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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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miércoles, 22 de febrero de 2012

ALMURIC Robert E. Howard




ALMURIC

Robert E. Howard



LA NARRACION DE ESAU CAIRN


CAPITULO I

EL TRÁNSITO FUE TAN rápido y tan breve que sólo me pareció que había pasado un segundo entre el mo­mento en que me instalé en la extraña máquina del pro­fesor Hildebrand, y el momento en que me encontré en pie, a la luz del sol que inundaba una inmensa llanura. No había la más mínima duda. Había sido transportado a otro mundo. El paisaje era menos grotesco y fantástico de lo que hubiera podido imaginar, pero, indiscutiblemente, era diferente de todo lo que pudiera existir en la Tierra.
Antes de prestarle demasiada atención a lo que me rodeaba, examiné mi propia persona para ver si había so­brevivido a aquel viaje terrorífico sin ninguna lesión gra­ve. Aparentemente, estaba sano y salvo. Las diferentes partes de mi cuerpo funcionaban con su fuerza habitual. Pero estaba totalmente desnudo. Hildebrand me había ad­vertido que las sustancias inorgánicas no resistirían la transmutación. Sólo la materia viva podía franquear sin peligro y sin daño las intrincadas cuevas que separan los planetas. Afortunadamente para mí, no había llegado a un reino de hielo y nieve. Un calor perezoso, como de vera­no, bañaba la llanura. Los rayos del sol calentaban agra­dablemente mis miembros desnudos.
Era una llanura inmensa que se extendía por doquier, cubierta por una hierba abundante y verde. A lo lejos, la hierba era más alta y pude medio ver el resplandor del agua. Aquel fenómeno se producía en todas partes a lo largo de toda la llanura. Discerní la huella sinuosa de va­nos ríos, aparentemente no muy importantes, y puntos negros que se desplazaban a través de la hierba en las cercanías de los ríos. Pero fui incapaz de determinar su naturaleza. No obstante, era evidente que no había sido transportado a un planeta deshabitado, aunque yo no es­taba en posición de poder adivinar la naturaleza de sus habitantes. Mi imaginación poblaba aquellas vastas exten­siones con formas y sombras de pesadilla.
Es una sensación terrorífica la de haber sido trans­portado bruscamente del mundo natal a un planeta distin­to, desconocido y totalmente diferente. Pretender que no estaba atemorizado por aquella idea, que no temblaba y que no tenía un instinto de rechazo sería una hipocresía por mi parte.
Yo, que jamás había conocido el miedo, me convertí en una masa de nervios que se retorcía y saltaba, y di un respingo asustado por mi propia sombra. Fui consciente de la extrema debilidad del hombre; mi robusto cuerpo, mis músculos fornidos, me parecían tan débiles e irriso­rios como el cuerpo de un recién nacido. ¿Cómo podría hacer frente a aquel mundo desconocido? En aquel preci­so instante, me hubiera vuelto a la Tierra de buena gana y me hubiera enfrentado al poder que me esperaba, todo antes que quedarme y afrontar los terrores sin nombre con que mi imaginación poblaba aquel mundo recién des­cubierto. Pero no tardé en comprobar que mis músculos —que yo estaba despreciando en aquel preciso instante— eran capaces de hacerme triunfar en peligros mucho ma­yores de lo que podría imaginar nunca.
* * *
Un ligero ruido a mis espaldas me hizo volverme y, con estupor, vi al primer habitante de Almuric con que me encontraba. Y aquella visión, aunque amenazante e impresionante, rompió el hielo que tapizaba mis venas e hizo reaparecer en mi interior un poco del valor que se debilitaba poco a poco en mí, pues aquello que es tangi­ble y concreto —aunque sea peligroso— no puede ser nunca tan aterrador como lo Desconocido.
A primera vista, y un poco aturdido, pensé que se trataba de un gorila lo que se hallaba frente a mí. Incluso con aquel pensamiento me di cuenta de que se trataba de un hombre, pero aquel hombre no se parecía en nada a los hombres de la Tierra ni a cualquier otra cosa parecida.
No era mucho más alto que yo, pero sí mucho más corpulento y musculoso, con hombros cuadrados y fuertes miembros con músculos tan marcados como cuerdas. Lle­vaba un taparrabos de un material que parecía seda, una cinta de cuero sujeta formando un ancho cinturón, con una larga empuñadura sobresaliendo. Llevaba sandalias con altas cintas. Aquellos detalles los percibí en una fracción de segundo, pues mi atención se fijó muy pronto y con fascinación en el rostro.
Es muy difícil representar o describir un rostro así. El hombre tenía la cabeza hundida entre los hombros, musculosos, y su cuello era tan ancho y corto que apenas se veía. La mandíbula era cuadrada y poderosa, y según levantó los finos y amplios labios con una mueca, entrevi unos colmillos brutales. Tenía una barba corta y rala que le cubría las mejillas; el labio superior estaba adornado con un bigote. La nariz era muy rudimentaria, con gran­des fosas abiertas. Los ojos eran pequeños e inyectados en sangre, grises como el hielo. Luego pude ver las cejas, muy pobladas y negras, con la frente baja y huidiza, que se inclinaba y desaparecía bajo el nacimiento de una mata de pelo liso y muy abundante. Las orejas eran muy pe­queñas y pegadas al cráneo.
La cabellera y barba eran de un color negro casi azul, muy oscuro; los miembros y el cuerpo de la criatura estaban casi totalmente recubiertos de un pelaje del mis­mo color. En realidad, no era tan velludo como un mono, pero tenía más pelo que cualquier ser humano a quien hubiera visto jamás.
Enseguida me di cuenta de que aquel ser, hostil o no, tenía un aspecto impresionante. Un poder increíble ema­naba de su persona. Dureza y brusquedad y una fuerza brutal. Su osamenta era poderosa y muy ancha. Bajo la piel velluda resaltaban unos músculos que parecían más duros que el acero. Además, aquella peligrosa fuerza no sólo la expresaba su cuerpo. Su aspecto, su porte, su mi­rada, reflejaban una fuerza física terrorífica, respaldada por una mente cruel e implacable. Según crucé mi mirada con la suya inyectada en sangre, sentí que una ola de fie­reza se entrecruzaba entre nosotros. Su extraña actitud era arrogante y provocativa. Sentí que mis músculos se tensa­ban y cómo se endurecían instintivamente.
Pero mi sentimiento se cortó por un instante por la estupefacción, al ver que se expresaba en un inglés per­fecto.
—¡Thak! ¿Pero qué clase de hombre eres tú? —La voz era dura, seca e insultante. No había ningún reparo ni limitación en ella. Su comportamiento sin modi­ficar era instinto primitivo al desnudo. Nuevamente, sentí cómo me invadía una ola de repulsión, pero la rechacé.
—Yo soy Esaú Cairn —contesté cortante, y luego me callé sin saber cómo explicarle mi presencia en su planeta.
Su mirada arrogante recorrió rápidamente mis miem­bros sin pelo y mi rostro imberbe.
Cuando habló, lo hizo con un desprecio insoportable.
—¡Por Thak! ¿Eres un hombre o una mujer?
Por toda contestación le di un puñetazo que le arrojó a la hierba rodando.
Aquel gesto fue totalmente instintivo. Y de nuevo me había traicionado mi furia primitiva. Pero no tuve tiempo para hacerme reproches. Con un grito de rabia bestial, mi enemigo se levantó de un salto y se arrojó sobre mí, gru­ñendo y espumeando. Le hice frente, pecho contra pecho, siendo tan temerario como él por la ira. Un instante más tarde me encontré defendiendo seriamente mi vida.
Yo, que siempre había estado obligado a refrenar y contener mi fuerza por miedo a dañar a mis semejantes, por primera vez en mi vida me encontraba en garras de un hombre mucho más fuerte que yo. Me di cuenta de aquel hecho en el primer asalto; y fue solamente con grandes esfuerzos como conseguí librarme de su abrazo de oso.
El combate fue breve y mortal. Lo único que me sal­vó fue el hecho de que mi adversario ignorase totalmente el arte del boxeo. Él podía —y lo hizo— asestar golpes poderosos con los puños cerrados, pero sus golpes estaban mal dirigidos y carecía totalmente de método y precisión. Por tres veces me las vi bastante mal para poder salir de sus presas, que de otro modo me habrían roto la columna vertebral. Él no sabia esquivar los golpes. Ningún hombre en la Tierra hubiera sobrevivido al terrible castigo al que le sometí. Sin embargo, él seguía lanzándose contra mí, alargando las poderosas manos para cogerme y derribar­me. Tenía las uñas tan afiladas como garras. Pronto em­pecé a sangrar por una veintena de heridas. No llegaba a comprender por qué no desenvainaba el puñal. Puede que porque se creyera capaz de aplastarme con las manos des­nudas... lo que parecía verdad. Finalmente, y medio ciego por los puñetazos, le empezó a salir sangre de las orejas y de la boca rota. Quiso coger el arma. Y aquello fue lo que me permitió conseguir la victoria.
Despegándose como medio cuerpo, se levantó aban­donando todas las precauciones y sacando la daga. Al mismo tiempo, le lancé la izquierda al estómago con toda la fuerza de mi cuerpo y de mis piernas. Se le cortó la respiración y lanzó un grito a la vez que mi puño se le hundía en el vientre hasta la muñeca. Titubeó y abrió la boca bruscamente. Mi puño derecho se estrelló contra su mandíbula colgante. Aquel puñetazo salió de mi cadera, con todo mi peso y fuerza. Se derrumbó como un buey en el matadero y se quedó tendido en el suelo, sin moverse. La sangre le manchaba la barba. El último golpe le había desgarrado la boca desde la comisura al mentón. Debía haberle roto la mandíbula.
* * *
Jadeando tras la furia del combate, con los músculos aún doloridos por las presas terroríficas, moví las articu­laciones —tenía los dedos agarrotados y en carne viva— y bajé la mirada hacia mi víctima, preguntándome si acaba­ba de decidir mi propia suerte. Con seguridad, a partir de aquel momento no podría esperar más que un recibimien­to hostil de los habitantes de Almuric. Ojo por ojo y diente por diente. ¡Cuando menos que sea por una buena razón! Me incliné y despojé a mi adversario del taparrabos, el cinturón y el arma para ponérmelos yo mismo. Una vez hecho esto, sentí cierta confianza en mí mismo. Al menos estaba medio vestido y medio armado.
Examiné el puñal con gran interés. Nunca había visto un arma tan mortal: la hoja era de unas diecinueve pulga­das de longitud, de doble filo, y más afilada que una navaja. Era ancha en la base y terminaba en una punta diamantina. Las guardas y la empuñadura eran de plata, recubiertas de una sustancia parecida a la piel. La hoja era, indiscutiblemente, de acero, pero de una calidad que jamás había encontrado. Toda ella era una obra de arte del armero, y parecía indicar que provenía de una cultura elevada.
Tras haber admirado mi arma recién adquirida, volví a mirar a mi víctima. El hombre empezaba a volver en sí. El instinto me hizo mirar alrededor, por la pradera. A lo lejos, al sur, vi un grupo de siluetas que venían hacia nosotros. Seguramente se trataba de hombres, y de hom­bres armados. Pude ver los reflejos del sol en el acero. Quizá perteneciesen a la tribu de mi adversario. Si me encontraban cerca de su compañero inconsciente, vestido con los trofeos de la conquista, su actitud hacia mí era fácil de imaginar.
Busqué rápidamente en torno mío un camino de reti­rada o un refugio, fuese cual fuese, y vi que la llanura, a cierta distancia, acababa en unas colinas poco elevadas y cubiertas de plantas. Había otras colinas, o montañas más importantes, que se elevaban por detrás de éstas. Estaban ordenadas como una sierra. Con otra mirada me di cuenta de que las lejanas formas humanas habían desaparecido entre las hierbas altas que bordeaban uno de los ríos por los que debían atravesar antes de llegar al lugar en donde yo me encontraba.
Sin esperar más tiempo, di la vuelta y corrí a gran velocidad hacia las colinas. Sólo aflojé la marcha cuando llegué a las primeras laderas, en donde me aventuré a mi­rar hacia atrás. Estaba jadeando y el corazón me golpeaba el pecho de un modo sofocado. Aún podía ver a mi ad­versario. Era una forma minúscula en la inmensidad de la llanura. Más lejos, el grupo que trataba de evitar había llegado al claro y se dirigía directamente al hombre tendido en el suelo. Comencé a subir por una pendiente sua­ve chorreando sudor y temblando por el cansancio. Una vez conseguí llegar a la cima, miré de nuevo a mis espal­das. Las siluetas rodeaban a mi desgraciado adversario. Luego, bajé rápidamente por la pendiente contraria y no volví a verles.
Después de una hora de carrera llegué a una región muy accidentada, como nunca había visto. Por todas par­tes había abruptas pendientes, sembradas con grandes piedras en equilibrio que amenazaban con desplomarse y aplastar al viajero imprudente. Había muchos acantilados de piedra desnuda, de color rojizo. La vegetación era ra­ra, a excepción de unos arbustos achaparrados cuyas ramas eran tan largas como alto el tronco, y algunas varie­dades de matorrales espinosos; en algunos de ellos crecían frutos y bayas de un color muy especial. Rompí algunas y vi que las frutas que contenían eran grandes y carnosas, pero no me atreví a comer. Empezaba a sentir hambre.
Pero la sed me preocupaba más que el hambre, al menos ésta podía satisfacerla. Aunque hacerlo casi me costara la vida. Descendí por una pendiente muy escarpa­da y llegué a un valle estrecho, rodeado de altos acantila­dos; al pie de los acantilados crecían abundantes los ma­torrales de las bayas. En medio del valle había una gran laguna, aparentemente alimentada por una fuente. El agua corría continuamente hacia el centro de la laguna, y un pequeño riachuelo salía de ella bajando hacia el valle.
Me acerqué a la laguna con avidez. Tirándome de tripa —una hierba espesa cubría la orilla—, metí la cabeza en el agua cristalina. El agua también podría haber sido venenosa, pero tenía tanta sed que corrí el riesgo. Tenía un gusto un poco extraño —algo que siempre he sentido al beber el agua de Almuric—, pero estaba deliciosamente fresca y dulce. Fue tan agradable para mis labios secos que tras sofocar la sed me quedé tumbado al borde de la laguna, disfrutando de aquella sensación de tranquilidad. Fue un error. El comer y beber con rapidez, dormir poco, no permanecer mucho tiempo en el mismo sitio... son las primeras reglas de la vida salvaje; y el que no las observa no vive mucho tiempo.
El calor del sol, el rumor del agua, la voluptuosa im­presión del descanso y saciedad tras la fatiga y la sed... todo aquello actuó en mí como el opio y me dejó medio dormido. Pero un instinto no del todo consciente me de­bió alertar al oír un ligero chasquido... no era el murmu­llo del riachuelo. Incluso antes de que mi cerebro inter­pretara el ruido correctamente —algo como el que produ­ciría un cuerpo voluminoso al desplazarse entre las hier­bas—, me di la vuelta y empuñé el puñal.
Al mismo tiempo, me quedé ensordecido por un ru­gido formidable, seguido de un potente salto por el aire y una forma gigantesca se abalanzó sobre el mismo sitio en que me había encontrado un instante antes. Pasó tan cerca de mí que sus afiladas garras me arañaron los muslos. No tuve tiempo de ver la naturaleza de mi agresor... Sólo tu­ve la confusa impresión de que era enorme, ligero y pa­recido a un felino. Giré hacia un lado al tiempo que la bestia bufaba y se lanzaba contra mí para golpearme; la criatura atacó. Y sentí cómo se hundían sus garras en mi carne dolorosamente; al mismo tiempo, el agua helada nos tragó a los dos. Sonó un maullido contenido y medio es­trangulado, como si la bestia hubiera tragado bastante agua. Había algo a mi lado que chapoteaba en el agua enfervecidamente, salpicando barro a mi alrededor. Según salía a la superficie, vi una larga forma llena de lodo que desaparecía entre los matojos que había cerca del acanti­lado. Lo que fuera, no puedo decirlo, pero más parecía un leopardo que cualquier otra cosa; no obstante, era más grande que cualquier otro animal de la misma especie que hubiera visto antes. Examinando el ribazo rápidamente me di cuenta de que no había más enemigos, y me arras­tré para salir de la laguna, tiritando después de la inmer­sión. La daga seguía en la vaina, pues no había tenido tiempo de sacarla. Si no hubiera rodado para caer en la laguna, habría desenvainado; y, si hubiera arrastrado a mi agresor conmigo, podría haber representado mi muerte. Era evidente que aquel animal tenía una aversión innata al agua, como cualquier otro felino.
Me di cuenta de que tenía una profunda herida en la cadera y cuatro arañazos en el hombro, allí donde me había golpeado con las garras. La herida de la cadera san­graba abundantemente. Metí la pierna en el agua helada, jurando al tiempo que el cruel y atroz dolor me atravesa­ba al sentir el contacto del agua en la piel en carne viva. Tenía la pierna casi entumecida cuando dejó de sangrar.
No sabía qué hacer. Estaba hambriento y la noche se acercaba a pasos agigantados, e ignoraba si el leopardo volvería o si cualquier otro predador rondaría por allí, a la caza de cualquier presa. Y, además, estaba herido. Un hombre civilizado enseguida se ablanda y queda fuera de combate. La herida habría sido considerada por personas civilizadas como razón suficiente para permanecer inmó­vil durante varias semanas, como un inválido. Según los criterios de la Tierra, yo era fuerte y duro; así que me quedé examinando la herida con cierta desesperación y preguntándome cómo curarla. Unos instantes más tarde, aquella pregunta se volvió un asunto secundario.
* * *
Había empezado a subir por el valle, camino de los acantilados, con la esperanza de encontrar una gruta. Efectivamente, el aire fresco indicaba que la noche no iba a ser tan calurosa como el día. En el mismo instante, un clamor informe empezó a oírse muy cerca de la entra­da del valle. Me di la vuelta rápidamente y miré inquieto en la misma dirección. Franqueando la cresta surgió lo que yo tomé por una manada de hienas, a no ser por el alboroto que montaban que era mucho más demoníaco de lo que podría hacer cualquier hiena de la Tierra. No me hice ilusiones sobre sus propósitos. Venían a por mí con toda seguridad.
La necesidad tiene pocos límites. Un instante antes me movía cojeando y lentamente, doliéndome todo el cuerpo. Al ver la manada me dirigí a toda carrera hacia los acantilados, como si estuviera totalmente descansado y no tuviera ninguna herida. Cada paso me causaba un agu­do dolor en la cadera; la herida se me había abierto y sangraba abundantemente. Apreté los dientes con fuerza e hice un doble esfuerzo.
Mis perseguidores chillaban y corrían hacia mí a una velocidad tan terrible que casi abandoné toda esperanza de alcanzar los árboles al pie de los acantilados antes de que me alcanzasen y derribaran. Les chascaban las man­díbulas a mi espalda cuando me adentré entre los ramajes de los árboles achaparrados y empecé a trepar hacia las ramas más altas con un suspiro de alivio. Pero, para mi horror, las hienas treparon a las ramas en mi busca. Una desesperada mirada hacia abajo me indicó que no se tra­taba de verdaderas hienas; diferían de la especie que yo conocía —lo mismo que todo lo de Almuric difiere sutil­mente de su equivalente en la Tierra—. Aquellas bestias te­nían garras curvas como los felinos y sus cuerpos eran lo suficientemente ligeros como para permitirles trepar a los árboles lo mismo que los linces.
Dominado por la desesperación, me disponía a luchar por mi vida cuando vi en el acantilado un saliente rocoso, justo encima de mi cabeza. En aquel lugar, la pared esta­ba profundamente socavada y las ramas del árbol la toca­ban. Me agarré obstinadamente a la pared peligrosamente abrupta y conseguí izar mi cuerpo lacerado y dolorido hasta la cornisa, donde que quedé tumbado, mirando a mis perseguidores un poco más abajo. Las hienas se col­gaban de las ramas mas altas y aullaban hacia mí como almas condenadas. Estaba claro que sus aptitudes trepado­ras no incluían los acantilados. Después de una tentativa —en la que una de aquellas bestias saltó hacia el saliente, arañó de forma frenética el borde rocoso y cayó hacia el suelo gritando horriblemente— las alimañas dejaron de intentar alcanzarme.
Pero no renunciaron a su presa. Las estrellas apare­cieron en el cielo, extrañas constelaciones desconocidas que brillaban con una luz blancuzca en un cielo de ter­ciopelo; luego, una luna dorada y enorme se alzó por en­cima de los despeñaderos y virtió sobre las colinas una luz fantástica. Mis guardianes seguían apostados en las ra­mas de más abajo, aullándome con odio feroz y hambre voraz.
El aire era helado y se formó escarcha en la desnuda roca sobre la que me hallaba. Tenía el cuerpo rígido y anquilosado. Me había atado el cinturón alrededor de la pierna herida a modo de torniquete; la carrera me debía haber roto algunas venillas, pues la sangre corría de un modo alarmante.
Nunca he pasado una noche tan lamentable. Estaba tendido en una cornisa helada, temblando de frío. Abajo, los ojos ardientes por el hambre de mis perseguidores se alzaban hacia mí y me observaban fijamente. En las coli­nas oscuras resonaban los rugidos y aullidos de monstruos desconocidos. Mugidos, gritos y lamentos atravesaban la noche. Y yo estaba allí en medio, desnudo, herido, ateri­do de frío, hambriento, aterrado, en la misma situación en la que debió encontrarse alguno de mis ancestros en la lejana edad de piedra de mi planeta natal.
Comprendí entonces por qué nuestros paganos ances­tros adoraban al sol. Cuando la fría luna se puso y el sol de Almuric, con un halo dorado, apareció por encima de los más lejanos acantilados, me puse a llorar de alegría. Por debajo de mí, las hienas gruñeron, se agitaron, cla­maron durante unos instantes y luego se lanzaron al suelo para buscar una presa más fácil. Lentamente, el calor del sol penetró en mis miembros abotargados. Me levanté con rigidez para saludar la llegada del día, lo mismo que de­bió hacer aquel ancestro olvidado en los primeros tiempos del alba de la Tierra.
Unos instantes más tarde, dejaba la cornisa y descen­día a pies del árbol para recoger las nueces que había en abundancia entre los tallos vecinos. Desfallecía de hambre y tomé una decisión: prefería morir envenenado, en aquel mismo instante, antes que de inanición. Rompí las casca­ras espesas y mastiqué con avidez las carnosas nueces. No podía recordar una comida terrestre —ni siquiera la más refinada— que me pareciera más deliciosa. No tuvo nin­gún resultado pernicioso; las nueces eran excelentes y nu­tritivas. Empezaba a dominar mi entorno, al menos en lo relativo a la comida. Había pasado uno de los obstáculos de la vida en Almuric.
* * *
Contar detalladamente lo que pasó en los meses si­guientes sería fastidioso. Me albergué en las colinas a un precio en sufrimientos y peligros que ningún hombre en la Tierra había conocido en millares de años. Me siento orgulloso al decir que sólo un hombre de una fuerza y temperamento excepcional habría podido sobrevivir como yo lo hice. Y no me contenté con sobrevivir. Finalmente, conseguí llevar una existencia normal.
Al comienzo, no me atrevía a dejar el valle, donde estaba seguro de encontrar comida y agua. Me construí una especie de nido en la cornisa, con ramas y hojas, en el que dormía de noche. ¿Dormir? El término es equivo­co. Me acurrucaba allí, intentando no morirme de frío, luchando ferozmente para sobrevivir a la noche. De día, dormía un poco, y al final aprendí a dormir en cualquier sitio y en cualquier momento, y tan ligeramente que el más pequeño ruido me despertaba. El resto del tiempo me dedicaba a explorar mi valle y las colinas vecinas; reco­lectaba y comía nueces. Y mis modestas exploraciones no pasaban sin incidentes. Muy a menudo, debía correr a to­da prisa a los acantilados o a los árboles, con la muerte rozándome de un modo atroz. Las colinas estaban infesta­das de animales feroces, y todos ellos parecían carnívoros.
Fue aquel hecho lo que me hizo quedarme en el va­lle, donde al menos me encontraba en una seguridad rela­tiva. Lo que me impulsó finalmente a dejarlo fue la razón que siempre ha impulsado a emigrar y avanzar a la raza humana —desde el primer hombre mono al primer colono llegado de Europa—: la busca de comida. Las provisiones de nueces se agotaban rápidamente. Los árboles empeza­ban a estar vacíos. Yo no era el único responsable de aquel hecho, aunque tenía un hambre feroz como conse­cuencia de mis constantes ejercicios; pero también había otros que iban a comer las nueces... criaturas enormes y peludas, parecidas a osos, y animales parecidos a babuinos recubiertos de un espeso pelaje. Aquellos animales comían nueces, pero eran omnívoros, a juzgar por la atención que me concedían. Los osos eran bastante fáciles de evitar; eran montañas de carne y músculos, pero no podían tre­par a los árboles y tenían muy mala vista. Aprendí enseguida a temer y odiar a los babuinos. Me perseguían en cuanto me echaban la vista encima; podían correr y tre­par, y las paredes abruptas no les detenían.
Uno de ellos me persiguió hasta mi guarida y trepó a lo alto del árbol para llegar hasta la cornisa. Al menos ta­les eran sus intenciones, pero el hombre siempre es muy peligroso cuando se ve acosado. Yo ya había sido perse­guido en exceso. Cuando la monstruosidad simiesca y ba­beante se alzó sobre el saliente rocoso, como si fuera un hombre, le clavé el puñal entre los hombros con tal furor que le incrusté literalmente en la roca; la punta acerada se hundió una buena pulgada en la piedra de la cornisa.
Aquel incidente me indicó tanto la dureza de la hoja como la fuerza creciente de mis músculos. Yo, que me había contado entre los hombres más fuertes de mi mun­do de origen, creía ser de los más débiles de Almuric. Sin embargo, podría remontar aquella deficiencia, gracias tanto a mi cerebro como a mis músculos, y empezaba a darme cuenta.
Como había que estar endurecido para sobrevivir, me endurecí. Mi piel, bronceada por el sol y curtida por los elementos, se volvió insensible al calor y al frío, algo que no creí que fuese posible. Músculos que hasta entonces había ignorado poseer se hicieron evidentes. Adquirí una fuerza como ningún terrestre había conocido desde hacía siglos.
Poco tiempo antes de que dejara mi planeta natal, un reconocido experto en cultura física había declarado que yo era el hombre mejor formado de la Tierra. A medida que me endurecía por el contacto de la ruda vida de Al­muric, comprendí que aquel experto no sabía nada de lo que era un verdadero desarrollo físico. Y a mí me pasaba lo mismo. Si hubiera sido posible colocar juntos al hom­bre que era y aquél en que me había convertido, el pri­mero habría parecido ridículamente fofo, pesado y torpe al compararlo con el gigante moreno y musculoso que era entonces.
Por la noche ya no temblaba de frío, y el sendero más rocoso no me hería los pies desnudos. Podía escalar un acantilado abrupto con la misma agilidad que un mono; podía correr durante horas sin la menor fatiga; en distancias cortas habría hecho falta un caballo de carreras para ganarme en velocidad. Las heridas —que ni siquiera me había curado, salvo con baños de agua helada— cica­trizaron por sí solas, como si la propia Naturaleza curase las heridas de aquellos que viven en su seno.
Cuento todo esto para que perciban la clase de hom­bre que tomaba forma en aquel molde salvaje. Sin mis encarnizados esfuerzos para convertirme en algo tan duro como la roca o el acero, nunca habría podido sobrevivir a los sucesos siniestros y sangrientos que iba a conocer en aquel implacable planeta.
Al tiempo que me iba dando cuenta de aquella nueva fuerza que iba naciendo en mí, recobré la seguridad. Acampaba orgullosamente y miraba con desafío a mis bestiales vecinos. Ya no huía ante un babuino espumeante y patizambo. Acabé por declararles una guerra abierta y les odié tanto como si fueran enemigos humanos. Además, se comían las nueces que necesitaba para mí mismo.
Aprendieron muy pronto a no seguirme hasta mi guarida.
Y llegó el día en que me atreví a medirme con uno de ellos en combate singular. No olvidaré nunca la ima­gen de aquel babuino espumeante y gruñendo mientras salía de la espesura y se lanzaba sobre mí, ni tampoco ol­vidaré la mirada horrible de sus ojos casi humanos. Mi determinación se debilitó, pero ya era demasiado tarde para retirarse. Sostuve el asalto y le atravesé el corazón con el puñal mientras cerraba los largos brazos alrededor de mi cuerpo para aplastarme.
Pero había otros animales que acechaban en el valle, y con aquéllos no intenté combatir: hienas, leopardos de dientes de sable, más grandes y poderosos que un tigre de la Tierra y todavía más feroces; criaturas gigantescas pa­recidas a los alces, carnívoros de mandíbulas aceradas se­mejantes a las de los cocodrilos; osos monstruosos; enor­mes jabalíes de tensas cerdas que parecían invulnerables a las puñaladas. Y había otros monstruos que sólo acecha­ban de noche y a los que nunca vi con precisión. Aquellas bestias misteriosas solían desplazarse en silencio, aunque algunas lanzasen extraños lamentos estridentes o sordos rugidos que hacían temblar el suelo. Como lo Desconocido es lo más amenazante, tenía el sentimiento de que aque­llos monstruos de la noche eran aún más terribles que los horrores familiares que me perseguían durante el día.
Recuerdo que una noche me desperté sobresaltado y vi que estaba tendido en la cornisa, totalmente en tensión, con los oídos al acecho, en medio de una oscuridad silen­ciosa y opresiva. La luna se había ocultado y las tinieblas cubrían el valle. No había cotorreos de babuinos, ni riso­tadas de hiena que turbaran el siniestro silencio. Algo avanzaba por el valle; escuchaba el ligero crujido rítmico de la hierba que delataba el paso de un cuerpo enorme, pero, en la oscuridad, apenas podía distinguir más que una forma gigantesca y vaga. Parecía mucho más larga que alta... en cierto modo, como si estuviera anormalmen­te desproporcionada. La cosa siguió su camino a lo largo del valle. Tras su marcha, fue como si la noche lanzase un profundo suspiro de alivio de forma audible. Los rui­dos nocturnos empezaron a oírse de nuevo y me tumbé otra vez de espaldas para volver a dormirme con la sensa­ción imprecisa de que un horror indecible había pasado durante la noche muy cerca de mí.
Ya he dicho que disputaba con los babuinos la pro­piedad de las nueces que daban la vida. En base a mi apetito y al de aquellos animales, llegó el momento en que debí dejar el valle para ir más lejos en busca de ali­mento. Durante mis exploraciones, cada vez más extensas, recorrí la región vecina y agoté sus provisiones. Así que partí en busca de aventuras, dirigiéndome hacia el sudes­te. No me extenderé en mis peregrinaciones. Erré durante numerosas semanas por las colinas, medio muerto de hambre, atracándome, amenazado por bestias feroces, durmiendo en las ramas altas de los árboles o —lo que era más peligroso— en abruptos peñascos cuando llegaba la noche. Huí, peleé, maté, fui herido. Oh, puedo asegurar que mi viaje fue agitado y fértil en incidentes.
Llevaba la primitiva vida de los salvajes. No tenía compañía, ni libros, ni ropas, ni ninguna de esas cosas que marcan la civilización. Según los criterios de un hombre civilizado, era desgraciado en extremo. Pero no lo era. Disfrutaba con aquella vida. Todo mi ser crecía y se de­sarrollaba. Puedo decir una cosa: la vida natural de la hu­manidad es una lucha feroz por la existencia contra las fuerzas de la naturaleza, y cualquier otra forma de vida es algo artificial y desprovisto de verdadero significado.
Mi vida no era monótona; desbordaba de aventuras que necesitaban cada una de las onzas de mi inteligencia y fuerza física. Al alba, cuando dejaba mi albergue de una sola noche, sabía que vería el siguiente ocaso gracias tan sólo a mi audacia, energía y rapidez de movimientos. Aprendí a conocer el sentido de cada una de las briznas de ondulante hierba, de cada matojo que quizá escondiera un enemigo, de cada bloque de piedra. La Muerte se ocultaba en todas partes y revestía un millar de formas. Me era imposible relajar la vigilancia, ni siquiera durante el sueño. Cuando cerraba los ojos, en la noche, no tenía ninguna certeza de ir a abrirlos al alba. Esta frase tiene más sentido del que pudiera parecer a primera vista. De un modo general, el hombre civilizado no vive plenamen­te; está recargado de masas de tejidos musculares atrofia­dos y de grasa inútil. La vida parpadea en él débilmente; tiene los sentidos adormilados. Al desarrollar el intelecto, ha sacrificado muchas más cosas de las que tiene consciencia.
Me daba cuenta de que también yo había estado me­dio muerto en mi planeta natal. Pero, en Almuric, vivía en el más amplio sentido del término; vibraba, ardía y desbordaba de vida desde la punta de las manos a los pies. Cada tendón, vena y hueso estaba lleno de la diná­mica corriente de la vida que cantaba, latía y zumbaba en mí. Estaba demasiado ocupado en encontrar comida y en salvar la vida como para dejarme sumergir por las inhibi­ciones y morbosos y tortuosos complejos que atormentan al hombre civilizado. A todas esas personas de complicada mente que se lamentan de que la psicología de una vida así sea tan simplista, sólo les diré que, durante mi vida en aquella época, la acción violenta y continua —y la necesi­dad de la acción— no dejaron sitio para los tanteos y exá­menes introspectivos a los que se dedican aquéllos cuya seguridad y alimento cotidiano están asegurados por el trabajo de los demás. Mi vida era primitivamente sencilla; vivía completamente en el presente, al día. Mi vida en la Tierra parecía un sueño impreciso y lejano.
Durante mis vagabundeos —y desde que dejara el va­lle había recorrido enormes distancias— no vi ningún sig­no de presencia humana, o de algo que se pareciera vaga­mente a los seres humanos.
* * *
Fue el mismo día en que vi una extensión de llanuras entre los valles cuando me encontré bruscamente en pre­sencia del primer ser humano. Aquel encuentro fue total­mente inesperado. Mientras avanzaba por una meseta en las regiones montañosas, cubierta por una gran espesura y pedazos de roca, apareció ante mis ojos, súbitamente, una escena... una escena impresionante por su primitivo significado.
Ante mí, el terreno descendía en una suave pendiente para formar una hondonada no muy profunda; el suelo desaparecía entre las altas hierbas, indicando la presencia de una fuente. En el centro de la hondonada había un hombre, parecido al que había encontrado cuando llegué a Almuric, que mantenía una lucha desigual con un leo­pardo de dientes de sable. Abrí los ojos desmesuradamen­te, estupefacto, pues no pensaba que un ser humano pu­diera enfrentarse con aquel animal y sobrevivir.
La rueda centelleante de una espada brillaba entre el monstruo y su presa; la piel moteada manchada de sangre indicaba que el animal había sido alcanzado más de una vez. Pero aquello no podía durar; esperaba que en cual­quier momento el hombre cayese derribado bajo el cuerpo gigantesco de su adversario.
Mientras aquel pensamiento se fijaba en mi mente, descendí por la suave pendiente. No le debía nada a aquel desconocido, pero su valeroso combate hacía latir todas las fibras de mi alma. No grité, pero corrí silenciosa y asesinamente, con el puñal brillando en la mano. Mientras llegaba sobre ellos, el gran felino saltó. La espada salió volando de la mano del hombre y éste fue derribado por el cuerpo gigantesco. Casi simultáneamente, desventré al leopardo con un formidable golpe de mi hoja.
Con un grito estridente, soltó a su víctima, dio un bandazo y lanzó un terrible zarpazo mientras yo me apar­taba de un salto. La bestia empezó a retorcerse sobre la hierba. Lanzaba terribles rugidos y arrancaba tierra fre­néticamente con las garras, bañándola con una horrible lluvia de sangre y entrañas que manaba de su cuerpo.
Era un espectáculo capaz de desanimar al hombre más endurecido, y me alegré cuando la bestia tuvo una convulsión y se inmovilizó definitivamente.
Me volví hacia el hombre, pero no tenía muchas es­peranzas de verle vivo. Había visto cómo los terribles col­millos del gigantesco carnívoro le agarraban de la gargan­ta mientras caía.
Yacía en el suelo, bañado en un océano de sangre, con la garganta horriblemente desgarrada. Veía latir la vena yugular, puesta al descubierto, pero intacta. Una de las enormes zarpas había abierto el costado del hombre de la axila a la cintura, y tenía el muslo desgarrado de un modo horrible; vi los huesos al aire y que una corriente de sangre escapaba de las venas seccionadas. Sin embargo, para mi estupor, no sólo el hombre vivía, sino que estaba consciente. De cualquier modo, mientras le miraba fijo y sorprendido, sus ojos se volvieron de vidrio y perdieron todo brillo.
Arranqué una tira de tela de mi calzón y le hice un torniquete alrededor del muslo; aquello detuvo un poco la hemorragia. Le contemplé con desesperación. Aparente­mente, agonizaba a pesar del vigor y la vitalidad de los habitantes de aquellas salvajes regiones. En efecto, el hombre era tan feroz y de tan peludo aspecto —aunque menos corpulento— como aquel con quien me había en­frentado en mi primer día en Almuric.
Mientras estaba allí, desamparado, algo me rozó la oreja silbando amenazadoramente y se clavó con un golpe apagado en el talud que había a mis espaldas. Vi una fle­cha que aún temblaba. Un grito de rabia llegó a mis oí­dos. Lanzando furiosas miradas a mi alrededor, vi una inedia docena de hombres velludos corriendo hacia mí a toda prisa. No dejaban de lanzar flechas mientras lo ha­cían.
Lanzando un gruñido instintivo, salté hacia lo alto de la pendiente; el silbido de los proyectiles alrededor de mi cabeza me daba alas. Una vez hube alcanzado la protec­ción de los matorrales, no detuve el paso, y seguí corrien­do hacia adelante. Evidentemente, los hombres de Almuric eran igual de hostiles que los animales, y haría bien en evitarles en lo sucesivo.
Me di cuenta de que mi cólera se disipaba en cuanto me vi enfrentado a un fantástico problema. Había enten­dido alguno de los gritos que lanzaban los hombres mien­tras corrían en pos de mí. Y aquellas palabras eran en in­glés, y exactamente igual que con el adversario de mi primer combate, yo había comprendido aquel idioma. Me devané el cerebro en vano en busca de una solución. Ya había notado que los objetos inanimados y los seres vi­vientes —que copiaban estrechamente a sus equivalentes terrestres— presentaban siempre alguna diferencia cho­cante, ya fuera la sustancia, la cualidad o el método de acción. ¿Quizá bajo ciertas condiciones la vida había evo­lucionado de un modo casi paralelo en los dos planetas hasta el punto de producir un lenguaje idéntico? Aquello era contrario al sentido común. Y, sin embargo, no podía poner en duda la prueba que me daba mi oído. Jurando, renuncié a preguntarme más cosas sobre aquel increíble enigma; era una inútil pérdida de tiempo.
Quizá fue aquel breve incidente, o la fugaz visión de las lejanas sabanas, lo que hizo nacer en mí el cansancio y hastío de aquella región de áridas colinas en la que me había aventurado tan audazmente. El hecho de ver hom­bres —aunque distintos y extraños— despertó en mi pecho el deseo de compañía humana, y aquel deseo frustrado se convirtió bien pronto en una viva repulsa por los lugares en que me hallaba. No esperaba encontrar en las llanuras seres humanos de intenciones amistosas; sin embargo, de­cidí probar suerte, sin tener en cuenta los peligros que sin duda me esperaban. Antes de dejar las colinas, algún ca­pricho me hizo afeitarme la barba que me crecía en las mejillas y cortarme el pelo hirsuto con ayuda de mi pu­ñal, tan afilado como una navaja. Por qué lo hice, no sa­bría decirlo. Quizá era el instinto natural de un hombre que se dirige a un nuevo país y desea tener buen aspecto.
* * *
Al día siguiente bajé hacia las llanuras cubiertas de hierba. Se extendían hacia el este y el sur hasta donde llegaba la vista. Me dirigí hacia el este y recorrí aquel mismo día muchas millas, sin incidente notable. Franqueé varias corrientes de agua sinuosas; a lo largo de las orillas, la hierba se alzaba más alta que mi cabeza. Entre las hierbas pude oír el chapoteo y el andar por el lodo de grandes animales de alguna especie desconocida; di un amplio rodeo para evitarlos.
No tardé en felicitarme por aquel detalle de pruden­cia.
En las lindes de los cursos de agua había multitud de aves de todas las formas y colores; algunas eran silencio­sas y otras lanzaban continuamente gritos penetrantes mientras giraban por encima del agua y se hundían brus­camente en ella en busca de alguna presa.
Más lejos, en las llanuras, encontré rebaños de ani­males pastando —pequeñas criaturas parecidas a ciervos, y un curioso animal, semejante a un cerdo tripudo, con unas patas traseras excepcionalmente largas. Avanzaba con enormes saltos, como si fuera un canguro. Era un es­pectáculo cómico, y me reí hasta que me dolió el estóma­go. Más tarde pensé que era la primera vez que me reía —salvo algunas risotadas de salvaje satisfacción al descu­brir a un enemigo— desde mi llegada a Almuric.
Aquella noche dormí entre las altas hierbas, no muy lejos de un riachuelo, y habría podido ser presa de algún carnívoro buscando comida. Pero la suerte estuvo de mi lado aquella noche. En las llanuras retumbaban los formi­dables rugidos de los monstruos que cazaban por ellas, pero ninguno se acercó a mi precario refugio. La noche, cálida y agradable, contrastaba sorprendentemente con las que había conocido en las colinas siniestras y heladas.
Al día siguiente ocurrió un hecho de capital impor­tancia. Todavía no había comido carne en Almuric, salvo cuando un hambre feroz me había empujado a comerla cruda. Había buscado en vano una piedra que sacara chispas para poder encender una hoguera. Las rocas eran de una naturaleza particular, desconocida en la Tierra, pero aquella mañana en las llanuras, encontré una lasca de piedra grisácea, en medio de la hierba, y, tras algunos ensayos, descubrí que aquella piedra tenía algunas de las propiedades del sílex. Golpeando con el puñal en la pie­dra, fui finalmente recompensado con un chispazo en la hierba seca; avivé la llama y me hice un fuego... que lue­go me costó bastante apagar.
Aquella noche me rodeé de un círculo de llamas. Alimentaba regularmente el fuego con hierba seca y unas plantas de largos tallos que ardían lentamente. Me sentía relativamente seguro, aunque unas formas gigantescas ace­chaban cerca de mí, en el seno de las tinieblas. Escuché el deslizar de unas patas enormes y el brillo de unos ojos feroces.
Durante mi viaje por las llanuras, me alimenté de los frutos que encontraba. Vi que los pájaros los comían. Aquellos frutos eran de un sabor agradable, pero faltos del valor nutritivo de las bayas de las colinas. Lancé mi­radas de gula hacia los animales parecidos a ciervos que se apartaban de mí en cuanto me acercaba, considerando la posibilidad de hacerme un buen asado, aunque ignora­ba cómo capturarlos y matarlos.
Así, durante días, erré sin fin por las inmensas llanu­ras, hasta que llegué a la vista de una ciudad de gruesas murallas.
La vi cuando ya caía la noche. Pese a mi ardiente deseo de acercarme para examinarla, decidí acampar y esperar la llegada del alba. Me pregunté si los habitantes de aquella ciudad verían mi hoguera, y si enviarían a al­guien a investigar, para descubrir quién era yo y cuáles mis intenciones.
Una vez cayó la noche, dejé de verla, pero las últi­mas luces del sol poniente me la habían mostrado con claridad: se alzaba, sombría e impresionante, hacia el cielo, al este. A aquella distancia, no podía detectar signo alguno de vida, pero tuve la vaga impresión de unas in­mensas murallas y de torres delgadas de un tono verdoso.
Me tumbé, en el centro del círculo de fuego, al tiempo que grandes cuerpos sinuosos se deslizaban entre las hierbas y era observado fijamente por ojos feroces. Mi imaginación se puso a trabajar mientras me preguntaba cómo serían los habitantes de aquella misteriosa ciudad. ¿Pertenecerían a la misma raza de trogloditas salvajes y peludos con que ya me había tropezado? Lo dudada por­que, por lo que veía, aquellos seres primitivos eran inca­paces de construir tales murallas. Quizá descubriera una raza que había alcanzado un alto nivel de civilización. Quizá... en aquel instante, imágenes demasiado imprecisas y fantásticas como para ser descritas surgieron en el fon­do de mi mente.
La luna se alzó por detrás de la ciudad y su brillo extrañamente dorado hizo reaparecer las impresionantes murallas. La ciudad parecía amenazante y sombría al ser bañada por la luna; había algo bestial y siniestro en su as­pecto. Mientras me hundía en el mundo de los sueños, pensé que si los hombres mono eran capaces de construir una ciudad, seria parecida a aquel coloso que se destacaba a la luz de la luna.

