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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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miércoles, 16 de mayo de 2012

DELENDA EST... Poul Anderson





DELENDA EST...
 
Poul Anderson



1

La caza es buena en Europa hace veinte mil años, y los deportes de invierno, insuperables en nin­guna otra edad. Por eso la Patrulla cuidadora del mejor adiestramiento de su personal mantiene una residencia en el Pirineo Pleistoceno.
Manse Everard, ante una ventana acristalada, contempla las perspectivas de hielo azul de las vertientes boreales en las que las montañas se convertían en bosques, pantanos y tundra. Su vo­luminoso cuerpo estaba envuelto en unos panta­lones de color verde y túnica de insulsinta, del siglo XXIII; botas hechas a mano por un franco-canadiense del siglo XIX; fumaba una apestosa y vieja pipa de época indeterminada. Sentía una vaga inquietud e ignoraba el ruido del interior, donde media docena de agentes bebían, charlaban y tocaban el piano.
Un guía del período de Cro-Magnon se acercaba, cruzando el patio cubierto de nieve; era alto, her­moso, y vestía un poco a lo esquimal (¿por qué la novela nunca concedió al hombre paleolítico el suficiente sentido para vestir chaquetón, pantalón y calzado en el período glacial?), la cara pintada, al cinto uno de los cuchillos de acero que le ha­bían prestado. La Patrulla podía actuar con entera libertad en aquel remotísimo tiempo; no había peligro en alterar el pasado, pues el metal se en­mohecía y los extraños serian olvidados en pocos siglos. El mayor inconveniente era que los agentes femeninos, de períodos posteriores y más liberti­nos, siempre tenían jaleos con los cazadores pri­mitivos.
Piet Van Sarawak (un flamenco-indonesio-venu­siano del 24 d. de J.), joven esbelto y moreno, cuyo aspecto y técnica hacían ruda competencia a los guías, se reunió con él. Guardaron un momentá­neo y amigable silencio. Era también un agente libre, cuyo auxilio podía reclamarse en cualquier época, y había trabajado ya antes con el ameri­cano. Ahora disfrutaban juntos sus vacaciones.
Habló primero en temporal:
- He oído decir que han localizado algunos ma­muts cerca de Toulouse.
La ciudad no sería edificada hasta muchísimo después, pero la costumbre era más poderosa.
- Ya he cazado uno - contestó, impaciente, Eve­rard -. He estado también esquiando, haciendo alpinismo y viendo las danzas de los nativos.
Van Sarawak asintió, sacó un cigarrillo y aspiró para encenderlo. Los huesos de su delgada faz re­saltaban al tragar el humo.
- Un encanto de vida ociosa, pero, al cabo de cierto tiempo, la vida exterior comienza a tirar.
Les quedaban dos semanas de licencia. En teoría (puesto que podía tener que volver casi en el mo­mento de partir), un agente podía disfrutar de per­miso ilimitado; pero en realidad se daba por ad­mitido que dedicaba a su tarea cierto porcentaje de su tiempo (nunca se le decía a uno cuándo iba a morir y se tenía el suficiente sentido para no preguntarlo uno mismo. Un aumento de longevi­dad era la recompensa de los danelianos a su agente).
- Lo que me gustaría - explicó Van Sarawak - sería estar entre luces brillantes, música y chicas que nunca hubiesen oído hablar de viajes por el tiempo.
- ¡Hecho! - concedió Everard.
- ¿Ser augustano en Roma? - inquirió, ansiosa­mente, el otro -. Nunca he estado allí. Puedo aprender desde aquí su lengua y costumbres por hipnosis.
Everard movió la cabeza.
- Se ha exagerado mucho. Si no queremos re­troceder, la más gloriosa decadencia que tenemos disponible está en mi propio ambiente; es Nueva York... Si se conocen los números de teléfono apropiados... y yo los sé.
Van Sarawak rió en silencio.
- Conozco unos pocos sitios en mi sector; pero de todos modos, a una sociedad naciente le im­portan poco los refinamientos en la diversión. Bien; vamos a Nueva York, en el año... ¿en cuál?
- Pongamos 1960, que fue la última vez que es­tuve allí, en plan particular, antes de venir aquí.
Se sonrieron uno y otro y se separaron para prepararse. Everard, previsor, trajo alguna ropa del siglo XX a la medida de su amigo.
Mientras metía vestidos y efectos de afeitar en una pequeña valija, el americano se preguntaba si podía pasarlo bien con Van Sarawak.
El nunca había sido un juerguista de gran cali­bre ni había podido soportar a uno de ellos. Un buen libro, un rato de broma, una botella de cer­veza, todo eso estaba en sus posibilidades. Pero hasta el más sobrio podía excederse ocasional­mente.
O algo más que eso, si el hombre era un agente libre de la Patrulla del Tiempo; si su empleo en los Estudios de Ingeniería era solo una tapadera para sus andanzas y hazañas a través de la Histo­ria; si la había visto enmendada en sus detalles, no por Dios, lo que hubiera sido soportable, sino por hombres mortales y falibles (puesto que los danelianos eran menos que Dios); si siempre le atormentaba la posibilidad de un cambio mayor, por ejemplo, que él y un mundo no hubieran exis­tido nunca... En la cara marchita y curtida de Everard apareció una mueca. Se pasó una mano por el crespo y negro cabello, como para ahuyen­tar la idea. Era inútil pensar en ello; el lenguaje y la lógica se estrellaban ante la paradoja. Mejor era desinteresarse mientras pudiera.
Cerró la valija y fue a reunirse con Piet Van Sarawak.
El pequeño vehículo antigravitatorio de dos pla­zas esperaba en el garaje, sobre rodillos. No se creería, al verlo, que sus mandos pudieran situarlo a voluntad en cualquier parte de la Tierra y en cualquier momento del tiempo. Pero también son maravillosos un avión, un buque o un incendio.

Auprès de ma bloonde
               Qu'il fait bon, fait bon, fait bon,
Auprès de ma blonde,
Qe'il fait bon dormir!
Era Van Sarawak quien así cantaba en voz alta, cuajándosele el aliento en el helado aire, mientras ocupaba el asiento posterior del vehículo. Había aprendido la cancioncilla una vez que había tenido que acompañar a las tropas de Luis XIV. Eve­rard rió.
 ¡Calla, muchacho!
- ¡Oh, vamos! - exclamó el joven -. Es un bello continuo, un espléndido cosmos. ¡Aprisa con la máquina!
Everard no estaba tan contento; había visto de­masiada miseria humana en todas las épocas. Uno se endurece al cabo de cierto tiempo, pero, en su interior, cuando un campesino le contempla con ojos débiles y embrutecidos, o un soldado grita ensartado por una lanza, o una ciudad arde en llamas radiactivas... algo llora. El podía com­prender a los fanáticos que habían intentado cam­biar los hechos. Lo que sucedía era que su trabajo resultaba incapaz de mejorar nada.
- Confío en que se ha despedido de todas las damas amigas que tiene usted aquí - y puso los mandos para ir al almacén de los Estudios de In­geniería, que era un buen sitio para partir.
- Sí; por cierto, y muy galantemente, se lo ase­guro. ¡Vamos, adelante! Es usted tan pesado como las melazas de Plutón. Le aseguro que no estamos precisamente sobre una barca de remos.
Everard se encogió de hombros y accionó el mando principal. El almacén desapareció de su vista.


