA DEL MUERTO.
¿ALGO MÁS? (preguntó Enoch) ¿ESTO ES TODO?
ESTO ES TODO. PROCEDA COMO SI EL VEGANO FUESE UN SEMEJANTE SUYO.

Enoch borró el mensaje de la máquina y cruzó de nue­vo la habitación. Luego se acercó al hazer, haciendo de tripas corazón para inclinarse, recoger el cuerpo y ponerlo en el sofá. Le produjo una gran repugnancia tocarlo, acer­car sus manos a aquel cuerpo impuro y terrible, trágica parodia de la resplandeciente criatura que se habla sentado allí, a hablar con él.
Desde que conoció a los hazers los quiso y admiró, esperando ansiosamente sus visitas. Pero entonces estaba allí, temblando como un azogado y sin atreverse a tocar a un muerto.
No era solamente por el horror que éste le inspiraba, pues durante sus muchos años de guardián de la estación, habla visto toda clase de horrores visuales encarnados en cuerpos extraños, pero había aprendido a dominar aquella sensación de horror, a prescindir de las apariencias consi­derando a todos los seres vivientes como hermanos y a todas las criaturas como personas.
Era alguna otra cosa comprendió, algún factor desco­nocido que no tenía nada que ver con el horror. Pero aquel ser, se dijo, había sido un amigo suyo y, en su cali­dad de tal, él tenía la obligación de hacerle los últimos honores con amor y cariño.
Cerrando los ojos, se inclinó y levantó el cadáver. Casi no pesaba nada, como si al morir hubiese perdido una dimensión, como si se hubiese hecho más pequeño e insig­nificante. ¿Sería posible que el aura dorada hubiese tenido peso?
Tendió el cadáver en el sofá, colocándolo lo mejor que supo. Luego salió al exterior, encendió la linterna del anexo y bajó al antiguo granero.
Hacía años que no había estado en él, pero apenas nada había cambiado. Protegido por una recia techumbre de las inclemencias atmosféricas, permaneció seco y abri­gado. De las vigas colgaban telarañas y todo estaba cu­bierto de polvo. De lo alto del granero pendían briznas de paja resecas, que asomaban entre las rendijas de las tablas. El lugar poseía un perfume seco, dulce y polvorien­to, pues los olores causados por los animales y el estiércol se hablan esfumado hacia tiempo.
Enoch colgó la linterna en una clavija del establo y trepó por la escala del granero. Avanzando a tientas, porque no se atrevía a introducir la linterna entre aquel montón de paja reseca, dio con un rimero de tablas de encina que estaban en el fondo, debajo del alero.
Se acordó de que allí, donde el alero se juntaba con el piso, se imaginó de niño que existía una cueva en la que pasó muchas tardes de lluvia, feliz y contento, cuando no podía salir a jugar ahora. Fue allí Robinson Crusoe en su cueva de la isla desierta, o un proscrito cuyo nombre habla olvidado, huyendo de la Ley, o un fugitivo de los indios, que querían arrancarle el cuero cabelludo. Tenía una escopeta de madera que se fabricó aserrando un ma­dero, que luego talló con un cortaplumas y frotó con papel de lija para hacerlo suave. Fue su juguete predilecto du­rante los días de su infancia... hasta aquel día, al cumplir los doce años, en que su padre al volver a casa, le regaló un rifle que le había comprado en el pueblo.
Tanteó el montón de tablas y decidió con el tacto las que podía utilizar. Tiró de ellas y luego las bajó cuidado­samente por la escalera.
Después fue en busca de las herramientas, que guarda­ba en un rincón del granero. Levantó la tapa del gran arcón de herramientas y vio que estaba lleno de nidos de musara­ñas, abandonados desde hacía mucho tiempo. Apartó los puñados de paja, heno y hierba que los pequeños roedores empleaban para tapizar sus nidos y descubrió las herra­mientas. Su brillo se había empañado y tenían una ligera capa de orín a causa de su largo abandono, pero no esta­ban oxidadas y aún conservaban su filo.
Tomó las herramientas que necesitaba, bajó a la planta baja del granero y se puso a trabajar. Pensó que hacía un siglo hizo lo mismo que entonces, trabajando a la luz de la linterna para hacer un ataúd. Pero entonces, hacia cien años, era su padre quien yacía muerto en la casa.
Las tablas de madera de encina estaban resecas duras, pero las herramientas aún eran buenas para desbastarlas. Las aserró, les pasó el cepillo y las unió mediante clavos, mientras por el granero se esparcía el olor de las virutas y el serrín. El granero estaba silencioso y acogedor, pues los montones de paja que cubrían el altillo apagaban los gemi­dos del viento.