CAPITULO II

EL ALBA ME ENCONTRÓ caminando por la llanura. Dirigirse tan resuelta y abiertamente a la ciudad —que quizá estaba llena de seres hostiles— será considerado por alguno como un signo inequívoco de locura, pero había aprendido a correr los riesgos más insensatos, y la curio­sidad me devoraba; y, sobre todo, estaba ya cansado de llevar una vida tan solitaria.
Cuanto más me acercaba, más se destacaban los detalles de la ciudad. Parecía más una fortaleza que una villa; las murallas, y las torres que se alzaban por detrás y por encima de ellas, estaban aparentemente construidas con enormes bloques de piedra verdosa groseramente tallados. No se había hecho ningún esfuerzo para igualarlos, alisar­los o decorarlos. El conjunto daba una sensación de brutalidad y salvajismo, algo que sugería un pueblo feroz y rudo, que amontonaba piedras para protegerse de sus ene­migos.
Hasta aquel momento no había visto ningún signo de sus habitantes. La ciudad podría estar vacía de habitantes humanos. Pero el largo camino que conducía hasta sus puertas macizas no tenía hierba y estaba pisoteado, como si normalmente fuese utilizado por mucha gente. No ha­bía huertos ni jardines alrededor de la ciudad: la hierba ondeaba hasta los mismos pies de la muralla. Durante el largo camino que me condujo a través de la llanura hasta las puertas de la ciudad, no vi nada que se pareciera mu­cho o poco a un ser humano. Pero, cuando alcancé la sombra proyectada por los portones, vi fugitivamente ca­bezas de negros e hirsutos cabellos desplazándose por los angostos parapetos. Me detuve y eché la cabeza hacia atrás para llamarles. El sol se acababa de alzar por encima de las torres y su brillo me dio de lleno en los ojos. En el preciso instante en que abrí la boca, sonó una fuerte detonación, como un disparo de fusil; una nube de humo blanco salió de una torre y algo me golpeó en la cabeza con un terrible impacto... y perdí el conocimiento.
Cuando volví en mí, no fue de un modo gradual, si­no instantáneo, con la mente despejada. En efecto, mi poder de recuperación era inmenso. Estaba tendido en un suelo de piedra desnuda, en una amplia sala. Los muros, el techo y el suelo eran grandes losas de piedra verdosa. Desde una ventana con barrotes, muy alta en una de las Paredes, entraba la luz del sol e iluminaba la sala; salvo un banco de buen tamaño, groseramente labrado, no ha­bía muebles.
Una pesada cadena me rodeaba la cintura. Vi que la cerraba un candado bastante singular. El otro extremo de la cadena se hallaba sujeto a una gruesa argolla, encastrada en el muro. Todo lo relacionado con aquella ciudad daba sensación de macizo.
Llevándome una mano a la cabeza, me di cuenta de que me habían vendado con una tela de tacto sedoso. Te­nía un fuerte dolor de cabeza. Evidentemente, el proyectil —fuera cual fuese— que me habían lanzado desde las mu­rallas sólo me había rozado, arañándome ligeramente el cuero cabelludo y haciéndome perder el conocimiento. Me busqué el puñal; naturalmente, había desaparecido.
Juré encolerizado. Desde que me encontraba en Almuric, me aterrorizaba la idea de lo que me esperaba; pe­ro, al menos, había estado libre hasta entonces. Pero, a partir de aquel momento, estaba en manos de Dios sabe qué criaturas. Todo lo que sabía es que los habitantes de aquella ciudad tenían intenciones hostiles. Pero mi con­fianza en mí mismo —excesiva— no disminuía pese a to­do, y no tenía miedo. Sentía un cierto pánico que tomaba forma en mi interior —algo común a todos los seres sal­vajes cuando se ven encadenados y encerrados—, pero combatí contra aquella sensación. A ella la siguió una ola de furor irracional. Me levanté de un salto —la cadena era lo suficientemente larga como para permitirme aquel movimiento— y empecé a tirar de los grilletes para inten­tar romperlos.
* * *
Seguía ocupado con aquella tarea —la manifestación vana de un resentimiento primitivo— cuando un ligero ruido sonó a mi espalda. Me volví apresurado, tensando los músculos, dispuesto a atacar o a defenderme. Lo que vi me dejó paralizado.
Había una joven a la entrada de la habitación. Salvo los vestidos, no era en nada diferente de las mujeres que había conocido en la Tierra. Sin embargo, su esbelta si­lueta indicaba una agilidad superior a la de las hembras que había conocido hasta entonces. Tenía los cabellos de un negro intenso y la piel era de la blancura del alabas­tro. Sus miembros torneados apenas estaban disimulados por un ligero vestido, parecido a una túnica, sin mangas y muy escotada, que dejaba ver casi la totalidad de sus pechos de marfil. Llevaba la túnica ceñida a la cintura, y le llegaba hasta unos centímetros tan sólo por encima de las rodillas. Calzaba ligeras sandalias. Se la veía en una pos­tura de atemorizada fascinación; tenía los ojos negros desmesuradamente abiertos, los labios escarlatas entrea­biertos. Cuando me volví y la observé lleno de curiosidad, hizo un movimiento de retroceso y lanzó una viva excla­mación de sorpresa o temor y salió precipitadamente de la habitación.
La vi desaparecer con extrañeza. Si los otros habitan­tes de la ciudad se parecían a ella, la impresión que daba la maciza y brutal arquitectura era tan sólo una ilusión, pues aquella joven parecía producto de una civilización apacible y refinada. Sólo su traje sugería una cierta bar­barie.
Mientras reflexionaba en aquella inesperada apari­ción, escuché un ruido de pasos pesados, luego el de unas voces duras que discutían agriamente. Un instante más tarde, un grupo de hombres penetraba en la sala. Se detu­vieron al ver que había recobrado el conocimiento y que estaba de pie. Sin dejar de pensar en la joven, les con­templé sorprendido. Pertenecían a la misma raza que los otros seres que había visto; inmensos, cubiertos de pelo, con aspecto feroz, la cabeza inclinada hacia adelante de un modo simiesco y facciones impresionantes. Noté que algunos tenían la piel más oscura, pero todos eran more­nos y de aspecto terrible; la impresión de conjunto era la de salvajismo sombrío e implacable. Aquella ferocidad era algo instintivo en ellos; ardía en sus ojos de color gris hielo, se reflejaba en la mueca de sus labios peludos, gru­ñía en sus voces ásperas.
Todos estaban armados, y sus manos parecían buscar de un modo instintivo las empuñaduras de las armas mientras seguían contemplándome furiosamente, sacu­diendo las cabezas de hirsutos cabellos.
—¡Thak! —exclamó uno de ellos... o, más bien, lo ru­gió, pues todos tenían la voz tan fuerte como una tem­pestad—. ¡Ha despertado!
—¿Creéis que podrá hablar o entender un idioma hu­mano? —gruñó otro.
Durante todo aquel tiempo me había quedado quieto, sosteniendo sus centelleantes miradas. De nuevo me quedé estupefacto por sus palabras. Luego, me di cuenta de que no se expresaban en inglés.
La cosa era tan anormal que me impresionó. No ha­blaban ningún idioma de la Tierra, de aquello era cons­ciente, y, sin embargo, les entendía con la única excep­ción de algunos términos que, aparentemente, no tenían un equivalente en la Tierra. No intenté explicarme aquel fenómeno de aspecto imposible y respondí al que había hablado el último.
—Puedo hablar y entenderos —gruñí—. ¿Quiénes sois? ¿Qué ciudad es ésta? ¿Por qué me atacasteis? ¿Por qué estoy encadenado?
Lanzaron unos gruñidos de sorpresa, tirándose feroz­mente de los bigotes, sacudiendo la cabeza y maldiciendo con violencia.
—¡Habla, por Thak! —dijo un tercero—. ¡Os lo había advertido, viene de más allá del Cinturón!
—¡Más allá de mi culo, sí! —dijo un tercero grosera­mente—. ¡Es un monstruo, un maldito engendro, un degenerado de piel lisa que nunca debería haber nacido, o al que no se debería haber dejado vivir!
—Preguntémosle cómo se hizo con el puñal de Rompedor de Huesos —sugirió otro.
Al oír aquello, uno avanzó y, mirándome severa y acusadoramente, blandió un arma metida en su vaina. Re­conocí mi puñal inmediatamente.
—¿Se lo robaste a Logar? —preguntó.
—¡No he robado nada! —repliqué secamente. Tenía la impresión de ser una bestia salvaje a la que los espectadores insensibles y estúpidos molestan con un bastón entre los barrotes de la jaula. Mis accesos de furor —parejos a todas las emociones de aquel salvaje planeta— no conocían freno.
Tomé el puñal del hombre que lo llevaba en su propio cinturón, y durante un combate leal—añadí.
—¿Lo mataste? —preguntaron con incredulidad.
—No —murmuré—. Combatimos con las manos des­nudas pero quiso apuñalarme. Le derribé de un puñetazo.
Un rugido saludó mis palabras. Primero creí que lan­zaban gritos de rabia, pero luego comprendí que discutían entre ellos.
—¡Os digo que miente! —Aquel mugido de toro do­minó el tumulto—. Sabemos que Logar el Rompedor de Huesos no es hombre que se deje vencer y robar por un hombre sin pelos y de piel lisa como éste. Ghor el Oso podría enfrentarse a Logar. ¡Pero nadie más!
—Sin embargo, tenía su puñal —hizo notar alguien. El clamor volvió a escucharse. En un instante, todos gritaban y juraban, blandiendo los velludos puños con signos amenazantes, buscando furtivamente los pomos de las espadas, intercambiando desafíos al combate y terri­bles insultos.
Esperaba asistir a una pelea y a una masacre general. Pero el que parecía investido de una autoridad cierta sacó la espada y empezó a golpear en el banco con la empuña­dura, cubriendo con su mugido de toro las voces de todos los demás.
—¡Silencio! ¡Silencio! ¡Como uno más abra la boca, le rompo el cráneo! —Cuando el tumulto se calmó y los otros se contentaron con mirarle con odio, prosiguió, con una voz tan tranquila como si no hubiese pasado nada—: El asunto del puñal importa poco. Puede que sorprendiera a Logar mientras dormía y le atacase, o quizá se lo robó, o puede que se lo haya encontrado. ¿Somos acaso los her­manos de Logar para preocuparnos por su suerte?
Un gruñido general respondió a sus palabras. Mani­fiestamente, el hombre llamado Logar no era muy popu­lar entre ellos.
—La cuestión es la siguiente: ¿qué vamos a hacer con esta criatura? Debemos reunir el consejo y tomar una de­cisión. Evidentemente, no es comestible.
Sonrió al decirlo; aparentemente, era una broma bas­tante macabra.
—Podría hacerse con su piel un cuero de muy buena calidad —sugirió otro con un tono que me dio la impre­sión de que bromeaba.
—Demasiado blando —protestó un tercero.
—No lo parecía cuando le trajimos —replicó el que había hablado el primero—. Parece de muelles de acero.
—¡Bah! —dijo el otro con desprecio—. Voy a demos­traros lo delicada que es su carne. Observad cómo corto unas tajadas.
Sacó la daga y se acercó a mí mientras los otros ob­servaban con vivo interés.
Durante todo aquel tiempo, mi furor no había hecho más que crecer, tanto que la habitación empezó a bambo­learse ante mis ojos sumida en una bruma escarlata. En aquel instante, comprendiendo que aquel valiente tenia en verdad la intención de comprobar en mi piel el filo de su espada, me transformé en un loco furioso. Girando, aga­rré la cadena con las dos manos y me la enrollé alrede­dor de las muñecas para poder sujetarla mejor. Luego, apoyando uno de los pies en la pared, empecé a tirar de la cadena con todas mis fuerzas. Todos los músculos del cuerpo se me tensaron y anudaron como cuerdas; el sudor me corría por el cuerpo. Con un estrépito ensordecedor, la piedra cedió y la argolla de hierro saltó arrancada de la pared.
Caí a tierra y rodé sobre la espalda, a los pies de mis captores. Lanzaron unos rugidos de estupor y, acto segui­do, se abalanzaron sobre mí.
* * *
Respondí a sus mugidos con un aullido estridente de placer sanguinario y, alzándome en el seno del combate, empecé a agitar los puños como si estuviera armado con martinetes. ¡Oh, fue una buena reyerta mientras duró! No intentaron apuñalarme, y se contentaron con aplastarme e inmovilizarme bajo su número. Rodamos de un lado a otro de la habitación, como una masa jadeante y furiosa, intercambiando golpes y juramentos. Todos aquellos gri­tos, bramidos, blasfemias e imprecaciones formaban una barabúnda de todos los diablos. En un momento dado, me careció ver fugitivamente a unas mujeres —parecidas a la que viera anteriormente— en la entrada de la habitación, pero no podría afirmarlo. Tenía firmemente apretada en­tre los dientes una oreja peluda, con los ojos llenos de sudor y estrellitas —después de un buen puñetazo que me habían dado en la nariz— y, con aquel racimo de cuerpos robustos que no dejaban de golpearme, mi vista no era muy buena.
Sin embargo, me las apañaba bastante bien: orejas rotas, narices machacadas, dientes rotos y volando en pe­dazos por los impactos de mis puños duros como el acero. Los aullidos de los heridos eran una música melodiosa pa­ra mis oídos doloridos. Pero aquella satánica cadena que me rodeaba la cintura no dejaba de hacerme tambalear y se me enrollaba alrededor de las piernas. El vendaje no tardó en serme arrancado de la cabeza; se volvió a abrir la herida en el cuero cabelludo y me vi cubierto de sangre. Ciego, tropecé y perdí el equilibrio. Jadeando y reso­plando, me echaron por tierra y me inmovilizaron, atán­dome brazos y piernas.
Los supervivientes se apartaron y se alejaron por el suelo, donde se quedaron sentados, con actitudes de dolor y agotamiento, mientras que yo, recobrando la voz, los insultaba copiosamente. Sentí una satisfacción orgullosa al ver el espectáculo de todas aquellas narices ensangrenta­das, ojos amoratados, orejas arrancadas y dientes rotos. Incluso solté una carcajada cuando uno de ellos anunció en medio de una lluvia de juramentos que tenía roto un brazo. Otro yacía por tierra, sin conocimiento, y tuvieron que reanimarle. Lo hicieron echándole encima un cubo de agua helada. Alguien —a quien no podía ver desde donde me encontraba, atado y tirado en el suelo— había ido a buscar el cubo. Tenía la idea de que se trataba de una mujer, llegada después de un rugido perentorio.
—Se le ha vuelto a abrir la herida —dijo uno de ellos señalándome con el dedo—. Se va a desangrar y a morir.
—¡Ojalá! —gruñó otro, rodando por el suelo y dobla­do en dos—. Me ha golpeado en el vientre. Me muero. Traedme vino.
—Si estás agonizando, no necesitas vino —respondió brutalmente el que parecía ser el jefe, escupiendo frag­mentos de dientes rotos—. Ciérrale la herida, Akra.
Akra se acercó arrastrando los pies, sin demostrar mucho entusiasmo, y se inclinó sobre mí.
—No muevas la maldita cabeza —gruñó.
—¡No me toques! —gruñí—. No quiero deberte nada. ¡Te vas a enterar como me toques con tus sucias patas!
Exasperado, me plantó la mano en la cara y quiso echarme violentamente hacia atrás. Fue un error por su parte. Cerré las mandíbulas en su pulgar y apreté. Lanzó un aullido como para romperme los tímpanos, y sólo fue con ayuda de sus compañeros como consiguió liberar el dedo desgarrado. Loco de dolor, lanzaba gritos incoheren­tes. Bruscamente, me dio una patada que me alcanzó en la sien con una fuerza terrible. Mi cabeza, proyectada hacia atrás, golpeó violentamente contra las patas del macizo banco. Una vez más, perdí el conocimiento.
Cuando volví en mi, noté que de nuevo me habían curado y vendado la herida de la cabeza. Tenía las muñe­cas y tobillos con grilletes y la cadena había sido fijada a una nueva argolla, recién encastrada en la piedra, y, por las apariencias, más firmemente que la anterior. Era de noche. Por la ventana podía ver el cielo tachonado de es­trellas. Una antorcha, colocada en un nicho del muro, ar­día y esparcía una luz singularmente blanca. Había un hombre sentado en el banco, con los codos puestos en las rodillas y el mentón apoyado en los puños; me miraba de­tenidamente. En el banco, cerca de él, había una enorme bandeja de oro.
—Después de ese último golpe, pensé que no te recu­perarías —dijo finalmente.
Hace falta más que eso para acabar conmigo —gru­ñí—. Sois una banda de tramposos. Sin la herida y la ca­dena, habría podido con todos vosotros.
Mis insultos parecieron interesarle más que encoleri­zarle. Involuntariamente, se palpó un enorme chichón lle­no de sangre que tenía en el cráneo, y me preguntó:
—¿Quién eres? ¿De dónde vienes?
—Eso no te importa —repliqué secamente.
Se encogió de hombros y, cogiendo la bandeja con una mano, sacó la daga con la otra.
—En Koth nadie se muere de hambre —declaró—. Voy a dejarte esta comida al alcance de la mano y podrás comer. Pero, te lo advierto, ¡como intentes golpearme o morderme, te apuñalo!
Me contenté con gruñir ferozmente. Se inclinó y dejó la bandeja y se apartó a toda prisa. Observé que la comi­da era una especie de estofado que calmaba tanto el ham­bre como la sed. Cuando acabé de comer, me sentí de mejor humor. Al ver que mi guardián volvía a la carga, respondí sus preguntas.
—Me llamo Esaú Cairn —le dije—. Soy americano y vengo del planeta Tierra.
Meditó aquellas palabras durante un instante, y luego me preguntó:
—¿Son regiones situadas más allá del Cinturón?
—Ignoro de lo que hablas —contesté. Sacudió la cabeza.
—Y yo; no comprendo tus palabras. Pero si no sabes lo que es el Cinturón, no puedes provenir de las regiones situadas más allá de él. Sin duda, son sólo fábulas de to­dos modos. Pero, ¿de dónde venías cuando te vimos acer­carte por la llanura? ¿Era tuya la hoguera que vimos des­de las torres la noche pasada?
—Supongo. Durante varios meses, he vivido en las colinas del oeste. Descendí a las llanuras hace algunas se­manas.
Abrió los ojos desmesuradamente y me miró fija­mente.
—¿En las colinas? ¿Solo y con un puñal por toda ar­ma?
—Claro, ¿cómo si no? —pregunté.
* * *
Sacudió la cabeza como si estuviera dominado por la duda o el estupor.
—Hace algunas horas te llame mentiroso. Ahora me cuesta trabajo hacerlo.
—¿Cuál es el nombre de esta ciudad? —le pregunté
—Koth, de la tribu de los kothianos. Nuestro jefe es Khossuth el Rompedor de Cráneos. Yo soy Thab el Rápi­do. Me han encargado que te vigile mientras los guerreros iban al consejo.
—¿Cuál es la naturaleza de ese consejo? —me intere­sé.
—Deben decidir lo que se va a hacer contigo; llevan discutiéndolo desde que se puso el sol, pero todavía no han llegado a una solución.
—¿Cuál es el motivo de su desacuerdo?
—Vaya —respondió—, pues que algunos quieren que te cuelguen y otros que seas fusilado.
—Supongo que no se les habrá ocurrido la idea de dejarme marchar —pregunté con cierta amargura. Me miró heladamente.
—No seas estúpido —dijo con tono de reproche. En aquel momento, unos pasos ligeros sonaron fuera, y la joven que había visto antes entró de puntillas en la habitación. Thab la miró con desagrado.
—¿Qué vienes a hacer aquí, Altha? —preguntó.
Sólo quería contemplar de nuevo al extranjero —respondió la joven con voz dulce y melodiosa—. Nunca he visto un hombre como él. Su piel es casi tan lisa como la mía, y no tiene pelos en el rostro. ¡Qué extraños son sus ojos! ¿De donde viene?
—Por lo que dice, ha llegado de las colinas —murmu­ró Thab.
A la chica se la desorbitó la mirada.
—¡Pero, salvo las bestias salvajes, nadie vive en las colinas! ¿Quizá se trate de una especie de animal? Los guerreros dicen que puede hablar y entender nuestro idioma.
Es verdad —gruñó Thab, acariciándose delicada­mente las heridas—. También rompe los cráneos de los hombres con los puños desnudos, que son más duros y pesados que mazas. ¡Vete! Es un demonio furioso. Si te atrapa, cuando haya acabado contigo, no quedarán de ti ni migajas para los buitres.
—No me acercaré a él —le aseguró—. Sin embargo, Thab, no me parece tan terrible. Mira, no me mira con cólera. ¿Qué van a hacer con él?
—La tribu decidirá —contestó—. Probablemente de­berá luchar con un leopardo con las manos desnudas.
Juntó las manos en un gesto de compasión, algo que no había tenido ocasión de ver en Almuric anteriormente.
—¡Oh, Thab! ¿Por qué? No ha hecho ningún daño; ha venido solo, sin armas. Los guerreros dispararon contra él sin provocaciones... y ahora...
La miró con irritación.
—Si le dijera a tu padre que ruegas por un prisione­ro… —Evidentemente, no era una amenaza en vano. La jo­ven se estremeció de temor.
—¡No le digas nada! —imploró. Luego, se contradi­jo—. ¡Oh, qué importa! ¡Es algo bestial! ¡Aunque mi padre me azote hasta que la sangre me chorree por las muñecas, seguiré diciendo que es bestial!
Y, con aquello, salió corriendo de la habitación.
—¿Quién es esa chica? —pregunté.
—Altha, la hija de Zal el Lancero.
—¿Y quién es Zal?
—Uno de esos a los que has maltratado tan cruel­mente hace un rato.
—Me cuesta trabajo creer que esa chica pueda ser hi­ja de un hombre así...
Como no encontraba palabras adecuadas, decidí ca­llarme.
—¿Qué le reprochas a Altha? —preguntó—. No es di­ferente de las otras mujeres de la ciudad.
—¿Quieres decir que todas las mujeres son como ella y que todos los hombres son como tú?
—Pues claro... teniendo en cuenta las particularidades de cada individuo. ¿Es distinto entre tu pueblo? ¡Es de­cir... siempre y cuando no seas un fenómeno aislado, una excepción!
Lo que yo sea... —empecé a decirle, sorprendido. En aquel instante, otro guerrero entró en la habita­ción y dijo:
—Vengo a relevarte, Thab. Los guerreros han decidido que sea Khossuth quien decida y van a esperar a su vuelta mañana por la mañana.
Thab se fue y el otro se sentó en el banco. No inten­té hablar con él. La cabeza me daba vueltas —por las contradicciones que veía y oía— y sentía necesidad de dormir. No tardé en sumergirme en un sueño profundo, sin ensueños.
Sin duda, mi mente aún estaba muy afectada por to­dos los golpes recibidos. De otro modo, me habría des­pertado sobresaltado, en guardia, al sentir que algo me tocaba el cabello. De hecho, me desperté sólo en parte. Por los párpados entreabiertos pude medio ver, como en un sueño, el rostro de una joven muy cercano al mío, unos ojos negros agrandados por una fascinación temero­sa, unos labios rojos entreabiertos. El perfume de su opu­lenta cabellera me impregnó. Tocó tímidamente mi cara y luego se apartó velozmente, lanzando una ligera exclama­ción, como si la aterrara la audacia de su gesto. El guar­dia roncaba en el banco. La antorcha se había consumido casi por completo y difundía una luz mate. Fuera, la luna ya se había ocultado. Me di cuenta vagamente de todo aquello antes de volver a quedarme dormido. Un rostro se me apareció en sueños, un rostro espléndido y brillante.

CAPITULO III

ME DESPERTÉ ENVUELTO en la luz gris y fría del amanecer, a la hora en la que el verdugo va a buscar al condenado. Había un grupo de hombres junto a mí, y su­pe que uno de ellos era Khossuth el Rompedor de Crá­neos.
Era más alto que los otros, y más delgado, casi des­carnado en comparación. Aquella delgadez hacía que los anchos hombros pareciesen aún más poderosos, casi anor­males. Su rostro y cuerpo estaban llenos de viejas cicatrices. Tenía la piel morena, y aparentemente era mayor; su silueta impresionante y terrible expresaba un oscuro sal­vajismo.
Con los ojos fijos en mí, acariciaba el pomo de la es­pada. Tenía la mirada tenebrosa y lejana.
—Me dicen que pretendes haber vencido a Logar de Thurga en combate leal —dijo finalmente, y su voz era cavernosa y espectral de un modo que no sabría describir.
No contesté y me quedé con los ojos puestos en él, sosteniendo su mirada, en parte fascinado por su aspecto extraño y amenazante, y en parte ardiendo con aquella cólera que, aparentemente, no me abandonaba desde hacía algún tiempo.
—¿Por qué no contestas? —gruñó.
—Porque ya me han llamado muchas veces mentiroso —repliqué con voz áspera.
—¿Por qué has venido a Koth?
—Porque estaba harto de vivir solo, rodeado de bes­tias salvajes. Soy un estúpido. Pensaba encontrar seres humanos cuya compañía fuese preferible a la de los leo­pardos y babuinos. Me he dado cuenta de que estaba equivocado.
Se tiró de los retorcidos bigotes.
—Los hombres dicen que peleas como un leopardo furioso. Thab me ha dicho que no te presentaste ante las puertas de la ciudad como haría un enemigo. Me gustan los hombres valientes. Pero, ¿qué podemos hacer? Si te devolvemos la libertad, nos odiarás por lo que ha pasado, ¡y tu odio es terrible, no cabe duda!
—¿Por qué no aceptarme en el seno de vuestra tribu? —les hice ver como por casualidad. Sacudió la cabeza.
—No somos yagas para tener esclavos.
—Ni yo un esclavo —gruñí—. Dejadme vivir en vues­tra ciudad, como uno de vosotros. Cazaré y pelearé a vuestro lado. Soy tan capaz como cualquiera de tus gue­rreros.
Al oír aquello, un hombre apartó a Khossuth y vino hacia mí. Era más alto que todos los que había visto en Koth hasta entonces; no más alto, sino más ancho, más macizo. Los pelos de los miembros eran más espesos y de un color especial: eran más rojos que negros.
—¡Eso deberás probarlo! —rugió jurando—. ¡Desátale, Khossuth! ¡Los guerreros han hablado tanto de su fuerza que quiero comprobarlo! ¡Desátale para que podamos pe­lear él y yo solos!
—Está herido, Ghor —respondió Khossuth.
—Que le curen hasta que sus heridas se hayan cerra­do y cicatrizado —recomendó el guerrero con impacien­cia, apartando curiosamente los brazos como para que empezarán en aquel preciso instante.
—Sus puños tienen la fuerza de martillos —le advirtió otro.
—¡Por los demonios de Thak! —mugió Ghor, con la mirada centelleante y alzando los peludos brazos—. ¡Ad­mítele en el seno de la tribu, Khossuth! ¡Qué pase la prueba! ¡Si sobrevive... por Thak, sólo entonces podrá de­cir que es un hombre de Koth!
—Lo pensaré —respondió Khossuth tras un momento de silencio.
Aquello, provisionalmente, zanjaba el asunto. Todos salieron de la habitación tras él. Thab fue el último en ir­se. Cuando llegó a la puerta me hizo un gesto que tomé por una señal de ánimo. Así que, después de todo, aque­llos seres extraños no estaban tan totalmente desprovistos de sentimientos de compasión o amistad.
* * *
El día pasó sin incidentes. Thab no volvió. Otros guerreros me llevaron comida y bebida y les dejé que me curaran la herida y me cambiaran el vendaje. A la vista de aquel tratamiento más humano, el furor de bestia sal­vaje que había en mí se fue transformando en razona­miento de hombre. Pero la furia seguía oculta en el fondo de mi ser, dispuesta a desfogarse y desencadenarse a la primera afrenta que se hiciera a mi dignidad.
No volví a ver a la joven, Altha. En varias ocasiones, oí un ruido de pasos ligeros, en el exterior de la sala, pero no podía saber si se trataba de ella o de alguna otra mujer.
Al caer la noche, un grupo de guerreros irrumpió en la estancia y me anunció que iba a ser conducido ante el consejo, donde Khossuth escucharía todos los argumentos y decidiría mi suerte. Me quedé sorprendido al saber que se presentarían argumentos en mi favor. Me hicieron pro­meter que no les atacaría y, después, me quitaron la ca­dena que me retenía prisionero al muro, pero me dejaron los grilletes en las manos y tobillos.
Escoltado de aquella manera, salí del cuarto y me en­contré en un gran corredor iluminado por antorchas de luz blanquecina. No había ni colgaduras, ni muebles, ni ninguna otra decoración... sólo una impresión casi opresi­va de arquitectura colosal.
Seguimos por varios corredores, todos igual de gigan­tescos y desangelados, de paredes rugosas y techos eleva­dos, hasta que llegamos finalmente a un vasto espacio cir­cular, rematado por un domo. En el muro del fondo se alzaba un trono de piedra sobre un estrado, y en el trono se hallaba sentado el viejo Khossuth, impregnado de una sombría majestad, vestido con la moteada piel de un leo­pardo. Ante él, formando un amplio semicírculo, estaba sentada la tribu; los hombres, con las piernas cruzadas sentados en pieles extendidas sobre las losas de piedra y, detrás de ellos, las mujeres, sentadas en bancos recubier­tos de piel.
Era una multitud extraña. El contraste entre los hombres cubiertos de pelo y las mujeres de cuerpo esbel­to y piel clara, de rasgos agraciados, no dejaba de ser chocante. Los hombres llevaban calzón y calzaban sanda­lias con largas correas; algunos llevaban sobre los podero­sos hombros capas de piel de pantera. Las mujeres vestían del mismo modo que la joven Altha; vi a esta última en­tre las demás. Iban calzadas o con ligeras sandalias o des­calzas, y llevaban cortas túnicas ceñidas en la cintura. Aquello era todo.
Las diferencias entre los sexos eran igualmente visi­bles entre los niños, y eso desde la más tierna edad. Las niñas eran tranquilas, de cuerpo delicado y gestos graciosos. Los niños parecían monos, aún más que sus mayo­res.
Me dijeron que me sentara en un bloque de piedra que había delante del estrado y un poco hacia un lado. Sentado entre los guerreros vi a Ghor; se agitaba con im­paciencia, accionando involuntariamente los potentes biceps.
Los debates comenzaron en cuanto ocupé mi lugar. Khossuth anunció, simplemente, que escucharía los diver­sos argumentos y, luego, encargó a un hombre que se ocupara de mi defensa; aquello me sorprendió nuevamen­te, pero aparentemente se trataba de la costumbre habi­tual entre aquellas gentes. El hombre elegido era el jefe subalterno de los guerreros, con quien ya había peleado en mi celda; se llamada Gutchiuk Cólera de Tigre. Me lanzó una envenenada mirada cuando se acercó cojeando, sin mucho entusiasmo. Todavía mostraba las marcas de nuestro precedente encuentro.
Dejó la espada y la daga en el estrado, y los guerre­ros sentados en primera fila hicieron lo mismo. Luego miró a los demás con aire feroz y Khossuth le preguntó cuáles eran las razones por las cuales Esaú Cairn —pro­nunció mi nombre deformándolo de un modo increíble— no debía ser aceptado en el seno de la tribu.
Aparentemente, las razones eran legión. Una media docena de guerreros se levantaron de un salto y empeza­ron a vociferar al tiempo que Gutchiuk, haciéndose cargo de su tarea, se ocupaba de rebatir los argumentos. Me sentía ya condenado. Pero la partida estaba lejos de haber concluido; de hecho, apenas había comenzado. Al princi­pio, Gutchiuk no hizo mucho hincapié en mi defensa, pe­ro los ataques del bando adversario le hicieron que cogie­ra cariño por mi causa. Sus ojos no tardaron en empezar a brillar, con la mandíbula crispándosele agresivamente, y empezó a bramar y a rugir tan fuerte como los otros. A juzgar por los argumentos que presentaba —o más bien, tronaba—, habría podido creerse que él y yo éramos ami­gos desde la infancia.
Nadie en particular había sido designado para pre­sentar argumentos en mi contra. Todos los que lo deseasen podían intervenir. Y si Gutchiuk convencía a alguien con aquella justa oratoria, aquel nuevo personaje unía su voz a la suya. Ya había varios hombres a mi lado. Los gritos de Thab y los mugidos de Ghor disputaban con los bramidos de mi abogado; y muy pronto otros se unieron a mi lado.
Tal debate era imposible de concebir para un terres­tre, a menos que asistiera a él. Era un verdadero guirigay, pues tres voces respondían a otras quinientas, todas ellas hablando a la vez. Si Khossuth comprendía algo de aquel jaleo insensato, no soy capaz de decirlo. Pero meditaba sombríamente por encima de la multitud desencadenada, como un dios severo contemplando las piadosas aspiracio­nes de la humanidad.
El hecho de que los hombres hubieran dejado las ar­mas indicaba gran sabiduría. Las querellas apasionadas suelen deformarse frecuentemente, sacando críticas con respecto a los ancestros o las costumbres personales. Las manos agarraban las vainas vacías y los bigotes se eriza­ban de un modo belicoso. De vez en cuando, Khossuth alzaba la voz, dominando el clamor, y restablecía una apariencia de orden.
Todos mis esfuerzos para seguir los debates fueron en vano. Mis adversarios se lanzaban a largas diatribas que parecían totalmente carentes de sentido, y mis parti­darios rechazaban sus objeciones de un modo igual de ilógico. Se lanzaban a la cara ejemplos que se remontaban a la más lejana antigüedad relativos a casos igual de pol­vorientos.
Para complicar todavía más las cosas, los oradores se embarullaban frecuentemente en medio de sus exposicio­nes, o se olvidaban de qué lado estaban y empezaban a defender con ardor la causa contraria. No parecía haber fin para aquellos debates, ni límite alguno a la resistencia de los que los mantenían. A medianoche, seguían aullando tan fuerte y amenazándose con el puño como si acabaran de empezar.
Las mujeres no participaban en los debates.
Empezaron a irse discretamente a eso de la mediano­che. Finalmente, en los bancos sólo quedó una pequeña y solitaria figura. Era Altha, que seguía —o intentaba seguir— las deliberaciones con un interés inusitado.
Yo había renunciado hacía tiempo a intentarlo. Gutchiuk aguantaba bien y me defendía valientemente, con las venas hinchadas en las sienes, el pelo y la barba eriza­dos. Ghor sollozaba de rabia y le suplicaba a Khossuth que le dejara romper algunas nucas. ¿Oh —gemía levan­tando los brazos al cielo—, por qué había de vivir hasta el día en que viera a los hombres de Koth convertirse en víboras y serpientes, con corazones de buitre e intestinos de sapo?
Tenía la impresión de hallarme en un manicomio. Fi­nalmente, a pesar del jaleo, y del hecho de que mi vida estaba en juego, me dormí en el banco de piedra y empe­cé a roncar apaciblemente mientras los hombres de Koth seguían discutiendo, golpeándose los velludos pechos y lanzando mugidos, mientras el extraño planeta Almuric seguía girando bajo las estrellas que ignoraban la existen­cia de los hombres y sin preocuparse por ellos, fuesen te­rrestres o no.
Amanecía cuando Thab me zarandeó para despertar­me y empezó a gritarme al oído:
—¡Hemos ganado! ¡Formarás parte de la tribu si te enfrentas a Ghor y sales victorioso de la lucha!
—¡Le romperé la espalda! —gruñí, y volví a dormir­me.