2

Por un momento la sorpresa los dejó inmóviles. La escena la veían por partes o trozos. Se ha­bían materializado a pocos centímetros del suelo - el saltador no estaba planeado para posarse so­bre objetos sólidos -, y como aquello era inespe­rado, rozaron el pavimento con un ruido que daba dentera.
Estaban en una especie de plaza. Cerca de ellos manaba una fuente cuyo receptáculo ostentaba esculpidos sarmientos entrelazados. En torno ha­bía calles formadas por edificios cuadrados de seis a diez pisos, construidos de ladrillo y cemen­to y extrañamente ornamentados y pintados. Ha­bía vehículos de tosco aspecto (cosas de tipo irre­conocible) y mucha gente.
- ¡Dioses saltarines! - Everard miró a los cua­drantes. El aparato les había dejado en el bajo Manhattan, el 23 de octubre de 1960, a las 11,30 de la mañana, en las coordenadas espaciales del al­macén.
Soplaba una ventolera que les lanzaba polvo y hollín a los ojos, el olor de las chimeneas y...
El arma sónica de Van Sarawak voló a sus ma­nos. La multitud se alejaba velozmente de ellos, chillando algo incomprensible. Era una chusma abigarrada; altos, rubios, de cabezas redondas, muchos pelirrojos, algunos indios, mestizos de to­das las combinaciones. Los hombres vestían blu­sas policromas, faldillas de tartán, una especie de gorra escocesa, medias basta la rodilla y za­patos; su cabello era largo y muchos individuos lucían lacios bigotes. Las mujeres vestían faldas hasta los tobillos y se peinaban con trenzas enro­lladas bajo capuchas. Hombres y mujeres se ador­naban con collares y macizos brazaletes.
- ¿Qué ha ocurrido? - murmuró el venusiano -. ¿Dónde estamos?
Everard se sentó con rigidez. Su cerebro fun­cionaba vertiginosamente, recordando todas las épocas que conocía directamente o por lecturas. ¿Cultura industrial? Aquello parecían automóvi­les de vapor (pero ¿y las agudas proas y los mas­carones?) movidos por carbón. ¿Reconstrucción postnuclear? No; aquellos seres no habrían ves­tido entonces faldillas, y además hablarían inglés...
Aquello no concordaba; semejante ambiente no estaba registrado.
- ¡Vámonos de aquí! - dijo.
Sus manos estaban ya sobre los mandos en el momento que un hombre grande cayó sobre él. Rodaron fuera del vehículo, sobre el pavimento, con furia de puñetazos y de patadas. Van Sara­wak disparó e hizo caer a alguno sin sentido, pero luego le agarraron por detrás; la muchedumbre se precipitó sobre ellos y las cosas se hicieron confusas.
Everard tuvo la fugaz impresión de hombres con brillantes corazas de cobre y cascos, que se abrían difícilmente paso entre el alboroto. Le sa­caron, le sostuvieron en su desvanecimiento y le esposaron. Luego, él y Van Sarawak fueron reco­gidos e introducidos en un vehículo cerrado. El coche celular es igual en todos los tiempos.
No recobró el conocimiento hasta que estuvie­ron en una celda húmeda y fría, tras una puerta de barrotes de hierro.
- ¡Llamas del infierno!
Y el venusiano se dejó caer, con la cara entre las manos, en un catre de madera.
Everard quedó junto a la puerta, mirando al ex­terior. Todo lo que podía ver era un estrecho za­guán y, en torno, las celdas. El mapa de Irlanda, a través de las barras, le recordó algo incompren­sible.
- ¿Qué está pasando ahora? - el esbelto cuerpo de Van Sarawak se estremeció.
- No lo sé - respondió Everard lentamente. Tiró de los barrotes con tanta fuerza que crujieron -. Exactamente no lo sé. Se suponía que la máquina estaba a prueba de tontos, pero, sin duda, somos más tontos de lo permitido.
- No hay un sitio como este - afirmó desespe­rado Van Sarawak -. ¿Será un sueño? - se mordió los labios y tuvo una triste sonrisa. Su labio cor­tado se hinchaba y dejaba salir un hilo de san­gre -. Lógicamente, amigo mío, un mordisco no es una prueba concluyente de la realidad, pero sí bastante tranquilizadora.
- Desearía que no lo fuese - replicó Everard -. ¿Se habría desviado la dirección a pesar de todo? ¿Hubo alguna vez una ciudad en la Tierra (porque estoy absolutamente seguro de que esto es la Tie­rra), siquiera fuese oscura, que se pareciese a esta? No, en cuanto alcanzan mis noticias.
Everard, seguro de estar cuerdo, evocó todo el adiestramiento mental recibido en la Patrulla; fue un repaso completo, y había estudiado Historia, hasta la de siglos que no viera nunca, con una profundidad que le había hecho ganar varios tí­tulos.
- No - concluyó, por fin -. Braquicéfalos blan­cos mezclados con indios y que usaran automó­viles de vapor, no han existido.
- Sí - afirmó Sarawak desmayadamente -. El Coordinador Stantel V, en el siglo XXXVIII El Gran Experimentador... Colonias que reproducían so­ciedades antiguas...
- Nada parecido a esto - negó Everard.
La verdad se presentaba en su mente y habría dado su alma para que las cosas fueran de otro modo. Hubo de reunir todas sus energías para no llorar ni estrellarse los sesos contra la pared.
- Tenemos que ver.. - dijo desanimado.
Un policía (Everard supuso que estaban en ma­nos de la ley) les trajo de comer e intentó hablarles. A Van Sarawak, aquel lenguaje le sonaba a céltico, pero no pudo entender sino pocas pala­bras. La comida no era mala.
Al atardecer se les llevó a un cuarto de baño, donde se lavaron, encañonados por armas oficia­les. Everard las estudió: revólveres de ocho tiros y rifles de largo cañón. Había luces de gas, cuyos reverberos repetían, en su decoración, los motivos de coronas de pámpanos y serpientes, y las armas de fuego seguían una técnica ligeramente aproxi­mada a la de principios del siglo XIX.
Al volver a su celda avistó un par de signos, al parecer semíticos, en las paredes; pero aunque Van Sarawak tenía nociones de hebreo, por su trato en las colonias israelitas de Venus, no pudo descifrarlos.
Vueltos a su celda, vieron sacar a otros presos para su aseo; una colección de vagos, rufianes y borrachos, sorprendentemente alegres.
- Parece que somos objeto de un trato especial - observó Sarawak.
- No me asombra - contestó Everard -. ¿Qué haría usted con unos hombres totalmente extran­jeros que viniesen de otra época y con unas armas inauditas?
La faz de Sarawak se volvió hacia su compa­ñero con una extraña mueca, y preguntó:
-¿Está usted pensando lo mismo que yo?
- Probablemente.
La boca del venusiano se torció y el espanto se reflejó en su voz.
- Otra línea del tiempo. Alguien se las ha arre­glado para alterar la Historia.
Everard asintió. Pasaron mala noche. Habría sido una merced el poder dormir, pero las otras celdas eran demasiado ruidosas. La disciplina pa­recía laxa allí. Además, había chinches.
Tras un desayuno apresurado se les permitió lavarse de nuevo y afeitarse con maquinillas no diferentes a las usadas por ellos. Después, un pi­quete de diez hombres les llevó a una oficina.
Se sentaron ante un pupitre y esperaron. El mobiliario era inquietante: medio familiar, medio extraño, como todo lo demás. Pasó algún tiempo antes que las grandes puertas se abrieran, y en­traron dos hombres: uno canoso y de rojas me­jillas, que llevaba coraza y vestía túnica verde (debía de ser el jefe de policía); el otro, flaco, de duras facciones, mestizo, con los cabellos grises, pero de bigote negro, que vestía una túnica azul, y sobre ella, una dorada cabeza de toro que se­mejaba un distintivo de categoría. Habría tenido cierta dignidad aquilina a no ser por las delgadas y peludas piernas que asomaban bajo el faldellín.
Le seguían dos hombres más jóvenes, armados, vestidos análogamente, que ocuparon sitios tras de él cuando se hubo sentado.
Everard, inclinándose hacia adelante, murmuró:
- Militares; esto se va poniendo interesante.
Van Sarawak asintió con gesto doliente.
El jefe de policía se aclaró la garganta, cons­ciente de su importancia, y dijo algo al... ¿general? Este último respondió impaciente y se dirigió por si mismo a los presos. Se expresó con una claridad que ayudó a Everard a captar los sonidos, pero con cierto aire no muy tranquilizador.
Al cabo de unos instantes se estableció la co­municación. Everard se presentó a sí mismo:
- Manse Everard - dijo.
Sarawak siguió su ejemplo y se presentó tam­bién.
El general cambió algunas palabras con el jefe de policía. Luego, volviéndose, inquirió:
- ¿Son ustedes cimbrios?
- No hablo inglés - repuso Everard.
- Gothland?... Swea?... Nairoin Teutonach?...
- Esas palabras parecen germánicas - musitó Sarawak.
- A él se lo han parecido nuestros nombres. Quizá nos crea alemanes.
Y dirigiéndose al general:
- Sprechen Sie Deutsch?
El silencio fue la respuesta.
- Taler ni Siwenks? Niederlands? Döns Tunga? Parlez vaus francais? ¿Habla usted español? - con­tinuo.
El jefe de policía se aclaró otra vez la garganta y, señalándose a sí mismo, pronunció:
- Cadwallader Mac Barca. El general se llama Cynyth ap Ceorn.
O así, al menos, interpretó la mente sajona de Everard los ruidos que percibiera.
- Céltico; de acuerdo - concluyó. El sudor le bañaba las axilas -. Pero sólo para asegurarme...
Y señaló, interrogativo, a los otros hombres, re­cibiendo en respuesta denominaciones como Hamil­car ap Angus, Asshur yr Cathlann y Finn O'Carthia.
- No - se dijo -; se percibe aquí un claro ele­mento semítico también. Ello concuerda con su alfabeto.
Van Sarawak se mojó los labios.
- Pruebe las lenguas clásicas - indicó secamen­te -. Quizá así podamos descubrir dónde la His­toria se ha vuelto loca.
Loquerisne, latine? No obtuvo respuesta.
Ellenixex?
El general Ap Ceorn dio un respingo, se atusó el bigote y entornó los ojos.
- Hellenach? - preguntó -. Irn Parthia?
Everard sacudió la cabeza y dijo lentamente:
- Por lo menos han oído hablar el griego.
Pronunció unas pocas palabras más, pero nadie conocía aquella lengua.
Ap Ceorn ordenó algo a uno de sus hombres, que hizo una reverencia y salió. Hubo un largo silencio.
Everard se dio cuenta de que no tenía miedo. Estaba en mal lugar, ciertamente, y podía no vivir mucho, pero lo que a él le sucediese era ridícula­mente insignificante comparado con lo que habían hecho al mundo entero.
¡Dios del cielo! ¡Al Universo!
No podía comprenderlo. En su mente surgía vivo el recuerdo de las tierras que él conocía: anchas llanuras, altas montañas y altivas ciudades. Re­cordó la seria imagen de su padre y rememoró cuando él era pequeño y aquel lo levantaba en alto y reía. Y su madre... Habían vivido bien, los dos unidos.
Había habido una muchacha, a quien conoció en el colegio; la coquetilla más dulce con quien un hombre podía pasear bajo la lluvia; y Bernie Aaron­son; las noches de tertulia con cerveza, humo y charla; Phil Brackney, que le había recogido de entre el barro una noche, en Francia, cuando las ametralladoras barrían un campo desolado; Char­lie y Mary Whitcomb, una noche en Londres; y Keith y Cvnthia Dennison, en su nido cromado en Nueva York; John Sandoval, muerto entre las que­madas rocas de Arizona; un perro que había tenido una vez; diaspar y la cuesta de Moyano, el puente de la Puerta del Oro; los auste­ros cantos del Dante; el retumbante trueno de Shakespeare... ¡Dios!, y las vidas de quién sabe cuántas miles de millones de criaturas humanas afanándose, sufriendo, riendo y pasando al polvo para dejar sitio a sus hijos... Todo aquello no ha­bía existido nunca.
Sacudió la cabeza, ofuscado por el dolor y pri­vado de verdadera comprensión. El soldado volvió con un mapa y lo extendió sobre el pupitre. Ap Ceorn hizo un breve gesto, y Everard y Van Sa­rawak se inclinaron sobre él.
Sí; era la Tierra, en proyección Mercator, mos­trada en una forma arbitraria que resultaba bas­tante inexacta. Los continentes y las islas estaban allí, en brillantes colores, pero las naciones serán distintas.
- ¿Puede usted leer esos nombres, Van?
- Puedo probar, sobre la base del alfabeto he­breo - admitió el venusiano.
Empezó a leer nombres en voz alta. Ap Ceorn le corregía la pronunciación. Norteamérica, hasta Colombia, era llamada Ynys yr Afallon, al parecer, una comarca dividida en Estados; Sudamérica era toda ella un gran reino, Huy Braseal; y algunas pequeñas comarcas, cuyos nombres parecían in­dios. Australasia, Indonesia, Borneo, Birmania, In­dia Oriental y una buena parte del Pacifico for­maban el Hinduraj. Afganistán y el resto de la India eran Punjab. Han incluido Corea, China, Ja­pón y la Siberia Oriental; Littorn poseía ambas Rusias y se internaba profundamente en Europa; las Islas Británicas eran Brittys; Francia y Países Bajos, Gallis; la península Ibérica, Celtan. Europa Central y los Balcanes estaban divididos en pe­queñas naciones, algunas de las cuales tenían nom­bres que parecían hunos. Suiza y Austria eran lla­madas Helveti; Italia, Cimbrilandia; la península Escandinava estaba partida por medio: Svea, al Norte, y Gothland, al Sur. El norte de Africa pa­recía formar una confederación que abarcaba des­de Senegal a Suez y llegaba casi al Ecuador, con el nombre de Carthalagann; la parte sur de este continente se subdividía en reinos menores, mu­chos de los cuales llevaban nombres puramente africanos. El Próximo Oriente contenía Parthia y Arabia.
Van Sarawak levantó los ojos. Había lágrimas en ellos.
Ap Ceorn hizo una pregunta. Quería saber de dónde eran. Everard se encogió de hombros y se­ñaló al cielo. No podía confesar la verdad. El y Van Sarawak habían convenido en decir que eran de otro planeta, porque en este mundo apenas ha­bía viajes en el tiempo.
Ap Ceorn habló al jefe de policía, que asintió y dio una respuesta. Los presos fueron llevados de nuevo a su celda.



