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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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viernes, 23 de marzo de 2012

Las Doradas Manzanas del Sol



Las Doradas Manzanas del Sol
Ray Bradbury

—Al sur —dijo el capitán.
—Pero —dijo la tripulación— no hay direcciones aquí en el espacio.
—Cuando uno viaja hacia el sol —replicó el capitán—, y todo se hace amarillo y ardiente y perezoso, entonces uno va en una única dirección.
Cerró los ojos y pensó en las tierras lejanas, cálidas y humeantes, y el aliento se le movió suavemente en la boca.
—Al sur. —Asintió levemente con un movimiento de cabeza—. Al sur.
El cohete era el Copa de Oro, llamado también el Prometeo y el Ícaro, y su destino era el deslumbrante sol del mediodía. Había cargado dos mil limonadas y mil botellas de cerveza para este viaje al vasto Sahara. Y ahora que el sol hervía ante ellos recordaron una serie de citas.
¿Las doradas manzanas del sol?
—Yeats.
¿No temas más el calor del sol?
—¡Shakespeare, por supuesto!
¿La taza de oro? Steinbeck. ¿La olla de oro? Stephens. ¿Y el pote de oro al pie del arco iris? ¡Un nombre para nuestra trayectoria! ¡Arco iris!
—¿Temperatura?
—¡Mil grados centígrados!
El capitán miró por la ancha y oscura ventanilla, y allí ciertamente estaba el sol, e ir hacia él y tocarlo y robarle una parte para siempre era su única y tranquila idea. La nave combinaba lo frescamente delicado y lo fríamente práctico. En los corredores de hielo y escarcha, soplaban vientos de amoníaco y tormentosos copos de nieve. Cualquier chispa del vasto horno que ardía más allá del duro casco de la nave, cualquier hálito de fuego encontraría el invierno, dormitando aquí, como las más frías horas de febrero.
El audio-termómetro murmuró en el silencio ártico:
—Temperatura: ¡dos mil grados!
«Caemos —pensó el capitán— como un copo de nieve en el regazo de junio, el cálido julio y los sofocantes y secos días de agosto.»
—¡Tres mil grados centígrados!
Los motores se apresuraron bajo campos de nieve, los refrigerantes corrieron a diez mil kilómetros por hora por las bocas de las serpentinas.
—Cuatro mil grados centígrados.
Mediodía. Verano. Julio.
—¡Cinco mil grados!
Y al fin el capitán habló con toda la serenidad del viaje en su voz:
—Ahora estamos tocando el sol.
Los ojos del capitán eran de oro fundido.
—¡Siete mil grados!
¡Cómo un termómetro mecánico podía parecer excitado, aunque sólo tuviera una voz de acero, sin emoción!
—¿Qué hora es? —preguntó alguien.
Todos tuvieron que reírse.
Pues ahora sólo era el sol y el sol y el sol. El sol era todos los horizontes, todas las direcciones. Quemaba los minutos, los segundos, los relojes de arena, los relojes mecánicos; quemaba el tiempo y la eternidad. Quemaba las pestañas y el suero del mundo oscuro detrás de los párpados, la retina, el oculto cerebro, y quemaba el sueño y los dulces recuerdos del sueño y la frescura del anochecer.
—¡Cuidado!
—¡Capitán!
Bretton, el primer piloto, cayó boca abajo en la cubierta. Su traje protector estalló y silbó, y su temperatura, su oxígeno y su vida asomaron abriéndose como un capullo de vapor escarchado.
—¡De prisa!
En el interior de la careta plástica de Bretton, unos lechosos cristales se habían depositado ya formando ciegas figuras. Se inclinaron a mirar.
—Un defecto en el traje, capitán. Muerto.
—Helado.
Miraron el otro termómetro que mostraba cómo vivía el invierno en aquel barco de nieves. Mil grados bajo cero. El capitán observó la estatua de escarcha y los centelleantes cristales que se formaban sobre el cuerpo. Una ironía de la más fría especie, pensó; un hombre que teme el fuego y que muere por la escarcha.
Se volvió.
—No hay tiempo. No hay tiempo. Déjenlo ahí. —Sintió que se le movía la lengua—. ¿Temperatura?
Las agujas saltaron cuatro mil grados.
—Mire. ¿Quiere mirar? Mire.
El hielo de la nave se hundía.
El capitán torció la cabeza para mirar el cielo raso.
Como si una cámara cinematográfica hubiese proyectado en el interior de su cabeza un único y claro recuerdo, descubrió que la mente se le había detenido de un modo ridículo, en una escena arrancada de la infancia.
En una mañana de primavera se había asomado a la ventana de su dormitorio, al aire que olía a nieve, para ver el centelleo del sol en el último carámbano del invierno. Una gota de vino blanco, la sangre del fresco pero tibio abril cayó de la clara hoja de cristal. Minuto a minuto, el arma de diciembre era menos peligrosa. Y luego el hielo se precipitó con el sonido de una campanilla en el sendero de grava.
—La bomba auxiliar se ha roto, señor. La de refrigeración. ¡Perdemos el hielo!
Una lluvia cálida cayó sobre ellos. El capitán torció la cabeza a la derecha y a la izquierda.
—¿No pueden descubrir la falla? ¡Cristo, no se queden ahí, no tenemos tiempo!