Acabó de construir el ataúd y vio que era más pesado de lo que había supuesto. Fue entonces en busca de la vie­ja carretilla, apoyada en la pared del fondo del establo que antes había albergado a los caballos, y cargó el ataúd en ella. Laboriosamente, deteniéndose con frecuencia a des­cansar, lo llevó cuesta abajo hasta el pequeño cemente­rio rodeado de manzanos silvestres.
Y allí, junto a la tumba de su padre, cavó otra tumba, pues se había traído una p ala y un pico consigo. No la cavó tan profunda como hubiera querido, no los seis pies que la costumbre decretaba, porque sabia que si la cavaba tan profunda, no podría introducir en ella el ataúd. Así que no la cavó muy profunda, trabajando a la luz de la linterna, puesta sobre el montón de tierra, desde donde esparcía su mortecino resplandor. Salió volando un búho del bosque y permaneció invisible entre la espesura del bosquecillo, murmurando y graznando. La luna se hundió por poniente y las nubes deshilachadas se aclararon, para dejar brillar las estrellas.
Finalmente terminó de cavar la tumba, descendió a ella el féretro a la luz vacilante de la linterna, cuyo petróleo estaba casi consumido.
De regreso a la estación, Enoch buscó una sábana para amortajar al muerto. Se metió una Biblia en el bolsillo, cargó con el cuerpo amortajado del vegano, y, a la luz in­cierta que precede al alba, bajó por la cuesta hacia el bos­quecillo de manzanos. Puso al vegano en el ataúd, clavó la tapa y luego salió de la tumba.
De pie al borde de ella, sacó la Biblia del bolsillo y bus­có el pasaje que deseaba. Lo leyó en voz alta, sin que apenas tuviese que esforzar la vista a la tenue luz para seguir el texto, pues eran unos versículos que había leído muchas veces:
En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fue­ra así os ¡O diría...
Mientras leía este pasaje pensó en cuán apropiado era; cuán cierto era que existían muchas mansiones para al­bergar todas las almas de la Galaxia... y de todas las de­más galaxias que se extendían por el espacio, quizás hasta el infinito. Aunque para quien entendiere, con una bastaba.
Cuando hubo terminado de leer recitó de memoria el oficio de difuntos, lo mejor que supo, pues no estaba seguro de recordar absolutamente todas las palabras. Pero recordaba lo bastante, se dijo, para que la oración tuviese sentido. Luego cubrió el ataúd de tierra.
Las estrellas y la luna se hablan apagado y el viento se había calmado. En la quietud de la mañana, el cielo mostra­ba un resplandor nacarado por oriente.
Enoch permanecía de pie junto a la tumba, apoyado en la pala.
- Descansa en paz, amigo mío - dijo.
Luego dio media vuelta y, a las primeras claridades de la mañana, volvió a la estación.
XVI

Enoch se levantó de su escritorio y volvió con el libro registro al instante, para colocarlo en su sitio.
Luego dio media vuelta y se detuvo, indeciso.
Tenía que hacer varias cosas. Tenía que leer los perió­dicos. Tenía que escribir su diario. Había un par de artícu­los- en los últimos números de la Revista de Estudios Geofísicos que deseaba consultar.
Pero no tenía ganas de hacerlo. Tenía demasiadas cosas en que pensar y de que preocuparse, demasiadas cosas que llorar.
Sus misteriosos vigilantes continuaban espiándole. Ha­bía perdido a sus amigos de las sombras. El mundo cami­naba hacia el precipicio de la guerra.
Aunque acaso no debiese preocuparle la suerte del mundo. Podía renunciar al mundo y abandonar a la especie hu­mana en el momento en que lo desease. Si nunca saliese al exterior, si jamás abriese la puerta, nada podría impor­tarle lo que el mundo hiciese o lo que a él pudiese ocurrirle. Él tenía su mundo propio, mayor que el que se extendía fuera de la estación, más inmenso que todo cuanto sus semejantes habían podido sonar. La Tierra no le hacía ninguna falta.
E incluso mientras lo pensaba, comprendió que aquello no era verdad. Por extraño que fuese, la Tierra le hacía falta.
Se acercó a la puerta, pronunció la palabra mágica y la puerta se abrió. Pasó al anexo y la puerta se cerró a sus espaldas.
Dio la vuelta a la esquina de la casa y se sentó en la escalera del porche.
Allí fue, pensó, donde todo empezó. Allí estaba sentado aquel día estival de hacia tantos años, cuando las estrellas lo señalaron, a través de las inmensas extensiones del espa­cio.
El sol estaba muy bajo por el oeste y pronto anoche­cería. El calor diurno ya empezaba a disiparse y una brisa débil y fresca subía del río. Al otro lado del campo, en el lindero del bosque, los cuervos trazaban círculos en el cielo emitiendo ásperos graznidos.