3

- Y ahora, ¿qué?
Van Sarawak se dejó caer en su catre y miró al suelo.
- Seguiremos el juego - respondió calmosamen­te Everard -. No, no es posible coger el saltador y escapar. Una vez que estemos libres, podremos tomar resoluciones.
- Pero... ¿qué sucedió?
- ¡Le digo que no lo sé! Al pronto parece como si algo hubiese enzarzado a grecorromanos y cel­tas y llevasen estos la mejor parte, pero no podría decir lo que fue.
Everard recorrió la estancia. Una amarga reso­lución se incubaba en él. Dijo:
- Recuerde usted su teoría básica. Los sucesos son el resultado de una combinación. No tienen causas únicas. Por eso es tan difícil cambiar la Historia. Si yo regreso, por ejemplo, a la Edad Media y mato a uno de los holandeses antecesores de F.D.R., este nacería, sin embargo, en el siglo XIX, porque él y sus genes eran resultado del mundo entero de sus antepasados y habría habido com­pensación. Pero, de tiempo en tiempo, ocurre un hecho clave. Cualquier suceso es un vínculo entre tantas líneas mundiales que sus consecuencias son decisivas para todo el futuro. En cierto modo, y por cierta razón, alguien ha escamoteado uno de los hechos en el pasado.
Ya no habrá una ciudad Hesperia - murmuró Sarawak -. Ya no se sentará uno junto a los ca­nales en el crepúsculo azul, no habrá más vendi­mias ni... ¿Sabia usted que tengo una hermana en Venus?
- ¡Cállese! - casi gritó Everard -. Ya lo sabía. ¡Al diablo con ello! Lo que importa es qué pode­mos hacer... Mire - prosiguió después -: la Pa­trulla y los danelianos han sido borrados. (No me pregunte por qué no lo fueron siempre ni por qué es esta la primera vez que volvemos de un remoto pasado para encontrar cambiado el futuro. No en­tiendo las paradojas del tiempo mudable. Lo he­mos hecho: eso es todo.) Pero, aun así, algunas oficinas y recursos de la Patrulla anteriores a la crisis han debido de subsistir. Debe de haber aún unos cientos de agentes a los que reclutar.
Si podemos localizarlos...
- Después, quizá encontrase el hecho clave y anularemos cualquier interferencia que haya en él. ¡Ya lo hemos hecho otras veces!
- ¡Agradable pensamiento! Pero...
Se oyeron sonar pisadas fuera. Una llave chirrió en la cerradura. Los prisioneros se echaron atrás. Luego, inmediatamente, Van Sarawak se inclinó y, radiante, empezó a ensartar galanterías. El mis­mo Everard quedó boquiabierto. La chica que en­tró, al frente de tres soldados, era para ellos. Alta, con una mata de cabellos rojizos que le llegaba hasta la esbelta cintura; los ojos, verdes y lumi­nosos; la cara, imagen de todas las hadas irlan­desas que en el mundo han sido; la larga y blanca túnica envolvía un cuerpo digno de figurar en los muros de Troya. Everard notó que ya por entonces se usaban cosméticos, pero esta muchacha no los necesitaba. En cambio, no paró mientes en sus joyas de oro y ámbar ni en el piquete de soldados que la acompañaba. Ella sonrió, un poco tímida­mente, y preguntó:
- ¿Me comprenden ustedes? - habían creído que hablaban griego.
Se expresaba en un griego más clásico que mo­derno. Everard, que desempeñó anteriormente una misión en la época alejandrina, podía seguirla, pese a su acento, si prestaba mucha atención; lo que, por otra parte, era inevitable.
- En efecto - repuso, y sus palabras se atrope­llaban unas a otras en su prisa por salir.
- ¿Qué están ustedes farfullando? - preguntó Van Sarawak.
- Griego clásico - respondió Everard.
- Tenía que serlo - lamentó el venusiano.
Su desesperación pareció haberse desvanecido y sus ojos parpadearon.
Everard se presentó a si mismo y a su compañero. La muchacha dijo llamarse Deirdre Mac Norn.
- ¡Oh, no! - protestó Sarawak -. Esto es dema­siado. Enséñeme el griego, Manse. ¡Aprisa!
- ¡Calle! - replicó Everard -. Este asunto es de­masiado serio.
- Bueno; pero ¿no puedo tomar parte en él? Everard no le hizo caso; invitó a la chica a sen­tarse y lo hizo él a su lado en el banquillo, mien­tras el otro patrullero rondaba junto a ellos, sin­tiéndose infeliz. Los guardias mantenían sus armas preparadas.
- ¿Es el griego una lengua viva aún? - preguntó Everard.
- Solo en Parthia, y muy corrompida - respon­dió Deirdre -. Yo soy una estudiante de lengua clásica, entre otras cosas. Saorann ap Ceorn es mi tío, y me pidió que hablara con ustedes. No hay muchos en Afallon que conozcan el griego.
- Bien - y Everard reprimió un gesto -. Le estoy muy agradecido a su tío.
Ella posó con seriedad sus ojos en él.
- ¿De dónde son ustedes? ¿Y cómo es que solo habla usted griego entre todas las lenguas cono­cidas?
- Hablo también latín.
- ¿Latín? - y frunció el ceño, pensativa -. ¡Ah, ya! La lengua de Roma, ¿no? Temo que no en­cuentre usted a nadie que sepa mucho de ella.
- El griego servirá - contestó Everard firme­mente.
- Pero no me ha dicho aún de dónde vienen. Everard se encogió de hombros.
- No nos han tratado muy cortésmente - insinúo.
- Lo siento - aquello parecía auténtico -. Nues­tras gentes son tan excitables. Especialmente aho­ra, dada la situación internacional. Y cuando us­tedes han aparecido en el aire...
Everard asintió. ¿La situación internacional? Aquello tenía un sonido desagradablemente familiar.
- ¿Qué quiere usted decir? - inquirió.
- Usted lo sabe, de seguro. Huy Braseal e Hin­duraj están abocados a la guerra. Y todos nos pre­guntamos qué va a suceder. No es fácil ser una nación pequeña.
- ¿Una nación pequeña? Pues yo he visto un mapa, y Afallon me pareció bastante grande.
- Nos agotamos ha doscientos años, en la gran guerra con Littorn. Ahora, ninguno de nuestros Estados confederados puede seguir una política propia - Deirdre le miró directamente a los ojos -. ¿Cómo ignoran eso ustedes?
- Venimos de otro mundo.
- ¿Quéee?
- Sí; de un planeta (pero no, porque planeta significa vagabundo), de un orbe que gira alrede­dor de Sirio. Damos este nombre a siete estre­llas...
- Pero ¿qué dice usted? ¿Un planeta girando en torno a una estrella? No puedo comprenderlo.
- ¿No puede...? Una estrella es un sol, como... Deirdre se echó atrás e hizo un signo con los dedos.
- ¡El Gran Baal nos ayude! - murmuró -. O es­tán ustedes locos o... las estrellas están fijas en una esfera de cristal. ¡Oh no!
- ¿Y qué dice de los astros movibles que usted ve? - preguntó lentamente Everard -. Marte, Ve­nus y...
- No conozco esos nombres. Si usted se refiere a Moloch, Ashtoreth y los demás, son, desde luego, mundos, como el nuestro, que también dependen del Sol. Uno encierra los espíritus de los muertos, otro es la morada de las brujas, otro...
«Eso y los vehículos a vapor, también.» Everard sonrió débilmente.
- Si usted no me cree, ¿qué piensa que soy?
Deirdre le miró con los ojos muy abiertos.
- Creo que deben de ser brujos.
A eso no había réplica. Everard hizo unas pocas preguntas, pero no pudo averiguar sino que lla­maban a la ciudad Catuvellaunan y que era un centro comercial y manufacturero. Deirdre le calcu­laba tina población de dos millones de habitantes y de cincuenta a todo Afallon, pero no estaba se­gura. Allí no se hacían censos.
El destino de los patrulleros tampoco estaba fijado. Su vehículo y demás propiedades habían sido confiscados por el ejército, pero nadie osaba manipular aquel y la misma suerte de los prisio­neros estaba siendo calurosamente debatida.
Everard tuvo la impresión de que todo el Go­bierno, incluso la jefatura de las fuerzas armadas, era una repugnante colección de camorristas indi­viduales. La propia Afallon era la más laxa de las confederaciones, basada en soberanías que fueron, o antiguas colonias británicas, o naciones indias que habían adoptado la cultura europea; pero to­das celosas de sus derechos. El viejo Imperio maya fue destruido y anexionado en una guerra con Te­jas (Tehannach), pero no había olvidado sus días de gloria y enviaba sus más rimbombantes delega­dos al Consejo de los sufetas.
Los mayas querían pactar una alianza con Huy Braseal, quizá por no tener amigos entre sus ca­maradas indios. Los Estados de la Corte Occiden­tal, temerosos del Hinduraj, adulaban senilmente al Imperio del Sudeste asiático. El Oeste Medio era aislacionista, desde luego. De los Estados Orientales, cada uno se trazaba su propio camino, pero se inclinaban a seguir a los británicos.
Cuando entendió que aquí existía la esclavitud, aunque no por motivos raciales, Everard se pre­guntó breve y desatinadamente si los que altera­ron el tiempo no serian dixiécratas.
¡Basta! El tenía que pensar en su propia vida y en la de Van Sarawak.
- Somos de Sirio - declaró altivamente -. Las ideas de usted sobre los astros son erróneas. Ve­nimos en son de paz, y, si se nos molesta, vendrán otros de nuestra especie a tomar venganza.
Deirdre se mostró tan conturbada, que él expe­rimentó remordimientos.
- ¿Perdonarán a los niños? - rogó -. Los niños nada tienen que ver con esto.
Y Everard se la representó imaginando a unos pequeños y llorosos cautivos, expuestos en los mer­cados de esclavos de un país de brujas. Replicó:
- No hay necesidad de que ocurra nada si se nos libera y nos devuelven lo nuestro.
- Hablaré de ello a mi tío - prometió la mucha­cha -; pero, aun cuando le convenza, él no es sino un voto en el Consejo. El pensamiento de lo que les valdrían vuestras armas, si las tuvieran, ha vuelto locos a los hombres.
Se levantó. Everard estrechó sus dos manos, que por un instante quedaron suaves y cálidas entre las de él, que sonrió y dijo en inglés:
- ¡Pobrecilla!
Retirólas ella, estremeciéndose, e hizo un con­juro.
- Bien - preguntó Sarawak cuando estuvieron a solas -; ¿qué ha averiguado? - y al saberlo comen­tó, acariciándose la barbilla -: Era una gloriosa y pequeña colección de sinusoides. Podría haber mundos peores que este.
O mejores - dijo rudamente Everard -. No tie­nen bombas atómicas, pero tampoco poseen peni­cilina; lo apostaría. Nuestra tarea no es represen­tar a Dios.
- No, supongo que no - y el venusiano exhaló un suspiro.