Los hombres se apresuraron. El capitán se inclinó en la lluvia tibia, maldiciendo, sintió que sus manos corrían por la fría máquina, sintió que palpaban y buscaban, y mientras trabajaba vio un futuro que les quitaban con un simple soplo. Vio que la piel se desprendía de la colmena del cohete, y que los hombres así descubiertos, corrían, corrían, las bocas abiertas, chillando, sin sonidos. El espacio era un negro pozo musgoso donde la vida ahogaba sus rugidos y terrores. Uno podía iniciar un gran grito, pero el espacio lo apagaba antes que llegase a la garganta. Los hombres se escabullían, como hormigas en una caja de cerillas en llamas; el barco era lava chorreante, borbotones de vapor, ¡nada!
—¿Capitán?
La pesadilla se desvaneció.
—Aquí. —El capitán trabajaba en la suave lluvia cálida que caía desde las cubiertas superiores. Buscó a tientas la bomba auxiliar—. ¡Maldita sea! —Tiró de la línea de alimentación.
Cuando llegara, sería la muerte más rápida en la historia de las agonías. En un momento, un aullido, en seguida, un ardiente resplandor, el billón de billones de toneladas de espacio-fuego suspiraría y nadie lo oiría en el espacio. Caerían como cerezas en un horno. Aun sus pensamientos estarían en el aire calcinado cuando sus cuerpos ya no fuesen más que carbones y gas fluorescente.
—¡Maldición! —Golpeó con un destornillador la bomba auxiliar—. ¡Jesús!
Se estremeció. Cerró los ojos, apretando los dientes. Dios, pensó, estamos hechos para muertes más lentas, que se miden en minutos y horas. Aun veinte segundos serían algo bastante lento comparado con esta cosa hambrienta e idiota que quiere devorarnos.
—Capitán, ¿seguimos navegando o nos detenemos aquí?
—Tenga lista la Copa. Ya me encargaré cuando termine con esto. ¡Ahora!
Se volvió y extendió la mano hacia los mecanismos de la gran Copa; metió los dedos en el guante robot. Una leve torsión de su mano aquí movía allá una gigantesca mano, con gigantescos dedos metálicos, en las entrañas de la nave. Ahora, ahora, la enorme mano metálica sostenía la vasta Copa de Oro, sin aliento, en el alto horno, el cuerpo incorpóreo y la carne descarnada del sol.
Un millón de años atrás, pensó el capitán, rápidamente, rápidamente, mientras movía la mano y la Copa, un millón de años atrás un hombre desnudo en una solitaria senda norteña vio un rayo que hería un árbol. Su clan huyó, pero él con las manos desnudas recogió una rama ardiente, quemándose la carne de los dedos, y la llevó, corriendo, triunfante, amparándola de la lluvia con el cuerpo, hasta su caverna. Allí gritó una carcajada y arrojó la llama a un montón de hojas secas y le dio a su gente el verano. Y la tribu se acercó al fin, arrastrándose, al fuego, y extendió las manos vacilantes y sintió la nueva estación en la caverna, aquella mancha amarilla que cambiaba el clima, y ellos también, al fin, sonrieron nerviosamente. Y recibieron el don del fuego.
—¡Capitán!
La enorme mano tardó cuatro segundos en llevar la Copa vacía al fuego. Así que aquí estamos otra vez, hoy, en otro camino, pensó el capitán, en busca de una preciosa copa de gas y vacío, un puñado de fuego distinto para llevárnoslo luego a través del espacio frío, un fuego que nos iluminará el camino, un don que entregaremos a la Tierra, donde arderá siempre. ¿Por qué?
Supo la respuesta antes de preguntárselo.
Porque los átomos que trabajamos con nuestras manos en la Tierra, son lastimosos; la bomba atómica es lastimosa y pequeña, y nuestro conocimiento, lastimoso y pequeño, y sólo el sol sabe realmente lo que queremos saber, y sólo el sol conoce el secreto. Y además, es divertido, es un juego, es excitante venir aquí y jugar a cara o cruz, y tirar y correr. No hay motivo realmente, excepto el orgullo y la vanidad del menudo insecto que es el hombre, que espera picar al león y escapar al zarpazo. ¡Dios mío, diremos, lo hicimos! Y aquí está nuestra copa de energía, fuego, vibración, llámenlo como quieran, que animará nuestras ciudades e impulsará nuestros barcos e iluminará nuestras bibliotecas y tostará a nuestros niños y horneará nuestro pan de todos los días y hará hervir a fuego lento el conocimiento del Universo durante mil años hasta que esté bien cocido. Hombres de la ciencia y la religión, venid, ¡bebed de esta copa! Calentaos contra la noche de la ignorancia, las largas nieves de la superstición, los fríos vientos del escepticismo y el gran temor a la oscuridad que se alberga en el corazón de todo hombre. Extendamos la mano con la copa del mendigo...
—Ah.
La Copa se hundió en el sol. Recogió un poco de la carne de Dios, la sangre del Universo, el pensamiento deslumbrante, la cegadora filosofía que habría amamantado a una galaxia, que guiaba y llevaba a los planetas por sus campos y emplazaba o acallaba vidas y subsistencias.
—Ahora, despacio —murmuró el capitán.
—¿Qué pasará cuando la traigamos adentro? Ese calor extra ahora, en este momento, capitán...
—Dios sabe.
—La bomba auxiliar está reparada, señor.
—¡Pónganla en marcha!
La bomba dio un salto.
—Cierren la tapa de la Copa y tráiganla, despacio, despacio.
La hermosa nave fuera de la nave se estremeció, una tremenda imagen del ademán del capitán entró en un silencio aceitado en el cuerpo de la nave. De la Copa, tapada, gotearon flores amarillas y estrellas blancas. El audio-termómetro chilló. El sistema de refrigeración se sacudió; unos fluidos de amoníaco golpearon las paredes como sangre que golpease en la cabeza de un vociferante idiota.