CAPITULO IV

ASÍ EMPEZÓ MI VIDA DE HOMBRE entre los hombres de Almuric. Había empezado mi nueva vida como un sal­vaje desnudo, pero ya había subido el primer peldaño en la escalera de la evolución y me había convertido en un bárbaro. Pues los hombres de Koth eran bárbaros, a pesar de sus sederías, armas de acero y torres de piedra. Su equivalente no existe hoy en la Tierra, ni nunca ha exis­tido. Pero continuaré con mi historia. En primer lugar, quiero contar mi combate con Ghor el Oso.
Me quitaron los grilletes y me condujeron a una to­rre de piedra, flanqueando las murallas de la ciudad. Me quedé allí hasta que todas mis heridas cicatrizaron. Los guerreros me llevaban regularmente comida y bebida; también cuidaban mis heridas atentamente, aunque éstas no eran muy graves si se las compara con las que me in­fligieron las bestias salvajes, que se curaron sin ayuda de nadie. Pero querían que me encontrase en plena forma para el combate que decidiría o no mi admisión en el se­no de la tribu de Koth... ya que, si era vencido, por lo que se decía de Ghor, no tendrían que preocuparse por mi suerte. Se ocuparán de ella los chacales y los buitres.
Todos eran muy reservados en cuanto a sus relaciones conmigo, excepto Thab el Rápido, que daba muestras de una franca cordialidad. En el tiempo en que estuve ence­rrado en la torre, no vi a Khossuth, Ghor o Gutchiuk. Ni tampoco a la joven, Altha.
Los días nunca me habían parecido tan largos y fas­tidiosos. No estaba nervioso porque tuviese miedo de Ghor; honestamente, dudaba de mi capacidad para ven­cerle, pero había arriesgado mi vida tan a menudo, inclu­so cuando todas las oportunidades estaban contra mí, que todo miedo había sido extirpado de mi alma. Pero, duran­te los meses anteriores, había vivido como una pantera de las montañas; en aquellos momentos, el hecho de estar encerrado —enjaulado— en una torre de piedra, donde mis movimientos estaban limitados, restringidos, controla­dos, era algo insoportable. Si mi prisión hubiera durado un día más, seguro que hubiera perdido cualquier control sobre mí mismo; habría combatido para abrirme paso has­ta la libertad, o perecido en el curso de la tentativa. De hecho, toda la energía contenida en mí estaba como bajo presión, a punto de alcanzar el punto de ruptura, y aque­llo me daba una terrible reserva de poder nervioso que me mantenía en forma para la batalla que se avecinaba.
Ningún hombre de la Tierra sabría igualar la fuerza y vigor de los hombres de Koth. Llevaban una vida de bárbaros, se enfrentaban a continuos peligros, combatien­do con enemigos tanto humanos como bestiales. Sin em­bargo, llevaban vida de hombres, y yo había llevado la de una bestia salvaje.
Mientras paseaba impacientemente por la cárcel de la torre, pensaba en un gran luchador, un campeón de Eu­ropa, con quien me había enfrentado en combate privado y amistoso. Declaró que yo era el hombre más fuerte que hubiera conocido. ¡Si hubiera podido verme en la torre de Koth! Estoy seguro de que podría haberle arrancado los biceps como si fueran de tela podrida, o romperle la es­palda con sólo dejarle caer contra mi rodilla, o romperle el pecho de un puñetazo. En cuanto a la rapidez de movimientos, el atleta mejor entrenado de la Tierra habría pa­recido torpe y pesado en comparación con la ligereza e impulso de tigre que se ocultaban en mis miembros de músculos de acero.
Pese a todo, sabía que la prueba sería muy dura cuando llegase el momento de enfrentarme al gigante lla­mado Ghor el Oso. Parecía, efectivamente, un oso, enor­me y cubierto de pelos color herrumbre.
Thab el Rápido me contó algunos de sus combates triunfales, y nunca he oído un relato tan temible; aquel hombre avanzaba por la vida dejando a su paso un cami­no de miembros desgajados, espaldas rotas y nucas arra­sadas. Ningún hombre había podido hacerle frente en un combate con las manos desnudas, aunque algunos afirma­ban que Logar el Rompedor de Huesos era su par.
Logar —lo supe entonces— era el jefe de Thugra, una ciudad enemiga de Koth. Todas las ciudades de Almuric son enemigas entre sí; el pueblo de Almuric está dividido en una multitud de pequeñas tribus que se hacen la guerra constantemente. El jefe de Thugra era llamado el Rompedor de Huesos como un tributo a su fuerza de­moledora. El puñal que le había quitado era su arma fa­vorita, una hoja famosa, forjada, por lo que decía Thab, por un herrero sobrenatural, Thab llamaba a aquel ser un gorka, y yo encontraba en aquellos relatos ciertas analo­gías con los enanos que trabajaban el metal en los anti­guos mitos germánicos de mi mundo natal.
Thab me enseñó muchas cosas sobre su pueblo y so­bre su planeta, pero volveré sobre ellas posteriormente. Finalmente, Khossuth me visitó, constató que mis heridas habían cicatrizado perfectamente, consideró mis músculos y mi cuerpo bronceado con una sombra de respeto en su mirada fría y soñadora, y declaró que era apto para com­batir.
* * *
Había caído la noche cuando me llevaron a través de las calles de Koth. Miraba con sorpresa los muros gigan­tescos que se alzaban por encima de mí y que hacían pa­recer enanos a los habitantes de la ciudad. En Koth todo había sido construido de un modo desmesurado. Las mu­rallas y los edificios no eran de una altura excepcional en comparación con su volumen, pero todo era impactante. Mis escoltas me condujeron a una especie de anfiteatro cercano al muro exterior. Aquel lugar, de forma ovalada, estaba rodeado por enormes bloques de piedra que se ele­vaban en gradas para dar asiento a los espectadores. El espacio abierto en su centro era de tierra batida, cubierta por una hierba tupida. Alrededor habían levantado una especie de barrera de cuerdas de cuero trenzado, aparen­temente para evitar que los luchadores se rompieran en cráneo contra las piedras que cerraban el foso. La escena estaba iluminada por antorchas.
Los espectadores ya estaban allí; los hombres ocupa­ban las gradas inferiores, las mujeres y los niños se senta­ban en las más altas. Mi mirada recorrió aquel océano de rostros, lisos o peludos, para posarse, al fin, en un rostro que reconocí. Sentí un extraño estremecimiento de placer al ver a Altha, sentada y mirándome con sus ojos negros y atentos.
Thab me hizo una señal para que penetrase en la arena, y lo hice, pensando en los combates a manos des­nudas que antaño, en mi propio planeta, había celebrado en rings tan rudimentarios como aquél, sobre el césped. Thab y los otros guerreros que me habían escoltado se quedaron fuera. Por encima de nosotros meditaba el viejo
Khossuth, ataviado con pieles de leopardo y sentado sobre una piedra esculpida que sobresalía de la primera grada.
Miré más allá de Khossuth hacia el cielo oscuro y lleno de estrellas cuya rara belleza no deja de fascinarme, y me eché a reír ante lo incongruente de la situación... yo, Esaú Cairn, estaba obligado a merecer por el sudor y la sangre mi derecho a existir en aquel mundo extraño, cuya existencia ni siquiera era sospechada por los habi­tantes de mi propio planeta.
Vi que un grupo de guerreros se aproximaba desde el otro lado. Una enorme silueta se alzaba entre ellos. Ghor el Oso me lanzó una mirada centelleante a través del ring y sus patas velludas asieron las correas de cuero. Lanzan­do un rugido, las franqueó de un salto y se plantó ante mí. Era la imagen de la ferocidad... loco de rabia porque, totalmente por azar, le había precedido en la arena.
Desde el grosero trono por encima nuestro, el viejo Khossuth blandió una lanza y la arrojó al suelo. La segui­mos con la mirada. Al tiempo que se hundía en la hierba la brillante punta, fuera del círculo de cuero, nos lanza­mos uno contra el otro como dos masas de acero, huesos y músculos vibrando con vida salvaje y ansias de destruc­ción.
Salvo una especie de calzón de cuero, más un tapa­rrabos que un atavío, los dos estábamos desnudos. Las re­glas del combate eran sencillas; nos estaba prohibido gol­pear con los puños o con las palmas de las manos, las ro­dillas o los codos, dar patadas, morder o arrancar un ojo al adversario. Aparte de aquello, todo estaba permitido.
Al primer impacto de su cuerpo velludo con el mío, comprendí que Ghor era más fuerte que Logar. Privado de mis mejores armas naturales —los puños—, Ghor tenía ventaja.
Era una montaña peluda de músculos de acero, y se movía con la rapidez y la agilidad de un enorme felino. Habituado a tales combates, conocía trucos que yo igno­raba. Por último, tenía la redonda cabeza tan hundida en­tre los hombros que era prácticamente imposible estran­gular un cuello tan rechoncho y grueso.
Lo que me salvó fue la vida salvaje que había llevado en los pasados meses. Me había endurecido como nin­gún hombre —que viviera como un hombre— lo había hecho antes. Poseía una rapidez de movimiento superior y, a fin de cuentas, mayor resistencia.
Hay poco que contar sobre el combate. El tiempo de­jó de componerse de fragmentos distintos para fundirse en la bruma ciega de una eternidad rugiente y furiosa. No había ruidos, a excepción de nuestros roncos jadeos, el chisporroteo de las antorchas movidas por la brisa, y el impacto de nuestros pies en la hierba o el de nuestros cuerpos al golpearse violentamente. Éramos de igual fuer­za y ninguno de los dos podía prevalecer rápidamente. Allí no había inmovilización por los hombros del adversa­rio, como pasaba en la Tierra. El combate continuaría hasta que uno de nosotros —o los dos—, cayese a tierra muerto o inconsciente.
Todavía hoy me sorprendo al pensar en nuestra resis­tencia y vigor. A medianoche todavía seguíamos luchando y lacerándonos. El mundo entero se tambaleaba ante mis ojos y era de color escarlata cuando me libré de una pre­sa homicida. Un dolor atroz invadía todo mi cuerpo. Te­nía ligamentos desgarrados y algunos músculos tensos y como muertos. La sangre me corría de la nariz y de la boca. Estaba medio ciego y dominado por el vértigo des­pués que mi cabeza golpeara no sé cuántas veces en la tierra endurecida. Me temblaban las piernas. Tenía la res­piración corta y dolorosa. Pero podía ver que Ghor no es­taba en mejor estado. A él también le sangraba la nariz y la boca; y además le salía sangre por las orejas. Titubeaba al enfrentarse a mí; su torso peludo se alzaba y bajaba con sacudidas. Escupió sangre y, con un rugido que más parecía un seco estertor, se lanzó de nuevo sobre mí. Reuniendo todas mis declinantes fuerzas para un último esfuerzo, agarré la muñeca que lanzaba contra mí, giré rápidamente, me incliné y tiré de su brazo por encima de mi hombro, levantando a mi adversario del suelo.
El impulso de su asalto me facilitó la tarea. Giró por encima de mi espalda y cayó a tierra, golpeándose en el suelo con la cabeza y los hombros. Cayó como un arma­toste, giró sobre sí mismo y se quedó inerte. Por un ins­tante, me tambaleé encima de él al tiempo que el pueblo de Koth lanzaba una sonora exclamación... y una ola de tinieblas ocultó las estrellas y las vacilantes antorchas. Me derrumbé sin conocimiento y caí atravesado sobre el in­móvil cuerpo de mi adversario.
Supe más tarde que todo el mundo había creído que los dos estábamos muertos. Hicieron falta varias horas pa­ra reanimarnos. Cómo pudieron resistir nuestros corazones una tensión tan terrible y tales esfuerzos, todavía me lo pregunto, y es un tema que me maravilla. Los hombres dijeron que era el combate más largo —con mucho— li­brado en la arena.
Ghor estaba gravemente herido, incluso para un khotiano. Aquella última caída le había roto el hombro y fracturado el cráneo, sin hablar de las heridas menos gra­ves que le había infligido antes. En cuanto a mí, tenía rotas tres costillas, y los ligamentos, músculos y miembros tan desgarrados y heridos que durante varios días fui in­capaz incluso de levantarme de la cama. Los hombres de Koth cuidaron nuestras heridas y contusiones con una ha­bilidad y competencia que sobrepasaban con mucho las de la Tierra; pero, en su mayor parte, fue nuestra notable vitalidad primitiva lo que nos permitió volver a ponernos en pie. Cuando una criatura que vive en estado salvaje resulta herida, por lo general, o muere muy deprisa, o se restablece muy deprisa.
Le pregunté a Thab si Ghor iba a odiarme por la de­rrota que le había causado; y Thab fue incapaz de res­ponderme: Ghor no había sido vencido anteriormente.
Pero mis inquietudes sobre aquel tema se disiparon enseguida. Siete robustos guerreros irrumpieron en la cá­mara que me habían destinado. Llevaban una litera en la que se hallaba tendido un malherido adversario. Estaba tan vendado que costaba trabajo reconocerle. Pero su voz tonante permitía identificarle con claridad. Había obliga­do a sus amigos a que le llevasen de aquel modo —para poder visitarme— en cuanto pudo salir de la cama. No me guardaba rencor. En su gran corazón, sencillo y primiti­vo, no había más que admiración por el hombre que le había infligido la primera derrota de su vida. Relató nuestro homérico combate con un entusiasmo que hizo temblar el techo, y expresó con unos rugidos sus deseos vehementes de verse pronto totalmente restablecido. Así podríamos ir a combatir codo con codo contra los enemi­gos de Koth.
Se lo llevaron a su habitación sin que dejara de mu­gir su admiración y sanguinarios proyectos para el futuro. Una inmensa alegría me dilató el corazón. Sentía un pro­fundo afecto por aquel hijo de la magnánima naturaleza, que era más hombre —un hombre de verdad— que todos los retoños de la civilización a los que había conocido en la Tierra.
Y fue así como yo, Esaú Cairn, pasé del salvajismo a la barbarie. En la inmensa sala del consejo dominada por una cúpula, en presencia de todos los hombres de la tri­bu, en cuanto fui capaz, me planté ante el trono de Khossuth el Rompedor de Cráneos, y él cortó con su propia espada, por encima de mi cabeza, el misterioso símbolo de Koth. Luego, con sus propias manos, pasó alrededor de mi cintura el equipo de un guerrero kothiano... el an­cho cinturón de cuero del escudo de acero, un puñal y una larga espada de amplia guarda de plata. Los guerreros desfilaron ante mí, y cada jefe puso su palma en mi palma y pronunciaba su nombre, y yo lo repetía, y él repetía el nombre que me habían dado: Mano de Hierro. Aquella parte de la ceremonia fue la más fastidiosa, pues había cuatro mil guerreros y cuatrocientos de ellos eran jefes de un grado u otro. Pero aquello era parte del rito de inicia­ción y, cuando hubo terminado, era tan kothiano como si hubiera nacido en la tribu.
En la sala de la torre, en la misma por la que pasea­ba como un tigre mientras Thab me hablaba —y más tar­de como miembro de la tribu— supe todo lo que los habi­tantes de Koth sabían acerca de su extraño planeta.
Ellos y sus semejantes, dicen, eran los únicos y ver­daderos seres humanos de Almuric, aunque existia una misteriosa raza de seres que habitaba muy al sur, los yagas. Los kothianos eran guras, un término que se aplica a todos los de su raza y que no significa más que hombre. Había muchas tribus guras, cada una de las cuales vivía en una ciudad distinta, y cada ciudad era semejante a Koth. Ninguna tribu tenía más de cuatro o cinco mil guerreros, con el adecuado número de mujeres y niños.
Ningún hombre de Koth había dado nunca la vuelta entera al mundo, pero iban muy lejos durante las cacerías y expediciones guerreras, y se habían transmitido muchas leyendas de generación en generación, concernientes a su mundo —que, naturalmente, denominaban con una pala­bra que se correspondía con la nuestra de Tierra, aunque, tras cierto tiempo, algunos de ellos adquirieron la costumbre de decir Almuric al hablar de su planeta—. Lejos, al norte, había un país de hielo y nieve, donde no vivía ningún ser humano, aunque, según algunos, gritos singu­lares retumbaban en la noche provinientes de los glaciares y a veces se veían sombras en la nieve. A menor distan­cia, hacia el sur, se alzaba una barrera natural que ningún hombre había franqueado... una gigantesca muralla de ro­cas que, según las leyendas, rodeaba el planeta; por ello había recibido el nombre de Cinturón. Lo que había más allá del Cinturón, nadie lo sabía. Algunos creían que era el borde del mundo y que más allá sólo existía el vacío del espacio. Otros sostenían que tras él se extendía otro hemisferio. Creían —lo que me parece totalmente lógico— que el Cinturón separaba los hemisferios norte y sur de su mundo, y que el hemisferio sur estaba habitado por hombres y animales. Sin embargo, los partidarios de aquella teoría eran incapaces de dar la menor prueba y eran tomados, por lo general, como románticos excesiva­mente imaginativos.
En cualquier caso, las ciudades de los guras estaban diseminadas por las llanuras inmensas que se extendían entre el Cinturón y la región helada. El hemisferio norte no tenía ningún río importante. Había ríos, grandes llanu­ras, algunos lagos aquí y allá, ocasionales extensiones bos­cosas oscuras y espesas, colinas áridas y algunas montañas. Los ríos más importantes corrían hacia el sur para precipitarse en abismos abiertos en el Cinturón.
Las ciudades de los guras se construían, invariable­mente, en medio de las llanuras, y siempre a gran distan­cia unas de otras. Su arquitectura era el resultado de la evolución singular de sus constructores... aquellas fortale­zas de peñascos amontonados para la defensa reflejaban su naturaleza, ruda, primitiva, maciza, despreciando cualquier ostentación y adorno visible, sin saber nada del ar­te.
Desde muchos puntos de vista, los guras se parecían a los hombres de la Tierra; en otros, son diferentes de un modo desconcertante. Las diversas fases de su evolución tienen tan poca relación con lo que pasó en la Tierra que me es difícil explicar su forma de vida y su desarrollo.
En cuanto a Koth —y lo que diga para Koth puede aplicarse a cualquier otra ciudad gura—, sus hombres es­tán dotados para la guerra, la caza y la fabricación de ar­mas. Esta última ciencia se le enseña a cada niño, pero se pone en práctica raramente. No necesitan fabricar armas nuevas: muy sólidas y duraderas, se transmiten de genera­ción en generación, o son robadas a los enemigos.
El metal se utiliza únicamente para las armas o para algunas partes de los vestidos, como broches o cierres de cinturón. Nadie lleva adornos —tanto hombres como mu­jeres— y el uso del dinero es desconocido. No hay ningún sistema de cambio. No existe relación comercial de nin­gún tipo entre las ciudades, y los únicos negocios que se llevan a cambio son simples trueques. La única tela que emplean los guras es una especie de seda, tejida a partir de las fibras de una curiosa planta que crece cerca de los muros de la ciudad. Hay otras plantas que proporcionan vino, frutos y legumbres. La carne fresca —el principal alimento de los guras— se consigue mediante la caza, una actividad que es tanto un entretenimiento como una ocu­pación.
Así que los habitantes de Koth son muy hábiles tra­bajando el metal, tejiendo seda y en su particular forma de agricultura. Tienen un lenguaje escrito muy rudimen­tario, unos jeroglíficos que trazan en hojas parecidas a Papiros con ayuda de una pluma parecida a una daga y que mojan en el zumo púrpura de una extraña flor; pero muy pocos kothianos, excepto los jefes, saben leer o es­cribir. No poseen literatura; lo ignoran todo acerca de la pintura, la escultura o las artes mas elevadas. Han evolucionado hasta el nivel de cultura que era imprescindible para sus necesidades de vida; luego, dejaron de progresar. Desafiando aparentemente las leyes que nosotros los te­rrestres consideramos como inmutables, permanecen en una situación estacionaria: ni avanzan, ni retroceden.
Como casi todos los pueblos bárbaros, poseen una forma de poesía frustrada, casi exclusivamente dedicada a las batallas, rapiñas y triunfos bélicos. No tienen bardos o trovadores, pero cada uno de los hombres de la tribu se sabe las baladas populares de su propio clan, y, después de algunas jarras de cerveza, son muy dados a ponerse a berrear a unos niveles capaces de romper los tímpanos.
Esas canciones se transmiten oralmente y, del mismo modo, no hay historia escrita, de modo que los sucesos antiguos son muy vagos, y a menudo se mezclan con le­yendas improbables.
Nadie sabe cuál es la edad de la ciudad de Koth. Sus piedras gigantescas desafían los elementos y son indes­tructibles; podrían estar allí desde hace diez o diez mil años. Personalmente, estimo que la construcción de la ciudad se remonta al menos quince mil años. Los guras son una raza muy antigua, a pesar de su exuberante bar­barie que les hace parecer un pueblo joven y de reciente aparición. En lo que concierne a la evolución de esta raza —de qué animal desciende, cuál fue su ancestro común, cuáles las migraciones y escisiones tribales— no se sabe absolutamente nada. Los guras ignoran el concepto de evolución, y no saben nada acerca de su desarrollo hasta su condición presente. Suponen que —como la eternidad— su raza no ha tenido comienzo ni tendrá fin, y que siem­pre han sido lo que son ahora. No poseen leyendas que expliquen la creación.
* * *
He consagrado la mayor parte de mis notas a los hombres de Koth. Pero sus mujeres no son menos dignas de un comentario detallado. Descubrí que la diferencia de aspecto entre los sexos no era tan inexplicable después de todo. Es simplemente el resultado de la evolución natural, cuyas raíces se encuentran en la burda ternura que los machos guras muestran por sus mujeres. Fue para prote­ger a sus mujeres —estoy seguro— a lo que se debió el que amontonaran tales bloques de piedra y se refugiaran en tan groseras ciudades; extraño, pues la naturaleza in­nata del macho gura es definitivamente nómada.
La mujer, cuidadosamente protegida y preservada de los peligros —además, no tiene que realizar penosas ta­reas, un pago común a las mujeres bárbaras de la Tie­rra—, ha evolucionado según un proceso natural hasta su estado actual, que ya he descrito. Los hombres, por el contrario, llevan una vida increíblemente activa y ruda. Su existencia es una dura batalla por la supervivencia, y así ha sido desde el día en que el primer mono se mantu­vo en pie sobre Almuric. Han evolucionado del modo es­pecial en que lo han hecho para cubrir sus necesidades. Representan, eso está claro, una raza altamente especiali­zada, adaptada de un modo perfecto a la vida salvaje que lleva. Y su aspecto extraño no es resultado de una dege­neración o subdesarrollo.
Corriendo todos los riesgos y asumiendo todas las responsabilidades, los hombres están investidos con toda la autoridad. La mujer gura no tiene nada que decir sobre el gobierno de la ciudad y la tribu, y la autoridad de su compañero sobre ella es absoluta, salvo con una excep­ción; la mujer tiene derecho a recurrir, en caso de un abuso, al consejo de jefes. Su libertad de acción es limi­tada; pocas mujeres salen fuera de la ciudad en la que nacen, a menos que sean raptadas por una tribu enemiga, durante una incursión.
Sin embargo, su suerte está lejos de ser tan desgra­ciada como podría parecer. He dicho que una de las ca­racterísticas del macho gura es su burda ternura por sus mujeres. Infligir malos tratos a una mujer es un caso ex­tremadamente raro, y es algo no tolerado por la tribu.
La monogamia es la regla. Los guras no se dedican a los noviazgos ni a las dulces palabras, ni tampoco a los otros adornos superficiales de la galantería, pero tratan a sus mujeres con justicia y con una ruda deferencia pare­cidas a la actitud de los antiguos colonos americanos.
Las tareas de las mujeres guras son poco numerosas y consisten, principalmente, en traer hijos al mundo y a educarlos. No hacen más trabajos penosos que el tejido de la seda a partir de las plantas que la producen. Tienen cierta inclinación por la música, y tocan un pequeño ins­trumento de cuerda, bastante parecido a un laúd, y suelen cantar. Tienen el espíritu más abierto y dan pruebas de mayor sensibilidad que los hombres. Son inteligentes, ale­gres, afectuosas, delicadas y dóciles. Tienen sus propias distracciones, y el tiempo no parece pasar por ellas. Nun­ca se podría persuadir a una de ellas para que se aventu­rase más allá de las murallas de la ciudad. Saben de los peligros que rodean las ciudades, y llevan una vida feliz protegidas por sus feroces compañeros y amos.
Desde muchos puntos de vista, los hombres parecen, ya lo he dicho, pertenecer a los pueblos bárbaros que han existido en la Tierra. Y, en muchas cosas, supongo que los vikingos serían parecidos. Son honestos, desprecian el robo y la mentira. Les gusta la guerra y la caza, pero no son crueles inútilmente, salvo cuando están locos de rabia o dominados por algún deseo sanguinario. Sólo en ese caso pueden convertirse en verdaderos demonios. Hablan sinceramente, y mantienen un comportamiento brutal; se encolerizan fácilmente, pero se calman igual de fácilmen­te, salvo cuando se encuentran frente a un enemigo here­ditario. Tienen un innegable sentido del humor, aunque bastante limitado, y un feroz amor por su tribu y su ciu­dad, y una verdadera pasión por la libertad individual.
Sus armas consisten en espadas, puñales, lanzas y un arma de fuego bastante parecida a una carabina —de un solo disparo, que se carga por la culata y de corto alcan­ce—. La materia inflamable no es la pólvora que nosotros conocemos. No tiene equivalente en la Tierra. Posee a la vez las propiedades del impacto y las de la explosión. La bala es de una sustancia muy parecida al plomo. Esas ar­mas se emplean principalmente en las guerras contra otras tribus; para la caza, suelen emplear arcos y flechas.
Siempre hay tres grupos de cazadores fuera de la ciudad; es muy raro, además, que todos los guerreros se encuentren a la vez en la ciudad. Los cazadores a veces están ausentes semanas, si no meses, enteros. Pero siempre hay un millar de guerreros en la ciudad para rechazar cualquier ataque eventual, aunque los guras no tengan por costumbre asediar las ciudades enemigas. Sus ciudades son muy difíciles de conquistar al asalto, y es imposible redu­cir a sus habitantes por el hambre, pues consiguen una gran parte de sus alimentos dentro de sus muros. Además, en cada ciudad, hay una fuente inagotable de agua pura. Los cazadores buscan caza frenéticamente en las colinas donde viví por un tiempo, y la reputación de esos terre­nos es la de tener más variedad de formas de vida animal salvaje que cualquier otra parte de Almuric. Los cazado­res más audaces se dirigen a las colinas, en grupos impor­tantes, aunque sólo se quedan en ellas unos días. El hecho de que yo hubiera vivido en las colinas —solo y durante varios meses—, me había dado más prestigio y admiración entre aquellos feroces guerreros que el haber vencido al mismísimo Ghor.
Oh, aprendí muchísimas cosas sobre Almuric. Como esto es una crónica y no un ensayo, me veo obligado a pasar muy por encima las costumbres, el modo de vida y tradiciones de sus habitantes. Aprendí cuanto podían de­cirme, y sobreentendí mucho más. Los guras no eran los primeros habitantes de Almuric, aunque ellos mismos se tuvieran por tales. Me hablaron de ruinas muy antiguas —de ciudades que no habían sido construidas por los gu­ras— que eran vestigios de razas desaparecidas. Aquéllas, suponían, habían sido contemporáneas de sus ancestros, pero —por lo que habría de aprender más tarde—, habían aparecido y luego desaparecido de un modo terrible antes de que el primer gura empezara a amontonar piedra para construir la primera ciudad primitiva. De cualquier modo, acabé por saber lo que ningún gura sabía, pero eso forma parte de esta historia.
Sin embargo, me hablaron de unos curiosos seres no humanos: los yagas. Era una raza terrible de hombres ala­dos que vivían muy lejos, hacia el sur, cerca del Cinturón, en la siniestra ciudad de Yugga, en el peñón de Yuthla, junto al río Yogh, en el reino de Yagg, donde nin­gún hombre viviente se había aventurado. Los yagas, por lo que decían los guras, no eran verdaderos hombres, sino demonios con forma humana. Partían regularmente de Yugga para asediar a los hombres, llevando la espada de la masacre y la antorcha de la destrucción, raptando a las jóvenes guras a una esclavitud de la que todo se ignoraba pues nadie había escapado nunca del reino de Yagg. Algunos pensaban que aquellas doncellas eran entregadas como alimento a algún monstruo a quien veneraban los yagas, pero otros afirmaban que aquellos monstruos sólo tenían un objeto de veneración: ellos mismos. Se sabía una cosa: su soberana era una reina negra llamada Yasmeena. Desde hacía mil años, ella reinaba en el siniestro peñón de Yuthla, y su sombra se extendía por el mundo para hacer temblar de terror a los hombres.
Los guras me hablaron de otros seres, de criaturas extrañas y terribles, de monstruosidades de cabeza de pe­rro, que vivían ocultas en las ruinas de las ciudades sin nombre; de colosos que habitaban en la oscuridad y cuyo paso hacia temblar el suelo; de fuegos que revoloteaban como murciélagos inflamados atravesando los cielos oscu­ros; de cosas que acechaban en los profundos bosques, cosas escamosas que se arrastraban y que no podían verse, pero que machacaban a los hombres implacablemente. Me hablaron de grandes murciélagos cuya risa enloquecía a los hombres, de formas descarnadas y odiosas que acecha­ban en las colinas durante el crepúsculo. Me hablaron de cosas que nunca han existido en mi planeta natal para atormentar el sueño de los hombres. Pues la Vida, en Almuric, tiene muchas formas extrañas, y la vida normal no es la única Vida que puebla este planeta.
Pero ya contaré cuando llegue el momento esas pesa­dillas que me contaron y las pesadillas que vi con mis propios ojos, porque ya me he retrasado mucho con mi propia historia. Un poco de paciencia, pues, aunque todo pasa muy deprisa en Almuric, mi relato irá un poco más deprisa que los sucesos que en él se desarrollan.
Me quedé varios meses en Koth, adaptándome a la vida de sus habitantes. Cazaba, disfrutaba, bebía cerveza y bramaba como si fuera uno de ellos. Allí no estaba li­mitado y no conocía ningún tipo de traba, al contrario que en la Tierra. Hasta aquel momento, ninguna guerra tribal me había permitido probar mis fuerzas, pero había bastantes luchas a manos limpias en la ciudad, en comba­tes amistosos, y riñas de borrachos, pues los guerreros no hacían más que tirar violentamente las jarras de bebida para bramar sus desafíos por encima de las mesas llenas de cerveza. Saboreaba mi nueva existencia sin el menor freno; y allí, a diferencia de mi vida en las colinas, tenía una compañía humana que encajaba perfectamente con lo que exigía mi espíritu. Yo no necesitaba arte, ni literatu­ra, ni intelectualismo; cazaba, me emborrachaba, tiraba cerveza, peleaba; abría los robustos brazos y abrazaba la vida como si la anhelase. Y en aquellas riñas y disputas de borracho, casi olvidé la delicada silueta que se quedó sentada tan pacientemente en la sala del consejo bajo la gran cúpula.