4

Pasaron el día intranquilos. Ya había cerrado la noche cuando resplandecieron linternas en el corredor y una guardia militar abrió la celda. Los prisioneros  fueron  conducidos  silenciosamente hasta una puerta trasera, donde les esperaban dos automóviles; les hicieron subir a uno y toda la comitiva partió.
Catuvellaunan no tenía alumbrado en las calles y de noche no había mucho tráfico, lo que hacia que la extensa urbe pareciese fantástica en la os­curidad. Everard prestó atención al mecanismo del coche en que iba. Se movía a vapor, como él había supuesto; llevaba cámaras y cubiertas, con­sumía carbón en polvo y simulaba un delgado cuerpo con afilada nariz y terminando en una ca­beza de serpiente; en conjunto, algo fácil de ma­nejar y honradamente construido, pero no muy bien planeado. Al parecer, este mundo había des­arrollado gradualmente conocimientos elementales de ingeniería, pero no una verdadera ciencia. Cru­zaron un tosco puente de hierro hacia Long Island, que ahora también era una zona residencial para los ricos. A despecho de la escasa luz que despe­dían las lámparas de aceite, la velocidad era con­siderable. Por dos veces estuvieron a punto de sufrir un accidente; no había señales de tráfico y, al parecer, los conductores desdeñaban las pre­cauciones.
Gobierno y tráfico... ¡Hum! Aquello recordaba, en cierto modo, a Francia, salvo en aquellos raros intervalos en que gobernaron Enrique IV o De Gaulle. Y, aun en el propio siglo XX de Everard, Francia era notablemente céltica.
No es que él fuese un adicto a vanas teorías so­bre características raciales innatas, pero hay algo que decir sobre aquellas tradiciones, tan antiguas, que resultaban inconscientes e indesarraigables. Un mundo occidental en que los celtas habían lle­gado a ser dominadores, y los pueblos germánicos reducidos a la simple situación de pequeñas avan­zadas.
Si; mírese a Irlanda, recuérdese la rebelión de Vercingétorix. Pero ¿qué pasó con Littorn?
En su temprana Edad Media, Lituania había sido un poderoso Estado, que contuvo a los ger­manos, polacos y rusos igualmente durante largo tiempo, no habiendo aceptado el cristianismo hasta el siglo XV. Sin la oposición germana, Lituania po­día muy bien haber avanzado hacia el Este.
A pesar de la inestabilidad política de los celtas, este era un mundo de grandes Estados y menos naciones independientes que el de Everard. Aque­llo suponía una sociedad más antigua. Si su pro­pia civilización se había desarrollado a partir de la decadencia del Imperio romano, allá por el año 600, los celtas, en este mundo, debían de ha­ber figurado antes de dicha fecha.
Everard empezó a comprender lo sucedido a Roma, pero, por el momento, reservó sus conclu­siones.
Los vehículos pararon ante una verja ornamen­tal que completaba un muro de piedra.
Sus conductores hablaron con dos centinelas armados que llevaban la librea de una hacienda particular y los delgados collares de acero propios de los esclavos. La verja se abrió y los coches en­traron por una avenida enarenada que se abría entre árboles y prados. Al final de ella, casi en una playa, estaba el edificio. Everard y Sarawak, obe­deciendo a un gesto, se apearon y entraron. Se trataba de una extraña construcción de madera. En el porche, las lámparas de gas iluminaban un decorado con rayas de alegres colores y canecillos en las vigas. Se oía el cercano rumor del mar, y la luna, en creciente, daba bastante luz para que Everard distinguiera un barco allí anclado (segu­ramente una fragata) con alta chimenea y masca­rón de proa.
Las ventanas resplandecían con destellos amari­llos. Un esclavo mayordomo los hizo entrar. El interior tenía paneles de madera oscura, también esculpida, y los suelos cubiertos de espesas alfom­bras. Al final del vestíbulo se hallaba un cuarto de estar con recargado mobiliario, varios cuadros de un estilo rígido y convencional y una enorme chimenea de piedra en que brillaba un alegre fuego.
Saorann ap Ceorn ocupaba un asiento. Deirdre, otro. Al entrar ellos, la muchacha dejó un libro y se levantó sonriente. El chupó un cigarro cuya lumbre brilló. Dijeron algunas palabras y los guar­dias desaparecieron. El mayordomo trajo vino en una bandeja y los patrulleros fueron invitados a sentarse.
- Everard probó el vino, que era un excelente borgoña, y preguntó torpemente:
- ¿Por qué estamos aquí?
Deirdre le deslumbró con su sonrisa.
- Seguramente encontrarán esto más grato que la celda.
- Desde luego. Y también más ornamental. Pero aún necesito saber... ¿Se nos va a libertad?
- Son ustedes.. .- trató de mostrarse diplomá­tica, pero parecía ser demasiado franca -, son bien venidos aquí, pero no podrán dejar el lugar. Es­pero que se les pueda persuadir de que nos ayu­den. Serán recompensados espléndidamente.
- ¿Ayudarles? ¿Cómo?
- Enseñando a nuestros artesanos y druidas a construir, a fabricar más armas y carros mágicos como los de ustedes.
Everard suspiró. No serviría de nada querer ex­plicárselo. No tenían los instrumentos necesarios para fabricar las herramientas con que construir lo que les pedían; pero ¿cómo obtenerlas de una multitud que creía en sortilegios?
- Esta casa, ¿es de su tío? - preguntó.
- No; mía propia. Soy hija única de opulentos nobles. Mis padres murieron el año pasado.
Ap Ceorn murmuró algunas palabras y Deirdre las tradujo con apenada expresión.
- El relato de vuestra llegada es ya conocido en todo Catuvellaunan, incluso por los espías extran­jeros. Esperemos que podáis permanecer aquí ocul­tos para ellos.
Everard se estremeció recordando las presiones ejercidas por el Eje y por los aliados sobre peque­ñas naciones como Portugal. Unos hombres desesperados por la proximidad de la guerra no se­rían, probablemente, tan corteses como los afa­lonios.
- ¿Y cuál es el conflicto y su razón de ser?
- El control del océano Icénico, naturalmente. En particular, ciertas ricas islas que llamamos Ynys yr Lyonach - Deirdre se levantó con un solo y grácil movimiento, señalando a Hawai en la esfe­ra. Prosiguió ansiosamente -: Como les dije, Lit­torn y la alianza occidental, incluidos nosotros, de­testamos la guerra. Los grandes poderes expansivos hoy en lucha son Huy Braseal e Hinduraj. Su pug­na absorbe a los pequeños países, pues no es solo de ambiciones, sino de sistemas; la monarquía del Hinduraj contra la teocracia sabeísta del Huy Braseal.
- ¿Cuál es vuestra religión, si se puede saber? Deirdre pestañeó. La cuestión parecía casi care­cer de sentido para ella.
- Los más cultos piensan que existe un Gran Baal, que hizo a los dioses menores - respondió al fin lentamente -. Pero, desde luego, mantenemos los antiguos cultos y reverenciamos a los más po­derosos dioses extranjeros también, tales como el Perkunas de Littorn y Czernebog, Notam, Ammon de Cimberlandia, Brahma, el Sol... Es mejor no desafiar su cólera...
- Ya entiendo...
Ap Ceorn ofreció cigarrillos y cerillas. Van Sa­rawak fumó y dijo quejosamente:
- Maldición! Ha debido de existir una época en que no hablaran ninguna de las lenguas que yo conozco. Pero estoy completamente resuelto a aprenderlas aun sin hipnosis. Le pediré a Deirdre que me enseñe.
- A usted y a mí; a los dos - replicó Everard -.
Pero escuche, Van - y le informó de cuanto había sabido.
- ¡Hum! - y el joven se frotó la barbilla -. No es muy bueno, ¿eh? Solo con que nos dejen subir a bordo de nuestro vehículo podemos despedirnos a la francesa. ¿Por qué no seguirles el juego?
- No son tan tontos - respondió Everard -. Pue­den creer en la magia y no en el puro altruismo.
- Es extraño que estando tan atrasados intelec­tualmente tengan motores de combustión.
- No. Es muy comprensible. Por eso les pregun­té sobre su religión. Esta ha sido siempre pura­mente pagana; aun el judaísmo parece haber des­aparecido y el budismo no ha influido mucho sobre ellos. Como hace resaltar Whitehead, la idea me­dieval de un Dios Todopoderoso era importante para el progreso de la ciencia, pues les inculcaba la noción de legalidad en la Naturaleza. Y Lewis Mumford añadió que en los primitivos monasterios se inventó el reloj mecánico por la necesidad que de él tenían para sus oraciones. Las campanas pa­recen haber venido a este mundo más tarde.
Y Everard sonrió amargamente para ocultar la tristeza que sentía.
- Es raro hablar así; Mumford y Whithehead no han vivido nunca.
- Sin embargo...
- Espere un minuto - volvióse hacia Deirdre -.
- ¿Cuándo fue descubierto Afallon?
 - ¿Por los blancos? En 4827.
- ¡Hum! ¿Desde cuándo empieza usted a contar?
Deirdre parecía inmune a ulteriores alarmas.
- Desde la creación del mundo. Por lo menos, desde la fecha que algunos filósofos nos han dado.
Esto es, hace cinco mil novecientos sesenta y cua­tro años.
Lo cual coincidía con el parecer del obispo Us­sher, que la fijaba en 4004 antes de Jesucristo - qui­zá por simple coincidencia -; pero, en cualquier caso, era un elemento semítico en esta cultura. La historia de la Creación según el Génesis era también de origen babilónico.
- ¿Y cuándo se usó el vapor por vez primera para mover vehículos?
- Hace unos mil años. El Gran Druida Boroihme O'Fiona...
- No importa - Everard encendió su cigarro y meditó largo rato antes de volverse hacia Sarawak
- Voy comprendiendo el cuadro - le explicó -. Los galos eran algo más que un pueblo bárbaro, como la gente cree. Aprendieron mucho de los co­merciantes fenicios y colonizadores griegos, así como de los etruscos de la Galia Cisalpina. Eran una raza muy enérgica y emprendedora. Por su parte, los romanos eran unos estólidos con pocas aficiones intelectuales. Hubo escaso progreso téc­nico en este mundo hasta la Edad Oscura, cuando el Imperio desapareció.
- En esta Historia, los romanos desaparecieron pronto, y lo mismo les ocurrió, casi de seguro, a los judíos. Mi sospecha es que, sin el equilibrio de poderes representado por Roma, los sirios supri­mieron a los macabeos. Lo mismo, aproximada­mente, que pasó en nuestra historia. El judaísmo desapareció y, por tanto, no existió el cristianismo. Pero, sea como fuere, hundida Roma, los galos ob­tuvieron la supremacía. Emprendieron exploracio­nes, construyeron mejores barcos, descubrieron América en el siglo IX. Pero no adelantaron tanto respecto a los indios que estos no pudieran alcanzarles e incluso, estimulados, constituir imperios propios, como el hoy existente Huy Braseal. En el siglo xi, los celtas empezaron a experimentar con aparatos de vapor. Parece que también obtu­vieron pólvora..., quizá de China, y que inventaron otras vanas cosas. Pero todo esto son hipótesis mías, sin base real, científica.
Van Sarawak asintió.
- Creo que tiene usted razón. Pero... ¿qué suce­dió en Roma?
- No lo sé aún. Pero nuestro punto clave está ahí, poco más o menos.
Everard volvió su atención a Deirdre.
- Esto puede sorprendería. Pero nuestro pueblo visitó este mundo hará unos dos mil quinientos años. Por eso sé yo el griego, aunque ignore lo ocurrido desde entonces. Me gustaría saberlo con su auxilio. Creo que es usted una buena estu­diante.
Ella se ruborizó y bajó las pestañas largas y os­curas, como no suelen verse en las pelirrojas.
- Celebraré ayudarle en cuanto esté en mi mano - y, repentinamente, suplicó -: Pero, en cambio, ¿nos ayudará usted?
- No lo sé - repuso, vacilante, Everard -. Me sa­tisfaría hacerlo, mas no sé si podremos. Porque, después de todo, mi tarea consiste en condenarte a muerte a ti y a todo tu mundo.