El capitán cerró la puerta neumática.
—Ahora.
Esperaron. El pulso de la nave se apresuró. El corazón de la nave corrió, latió, corrió, con la Copa de Oro adentro. La sangre fría se precipitó alrededor arriba abajo, alrededor arriba abajo.
El capitán suspiró lentamente.
El hielo dejó de gotear desde el cielo raso. Se endureció otra vez.
—Salgamos de aquí.
La nave giró y escapó.
—¡Escuchad!
El corazón de la nave latía más lentamente, más lentamente. Las agujas bajaron, chirriando sobre sus ejes invisibles. La voz del termómetro cantó al cambio de las estaciones. Todos pensaban juntos ahora: Alejémonos más y más del fuego y las llamas, el calor y los metales fundidos, el amarillo y el blanco. Vayamos a la frescura y la oscuridad. Dentro de veinticuatro horas quizás hasta podrían desmantelar algunos refrigeradores, dejar que muriese el invierno. Pronto navegarían en una noche tan fría que sería necesario recurrir al nuevo horno de la nave, sacar calor del fuego abroquelado que llevaban como un niño que aún no ha nacido.
Volvían a sus casas.
Volvían a sus casas, y el capitán tuvo tiempo entonces, mientras atendía el cuerpo de Bretton, que yacía en una playa de blanca nieve invernal, de recordar un poema que él mismo había escrito muchos años antes:

A veces el sol es un árbol en llamas,
su fruto dorado brilla en el aire tenue,
en sus manzanas habitan la gravedad y el hombre,
el hálito de su culto crece y se extiende
cuando el hombre ve el sol como un árbol en llamas...

El capitán se quedó un rato junto al cuerpo, sintiendo muchas cosas distintas. «Me siento triste —pensó— y me siento bien, y me siento como un niño que vuelve de la escuela a su casa con ramo de dientes de león.»
—Bueno —dijo, con los ojos cerrados, suspirando—. Bueno, ¿a dónde iremos ahora, eh, a dónde vamos? —Sintió que sus hombres, sentados o de pie, lo rodeaban, el terror muerto en sus rostros, respirando tranquilamente—. Cuando uno ha hecho un largo, largo viaje hasta el sol, y lo ha tocado y se ha demorado, y ha saltado a su alrededor, y se ha alejado rápidamente, ¿a dónde va uno entonces? Cuando uno se aleja del calor y la luz del mediodía y la pereza, ¿a dónde va?
Sus hombres esperaron a que lo dijera. Esperaron a que él reuniese en su mente toda la frescura y la blancura y el clima refrescante y bienvenido de la palabra, y vieron cómo movía la palabra en la boca, suavemente, como un trozo de crema helada.
—Hay sólo una dirección en el espacio desde aquí —dijo al fin.
Los hombres esperaron. Esperaron mientras la nave se hundía rápidamente en la fría oscuridad, alejándose de la luz.
—El norte —murmuró el capitán—. El norte.
Y todos sonrieron, como si un viento se hubiese alzado de pronto en una tarde calurosa.

F I N

CUANDO LA TIERRA ESTÉ MUERTA





CUANDO LA TIERRA ESTÉ MUERTA
BRIAN W. ALDISS


NOTA***: En el capítulo “Sector verde, hay una zona iliegible. Si puede ser arreglada, seagradecerá.


SECTOR ROJO
La frase más simple que puede pronunciarse es también la más profunda: el tiempo
pasa. Un millón de siglos —docena más o menos— ha transcurrido desde que la familia
humana empezó a trasladarse de un planeta a otro.
Directamente, se conoce muy poco sobre los hombres primitivos o los mundos que
conquistaron. Indirectamente, sabemos mucho. La clásica Teoría de la Superanualidad
Multigrado nos ayuda en ello.
La aludida Teoría fue formulada en la Era 80 de la Starswarm, y con ella, cuarenta y
cuatro eras más tarde, nosotros podemos deducir más acerca del pasado y el presente
que de cualquier otra forma.
El quinto postulado de la Teoría establece que “los factores del progreso que
provocan los seres inteligentes, así como los que estimulan su inteligencia, son
independientes del factor de la progresión universal, dentro de ciertos límites”. Dichos
límites están definidos en los restantes postulados, pero la anterior declaración resulta ya
precisa en su simple valor.
Dicho con más sencillez significa esto: El Universo es semejante a un reloj cósmico;
las civilizaciones del hombre no son meras ruedecitas dentadas sino relojes infinitamente
menores, que marchan por su propio impulso.
Carente de su ropaje intelectual, la idea resta en pie desmedida y excitante. Significa
que en cualquier momento, los sistemas solares habitados de Starswarm —nuestra
galaxia— exhibirán las características por las que puede pasar una civilización.
Por esto resulta adecuado que en este aniversario del vuelo estelar observemos unas
cuantas entre las miríadas de civilizaciones, todas contemporáneas en un sentido, todas
aisladas en otro, que caracterizan nuestro conjunto galáctico. Tal vez podamos hallar una
pista que nos indique por qué los antiguos lanzaban sus esporas de frágil metal a las
inmensidades del espacio.
Nuestra primera observación procede de la remota parte de Starswarm designada
como Sector Rojo. Allí, lejos de las aceptadas rutas de nuestras sociedades
interestelares, hallaremos una cultura con cierta unidad que abarca doscientos quince mil
planetas.
Entre ellos se encuentra Abrogun, un planeta con una larga historia, habitado
actualmente sólo por unas cuantas familias aisladas. Y entre estas familias...