CAPITULO V

HABÍA PARTIDO A CAZAR yo solo y me había aven­turado muy lejos. Pasé varias noches en las llanuras. Esta­ba volviendo a Koth, sin apresurarme, pero todavía me encontraba a muchas millas de la ciudad y era incapaz de ver sus delgadas torres, ocultas por las hierbas ondulantes de la sabana. No sabría decir cuáles eran mis pensamien­tos mientras avanzaba con paso ligero, con la carabina entre los brazos, pero no cabía duda de que ocultaron unas huellas, al borde de un pantano, y unas matas aplastadas que indicaban claramente el paso de una gran bestia, lo mismo que camuflaron los olores transportados por la ligera brisa.
Fueran cuales fuesen mis pensamientos, se vieron bruscamente interrumpidos por un grito penetrante. Dán­dome la vuelta, percibí una silueta esbelta y blanca que corría hacia mí a través de la espesa hierba. Tras ella, ga­nando terreno con cada zancada, apareció uno de esos grandes pájaros carnívoros que se cuentan entre los más peligrosos habitantes de las praderas. Tienen más de diez pies de alto y se parecen bastante a las avestruces, salvo que el pico, que forma una enorme arma curvada, es de tres pies de largo y tan afilado como una cimitarra. Un picotazo podía partir a un hombre en dos, y las grandes patas armadas de garras de aquel monstruo eran capaces de desgarrarlo.
Aquella verdadera montaña de destrucción se despla­zaba a una velocidad terrible, y comprendí que el mons­truo alcanzaría a la joven antes de que pudiera dirigirme hasta ellos. Maldiciendo la obligación que me forzaba a demostrar mi habilidad con las armas de fuego —que no era de las más grandes—, levanté la carabina y apunté tan cuidadosamente como pude. La joven se encontraba en la línea de tiro y yo no podía correr el riesgo de apuntar al enorme cuerpo del monstruo por miedo a alcanzarla a ella. Debía intentar destrozar la gran cabeza del animal, que pendía de un modo desconcertante al extremo del largo cuello arqueado.
Fue más la suerte que la habilidad lo que me permi­tió lograrlo. Justo después de la detonación, la cabeza gi­gantesca se proyectó bruscamente hacia atrás como si el monstruo hubiera golpeado contra un muro invisible. Las alas atrofiadas barieron los aires con un ruido de truenos y, luego, dando algunas inciertas zancadas, la bestia tro­pezó y cayó a tierra.
La joven se derrumbó en el mismo instante, como si la misma bala les hubiera golpeado a los dos. Corrí hacia ella, me incliné y vi con sorpresa que se trataba Altha, la hija de Zal, alzando hacia mí sus ojos negros y misterio­sos. Tras asegurarme a toda prisa de que no le ocurría nada —salvo el miedo y el agotamiento—, me volví hacia el pájaro tormenta y me cercioré de que estuviera total­mente muerto: su cerebro, poco abundante, se derramaba por un estrecho agujero que le taladraba el cráneo.
Volviéndome de nuevo hacia Altha, la miré severamente.
—¿Qué haces fuera de la ciudad? —pregunté—. , Acaso has perdido la razón para arriesgarte yendo tan lejos por la llanura, y sola?
No respondió, pero su mirada se veló —como si la hubiera herido— y lamenté haberla hablado tan duramen­te. Me arrodillé junto a ella.
—Eres una chica extraña, Altha —dije—. No te pare­ces a las otras mujeres de Koth. Se dice que eres volunta­riosa y rebelde sin motivo. No te comprendo. ¿Por qué te has jugado la vida?
—¿Qué piensas hacer ahora? —me preguntó.
—Pues... llevarte a casa, naturalmente. La mirada de la joven se ensombreció de un modo peculiar.
—Vas a devolverme a casa y mi padre me azotará. Pero huiré una vez... y otra... ¡y otra!
—¿Por qué? —pregunté con estupor—. No puedes ir a ninguna parte. Alguna bestia salvaje te devorará.
—¿Y qué más da? —replicó la joven—. Quizá quiera ser devorada.
—¿Y por qué huías delante del pájaro tormenta?
El instinto de conservación es difícil de vencer —admitió.
Pero, ¿por qué deseas morir? —insistí—. Las muje­res de Koth son felices, y tú misma no tienes por qué en­vidiar a ninguna.
Abrió los brazos y miró fijamente hacia la inmensa llanura.
—Comer, beber y dormir no lo es todo —me respon­dió con una voz extraña—. Los animales lo hacen.
Perplejo, me pasé la mano por la espesa cabellera. Había escuchado aquellos mismos sentimientos expresados de muchos modos sobre la Tierra, pero era la primera vez que los oía en boca de un habitante de Almuric. Altha prosiguió, con voz baja y lejana, casi como si hablara consigo misma en lugar de dirigirse a mí:
La vida es demasiado dura para mí. Por una razón desconocida, no me conviene, lo mismo que a otros si. Me hiero con sus agudas aristas. Busco algo que no exis­te... y que nunca ha existido.
Disgustado por sus insólitas palabras, tomé con una mano sus mechas opulentas y la obligué a volver la cabe­za para poder mirar su rostro atentamente. Su enigmática mirada se cruzó con la mía; había en sus ojos un extraño fulgor que no había visto nunca antes.
—Era difícil antes de tu llegada —dijo—. Ahora es todavía más difícil.
Estupefacto, la solté y la joven apartó la cabeza.
—¿Por qué iba yo a hacer las cosas más difíciles? —pregunté absorto.
—¿De qué está hecha la vida? —me replicó—. ¿La vi­da que llevamos es toda la vida? ¿No hay nada más allá de nuestras aspiraciones materiales?
Me rasqué la cabeza, cada vez más perplejo.
—Caramba —dije—, en la Tierra conocí a mucha gente que no hacía más que perseguir un sueño nebuloso o un ideal, pero nunca me di cuenta de que fueran feli­ces. En mí planeta, había mucha gente que andaba a tien­tas intentando asir cosas invisibles, pero, por lo que sé, nunca alcanzaron la plenitud y la felicidad que he podido encontrar en Almuric.
—Te creía diferente —me dijo, evitando mirarme continuamente—. Cuando te vi tendido, herido y encade­nado, con la piel lisa y los ojos tan raros, pensé que de­bías ser más dulce que los otros hombres. Pero eres tan insensible y feroz como los demás. Pasas días y noches masacrando animales, luchando con otros hombres, lle­nándote de cerveza y eruptando.
—Lo mismo que hacen todos —protesté. Altha agachó la cabeza.
—Por eso no estoy hecha para este tipo de vida y preferiría estar muerta.
* * *
Me sentí avergonzado de un modo poco razonable. Me vino a la cabeza la idea de que una terrestre habría en­contrado la vida sobre Almuric grosera y limitada de un modo insoportable, pero me resultaba igual de inconcebi­ble que una mujer nacida en aquel lejano planeta pudiera sentir semejantes sentimientos. Si las otras mujeres a las que había visto deseaban recibir más dulzura, aun a nivel superficial, de parte de sus compañeros, nunca me lo ha­bían hecho saber. Aparentemente, estaban satisfechas de tener abrigo y protección, y se sentían alegremente resig­nadas a las torpes costumbres de los hombres. Busqué al­gunas palabras, pero no encontré ninguna, pues era, y soy, muy poco versado en asuntos de discursos corteses. Fui bruscamente consciente de mi rudeza, de mis maneras desmañadas y bárbaras, y aquello me consternó.
—Voy a devolverte a Koth —dije con impotencia. Encogió los adorables hombros.
—Y podrás mirar mientras mi padre me azota. Al oír aquello recuperé el habla.
—No te azotará —repliqué encolerizado—. ¡Si alguna vez osa ponerte la mano encima, yo mismo le romperé la espalda!
La joven levantó hacia mí el rostro vivamente, con los ojos mostrando un súbito interés. Mi brazo había en­contrado el camino que la rodeaba la cintura y la miré a los ojos; mi rostro estaba muy cerca del suyo. Sus labios se entreabrieron y, si aquel instante febril hubiera durado algo más, ignoro lo que habría pasado. Pero, bruscamente, todo color desapareció de su rostro y un grito de horror brotó de sus labios entreabiertos. Su mirada se clavaba en algo que se encontraba detrás de mí, a mis espaldas. Súbitamente, un aleteo terrible retumbó en el aire.
Me di la vuelta girando en una rodilla y vi que el cielo por encima de mí estaba lleno de formas oscuras. ¡Los yagas! ¡Los hombres alados de Almuric! Había llega­do a tomarles por criaturas míticas; sin embargo, allí esta­ban con todo su misterioso terror.
Tuve tiempo de echarles una breve mirada mientras me incorporaba de un salto, sujetando como un borracho la carabina vacía. Vi que eran altos y delgados, muy mus­culosos, de recia osamenta, con la piel de color ébano. Parecían hombres ordinarios salvo por aquellas grandes alas membranosas, de murciélago, que les sobresalían de los hombros. Salvo por taparrabos, iban desnudos, y se armaban con cortas espadas curvas.
Me puse de puntillas mientras el primero se abalan­zaba contra mí blandiendo la cimitarra, y sostuve su ata­que golpeándole con la carabina. La culata aplastó el es­trecho cráneo como una cascara de huevo. Un instante más tarde, giraban y agitaban el aire a mi alrededor. Las hojas curvadas parecían rayos centelleantes que me ame­nazaran por doquier. Felizmente, se molestaban entre ellos, tanto era su número y tantas sus alas.
Describiendo un círculo alrededor mío con el cañón de la carabina, rompí y rechacé las brillantes hojas. Du­rante la furiosa batalla, golpeé a un yaga en la frente; le dejé sin sentido a mis pies. En aquel instante, un grito de desesperación sonó a mis espaldas. El combate cesó brus­camente.
Toda la banda se alejó y se dirigió rápidamente hacia el sur. Me quedé petrificado. En los brazos de uno de ellos se debatía y gritaba una silueta blanca y esbelta, que tendía hacia mí los brazos implorantemente. ¡Altha! Se habían apoderado de ella a espaldas mías. La transporta­ban hacia la suerte —fuese la que fuera— que la estaba reservada en la negra ciudadela del misterio, lejos, hacia el sur. La terrible velocidad con la que los yagas volaban por el cielo les había hecho ya recorrer una distancia enorme. No tardaron en perderse de vista.
Mientras permanecía inmóvil, absorto, sentí un mo­vimiento a mis pies. Bajando la vista, descubrí a una de mis víctimas palpándose el cráneo, aún atontado. Con gesto vengador, blandí el cañón de la carabina para redu­cirle a pulpa el cerebro. Pero, inspirado por la facilidad con la que el raptor de Altha se la había llevado por los aires, pese al peso extra, una idea me cruzó súbitamente por la cabeza.
Sacando el puñal obligué a levantarse a mi cautivo. Una vez en pie, vi que era más alto que yo, con los hom­bros casi igual de anchos, aunque los miembros fueran secos y nervudos más que macizos. Sus ojos negros, lige­ramente oblicuos, se clavaban en mí con la inmóvil mira­da de una serpiente venenosa.
Los guras me habían dicho que algunos yagas habla­ban un idioma parecido al suyo.
Vas a llevarme por los aires en pos de tus compa­ñeros —le dije.
Se encogió de hombros y me respondió con una voz singularmente áspera:
No puedo volar contigo a cuestas... pesas demasia­do.
Eso es muy triste para ti —dije con severidad. Le obligué a volverse y le salté a la espalda, apretán­dole fuertemente las piernas alrededor de la cintura. Le pasé el brazo izquierdo por el cuello; el puñal que llevaba en la mano derecha le arañaba el costado. Había conser­vado el equilibrio aun con el peso de mi cuerpo en la es­palda. Desplegó las inmensas alas.
—¡Vuela! —le gruñí al oído, hundiéndole en la carne la punta de la daga—. ¡Echa a volar, maldito, o te arranco el corazón!
Sus alas empezaron a batir en el aire y nos elevamos lentamente por encima del suelo. Fue una experiencia a la vez nueva y sorprendente, pero no la hice mucho caso. El rapto de Altha me había enfurecido hasta enloquecer.
* * *
Cuando alcanzamos una altura de unos mil pies, bus­qué con la mirada a los raptores. Les vi en la lejanía, una simple mancha de puntos negros en el cielo, hacia el sur. Obligué a mi recalcitrante montura a volar en la misma dirección.
Pese a mis amenazas y exhortaciones —pues no hacía otra cosa que gritarle al yaga que volase más deprisa—, los puntos del cielo no tardaron en desaparecer. Seguí, sin embargo, dirigiéndome hacia el sur, convencido de que, aunque no consiguiera alcanzarles, tarde o temprano lle­garía a la vista del gran peñón oscuro en el que, según las leyendas, vivía aquel pueblo misterioso.
Estimulado por el puñal, el yaga empezó a volar a una velocidad satisfactoria, al menos, considerando la carga que llevaba en la espalda. Sobrevolamos las sabanas durante horas. Luego, al mediodía, el paisaje cambió. Pa­samos por encima de un bosque, el primero que veía en Almuric. Los árboles parecían alzarse a considerable altu­ra.
Era casi al ponerse el sol cuando vi el lindero del bosque y, en la pradera que había más allá, las ruinas de una ciudad. Una humareda se alzaba en volutas de los es­combros. Le pregunté a mi montura que si se trataba de sus compañeros que hubieran acampado para la cena. Su única respuesta fue un gruñido.
Sobrevolábamos el bosque a baja altura cuando un súbito clamor me hizo mirar hacia el suelo. Pasábamos justo por encima de un claro en el se desarrollaba una fe­roz batalla. Una banda de hienas estaba siguiendo los pa­sos de un animal gigantesco parecido a un unicornio y tan enorme como un bisonte. Media docena de cuerpos des­garrados y pisoteados testimoniaban el furor con que se defendía el animal.
Pude ver cómo corneaba a la última hiena viva con su cuerno de marfil, tan acerado como una espada, y có­mo la lanzaba por los aires, rota y desventrada, a una distancia de veinte pies.
Mientras miraba con fascinación aquella escena, aflo­jé, sin duda —involuntariamente— la presa que cerraba en torno al yaga. En el mismo momento, con un movimiento convulso y una súbita torsión, el yaga se liberó y me hizo caer de lado. Pillado por sorpresa, intenté agarrarme a algo y sólo encontré el vacío. Precipitado al suelo a una velocidad vertiginosa, golpeé terriblemente contra la sucia tierra sembrada de hojas... ¡exactamente delante del uni­cornio enloquecido!
Tuve una visión breve y temible de la enorme masa que se alzaba por encima de mí, luego de la cabeza que se inclinaba y apuntaba hacia mí el cuerno. Me incorporé tambaleante sobre una rodilla y agarré, con el mismo mo­vimiento, el cuerno de marfil con la mano izquierda, in­tentando apartarlo, mientras que, con la derecha, golpea­ba con el puñal intentando atravesar la inmensa vena yu­gular. Pero algo me golpeó en el cráneo con terrible im­pacto y las tinieblas me tragaron.

CAPITULO VI

SIN DUDA, QUEDÉ INCONSCIENTE durante tan sólo unos minutos. Cuando volví en mi, mi primera sensación fue la de notar un peso enorme encima de mis miembros y de todo el cuerpo. Intenté levantarme y me di cuenta de que estaba tendido debajo del cuerpo sin vida del uni­cornio. En el mismo instante en que la hoja de mi puñal le rebañó la yugular, el inmenso cuerno debía haberme golpeado en la cabeza mientras el cuerpo caía encima de mí. Sólo el suelo húmedo y esponjoso que había bajo mi cuerpo me había permitido salvarme de ser aplastado y reducido a pulpa. Salir de debajo de aquella masa fue un trabajo de titanes pero, finalmente, conseguí librarme de ella y levantarme. Me quedé vacilante, dolorido y sin aliento; tenía el cabello lleno de manchones de sangre a medio secar del monstruo, una sangre que igualmente me manchaba los miembros. Mi aspecto debía ser horrible, pero no perdí tiempo en asearme. Mi corcel había desa­parecido y el círculo de árboles limitaba mi campo de vi­sión.
Eligiendo el mayor de los árboles, trepé tan deprisa como me fue posible hasta las ramas más altas, y recorrí el bosque con la mirada. Vi que, a cosa de una hora de marcha rápida, el bosque se hacía menos espeso, hacia el sur, y que luego daba paso a una llanura. El humo seguía elevándose en finas volutas de la ciudad abandonada. Pu­de ver en aquel mismo instante cómo mi antiguo cautivo descendía al suelo y se posaba entre las ruinas. Tras lan­zarme al vacío se debía haber retrasado para ver si yo demostraba algún signo de vida, y para descansar unos ins­tantes después del largo vuelo.
Lancé una imprecación; la oportunidad que tenía de llegar hasta ellos sin que sospechasen se había desvanecido. Luego, me sorprendí. No había terminado de desapa­recer el yaga cuando de nuevo estaba a mi vista abando­nando la ciudad y volando como un cohete. Sin la menor duda, se dirigió hacia el sur, atravesando el cielo a una velocidad que me dejó con la boca abierta. ¿Por qué ra­zón huía así? Si eran sus compañeros los que acampaban en las ruinas, ¿por qué no se había quedado con ellos? Quizá había descubierto que se habían marchado y, senci­llamente, no hacía más que seguirles. Sin embargo, su comportamiento parecía extraño, sobre todo, teniendo en cuenta el modo en que se había acercado a las ruinas, sin apresurarse. El vuelo descabellado daba una idea de evi­dente pánico.
Perplejo, sacudiendo la cabeza, descendí del árbol y me encaminé hacia las ruinas tan deprisa como pude abrirme camino a través del espeso bosque bajo, sin pres­tar atención a los movimientos de las hojas, a los murmu­llos y gruñidos de la vida que despertaba al mismo tiempo que se espesaban las sombras.
Había caído la noche cuando salí del bosque, pero la luna flotaba en el cielo y extendía una luz extraña e irreal sobre la llanura. A poca distancia, las ruinas brillaban con un resplandor espectral. Los muros no estaban construidos con el verdoso y grosero material empleado por los guras. Al aproximarme, vi que estaban hechos con bloques de mármol. Aquel hecho suscitó en mi mente una vaga in­quietud. Recordé las leyendas que me habían contado los kothianos a propósito de las ciudades de mármol conver­tidas en ruinas, habitadas por criaturas de voracidad vampírica. Aquellas ruinas se encontraban en lugares des­habitados del planeta. Nadie conocía su origen.
Un meditabundo silencio recubría los derrumbados muros y las columnas dislocadas mientras fui avanzando entre las ruinas. En medio de las blancuzcas asperezas y las brillantes superficies, flotaban sombras negras y espe­sas de un apariencia casi líquida. Me deslicé silencioso de uno a otro pantano de tinieblas, empuñando la espada, esperando tanto una emboscada de los yagas como el ata­que de una bestia de presa que acechara entre las ruinas. Reinaba un extremo silencio, algo que nunca antes había encontrado en Almuric. Ningún león rugía en la distan­cia, ningún ave nocturna dejaba escuchar extraños gritos. Podía ser perfectamente el último habitante de un mundo muerto.
Llegué a un gran espacio descubierto, rodeado por un círculo de pilares rotos, algo que, en tiempo, debió ser una plaza. Me detuve bruscamente y me inmovilicé mien­tras mi piel se erizaba.
En medio de la gran plaza se marchitaban las brasas de un fuego moribundo encima del cual se asaban unos trozos de carne, en palos hincados en el suelo. Evidente­mente, los yagas habían preparado aquel fuego y se dis­ponían a cenar; pero no habían llegado a tocar la comida. De un modo que podía atemorizar al hombre más endure­cido, yacían esparcidos por la plaza.
Nunca antes había contemplado una carnicería pare­cida. La plaza estaba llena de manos, pies, cabezas arran­cadas, pedazos de carne, entrañas, manchones de sangre. Las cabezas eran como bolas tenebrosas que hubieran ro­dado sobre el mármol lechoso desde las sombras; los dien­tes parecían esbozar una mueca, los ojos brillaban pálida­mente a la luz de la luna. Algo había atacado a los hom­bres alados mientras estaban sentados alrededor del fue­go... algo se había lanzado sobre ellos para desgarrarles y hacerlos pedazos. Entre los restos de carne se veían mar­cas de colmillos, y algunos huesos habían sido rotos, apa­rentemente para extraerles la médula.
Un helado escalofrío me subió y bajó por la espina dorsal. ¿Qué animal, si no el hombre, podía romper los huesos de esa manera? Sin embargo, el modo en que esta­ban esparcidos los restos sangrientos, no parecía ser pro­ducto del ataque de bestias salvajes; más parecía un gesto de venganza, un deseo sanguinario o un furor bestial.
¿Y dónde estaba Altha? Sus restos no se encontraban entre los de sus raptores. Lanzando una mirada a la carne de los palos, el aspecto de los mismos me hizo estremecer. Temblando de horror, vi que mis más negras sospechas podían tener un fundamento. Lo que aquellos malditos yagas habían puesto a asar para la cena eran los restos de un cuerpo humano. Dominado por las náuseas y por una angustia indecible, examiné más de cerca los lamentables pedazos de carne. Lancé un profundo suspiro de alivio al reconocer los miembros gruesos y musculosos de un hom­bre y no los más delicados de una mujer. Sin embargo, después de aquello, consideraba sin la menor emoción los restos desgarrados y ensangrentados... todo lo que quedaba de los yagas.
Pero, ¿dónde estaba la joven? ¿Había escapado de la carnicería para huir y ocultarse en las ruinas, o bien ha­bía sido capturada y llevada por los asesinos? Barriendo con la mirada las torres, los bloques de piedra derrumba­dos y las columnas bañadas en la extraña luz lunar, fui consciente de un aura maléfica, de una amenaza que se ocultaba entre los escombros. Sentí la feroz mirada de unos ojos invisibles.
No obstante, empecé a examinar el suelo, yendo de un lado para otro por la gran plaza. No tardé en descubrir un rastro de sangre —las gotas brillaban sombríamente bajo la luna— que se alejaba hacia un dédalo de columnas de ángulos vertiginosos. A falta de mejor ocupación, se­guí el rastro. Quizá me conduciría hasta los asesinos de los hombres alados.
Pasé bajo la sombra de pilares gigantes y macizos que me hacían sentir como un enano y entré en una construc­ción de muros derruidos, cubiertos por los líquenes. Por el techo caído y las abiertas ventanas, la luna vertía una luz de una blancura fungosa que hacía que las sombras fuesen aún más negras. Había un cuadrado de claridad lunar que daba sobre las baldosas que marcaban la entra­da a un corredor hacia el que me conducían las gotas os­curas y secas. Avancé a tientas hacia el corredor y a pun­to estuve de romperme el cuello al resbalar en los escalo­nes que había un poco más adelante. Bajé por ellos rápi­damente y llegué hasta un suelo uniforme. Titubeé. Me disponía a volverme atrás cuando me quedé galvanizado al escuchar un sonido... se me aceleró el corazón y la san­gre empezó a correrme locamente por las venas. En las ti­nieblas, débilmente y a lo lejos, acababa de retumbar una llamada:
—¡Esaú! ¡Esaú Cairn!
¡Altha! ¡No podía ser nadie más! Sin embargo, un temblor helado me atravesó y se me erizaron los pelos de la nuca. Quise responder, pero me lo impidió la pruden­cia. Seguramente, ella no podía saber que me encontraba donde pudiera oírla. Quizá llamaba como un niño aterro­rizado que llama a alguien que no puede escucharle. Seguí el túnel oscuro tan deprisa como me atrevía, en la misma dirección en que había percutido el grito. Tenía el cora­zón en la garganta y me sentía sofocado.
Mi mano buscaba a tientas y dio con la entrada de una puerta. Me detuve, olfateando, como si fuera un ani­mal salvaje, la presencia de algún ser vivo cerca de mí. Entornando los ojos para escrutar aquella oscuridad negra como la pez, pronuncié el nombre de Altha en voz baja. Dos luminarias se encendieron en el seno de las tinieblas, dos rayos amarillentos que estudié durante unos instantes antes de darme cuenta de que eran dos ojos. Eran tan grandes como mi mano, redondos y con un brillo que no sabría describir. Tras aquellos ojos, sentí la impresión de una masa enorme y sin forma. Me sumergió simultánea­mente una ola de miedo instintivo y retrocedí hacia el subterráneo, apresurándome por él, en la misma dirección que llevaba anteriormente. Una vez vuelto al corredor, escuché un ligero movimiento, como si una gigantesca masa fofa se arrastrase por el suelo; percibí igualmente un débil raspado, como el producido por seda dura rascando en la piedra.
Di veinte pasos más y volví a detenerme. El túnel parecía interminable; además, de él se bifurcaban nuevos túneles que se alejaban y conducían hacia las tinieblas. No tenía modo de saber cuál era el bueno. Mientras du­daba, escuché de nuevo la llamada:
—¡Esaú! ¡Esaú Cairn!
* * *
Armándome de valor —frente a qué peligros, lo ig­noraba—, partí de nuevo en la dirección de que me había llegado aquella voz espectral. Qué distancia recorrí de aquel modo, no podría decirlo. Me detuve una vez más, desconcertado.
—¡Esaú! ¡Esaú Cairn!
El grito subió hasta una nota estridente que se rom­pió súbitamente con un estallido de risa inhumana que me congeló la sangre en las venas.
No era la voz de Altha. Había sabido durante todo el tiempo... que aquella no podía ser la voz de Altha. Sin embargo, la otra eventualidad era tan inexplicable que me había negado a escuchar lo que mi intuición afirmaba y mi razón se negaba a reconocer categóricamente.
Entonces, de todas las direcciones, de todos lados, subió un terrible clamor... voces estridentes que gritaban mi nombre con el tono burlón de los demonios. Los túne­les, hasta aquel momento silenciosos, resonaban y devol­vían los ecos de aquella horrorosa barabúnda. Me quedé inmóvil, absorto y aterrorizado del mismo momento en que deben hacerlo los condenados en las tenebrosas salas del infierno. Conocí el terror helado, el horror de la estu­pefacción, la desesparación... y, luego, un furor ciego me sumergió. Lanzando un rugido sanguinario me lancé hacia los sonidos que parecían más próximos... y golpeé de lleno contra un muro mientras retumbaban un millar de voces inhumanas que expresaban una odiosa alegría. Dando me­dia vuelta como un toro herido, cargué de nuevo, en aquella ocasión hacia la entrada de otro túnel. Corriendo hacia el fondo, loco de furia y ardiendo en deseos de al­canzar a mis verdugos, llegué a una vasta sala tenebrosa, en el interior de la cual un rayo de luna proyectaba un brillo espectral. Y, de nuevo, oí el sonido de mi nombre pero, en aquella ocasión, con acentos humanos teñidos por el miedo y la angustia:
—¡Esaú! ¡Oh, Esaú!
Al tiempo que respondía a aquel grito de piedad con un mugido salvaje, vi a Altha, recortándose en la débil claridad de la luna. Estaba tendida en el suelo, con las manos y los pies sumidos en las sombras. Pero vi que, en el extremo de cada uno de los estirados miembros de la joven, había acuclillada una forma vaga y contrahecha.
Cargué, con un aullido de deseo sanguinario. Las tinieblas se animaron bruscamente con una vida repugnante y unas formas tangibles hormiguearon a mi alrededor. Me mordieron colmillos afilados, manos simiescas intentaron agarrarme y lacerarme. Pero fueron incapaces de detener­me. Balanceando la espada en grandes círculos me abrí camino a través de las masas compactas de formas sinuo­sas, avanzando lentamente hacia la joven que aullaba y se retorcía en el suelo en medio de un cuadro de luz lunar.
Pataleé en un fango inmundo en el seno de aquella horda de criaturas que se lanzaban contra mi, mordiéndo­me y arañándome. Me rodeaban por todas partes y me llegaban hasta la cintura, pero no conseguían derribarme. Alcancé el cuadro bañado por la luna. Las criaturas que sujetaban a Altha la soltaron y retrocedieron ante la ame­naza silbante del filo de mi espada. La joven se levantó de un salto y se agarró a mí. Mientras la horda tenebrosa se lanzaba sobre nosotros para sumergirnos en la oleada de su furor, vi una escalera medio derruida que conducía hacia arriba. Lancé a Altha hacia los peldaños y me di la vuelta para cubrir su retirada.
La escalera estaba en penumbra; sin embargo, los peldaños conducían a una habitación inundada por la luz que se derramaba a través de un techo caído. Combatí en la oscuridad más total, y sólo el tacto y el oído guiaban mis golpes. La lucha se desarrollaba en un silencio roto tan sólo por mis roncos jadeos, el siseo de la espada y el crujido de los huesos al romperse.
* * *
Subí retrocediendo por las bamboleantes escaleras, luchando a cada paso, cubierto por un sudor frío ante la sola idea de un ataque procedente de la espalda. Si las criaturas se lanzaban contra nosotros desde la parte supe­rior de la escalera, estaríamos perdidos pero, por todas las evidencias, la totalidad de la horda se encontraba por de­bajo. A qué tipo de criaturas me enfrentaba, lo ignora­ba... sólo sabia que estaban armadas con garras y colmi­llos. Y, había podido darme cuenta al tocarlas, que eran canijas y contrahechas, recubiertas por un pelaje espeso y simiescas.
Cuando llegué a la cámara que había encima de los túneles apenas pude ver nada. La claridad lunar que se filtraba por el techo derruido era apenas un delgado rayo blancuzco en medio de las tinieblas. Sólo percibía formas vagas en la penumbra que me rodeaba... sombras que su­bían hacia mí como una masa agitada que quisiera lace­rarme y desgarrarme y que luego caían hacia atrás forza­dos por los golpes de mi mandoble.
Lanzando a Altha a mis espaldas, atravesé retroce­diendo la sala tenebrosa y me encaminé hacia una larga fisura que se abría en el muro en ruinas. Titubeé y trope­cé en los vaivenes de la batalla que rugía y giraba a mi alrededor. Cuando alcancé la grieta, por la que Altha ya se había deslizado, hubo un asalto concertado que tenía por objeto derribarme. Me sentí dominado por el pánico ante la idea de poder ser abatido y cubierto por aquella horda indistinta en aquella oscura habitación. Una explo­sión de furor demencial, un salto desesperado y jadeante, y me lancé por la grieta, arrastrando conmigo a media docena de atacantes.
Llevado por el impulso, caí a tierra. Me levanté tam­baleante y me sacudí para hacer caer a las monstruosida­des que se me agarraban a los hombros como un oso que se liberase de los lobos. Plantando firmemente los pies en el suelo, lancé tajos a derecha e izquierda. Y, entonces, por primera vez, vi a lo que se parecían mis adversarios.
Sus cuerpos eran como de monos deformes, cubiertos por un pelaje blanco y con calvas. Tenían cabezas de pe­rro, con pequeñas orejas muy juntas. Pero sus ojos eran los de las serpientes... la misma mirada envenenada y fija, sin párpados.
De todas las formas de vida que he tenido ocasión de encontrar en este extraño planeta, ninguna me ha inspira­do tanto desaliento como estas monstruosidades enanas. Me alejé del montón de cuerpos desagarrados mientras una oleada desalentadora se abismaba por la grieta del muro.
El efecto de aquella chusma emergiendo del muro rasgado era casi insoportable y me produjo náuseas: eran como gusanos que se retorcieran para salir de un cráneo aplastado y blanqueado por la intemperie.
Dándome la vuelta, así a Altha y, llevándola bajo el brazo, atravesé a la carrera el espacio descubierto. Las criaturas se lanzaron en nuestra persecución, corriendo tanto a cuatro patas como de pie y erguidas como los hombres. Súbitamente, su risa demoníaca estalló de nue­vo; vi que estábamos atrapados. Ante mí surgían otras criaturas llegadas por una entrada subterránea. Cualquier camino de retirada nos había sido cortado.
Un gigantesco zócalo, cuya columna había sido arra­sada, se alzaba ante nosotros. Lo alcancé con un salto, de­posité a la joven sobre el parapeto de piedra machacada y me di la vuelta para entregar a nuestros perseguidores el peor tributo que pudiera darles. La sangre me corría por los miembros y el torso por una veintena de heridas y caía a los pies del zócalo sobre el que me hallaba. Me sa­cudí violentamente para apartarme de los ojos el sudor que me cegaba.
Se acercaron y formaron un amplio semicírculo a mi alrededor. Una vez seguros de tener a la presa, se mostra­ban más prudentes. Nunca he estado tan horrorizado y sin esperanza como en aquel instante, apoyado en la columna de mármol y afrontando a monstruos abominables del mundo subterráneo.
Pero mi atención fue atraída por un movimiento en las sombras bajo el muro rajado por el que nos habíamos deslizado. Algo emergía de la grieta... algo enorme, negro y voluminoso. Vi una resplandor amarillento. Lo miré fascinado, aun cuando los demonios de blanco pelaje avanzaban hacia mí. La cosa salió por completo de la grieta. La vi recortada en las sombras del muro, una masa escuálida de tinieblas en cuyo seno centelleaban dos ojos amarillentos. Con un sobresalto, comprendí que eran los mismos ojos que había visto en la sala subterránea.
Lanzando aullidos diabólicos, los velludos demonios se lanzaron al ataque. En el mismo instante, la criatura desconocida avanzó hacia el claro de luna. Se desplazó con una agilidad y rapidez sorprendentes. Entonces pude verla claramente... era una araña gigantesca, mayor que un buey. Con la celeridad característica de su especie, se lanzó en medio de los monstruos de cabeza de perro antes de que el primero pudiera sentir la mordedura de mi espada. Su víctima lanzó un horrible grito. Los otros, vol­viéndose, se dispersaron y huyeron aullando en todas di­recciones. La criatura se revolvió y se abalanzó contra ellos con una velocidad y una ferocidad terrible. Las enormes mandíbulas de la araña les destrozaron el cráneo, las mandíbulas chorreantes de veneno les apresaron, la masa gigantesca les destrozó el cuerpo. En un instante, la sala se había transformado en una carnicería donde no había más que muertos y agonizantes. Acurrucada en me­dio de sus víctimas, la monstruosa criatura negra y peluda fijó en mí unos ojos terriblemente inteligentes.
Era a mí a quien había seguido. Yo la había desper­tado en su antro subterráneo y había seguido el olor de la sangre fresca de mis sandalias. Si había masacrado a los otros fue tan sólo porque se cruzaron en su camino.
Mientras se quedaba erguida sobre las ocho patas ar­queadas, vi que difería de las arañas de la Tierra no sólo por el tamaño, sino el número de ojos y por la forma de las mandíbulas. Altha lanzó un aullido cuando la mons­truosidad vino rápidamente hacia mí.
Pero, allí donde los colmillos y garras de un millar de criaturas bestiales resultaban vanas al enfrentarse a aque­llas negras mandíbulas, el cerebro y los músculos de un sólo hombre fueron más valiosos. Agarrando un pesado bloque de piedra, lo blandí durante un instante por enci­ma de la cabeza y luego lo lancé hacia la enorme masa que se aproximaba a mí. La piedra la golpeó de plano en­tre las enormes patas velludas; una oleada de materia ver­dosa y nauseabunda manó del torso desgajado. El mons­truo, golpeado en plena carrera, se retorció bajo el bloque de piedra que le clavaba al suelo, lo hizo caer y avanzó de nuevo hacia mí con un paso incierto, arrastrando tras de sí las patas rotas. Un brillo infernal se reflejaba en sus ojos. Arranqué frenéticamente otro proyectil de la piedra agrietada del zócalo y, luego, otro, y otro más. Lancé un diluvio de mármol sobre el horror que se retorcía y convulsionaba hasta quedar inmóvil, bañado en un amasijo terrible de patas negras y peludas, entrañas y sangre.
Tomé a Altha en brazos y atravesé corriendo las sombras de los monolitos, de las torres y de las columnas. Dejé de correr solamente cuando la ciudad del silencio y el misterio estuvo muy lejos a nuestras espaldas. Vi que la luna flotaba por encima de las praderas inmensas y cim­breantes.
No habíamos cruzado una sola palabra desde el ins­tante en que había librado a la joven en la sala subterrá­nea llena de vampiros. En aquel momento, justo cuando bajé los ojos para hablar con ella, me di cuenta de que su cabeza de negra melena reposaba en mi brazo; el rostro lívido de la joven se alzaba hacia el cielo y tenía los ojos cerrados. Un escalofrío de temor me atravesó, pero un rápido examen me indicó que no estaba más que desvane­cida. Aquello daba pruebas de todo el horror que había vivido: las mujeres de Koth no se desmayan así como así.
La tendí sobre el suelo herboso y la contemplé con impotencia. Observé, como por primera vez, la blanca firmeza de sus miembros torneados, las formas exquisitas de su esbelta silueta. Los cabellos negros le caían como una cascada de seda sobre los hombros de alabastro; uno de los tirantes de la túnica se le había corrido, descu­briendo senos juveniles, firmes y llenos, de rosados pezo­nes. Fui consciente de una vaga agitación en el fondo de mi ser que era casi un sufrimiento.
Altha abrió los ojos y alzó la cabeza hacia mí. Sus ojos negros brillaron aterrorizados; lanzó un gritó y se abrazó a mí frenéticamente. De un modo instintivo, la apreté entre mis brazos; en un abrazo de músculos de acero, sentí el temblor de su cuerpo delicado y los latidos frenéticos del corazón.
No tengas miedo —dije, con una voz que me pare­cía desconocida y que me costaba trabajo articular—. Ha pasado el peligro.
Sentí cómo su corazón volvía a latir normalmente —¡tan fuerte se abrazaba a mí!— antes de que se detuvie­ran los roncos jadeos de terror. Pero se quedó en mis brazos un buen rato, con los ojos alzados hacia mí, sin decir nada, hasta que, molesto, la solté y la ayudé a sen­tarse en la hierba.
—Cuando te sientas con fuerzas para andar —dije— pondremos mayor distancia entre nosotros y... aquello.
Con un movimiento de la cabeza, indiqué las lejanas ruinas.
—¡Pero estás herido! —exclamó súbitamente, mientras las lágrimas la desbordaban los ojos—. ¡Sangras! Oh, todo por mi culpa. Si no me hubiera escapado...
Se puso a llorar como cualquier otra joven de la Tie­rra.
—No te inquietes por estas raspaduras —respondí, aunque, interiormente, no dejaba de preguntarme si los colmillos de aquella chusma serían venenosos o no—. Son sólo heridas superficiales. ¡Vamos, deja de llorar!
Contuvo las lágrimas obedientemente y, acto seguido, con un gesto ingenuo, se limpió los ojos con la túnica. No deseaba recordarle los horribles momentos que acababa de pasar, pero tenía curiosidad por saber una cosa.
—¿Por qué se detuvieron los yagas en las ruinas? pregunté—. Tenían que saber que esas ciudades están habitadas por ese tipo de criaturas.
—Tenían hambre —me respondió con un estremeci­miento—. Habían capturado a un adolescente... le despe­dazaron vivo, pero no lanzó ni un solo grito para pedirles clemencia... y sí muchos para maldecirles. Luego, lo asa­ron... —Se sofocó, dominada por la náusea.
—Así que los yagas son caníbales —murmuré.
—No. Son demonios. Mientras estaban sentados alre­dedor del fuego, los Cabezas de Perro se lanzaron sobre ellos. Sólo les vi cuando ya estaban encima nuestro. Hi­cieron pedazos a los yagas, lo mismo que chacales ase­diando un ciervo. Luego, me llevaron a los subterráneos. Lo que tenían intención de hacerme, sólo Thak lo sabe. Les oí decir... pero es demasiado obsceno... prefiero ca­llarme.
—Pero, ¿por qué gritaban mi nombre? —pregunté sorprendido.
—En mi terror, aullé tu nombre —respondió—. Escu­charon mi grito y lo imitaron. Cuando llegaste, sabían quién eras. No me preguntes cómo. También ellos son de­monios.
—Este planeta está infestado de demonios —susurré—. Pero, ¿por qué me llamaste a mi y no a tu padre?
Se ruborizó ligeramente y, en vez de responder, em­pezó a colocarse los tirantes de la túnica.
Al ver que una de sus sandalias se había caído, la volví a poner en el pie delicado. Mientras me ocupaba en tales quehaceres, me preguntó de un modo inesperado:
¿Por qué te llaman Mano de Hierro? Tus dedos son vigorosos, pero su tacto es tan delicado como el de una mujer. Nunca los dedos de un hombre me han tocado de un modo tan delicado. Lo más normal es que me hicieran daño.
—Es el sentimiento que se encuentra detrás de la ma­no —respondí—. Ninguno de los hombres a quienes me he enfrentado en combate se lamentó jamás de que mis pu­ños fuesen suaves. Pero es a mis enemigos a quienes de­seo dañar, no a ti.
La brillaron los ojos.
—¿No me harías ningún mal? ¿Por qué?
Lo absurdo de la pregunta me dejó mudo.