5

Cuando Everard entró en su habitación, advirtió que aquella hospitalidad era más que generosa. El estaba harto cansado para aprovecharse de ello, pero, al menos (pensó al borde del sueño), la es­clava al servicio de Van no quedaría defraudada.
Se levantaban allí temprano. Desde sus venta­nas, Everard vio guardias paseando por la playa; no les retraía el fresco matutino. Bajó con Van Sarawak a desayunar, y allí el tocino, los huevos, las tostadas y el café dieron el último toque a su ensueño. Ap Ceorn había bajado a la ciudad a con­ferenciar, según les dijo Deirdre, la cual, depuesta toda desconfianza, charló alegremente de triviali­dades. Everard supo que ella pertenecía a un gru­po de aficionados al teatro que, a veces, daba re­presentaciones de clásicos griegos en su idioma propio; de ahí su soltura al hablarlo. Le gustaba cabalgar, cazar, navegar a vela, nadar...
- ¿Vamos a hacerlo? - propuso.
- ¿El qué?
- Eso; nadar.
Y Deirdre saltó de su asiento. Estaban en el pra­do, entre flores color de llama.
Se despojó inocentemente de sus ropas y echó a correr. Everard creyó oír un sordo crujido cuan­do Sarawak cerró las mandíbulas.
- ¡Vengan!. - rió ella -. ¡Paga el último! Ya estaba casi en el agua cuando los dos hom­bres echaron a correr. El venusiano gruñó:
- Yo procedo de un planeta cálido. Mis antepa­sados eran indonesios. Pájaros tropicales.
- Y también había algunos holandeses, ¿no? - preguntó Everard.
- ...que tuvieron el buen sentido de marchar a Indonesia.
- Muy bien; quédese en la playa.
- ¡Diablo! Si ella puede hacerlo, yo también.
Y Sarawak metió un pie en el agua y refunfuñó de nuevo.
Everard se dominó con gran esfuerzo y corrió tras él. Deirdre le echó agua; él buceó, y agarran­do un delgado tobillo, la hizo chapuzar. Aún ju­guetearon unos minutos antes de volver a la casa en busca de una ducha caliente. Sarawak les siguió malhumorado.
- ¡Y hablan de Tántalo! - murmuraba - la mu­chacha más bonita de todo el continuo espacio-tiempo, y no puedo hablar con ella y es casi un oso polar.
Ya secos y vestidos por los esclavos, al uso de allí, Everard volvió a sentarse ante el fuego que ardía en el cuarto de estar.
- ¿Qué distintivo es este? - preguntó, señalando al tartán de su faldellín.
Deirdre alzó su rojiza cabeza y respondió
- El de mi propio clan. Un huésped a quien se honra es considerado siempre como un miembro del propio clan mientras dura su visita, aunque haya contra él una venganza de sangre - y al de­cirlo sonrió tímidamente -. Y no la hay entre nos­otros.
Aquello produjo en Everard un efecto terrible. Recordó cuál era su propósito.
- Me gustaría preguntarle sobre Historia - insinúo -. Es un interés especial mío.
Ella se ajustó a los cabellos una redecilla de oro y tomó un libro de un repleto estante.
- Creo que es este el mejor libro de Historia. En él puedo buscar cualquier detalle que a usted le interese.
«¡Y decir que he de destruirte!»
Se sentó a su lado en un lecho. El mayordomo trajo merienda.
Everard comió poco y a disgusto.
Siguiendo en su propósito, inquirió:
- ¿Estuvieron siempre en guerra Roma y Car­tago?
- Si. Dos veces, en realidad. Al principio fueron aliadas contra el Epiro, mas luego riñeron. Roma ganó la primera guerra y trató de restringir la ini­ciativa de los cartagineses - e inclinó su neto perfil sobre las páginas, como una niña estudiosa -. La segunda guerra estalló veintitrés años después y duró... once en total, aunque los tres últimos fueron solo un juego desde que Aníbal tomó a Roma y la incendió.
- ¡Ah! - Everard no se sentía feliz por este éxito. La segunda guerra púnica (aquí la llamaban la guerra romana), o más bien algún incidente deci­sivo de ella, era el punto critico. Pero, parte por curiosidad, parte porque temía sugestionarse, Eve­rard no intentó identificar en seguida la desvia­ción. Primero tenía que grabar en su mente lo que había sucedido. (No...; lo que no había ocurrido. La realidad estaba allí, cálida y viva, a su lado; el fantasma era él.)
- ¿Y qué pasó luego? - preguntó inexpresivamente.
- El Imperio cartaginés llegó a incluir a España, Galia meridional y el pie de la bota italiana - res­pondió ella -. El resto de Italia era impotente y caótico, después de rota la confederación romana. Pero el gobierno cartaginés era demasiado venal para conservarse fuerte. Aníbal fue asesinado por hombres a quienes estorbaba su honradez. Entre tanto, Siria y Parthia luchaban por el Mediterrá­neo oriental, venciendo Parthia y quedando así bajo mayor influencia helénica que antes. Unos cien años después de las guerras romanas, al­gunas tribus germánicas recorrieron Italia - se­rían los cimbros, con sus aliados los teutones y ambrones, a quienes Mario había detenido en el mundo de Everard -. Su paso destructor, a través de la Galia, había puesto también en movimiento a los celtas, eventualmente en España y norte de Africa, cuando Cartago declinaba. Y los galos aprendieron mucho de Cartago. Siguió un largo período de guerras, durante el cual se desvaneció Parthia y los Estados célticos crecieron. Los hu­nos destrozaron a los germanos en la Europa cen­tral, pero, a su vez, fueron vencidos por Parthia, con lo que los galos se desplazaron, y los únicos germanos que quedaban residían en Italia y en Hiperborea - debía de referirse a la península es­candinava -. Como los buques mejoraban, creció el comercio con el Lejano Oriente, desde Arabia y alrededor de Africa - en la Historia sabida por Everard, Julio Cesar había quedado atónito vien­do a los venetos construir mejores barcos que na­die en el Mediterráneo.
Los celtas descubrieron Afallon del Sur, al que creyeron una isla (de ahí el nombre de Ynys), pero fueron expulsados por los mayas. Las colo­nias británicas de más al Norte sobrevivieron y lograron ganar su independencia.
Entre tanto, Líttorn estaba creciendo aprisa. En un instante se tragó la mitad de Europa. El extre­mo occidental del continente solo recuperó su libertad como parte de un tratado de paz, y se modernizó mientras, a su vez, declinaban los países occidentales.
Deirdre levantó la vista del libro que hojeaba y aclaró:
- Pero esta es sola una brevísima exposición. ¿Quiere que continúe?
Everard movió la cabeza.
- No, gracias - y tras un momento, añadió -: Es usted muy sincera respecto a la situación de su propio país.
Deirdre repuso ásperamente:
- Muchos no quieren confesarlo, pero yo creo que es mejor mirar la verdad de frente - y, con cierta ansiedad, pidió -: Hábleme de su propio mundo. Debe de ser algo maravilloso.
Everard suspiró, apartó la preocupación y se puso a reposar.

***

La sorpresa se produjo aquella tarde.
Van Sarawak había recobrado su tranquilidad y estaba aprendiendo afanosamente la lengua afa­llonia, que le enseñaba Deirdre. Paseaban ambos por el jardín, cogidos de la mano, parándose a nombrar objetos o poner verbos en acción. Eve­rard les seguía, dedicando la mayor parte de sus pensamientos al problema de la recuperación de su vehículo.
Un cielo sin nubes extendía su brillante lumi­nosidad. Un arce era como un grito de escarlata, un montón de hojas amarillas que el viento arras­traba sobre la hierba. Un esclavo viejo rastrillaba la hierba cachazudamente, y un joven guardia indio, de buen aspecto, vagaba con el rifle sobre el hombro, mientras dos perros lobos escarbaban junto a un seto. Era una escena de paz y resul­taba difícil creer que los hombres preparaban el asesinato más allá de estos muros.
Pero, en cualquier historia, el hombre es el hom­bre. Esta civilización podía no tener la despia­dada voluntad y la crueldad artificiosa de las oc­cidentales; de hecho, en ciertos aspectos, parecía de rara inocencia. Aunque no por falta de intentos.
Y en tal mundo no podía surgir nunca una verda­dera ciencia; el hombre repetiría indefinidamente el ciclo: guerra, imperio, hundimiento y guerra.
En el futuro de Everard, la raza rompería final­mente tal circulo vicioso.
¿Para qué? Honradamente no podía afirmar que uno u otro continuo fuera mejor o peor. Simple­mente, era distinto. ¿Y no tenía este pueblo tanto derecho a la vida como el suyo, condenado a la nulidad si él fracasaba?
Se retorció las manos. Ningún hombre había te­nido que decidir cosa igual. En último análisis, él sabía que no era ningún sentido abstracto del deber el que le obligaba a hacer aquello, sino el recuerdo de pequeñas cosas y pequeñas gentes.
Rodearon la casa, y Deirdre, señalando al mar, pronunció:
- Awarlann.
Su cabello suelto ardía al aire.
Van Sarawak rió.
- Esa palabra, ¿significa océano, atlántico o agua? Veamos.
Y la llevó hacia la playa.
Everard los siguió. Una especie de lancha a va­por, larga y rápida, flotaba en las aguas, a una o dos millas de la playa. Unas gaviotas volaban en torno a ella, en una nevada tormenta de alas. Pensó que si él estuviese a cargo de aquello, un buque de la Armada estaría anclado allí.
- ¿Tendría por fin que decidir algo? Había otros agentes patrulleros en el pasado prerromano. Vol­verían a sus respectivas eras y...
Everard se puso tenso. Un escalofrío le recorrió la espalda y le llegó al corazón.
Volverían y, viendo lo sucedido, intentarían co­rregir el trastorno. Si alguno de ellos lo lograba, este mundo desaparecería del espacio-tiempo lle­vándole a él consigo.
Deirdre se detuvo. Everard, en pie y sudoroso, apenas percibió lo que ella contemplaba hasta verla gritar y señalar.
Entonces se le unió y miró de soslayo al mar.
La lancha estaba parada cerca, atada a una alta estaca, vomitando humo y centellas, que ilumina­ban la serpiente dorada de su mascarón. Pudo ver a bordo siluetas de hombres y algo blanco con alas. Aquello surgía de la toldilla e iba atado en la punta de una cuerda, subiendo. ¡Un planeador! La aero­náutica celta había llegado por lo menos a eso.
- No está mal - comentó Sarawak -. A lo mejor tienen globos también.
El planeador soltó su cuerda de remolque y se dirigió a la playa. Uno de los guardas que allí ha­bía, gritó. Los demás salieron apresurados de de­trás de la casa, y sus fusiles relumbraron al sol. El planeador aterrizó, abriendo un surco en la playa.
Un oficial dio una orden e hizo a los patrulle­ros señal de retroceder. Everard vislumbró a Deir­dre, pálida y desconcertada. Luego, una torreta del planeador giró - Everard sospechó que movida a mano -, y tronó un cañón ligero. Everard se tiró al suelo. Sarawak le imitó, arrastrando consigo a la muchacha. La metralla llovía horriblemente so­bre los hombres de Afallon. Se oyó un espantoso crepitar de fusiles. Del planeador saltaron hom­bres de rostros oscuros con turbantes y sarongs («¡Hinduraj!», pensó Everard), que cambiaron ti­ros con los guardias sobrevivientes, reunidos ahora en torno a su capitán.
Este gritó, mandando dar una carga. Everard alzó la cabeza para verlo casi encima de la tripu­lación del planeador. Van Sarawak se levantó de un salto. Everard se le echó encima, le cogió por un tobillo y le derribó antes que pudiera incorpo­rarse a la lucha.
- ¡Déjeme ir! - se retorció el venusiano, sollo­zando.
Los heridos y muertos por el cañón vacían des­patarrados, como una roja pesadilla.
- ¡No, loco rematado! Es a nosotros a quienes buscan, y el viejo escocés hizo lo peor que podía haber hecho.
Un nuevo estallido atrajo la atención de Everard hacia otro lado.
La lancha, impulsada por su hélice, había irrum­pido en la playa y estaba vomitando hombres ar­mados. Demasiado tarde comprendieron la afallo­nios que iban a ser atacados por retaguardia.
-¡Vengan acá! - y Everard tiró de sus camara­das haciéndoles levantarse -. Tenemos que salir de aquí. Hemos de prevenir a los vecinos.
Un destacamento procedente de la lancha le vio y disparó. Everard sintió, más que oyó, el sordo impacto de una bala al hundirse en el suelo. Los esclavos chillaron histéricamente dentro de la casa. Los dos perros lobos atacaron a los invasores y fueron muertos a tiros. Agacharse y andar en zig­zag, eso era lo que procedía; trepar por el muro y a la carrera! Everard podía haberlo hecho, pero Deirdre tropezó y cayó. Van Sarawak se detuvo para protegerla. Everard también; y luego fue de­masiado tarde. Estaban copados. El jefe de los hombres morenos gritó algo a Deirdre. Esta se incorporó, dando una respuesta desafiadora. El rió brevemente y señaló a la barca con el pulgar.
- ¿Qué quieren? - preguntó Everard en griego.
- A ustedes...- y le miró, horrorizada -. A uste­des dos. Y a mí, como intérprete.. - ¡No!
Ella se revolvió entre las manos que la habían aprisionado; se libertó en parte y arañó una cara. El puño de Everard describió un corto arco y ter­minó aplastando una nariz. Aquello iba demasiado bien para durar. Un fusil, empleado como maza, cayó sobre Everard, que apenas se dio cuenta vaga­mente de su traslado a la lancha.