Un gigante de pie sobre el fiordo, que se adentra en el mar de color gris, podría haber
oteado desde la cumbre de sus escarpados arrecifes, descubriendo Endehabven en el
borde, extendiéndose por los contrafuertes de la isla.
Derek Flamifew Ende veía parte de dicha extensión desde su ventana; además, una
creciente inquietud, la aprensión de una cercana disputa, le forzaba a observarlo todo con
especial claridad, de la misma manera que un paisaje se torna casi transparente y
actínico antes de una tormenta. Aunque interveía con su rostro, sus ojos de visión normal
se paseaban por toda la finca.
Todo estaba completamente aseado en Endehabven... como yo sabía muy bien, ya
que su limpieza corre a mi cargo. Los jardines se hallan repletos de plantas perennes y
arbustos de todas clases, que jamás florecen; se trata de una extravagancia de mi
Señora a la que gusta que la sobriedad de los jardines se empareje con la dureza de la
costa. El edificio, desvaído como Endehabven, es alto, severo, descarnado; las edades
primitivas habrían hallado imposible su estructura; sus mil unidades paragravitatorias
injertadas en su estructura garantizan que las columnas, los contrafuertes, el arco y los
muros sostengan la mampostería, cuya mole, en gran parte, es sólo una ilusión.
Entre el edificio y el fiordo, donde se extiende el jardín, está emplazado el laboratorio
de mi Señora y los animales domésticos de mi Señora; en aquel momento mi Señora
estaba, con sus largas manos, atareada con el minicoypu y los estridentes atoskis. Yo
estaba a su lado, atendiendo las jaulas de los animalitos, pasándole los instrumentos o
moviendo los tanques... en fin, realizando cuanto me ordenaba. Y los ojos de Derek Ende
se dirigían hacia nosotros; no, la miraban sólo a ella.
Derek Flamifew Ende se hallaba con la cara pegada a la campana del receptor,
leyendo el mensaje de la Estrella Uno. El mensaje iluminaba su rostro y las antenas de su
frente. Aunque miraba hacia cuanto significaba su vida exterior, interveía claramente la
comunicación. Cuando hubo terminado movió la clavija, presiono la cara sobre el
micrófono y contestó:
—Lo haré de acuerdo con el mensaje, Estrella Uno. Iré al instante al Festi XV de la
Veil Nebula y entraré en relación con un ser llamado Cliff. Si es posible, también
obedeceré tu orden para obtener parte de su substancia para Pyrylyn. Gracias por todo
que devuelvo de corazón. Adiós.
Se enderezó y se restregó la cara; interminar por enormes distancias-luz siempre era
fatigoso, como si los músculos sensibles del semblante supiesen que estaban
transmitiendo sus diminutas cargas electrostáticas a los pársecs del vacío, y estuviesen
estupefactos. Lentamente también fueron relajándose sus antenas, a medida que iba
cerrando el aparato. Era largo el vuelo hasta la Veil, y la tarea que se le avecinaba era
capaz de oprimir el más pétreo de los corazones. Sin embargo, era por otro motivo que
se demoraba en la tarea; antes de marcharse tenía que despedirse de su Amada.
Deteniéndose ante la puerta, salió al corredor, lo recorrió con paso seguro, pisando
los mosaicos que formaban un dibujo que había aprendido de memoria en su infancia, y
entró en la cámara paragravitatoria. Poco después abandonaba el vestíbulo principal y se
acercaba a mi Señora, delgada, con los roedores triscando ante ella, al nivel de su pecho,
y las alturas de Vatya Jokatt alzándose sombrías a sus espaldas, grises por las
impurezas de la distancia.
—Ve adentro y tráeme la caja de los circulitos con los nombres, Hols —me dijo, y al
acercarse a mi Señora, mi Señor pasó por mi lado. Reparó menos en mí que en los
roedores, fija en ellos su mirada.
Cuando volví, ella aún no se había vuelto hacia él, aunque éste la estaba hablando
con apremio en la voz.
—Ya sabes que tengo que cumplir con mi deber, Amada —le oí decir—. Solamente
un nativo normal de Abrogun puede realizar esta tarea.
—¡Vaya tarea! La galaxia se halla repleta de esta clase de tareas. Podrías excusarte
para siempre de tales excursiones.
—No debes hablar así —objetó él—. Ya conoces la naturaleza de ese Cliff... Ya te lo
conté. Sabes que no se trata de una excursión. Requiere todo el valor que yo tengo. Y
sabes que en este sector de Starswarm, sólo los ahrogunianos, por el motivo que sea,
poseemos este coraje, ¿no es cierto, Amada?
Aunque me había acercado a ellos, abriéndome paso servilmente entre una jaula y un
tanque, no bajaron la voz. Mi Señora estaba contemplando las grises alturas del exterior,
con el semblante tan adusto como aquéllas.
—Piensas que eres muy valiente y poderoso, ¿eh? —dijo, arrugando el ceño.
Conociendo el poder de la mágica simpatía, nunca pronunciaba su nombre cuando
estaba enfadada: era como si desease verle desaparecer.
—No es esto —replicó Derek con humildad—. Por favor, sé razonable, Amada; sabes
que debo ir; un hombre no puede estar constantemente en su casa. No te enfades.
Volvió la cara hacia él. Estaba rígida y severa, con la intervisión cerrada, usándola
apenas. Y sin embargo, poseía una belleza que no puedo describir, si es que el fastidio y
la sabiduría pueden crear belleza. Sus ojos eran tan grises y distantes como la lava del
volcán coronado de nieve a sus espaldas. Era un siglo mayor que Derek, aunque la
diferencia no se veía en su ser, que todavía seguiría fresco unos mil años más, sino en su
autoridad.