CAPITULO VII

EL SOL SE HABÍA YA levantado cuando emprendimos la larga marcha que nos llevaría hasta Koth. Dimos un amplio rodeo hacia el oeste para evitar la ciudad demo­níaca de la que habíamos escapado. El sol se hizo inhabi­tualmente cálido. No soplaba la menor brisa de aire; la li­gera brisa de la mañana había estado soplando en borras­cas irregulares y, luego, había desaparecido completamen­te. El cielo, siempre sin nubes, había adquirido un tinte ligeramente cobrizo. Altha lo examinaba con inquietud. Como respuesta a mi pregunta, dijo que temía una tempestad. Hasta aquel momento, había supuesto que el tiem­po era siempre despejado, sereno y cálido en las llanuras claro, ventoso y frío en las colinas. No se me había pasado por la cabeza la idea de tempestades.
Los animales que veíamos compartían la inquietud de Altha. Rodeamos el bosque por sus linderos, pues Altha se negó a atravesarlo hasta que la tempestad no hubiera pasado. Como casi todos los habitantes de las llanuras, sentía una desconfianza instintiva por los bosques espesos. Según avanzábamos rápidamente hacia la llanura, vimos rebaños de hervíboros ir y venir confusamente. Una ban­dada de cerdos salvajes pasó cerca de nosotros, desplazán­dose a saltos gigantescos de treinta o cuarenta pies. Un león surgió bruscamente ante nosotros y lanzó un rugido pero, luego, agachó la cabeza y se apartó perezosamente para ir a perderse en las altas hierbas.
Yo escrutaba el cielo constantemente en busca de nu­bes, pero no vi ninguna. Sólo el tinte cobrizo del horizon­te se hizo más oscuro y empezó a extenderse, tiñendo la totalidad de cielo. Se tiñó primero de un cobre apagado y, después, de un negro oscuro. El sol brilló durante un mo­mento, como una antorcha oculta por un velo, tachonando de fuego el domo sombrío hasta que también él desapare­ció por completo. Una oscuridad tangible pareció flotar en el aire durante unos instantes y luego descendió brusca­mente y recubrió el mundo, hundiéndole en las tinieblas absolutas donde nunca brilla el sol, ni la luna, ni las es­trellas. Nunca habría imaginado que las tinieblas pudieran ser tan impenetrables. Habría podido perfectamente ser un espíritu ciego y descarnado errando a través de los os­curos abismos del espacio, si no hubiera escuchado el crujido de la hierba a mis pies y el cálido y dulce contac­to del cuerpo de Altha rozando el mío. Empezó a temer que nos cayésemos a un río, o que nos diéramos de bocas a mano con una bestia salvaje tan ciega como nosotros.
Intentaba alcanzar uno de los montones de piedras desgajadas que a veces se encuentran en las llanuras. Las tinieblas nos envolvieron antes de poder llegar hasta ellas, pero, siguiendo a tientas, tropecé contra una piedra de considerables dimensiones. Me pegué a ella y atraje a Altha a mi lado, abrigándola con mi propio cuerpo lo mejor que podía. El silencio inanimado de la llanura sumida en la oscuridad se veía roto de vez en cuando por algunos ruidos... crujidos de la hierba, el sordo paso de unos cas­cos, extraños mugidos y sordos bufidos. En un momento dado, una gran manada de alguna especie animal pasó al galope muy cerca de nosotros, y me felicité por haber en­contrado un refugio... sin la protección de aquellas pie­dras, nos habrían pisoteado. De nuevo cesaron todos los ruidos y el silencio fue tan absoluto como las tinieblas. Luego, desde alguna parte, llegó el retumbar de un raro mugido.
—¿Qué es eso? —pregunté inquieto, incapaz de iden­tificar el aullido.
—¡El viento! —dijo Altha, temblando y apretándose a mí.
No soplaba con ráfagas continuas; aquí y allí se des­bocaba en borrascas violentas y caprichosas. Como un al­ma condenada, gemía y se lamentaba. Aplastó las hierbas cerca de nosotros. Finalmente, su aliento nos golpeó como un latigazo. Desequilibrados, caímos al suelo, lacerándo­nos la espalda en la piedra. Aquella sencilla borrasca sú­bita nos golpeaba como si recibiéramos los puñetazos de un gigante invisible.
Cuando nos levantamos, me inmovilicé. Algo pasaba cerca de nuestro refugio... algo tan enorme como una montaña, y su paso hacía temblar el suelo. Altha se aferró a mí en un abrazo desesperado, y sentí que mi corazón golpeaba frenéticamente contra mi pecho. Se me erizó el cabello al tiempo que un terror sin nombre se apoderaba de mí. La cosa estaba a nuestra altura. Se detuvo, como si notase nuestra presencia. Hubo un curioso sonido, como el producido por unos miembros inmensos de textura de cuero. Algo barrió el aire por encima de nosotros; luego sentí que me tocaba el codo. El mismo objeto tocó el bra­zo desnudo de Altha y se puso a gritar, con los nervios deshechos.
Nos ensordeció un terrible bramido por encima de nuestra cabezas, y algo se abalanzó sobre nosotros a través de las tinieblas, lanzando una dentellada gigantesca. Lancé una estocada hacia lo alto, a ciegas. Sentí que el filo de la espada se hundía en una materia tangible. Un líquido cá­lido me salpicó el brazo. Luego, lanzando otro terrible bramido —que expresaba más sufrimiento que cólera— el monstruo invisible se alejó con un paso pesado que hizo temblar el suelo, mientras que sus bramidos dominaban los lamentos del viento.
* * *
—En nombre de Dios, ¿qué era eso? —exclame con el aliento cortado.
—Uno de los Seres Ciegos —susurró Altha—. Ningún hombre los ha visto jamás; viven en medio de las tinie­blas de la tempestad. De dónde vienen, o a dónde van, nadie lo sabe. Pero, mira, las tinieblas se funden.
Fundirse era el término exacto. Las tinieblas parecie­ron deshilacharse, desgarrarse en finos y largos jirones. El sol brilló nuevamente; el cielo reapareció, azul, de uno a otro horizonte. Pero la tierra se veía como rayada de un modo fantástico por bandas de tinieblas, de sombras tan­gibles que flotaban por encima de la llanura, con amplios espacios llenos de luz solar entre ellas. La escena podría haber sido el paisaje soñado por un fumador de opio. Un ciervo asustado atravesó a la carrera una de las bandas de luz solar y desapareció bruscamente en un cúmulo de ti­nieblas; reapareció igual de súbitamente de nuevo en la luz. No había un paso progresivo de la luz a la oscuridad; los contornos de las bandas de tinieblas eran tan claros y definidos que parecían cintas de ébano sobre un fondo de oro y esmeraldas. Hasta donde me llegaba la vista, el mundo estaba lleno de rayas y estriado con cintas negras. Era imposible ver a través suyo, pero empezaban a bo­rrarse, separarse y desaparecer.
Justo delante de nosotros, uno de aquellos jirones de tinieblas se desgarró y se desvaneció, revelando la silueta de un hombre —un gigante velludo, empuñando una es­pada, que me lanzó una mirada centelleante, tan sorpren­dido como yo. Acto seguido, pasaron varias cosas al mis­mo tiempo. Altha gritó:
—¡Un thugran! —y el desconocido saltó y golpeó, y su espada tintineó al golpear con la mía.
Sólo tengo un recuerdo caótico de los segundos que siguieron. Hubo un torbellino de espadazos y detenciones, un breve entrecruzar de aceros; luego, la punta de mi es­pada se hincó bajo el corazón de mi adversario y asomó entre sus omóplatos. Saqué la hoja con una torsión brutal al tiempo que se derrumbaba y le contemplaba con estu­por. Me había preguntado a menudo cómo me las arregla­ría en un duelo con arma blanca y frente a un enemigo aguerrido. Aquel duelo se había producido y ya había acabado y yo era completamente incapaz de recordar có­mo me había librado de mi adversario. Todo había pasado demasiado deprisa y demasiado impetuosamente —no tuve tiempo para pensar de un modo consciente— y mis pro­pios y entrenados instintos de luchador habían actuado por mí.
Cerca de nosotros empezaron a retumbar unos gritos furiosos. Girando sobre los talones, percibí una veintena de guerreros peludos que surgía entre las peñas. Era de­masiado tarde para huir. En un instante estuvieron sobre mí, y me encontré en medio de una vorágine de espadas que giraban y centelleaban. Cómo conseguí detenerlas, aunque fuese tan sólo por unos momentos, no sabría de­cirlo. Pero lo hice, e incluso tuve la satisfacción de notar cómo mi espada chirriaba contra otra, rodeaba la guarda y cortaba el hombro de mi adversario. Un momento más tarde, otro enemigo se agachó para evitar una estocada y me golpeó con la lanza en la pantorrilla. Enloquecido por el dolor le lancé un tajo que le abrió en dos el cráneo hasta el mentón. Pero alguien me golpeó con la culata de la carabina en la cabeza. Esquivé parcialmente el golpe, pues, si no, me habría roto el cráneo. Pero la culata se me estrelló en la coronilla con un impacto homicida y las ti­nieblas se apoderaron de mí.
Volví en mi con la sensación de estar tendido en el fondo de un botecillo sacudido y agitado por la tempes­tad. Luego, me di cuenta de que tenía pies y manos ata­dos y de que me llevaban sobre una litera hecha con más­tiles de lanza. Dos gigantescos guerreros me transportaban, sin hacer ningún esfuerzo por hacerme más fácil el viaje. Sólo veía el cielo, la espalda cubierta de pelos del guerrero que avanzaba ante mí y —volviendo la cabeza hacia un lado— el rostro feroz del guerrero que iba a mis espaldas. Éste, al ver que había abierto los ojos, le gruñó una palabra a su compañero. Dejaron caer al suelo la lite­ra. La sacudida redobló el dolor de cabeza, mientras que otro más lacerante irradiaba de mi pierna herida.
—¡Logar! —gritó uno de ellos—. Este perro se ha des­pertado. Si quieres llevarle hasta Thugra, dile que eche a andar. Ya estoy harto de llevarle.
Escuché un ruido de pasos y, después, por encima mío, aparecieron una forma gigantesca y un rostro que me pareció familiar. Era una cara cruel y brutal; de la comisura de la boca gesticulante a la punta de la poderosa mandíbula, se extendía una lívida cicatriz.
—¡Bien, Esaú Cairn —declaró el hombre—, volvemos a encontrarnos!
No respondí a aquel comentario tan evidente.
—¿Cómo? —se burló—. ¿No te acuerdas de Logar, el Rompedor de Huesos, perro sin pelos?
Puntuó la frase dándome una patada salvaje en las costillas. Un grito de protesta —una voz de mujer— reso­nó cerca de nosotros; se escuchó una carrera precipitada, y Altha se abrió camino entre los guerreros y cayó de rodi­llas a mi lado.
—¡Bruto! —gritó, con sus espléndidos ojos brillando de furor—. ¡Le golpeas cuando no puede defenderse, pero no te atreverías a enfrentarte a él en combate leal!
—¿Quién ha dejado que se escape esta gata kothiana? —rugió Logar—. Thal, te dije que evitaras que se acercase a este perro.
—Me mordió la mano —gruñó un guerrero bastante alto al tiempo que se acercaba. Sacudió la pata velluda para que cayera una gota de sangre—. ¡Era como intentar sujetar una pantera furiosa!
—Está bien, levantadle —ordenó Logar—. Hará el resto del camino a pie.
—¡Pero está herido en la pierna! —gimió Altha—. No puede andar.
—¿Por qué no acabamos ahora mismo? —preguntó uno de los guerreros.
—¡Porque sería una muerte demasiado dulce! —gruñó Logar al tiempo que un resplandor rojizo le brillaba en los ojos inyectados en sangre. Este perro me golpeó con una piedra —cobardemente, por la espalda— y me robó el pu­ñal. —Vi que en aquel momento lo llevaba de nuevo al cinto—. Irá hasta Thugra; una vez allí, ya llegará el mo­mento de que lo mate. ¡Levantadle!
Me soltaron las piernas sin muchos miramientos, pero la que tenía herida por la lanza estaba tan adormecida que apenas podía mantenerme en pie, y mucho menos an­dar. Me obligaron a avanzar dándome patadas y puñeta­zos, empujándome con la punta de sus lanzas y espadas, entre los sollozos de Altha, dominada por un impotente furor. Finalmente, se fue hacia Logar.
—¡Eres un mentiroso y un cobarde! —le aulló—. No te golpeó con una piedra... sino con los puños desnudos, como sabe todo el mundo, aunque tus despreciables escla­vos no se atrevan a decirlo abiertamente...
El nudoso puño de Logar se estrelló en la mandíbula de Altha, lanzándola hacia atrás y haciéndola caer al suelo una decena de pasos más allá. Se quedó tendida, inmóvil. Un reguero de sangre manaba de su boca. Logar emitió un gruñido de feroz satisfacción, pero sus guerreros guar­daron silencio. El castigo corporal, moderado, no era una práctica desconocida entre los guras, pero una brutalidad tan excesiva y gratuita era repugnante para cualquier guerrero que tuviera el más mínimo código de honor. Por ello, los bravos de Logar se irritaron, sin que, no obstan­te, protestasen de viva voz.
En cuanto a mí, fui momentáneamente cegado por la locura escarlata del furor que se desbordaba en mi inte­rior. Lanzando un gruñido sanguinario, me liberé con una sacudida brutal, haciendo perder el equilibrio a los dos hombres que me sujetaban; los tres caímos por tierra. Los otros thugranos nos separaron y nos levantaron, alegrán­dose por poder traspasar a mi cuerpo su cólera frustrada, tarea que cumplieron alegremente con los pies y los po­mos de las espadas. Pero yo no sentía los golpes que llovían sobre mi. El mundo era algo rojo que se bamboleaba frente a mí; había perdido la facultad del habla. Sólo po­día lanzar gruñidos bestiales al tiempo que me debatía y tiraba salvajemente de las ataduras que me aprisionaban. No tardé en quedar tendido en el suelo, agotado. Mis captores me obligaron a levantar y empezaron a golpear­me para hacerme andar.
—Podéis pegarme hasta que muera —rugí cuando por fin encontré la voz—, pero no me moveré hasta que uno de vosotros se ocupe de la joven.
—Esa gata está muerta —gruñó Logar.
—¡Mientes, perro! —escupí con furor—. ¡Cerdo mise­rable! ¡Cobarde! ¡No podrías dar un golpe lo suficiente­mente fuerte como para matar a un niño!
Logar empezó a lanzar incoherentes bufidos, loco de rabia, pero uno de sus guerreros —uno de los que me ha­bían machacado a puñetazos y que estaba aún sofocado— se acercó a Altha, que aún daba signos de vida.
—¡Déjala! —rugió Logar.
—¡Vete al diablo! —gruñó el guerrero—. No me gusta más que a ti, pero si el hecho de llevarla con nosotros de­cide a ese demonio sin pelos a echar a andar por su cuen­ta, la llevaré, aunque tenga que hacerlo en mis brazos. ¡No es un ser humano; le he dado tantos puñetazos que creía que estaba a punto de morirme de agotamiento, pe­ro está en mejor estado que yo!
De aquel modo, Altha, poco segura una vez en pie, nos acompañó cuando volvimos a ponernos en marcha ha­cia Thugra.
* * *
Estuvimos en ruta durante varios días. Caminar era un suplicio para mí a causa de mi pierna herida. Altha persuadió a los guerreros para que la dejaran vendarme las heridas; sin ella, con toda seguridad, habría muerto. Mi cuerpo presentaba llagas en muchas partes —las heri­das recibidas durante el combate de las ruinas encanta­das—, y me sentía dolorido y contusionado de la cabeza a los pies por el castigo infligido por los thugranos. Me daban el agua y comida justas para poder mantenerme con vida. Y así, atontado, agotado, torturado por la sed y por el hambre, destrozado, caminé por las onduladas llanuras sin fin. Fui feliz el día en que vi las murallas de Thugra alzarse en la lejanía, aunque significasen que mi fin esta­ba próximo. Altha no había sido maltratada durante la marcha, pero la impidieron que me prestase ayuda y con­suelo: sólo la permitieron vendarme las heridas. Todas las noches, al despertarme del sueño casi bestial del agota­miento extremo, la oía sollozar. Conservo ese recuerdo es­pecialmente —en el seno de las confusas y caóticas im­presiones de aquel viaje terrible—: Altha sollozando en la noche, dominada por la soledad y la desesperación, perdi­da en la inmensidad de un mundo entregado a las gimientes tinieblas.
Y así llegamos a Thugra. La ciudad era casi una ré­plica de Koth... las mismas puertas inmensas flanqueadas por torres, las mismas ingentes murallas de piedra verde y rugosa. Y los habitantes eran parecidos a los kothianos en muchos aspectos. Pero descubrí que su régimen político era una monarquía absoluta. Logar era un déspota primi­tivo, y su voluntad era la ley. Era cruel, implacable, libi­dinoso y arrogante. Sin embargo, debo reconocerle una cosa: mantenía su autoridad gracias a la fuerza y valor de su persona. En tres ocasiones, durante mi cautiverio en Thugra, le vi matar a un guerrero rebelde en combate singular —en una ocasión se enfrentó con las manos des­nudas a la espada de su adversario. Pese a sus defectos, admiraba la fuerza de aquel hombre de energía impetuo­sa, activa e implacable, que reprimía toda oposición con la brutalidad. Parecía un viento tormentoso que doblase ante sí lo que se hallara a su paso.
Poseedor de una increíble vitalidad, estaba orgulloso en extremo de sus proezas físicas; pienso que era aquello lo que explicaba su personalidad superior. Por ello me te­nía un odio tan feroz. Por ello había mentido a su pueblo diciendo que le había golpeado con una piedra. Por ello, en fin, se negaba a enfrentarse a mí en combate singular y demostrar sus palabras. En su corazón se ocultaba el miedo... no miedo a cualquier tipo de mal corporal que pudiera causarle, sino miedo a que de nuevo le dominase y le ridiculizase ante su pueblo. La vanidad era lo que hacia de Logar un bruto implacable.
Me encerraron en un calabozo y me encadenaron al muro. Logar venía todos los días para burlarse de mi y asediarme con sus injurias. Manifiestamente, deseaba agotar todas las formas de tortura mental antes de empe­zar con la física. Ignoraba lo que había sido de Altha. No la había vuelto a ver desde que llegamos a Thugra. Logar afirmaba que la había llevado a su palacio. Me describió con gran lujo de detalle las indignidades lúbricas que la hacía sufrir —al menos, se vanagloriaba de ello—. Yo no me creía nada porque sentía que, lo más verosímil, era que la hubiese llevado a mi misma celda para torturarla ante mis ojos. Pero el furor en que me sumergían sus obscenos relatos no habría podido ser más violento ni aun en el caso de que las escenas que pintaba se hubieran de­sarrollado allí mismo.
Resultaba agradable ver que los thugranos no pare­cían aprobar la actitud de Logar, pues no eran peores que otros guras, y todos los guras poseen, como raza, una de­cencia innata ante las mujeres. Pero el poder de Logar era tan absoluto que nadie se atrevía a protestar. Sin embar­go, el guerrero que me llevaba la comida me dijo que Al­tha había desaparecido, muy poco después de nuestra lle­gada a Thugra. Logar la había hecho buscar, pero los hombres eran incapaces de encontrarla. Aparentemente, o bien había conseguido escapar de Thugra, o se ocultaba en alguna parte de la ciudad.
Y los días pasaron lentamente.