6

La tripulación dejó atrás el planeador, llevó la lancha a más profundas aguas y montó en ella. Dejaron allá, en tierra, a los defensores muertos o heridos, pero se llevaron sus propias bajas.
Everard se sentó sobre un banco en la mojada cubierta, y miró con ojos cada vez más despejados la playa, que se iba esfumando. Deirdre lloraba sobre un hombro de Van Sarawak y el venusiano trataba de consolarla. Un frío y ruidoso viento les daba directamente en los rostros.
Cuando dos hombres blancos surgieron de la cámara del puente, el cerebro de Everard se puso en acción. Después de todo, no eran asiáticos.
- ¡Europeos! Y al mirarlos de cerca vio que el resto de la tripulación tenía también rasgos caucásicos. Las caras negras estaban pintadas con grasa, sen­cillamente.
Se irguió y miró cautamente a sus nuevos cap­tores. El uno era un hombre rollizo, de edad y peso medios, que vestía una blusa roja de seda, pantalón bombacho blanco y una especie de gorro de astracán; estaba pulcramente afeitado y llevaba el negro cabello trenzado en coleta. El otro era algo más joven, un peludo gigante rubio, que lle­vaba una túnica sujeta con aros de cobre, pantalón corto y ceñido con polainas, una capa de cuero y un yelmo con cuernos puramente ornamentales. Ambos llevaban revólveres en el cinto y eran tra­tados cortésmente por los marineros.
- ¿Qué diablos  ? - Everard miró una vez más en torno suyo. Habían ya perdido casi de vista la tierra y se dirigían al Norte. El casco de la lancha viraba a impulsos de la máquina y venían rociadas cuando su proa rompía las olas.
El más viejo habló, primero en afallonio, y Eve­rard se encogió de hombres. Luego, el barbudo probó suerte; primero en un dialecto incompren­sible; después dijo.
- Taelan tjízí Cimbric?
Everard, que hablaba varias lenguas germánicas, entrevió una posibilidad cuando Van Sarawak en­derezó sus holandeses oídos. Deirdre se echó atrás, atónita, demasiado aturdida para moverse.
- Ja - respondió Everard -, ein wenig.
Y como «Rizos de oro» parecía desconcertada, enmendó:
- Un poco.
- Ah, aen lit Gode!
Y el hombretón se frotó las manos.
- 1k hait Boierik Wulfilesson ok main  gefreod heer erran Boleslav Arkonsky.
Aquello no era un lenguaje que Everard hubiera oído - ni siquiera podía ser cimbrico primitivo, después de tantos siglos -, pero el patrullero pudo comprenderlo con cierta facilidad. La dificultad estaba en hablarlo, pues no podía predecir cómo habría evolucionado.
- ¿Qué diablos erran du maching? Ik bin aen man auf Sirius la stern Sirius mit Planeten ok all. Set uns gebacb or w'illen be der Teufel pagar.
Boierik Wulfilason pareció apenado y sugirió que la conversación prosiguiera dentro, con la damita por intérprete.
Abrió él mismo la marcha hacia la cámara del puente, que resultó contener un pequeño, pero cómodo salón, bien amueblado.
La puerta quedó abierta con guardias de vista armados y otros más al alcance de la voz.
Boleslav Arkonsky dijo algo en afallonio a Deir­dre. Ella asintió y él le sintió un vaso de vino. Parecía vigilarla de cerca, pero ella habló a Eve­rard en voz baja.
- Hemos sido capturados. Sus espías descubrie­ron dónde estabais escondidos. Otro grupo se en­cargó de robar tu máquina viajera. También saben dónde está.
- Así me lo figuraba. Pero,  ¡por Baal!, ¿quié­nes son?
Boierik rió a carcajadas, celebrando su propia agudeza. La idea era hacer creer a los sufetas de Afallon que el culpable era Hinduraj. En aquel período, la alianza secreta entre Littorn y Cinber­landia había montado un eficaz servicio de espio­naje. Ahora se dirigían a la residencia veraniega de la Embajada littorniana en Ynys Llangollen (Nantucket), donde se obligaría a los brujos a ex­plicar sus sortilegios y donde se prepararía una sorpresa para los grandes poderes.
- ¿Y si no lo hacemos?
Deirdre tradujo literalmente la respuesta de Ar­konsky.
«Lo sentiré por ustedes. Somos gente civilizada y pagaremos bien en dinero y honores su libre co­operación. Si nos la rehusan, la obtendremos por la fuerza, pues la existencia de nuestros países está en peligro.»
Everard les miró fijamente. Boierik parecía mo­lesto y desdichado; su jactancioso júbilo parecía haberse desvanecido. Boleslav Arkonsky tambori­leaba en la mesa y apretaba los labios; pero había cierta súplica en sus ojos. «No nos obliguéis a hacerlo. Tenemos que vivir en paz con nosotros mismos.»
Eran, probablemente, esposos y padres; debía de gustarles un trago de cerveza o una amigable partida de dados tanto como a cualquiera; quizá Boierik criaba caballos en Italia y Arkonsky era un próspero vendedor de aves en las playas del Báltico; pero ni uno ni otro harían a sus prisio­neros el menor bien cuando la omnipotente nación ponía cuernos en sus cascos.
Everard se detuvo a admirar lo artístico de su operación, y después se preguntó qué debía hacer. La lancha era rápida, pero necesitaría unas veinte horas para llegar a Nantucken, si recordaba bien. Por lo menos, tendría tiempo.
- Estamos cansados - dijo en inglés -. ¿No po­dríamos dormir un rato?
- Ja, deedly - dijo Boierik con ruda benevolen­cia -. Ok wir skallen gode geireond bin ni?

* * *

El sol llameaba por el Oeste. Deirdre y Van Sa­rawak, apoyados en la borda, miraban la gran ex­tensión de agua gris. Tres tripulantes, ya sin afei­tes ni disfraz, holgaban y pescaban a popa; otro llevaba el timón mirando a la brújula. Boierik y Everard paseaban por el alcázar vistiendo gruesas ropas para protegerse contra el viento.
Everard estaba adquiriendo soltura en la lengua címbrica; aún vacilaba, pero ya podía hacerse en­tender. Sin embargo, procuraba dejar que Boierik llevara el peso de la charla.
- Así que eres de los astros. Esos asuntos no los entiendo; soy un hombre sencillo. Si fuese inde­pendiente, si pudiera administrar en paz mi ha­cienda de Toscana, dejaría al mundo enloquecer como quisiera. Pero nosotros, los nobles, tenemos nuestras obligaciones.
Los teutones habían reemplazado totalmente a los latinos en Italia, corno los ingleses a los breto­nes en el mundo de Everard.
- Ya sé lo que sientes - contestó el patrullero -.
Es raro que tengan que luchar tantos, cuando tan pocos lo desean.
- Pero es nuestra obligación. Carthalagan robó a Egipto nuestra legítima propiedad.
«Italia irredenta», murmuró Everard.
- ¿Eh?
- Nada. De modo que vosotros, los cimbrios, es­táis aliados con Littorn y esperáis echar mano a Europa y a Africa, mientras los grandes poderes luchan en el Este.
Nada de eso -  respondió indignado Boie­rik -. Estamos simplemente sosteniendo nuestras justas e históricas reivindicaciones territoriales.
Pues el rey mismo dice... - y desgranó las justi­ficaciones de siempre.
Everard se asió a la barandilla para resistir el balanceo de la lancha.
- Estimo que nos tratáis a los brujos un tanto duramente. Tened cuidado, no sea que nos encoleri­cemos de veras.
- Todos nosotros estamos protegidos contra en­cantos y hechizos.
- Bien...
- Deseo que nos ayudes espontáneamente. Me complacerá demostrarte la justicia de nuestra cau­sa, como lo haré si puedes disponer de algunas horas.
Everard movió la cabeza, anduvo unos pasos y se detuvo ante Deirdre, cuya faz era solo un borrón en la oscuridad creciente; pero él captó una des­esperada furia en su voz.
- Espero que les digas que no te importan sus planes.
- No - repuso lentamente Everard -. Vamos a ayudarles.
Ella pareció fulminada.
- ¿Qué está diciendo, Manse? - preguntó Van Sarawak.
Everard se lo dijo.
- ¡No! - exclamó Van.
- ¡Sí! - afirmó Everard.
- ¡Vive Dios, que no! Yo...
Everard le cogió del brazo y añadió fríamente:
- Estese quieto. Sé lo que me hago. No podemos tomar partido en este mundo; estamos contra to­dos y será mejor que lo comprenda. Lo único que podemos hacer es seguirles el juego una tempo­rada. Y no se lo diga a Deirdre.
Van Sarawak agachó la cabeza y estuvo un mo­mento pensando. Luego convino mansamente:
- Bueno.