—No estoy enfadada sino molesta. Ya sabes que tienes la facultad de incomodarme.
—Amada... —exclamó él, dando un paso hacia ella.
—¡No me toques! Ve si quieres, pero no me zahieras tocándome.
La rozó en un codo. Ella sostenía uno de los minicoypus quieto en el hueco de su
brazo —los animales eran dóciles a su contacto—, y lo estrechó con más fuerza.
—No quiero molestarte, Amada. Ya sabes que le debemos fidelidad a la Estrella Uno.
Debo trabajar para ellos, de lo contrario ¿cómo mantendríamos esta finca? Deja que por
una vez me marche con una despedida afectuosa.
—¡Afecto! ¡Te vas y me dejas sola con un puñado de miserables parthenos y aún
hablas de afecto! No pretenderás que me alegre de tu ausencia... Te has cansado de mí
¿verdad?
—¡No es eso! —replicó él, desesperado.
—¿Lo ves? Ni siquiera intentas disculparte. ¿Por qué no te vas ya? ¡No importa lo
que a mí me ocurra!
—¿Por qué hablas así?
Ella tenía una lágrima resbalándole por una mejilla. Girándose, permitió que él la
viese.
—¿Quién se apiadará de mí? Tú no, o no te alejarías de mí, como haces.
Supongamos que ese Cliff te mate ¿qué sería de mí?
—Volveré, Amada —le prometió Derek—. No temas.
—Es fácil decirlo. ¿Por qué no tienes el valor de reconocer que te alegra irte de mi
lado?
—Porque no quiero dar pie a una discusión interminable.
—¡Bah! Vuelves a hablar como un chiquillo. No contestas ¿verdad? Pero vas a
marcharte, evadiéndote de tus responsabilidades. ¡Huyes!
—¡No huyo!
—Claro que sí, aunque finjas lo contrario. Eres imperfecto.
—¡No lo soy, no lo soy! ¡Y no huyo! Se necesita mucho valor para hacer lo que voy a
hacer.
—¡Tienes un concepto demasiado elevado de ti mismo!
Derek, entonces, se alejó con petulancia, sin dignidad. Se encaminó hacia la
plataforma de lanzamiento. Poco después echó a correr.
—¡Derek! ¡Derek! —le gritó ella.
Él no contestó.
Mi Señora cogió al pequeño minicoypu por el cuello. Colérica, lo arrojó al tanque de
agua más próximo. Se transformó en un pez y nadó hacia las profundidades.
Derek viajaba hacia la Veil Nebula en su impulsador de velocidad-luz. Zarpó solitario,
con el impulsador parecido a una aleta enorme en forma de arco, recubierto de células
fotónicas, que absorbían su fuerza motriz del denso y polvoriento vacío del espacio. A
mitad de la aleta se hallaba la cápsula en que viajaba Derek, sin conocimiento durante la
mayor parte de la travesía, la cual abarcaba un cuarto de la distancia en siglos-luz del
Sector Rojo.
Durante cierto tiempo, Derek permaneció sentado con el rostro delante del receptor,
verificando las temperaturas de abajo. Como tenía que trabajar con temperaturas que se
acercaban al cero absoluto, esto no era sencillo; sin embargo, cuando el Cliff quedó
situado completamente debajo de la nave, no tuvo la menor duda al respecto; se dibujó
tan claramente en su intervisión como lo hubiera hecho en la pantalla de un radar.
—¡Allí está! —exclamó Derek.
Jon había vuelto a la parte anterior del aparato. Compulsó las coordenadas en el
cerebro electrónico del impulsador-luz, esperó y las leyó cuando el Cliff volvió a hallarse
debajo del aparato en la segunda órbita.
Asintiendo, Derek comenzó a prepararse para el salto. Sin apresurarse, se puso su
traje espacial, verificando cada uno de sus detalles, abriendo los paragravitatorios hasta
que flotó, y volviendo a cerrarlos, y luego corrigiendo todos los broches hasta que el traje
quedó perfectamente encajado.
—Trescientos noventa y cinco segundos hasta el próximo cenit —le anunció Jon.
—¿Sabes cómo maniobrar para recogerme?
—Sí, mi Señor.
—No activaré el transistor hasta que me halle en órbita.
—Entiendo, señor.
—De acuerdo. Voy a saltar.
Como una pequeña prisión animada, se acercó cautelosamente a la escotilla.
Tres minutos antes de hallarse sobre el Cliff, Derek abrió el portón exterior y se
zambulló en un mar de nubes. Un breve estallido en su traje espacial le alejó de la órbita
del impulsador-luz. Una nube le absorbió cuando caía.
Los veinte áridos planetas que rodean a Festi contienen sólo una infinitésima fracción
de los misterios de la Starswarm. Cada globo del Universo oculta su propio secreto. En
algunos, como en Abrogun, su finalidad se manifiesta en una clase de ser que puede
adoptar formas distintas, saltar a los caminos espaciales y desbastar sus propósitos en
un ambiente civilizado y extraplanetario. En otros, la finalidad permanece sombría,
oscura; sólo los seres humanos, urdiendo sus oscuras pautas de voluntad e impulsión,
retaron a esos seres extraños a arrebatarles la nueva sabiduría que podía añadirse a la
antigua.