CAPITULO VIII

ERA MEDIANOCHE CUANDO me desperté bruscamen­te. La antorcha del calabozo temblaba y chisporroteaba.
El guardia que había ante la puerta hacía ya tiempo que se había marchado. Fuera, la noche estaba llena de ruidos. Imprecaciones, aullidos y disparos se mezclaban con el entrechocar de las espadas; por encima de todo aquel es­trépito se alzaban los gritos de las mujeres. Escuché, igualmente, un sonido curioso... como un batir de alas en los aires. Tiré de las cadenas, enloquecido por el deseo de saber lo que pasaba. Se estaba combatiendo en la ciudad, de aquello no había duda alguna, pero, si se trataba de una guerra civil o de un ataque lanzado por alguna tribu enemiga, no había modo de que pudiera saberlo.
Unos pasos ligeros retumbaron en el corredor, y Al­tha irrumpió en la celda. Llevaba el cabello despeinado y en desorden, la ropa hecha jirones; un terror indecible brillaba en sus ojos.
—¡Esaú! —gritó—. ¡El final se abate sobre los thugra venido del cielo! ¡Millares de yagas atacan la ciudad! ¡Se combate en las calles y en los tejados... ríos de sangre van por las regueras y las calles están llenas de cadáveres! ¡Mira! ¡La ciudad está siendo devorada por las llamas!
Por las altas ventanas, cerradas con barrotes, vi una luz difusa. El seco crepitar de las llamas retumbaba en al­guna parte. Altha sollozó al intentar vanamente desatar mis ataduras. Aquel mismo día. Logar empezó con las torturas físicas. Me había hecho colgar del techo con una cinta de cuero atada alrededor de las muñecas, de modo que los dedos de los pies apenas me llegaban para apoyar­me en un bloque de granito. Pero Logar no había pensado en una cosa. Sus guerreros emplearon una cinta de cuero sin curtir, que se estiró y me permitió apoyar los pies en el bloque de piedra. En aquella posición, mi sufrimiento fue soportable. Incluso llegué a dormirme, pese a que aquella postura no era muy confortable.
Mientras Altha tiraba vanamente de mis ataduras, le pregunté dónde había estado durante todos aquellos días. Me respondió que había escapado de Logar cuando llega­mos a la ciudad. Unas mujeres bondadosas que se apiada­ron de ella la ocultaron y la dieron de comer. Desde en­tonces había esperado el momento propicio para ayudar­me a escapar.
—¡Y ahora —gimió retorciéndose las manos— no pue­do hacer nada: ¡No consigo deshacer este maldito nudo!
—¡Busca un cuchillo! —ordené—. ¡Deprisa! En el momento en que se dio la vuelta, lanzó un gri­tó e hizo un movimiento de retroceso, temblando de mie­do, al tiempo que una silueta terrible atravesaba el um­bral con paso tambaleante.
Era Logar, con la cabellera y la barba enredadas y enrojecidas, con los pelos del torso poderoso secos y en­negrecidos. En sus ojos bañados en sangre bailaba la luz de la locura mientras avanzaba hacia mí con paso titu­beante. Levantó el puñal que yo mismo le arrebatara tan­to tiempo antes.
—¡Perro! —croó—. ¡Thugra está condenada! ¡Los de­monios alados han surgido del cielo, como buitres que se abalanzaran sobre el cadáver de un buey! ¡He matado y masacrado a tantos de ellos que estoy a punto de reventar! Sin embargo, cada vez vienen más. Pero me he acordado de ti. No podría descansar en paz en el infierno si supiera que sigues con vida. Voy a enviarte a él antes que yo; ¡luego volveré a las calles para combatir hasta la muerte!
Altha lanzó un gritó y se lanzó hacia adelante para protegerme, pero Logar fue más rápido que ella. Alzán­dose sobre la punta de los pies, me agarró por el cinto y blandió el puñal. Cuando ya se disponía a golpear, le di un rodillazo, con una fuerza terrible, que le alcanzó en la mandíbula. El impacto debió romperle el cuello de toro como si fuera una rama seca. Su hirsuta cabeza fue pro­yectada hacia atrás, entre los hombros, con el barbudo mentón apuntando hacia el techo abovedado. Se derrumbó como un toro en el matadero y golpeó con la cabeza vio­lentamente en las losas de piedra.
Una risa baja retumbó en el umbral. Recortándose en el dintel de la puerta había una gran forma de ébano, con las alas a medio desplegar; tenía en la mano escarlata una cimitarra anegada en sangre. Enmarcada por la luz de co­lor rojo oscuro que había a sus espaldas, habría podido decirse que se trataba de un demonio de negras alas de pie ante las puertas del Infierno iluminado por las llamas. Unos ojos sin pasión me miraron fijamente de un modo enigmático y, luego, la cruel mirada se dirigió rápida­mente de la forma caída en las losas a la silueta de Altha, acurrucada a mis pies.
Gritando algo por encima del hombro, el yaga se adentró en el calabozo seguido por una veintena de cria­turas de su propia especie. La mayor parte de ellos esta­ban heridos, y llevaban las espadas melladas y tintas de sangre.
Lleváoslos —dijo el que había llegado primero, se­ñalándonos tanto a Altha como a mí.
—¿Por qué? —preguntó uno de los suyos.
—¿Quién ha visto alguna vez un hombre de piel blanca y ojos azules? Seguro que interesará a Yasmeena. Pero, cuidado. Tiene los músculos de un león.
Uno de ellos agarró a Altha del brazo y la arrastró fuera de la sala, mientras ella se debatía vanamente y volvía la cabeza para posar sobre mí una mirada aterrori­zada. Los otros, manteniéndose a una prudente distancia, arrojaron a mis pies una red de seda. Una vez aprisiona­das mis piernas, se apoderaron de mí y me ataron con cuerdas de seda que ni un león habría sido capaz de rom­per. Sólo después de tenerme bien atado cortaron la co­rrea de cuero de la que estaba colgado. Dos de ellos me levantaron y me sacaron del calabozo. Salimos a la calle y mi mirada tropezó con una visión de pesadilla.
Los muros de piedra estaban a salvo de las llamas, naturalmente, pero la estructura de los edificios estaba en llamas. El humo subía en espesas espirales turbulentas, atravesadas por lenguas de fuego. En un segundo plano fuliginoso había formas oscuras que se retorcían y con­vulsionaban, como las almas de los condenados. A través de aquellos negros nubarrones pasaban cosas que parecían meteoros en llamas y que, luego, comprendí que no eran más que hombres alados portadores de antorchas.
En las calles, en medio de una lluvia de chispas y muros que se derrumbaban, en las casas incendiadas, en los tejados, se desarrollaban escenas demenciales. Los hombres de Thugra combatían con el furor de panteras moribundas. Cualquiera de ellos habría sido un adversario más que terrible para un yaga en combate singular, pero los demonios alados los sobrepasaban en número y su agi­lidad diabólica en los aires equilibraba la fuerza superior y el valor de los hombres mono. Lanzándose desde el cie­lo golpeaban con sus curvas espadas, para luego volar de nuevo y ponerse fuera de alcance antes de que sus víctimas pudieran contraatacar. Si tres o cuatro demonios ata­caban al unísono a un solo enemigo, la masacre era segura y rápida. El humo no parecía entorpecerlos, pero si lo ha­cía a sus enemigos humanos. Algunos demonios, apostados en los techos, tensaban los arcos y asaeteaban las masas humanas apresadas en medio de las calles.
La matanza no tenía lugar en un solo campo de com­bate. Cuerpos alados y cuerpos peludos yacían por do­quiera en las calles inundadas de sangre. Las carabinas crepitaban y numerosos demonios, alcanzados en pleno vuelo, caían al suelo batiendo las alas desesperadamente. Las espadas se abatían locamente, desgarrando cuerpos, y, cuando las manos de un gura loco de desesperación llega­ban a la garganta de un yaga, este último moría atroz­mente.
Sin embargo, la mayor carnicería —con mucho— era en las filas de los thugranios. Ciegos y sofocados por el humo, disparaban al azar, y casi ninguna bala alcanzaba su objetivo. Sumergidos por el número, desconcertados por la táctica de águila de sus implacables enemigos, combatían en vano, y caían destrozados o llenos de fle­chas.
Aparentemente, el objetivo principal de los yagas era la captura de mujeres. Sin cesar, veía hombres alados lan­zándose y volar entre los torbellinos de humos, llevando en brazos a una joven que aullaba frenéticamente.
¡Oh, era un espectáculo descorazonador! No creo que tal barbarie y una crueldad tan demoníaca se hayan desa­rrollado nunca sobre la Tierra, incluso cuando, en ciertas épocas, sus habitantes fuesen aún más sanguinarios. Aquéllos no parecían seres humanos enfrentándose a otros seres humanos, sino representantes de dos formas de vida diferentes haciéndose la guerra, desprovistos de compa­sión o comprensión de cualquier tipo.
Pero la masacre no fue completa. Los yagas dejaban la ciudad que habían devastado; se alzaron al cielo, lle­vando a sus desnudas cautivas que se debatían desespera­damente. Los supervivientes seguían en las calles, dispa­rando con encarnizamiento contra los vencedores que se alejaban; evidentemente, preferían arriesgarse a matar a sus compañeras antes que dejar que se las llevaran a la triste suerte que les estaba reservada.
Vi una maraña formada por un centenar de comba­tientes, tajando y jadeando en el techo más alto de la ciudad... los yagas para liberarse y escapar, los guras para lanzarlos a tierra y hacerlos pedazos. El humo giraba a su alrededor, las llamas lamían sus cabellos y los inflamaban; luego, con un formidable estrépito, el techo cedió y se derrumbó, precipitando, a vencedores y vencidos, hacia una muerte ardiente. La ensordecedora tormenta de las llamas devoradoras me llenaba los oídos cuando mis cap­tores me llevaron por los aires, alejándose rápidamente de la ciudad de Thugra.
Tras unos instantes de turbación y confusión, recobré la conciencia y me di cuenta de que atravesaba el cielo a una velocidad terrible, al tiempo que, por encima, por debajo, por todas partes, retumbaba el regular batir de poderosas alas. Me transportaban dos yagas con una habi­lidad perfecta, y me encontraba en medio de la bandada que se dirigía hacia el sur. La bandada había adoptado una formación triangular, como si fueran ocas salvajes. Estimé que los yagas serian unos diez mil. Oscurecían el cielo matinal y su sombra gigantesca pasaba rápidamente por la llanura mientras el sol empezaba a asomar por el horizonte.
Volábamos a una altura de unos diez mil pies. Mu­chos hombres alados llevaban en sus brazos a jóvenes y mujeres guras; la facilidad con que las llevaban indicaba la increíble potencia de sus alas. Aquellos demonios ala­dos eran menos musculosos que los guras, pero daban prueba de una robustez y resistencia inusitadas en los ai­res. Podían volar durante horas y a gran velocidad, con la misma formación triangular, con sus jefes hendiendo el aire frente a ellos, y podían hacerlo llevando un peso igual al suyo y casi con la misma velocidad de vuelo.
Nuestros captores volaron durante toda la jornada, sin hacer siquiera un alto para descansar o comer. Al caer la noche, descendieron en la llanura, donde encendieron hogueras y acamparon. Aquella noche quedará grabada para siempre en mi memoria como una de las mayores abominaciones que haya conocido en toda mi vida. A nosotros, a los prisioneros, no nos dieron ningún alimen­to, pero los yagas sí que comieron. Y su comida fue los pobres cautivos. Tendido e impotente, cerré los ojos para no ver aquella carnicería, y me hubiera gustado ser sordo para no escuchar aquellos gritos que desgarraban el cora­zón. La masacre de hombres puedo soportarla en la bata­lla, incluso en la más brutal y sangrienta carnicería. Pero la de mujeres sin defensa —por el simple placer de ma­tar—, que sólo pueden gritar implorando piedad, hasta que los cuchillos ponen fin a sus súplicas, es algo que no puedo soportar. Y, además, ignoraba si Altha era una de las elegidas para aquel macabro festín. Me sobresaltaba con cada silbido, con cada golpe seco de una espada de­capitando a una de aquellas desgraciadas, viendo en mi mente que su adorable cabeza de negra melena rodaba so­bre el suelo anegado en sangre. En cuanto a lo que pasaba alrededor de las otras hogueras, no podía saberlo.
Una vez hubo concluido aquel abominable festín, cuando los agotados demonios se echaron a dormir cerca de las hogueras, me quedé postrado, dominado por las náuseas. Escuchaba el rugido de los leones buscando una presa y pensé que cualquier animal es infinitamente más dulce que cualquier criatura con aspecto humano. De mi horror nauseabundo nació un odio que me fortaleció y endureció para el futuro. Pasara lo que pasase, estaba fie­ramente decidido a que aquellos monstruos alados pagaran todos los sufrimientos que habían infligido a los guras.
* * *
Las primeras luces del alba teñían el cielo cuando nos volvimos a lanzar a los aires. No hubo comida. Supe que los yagas sólo comían a intervalos; se hartaban de alimen­to y quedaban saciados para varios días. Después de algunas horas sobrevolando el paisaje habitual de las llanuras, llegamos súbitamente a la vista de un importante río que atravesaba la sabana de un horizonte a otro; la orilla norte de la corriente estaba flanqueada por una estrecha banda boscosa. El agua era un extraño color púrpura y espejeaba como seda tornasolada. En la otra orilla se alzaba una to­rre alta y delgada, de una piedra negra y brillante que resplandecía como acero pulido.
Mientras pasábamos por encima del río, vi que su corriente era terrible. El gruñido de las aguas llegó hasta nosotros, y vi la agitación y los remolinos de las impetuo­sas aguas. Cruzando la corriente, en el mismo lugar en que se alzaba la torre, había unos cuantos peñascos enor­mes, entre los cuales el agua espumeaba tonante. Mirando hacia la torre, pude ver a una media docena de hombres alados sobre el techo almenado; alzaban y agitaban los brazos como saludando a nuestros raptores. Más allá del río, hacia el sur, se extendía un desierto... desnudo, pol­voriento, grisáceo, sembrado de osamentas blancas espar­cidas en sus arenas. A lo lejos, en el horizonte, vi una gi­gantesca masa negra que se alzaba hacia el cielo.
Se fue destacando poderosamente en el horizonte mientras nos dirigíamos con rapidez hacia ella. Pocas ho­ras después, la alcanzamos y fui capaz de distinguir todos sus detalles. Se trataba de un bloque gigantesco de una roca negra parecida al basalto, alzándose en el corazón del desierto. Un gran río corría junto a su base y su cima es­taba coronada con torres negras, minaretes y castillos. Así que no era un mito, sino una fantástica realidad... Yugga, la Ciudad Negra, la fortaleza del pueblo alado.
El río, atravesando el árido desierto, golpeaba contra el peñón y se dividía para formar un foso natural. Las aguas lamían las abruptas paredes de los acantilados. En un solo lado, se había formado una amplia playa arenosa; en ella se extendía otra ciudad. Su estilo arquitectónico era muy diferente al de los edificios que se alzaban en la gigantesca montaña. Las casas eran simples cabañas de piedra, pobres, de techo liso y sin plantas. Una sola construcción era más importante: un edificio sombrío, parecido a un templo, adosado a la pared del acantilado.
Aquella ciudad baja estaba protegida por un muro de piedra maciza que la rodeaba por completo, al borde del agua, unido en cada uno de sus extremos al acantilado que se alzaba detrás de la ciudad.
Vi a sus habitantes y me di cuenta de que no eran ni yagas ni guras. Eran bajos y delgados; su piel era de un singular color azulado. Sus rostros eran más parecidos a los de los humanos de la Tierra, pero no reflejaban la in­teligencia de los machos de los guras. Tenían las facciones pesadas, estúpidas y rencorosas. Las mujeres eran un poco más alegres que los hombres. Vi a aquellos seres extraños no solamente en la ciudad a pies del acantilados, sino también trabajando en los campos que se extendían flan­queando el río.
Sin embargo, no tuve ocasión de observarlos larga­mente, pues los yagas se dirigían derechos a la fortaleza. Aquélla se alzaba a unos quinientos pies por encima del río. Me quedé estupefacto por la perspectiva de las alme­nadas murallas, campanarios, minaretes y jardines colgan­tes sobre los techos en terraza, que se ofrecían a mis ojos, pero tuve la impresión de que la ciudad sobre el peñón estaba construida como si fuera un palacio, y que cada una de sus partes enlazaba con las demás. Siluetas lángui­damente tendidas en divanes, en las terrazas, se incorpo­raban apoyadas en un codo y, desde decenas de ventanas los rostros de las mujeres nos observaron mientras nos posábamos sobre un inmenso techo plano que parecía una pista de aterrizaje. Una vez en él, muchos hombres alados se dispersaron y se alejaron en varias direcciones, con­fiando los cautivos a la guardia de trescientos o cuatro­cientos guerreros. Les hicieron avanzar como si fueran un rebaño hacia una puerta gigantesca. Aquellas desafortuna­das jóvenes eran unas quinientas, y Altha se encontraba entre ellas. Me llevaron, sin desatarme, con ellas. Tenía los miembros completamente anquilosados —pues las ata­duras llevaban bastante tiempo impidiendo que el flujo sanguíneo circulase en mis venas—, pero la mente alerta y activa.
Franqueamos el portal por el que una docena de ele­fantes hubiera podido cruzar uno junto a otro, y descendimos por una escalera hasta llegar a un vestíbulo de si­milares dimensiones. Las paredes, la escalera, la bóveda y el suelo estaban hechos con la misma piedra negra y bri­llante, y deduje que había sido todo ello tallado en el mismo peñón en la que se alzaba Yugga y posteriormente pulido. Hasta aquel momento no había visto ni esculturas ni tapices, ni la menor tentativa de decoración; sin em­bargo, no podía negarse que un cierto esplendor se refle­jaba en los muros colosales y los techos abovedados negros como si fueran de ébano. Una majestuosidad impre­sionante emanaba de aquella arquitectura que parecía in­congruente al considerar la bestialidad de sus constructo­res. No obstante, las altas siluetas negras no parecían des­plazadas mientras seguían sombríamente los corredores de ébano. La Ciudad Negra... y no sólo porque sus murallas fueran de color hollín le habían dado los guras aquel nombre.
Según avanzábamos por los inmensos corredores, vi a muchos habitantes de Yugga. Junto a los hombres alados pude ver, por primera vez, a las mujeres de los yagas. Presentaban la misma constitución elástica, la misma piel oscura y satinada, las mismas facciones de ave de presa. Pero ellas no tenían alas. Se ataviaban con cortas faldas de seda, apretadas alrededor de la cintura con cinturones cuajados de gemas, y velos diáfanos las cruzaban por de­lante de los senos. Salvo por la crueldad casi tangible que expresaban sus rostros, eran muy bellas. Sus rasgos oscu­ros eran rectos y claramente marcados; sus cabellos no eran crespos.
Vi otras mujeres, centenares de hijas de los guras de negra cabellera y piel blanca. Pero había más: jóvenes de baja estatura, de cuerpo delicado y piel amarilla, y muje­res de tono cobrizo. Aparentemente, todas ellas eran es­clavas del pueblo negro. Aquellas mujeres eran para mí algo nuevo e inesperado. Todas las formas de vida fantás­tica que me había encontrado hasta aquel momento eran mencionadas en los relatos o las leyendas de los kothianos. Los Cabezas de Perro, la araña gigante, el pueblo alado y su negra ciudadela y sus esclavos de piel azul... al menos, todo aquello estaba en las leyendas. Pero ningún hombre o mujer de Koth me había hablado nunca de mujeres de piel amarilla o cobriza.
¿Pertenecían aquellos prisioneros exóticos a otro pla­neta, y habían llegado a Almuric lo mismo que yo desde un mundo extraño?
Mientras meditaba en aquel nuevo misterio, franqueé —siempre llevado por dos yagas— un gigantesco portón de bronce, guardado por una veintena de guerreros alados. Y me encontré con los cautivos en medio de una inmensa sala de forma octogonal, cuyas paredes estaban decoradas con oscuros tapices. El suelo estaba recubierto por una al­fombra —una materia espesa muy parecida a la piel— y el aire impregnado de olor a incienso y perfumes embriaga­dores.
En el fondo de la sala, amplios escalones de oro la­brado conducían a un estrado tapizado de piel, en el cual yacía lánguidamente una joven de piel negra. Sólo ella, de entre todas las mujeres yagas, tenía alas. Iba vestida como las otras y no llevaba ningún adorno, salvo un cinturón con gemas engarzadas del que asomaba la empuñadura de una daga cuajada de piedras preciosas. Su belleza era sor­prendente e inquietante, como la belleza de una estatua sin alma. Percibí inmediatamente que era la menos huma­na de los inhumanos habitantes de Yugga. Sus ojos de mirada soñadora hablaban de sueños que iban más allá del entendimiento de los hombres. Su rostro era el de una diosa que ignorase la piedad y el miedo.
Alrededor del diván que ocupaba, en actitudes de humildad y servidumbre, había una veintena de jóvenes, totalmente desnudas, de piel blanca, amarilla y cobriza.
El jefe de nuestros captores avanzó hacia el estrado real y se inclinó respetuosamente. Tendiendo ante sí las manos —con las palmas hacia abajo y los dedos abier­tos—, dijo:
—¡Oh, Yasmeena, Reina de la Noche, te traemos los frutos de nuestra conquista!
La joven se incorporó sobre un codo y, mientras su mirada extraña y terrible pasaba sobre los cautivos teme­rosamente inclinados, un escalofrío los recorrió, como si el viento soplase sobre los trigales. Desde la más tierna infancia, las niñas guras aprendían —por relatos y tradi­ciones— que la peor suerte posible era ser capturadas por el pueblo de la ciudad negra. Yugga era un reino brumo­so de numerosos horrores, en el que reinaba un archidemonio, Yasmeena. En aquel momento, aquellas jóvenes temblorosas se encontraban ante el mismísimo vampiro. ¿Qué tenía de raro que muchas de ellas se desvanecie­ran?
Sin embargo, su mirada pasó rápidamente por ellas y se posó en mí, sujetado por dos guerreros. Vi un brillo de interés resplandeciendo en aquellos ojos oscuros y lumi­nosos, y le preguntó al jefe:
—¿Quién es ese bárbaro de piel blanca, y con tan po­co pelo como nosotros, vestido como un gura y que sin embargo no se les parece?
—Le encontramos cautivo de los thugranos, ¡Oh, Amante de la Noche! —respondió—. Su Majestad debería interrogarle. Y ahora, oh, sombría belleza, si tuvieras a bien designar a las miserables criaturas que servirán tu gracia, para que las otras puedan ser repartidas entre los guerreros que participaron en la expedición...
Yasmeena asintió, mirándome fijamente, y, con unos gestos rápidos de la mano, señaló a una docena de jóve­nes, las más hermosas, entre las que se encontraba Altha. Fueron apartadas. A las demás se las llevaron de la sala.
Yasmeena me consideró durante un largo momento, sin decir nada, hasta que se dirigió al que parecía ser su gran chambelán:
—Gotrah, ese hombre está agotado y da muestra de haber hecho un gran viaje y de haber padecido esclavi­tud, y tiene una herida sin curar en la pierna. Su aspecto, tal y como está ahora mismo, ofende mi mirada. Que se lo lleven, lo bañen, le den de comer y beber y que le venden la pierna. Luego, traedlo ante mí.
De aquel modo, mis captores, con un suspiro de can­sancio, me levantaron de nuevo para sacarme de la sala real. Siguieron un sinuoso corredor, subieron un tramo de escaleras y entraron finalmente en una estancia en la que una fuente manaba del suelo burbujeando. Allí, tras po­nerme cadenas de oro en muñecas y tobillos, cortaron las ataduras que me atenazaban. Tal fue el dolor, cuando la circulación de la sangre se reanudó por mis venas, que apenas me di cuenta de que me echaban sin miramientos en el baño. Me lavaron cuidadosamente —tenía el cuerpo y los miembros cubiertos de sudor, sangre y barro— y me dieron un nuevo calzón de seda escarlata. Me curaron la herida de la pantorrilla y, luego, una esclava de piel co­briza apareció con bandejas de oro llenas de comida. No me atreví a tocar la carne —debido al hecho de mis si­niestras sospechas sobre su origen—, pero comí con vora­cidad los frutos y las nueces, y bebí largamente un vino de color verde que encontré delicioso y refrescante.
Después de aquello, me invadió tal sopor que me de­jé caer en un diván de terciopelo y no tardé en dormirme profundamente. Me desperté cuando alguien empezó a sa­cudirme violentamente. Era Gotrah. Inclinado sobre mí, vi que llevaba en la mano un pequeño puñal. Al verlo, todos mis salvajes instintos fueron estimulados. Hice cuanto pude para romperle el cráneo a puñetazos. Sólo la cadena que me rodeaba las muñecas me lo impidió. Re­trocedió lanzando un juramento.
—No he venido a cortarte la garganta, bárbaro —de­claró con un tono seco—, aunque reconozco que me agra­daría. La joven kothiena le ha dicho a Yasmeena que tie­nes por costumbre cortarte los pelos que te cubren las mejillas, y es deseo de la reina verte así. Toma, coge este cuchillo y aféitate. No tiene punta, y me mantendré a prudente distancia mientras espero. Mira, aquí tienes un espejo.
Todavía medio dormido —pienso que me habían dado una droga junto con el vino verdoso, pero por qué razón no sabría decirlo—, apoyé el espejo enmarcado en plata en la pared y empezó a afeitarme. Me había crecido la barba notablemente durante mis sucesivos cautiverios. Fue un afeitado en seco, pero tenía la piel tan coriácea como cuero curtido, y el cuchillo tenía un filo más apurado que ninguna navaja que hubiera empleado en la Tierra. Cuan­do hube acabado, Gotrah emitió un gruñido al notar có­mo cambiaba mi aspecto y me pidió que le devolviera el cuchillo. Como no valía para nada conservarlo —pues hubiera sido un arma ridícula—, lo lancé hacia él y volví a dormirme.
Cuando desperté de nuevo fue de un modo natural y me levanté y examiné atentamente el lugar en que me en­contraba. La sala estaba desprovista de todo ornamento, y amueblada tan sólo con el diván, una pequeña mesa de ébano y un banco cubierto de piel. Sólo tenía una puerta, cerrada y, sin duda, con el cerrojo echado por fuera, y una ventana. Las cadenas estaban sujetas a una argolla de oro empotrada en el muro de detrás del diván, pero eran lo bastante largas como para permitirme dar algunos pasos hasta la fuente y hasta la ventana. Aquélla tenía barrotes de oro, y contemplé por ello las terrazas, las torres y mi­naretes que cerraban mi horizonte.
Hasta aquel momento, los yagas me habían tratado muy bien; me pregunté cómo se estaría portando Altha, y si el hecho de formar parte de la corte de la reina le da­ría ciertos privilegios o le garantizaría una relativa segu­ridad.
Gotrah volvió de nuevo, acompañado por media do­cena de guerreros. Soltaron las cadenas de la argolla y me escoltaron por el corredor y luego subimos por una larga escalera. No me llevaron a la sala del trono, sino a otra habitación, más pequeña, en una torre. La estancia estaba tan llena de pieles y cojines que parecía atestada. Me hizo pensar en el antro cálido y algodonoso de una araña, y la araña negra estaba allí... tendida con languidez en un di­ván de terciopelo, mirándome fijamente con ávida curiosidad. No estaba rodeada de esclavos. Los guerreros me encadenaron al muro —aparentemente, cada muro de aquel condenado palacio tenía una argolla en la que atar a los cautivos— y luego nos dejaron solos.
Me pegué a las pieles y cojines, encontrando su con­tacto velloso irritante para mi piel... mi cuerpo, duro co­mo el acero, no estaba acostumbrado a una vida cómoda. Durante un largo momento, que encontré fastidioso, la reina de Yugga me contempló en silencio. Su mirada tenía una cualidad hipnótica; sentí su impacto claramente. Pero tenía tan honda impresión de ser una bestia salvaje encadenada, como un espectáculo de feria, que no podía sentir ninguna emoción más que la de una creciente cólera, La combatí. Un arrebato de furiosa locura quizá me per­mitiera romper las cadenas poco sólidas que me aprisio­naban y librar al mundo de Yasmeena, pero Altha y yo seguiríamos prisioneros en aquel maldito peñón del que, según las leyendas, era imposible escaparse salvo por el aire.
—¿Quién eres? —preguntó Yasmeena bruscamente—. He visto a hombres de piel aún más lisa que la tuya, pero es la primera vez que veo a un hombre blanco sin pelo.
Antes de que pudiera preguntarle dónde había visto hombres sin pelo, sino entre mi propio pueblo, continuó:
—Y nunca he visto unos ojos semejantes a los tuyos. Parecen un lago de fondos helados; sin embargo, brillan y arden como la llama azulada que siempre arde sobre Xa-thar. ¿Cuál es tu nombre? ¿De dónde vienes? Esa chica, Altha, dice que llegaste de las regiones desérticas para quedarte en su ciudad, y que te enfrentaste victoriosa­mente a sus campeones. Pero ignora cuál es tu país de origen, al menos eso pretende. Habla y no mientas.
—Hablaré, pero vas a pensar que miento —gruñí—. Soy Esaú Cairn, al que los hombres de Koth llaman Mano de Hierro. Vengo de otro mundo que se encuentra en otro sistema solar. El azar, o el capricho de un sabio —a tus ojos parecería un mago— me envió a este planeta. El azar, de nuevo, me hizo encontrar a los kothianos. Y el azar me ha traído a Yugga. Bien, ya he hablado. Es cosa tuya creerme o no.
Te creo —respondió—. En los tiempos antiguos, los hombres iban de estrella en estrella. Incluso ahora hay se­res que cruzan el cosmos. Tengo la intención de estudiar­te. Vivirás... por cierto tiempo, al menos. Pero siempre llevarás esas cadenas, pues en tus ojos se lee el furor de la bestia sanguinaria, y sé que me harías pedazos si tuvie­ras oportunidad de hacerlo.
—¿Y Altha? —pregunté.
—Sí, ¿qué? —Parecía sorprendida por la pregunta.
—¿Qué has hecho de ella? —inquirí.
Me servirá, como las otras, hasta que deje de agra­darme. ¿Pero cómo puedes hablar de otra mujer mientras estás en mi presencia? Debes saber que tus palabras me irritan.
Sus ojos empezaron a centellear. En mi vida había visto unos ojos como los de Yasmeena. Se transformaban con cada uno de sus cambios de humor, con cada nuevo capricho; reflejaban pasiones, cóleras y deseos que sobre­pasaban los más locos sueños de la humanidad.
—No palideces —dijo en voz baja—. Hombre, ¿sabes lo que pasa cuando Yasmeena es disgustada? La sangre corre como el agua. Yugga se llena de aullidos de dolor, y los propios dioses corren a esconderse, horrorizados.
El modo en que lo dijo me heló la sangre, pero mi furor primitivo no se calmó. La sensación de mi fuerza me sumergió y sabia que podría arrancar la argolla de oro de la piedra y destrozarla antes de que tuviera tiempo de levantarse del diván. Me eché a reír, y en mi risa vibró un deseo sanguinario. Yasmeena se sobresaltó y me consi­deró atentamente.
—¿Te has vuelto loco pare reírte así? —me pregun­tó—. No, no hay alegría en tu risa... es el gruñido de un leopardo acorralado. Tienes intención de lanzarte sobre mí y matarme pero, si lo haces, la chica, Altha, sufrirá las consecuencias de tu crimen. Sin embargo, me interesas. Ningún hombre se había reído ante mí. Vivirás... por un tiempo. —Dio una palmada y los guerreros entraron—. Llevadle a su estancia —ordenó—. Mantenedle encadenado hasta que envíe a buscarle de nuevo.
Y así comenzó mi tercer cautiverio en Almuric, en la ciudadela negra de Yugga, en el peñón de Yuthla, cerca del rio Yogh, en el reino de Yagg.

CAPITULO IX

APRENDÍ MUCHAS COSAS SOBRE las costumbres de aquel pueblo terrible. Los yagas reinaban en Almuric desde tiempos que se remontaban más allá de la memoria de los hombres. Puede que en otro tiempo fueran humanos, mucho tiempo antes, pero lo dudo. Estoy convencido de que representan una rama distinta del árbol de la evolu­ción, y que fue solamente un increíble cúmulo de circunstancias —una aberración— lo que les dio su aspecto, tan parecido al del hombre, en lugar del de las formas abisales de los habitantes de blasfemos chillidos de las Ti­nieblas Exteriores.
Desde muchos puntos de vista parecían humanos, su­perficialmente, pero estudiada en profundidad su menta­lidad, se descubren aspectos totalmente inexplicables y desconocidos para la humanidad.
De un modo general, son más inteligentes que los gu­ras. Pero están totalmente desprovistos de la decencia, de la honestidad, del coraje y la virilidad de los hombres mono. Los guras se dejan llevar fácilmente, son brutales y salvajes cuando se enfurecen; pero hay en los yagas una crueldad estudiada que hace que los guras parezcan tan sólo niños mal educados. Los yagas no tienen piedad ni en sus momentos más tranquilos; cuando están encoleriza­dos, sus desahogos son terribles de contemplar.
Forman una horda considerable; los guerreros, por sí solos, son veinte mil. Hay más mujeres que hombres y, con los esclavos —cada macho y hembra yaga posee un buen número— la ciudad de Yugga está muy poblada. De hecho, me sorprendí al saber las multitudes que habitan allí, considerando la relativa pequeñez del peñón de Yu-thia en el que la ciudad se halla edificada. Pero su exten­sión era mayor vertical que horizontalmente. Los castillos y las torres se elevan muy altos en el aire, e innumerables salas y corredores han sido labrados en la propia roca. Cuando los yagas empezaban a sentirse un poco estrechos, se contentaban con masacrar a los esclavos. No vi niños; las pérdidas de hombres durante las batallas eran relativa­mente ligeras, y las epidemias y las enfermedades eran desconocidas. Los hijos sólo se engendraban a intervalos regulares, aproximadamente cada tres siglos. La última crianza ya era adulta; la siguiente se encontraba en alguna parte de las indefinidas brumas del futuro.
Los señores de Yugga no trabajan y su vida se con­sagra enteramente al placer y a la voluptuosidad. Su co­nocimiento y refinamientos sensuales habrían cubierto de vergüenza al libertino más desenfrenado de la Roma de­cadente. Sus excesos sólo eran interrumpidos por las ex­pediciones lanzadas contra el mundo exterior, cuyo único objetivo era conseguir nuevos esclavos.
La ciudad situada a pies del peñón se llamaba Akka, el pueblo de piel azulada los akkis, o akkas. Estaban so­metidos a los yagas desde el principio del tiempo. Traba­jaban como estúpidas bestias de carga, cultivaban en re­gadío frutos y plantas comestibles; ejecutaban las órdenes de sus amos a quienes consideraban no como a seres su­periores, sino como a verdaderos dioses. Veneraban a Yasmeena como a una divinidad. Aparte de sus trabajos penosos y continuos, no eran maltratados. Las mujeres son feas y bestiales. Los seres alados poseen un gran sen­tido estético, aunque su interés por la belleza de las espe­cies inferiores sea sádica y pervertida. Los akkis nunca penetran en la ciudad superior, salvo cuando deben efec­tuar algún trabajo demasiado duro para las esclavas. En­tonces, suben y bajan por medio de largas escalas de se­da lanzadas desde el peñón. No hay camino que permita acceder a él, pues los yagas no lo necesitan. Como es im­posible escalar los acantilados, el pueblo alado no puede temer siquiera un levantamiento de los akkis.
Las mujeres yagas están igualmente prisioneras en el macizo de Yuthla. Sus alas son cuidadosamente cercenadas al nacer. Sólo las jóvenes yagas destinadas a convertirse en reinas de Yugga son libradas de esa suerte. La opera­ción no tiene otro fin que preservar la supremacía de los machos. Nunca he conseguido saber de qué modo, en qué época lejana, los hombres de Yugga adquirieron la supre­macía sobre las mujeres, pues, juzgando por Yasmeena, las mujeres aladas eran superiores a sus compañeros en agilidad, resistencia, valor e, incluso, fuerza. El hecho de cercenarles las alas les impedía desarrollar su superiori­dad.
Yasmeena era el ejemplo de lo que una mujer alada podía ser. Era más alta que las otras mujeres yagas, y aquéllas eran más altas que las guras. Las formas de Yasmeena eran voluptuosas, pero los músculos de acero de un felino se ocultaban en sus miembros finamente torneados. Era joven; todas las mujeres de Yugga parecían jóvenes. La duración de la vida media de un yaga es novecientos años. Yasmeena reinaba en Yugga desde hacía cuatrocien­tos. Tres princesas aladas de sangre real le habían dispu­tado el derecho al trono, y ella las había matado a las tres, luchando con las manos desnudas en la sala octogo­nal del trono. Mientras siguiera siendo capaz de defender la corona contra pretendientes más jóvenes que ella, se­guiría reinando.
* * *
La suerte de las mujeres esclavas en Yugga era ho­rrible. En cualquier momento podían ser despedazadas para luego ser asadas y comidas, y su vida estaba siempre atormentada por los caprichos crueles de sus amos y amas. Yugga se parecía más al Infierno que cualquier otro lugar. Ignoro lo que pasaba en los palacios de los nobles y de los guerreros, pero sé lo que ocurría cotidianamente en el palacio de la reina. No había un solo día o una sola noche en que los muros sombríos no devolvieran los ecos de los gritos y las llamadas piadosas a la clemencia, mezclado con insultos o risas lascivas.
No conseguí habituarme a ello, por endurecido que esté tanto física como mentalmente. Pienso que lo único que me permitió no volverme loco fue el sentimiento de que debía conservar la razón y proteger a Altha si estaba en mi mano hacerlo. Y no podía hacer gran cosa: estaba encadenado en mi estancia y no tenía ni la menor idea del lugar en que ella estaba retenida, excepto que se en­contraba en alguna parte del palacio de Yasmeena, donde estaba al abrigo de la lujuria de los hombres alados, pero no de la crueldad de su ama.
En Yugga escuché sonidos y contemplé escenas que prefiero callar... aunque siempre atormentarán mis sueños. Los yagas —tanto los hombres como las mujeres— hacen el mal de un modo franco y con todo candor. Su cinismo destierra los escrúpulos ordinarios de pudor y decencia. Su naturaleza bestial se expresa abiertamente, sin la me­nor vergüenza. Sacian sus lúbricos deseos, uno tras otro, y se entregan a abominables torturas con sus esclavos sin intentar siquiera ocultarse. Se consideran dioses, y creen estar por encima de las consideraciones que guían ordina­riamente a los seres humanos. Las mujeres son todavía más depravadas que los hombres, si tal cosa es posible. No me atrevo a contar los malos tratos de inusitado refi­namiento que hacen padecer a las temblorosas esclavas. Son expertas en todos los artes de la tortura, tanto mental como física. Pero basta. Sólo digo que no puede repetirse.
Aquellos días de cautiverio eran como una pesadilla imprecisa. Personalmente, no era maltratado. Todos los días daba un paseo, bien escoltado, alrededor del palacio como un animal enjaulado al que se le obliga a hacer algo de ejercicio. Siempre iba acompañado por siete u ocho guerreros armados hasta los dientes, y siempre iba carga­do de cadenas. Muchas veces, durante aquellos paseos, pude ver a Altha, dedicada a las tareas domésticas, pero ella siempre apartaba los ojos y se alejaba rápidamente. Comprendí por qué se comportaba así, y no intenté ha­blar con ella. Había puesto su vida en peligro cuando ha­blé con Yasmeena de ella. Más valía que la reina la olvi­dase si era posible. Cuanto más se olvidase de sus escla­vos la reina de Yagg, más a salvo estarían.
Encontré en mi —en alguna parte, de algún modo— la fuerza para controlar mi negra cólera, mi ciego furor. Cuando me sentía dominado por el vértigo, dominado por el deseo de romper las cadenas y entregarme a un holo­causto de matanza, me contenía frenéticamente, aun a costa de muchos esfuerzos. Y el furor me roía interior­mente, cristalizando en odio. Y así pasaron los días hasta que llegó la noche en que Yasmeena reclamó mi presen­cia.