Seña algo muy duro tener que cerrar la puerta para no abrirla más, muy duro no volver a sentir la caricia del sol y del viento, no aspirar el perfume de las cambiantes esta­ciones que cruzaban la faz de la Tierra. El hombre, se dijo, aún no estaba preparado para eso. Todavía no se había convertido en un ser artificial, hijo del ambiente que él mismo había creado, capaz de establecer un com­pleto divorcio entre su persona y las características físicas de su planeta natal. Necesitaba sol, tierra y viento para seguir siendo un ser humano.
Tenía que salir con más frecuencia al porche, pensó Enoch, para sentarse allí sin hacer nada, contemplando únicamente los árboles y el río por el oeste, las azuladas montañas de Iowa al otro lado del Mississipi, viendo como los cuervos giraban en el cielo y las palomas se arrullaban en lo alto del tejado del granero.
Valdría la pena que lo hiciese todos los días. ¿Qué era una hora más de envejecimiento? No tenía necesidad de escatimar las horas... Llegaría un tiempo en que éstas le serían preciosas, pero cuando este tiempo llegase, tendría que atesorar, las horas, los minutos y hasta los segundos, como un avaro que contase su dinero.
Oyó un rumor de rápidas pisadas en el extremo opuesto de la casa, alguien, dando traspiés y exhausto, dio la vuelta a la esquina de construcción, corriendo como si viniese desde muy lejos.
Se levantó de un salto y salió al corral para ver quién era. La persona que corría avanzó tambaleándose hacia él, con los brazos tendidos. Él la asió fuertemente y la sujetó contra su cuerpo para evitar que se cayese.
-¡Lucy! – exclamó -. ¡Lucy! ¿Qué te pasa, criatura?
La mano que le habla puesto en la espalda notó algo caliente y pegajoso y la apartó para ver si era sangre, como temía. La espalda del vestido de la muchacha estaba empapada de sangre.
La agarró por los hombros y la apartó para verle la cara. Estaba bañada en llanto y en ella se pintaba el terror... mezclado con una expresión suplicante.
Entonces le dio la vuelta para mirarle de nuevo la es­palda. La muchacha se llevó las manos a los hombros para bajarse el vestido hasta la cintura. Enoch vio que tenía los hombros y la espalda cruzados por largas heridas que aún sangraban.
Lucy se arregló el vestido y se volvió para mirarlo. Con gesto suplicante, señaló hacia abajo, en dirección al campo que descendía hasta el bosque.
Allí se movía algo... alguien cruzaba el bosque y llegaba casi al lindero del viejo campo abandonado.
Ella también lo vio, sin duda, porque se arrimó a él, temblorosa, buscando protección.
Inclinándose, él la tomó en brazos y se dirigió con paso vivo al anexo. Pronunció la palabra mágica, la puerta se abrió y penetró en la estación, oyendo como la puerta se cerraba a su espalda.
Una vez dentro se detuvo, con Lucy Fisher acurrucada en sus brazos, y comprendió que había cometido una gran equivocación... que aquello era algo que, en un momento en que hubiese estado más sereno, jamás hubiera hecho.
Pero se habla dejado llevar por un impulso momentáneo y obró sin pensar. La muchacha acudió a él en busca de protección y allí la tenía, allí nada del mundo podía llegar hasta ella. Pero Lucy era un ser humano y ningún ser humano, excepto él, debía haber cruzado aquel umbral.
Pero ya estaba hecho y la cosa no tenía remedio. Una vez cruzado el umbral, ya no podía hacer nada por cam­biarlo.
La llevó al otro lado de la habitación, la depositó en el sofá y dio un paso atrás. Ella se quedó sentada, mirándolo con una leve sonrisa, como si no supiese si podía sonreír en un lugar como aquél. Se llevó una mano a la cara, para enjugarse las lágrimas.
Luego paseó rápidamente la vista a su alrededor y abrió la boca, admirada.
Él se agachó, dio unas palmadas sobre el sofá y luego la señaló, para indicarle que debía quedarse allí y no moverse. Abarcó con el brazo el resto de la estación y movió la cabeza en un enérgico gesto negativo.
Tomó una de las manos de la joven entre las suyas y se la acarició cariñosamente, tratando de tranquilizarla y de hacerle entender que todo iría bien si ella obedecía exac­tamente sus instrucciones.
Lucy le sonreía, sin comprender, por lo visto que lo que había ocurrido era algo que debía de haberle quitado las ganas de sonreír.
Con la mano libre, la muchacha hizo un ligero ademán en dirección a la mesita del café, abarrotada de objetos extraterrestres.
Él asintió y ella tomó uno de los objetos, dándole vuel­tas entre las manos con gesto de admiración.
Enoch se levantó y se acercó a la pared para descolgar el rifle.
Luego salió al exterior, para enfrentarse con los perse­guidores de Lucy.


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