Todo conocimiento tiene su influencia. A través de los milenios, durante los que ha
sido practicable el vuelo interestelar, la humanidad se vio insensiblemente moldeada por
sus propios descubrimientos; junto con su perdida ingenuidad, desapareció su estabilidad
genética. A medida que el hombre cayó como la lluvia sobre otros planetas, su familia
perdió su original dibujo hereditario; cada centro de civilización crea nuevos modos de
pensar, de sentir, de conformar la vida. En el Sector Rojo, el hombre que se había
zambullido para ir al encuentro de una entidad llamada Cliff, era más humano en sus
sufrimientos que en su aspecto.
El Cliff había destruido todas las naves espaciales o impulsadores-luz que habían
aterrizado en su desolado globo. Tras largos estudios desde órbitas seguras, los sabios
de Estrella Uno llegaron a la teoría de que el Cliff atacaba a cualquier considerable fuente
de poder, como un hombre atacaría a una mosca que zumbase continuamente a su
alrededor. Derek Ende, sólo y sin fuerza motriz, excepto los motores de su traje, estaría a
salvo, al menos en teoría.
Descendiendo con los paragravitadores, fue hundiéndose cada vez más en la noche
planetaria. Cuando la última nube se desprendió de sus espaldas y un fuerte vendaval le
zarandeó, inició su descenso en forma más rápida. Bajo sus pies, el terreno iba
creciendo. En aquel instante, para no verse aplastado, aceleró la caída. Al momento
siguiente, tocaba el suelo de Festi XV. Durante un buen rato permaneció descansando y
dejando que el traje se enfriase.
La oscuridad no era completa. Aunque casi ninguna luz solar rozaba aquel continente,
había unos resplandores verdes que surgían del suelo e iluminaban los contornos.
Queriendo acostumbrar sus ojos al resplandor, no encendió las luces de su cabeza,
hombros, estómago o manos.
Algo como una corriente de fuego corría a su izquierda. Como el resplandor que
irradiaba era pobre y acanalado, se confundía con su propia sombra, de manera que el
humo que despedía, distorsionado en barras por el tamaño del satélite 4-G, parecía rodar
sobre el terreno como las plantas silvestres llamadas rodaderas. Más allá había grandes
manantiales de fuego, seguramente etano y metano que, al quemarse, dejaban oír un
ruido como el de la carne al freírse, surgiendo hacia lo alto con una energía que teñía de
azul las bajas nubes. En otro lugar, un géiser luminoso sobre una eminencia, se
desenvolvía en una serie de espirales de humo, espirales que se extendían hacia arriba
como una seta. Por todas partes, ardían espirales de fuego blanco sin moverse ni hacer
humo; uno de ellos estaba a la derecha del lugar donde yacía Derek, como una perfecta y
reluciente espada.
Derek asintió en aprobación. Su caída había tenido lugar en el sitio más apropiado.
Aquélla era la Región Del Fuego, en la que vivía el Cliff.
Estar allí tendido resultaba agradable, así como contemplar atentamente un paisaje
jamás visto por el hombre. Pero a los pocos instantes se dio cuenta de que un amplio
fragmento del paisaje no ofrecía el menor signo de iluminación. Observó dicho trecho con
la intervisión... y descubrió que era el Cliff.
La inmensa mole de la Cosa, ocultaba la luminosidad del suelo y se elevaba hasta
eclipsar las nubes sobre su cumbre.
A su visión los corazones primario y secundario de Derek aceleraron sus pulsaciones.
Tendido en el suelo, pegado al mismo, con los paragravitadores manteniéndole al nivel
de 1-G, observó atentamente la Cosa; luego tragó para aclararse la garganta; sus ojos
escudriñaron el mosaico de luz y sombras en un esfuerzo para delinear el Cliff.
Una cosa era cierta: ¡era enorme! Se lamentó de que, aunque los fotosistores le
permitían usar su intervisión sobre los objetos situados más allá de su traje espacial,
aquel sentido se hallaba distorsionado por el despliegue de fuegos eternos. Luego, en un
momento de lucidez, tuvo una visión perfecta: ¡el Cliff se hallaba a cierta distancia ! A
juzgar por las primeras observaciones, había creído que se hallaba sólo a cien pasos de
distancia.
Se dio cuenta de su enorme tamaño. ¡Era inmenso!
Momentáneamente, se recreó en su contemplación. La única clase de tareas dignas
de ser emprendidas eran las imposibles. Los astrofísicos de Estrella Uno mantenían la
teoría de que el Cliff tenía inteligencia en cierto sentido, y le habían pedido a Derek que
obtuviese una muestra de su carne. ¿Pero cómo arañar a un ser del tamaño de una
diminuta luna?
Mientras estuvo allí tendido, el viento agitaba las capas y los suspensores de su traje.
Gradualmente, empero, Derek se dio cuenta de que la vibración que sentía por el
constante movimiento había cambiado. Experimentaba una nueva fuerza. Miró en torno y
colocó su enguantada mano sobre el suelo.
El viento ya no vibraba. Era la tierra la que se agitaba. Festi temblaba. ¡El Cliff se
estaba moviendo!
Cuando levantó la vista normal y la interna, vio la trayectoria que seguía. Agitándose
pausadamente, el Cliff se dirigía hacia él.
—Si tiene inteligencia, razonará, si es que me ha detectado, que soy demasiado
pequeño para causarle daño. Por tanto, no me hará nada y nada tengo que temer —se
dijo Derek. Pero aquella lógica no le tranquilizó.
Un pseudópodo absorbente, activado por una simple glándula humedecida en la
corona de su casco, se deslizó por su frente y le secó el sudor.
La visibilidad estaba agitada como un trapo en un sótano. El avance del Cliff era algo
que Derek intuía más que veía. Las masas de nubes obstruían la cumbre de la Cosa, tal
como ésta eclipsaba ya los manantiales de fuego. Ante su proximidad, hasta la médula se
le heló a Derek en sus huesos.