CAPITULO X

YASMEENA APOYÓ EL MENTÓN en las manos delica­das y me miró fijamente con sus inmensos ojos oscuros. Estábamos solos en una sala a la que nunca antes había acudido. Era de noche. Estaba sentado en un diván y frente a ella, y me habían quitado las cadenas. Me había ofrecido una libertad temporal si prometía no hacerle ningún daño y me dejaba encadenar dócilmente de nuevo cuando ella me lo pidiera. Lo prometí. Nunca he sido un hombre muy ladino, pero el odio me había agudizado la mente. Jugaba un juego arriesgado.
—¿En qué piensas, Esaú Mano de Hierro? preguntó.
—Tengo sed —respondí.
Señaló un recipiente de cristal al alcance de mi mano.
—Bebe un poco de vino dorado... un poco, de otro modo te emborracharías. Es el vino más embriagador del mundo. Incluso yo estaría varias horas inconsciente si be­biera varias copas, Y tú no estás acostumbrado.
Saboreé el vino. Efectivamente, su contenido en al­cohol era elevado.
Yasmeena se estiró sobre el lecho y preguntó:
—¿Por qué me detestas? ¿No te he tratado bien?
—No he dicho qué te detestase —la contradije—. Eres muy bella. Pero eres cruel.
Encogió los alados hombros.
—¿Cruel? Soy una diosa. ¿Para qué valen la crueldad o la piedad? Es algo bueno para los hombres. Y la huma­nidad sólo existe para complacerme. ¿Acaso toda la vida no emana de mí?
—Tus estúpidos akkis pueden creerse eso —repli­qué—, pero yo sé que es diferente, lo mismo que tú.
Se echó a reír sin sentirse ofendida.
Bueno, claro, quizá no sea capaz de crear vida, pe­ro puedo perfectamente destruirla a mi antojo. Puede que no sea una diosa, pero te costaría mucho trabajo conven­cer a todos esos idiotas a quienes gobierno que no soy to­dopoderosa. No, Mano de Hierro; los dioses son sólo otro de los nombres del poder. Yo soy el Poder en este planeta; consecuentemente, soy una diosa. Y tus amigos cu­biertos de pelo, los guras, ¿a quién adoran?
—Adoran a Thak; al menos reconocen a Thak como su creador y protector. No tienen ritos regulares de ado­ración, ni templos, ni altares o sacerdotes. Thak es el Ser Peludo, el dios de forma humana. Truena en las tormen­tas y ruge en las colinas con la voz del león. Le gustan los hombres valientes y detesta a los débiles, pero no les hace ningún mal, y les ayuda. Cuando nace un niño de sexo masculino, le inculca fuerza y valor; cuando muere un guerrero, sube a la morada de Thak, un reino de llanuras celestes, de ríos y montañas, donde abunda la caza y don­de residen los espíritus de los guerreros muertos. Cazan, pelean y hacen incursiones durante toda la eternidad, lo mismo que hacían cuando estaban vivos.
Se rió despectivamente.
—¡Cerdos ignorantes! La muerte es el olvido. Noso­tros los yagas sólo adoramos nuestros cuerpos. Y les ofre­cemos suntuosos sacrificios con los cuerpos de ese pueblecillo estúpido.
—Vuestro dominio no durará eternamente —me vi forzado a observar.
—Eso empezó mucho antes del alba gris del comienzo de los tiempos. Desde el oscuro peñón de Yuthla, mi pue­blo ha contemplado innumerables eras. Antes de que las ciudades de los guras aparecieran en las llanuras, nosotros ya morábamos en el país de Yagg. Siempre hemos sido los amos. Lo mismo que reinamos sobre los guras, reinamos sobre la raza misteriosa que antaño vivió en las llanuras, antes de que los simiescos guras empezasen su lenta evo­lución; la raza que erigió esas ciudades de mármol cuyas ruinas atemorizan a la luna, pereció tragada por la noche.
"¡Historias! ¡Podría contarte historias que te harían perder la razón! Podría hablarte de razas que surgieron de las brumas del misterio, que cayeron sobre el mundo co­mo oleadas impetuosas y que desaparecieron en las bru­mas del olvido. Nosotros, aquí en Yugga, les hemos visto aparecer y extinguirse, y todos ellos se han inclinado ante el yugo de nuestra divinidad. Hemos observado no durante siglos o milenios, sino durante ciclos enteros.
"¿Por qué nuestro reino no iba a durar para siempre? ¿Como podrían los guras hacerse con nosotros? Tú has visto lo que pasa cuando mis gavilanes surgen del cielo, en plena noche, para lanzarse contra las ciudades de los hombres mono. ¿Cómo iban a atacarnos aquí, en nuestra propia morada? Para alcanzar la tierra de Yagg, primero han de cruzar el Rio Rojo, y sus aguas son demasiado impetuosas para que puedan cruzarlas a nado. El río sólo puede ser atravesado por el Puente de las Rocas; y allí hay centinelas de mirada de águila que montan guardia día y noche. Una vez, los guras intentaron atacarnos. Los vigías pasaron un informe de su llegada, y los hombres de Yagg se prepararon. Se lanzaron sobre ellos en medio del desierto, haciendo caer del cielo una lluvia de flechas, y los exterminaron. Los pocos supervivientes murieron de sed, dominados por los delirios.
"Supongamos que una horda, tras pagar el precio de una batalla feroz, pudiese cruzar el desierto y llegar a ver el peñón de Yuthla. Todavía tendrían que atravesar el rio Yogh, y, una vez franqueado, se habrían de enfrentar a las lanzas de los akkis. ¿Y luego? No tendrían ningún medio de escalar los acantilados. No; ningún gura entrará como enemigo en Yugga. Si, por algún capricho de los dioses, tal cosa pasase —las espléndidas facciones de la mujer alada se hicieron aún más crueles y sinietras—, antes de conocer la derrota, liberaría el Horror Final para perecer entre las ruinas de mi ciudad —susurró, casi para sí misma.
—¿Qué quieres decir? —pregunté sin comprenderla.
—Hay secretos disimulados tras los tapices de tercio­pelo, los más negros secretos —declaró— No intentes son­dearlos, pues los propios dioses se apartan temblando de ellos. Yo no he dicho nada... tú no has oído nada ¡No lo olvides!
Hubo un largo silencio; luego hice un pregunta que llevaba rumiando durante cierto tiempo:
—¿De dónde provienen esas jóvenes de piel cobriza y amarilla que hay entre tus esclavas?
—¿Has mirado hacia el sur, desde las más altas to­rres, con el tiempo claro, y visto una línea ligeramente azulada que bordea el cielo justo en el horizonte? Es el Cinturón que rodea el mundo. Más allá de ese Cinturón se encuentran las razas de las que provienen esas esclavas. Franqueamos ese Cinturón para hacer incursiones lo mis­mo que hacemos con los guras, aunque menos frecuente­mente.
Me disponía a hacer nuevas preguntas sobre aquellas razas desconocidas, cuando llamaron tímidamente a la puerta. Yasmeena se agitó irritada al verse molestada y ordenó algo secamente. Una aterrada voz de mujer infor­mó que Gotrah pedía audiencia. Yasmeena escupió un ju­ramento a la mujer, y le dijo que podía decirle a Gotrah que se fuera al infierno. Pero pareció cambiar de opi­nión.
No, debo ver a Gotrah —dijo levantándose—. ¡Theta! ¡Oh, Theta! ¿Dónde está esa maldita fregona? ¿Tengo que hacer yo las cosas? Le voy a cocer la espalda por esta insolencia. Espérame aquí. Mano de Hierro. Tengo que hablar con Gotrah.
Con paso ligero atravesó la habitación llena de coji­nes y franqueó la puerta. Mientras la cerraba a sus espal­das, fui dominado por algo que no era otra cosa que una inspiración. No tenía ninguna razón particular para fingir embriaguez. Fue una intuición, o el ciego azar, lo que me hizo actuar como lo hice. Agarrando el vaso de cristal que contenía el vino dorado, lo vacié en un gran recipiente que medio oculté tras una cortina. Había bebido lo bas­tante como para que mi aliento apestase a alcohol.
Luego, al oír un ruido de pasos y voces en el corre­dor, me tendí desmañadamente en el diván con la jarra volcada cerca de mi mano abierta. Oí cómo se abría la puerta, y hubo un instante de silencio, tan espeso que era casi tangible. Como una pantera encolerizada, Yasmeena maldijo.
¡Por los dioses, ha vaciado la jarra! ¡Mira cómo es­tá! ¡Borracho como una cuba! ¡Bah El ser más noble es abominable cuando está embrutecido por la bebida. Bien, vayamos a nuestros asuntos. No hemos de temer que sor­prenda nuestra conversación.
¿No seria preferible que llamase al guardián para que se lo llevase a su recámara? —respondió la voz de Gotrah—. No podemos correr riesgos... este secreto no es conocido por nadie, salvo por la reina de Yugga y su gran chambelán.
Sentí que se inclinaban sobre mí para observarme atentamente. Me agité al tiempo que lanzaba sordos ron­quidos, como si tuviera sueños de borracho. Yasmeena se echó a reír.
—No tienes nada que temer. No se recuperará antes del alba. Yuthla podría abrirse en dos y sumergirse en las aguas del Yogh sin interrumpir siquiera su sueño de bo­rracho. ¡El muy imbécil! Esta noche podría haber sido el amo del mundo, pues pensaba hacer de él el amo de la reina del mundo... por una noche. Pero ni el león abandona la melena, ni el bárbaro la bestialidad.
—¿Por qué no le torturas? —gruñó Gotrah.
—Porque quiero un hombre, y no un payaso disfraza­do. Además, no se domeñaría su espíritu ni con el fuego ni con el acero. No. Soy Yasmeena, y quiero que me haga el amor antes de lanzarle de pasto a los buitres. ¿Has puesto a Altha la kothiana entre las Vírgenes de la Luna.
—Sí, reina de las estrellas oscuras. En mes y medio a partir de esta noche, bailará la danza de la luna con las otras jóvenes.
—Perfecto. Tenedlas a buen recaudo día y noche. Si este tigre supiera mis proyectos acerca de la elegida por su corazón, ni cadenas ni cerrojos podrían detenerle.
—Ciento cincuenta hombres vigilan a las vírgenes —respondió Gotrah—. Ni siquiera Esaú Mano de Hierro podría con todos ellos.
—Bien. Ahora, hablemos de otro asunto. ¿Tienes el pergamino?
—Sí.
—En ese caso, voy a firmarlo. Dame el punzón.
Escuché el crujido del papiro y el sonido raspante de una punta acerada.
—Llévatelo —dijo la reina—, y ponlo en el altar, en el sitio habitual. Como prometo en este escrito, mañana por la tarde me mostraré en carne y hueso ante mis leales subditos y adoradores, esos cerdos akki de piel azulada, ¡ja, ja, ja! Cuánto me divierte ver el terror animal pinta­do en sus rostros estúpidos cuando surjo de las sombras de la pantalla dorada y extiendo los brazos por encima de ellos para bendecirles. Son tan idiotas... Durante siglos in­numerables nunca han descubierto la puerta secreta y la escalera que conduce desde su templo a esta cámara.
—Eso no tiene nada de extraño —musitó Gotrah—. Nadie, aparte de su sacerdote, entra en el templo salvo en contadas ocasiones e incluso él es demasiado supersticioso para ir a ver lo que hay detrás de la pantalla. De todos modos, la puerta secreta es invisible desde fuera,
Muy bien —dijo Yasmeena—. Vete.
Oí que Gotrah dudaba, luego hubo un pequeño chi­rrido. Ardiendo de curiosidad, me arriesgué a abrir un ojo a tiempo para ver cómo desaparecía Gotrah por una oscura abertura que se abría en el centro del suelo de piedra. Luego, la trampa se selló tras él. Cerré el ojo a toda velocidad y quedé inmóvil, escuchando los pasos de pantera de Yasmeena mientras recorría nerviosamente la habitación.
En un momento, se acercó y se inclinó sobre mí. Sentí la ardiente mirada de la reina y la escuché jurar en­tre dientes. Me golpeó rabiosamente en el rostro con al­gún objeto, seguramente un aderezo de joyas, que me la­ceró la piel y me hizo un poco de sangre. Pero seguí tumbado, sin mover siquiera un músculo. Yasmeena no tardó en darse la vuelta y salir de la habitación mascu­llando.
Nada más cerrarse la puerta a sus espaldas, me le­vanté vivamente y examiné el suelo para buscar la aber­tura por la que Gotrah había desaparecido. Una gruesa alfombra que parecía piel había sido retirada del suelo, en el centro de la habitación, pero busqué en vano en las lo­sas negras y pulidas cualquier intersticio que pudiera in­dicar el emplazamiento de la trampa secreta. Esperaba que Yasmeena volviera en cualquier momento, y el cora­zón me martilleaba en el pecho. Súbitamente, bajo mi mano, un panel del suelo se destacó y empezó a levantar­se. Con un salto de felino me eché hacia atrás y me oculté detrás del diván, observando cómo la trampa se alzaba lentamente. La estrecha cabeza de Gotrah apareció, luego los hombros alados y el cuerpo.
Se levantó en el interior de la sala. Mientras se volvía para hacer bajar de nuevo la trampa móvil, salté por en­cima del diván y aterricé en sus hombros.
Se derrumbó bajo mi peso. Cerré los dedos alrededor de su garganta y conseguí ahogar el grito que iba a lan­zar. Intentó levantarse y se debatió bajo mi cuerpo; un horror desnudo apareció en su rostro cuando alzó la cara hacia mí. Estaba tendido de espaldas, entre los cojines. Quiso empuñar la daga del cinturón, pero se lo impedí con la rodilla. Inclinándome sobre él, di rienda suelta a la rabia demencial que tenía por su raza maldita. Le estran­gulé lentamente, con delectación, observando con avidez cómo sus rasgos se convulsionaban, cómo sus ojos se vi­driaban. Debía llevar muerto varios minutos cuando solté la presa.
Me levanté y miré por la abierta trampilla. La luz de las antorchas de la sala real iluminaba un pozo estrecho, en cuyo interior había tallada una serié de pequeños pel­daños. Evidentemente, aquella escalera conducía a las en­trañas del peñón de Yuthla. Por la conversación que había escuchado, desembocaba en el templo de los akkis, en la ciudad que había a pies del acantilado. Seguramente no sería más fácil huir de Akka que de Yugga. No obstante, dudaba; me partía el corazón la idea de abandonar a Al­tha en Yugga, sola. Pero no tenía otra solución. No sabía en qué parte de la ciudad demoníaca se encontraba pri­sionera. De pronto recordé que Gotrah había dicho que un importante grupo de guerreros las vigilaba, a ella y a las otras vírgenes.
¡Las vírgenes de la Luna! Un sudor helado me perló la frente cuando descubrí bruscamente el significado completo de aquella frase. Lo que era exactamente la fiesta de la Luna, lo ignoraba, pero había sorprendido alusiones y fragmentos de conversaciones entre las muje­res yagas, y sabía que se trataba de unas saturnales abyectas, durante las cuales el frenesí total del éxtasis erótico se alcanzaba con los estertores y los últimos sobre­saltos de las desgraciadas sacrificadas en el altar del único dios reconocido por el pueblo alado... su lujuria inhuma­na.
Un furor homicida me sumergió al imaginarme a Al­tha pereciendo de un modo tan horrible... y aquello me fortificó en mi determinación. Mi plan estaba completa­mente trazado... debía escaparme, intentar llegar a Koth y volver con hombres suficientes como para poder liberar a Altha y a los otros cautivos. Mi corazón se vino abajo cuando pensé en todos los peligros que debía afrontar... pero no tenía otra solución.
Arrastré el cuerpo de Gotrah fuera de la sala, por la puerta que había empleado Yasmeena, y atravesé un co­rredor sin encontrar a nadie. Disimulé el cadáver detrás de unas colgaduras. Estaba seguro de que lo encontrarían antes o después pero, cuando pasase, quizá hubiera alcan­zado una buena distancia. Su presencia en una habitación diferente a la de la trampa, puede que apartase sus sospe­chas —acerca del modo en que había escapado— y llevase a Yasmeena a pensar que me ocultaba en alguna parte de Yugga.
Pero estaba tentando a la suerte. Si me retrasaba, al­guien acabaría inevitablemente por verme. Volví a la ha­bitación descendí al pozo y bajé la trampa a mis espaldas. Me encontré en la oscuridad más completa, pero mis de­dos buscaron a tientas hasta que dieron con el cerrojo que cerraba la trampilla. Al menos, podría volver por allí si no conseguía abrir la puerta que había al final de la esca­lera. Descendí los peldaños con precaución en el seno de las tinieblas, con la desagradable sensación de que me arriesgaba a caer en un foso o a darme de boca con algún siniestro habitante de aquel mundo subterráneo. Pero no pasó nada. Finalmente, llegué al extremo de los escalones y avancé a tientas por un corredor que conducía hasta un muro de piedra. Mis dedos encontraron un tirador de me­tal; tiré de él con todas mis fuerzas y sentí que un panel del muro cedía ante mis esfuerzos. Me vi deslumbrado por una luz tenue pero macilenta. Parpadeando, miré ha­cia afuera con cierta ansiedad.
Tenia ante mis ojos una cámara de techo abovedado; era incuestionablemente una capilla. Mi campo de visión estaba limitado por una inmensa pantalla de oro cincela­do, justo frente a mi, cuyos bordes brillaban con reflejos oscuros en la extraña luz.
Saliendo de la puerta secreta, miré prudentemente al otro lado de la pantalla. Vi una sala inmensa, con la aus­tera simplicidad y el macizo aspecto que caracteriza la ar­quitectura de Almuric. Era un templo, el primero que veía en Almuric. La bóveda desaparecía entre espesas sombras; las paredes eran negras y brillaban con un refle­jo insano, y sin la menor decoración. El santuario estaba vacío, a excepción de un bloque de piedra de color éba­no, un altar evidentemente, sobre el que brillaba la llama macilenta que había observado. La luz parecía emanar de una enorme joya oscura que había sobre el altar. Vi re­gueros con manchas oscuras en los bordes del túmulo. Un rollo de pergamino blanco estaba depositado en la piedra fuliginosa... el mensaje de Yasmeena a sus adoradores. Me encontraba en el santuario de los akkas... Había descu­bierto el origen y fundamento de las creencias religiosas de aquel pueblo: las manifestaciones o apariciones sobre­naturales de la diosa, y la llegada al templo de la propia diosa. Era raro notar que toda una religión descansase en el desconocimiento de los fieles de una escalera subterrá­nea. Todavía más extraño para una mente terrestre era que sólo la forma más baja de humanidad poseyera una religión con dogma y ritos... ¡algo considerado por los pueblos de la Tierra como el signo cierto de las razas más evolucionadas!
Pero el culto de los akkas era oscuro y extraño. La atmósfera de aquel templo estaba impregnada de misterio y horror. Me representé sin esfuerzo a los adoradores de piel azulada aterrorizados al ver surgir de detrás de la pantalla dorada a la diosa alada, como una divinidad ve­nida del vacío cósmico y adquiriendo una nueva forma material.
Cerrando la puerta secreta a mis espaldas, me deslicé sin ruido hacia el templo. Había un hombre tendido en los desnudos peldaños, roncando sonoramente: un hombre delgado de piel azulada, vestido con una túnica fantástica. Sin duda, había dormido tranquilamente durante la espectral visita de üotrah. Tenía que pasar por encima suyo para salir del templo. Lo hice tan delicadamente como un gato que avanzase por un suelo mojado. Tenía en la mano la daga de Gotrah, pero el sacerdote no se despertó. Un instante más tarde estaba fuera. Aspiré largamente el aire nocturno que llevaba hasta mí el olor del río.
El templo se encontraba en las sombras de los gran­des acantilados. Era una noche sin luna; sólo manojos de estrellas centelleaban a millones por encima de Almuric. No vi ninguna luz en la ciudad, ningún movimiento. Los akkis dormían profundamente.
Tan furtivo como un fantasma, seguí rápidamente las estrechas callejas, pasando al lado de las groseras cabañas de piedra. No vi a ningún ser humano hasta que llegué al muro. El puente levadizo que cruzaba el río estaba levan­tado; justo ante la gran puerta había sentado un hombre de piel azulada, dormitando apoyado en la lanza. Los sen­tidos de los akkis eran tan pesados como los de las bestias de carga. Habría podido apuñalar al guardián, pero no veía la utilidad de cometer un asesinato a menos que me viera forzado a ello. No me escuchó, aunque pasé a me­nos de cuarenta pasos de él. Silenciosamente, escalé el muro y, silenciosamente, me metí en el agua.
Atravesé el río nadando con vigor —la corriente no era muy rápida— y llegué a la orilla opuesta. Allí me de­tuve el tiempo justo para beber largamente de las heladas aguas del río; luego me puse en camino. El desierto cu­bierto por las sombras se extendía ante mí. Intentaba atravesarlo con ese paso rápido que devora millas, el paso rápido de los apaches de mi Sudoeste natal.
En las tinieblas que precedían al alba alcancé las ori­llas del Río Rojo. Describí un largo círculo para evitar la torre de vigilancia que se recortaba vagamente contra el cielo cubierto de estrellas. Mientras me acuclillaba junto a la escarpada orilla y escrutaba la impetuosa corriente lle­na de violentos remolinos, mi corazón se contrajo. Com­prendí que hundirme en aquel torbellino era una locura, sobre todo con la fatiga que me dominaba. El nadador más robusto que la Tierra o Almuric hayan engendrado habría estado desamparado en medio de aquellos vórtices.
Sólo quedaba por hacer una cosa: intentar llegar al Puente de las Rocas antes del alba y arriesgarme a la desesperada tarea de intentar cruzarlo bajo la mirada de los vigías. Era igualmente una locura pero no tenía elección.
El alba empezó a blanquear el desierto cuando aún me encontraba a buena distancia del Puente. Mirando ha­cia la torre —que parecía surgir de la noche y revestirse con contornos más netos—, vi que una forma tomaba im­pulso en un parapeto almenado y echaba a volar en mi dirección. Un vigía me había visto. Un audaz plan me vi­no a la cabeza. Empecé a titubear, di algunos pasos poco seguros y me derrumbé sobre la arena, no lejos de la ori­lla. Escuché el batir de las alas por encima de mí mien­tras la desconfiada arpía describía círculos en el cielo. Luego, comprendí que el yaga descendía hacia el suelo. Debía estar solo de guardia, y había venido para infor­marse de la naturaleza de aquel solitario viajero, sin des­pertar a sus compañeros.
Observándole a través de los párpados entreabiertos, le vi posarse en el suelo, cerca, y que se acercaba a mi con aspecto de sospecha, empuñando la cimitarra. Final­mente, me empujó con el pie, como para averiguar si es­taba aún con vida. Instantáneamente, cerré el brazo en sus piernas y le atraje al suelo, sobre mí. Un solo grito salió de sus labios, un grito medio apagado mientras mis dedos buscaban y le apretaban la garganta. Al tiempo que se debatía y agitaba las alas le hice rodar y le puse debajo mío. El yaga no podía emplear la cimitarra en un cuerpo a cuerpo. Le retorcí el brazo hasta que sus dedos inertes soltaron la empuñadura del arma. Luego endurecí la pre­sa, sofocándole para obligarle a someterse. Antes de que pudiera recobrar por completo el sentido, le até las mu­ñecas sobre el vientre con ayuda de su cinturón, le puse de pie y salté a su espalda, cruzándole las piernas por de­lante del pecho. Cerré el brazo izquierdo alrededor de su cuello y lo apreté; con la mano derecha piqué su piel con la daga de Gotrah.
En pocas palabras, en voz baja, le dije lo que debía hacer si quería vivir. El sacrificio no es parte de la natu­raleza de los yagas, ni siquiera por el bien de su raza. No tardamos en elevarnos en el cielo, a través de las primeras luces que encarnaban el alba, para cruzar las impetuosas aguas del Río Rojo. Nos alejamos rápidamente de la tie­rra de los yagas para dirigirnos hacia las brumas azuladas del noroeste.

CAPITULO XI

FORCÉ IMPLACABLEMENTE la velocidad del demonio alado. Y sólo cuando se empezaba a poner el sol le dejé descender y posarse en el suelo. Le até los pies y las alas para que no pudiera escaparse, y luego recogí unos cuan­tos frutos y nueces que nos sirvieran de alimento. Le ali­menté tan bien como a mí mismo. Necesitaba todas sus fuerzas para volar. Durante la noche, algunas fieras se acercaron peligrosamente a nuestro campamento, y mi aterrorizado cautivo empalideció como si estuviese muer­to, pues nos era imposible encender un fuego que las mantuviera a distancia, aunque ninguna nos atacó. Había­mos dejado atrás, muy atrás, el bosque del Río Rojo, y ya habíamos alcanzando las vastas llanuras. Le hice tomar la ruta más directa que nos llevase a Koth, guiado por el instinto infalible del salvaje. Escrutaba continuamente el cielo a mis espaldas, atento a divisar el menor signo de persecución, pero ninguna banda de formas aladas en­sombreció el horizonte hacia el sur.
* * *
Fue durante el cuarto día de viaje cuando divisé una forma oscura que avanzaba por las llanuras que se desli­zaban bajo nosotros, y comprendí que era un ejército en marcha. Ordené al yaga que los sobrevolara. Sabía que nos encontrábamos cerca del vasto territorio dominado por la ciudad de Koth, y que se trataba, casi con toda certeza, de guerreros kothianos. Si aquél era el caso, eran bastantes, pues mientras nos acercábamos vi que eran varios millares de hombres avanzando en bastante buen orden.
Tan intenso era mi interés que a punto estuvo de ser mi ruina. Durante el viaje, no ataba las piernas del yaga —me había afirmado que no podía volar con las piernas atadas—, aunque sí le dejaba maniatadas las muñecas. No me di cuenta de que estaba royendo furtivamente la cinta de cuero. Como el yaga no había intentado rebelarse, yo llevaba la daga en el cinto. Comprendí, demasiado tarde, que se revolvía cuando se dio una vuelta de costado. Des­equilibrado, a punto estuve de caer al vacío. Me enrolló el largo brazo alrededor del torso y alargó la mano hacia mi cinturón. Un instante mas tarde, mi propia daga le brillaba en la mano.
Fue una de las batallas más despiadadas que haya li­brado. Tras el brusco viraje, me encontraba frente al ya­ga, no sobre su espalda. Y me mantenía en aquella preca­ria situación agarrándole de los pelos y doblando una ro­dilla alrededor de una de sus piernas. Mi mano libre apretaba como un cepo la mano armada. Combatíamos furiosamente a un millar de pies por encima del suelo: él, para librarse de mí y precipitarme al vacío, y yo, para seguir agarrado a él y evitar la daga centelleante.
En el suelo, mi peso y fuerza superiores habrían de­cidido el resultado del combate rápidamente; pero en los aires la ventaja era suya. La mano libre de mi adversario me golpeó en la cara y me la arañó, mientras que con la rodilla libre me pateaba la ingle una y otra vez. Me aga­rré a él ferozmente, recibiendo la paliza sin vacilar, hasta que me di cuenta de que, por la ferocidad de nuestro combate, perdíamos altura y descendíamos hacia el suelo.
El yaga también se dio cuenta. Hizo un último y de­sesperado esfuerzo. Blandiendo la daga con la mano libre, golpeó hacia mi garganta. En el mismo instantes, le retor­cí la cabeza de un modo terrible. Nos contorsionamos y nuestra feroz lucha nos fue llevando cada vez más cerca del suelo. El puñal desviado por mis frenéticos movi­mientos, en lugar de golpearme, se le hundió en el muslo.
Un grito terrible se le escapó de los labios; su presa se aflojó mientras se desvanecía, tanto por el efecto del do­lor como por mis golpes, y empezamos a caer como plo­mo hacia el suelo. Me esforcé para darle la vuelta y que se encontrase debajo mío; en el mismo instante, golpea­mos en el suelo con terrible impacto.
Me levanté titubeando, aturdido. El yaga no se mo­vía; su cuerpo, puesto bajo el mío, había amortiguado mi caída, y debía tener rota la mitad de los huesos.
Un vivo clamor resonó en mis oídos. Me volví y vi una horda de siluetas velludas que corrían hacia mí. Oí que mi nombre era voceado por un millar de gargantas. Había encontrado a los hombres de Koth.
Un gigante hirsuto me estrechó la mano y me dio un golpe en la espalda que hubiera hecho tambalearse a un caballo, al tiempo que me gritaba:
—¡Mano de Hierro! ¡Por las mandíbulas de Thak, Mano de Hierro! ¡Estréchame la mano, viejo guerrero! ¡Por los rayos del Infierno, no había vivido una hora tan feliz desde que le rompí la espalda al viejo Khush de Tanga!
Se trataba del viejo Khossuth el Rompedor de Crá­neos, tan sombrío como de costumbre, Thab el Rápido, Gutchiuk Cólera de Tigre... casi todos los hombres fuertes de Koth. Y el modo en que me golpeaban la espalda y saludaban mi llegada con sus rugidos, me reconfortó co­mo nunca antes me había pasado en la Tierra, pues sabía que en sus grandes y sencillos corazones no había lugar para la hipocresía.
—¿Dónde has estado. Mano de Hierro? —exclamó Thab el Rápido—. Descubrimos tu carabina hecha peda­zos, en las llanuras, y a un yaga cerca, con el cráneo roto; llegamos a la conclusión de que te habían matado esos demonios alados. Pero no encontramos tu cuerpo... ¡y ahora caes del cielo luchando con otro de esos demonios! Dime, ¿no habrás llegado hasta Yugga?
Se echó a reír como si acabara de gastar una broma.
—En efecto, he estado en Yugga, en el peñón de Yu-thia, junto al río Yogh, en el reino de Yagg —contesté—. ¿Dónde está Zal el Lancero?
—De guardia en la ciudad con el millar de hombres que dejamos en ella —respondió Khossuth.
—Su hija languidece en la Ciudad Negra —dije—. Y en la noche de la Luna llena, Altha, hija de Zal, morirá con otras quinientas jóvenes guras... a menos que consi­gamos impedirlo.
Un murmullo de cólera y horror recorrió las filas de guerreros. Recorrí con la mirada aquella horda salvaje. Eran más de cuatro mil; evidentemente, no había arcos, pero todos los hombres llevaban carabina. Aquello signi­ficaba guerra y, por su número, debía tratarse de una ex­pedición de castigo.
—¿Dónde vais? —pregunté.
Los hombres de Khor marchan contra nosotros en número de cinco mil —respondió Khossuth—. Nuestras dos tribus van a enfrentarse en un combate decisivo. Nos dirigimos a su encuentro para luchar lejos de nuestras murallas y ahorrarles a las mujeres los horrores de la gue­rra.
—¡Olvidad a los hombres de Khor! —grité encoleriza­do—. Queréis proteger a vuestras mujeres... ¡pero qué hay de las mujeres que sufren y son torturadas en el negro peñón de Yuthla! ¡Seguidme! ¡Os conduciré hasta la forta­leza de los demonios que han saqueado Almuric durante un millar de siglos!
—¿Cuántos guerreros tienen? —preguntó Khossuth, dudoso.
—Veinte mil.
Los hombres que me rodeaban lanzaron un gemido.
—¡Apenas somos un puñado! ¿Qué podríamos hacer frente a una horda de esas proporciones!
—¡Os lo enseñaré! —exclamé—. ¡Os conduciré hasta el corazón de su ciudadela!
—¡Hai! —rugió Ghor el Oso blandiendo la pesada es­pada, dispuesto, como siempre, a seguir mis sugeren­cias—. ¡Bien dicho! ¡Venid, hermanos! ¡Sigamos a Mano de Hierro! ¡Él nos enseñará el camino!
—¿Y los hombres de Khor? —observó Khossuth—. Vienen a atacarnos. Debemos combatir con ellos.
Ghor lanzó un gruñido sonoro cuando la veracidad de aquella afirmación se abrió paso en su mente. Todas las miradas se volvieron hacia mí.
—Dejad que yo me ocupé de ellos —propuse desespe­radamente—. Dejad que les hable...
—Te cortarán la cabeza antes de que puedas abrir la boca —gruñó Khossuth.
—Exacto —reconoció Ghor—. Estamos en guerra con los hombres de Khor desde hace cinco mil años. No se puede confiar en ellos, camarada.
—Estoy dispuesto a correr el riesgo —respondí.
—Podrás hacerlo dentro de un instante —dijo Gutch-luk, severo—. ¡Ahí llegan!
Vimos en la lejanía una masa oscura que avanzaba hacia nosotros.
—¡Montad las carabinas! —ladró el viejo Khossuth, centelleándole los ojos fríos—. ¡Preparad las espadas y se­guidme!
—¿Quieres librar batalla esta misma tarde? Alzó los ojos hacia el sol.
—No. Vamos a acercarnos a ellos y a montar el cam­pamento justo en el limite de tiro de sus carabinas. Lue­go, al alba, atacaremos y los haremos pedazos.
—Ellos tendrán la misma idea —explicó Thab—. ¡Oh, esto va a ser muy divertido!
—Y mientras os divertís vertiendo sangre inútilmente —repliqué con amargura—, vuestras hijas y mujeres au­llarán con la tortura, como ridículos juguetes del pueblo alado de Yugga. ¡Locos! ¡Estáis locos!
—Pero, ¿qué podemos hacer? —me cortó Guthluk.
—¡Seguidme! —les grité con determinación—. Vamos a acercarnos a los hombres de Khor, luego, iré a buscar­les yo solo.
Me di la vuelta y me alejé por la llanura con largas zancadas. Los peludos hombres de Koth me siguieron, sa­cudiendo la cabeza y murmurando. Al principio, la masa que venía en nuestra dirección era una mancha indistinta; pero no tardaron en empezar a destacarse los detalles —cuerpos cubiertos de pelo, caras feroces, armas cente­lleantes—; sin embargo, seguí avanzando, con despreocu­pación. No conocía ni el miedo ni la prudencia; todo mi ser estaba como inflamado y temblaba de impaciencia, decidido a llevar a cabo mi desesperada misión.
Varios cientos de metros separaban aún los dos ejér­citos cuando tiré al suelo mi arma —la daga yaga— y avancé, tras apartar las manos de Ghor, que quería dete­nerme, solo y desarmado, con los brazos en alto y las pal­mas vueltas hacia el enemigo.
Los guerreros de Khor se detuvieron y se dispusieron en línea de batalla, listos para el combate. Se turbaron ante mi comportamiento y aspecto poco habituales. Espe­raba oír la detonación de una carabina de un momento a otro, pero no pasó nada. No tardé en encontrarme a pocos metros del grupo que estaba al frente del ejército, los hombres más fuertes reunidos alrededor de la figura del que era su jefe, el viejo Bragi, por lo que me había dicho Khossuth. Había oído hablar de él; era un hombre duro y cruel, de humor cambiante, de feroces pasiones.
—¡Alto! —me gritó blandiendo la espada—. ¿Qué trampa es ésta? ¿Quién eres tú que te atreves a acercarte así, con las manos vacías, cuando hay una batalla inmi­nente?
—Soy Esaú Mano de Hierro, de la tribu de Koth —respondí—. Quiero parlamentar contigo.
—¿Quién es este loco? —barritó Bragi—. Than... mé­tele una bala en la cabeza.
Pero el hombre llamado Than, que me observaba con atención, bajó la carabina en vez de dispararme.
—¡No mientras viva! —exclamó, viniendo hacia mí con los brazos abiertos—. ¡Por Thak, es él! ¿Te acuerdas de mí, de Than el Espadachín, a quien salvaste la vida en las colinas?
Levantó la barbilla para enseñarme una gran cicatriz pálida que le cruzaba el cuello musculoso.
—¡Eres el que luchaba con el tigre! ¡No pensé que fueras a sobrevivir de aquellas terribles heridas!
—¡Cuesta trabajo matar a los hombres de Khor! —di­jo, echándose a reír alegremente y abrazándome con la fuerza de un oso—. Pero, ¿qué haces en medio de esos perros de Koth? ¡Deberías luchar a nuestro lado!
—Si dependiera de mí, no habría más batallas —respondí—. Sólo deseo parlamentar con tus jefes y con sus guerreros. ¿No hay nada en contra, verdad?
—Cierto —reconoció Than el Espadachín—. Bragi, ¿no irás a negárselo?
Bragi masculló algunas palabras, mirándome furioso.
Diles a tus guerreros que avancen hasta ahí. —Le señalé el lugar en cuestión.. Los hombres de Khossuth se pusieron frente a ellos—. Así podrán los dos ejércitos oír lo que tengo que decir. Si no llegamos a un acuerdo, cada grupo se retirará del otro quinientos metros... y, luego, que pase lo que queráis.
—¡Estás loco! —El viejo Bragi se tiraba de la barba y le temblaba la mano de rabia—. Esto es una trampa muy burda. ¡Vete a tu cubil, perro!
Soy tu rehén —respondí—. No tengo armas. Estaré todo el tiempo al alcance de tu espada. ¡Al menor signo de traición, clávamela!
—¿Por qué?
—¡He sido prisionero de los yagas! —grité—. ¡Y he venido para decirles a los guras lo que pasa en el reino de Yagg!
¡Los yagas se llevaron a mi hija! —exclamó un gue­rrero, abriéndose paso entre sus compañeros—. ¿La has visto en Yagg?
Se llevaron a mi hermana...", "Y a mi joven esposa...", "Y a mi sobrina..." Los gritos se alzaron por doquier y los hombres se apiñaron a mi alrededor, olvidándose del ene­migo y turbados por la intensidad de sus emociones.
¡Atrás, imbéciles! —bramó Bragi, golpeándoles con la hoja de la espada—. ¿Vais a romper la formación y a permitir que los kothianos os despedacen? ¿No compren­déis que todo es una trampa?
—¡No es una trampa! —grité—. ¡Escuchadme, por el amor de Dios!
No hicieron caso a las protestas de Bragi. Hubo un enorme movimiento de la multitud, y los hombres empe­zaron a gritar y echaron a correr en todas direcciones. Durante aquella frenética agitación, sólo la benevolente Providencia impidió que los kothianos, con los nervios a flor de piel, disparasen una salva contra la turbulenta masa de sus enemigos. No tardó en establecerse algo pa­recido al orden. Y la conferencia, finalmente, tuvo lugar, aun en medio de gritos y gruñidos. Los dos ejércitos se dispusieron como yo había ordenado —un semicírculo de khorianos frente a otro de kothianos. Debido a lo cerca que se hallaban unos de otros, el odio tribal estaba en ebullición, amenazando con estallar en cualquier instante. Las mandíbulas se crispaban agresivamente, los ojos ar­dían, las velludas manos agarraban con rabia las carabi­nas. Como perros salvajes, aquellos hombres se lanzaban miradas homicidas. Y me apresuré a comenzar la arenga.
* * *
Nunca he tenido grandes dotes de orador y, cuando avancé entre las dos hordas, sentí que moría mi fuego in­terior, apagado por una ola helada de desesperación. Un millón de siglos de guerras tribales y odios feroces se alzó ante mí. Un solo hombre frente a ideas profundamente ancladas, frente a las inhibiciones y costumbres de todo un mundo que existían desde hacía milenios incalcula­bles... aquella idea me paralizaba, me aplastaba. Pero, luego, un furor ciego se abatió sobre mí al recordar los horrores de Yugga; el fuego ardió de nuevo y me abrazó para que pudiera envolver el mundo y dominarlo. Y en alas de aquel frenesí, fui llevado a cimas insospechadas.
No valía la elocuencia para narrar el relato que tenía que hacer. Conté mi historia con el lenguaje más claro y simple que me era posible; los hechos y las emociones que me sustentaban hacían vibrar aquellas palabras desnudas que ardían como si fueran de ácido.
Les hablé del infierno que era Yugga. Les dije cómo morían sus hijas torturadas por los demonios —mujeres despedazadas por el látigo, rotas en el potro, desmembra­das en el caballete, despellejadas vivas, hechas pedazos—, les revelé los tormentos que dejan el cuerpo indemne pero que vacían la mente de razón, haciendo de la víctima un ser estúpido, ciego y balbuceante. Les dije... Oh, Señor, no puedo repetir todo lo que les dije porque el recuerdo de esas abominaciones me turba el corazón, aún ahora, y desfallezco, casi a las puertas de la muerte.
Antes incluso de que hubiera terminado mi relato, los hombres empezaron a bramar y a golpearse el pecho con los puños crispados; lloraban tanto de odio como de rabia. Les azucé por última vez, azotándoles con un látigo de escorpiones.
—¡Son vuestras mujeres, vuestra sangre, vuestra car­ne, las que aullan en los potros de tortura de Yugga! De­cís que sois hombres... os pavoneáis, fanfarroneáis y os hacéis los importantes mientras esos demonios se burlan de vosotros. ¿Hombres? ¡Ja! —Me eché a reír con una ri­sa de lobo, y aquella risa encerraba todo mi amargo fu­ror, todo mi dolor—. ¿Hombres? ¡Mejor haríais volviendo a casa y poniéndoos faldas de mujer!
Se oyó un terrible aullido. Blandieron los puños, fija­ron en mí sus miradas inyectadas en sangre, gargantas pe­ludas rugieron con un furor que les llevaba al suplicio.
—¡Mientes, perro! ¡Maldito seas, mientes! ¡Somos hombres! ¡Guíanos contra esos demonios o te hacemos pe­dazos!
—Si me seguís —aullé—, muy pocos volveréis. Sufri­réis mucho y moriréis a millares. Pero si hubierais visto lo que yo, no desearíais vivir. Se acerca el momento en que los yagas limpien sus casas. Están ya hartos de sus esclavas. Van a matar a las que tienen antes de volar y lanzarse sobre el mundo para capturar otras nuevas. Os he contado la destrucción de Thugra. Lo mismo le pasará a Khor. Lo mismo le pasará a Koth... cuando los demonios alados surjan de la noche. ¡Seguidme hasta Yugga... os mostraré el camino! ¡Si sois hombres, venid conmigo!
Me brotó sangre de los labios cuando lancé aquel ex­horto. Titubeé y caí hacia atrás, agotado por el discurso, con los nervios deshechos. Ghor me sostuvo con sus bra­zos musculosos.
Khossuth se levantó, como si fuera un fantasma des­carnado. Su voz espectral se alzó para dominar el tumulto.
—Seguiré a Esaú Mano de Hierro hasta Yugga si los hombres de Khor aceptan una tregua hasta nuestro regre­so. ¿Cuál es tu respuesta, Bragi?
—¡No! —rugió Bragi—. La paz no puede existir entre Khor y Koth. Las mujeres que se encuentran en Yugga están perdidas. ¿Quién podría combatir contra esos demo­nios? ¡Levantaos, guerreros, y volved a formar! ¡Ningún hombre me hará olvidar los odios ancestrales con palabras insensatas!
Blandió la espada. Than el Espadachín, con lágrimas de sufrimiento y rabia inundándole el rostro, sacó el pu­ñal y lo hundió hasta el pomo en el corazón de su rey. Volviéndose hacia la horda estupefacta, levantó la daga ensangrentada. Su cuerpo se sacudía con frenéticos sollo­zos cuando aulló:
—¡Que así mueran todos los que nos hagan traicionar a nuestras mujeres! ¡Que desenvainen las espadas todos los hombres de Khor que estén dispuestos a seguirme hasta Yugga!
Cinco mil espadas brillaron al sol y un formidable rugido, lanzado por cinco mil gargantas, hizo temblar los cielos. Cuando Than el Espadachín se volvió hacia mí, con los ojos encendidos por la locura, gritó:
—¡Guíanos a Yugga, Esaú Mano de Hierro! ¡Guíanos a Yugga, o llévanos al Infierno! ¡Teñiremos de sangre las aguas del Yogh, y los yagas hablarán de nosotros con te­rror durante diez mil veces un millar de años!
De nuevo, el estrépito de las espadas y el rugido de los hombres galvanizados hizo temblar el cielo.