7

El refugio de los líttornianos estaba en la playa meridional de Nantucket, cerca de un pueblo pes­quero, pero vallado y separado de él. La Embaja­da lo había construido al estilo de su madre pa­tria: casas largas, de troncos, con tejados curvos, cual el lomo de un gato; un vestíbulo principal y dependencias accesorias, que incluían un pequeño corral. Everard, tras una noche de sueño, tomó un desayuno que hicieron penoso los ojos de Deir­dre, y permaneció sobre cubierta mientras llega­ban a un muelle particular. Otra lancha mayor estaba allí ya; y los campos rebosaban de hombres de aspecto rudo. Los ojos de Arkonsky brillaron de entusiasmo al decir, en afallonio:
- Ya veo que han traído el aparato mágico. Ahora podemos ir derechos al trabajo.
Cuando Boierik se lo tradujo, el corazón de Eve­rard latió con violencia.
Los huéspedes - como el cimbrio insistía en lla­marles - fueron llevados a una amplísima estancia, en la que Arkonsky dobló la rodilla ante un ídolo con cuatro caras; aquel Svantevit que los daneses habían hecho astillas en la otra Historia. Un fuego ardía en el hogar, a causa del frío invernizo, y había guardias apostados junto a las paredes. Eve­rard solo tuvo ojos para el saltador, que relucía sobre el suelo.
- Oí decir que la lucha fue ardua en Catuvellau­nan en torno a este aparato - comentó Boierik -.
Murieron muchos, pero los nuestros escaparon con él sin ser seguidos.
Tocó uno de los mandos.
- Y este chisme, ¿puede verdaderamente apare­cer en el aire donde desee?
- Sí - respondió Everard.
Deirdre le dirigió una mirada de reproche, tal como muy pocas veces hiciera. Se apartó altiva­mente de él y de Van Sarawak.
Arkonsky le dirigió unas palabras que deseaba le tradujera. Ella le escupió a los pies. Boierik suspiró y dirigió la palabra a Everard.
- Deseamos una demostración del aparato. Tú y yo daremos un paseo en él. Te advierto que ten­drás un revólver a tu espalda. Antes me dirás dón­de piensas ir, y si ocurre algo distinto, dispararé. Tus amigos quedarán aquí, en rehenes, y se les matará también a la primera sospecha. Pero estoy seguro - añadió - de que todos seremos buenos amigos.
Everard asintió. Se puso tenso, sintió las palmas de sus manos húmedas y frías.
- Primero debo recitar un conjuro - respondió. Sus ojos llamearon. Una mirada le permitió leer las coordenadas espacio-tiempo en los cuadrantes del saltador; otra le mostró a Van Sarawak sen­tado en un banco, guardado por la pistola de Ar­konsky y los fusiles de los guardias. Deirdre estaba, también rígidamente sentada, todo lo lejos de él que podía.
Everard hizo un cálculo de la posición del banco respecto al vehículo, levantó los brazos y empezó a decir en temporal:
- Van; voy a intentar sacarlos a ustedes de aquí. Permanezcan exactamente donde están; repito: exactamente. Les recogeré en vuelo si todo va bien; ello sucederá, aproximadamente, un minuto des­pués que yo haya desaparecido con nuestro pe­ludo camarada.
El venusiano permaneció impasible, pero un li­gero sudor apareció en su frente.
- Muy bien - continuó Everard en su jerga cím­brica -. Monta en el asiento de atrás, Boierik, y pondremos en marcha este caballo mágico.
El rubio asintió y obedeció. Como Everard ocu­paba el asiento delantero, sintió en la espalda la débil presión de una pistola.
- Di a Arkonsky que estaremos de vuelta dentro de media hora.
Los dos mundos tenían las mismas medidas de tiempo aproximadamente, puesto que ambos las tomaron de los babilonios. Después de esta pre­caución, Everard le indicó:
- Lo primero que haremos será aparecer en ple­no aire, sobre el océano, y revolotear.
- E... es... tupendo - replicó Boierik, sin parecer muy convencido.
Everard fijó los mandos espaciales para quince kilómetros al Este y trescientos metros de altura, y accionó el conmutador principal.
Iban sentados, como brujas en su escoba, mi­rando hacia abajo, a la inmensidad verde-gris que era el mar y a la distante mancha que la Tierra parecía. El viento era fuerte y Everard se afirmó sobre sus rodillas al sentirlo. Oyó una exclamación de Boierik y sonrió con disimulo.
- Bien - preguntó - ¿qué te parece?
- Pues... es admirable. Los globos no son nada junto a esto. Con máquinas como esta podemos elevarnos por encima de las ciudades enemigas y llover fuego sobre ellos.
En cierto modo, aquellas palabras hicieron a Everard sentirse menos culpable por lo que iba a hacer.
- Ahora - anunció - volaremos hacia delante - y lanzó el vehículo deslizándose en el aire. Boierik gritaba entusiasmado -. Y ahora - añadió - dare­mos el salto instantáneo hacia tu tierra natal.
Everard accionó el control de maniobra. El ve­hículo rizó el rizo y descendió a triple aceleración. Aun prevenido, el patrullero apenas se sostuvo.
Nunca supo si fue la curva que describió el apa­rato o la zambullida lo que precipitó al espacio a Boierik. Solo un momento tuvo el atisbo del hombre precipitándose en el mar a través del es­pacio, y deseó no haber hecho aquello.
Durante algunos instantes, Everard estuvo sus­pendido sobre las olas. Su primera reacción fue un estremecimiento. («Supongamos - se dijo - que Boierik hubiese tenido tiempo de disparar.») La segunda, de una gran culpabilidad. Pero se impu­so a ambas, concentrando su pensamiento en el problema de rescatar a Van Sarawak. Puso los micrómetros espaciales a medio metro de distancia del banco de los prisioneros, y los que me­dían el tiempo, a un minuto después de su partida. Mantuvo su mano derecha cerca de los controles y la izquierda libre.
 -Sujétense los gorros, camaradas. Allá vamos otra vez.
La máquina surgió casi enfrente de Van Sara­wak. Everard agarró al venusiano por la túnica y lo izó hacia sí, introduciéndolo en el campo de acción del artefacto, mientras su mano derecha impulsó hacia atrás el indicador del cuadrante del tiempo e hizo descender el conmutador.
Una bala abolió el metal. Everard vio por un instante a Arkonsky disparando. Luego todo des­apareció y los dos patrulleros se encontraron sobre una herbácea colina que descendía a una playa. Habían pasado dos mil años.
Se desvaneció temblando sobre los controles. Un grito le trajo de nuevo a la conciencia. Se volvió a mirar hacia Van Sarawak, y vio al venusiano despatarrado sobre la ladera. Uno de sus brazos rodeaba aún la cintura de Deirdre.
El viento arrullaba, el mar se mecía en la blanca y extensa playa y altas nubes cubrían el cielo.
- No puedo decir que le censure, Van - Everard paseaba ante el vehículo y miraba el suelo -. Pero esto complica las cosas.
- ¿Y qué iba yo a hacer? - preguntó el otro con tono áspero -. ¿Dejarla allí para que la mataran aquellos canallas o para ser aniquilada con todos los suyos?
- Recuerde que estamos juramentados. Sin auto­rización, no podemos decirle la verdad, aunque queramos. Y yo, por mi parte, no lo deseo.
Everard miró a la muchacha. Ella se puso en pie, respirando lentamente, pero con una luminosa mirada. El viento jugaba con sus cabellos y con las largas y finas vestiduras.
Sacudió la cabeza, como para desechar una pe­sadilla, y corrió hacia ellos batiendo palmas.
- Perdóname - murmuró -. Yo debía haber sabi­do que no nos traicionarías.
Los besó a los dos. Sarawak respondió al beso con la impetuosidad que era de esperar, mas Eve­rard no pudo obligarse a ello. Le habría recordado a Judas.
- ¿Dónde estamos? - continuó ella -. ¿Nos has traído a las Islas Afortunadas? Se parece a Lían­gollen, pero sin habitantes - se sostuvo sobre un pie y bailó entre las flores -. ¿Podemos descansar un poco antes de volver a casa?
Everard suspiró largamente.
- Tengo malas noticias para ti, Deirdre - le dijo. Ella permaneció silenciosa y él pudo observar cómo se recogía en si misma.
- No podemos volver.
Ella aguardó en silencio.
- Los..., los encantamientos que tuve que usar para la salvación de nuestras vidas (no tenía otros) nos impiden volver a la patria.
- ¿Y no hay esperanza? - apenas podía oír su voz quebrada, pero sus miradas le atormentaban.
- No - rechazó.
Ella se volvió y echó a andar. Van Sarawak se disponía a seguirla, pero lo pensó mejor y se sentó junto a Everard, preguntándole.
- ¿Qué le ha dicho usted?
Everard repitió sus palabras y terminó:
- Me parece la mejor solución. No puedo devol­verla allá, con lo que le espera en su mundo.
- No - Van Sarawak permaneció un rato quieto, mirando al mar; luego preguntó -: ¿En qué año estamos? ¿Cerca de la época de Cristo? Entonces estamos aún antes de la crisis.
- Si. Y tenemos que descubrir cómo fue.
- Vamos a buscar alguna oficina de la Patrulla en el lejano pasado. Podemos reclutar ayudantes allí.
- Quizá - y Everard se recostó en la hierba, mi­rando al cielo. La reacción le abrumaba. Terminó -: Creo que podré localizar el hecho clave sin movernos de aquí si Deirdre nos ayuda. Despiér­teme cuando ella vuelva.

* * *

Ella volvió con los ojos secos, pero con claras señales de haber llorado. Cuando Everard le pre­guntó si quería ayudarle en su tarea, comentó:
- Desde luego. Mi vida es tuya, puesto que la has salvado.
«Después de haberte metido en el lío»
Everard dijo con cautela:
- Todo lo que necesito de ti es alguna información. ¿Has oído hablar de... de hacer dormir a la gente en un sueño en que pueden hacer lo que se les dice?
Ella asintió, dudosa:
- He visto a médicos druidas que lo hacían.
- No quiero hacerte daño. Solo deseo dormirte para que puedas recordar todo cuanto sabes, in­cluso cosas que crees olvidadas. No será por mu­cho tiempo.
Era duro para él soportar su confianza. Usando los procedimientos de la Patrulla, la puso en total trance hipnótico para que recordase cuanto hu­biera oído o leído sobre la segunda guerra púnica, lo que, agregado a cuanto él sabía, bastaba a su propósito.
La interferencia romana en las conquistas carta­ginesas al sur del Ebro, violando inexcusablemente el tratado, fue el golpe final. El año 219 antes de Jesucristo, Aníbal Barca, gobernador de la España cartaginesa, sitió a Sagunto. A los ocho meses la tomó, provocando su ya planeada guerra con Roma.
A principios de mayo de 218 cruzó los Pirineos con noventa mil hombres de infantería, doce mil jinetes y treinta y siete elefantes; atravesó la Ga­lia y alcanzó los montes Alpinos. Sus pérdidas, en el camino, fueron horribles; solo veinte mil infan­tes y seis mil caballos llegaron a Italia, ya al fin del año. No obstante, cerca del río Tesino encontró y derrotó a fuerzas romanas superiores en número. Durante el siguiente año riñó varias sangrientas batallas victoriosas y avanzó por Apulia y Cam­pania.
Los apulios, lucanios, brutios y samnitas se pa­saron a su bando. Quinto Fabio Máximo hizo una formidable guerra de guerrillas que asoló a Italia y no resolvió nada. Pero, entre tanto, Asdrúbal Barca estaba organizando España, y en el 211 llegó con refuerzos. En 210 tomó a Roma y la quemó. Y hacia el 207 se le rindieron las últimas ciudades de la confederación.
-¡Eso es -.exclamó Everard, y acariciando la dorada cabellera de la muchacha, que yacía ante él añadió -: Ve a dormir ahora. Duerme bien y despiértate con el corazón alegre.
- ¿Qué le dijo? - preguntó Van Sarawak.
- Un montón de detalles. La historia entera ha­bría requerido más de una hora. Lo importante es esto: conoce bien aquellos tiempos, pero nunca mencionó a los escipiones.
- ¿Los qué?
- Publio Cornelio Escipión mandaba el ejército romano en el Tesino, y allí, en efecto, fue derro­tado, según nuestra Historia. Pero más tarde tuvo el talento de volverse hacia el Oeste y atacar la base cartaginesa en España, lo que determinó que Aní­bal fuese copado en Italia; y el poco refuerzo ibé­rico que se le pudo enviar quedó destruido. El hijo de Escipión, que llevaba su mismo apellido, ostentaba también un alto mando, y fue el que definitivamente acabó con Aníbal en Zama; es de­cir, Escipión el Africano. Padre e hijo fueron, con mucho, los mejores jefes militares que tuvo Roma. Pero Deirdre jamás oyó hablar de ellos.
- Así que.. - Van Sarawak miró hacia el Este a través del mar, donde galos, cimbros y partos tre­paban sobre las ruinas del mundo clásico destrui­do -. ¿Y qué les sucedió en aquella línea de tiempo?
- Mi propio recuerdo total me dice que ambos Escipiones estuvieron muy cerca de la muerte en el Tesino. El hijo salvó al padre durante la reti­rada, la cual, a mi juicio, fue más bien una desbandada. Apuesto diez contra uno a que, según esta historia, los Escipiones murieron allí.
Alguien debe de haberlos suprimido - apuntó Van Sarawak con voz tensa -. Algún viajero del tiempo. Solo puede haber sido eso.
- Sí; de todos modos, parece probable. Vere­mos - dijo Everard mirando la soñolienta cara de Deirdre -. Veremos.

8

En el refugio Pleistoceno, media hora después de haber salido para ir a Nueva York, depositaban los patrulleros a la muchacha en manos de una simpática matrona que hablaba el griego, y reque­rían la presencia de sus colegas. Luego comenza­ron a expedir mensajes espacio-temporales.
Todas las oficinas anteriores al año 218 antes de Jesucristo - la más próxima era Alejandría (250 a 230)- estaban «aún» allí con unos doscientos agentes en total. Se confirmó la imposibilidad de un contacto escrito con el futuro, y unas pocas gestiones corroboraron la prueba. Una apurada reunión tuvo lugar en la Academia, sita, como se sabe, en el periodo Oligoceno, y a ella concurrie­ron agentes libres ya experimentados. Everard se vio a si mismo presidiendo una reunión de oficia­les superiores. En ella todos convinieron que ha­bría que reparar el daño. Pero se temía por aque­llos agentes que se habían internado en el tiempo, como lo había hecho el mismo Everard, y que no estuvieron de vuelta al reconstituir la Historia. Everard envió partidas para recogerlos, pero sin gran confianza en el éxito. Les advirtió a todos que estuviesen de vuelta en un día del tiempo lo­cal o se atuvieran a las consecuencias.
Un hombre del Renacimiento científico expuso otra cuestión. Concedido; los sobrevivientes te­nían el claro y pleno deber de restaurar la His­toria, pero también de conocerla a fondo, por lo que habrían de hacerse varios años de trabajo an­tropológico. Everard rechazó con dificultad la sugerencia. Habían quedado pocos agentes para correr el riesgo. Grupos de estudio debían deter­minar el momento exacto y las circunstancias del cambio. La disputa sobre los métodos se hizo in­terminable. Everard escrutó la noche prehumana y acabó preguntándose si los megaterios no esta­ban haciendo su papel mejor que aquellos antro­pomórficos sucesores suyos.
Cuando, por fin, recogió todas las partidas des­pachadas, vació una botella con Van Sarawak, y ambos se emborracharon.
En la reunión del día siguiente, el comité direc­tivo oyó a sus comisionados, que habían recorrido una gran cantidad de años en el futuro. Una do­cena de patrulleros habían sido rescatados de si­tuaciones más o menos ignominiosas; a otra vein­tena de ellos había, simplemente, que darles de baja. El informe del grupo espía era más intere­sante. Parecía ser que dos mercenarios helvéticos se habían incorporado a las fuerzas de Aníbal, en los Alpes, y ganado su confianza. Después de la guerra alcanzaron elevadas posiciones en Cartago. Con los nombres de Phrontes e Himilco, planea­ron el asesinato de Aníbal y establecieron nuevas marcas de vida lujosa. Uno de los patrulleros ha­bía visto sus casas y a ellos mismos.
- Estas presentaban una cantidad de mejoras inauditas en los tiempos clásicos - informó el espía -; ellos me parecieron neldorianos del mile­nio 205.
Everard asintió. Aquel período era una Edad de bandidos que «ya» había dado a la Patrulla mu­chísimo trabajo.
- Creo que hemos dado en el clavo - dijo -. No importa que estuvieran o no en Tesino con Aníbal. Tenemos el tiempo justo para detenerlos en los Alpes sin armar una confusión tal que seamos nosotros los que alteremos la Historia. Lo que inte­resa es que parecen haber suprimido a los Esci­piones, y eso es lo que tenemos que evitar.
Un inglés del siglo XIX, competente, pero con el genio del coronel Blimp, extendió un mapa y ex­plicó sus observaciones sobre la batalla, usando un telescopio de rayos infrarrojos para mirar a tra­vés de las nubes bajas.
- Y aquí estaban los romanos...
- Ya lo sé - contestó Everard -. Es una delgada línea roja. El momento en que huyeron los que perseguimos es el instante crítico; pero la confu­sión reinante nos da una probabilidad. Necesita­remos rodear discretamente el campo de batalla, pero no creo que lo podamos conseguir solo con dos agentes en escena. Los malvados van a estar alerta, ya se sabe, vigilando una posible interven­ción. La oficina de Alejandría puede proporcionar­nos los trajes a Van y a mi.
- ¡Oiga!  protestó el inglés -, yo creí tener el privilegio...
- No; lo siento - Everard sonrió levemente -. No caben privilegios. Arriesgamos el cuello, preci­samente, para anular a un pueblo lleno de gente como usted.
- Pero ¡caramba!
- Tengo que ir yo - afirmó sencillamente -. No sé por qué, pero tengo que ir yo.
Van Sarawak fue detrás de él.