Y entonces ocurrió algo.
Las piernas del traje de Derek se movieron. Y los brazos. Y todo el cuerpo.
Intrigado, Derek envaró sus piernas. Irresistiblemente, las rodillas del traje se
flexionaron, forzando a las de carne a hacer lo mismo. Y no sólo las rodillas, sino también
los brazos se doblaron por las costuras del traje, No podía mantenerse quieto sin correr el
peligro de romperse los huesos.
Sumamente alarmado, comenzó a flexionar su cuerpo para mantenerlo al ritmo de su
traje, copiando sus gestos como un ser idiotizado.
Como si de repente hubiese aprendido a arrastrarse, el traje comenzó a moverse
hacia delante. Derek, en su interior, hizo lo mismo.
Le asaltó un pensamiento irónico. No sólo era la montaña la que tenía que ir a
Mahoma; Mahoma se veía obligado a ir hacia la montaña.
No podía impedir el avance, no era dueño de sus movimientos, su voluntad era inútil.
Con la comprensión, notó cierto alivio. Su Amada no podría reprocharle lo que sucediese.
Por entre las tinieblas se arrastró sobre las manos y las rodillas, en dirección al Cliff,
prisionero de una prisión animada.
La única idea constructiva que le asaltó fue que su traje, de manera ignorada, se veía
sujeto al Cliff; no sabía cómo ni lo sospechaba. Se arrastró. Ahora casi se sentía relajado,
dejando que sus miembros se movieron a la par que los del traje.
El humo le rodeaba. Las vibraciones cesaron, diciéndole que el Cliff se hahía
detenido. Levantando la cabeza, no pudo ver más que humo, quizá producido por la
masa del Cliff al avanzar por el terreno. Cuando la humareda se desvaneció no vio más
que tinieblas. ¡La Cosa se hallaba directamente al frente!
Se sintió desquiciado. De repente comenzó a trepar, siguiendo los involuntarios
movimientos del traje.
Debajo de su cuerpo sentía una substancia dura, aunque dúctil. El traje iba trepando
penosamente en un ángulo de sesenta y cinco grados; los sujetadores crujían, los
paragravitadores zumbaban. Estaba ascendiendo por el Cliff.
En la mente de Derek no había ya la menor duda de que la Cosa poseía lo que podía
llamarse volición, si no conciencia. También poseía un poder que no alcanzaba a un
hombre; podía impartir aquella volición a un objeto inanimado como el traje. Desvalido en
su interior, Derek llevó aún más adelante sus consideraciones. Aquel poder de impartir la
volición parecía tener cierto límite; de otra forma, el Cliff seguramente no se habría
molestado en trasladar su gigantesca masa, sino que habría obligado al traje a cubrir todo
el trayecto. Si este razonamiento era exacto, el impulsador-luz se hallaba a salvo de ser
capturado en órbita.
El movimiento de sus brazos le distrajo. Su traje estaba horadando el Cliff. Sin
prestarle ayuda, permitió que sus manos efectuasen movimientos como los de la
natación. Si iba a entrar en el interior del Cliff sólo podía ser para ser dirigido por el
mismo; sin embargo, intentó luchar, aun sabiendo que la lucha era inútil.
Proyectándose contra la masa pétrea, y dúctil a la vez, el traje se acurrucó en su
interior y efectuó un movimiento sibilante de fricción que cesó casi al instante en que se
detuvo, dejando a Derek inmerso en la más sólida clase de aislamiento.
Para combatir aquella especie de claustrofobia por la que se veía asaltado, intentó
encender la luz de su cabeza, pero las mangas de su traje estaban tan rígidas que no
logró flexionarlas para alcanzar la palanca. Todo lo que podía hacer era yacer en su
concha y contemplar las tinieblas borrosas del Cliff.
Pero aquellas tinieblas no eran borrosas por completo. Sus oídos detectaron una
constante “vacilación” a lo largo de la superficie exterior de su traje. Su intervisión
discernió una forma sin significado más allá de su casco. Y aunque enfocó las antenas,
no pudo hallarle sentido a la forma; no tenía ni simetría ni significado para él...
Sin embargo, para su cuerpo sí parecía tenerlo. Derek sintió el temblor de sus
extremidades, el aceleramiento de su pulso, y unas impresiones borrosas que nunca
había percibido. Aquello le dio a entender que se hallaba en contacto con fuerzas de las
que no tenía conocimiento; contrariamente, que algo se hallaba en contacto con él, sin
conocimiento de sus propios poderes.
Una inmensa pesadez se apoderó de él. Las fuerzas de la vida actuaban en su
interior. Sentía más vívidamente que antes el enorme tamaño del Cliff, aquel promontorio
viviente hasta cierto punto. Aunque se hallaba sumamente disminuido por la masa total
del Festi XV, era tan grande como un asteroide regular. Derek pudo imaginarse un
asteroide, producto de una explosión de gases en la superficie del sol Festi. Medio sólido,
medio fungido, la materia había dado vueltas en torno al sol en una órbita excéntrica.
Enfriándose bajo diversas presiones contrarias entre sí, su interior había cristalizado en
una forma única. Así, con su superficie semiplástica, existía desde hacía millones de
años, acumulando gradualmente una carga electrostática que le abrumaba... y esperaba
y elaboraba los ácidos de la vida en su cristalino corazón.
Festi era un sistema estable, pero una vez cada cierto número de millones de años,
los gigantescos primero, segundo y tercer planetas conseguían ponerse en perihelio con
el sol y, simultáneamente, entre sí. Esto ocurría asimismo con el acercamiento más
próximo del asteroide; fue arrancado de su órbita y puesto en línea con los planetas.