CAPITULO XII

SE ENVIARON MENSAJES A LAS ciudades para anun­ciarles lo que se preparaba. Nos pusimos en marcha hacia el sur. En total éramos cuatro mil hombres de Koth y cinco mil de Khor. Formamos dos columnas distintas. Juzgué más sabio tener las tribus apartadas hasta que la vista de sus opresores les hiciera olvidar de nuevo sus enemistades tribales.
Caminamos mucho más deprisa que lo que un cuerpo de ejército parecido lo hubiera hecho sobre la Tierra. No llevábamos carros con vituallas que nos entorpecieran. Vi­víamos de las regiones que cruzábamos. Cada hombre lle­vaba su armamento individual: carabina, espada, daga, cantimplora y cartuchera. Yo no hacía más que lanzar amenazas a cada milla que recorríamos. El hecho de haber viajado por los aires, a lomos de mi cautivo yaga, me ha­bía quitado el gusto por la marcha. Nos llevó varios días cruzar la distancia que los hombres alados habían recorri­do en pocas horas. Sin embargo, avanzábamos. Unas tres semanas más tarde entrábamos en el bosque más allá del cual se encontraban el Río Rojo y el desierto que bordea el país de Yagg.
No habíamos visto yagas, pero estábamos ya sobre aviso. Dejando el grueso de nuestras fuerzas en el bosque, partí en misión de reconocimiento, acompañado por treinta hombres. Calculé nuestra ruta de modo que llegá­semos al Río Rojo poco después de medianoche, justo tras alzarse la luna. Mi intención era encontrar un medio que impidiera a los vigías de la torre llevar la noticia de nuestra llegada a Yugga. Sólo así podríamos atravesar el desierto sin correr el riesgo de sufrir un ataque a la des­cubierta. De otro modo, los yagas debido a su superiori­dad numérica y su táctica, nos infligirían grandes pérdi­das.
Khossuth sugirió que nos emboscásemos entre los ár­boles de la orilla, para disparar sobre los vigilantes, una vez llegara el alba, pero yo sabía que aquello no era posi­ble. No había abrigo al borde del agua, y el río se encon­traría entre nosotros. Los hombres de la torre estarían más allá del alcance de las carabinas. Podíamos acercarnos lo suficiente para abatir a uno o dos, pero aquello no bastaba, pues debíamos, imperativamente, matarlos a to­dos. La huida de uno solo de ellos bastaría para arruinar nuestros planes.
Así que nos deslizamos a través del bosque y nos si­tuamos una milla río arriba, frente a un promontorio rocoso que se adentraba en el río y donde la corriente, por lo que sabía, era menor. Echamos al agua una balsa pesa­da y sólida, construida por nosotros mismos, con una lar­ga cuerda. Subí a bordo del esquife con cuatro de los me­jores tiradores de la horda —Thab el Rápido, Skel el Águila, y dos guerreros de Khor. Cada uno de nosotros llevaba dos carabinas a la espalda sujetas con cintas de cuero.
Empezamos a remar con unos remos rudimentarios, aunque nuestros esfuerzos parecieron grotescos e inútiles ante la violenta corriente. Pero la embarcación era lo su­ficientemente grande y pesada como para no cabecear cuando franqueamos los numerosos rápidos. A costa de hercúleos esfuerzos, llegamos pronto al centro del río. Los hombres de la orilla soltaron algo de cuerda; aquélla actuaba como ancla, haciéndonos describir un amplio círcu­lo que nos llevaría por fin a la misma orilla de la que ha­bíamos zarpado. La corriente —como habíamos espera­do— nos dominó de un modo brusco y nos llevó a una velocidad vertiginosa hasta el saliente rocoso. El esquife, sacudido y agitado peligrosamente, clavaba el morro en el agua; varias veces quedamos sumergidos por completo. Pero nuestras municiones eran estancas y nosotros íbamos atados muy fuerte a los troncos. Nos clavábamos a ellos con obstinación, como ratas medio ahogadas. Por último, la embarcación fue proyectada contra la punta rocosa.
La balsa se inmovilizó unos instantes... era entonces o nunca. Cortamos las cuerdas que nos ataban a los troncos, saltamos al agua que remolineaba a nuestro alrededor a la altura de las axilas y avanzamos penosamente por el pro­montorio, agarrándonos a cada saliente o cavidad, en tan­to la corriente amenazaba en todo momento con hacernos perder la presa y llevarnos detrás de nuestra embarcación. Danzando por encima de las olas, la balsa se alejaba río abajo.
Sin embargo, lo conseguimos, y logramos alzarnos por fin a la orilla. Estábamos doloridos y medio muertos de agotamiento. Pero no teníamos tiempo para descansar, pues la parte más delicada de nuestro plan estaba ante nosotros. No debíamos ser descubiertos antes de que el alba nos diera luz suficiente como para poder apuntar con precisión, pues la luz de las estrellas es equívoca, incluso para el mejor tirador del mundo. Pero albergaba esperan­zas, teniendo en mente el hecho de que los yagas vigilarían el río, sin conceder gran atención al desierto que ha­bía a sus espaldas.
De aquel modo, en las tinieblas que preceden al alba, avanzamos furtivamente describiendo un amplio semicír­culo. Las primeras luces del día nos encontraron tirados en un agujero que habíamos hecho en la arena, hacia el sur, a menos de cuatrocientos pasos de la torre.
Fue una espera febril viendo cómo el alba aparecía lentamente por encima del desierto y cómo los objetos se hacían cada vez más claros. El sonido del agua desbor­dando el Puente de las Rocas llegaba hasta nosotros. Fi­nalmente, fuimos conscientes de otro ruido. El entrecho­car de aceros llegó débilmente a nuestros oídos, pese al tumulto del río. Ghor y los otros se dirigían hacia el río, conforme a nuestras instrucciones. No veíamos a ningún yaga en la torre; sólo un vago movimiento en el camino de la ronda de guardia. Bruscamente, uno de ellos tomó impulso y se elevó en el cielo del alba para dirigirse hacia el sur a velocidad prodigiosa. Retumbó la carabina de Skel; el hombre alado, lanzando un alarido, se desplazó hacia un lado y luego cayó al suelo para aplastarse en él.
Siguió un instante de silencio; súbitamente, cinco formas aladas se lanzaron hacia el cielo azul y tomaron altura. Los yagas habían comprendido lo que pasaba; po­nían todas sus esperanzas en aquella huida desesperada. Quizá uno de ellos consiguiera escapar a nuestras balas. Abrimos fuego, pero yo fallé totalmente, y Thab no hizo más que herir ligeramente a su víctima. Pero los otros abatieron al hombre al que yo había fallado, mientras que la segunda bala de Thab mató al yaga herido. Cargamos a toda velocidad, pero ningún otro yaga echó a volar desde la torre. Montaban guardia seis hombres, me dijo Yasmeena. Y había dicho la verdad.
Lanzamos los cadáveres al río. Atravesé el Puente de las Rocas, saltando de peña en peña, para ir al encuentro de Ghor. Le dije que volviera al bosque con sus hombres y que reuniera el ejército. Acampaban justo en las lindes del bosque, invisibles desde el cielo. Yo no tenía inten­ción de emprender la travesía del desierto antes de la lle­gada de la noche.
Volví hacia la torre e intenté entrar en ella, pero no encontré puertas. Sólo había pequeñas ventanas, con ba­rrotes. Los yagas se posaban en el techo de la torre para entrar. El minarete era alto y liso: era imposible trepar a lo largo de las paredes. Así que hicimos lo único que nos quedaba por hacer. Excavamos en la arena agujeros indi­viduales y los cubrimos con ramas, encima de las cuales echamos arena. En aquellos agujeros se camuflaron nues­tros mejores tiradores. Se quedaron emboscados durante todo el día, escrutando el cielo pacientemente. Un solo yaga surgió del desierto. No había ningún humano a la vista, y no se temió nada hasta que sobrevoló la torre. Al no ver a los vigías, se atemorizó y quiso huir a toda prisa. Resonaron media docena de carabinas y el yaga se aplastó pesadamente en el suelo, en un remolino de alas y miem­bros.
Cuando el sol empezó a ponerse, hicimos atravesar a los guerreros el Puente de las Rocas, una operación que exigía cierto tiempo. Pero, al fin, todos se encontraron en el lado yaga del río. Tras llenar las cantimploras, nos di­rigimos con paso rápido hacia el desierto. Antes del alba nos encontrábamos ya a una impresionante distancia del río.
Atravesamos el desierto favorecidos por las tinieblas. No me sorprendió que, debido a aquel hecho, pudiéramos acercarnos al rio Yogh sin ser descubiertos. Si hubiera habido alguien montando guardia en la ciudadela, listo para detectar el más mínimo movimiento sospechoso, no cabe duda que habría detectado la oscura masa de nuestro ejército avanzando entre las dunas de arena bajo la débil claridad de las estrellas. Afortunadamente, sabía que nun­ca había centinelas en Yugga. En efecto, el pueblo alado se sentía totalmente seguro, protegido por el Río Rojo, por los vigías de la torre, y por el hecho de que, desde hacía siglos, no había habido ninguna incursión gura con­tra el peñón de Yuthla. Otros lo habían intentado... y conocido un final sangriento. Los yagas consagraban las noches a sus frenéticas orgías para caer luego presas de un profundo sueño. En cuanto a los hombres de Akka, aquellas bestias de carga de mente lenta, eran demasiado apáticos, de ordinario, para presentar una amenaza que se opusiera a nuestra llegada. Pero sabía que una vez salidos de su sopor, eran capaces de combatir como bestias fero­ces.
Nos detuvimos a trescientos metros del río, y ocho mil hombres, bajo el mando de Khossuth, se pusieron a cubierto en los canales que atravesaban las huertas. Las ondulantes frondas de los árboles rechonchos ayudaban a ocultarles. Todo se ejecutó en un silencio casi total. El sombrío peñón de Yuthla se alzaba muy alto por encima de nosotros. Se levantó una ligera brisa que anunciaba el amanecer. Conduje a los otros mil guerreros hacia la ori­lla. Les ordené detenerse a poca distancia del río y conti­nué yo solo, reptando, hasta que mis manos llegaron al borde del agua. Agradecía a las Parcas que me hubieran dado aquellos hombres para guiar. Los hombres civiliza­dos habrían avanzado torpe y ruidosamente, pero los gu­ras se desplazaban con tanta facilidad y con tanto silencio como panteras que cazan al acecho.
El muro que protegía Akka se alzaba ante mí, en la orilla opuesta. Sería difícil de escalar bajo la lluvia de lanzas de los akkis. Con las primeras luces del alba, el puente levadizo, que se recortaba sombríamente contra las estrellas, bajaría para que los akkis pudieran ir a trabajar a los campos. Pero la luz del día habría traicionado a esas alturas la presencia de nuestras tropas.
Le susurré a Ghor, tendido de tripa a mi lado, que me siguiera y me deslicé al agua y nadé hasta la orilla opuesta. Alcanzando un lugar situado exactamente bajo el puente, nos quedamos en el agua, agarrándonos al muro viscoso y buscando un modo de escalarlo. En aquel lugar, cerca de la orilla, el agua era casi tan profunda como en el centro del río. Ghor, finalmente, encontró una grieta en la pared, lo bastante ancha como para que le sirviera de apoyo para las manos. Acto seguido, reuniendo todas sus fuerzas, se afianzó al tiempo que yo le trepaba a los hombros. Poniéndome en pie conseguí alcanzar la parte inferior del puente levadizo. Un instante después, con un esfuerzo, me icé sobre el muro. El puente —cuando esta­ba levantado— obturaba la abertura del muro. Tenía que escalar aquel obstáculo. Había pasado ya una pierna por encima del murete cuando una silueta salió de las sombras y aulló una amenaza. El guardia no estaba tan dormido como había esperado.
Se lanzó sobre mí y su lanza brilló en la claridad de las estrellas. Me eché desesperadamente a un lado y evité la hoja que silbó junto a mí. Pero perdí el equilibrio y a punto estuve de caer del muro. Estiré el brazo y agarré al hombre por los pelos mientras se daba contra el parapeto, llevado por su propio impulso, y tras golpear en el vacío. Recobrando el equilibrio e incorporándome, aplasté el puño contra la oreja del akki. Se derrumbó. Un instante más tarde, había franqueado la muralla.
Desde el río, Ghor, mugiendo como un toro, estaba loco de inquietud por saber lo que pasaba por encima de él. En medio de una luz incierta, los akkis empezaron a salir a la carrera de las cabañas de piedra. Inclinándome por encima del parapeto, tendí hacia Ghor el mástil de la lanza del guardia. Se reunió conmigo tras trepar por la lanza, soplando sonoramente. Los akkis me miraron con estupidez y, luego, comprendiendo que éramos invasores, se lanzaron contra nosotros profiriendo aullidos de terror.
Mientras Ghor se lanzaba a su encuentro, salté hacia el gran torno de mano que permitía bajar el puente leva­dizo. Escuché el tormentoso grito de guerra del Oso que retumbaba y dominaba los chillidos de los akkis, los chi­rridos del acero y el crujido de los huesos machacados. Pero no tenía tiempo para mirar; necesitaba todas mis fuerzas para manejar el torno. Había visto a cinco akkis penar para hacerlo, pero la situación era tan crítica que conseguí manejarlo yo solo. El sudor me perlaba la fren­te, mis músculos de acero se tensaban y anudaban como cuerdas. El puente bajó lentamente y el otro extremo lle­gó a la orilla opuesta... en el mismo momento en que los guerreros salían del refugio y se lanzaban al ataque.
Me volví para ir en ayuda de Ghor. Oí sus ásperos jadeos en medio del clamor de la batalla. Sabía que el tu­multo de la ciudad no tardaría en despertar a los yagas. Debíamos apoderarnos de Akka antes de que las flechas de los hombres alados empezaran a llover sobre nosotros.
* * *
Ghor se encontraba en dificultades cuando me alejé del puente levadizo. Media docena de cadáveres yacían a sus pies, y manejaba la espada con un frenesí sanguina­rio. La hoja se hundía en los cuerpos como si fueran de mantequilla, atravesando carne y huesos, pero estaba cu­bierto de sangre y los akkis le rodeaban por todas partes.
Tenía por única arma la daga de Gotrah. Pero, sin importarme, me lancé a la lucha y arranqué una espada de la inerte mano de un akki cuyo corazón había atrave­sado con mi corto acero. Era un arma burda, como todas las que forjan los akkis, pero tenía buen peso y estaba afilada. Sujetándola como una porra, empecé la carnicería entre los hombres de piel azulada. Ghor saludó mi llegada con un rugido de alegría; redobló el furor de sus golpes terribles hasta tal punto que los akkis, absortos durante unos momentos, empezaron a perder terreno.
Durante aquel fugaz intervalo, los primeros guerreros guras franquearon el puente y corrieron hacia nosotros. Un instante más tarde cincuenta hombres se nos habían unido. Pero la situación era crítica. Enjambre tras enjam­bre, los hombres azules surgían de las cabañas y se lanza­ban contra nuestro grupo con una rabia ciega. Un gura tenía el tamaño suficiente para enfrentarse a tres o cuatro akkis, pero amenazaban con asfixiarnos con su número. Nos rechazaban inexorablemente hacia la embocadura del puente; a pesar de todos nuestros esfuerzos por contraata­car, no conseguíamos abrirnos un camino que bastase para los centenares de guerreros guras que aullaban y se apre­tujaban a nuestras espaldas dispuestos a acudir a luchar con el enemigo. Los akkis, formando una media luna, nos asaltaban y nos aplastaban casi contra los hombres que te­níamos detrás, defendiendo el camino de acceso, aullando, blasfemando y blandiendo las armas. No tenían ni arcos ni proyectiles; sus amos alados velaban para alejar de sus manos tales armas.
El alba se elevó por encima de aquella matanza, y las hordas apresadas pudieron ver a sus enemigos. Por encima de nosotros, lo sabía, los yagas debían estar reuniéndose y preparándose para la batalla. De hecho, creía escuchar ya el batir de sus alas entre el estrépito de la lucha, aunque no pude levantar la vista para cerciorarme. Nos pegába­mos pecho con pecho a las hordas turbulentas y rugientes, tan juntos que no podíamos emplear las espadas. Sus dientes y uñas inmundas nos laceraban y desgarraban, co­mo las bestias salvajes; el repugnante olor de sus cuerpos impregnaba nuestro olfato. En medio de aquel barullo demencial, debatiéndose y jurando, todos los hombres in­tentaban soltar una mano para poder golpear.
La angustia me desesperaba. Iba a ser cuestión de unos instantes que las flechas empezaran a llover desde la cima de la roca. Mientras aquel pensamiento me cruzaba por la mente, la primera andanada de flechas se abatió sobre nosotros como una sibilante nube de granizo. A mi lado y a mis espaldas, los hombres gritaron, agarrando las flechas emplumadas que les taladraban el cuerpo. En el mismo instante, los hombres que se encontraban en el puente y en la orilla opuesta —que aún no habían dispa­rado por miedo a alcanzar a sus propios compañeros en­gañados por la incierta luz—, montaron las carabinas y abrieron fuego contra los akkis. A aquella distancia, su descarga fue devastadora. La primera salva limpió el mu­ro en un instante. Los hombres treparon la balaustrada del puente y empezaron a mantener un tiro nutrido por encima de nuestras cabezas sobre la horda apretujada que nos cerraba el paso. El resultado fue terrible. En la mul­titud aparecieron grandes agujeros. La horda de los akkis, impresionada por el estupor, cedió y luego se deshizo. Privadas de sostén, las primeras filas fueron masacradas. Saltando por encima de los cuerpos destrozados, nos aba­lanzamos por las estrechas calles de Akka.
Pero no había terminado la resistencia. Los hombres rechonchos de piel azulada seguían batiéndose. En todas las calles resonaban los chasquidos del acero, detonaciones secas, aullidos de dolor y rabia. Pero el mayor peligro se encontraba por encima de nuestras cabezas.
Los hombres alados salían de la ciudadela como abe­jorros del nido. Descendían a centenares, rápidamente, hacia Akka, empuñando la espada, y otros, en tanto, se apostaban en el borde del acantilado para lanzarnos una lluvia de flechas. Los guerreros disimulados en los canales de irrigación, entre los arbustos, abrieron fuego. Al tiem­po que la salva provocaba un ruido tonante, una lluvia de formas taladradas por las balas empezó a caer sobre los planos tejados de Akka. Los supervivientes dieron media vuelta y huyeron a toda prisa para ponerse a cubierto.
Pero eran todavía más terribles en la defensa que en el ataque. Desde cada ventana, torre y parapeto almenado de la cima del peñón, empezaron a asaetearnos; un grani­zo mortal cayó sobre Akka, matando del mismo modo a enemigos y siervos. Guras y akkis se refugiaron en las cabañas de piedra y la batalla prosiguió en las bajas man­siones del pueblo azulado. No tardó en haber un río de sangre corriendo entre las calles de Akka. Cuatro mil gu­ras se enfrentaban a los akkis, cuatro veces más numero­sos, pero la talla, la ferocidad y el armamento superior de los hombres mono compensaban aquella inferioridad nu­mérica. Desde la orilla opuesta, los guerreros de Khossuth disparaban sin descanso hacia las torres de Yugga, pero sin obtener grandes resultados, y los yagas estaban bien protegidos, y sus flechas, al ser disparadas desde tan gran altura, tenían más alcance y precisión que las carabinas de los guras. Si no hubieran estado protegidos por los fo­sos, los hombres de Khossuth habrían sido aniquilados en poco tiempo; sufrieron, pese a todo, enormes pérdidas. Les era imposible unirse a nosotros en Akka; intentar atravesar el puente bajo aquella lluvia de flechas habría sido un suicidio.
Me dirigí corriendo hacia el templo de Yasmeena, haciendo pedazos a todos aquellos que se cruzaban en mi camino. Había cambiado la espada akki, de manejo poco cómodo, por una hoja de buen acero arrebatada a un gura muerto. Con ella en la mano me abrí paso entre un amasijo de lanceros de piel azulada apostados ante el templo y que combatían encarnizadamente. Iba acompañado por Ghor, Thab el Rápido, Than el Espadachín y un centenar de guerreros escogidos.
Nuestros últimos adversarios fueron masacrados y pi­soteados. Me lancé hacia arriba por los negros peldaños de piedra que conducían a la puerta maciza. Súbitamente, la extraña silueta del sacerdote akki se alzó ante mí. Iba armado con un escudo y una lanza. Detuve el golpe de la lanza e hice un finta lanzando un tajo. Para protegerse el muslo, bajó el gran escudo lleno de dorados arabescos. Antes de que pudiera volver a levantarlo, hice volar su cabeza de los hombros. Bajó rodando gesticulante por los escalones. Agarré el escudo a toda prisa al tiempo que entraba en tromba en el templo.
Atravesé la gran sala corriendo y aparté violentamen­te la pantalla dorada. Mis hombres se reunieron conmigo y se reagruparon a mis espaldas. Jadeaban e iban cubier­tos de sangre; sus rostros feroces estaban iluminados por la luz de la extraña joya que había en el altar. Tanteando con torpeza por el ansia que me devoraba, encontré final­mente el secreto cerrojo. Tiré de él. La puerta, ofreciendo cierta resistencia, empezó a abrirse. Fue aquella inespera­da resistencia —recordaba lo fácilmente que se abrió cuando salí por ella— lo que hizo nacer en mi mente una honda sospecha.
¡Atrás! —aullé, y me aparté de un salto mientras la puerta se abría violentamente.
Un rugido terrible me ensordeció, un brillo terrible me dejó ciego durante un instante. Algo parecido a las llamas del Infierno brotó de la abertura y pasó tan cerca de mí que casi me inflama los cabellos. Sólo mi instintivo movimiento —pues había saltado detrás del batiente de la puerta que se abría— me salvó del torrente de fuego lí­quido que se vertió por el pasadizo secreto para ir a inundar el templo.
Hubo un instante de frenesí, caótico y ciego, en el que retumbaron terribles gritos. Luego, en medio del tu­multo, escuché a Ghor mugir mi nombre, y le vi acercar­se titubeante entre los torbellinos de humo. Su barba y cabello habían sido pasto de las llamas. La macilenta os­curidad se disipó ligeramente y pude ver a los supervi­vientes de nuestro grupo... Ghor, Thab y algunos más. La suerte o la rapidez les había permitido escapar a aquella muerte horrorosa. Thab el Espadachín estaba justo a mi espalda; se había apartado y protegido al mismo tiempo que yo. Pero, en el ennegrecido suelo del templo, yacía una sesentona de formas retorcidas, quemadas y carboni­zadas, absolutamente irreconocibles. Se habían encontrado en el curso de aquella riada de fuego devorador cuando ésta irrumpió en la sala del templo.
El pasadizo parecía vacío. Había sido una estupidez pensar que Yasmeena lo dejaría sin vigilancia. Habría acabado por pensar que era por allí por donde yo había escapado. Descubrí fragmentos de una materia parecida a la cera tanto en las paredes como en el dintel de la puer­ta. Habían sellado el pozo con ayuda de aquel material... al abrirse la puerta, aquel elemento que se inflamaba al contacto con el aire había provocado la marea de fuego líquido.
Comprendí que la trampilla de la parte superior de la galería estaría muy bien guardada. Íbamos a tener que lu­char encarnizadamente para tomar la habitación al asalto. Le grité a Thab que buscase y encendiese una antorcha, y a Ghor que buscase un madero que nos sirviera de ariete. Luego, diciendo a Than que reuniera a todos los hombres que pudiera encontrar en la calle, me lancé al asalto de la escalera, en medio de la oscuridad. Como esperaba, la trampilla estaba cerrada... y con cerrojo, me temía. Escu­chando atentamente, sorprendí un murmullo de voces por encima de mi cabeza. La habitación estaba llena de yagas.
Una llama temblorosa apareció por debajo mío y atrajo mi atención. Thab se reunió conmigo rápidamente, con una antorcha en la mano. Iba seguido por Ghor y por una veintena de guerreros, gruñendo y soplando por el peso de una enorme viga, casi como el tronco de un ár­bol, de una cabaña de Akka. Thab me dijo que la batalla proseguía tanto en las calles como en las casas, pero que la mayor parte de los akkis machos habían sido pasados a cuchillo. Los otros, con las mujeres y los niños, habían saltado al río para cruzar a la orilla del sur. Me dijo fi­nalmente que en la parte baja del pasadizo, en el templo, había unos quinientos guerreros.
—¡Entonces, derribad esa maldita trampilla —grité— y seguidme! Debemos tomar el centro de la plaza fuerte antes de que los yagas apostados en las torres aniquilen a Khossuth y a los suyos.
Era difícil moverse en aquel pozo estrecho donde só­lo un hombre podía ponerse en cada peldaño. Sin embar­go, manejando la gruesa viga como un ariete, empezamos a imprimirla un movimiento de vaivén y a golpear la trampilla. Los golpes del tronco resonaban en el pasadizo de un modo ensordecedor; cada impacto hacía temblar la madera, pero la trampilla aguantaba. Una y otra vez —jadeando, gruñendo, sintiendo que nuestros músculos desfa­llecían— balanceábamos la viga con energía... al fin, con el último esfuerzo de nuestros hombros y piernas de ace­ro, la trampilla cedió con un formidable crujido y voló hecha pedazos. El pozo quedó inundado en luz.
Lanzando un inarticulado aullido, me abrí camino entre los restos de la trampilla y subí el último peldaño, llevando el escudo de oro por encima de la cabeza. Una veintena de espadas me atacaron y golpearon el escudo violentamente, haciéndome tambalear. Recobré el equili­brio y conseguí salir de la trampilla, en medio de una verdadera lluvia de espadas que se rompían contra el es­cudo. Me lancé al interior de la recámara de Yasmeena. Los yagas aullaron y se abalanzaron contra mí. Les lancé a la cara el escudo labrado y empecé a masacrar, forman­do mi espada un círculo brillante que atravesaba gargantas y pechos como la guadaña del segador en un campo de trigo. Sin embargo, mi combate era desesperado, pensé que iba a morir de un momento a otro... pero, una docena de carabinas retumbó desde la abierta portilla que había a mis espaldas y los hombres alados se derrumbaron acribi­llados.
Ghor el Oso, mugiendo terriblemente, se izó por la abertura y se unió a mí en la estancia seguido por los matadores de Koth y Khor, todos sedientos de sangre.
La sala estaba llena de yagas, así como las habitaciones adyacentes y los pasillos. Nos pusimos espalda con es­palda, formando un círculo compacto, para aguantar la boca del pozo mientras decenas y decenas de guerreros subían por la escaleras a toda velocidad para unirse a nosotros, reforzando y ampliando el círculo. En aquella habitación relativamente pequeña, el estrépito era ensor­decedor y terrible —el entrechocar de las espadas, los aullidos, el mate sonido de los tajos de las espadas al hundirse en la carne destrozando huesos.
Limpiamos rápidamente la habitación y nos aposta­mos en la puerta, dispuestos a rechazar cualquier ataque. Una interminable corriente de hombres llegaba del tem­plo. Y empezamos a avanzar por las habitaciones conti­guas; tras cosa de media hora de encarnizados combates, teníamos un círculo de salas y corredores —como una rueda cuyo centro estuviera en la sala de la trampilla— y los yagas iban abandonando cada vez en mayor número los parapetos para venir a luchar en aquel cuerpo a cuer­po furioso. Envié a Thab a que le dijera a Khossuth que cruzara el río con sus hombres.
Estimaba que la mayor parte de los yagas habrían dejado las torres. Se apelotonaban en filas apretadas en las salas y corredores que había ante nosotros, y peleaban como demonios. Ya he dicho que su valor no tenía nada que ver con el de los guras, pero cualquier raza pelea con valor cuando el enemigo ataca su último bastión, y aque­llos demonios no eran endebles.
Durante un momento, la batalla pareció detenerse. Nos resultaba imposible avanzar y abrirnos camino en cualquier dirección, pero tampoco ellos podían hacernos retroceder. Las entradas a las salas, desde donde lanzába­mos tajos y estocadas, estaban sembradas de montones de cadáveres, tanto de seres peludos como de seres negros como el ébano. Ya no teníamos municiones, y los yagas no podían emplear los arcos. Era un cuerpo a cuerpo sal­vaje, pecho con pecho, espada contra espada. Los hombres se afianzaban en los cadáveres para luchar con los vivos.
Cuando la carne y la sangre parecía que iban a llegar a sus últimos límites, un rugido de tormenta se elevó hacia los techos abovedados. Surgiendo de los pozos y ane­gando las salas, una marejada de guerreros que todavía no había participado en la batalla se unió a nosotros, impa­cientes por lanzarse a la lucha. El viejo Khossuth y sus hombres, enloquecidos por las flechas que llovían sobre ellos —esperando en los fosos— babeaban como perros ra­biosos, ávidos por alcanzar al enemigo y saciar su sed de combate. Thab no estaba con ellos. Khossuth me dijo que había sido herido en la pierna por una flecha, siguiendo a su rey en el puente, en el asalto impetuoso que les con­dujo de los fosos al templo. Sin embargo, las pérdidas eran mínimas; no me había equivocado, y casi todos los yagas habían acudido al interior del palacio, dejando a unos pocos arqueros en las torres.
Y comenzó la batalla más sangrienta y furiosa de que haya sido testigo. Bajo el impacto de aquellas tropas de refresco, los agotados yagas cedieron y se dispersaron. La batalla se extendió por nuevos corredores y salas. Los je­fes intentaron vanamente retener a los enloquecidos guras y reagruparlos. Algunos grupos, persiguiendo a los yagas, se separaron del grueso de las tropas; otros se alejaron corriendo por corredores sinuosos. Por toda la ciudadela retumbaba el ruido de precipitadas carreras, gritos y en­trechocar de aceros.
Se dispararon pocos tiros, silbaron pocas flechas. Era un cuerpo a cuerpo vengador. En salas y pasillos, los ya­gas no podían desplegar las alas para asediar a sus enemi­gos. Tenían que pelear con armas iguales a las de sus se­culares adversarios. Fue en los tejados y en los patios al aire libre donde nuestras pérdidas fueron más elevadas, pues allí donde podían volar, los hombres alados recurrían a su táctica habitual.
Evitamos tales lugares en la medida de lo posible, y, en combate de hombre a hombre, los guras eran invenci­bles. Oh, morían a centenares. Se vengaban de un millar de eras de crueldad y opresión. El castigo era de color es­carlata. La espada era ciega: las mujeres yagas, lo mismo que los hombres, caían bajo los golpes vengadores. Pero, conociendo la maldad diabólica de aquellas mujeres de cuerpo terso y negro, no podía apiadarme de su suerte.
Empecé a buscar a Altha.
* * *
Había millares de esclavas absortas por la batalla. Se acu­rrucaban de terror, demasiado sorprendidas para com­prender que su liberación estaba próxima, o para recono­cer a sus salvadores. Sin embargo, en muchas ocasiones, pude ver que una mujer lanzaba un grito y se abalanzaba a abrazar a un guerrero peludo y jadeante; acababa de re­conocer a un hermano, o a un marido, o un padre. En medio de todos aquellos sufrimientos y carnicería espan­tosa aún existía la alegría de los encuentros, y aquellas escenas me reconfortaban el corazón. Sólo las pequeñas esclavas de piel amarilla o cobriza se ocultaban, aterradas: temían a aquellos gigantes cubiertos de pelo y que lanza­ban tantos rugidos como sus amos alados.
Golpeando y dando tajos me abrí paso entre las ma­sas de guerreros, buscado la sala en la que estaban ence­rradas las Vírgenes de la Luna. Finalmente tomé por el hombro a una joven gura —que estaba acurrucada en el suelo para evitar los espadazos de los hombres que pelea­ban sobre ella— y le grité una pregunta al oído. Me en­tendió y señaló con el dedo, incapaz de hacerse oír en medio de aquel estrépito que nos rodeaba. Tomándola ba­jo el brazo, me abrí paso entre los yagas y la dejé en una habitación vecina. Se alejó rápidamente hacia el fondo de un corredor gritándome que la siguiera. Corrí tras ella hasta el final del corredor, subí una escalera y atravesé un jardín donde combatían guras y yagas. Finalmente, se detuvo en un patio de cielo raso. Aparte de los minaretes, era el lugar más alto de la ciudad. En medio de aquel pa­tio se alzaba el Domo de la Luna. La joven me señaló una habitación al pie del domo. La puerta estaba cerrada con cerrojo, pero la hice saltar en pedazos golpeando con la espada y miré al interior. En la semioscuridad vi, contra el brillo marfileño de la cúpula, unos cuerpos apretujados en la pared opuesta. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, vi que unas ciento cincuenta jóvenes se en­contraban en la sala, apoyadas en el muro, postradas y aterrorizadas. Pronuncié el nombre de Altha, y oí una voz que gritaba:
—¡Esaú! ¡Oh, Esaú!
Una forma esbelta y blanca cruzó corriendo la habi­tación para echarme los brazos alrededor del cuello y cu­brir de besos apasionados mis bronceadas facciones. La apreté contra mí durante un instante, devolviéndole los besos con avidez; pero el gruñido de la batalla me sacó de aquel dulce sopor. Me volví y vi que un enjambre de yagas, enfrentados a quinientas espadas, tenían que re­troceder y abandonar su puesto: un enorme portón situado cerca. Abandonando bruscamente el combate, los yagas se dieron a la fuga, perseguidos por sus atacantes, que salie­ron al patio lanzando alaridos de triunfo.
Oí entonces una ligera risa burlona y vi ante mí la esbelta figura de Yasmeena, reina de Yagg.
¿Así que has vuelto. Mano de Hierro? —Su voz era tan empalagosa como miel envenenada—. ¿Has vuelto con tus asesinos para poner fin al reino de los dioses? ¡Pero todavía no has ganado, loco!
Sin una palabra, lancé un tajo hacia ella, golpeando silenciosa y homicidamente. Pero saltó con destreza y echó a volar, evitando el golpe. Su risa aumentó hasta convertirse en un grito demente.
—¡Loco! —chilló con vez estridente—. ¡Todavía no has ganado! ¿No te dije que preferiría perecer entre las ruinas de mi reino? ¡Perros, estáis todos muertos!
Girando en el aire se dirigió hacia el domo a una ve­locidad terrible. Aparentemente, los yagas comprendieron sus intenciones, pues empezaron a lanzar gritos de horror y protesta, pero aquello no la detuvo. Posándose en la suave pendiente de la cúpula y manteniéndose en equili­brio con ayuda de las alas, se giró y nos saludó irónica­mente con la mano. Luego, asiendo una especie de cerro­jo o palanca encastrada en la cúpula, se apoyó en la pared de marfil y bajó la palanca con todas sus fuerzas.
Un panel del domo se separó del edificio y la lanzó por los aires. Un instante más tarde, una forma gigantesca y deforme surgía de la abertura. Al salir la criatura, el impacto de su cuerpo contra los bordes de la puerta fue como el estallido del rayo. El domo se agrietó en cien lu­gares, desde la base a la cima, y luego se derrumbó con un cañonazo. La forma gigantesca apareció en medio de una nube de humo, cascotes y piedras que caían al patio. Todos los presentes lanzaron un alarido.
La cosa que había emergido del domo era más grande que un elefante; por su forma, parecía una enorme babo­sa, pero tenía un círculo de tentáculos alrededor del cuer­po. Chispas y llamaradas azuladas crepitaban en los tentá­culos que se retorcían. La criatura estiró los ofidios bra­zos; a su simple contacto, los muros de piedra se disloca­ban y caían, la mampostería explotaba y volaba hecha pe­dazos. Aquella criatura era estúpida y ciega —una forma elemental contenida en la más baja forma de vida—, un poder privado de razón y enloquecido, dominado por un incontenible poder de destrucción.
No había método ni dirección en sus caóticos movi­mientos. La criatura iba de un lado a otro, atravesando literalmente los espesos muros que se derrumbaban, ca­yendo sobre ella una lluvia de piedras que no parecía ha­cerla ningún mal. Horrorizados, los hombres huían por doquier.
—¡Qué todos los que puedan vuelvan al pozo! —au­llé— ¡Llevaos a las mujeres... qué salgan las primeras!
Empujé a las jóvenes atemorizadas fuera de la pri­sión y las eché en brazos de los guerreros más próximos. A nuestro alrededor, las torres y los minaretes se disloca­ban y desplomaban con un terrible estrépito.
—¡Haced cuerdas con las colgaduras! —grité— ¡Bajad por el acantilado! ¡En nombre de Dios, daos prisa! ¡Esta cosa demoníaca va a destruir la ciudad entera!
—¡He encontrado escalas de cuerda! —gritó un gue­rrero—. Nos permitirán descender hasta el borde del agua, pero...
—¡Atadlas sólidamente y haced descender a las muje­res! —le interrumpí—. ¡Más vale probar suerte en el río que aquí arriba! ¡Ghor, llévate a Altha!
Arrojé a Altha en brazos del gigante manchado de sangre y me lancé contra la montaña de destrucción que derrumbaba los muros de Yugga.
Sólo guardo un recuerdo confuso de aquel frenesí, de aquel cataclismo: la caótica impresión de muros que se derrumbaban, de seres humanos que gritaban y de la má­quina de muerte rugiente que se desbocaba sobre los es­combros. Iba aureolada por una luz espectral, en tanto que la fuerza eléctrica que contenía su cuerpo monstruoso destruía los obstáculos de piedra y la dejaban paso libre.
Cuántos yagas, guras y esclavas encontraron la muer­te, aplastados por los edificios que caían sobre ellos, no lo sabré jamás. Algunos centenares habían huido por el po­zo, cuando techos y paredes se derrumbaron y lo bloquearon, sepultando a otras decenas que pretendían alcanzarlo. Nuestros guerreros trabajaban con frenesí y se lanzaron a las escalas de seda que llevaban hasta los pies de los acantilados, algunas por encima de la ciudad de Akka, otras —por la precipitación— por encima del río. Luego descendieron por las escalas llevándose a las esclavas —guras, mujeres de piel amarilla y de piel cobriza.
Cuando vi que Ghor se llevaba a Altha, me volví y corrí directamente hacia aquella abominación cargada de electricidad. Lo que pensaba hacer, lo ignoro, y mi gesto fue estúpido. Sin embargo, seguí corriendo entre los mu­ros tambaleantes y las torres que se inclinaban vertigino­samente haciendo caer a mi alrededor enormes bloques de piedra. Y, de pronto, me encontré ante la horrible criatu­ra de cuerpo monstruoso. Era ciega y desprovista de inte­ligencia, pero poseía una cierta forma de sensibilidad pues, casi instantáneamente, al lanzarla una pesada pie­dra, dejaron sus movimientos de ser desordenados. Cargó hacia mí, proyectando trozos de mampostería a derecha e izquierda, como un toro que salpica cuando cruza un río.
Empecé a huir, apartándola de las masas aullantes de guerreros que se debatían y corrían a lo largo del filo de acantilado. Me encontré súbitamente en un parapeto que daba al precipicio: el río Yogh se encontraba quinientos pies por debajo. El monstruo llegó. Al tiempo que me volvía desesperadamente, la criatura irguió su masa entera y se lanzó sobre mí. En medio de su gigantesco cuerpo de babosa pude ver una mancha oscura, tan grande como mi mano, que latía como un corazón. Comprendí que aquél era el centro vital de la criatura, y salté como un tigre herido, hundiendo la espada en aquella mancha negra.
Ignoro si lo conseguí o no. En el momento en que cargué, el universo entero estalló en un chisporroteo de llamas de un blanco cegador en medio de un trueno. Y, después, las tinieblas de la inconsciencia me sumergieron.
Más tarde me dijeron que, cuando mi espada se hun­dió en el cuerpo del monstruo de fuego, tanto él como yo fuimos envueltos por una llama azul y cegadora. Hubo una terrible explosión, como un trueno, que desgarró a la criatura y proyectó su cuerpo mutilado —al mismo tiempo que a mí— lejos del acantilado. Fue una vertiginosa caída por el vacío antes de estrellarme, quinientos pies más abajo, en las azules aguas del río Yogh.
Sin Thab habría muerto ahogado. Pese a sus heridas, se lanzó al rio y se sumergió en sus aguas hasta que en­contró y sacó a la orilla mi cuerpo inerte.
Diréis sin duda que es imposible que un hombre cai­ga desde quinientos pies a las aguas de un río sin perecer. Sólo diré que yo lo he hecho y que he sobrevivido; pero no creo que ningún hombre de la Tierra hubiera salido indemne.
Estuve inconsciente largas horas y, luego, fui presa del delirio, y, durante otro período, estuve completamente paralizado antes de que mis nervios y mi cuerpo volvieran lentamente a la vida.
Cuando recobré el sentido, estaba tumbado en una cama, en la ciudad de Koth. No tenía ningún recuerdo de la larga marcha a través de los bosques y las llanuras des­pués de que los guras abandonaran la arruinada ciudad de Yugga. De los nueve mil hombres que habían ido al reino de Yagg, sólo cinco mil volvieron, heridos, agotados, cu­biertos de sangre, pero vencedores. Y volvieron acompañados por cincuenta mil mujeres, las antiguas esclavas de los derrotados yagas. Las que no eran ni kothianas ni khorianas fueron escoltadas hasta sus respectivas ciudades: un hecho único en la historia de Almuric. Las mujeres de piel amarilla y cobriza pudieron elegir entre quedarse en una u otra de las ciudades para vivir con completa liber­tad en ellas.
En cuanto a mí, tengo a Altha... y ella a mí. Su be­lleza, cercana al esplendor, me iluminó cuando, recobran­do la conciencia, la vi inclinada sobre mí después de re­gresar de Yagg. Sus facciones parecieron brillar y flotar por encima mío; luego se fundieron en una visión gracio­sa de indecible encanto que, pese a todo, me era extraña­mente familiar. Nuestro amor durará para siempre, pues nació en los ardientes fuegos de una experiencia en co­mún…, creció en el seno de una prueba salvaje y de gran­des sufrimientos.
Por primera vez, reina la paz entre Koth y Khor, pues las dos ciudades se han jurado una amistad eterna; y la única guerra que libran es contra las bestias salvajes y las extrañas formas de vida animal que pueblan el plane­ta. Nosotros dos —yo, que nací en la Tierra, y Altha, una hija de Almuric que posee las mejores virtudes de las te­rrestres— esperamos inspirar un poco de la cultura de mi planeta natal en la mente de estas gentes antaño salvajes, y hacerlo antes de morir y volver al polvo de mi planeta de adopción, Almuric.

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