***

Dejaron su vehículo tras un grupo de árboles y atravesaron el campo.
Rodeándolo, y arriba, en el espacio, había cien patrulleros armados, pero aquel era un triste con­suelo para los que se hallaban entre lanzas y fle­chas. Bajas nubes eran barridas por un viento frío y ululante. Llovía. La soleada Italia estaba disfru­tando su caída definitiva.
La coraza le pesaba sobre los hombros a Eve­rard al andar sobre un barro resbaladizo y san­griento. Llevaba yelmo, grebas, un escudo romano en el brazo izquierdo y una espada al costado; pero en la mano derecha sostenía un tronador. A su lado trotaba Van Sarawak, análogamente vestido y armado, entornando los ojos bajo el pe­nacho de oficial, agitado por el viento
Atronaban el espacio trompetas y tambores, lo que era trabajo perdido entre los gritos de los hombres y el ruido de los pasos, los relinchos de los caballos sin jinete y las silbantes flechas. Solo algunos capitanes y exploradores estaban aún mon­tados. ¡Cuán a menudo, antes de inventarse los estribos, lo que comenzara siendo una carga de caballería se terminó en batalla a pie, cuando los lanceros habían caído de sus monturas! Los car­tagineses atacaban, martilleaban con un afilado metal entre los escudos de las filas romanas. Aquí y allá, la lucha se iba resolviendo en pequeños nú­cleos, en que los hombres maldecían y acuchilla­ban al extranjero.
El combate había sobrepasado ya su área inicial. La muerte rondaba a Everard. Corría este tras las fuerzas romanas, hacia el distante resplandor de las águilas. Pisando yelmos y cadáveres, descubrió un pendón rojo y púrpura que ondeaba triunfal. Resaltando monstruosos contra el cielo gris, le­vantando sus trompas y barritando, venía un es­cuadrón de elefantes.
La guerra fue siempre igual; no un asunto lim­pio, cuestión de líneas sobre un mapa, sino hom­bres que sudaban, sangraban y boqueaban atur­didos.
Un joven esbelto, moreno, yacía herido, retor­ciéndose y tratando débilmente de arrancarse una jabalina clavada en su estómago. Era un hondero cartaginés, pero el robusto campesino que estaba a su lado, mirándose sin creer el muñón de un brazo, no le prestaba atención.
Una bandada de cuervos los sobrevolaba, meciéndose en el viento y esperando.
- ¡Por aquí! - murmuraba Everard -. ¡Aprisa, por amor de Dios! La línea va a ceder de un mo­mento a otro.
Alentaba roncamente, mientras trotaba tras los estandartes de la República. Pensó que siempre había preferido que venciese Aníbal. Encontraba algo repelente la fría y prosaica codicia de Roma. Y ahora estaba allí, tratando de salvar la ciudad. ¡Ah!, la vida es a veces una cosa rara.
Era algo consolador el que Escipión fuese uno de los pocos hombres decentes que quedaran des­pués de la guerra.
Los gritos y clamores crecían, y los italianos re­trocedían. Everard vio algo así como una ola que avanzaba a estrellarse contra una roca; pero era al revés: la roca se adelantaba gritando y apuña­lando.
Echó a correr. Un legionario pasó, aullando de pánico. Un canoso veterano escupió en el suelo, se ató las sandalias y permaneció en su puesto hasta que acabaron con él. Los elefantes de Aníbal barritaban y atacaban por doquier. Las filas de cartagineses se mantenían firmes, avanzando al salvaje compás de sus tambores.
Everard vio hombres a caballo que sostenían las águilas en alto y gritaban, pero nadie les hacía caso.
Un grupo de legionarios pasó corriendo. Su jefe llamó a los dos patrulleros.
- ¡Eh, vosotros; aquí! ¡Vamos, a la lucha, por Venus!
Everard sacudió la cabeza y siguió su camino. El romano saltó hacia él y gritó:
- ¡Ven acá, cobarde! - un rayo atontador cortó sus palabras y lo hizo caer en el barro. Sus hom­bres se estremecieron, alguien sollozó, y todo el grupo le siguió en su huida.
Los cartagineses estaban ya muy cerca; escudo contra escudo, y las espadas tintas en sangre.
Everard pudo ver una lívida cicatriz en la me­jilla de un hombre y la grande y ganchuda nariz de otro. Una lanza arrojada hizo resonar su yelmo. Bajó la cabeza y corrió. Se trababa combate ante él. Quiso dar un rodeo y tropezó en un acuchillado cadáver. Un romano cavó sobre él, a su vez. Sa­rawak maldijo y lo quitó de en medio. Una espada atravesó el brazo del venusiano. Más allá, los hom­bres de Escipión estaban cercados y se batían sin esperanza. Everard se detuvo, aspiró el aire y miró a través de la lluvia. Su armadura relucía, mojada. Una tropa de jinetes romanos galopaba, cubierta de barro hasta los ollares de sus monturas. Debía de ser Escipión, hijo, que acudía a salvar a su pa­dre. El ruido de los cascos atronaba la tierra.
-¡Por allí!
Van Sarawak gritó y señaló. Everard se agazapó en su sitio, mientras la lluvia chorreaba de su cas­co y corría por su cara. Desde otro punto venía una tropa cartaginesa al encuentro de las águilas, y a su frente destacaban dos hombres cuya esta­tura y extrañas facciones los identificaban como neldorianos. Vestían igual que los legionarios, pero cada uno llevaba un arma de fino cañón.
-¡Por este lado! - Everard se irguió sobre sus talones y se lanzó al encuentro. El cuero de su coraza crujió. Antes de ser vistos, estaban los pa­trulleros casi encima de los cartagineses. Enton­ces, un jinete dio la alarma. ¡Dos locos romanos! Everard le vio refunfuñar entre sus barbas. Uno de los neldorianos levantó su aniquilador. Everard sintió qué se le contraía el estómago. El cruel rayo azul y blanco zigzagueó donde él había estado. Hizo un disparo, y uno de los caballos africanos se abatió con estrépito metálico. Van Sarawak se afirmó y disparó rápido. Uno, dos, tres, cuatro..., y uno de los neldorianos cayó en el barro.
Los soldados formaban el cuadro en torno a los Escipiones. La escolta neldoriana gemía de terror. Debían de conocer ya los efectos del barreno, pero aquellos golpes invisibles eran otra cosa: fulmi­naban. El segundo de los bandidos dominó su ca­ballo y se volvió para huir.
-¡Cuidado con el que usted derribó, Van! - avi­só Everard -. Sáquelo del campo de batalla; quie­ro hacerle una pregunta.
Se arrastró hasta hallar un caballo sin jinete y se montó rápidamente, persiguiendo al neldoriano, antes que este se diera cuenta de ello.
Tras él, Publio Cornelio Escipión y su hijo lu­chaban por incorporarse a sus tropas, que se ba­tían en retirada. Everard volaba a través de aquel caos. Exigía velocidad a su montura, satisfecho de perseguir al neldoriano. Si este alcanzaba el vehículo, se escaparía la presa.
El mismo pensamiento pareció habérsele ocurri­do al que huía, que refrenó el caballo y apuntó. Everard vio el cegador relámpago y sintió en la mejilla la picadura de un proyectil que falló por poco. Puso su aniquilador a toda fuerza y avanzó disparando.
Otro rayo enemigo alcanzó a su caballo en pleno pecho. El animal se vino abajo y Everard cayó de la silla. Sus adiestrados reflejos suavizaron la caí­da; saltó sobre sus pies y atacó a su enemigo.
Había perdido su arma, caída en el barro, y no tenía tiempo de buscarla. No importaba; podría recuperarla después, si vivía. El rayo aniquilador, a tal amplitud, no era bastante fuerte para derri­bar a un hombre dejándole sin sentido, pero el neldoriano arrojó su arma, y su caballo, debilitado, cerraba los ojos.
La lluvia azotaba el rostro de Everard. El nel­doriano saltó del caballo y desnudó la espada. Everard lo hizo también.
- Como desee.. - dijo en latín -. Uno de nos­otros quedará sobre el terreno.

9

La luna apareció sobre las montañas y arrancó a la nieve un pálido resplandor. A lo lejos, en el Norte, un glaciar reflejó su luz y un lobo aulló.
Los Cro-Magnon cantaban en su cueva, y el so­nido de sus voces se esparcía, penetrando débil­mente por el pórtico.
Deirdre permanecía en la oscuridad, mirando al exterior. La luz de la luna, al dar en su cara, descubrió un brillo de lágrimas. Empezaba a llorar cuando Sarawak y Everard se le aproximaron por la espalda.
- ¡Qué pronto volvéis! - se alivió ella -. Me de­jasteis aquí esta mañana.
- No ha sido una tarea larga - le contestó Van Sarawak, que había aprendido el griego ático por hipnosis.
- Espero.. .- y trató de sonreír - que hayáis aca­bado vuestro cometido y podáis descansar del tra­bajo.
- Sí - respondió Everard -; lo acabamos.
Estuvieron juntos un rato, contemplando un pai­saje invernal.
-¿Es cierto que, como decís, no puedo volver a mi tierra?
- Me temo que no. Los encantamientos...
Everard cambió una mirada con Van Sarawak. Habían obtenido el permiso oficial para decir a la muchacha la verdad de cuanto quisiera saber y lle­varla a donde quisiera.
Van Sarawak insistía en llevársela a Venus y al mismo siglo en que vivían, y Everard estaba de­masiado cansado para discutir.
Deirdre respiró largamente.
- Que así sea - concedió -. No voy a desperdi­ciar mi vida lamentándome. Pero ¡quiera el Gran Baal que los míos vivan felices en mi país!
- Estoy seguro de ello - afirmó Everard.
De pronto, no pudo hacer nada más. Solo quería dormir. Dejó a Van Sarawak decir lo que había de decirse y obtener las recompensas que hubiera. Saludó con el gesto a sus compañeros y dijo:
- Me voy a acostar. ¡Buena suerte, Van! El venusiano cogió a la chica por el brazo, mien­tras Everard se retiraba lentamente a su habi­tación.

FIN DE
«GUARDIANES DEL TIEMPO»

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