Inmensas fuerzas eléctricas y gravitatorias habían quedado desencadenadas. El
asteroide había resplandecido, despertando a la conciencia. La vida no había nacido en
él. ¡Él había nacido a la vida, nacido en un cataclismo!
Antes de que hubiese podido hacer otra cosa que saborear su agridulce sensación de
conciencia, había estado en peligro. Alejándose del sol en su nuevo rumbo, se halló
inmerso en la fuerza gravitatoria del planeta 4-G, Festi XV. No poseía otra fuerza que la
gravedad; ésta era para él lo que el oxígeno era para la existencia celular de Abrogun;
aunque no sentía el menor deseo de trocar su curso por el cautiverio, era demasiado
débil para poder resistirse. Por primera vez, el asteroide reconoció que su conciencia
tenía un uso, ya que hasta cierto punto podía controlar el ambiente que le rodeaba. En
lugar de arriesgarse a romperse en la órbita de Festi, adoptó una velocidad interna y al
retardar su propia caída efectuó su primer acto de volición, acto que le llevó estremecido,
pero entero, sobre la superficie del planeta.
Durante un período inconmensurable, aquel asteroide —el Cliff— estuvo asentado en
el superficial cráter causado por su impacto, especulando sin pensar. No conocía más
que la escena inorgánica en torno suyo, ni podía visualizar nada más que aquel paisaje
que tan bien conocía. Gradualmente, llegó a entablar relaciones amistosas con el paisaje.
Formado por la gravedad, la utilizó como un hombre utiliza la respiración; empezó a
mover otras cosas y comenzó a moverse él mismo.
Jamás se le había ocurrido al ser-promontorio que no estuviese solo en el Universo.
Ahora que sabía que había otra clase de existencia, aceptaba el hecho. La otra vida no
era como la suya, esto lo había aceptado. La otra vida tenía sus propios requerimientos,
tenía una necesidad que él aceptaba. No sabía nada de preguntas ni dudas. Él también
sentía una necesidad, lo mismo que la otra vida, por lo que ambas debían acomodarse
entre sí, ya que la acomodación era el reajuste a la presión, y ésta era una respuesta que
comprendía.
El traje de Derek Ende comenzó a moverse de nuevo bajo el influjo de la volición
externa. Cautelosamente se abrió paso hacia atrás. Fue arrojado de las entrañas del Cliff,
el promontorio viviente. Yació inmóvil en el suelo.
También Derek estaba inmóvil. Apenas tenía conciencia de sí mismo. Borrosamente,
fue juntando los retazos de lo que había podido enterarse.
El Cliff se había comunicado con él. Si lo hubiese dudado, la evidencia de ello yacía
en el hueco de su brazo izquierdo.
—¡Y sin embargo... sin embargo, no podía comunicarse conmigo! —murmuró. Pero
se había comunicado; todavía se hallaba medio inconsciente con la carga de aquellas
revelaciones.
El Cliff carecía de algo parecido a un cerebro. No había tampoco “reconocido” el
cerebro de Derek. Por tanto, se había comunicado con la única parte de aquél que
reconocía; le había comunicado su forma de existencia directamente a su organización
celular, y probablemente en particular a aquellas estructuras citoplásmicas, las
mitocondrias, las fuentes del poder de las células. Su cerebro había sido ignorado, pero
sus células, individualmente, habían aceptado la información ofrecida.
Reconoció las sensaciones de debilidad de su cuerpo. El Cliff le había agotado su
poder. Aunque no había podido agotarle la impresión de triunfo ya que el Cliff también
había aceptado información al mismo tiempo que la daba. El Cliff había aprendido que
existía otra clase de existencia en otras partes del Universo.
Sin vacilación, sin dudas, le había entregado una parte de sí mismo para que fuese
llevada a otras partes del Universo. La misión de Derek había concluido.
En el gesto de Cliff, Derek entendía uno de los apremios más profundos de las cosas
vivas; el apremio de impresionar a otra cosa viviente. Sonriendo victorioso, logró ponerse
de pie.
Derek se hallaba solo en la Región del Fuego. Una llama triste y fluctuante todavía, le
mostraba el oscuro ambiente, pero el Cliff, el promontorio con vida, había desaparecido.
Derek había flotado en el umbral de la conciencia más tiempo del que pensaba. Consultó
su cronómetro y vio que era la hora de dirigirse a su cita con el impulsador-luz.
Aumentando la temperatura de su traje para equilibrar el frío que comenzaba a helarle los
huesos, puso en marcha la unidad paragravitatoria y se elevó.
Las nubes parecieron descender hacia él, tragándoselo. Festi desapareció de su
vista. No tardó en hallarse más allá de las nubes y la atmósfera.
Bajo la dirección de Jon, la nave espacial se acercó con las instrucciones del
transistor de Derek. A los pocos minutos, emparejaron las velocidades y Derek trepó a
bordo.
—¿Todo ha ido bien? —preguntó el partheno, cuando su amo se tambaleó en el
asiento.
—Sí... sólo me siento algo débil. Ya te lo contaré todo cuando efectúe el informe en
cinta para Pyrylyn. Estarán muy complacidos allí.
Le mostró un fragmento de materia que se había expansionado hasta el tamaño de
un pavo y se lo entregó a Jon.
—No lo toques con las manos desnudas. Ponlo en una gaveta de baja temperatura
bajo las 4-G. Es un pequeño recuerdo de Festi.
El Eyebright de Pynnati, una de las principales ciudades del planeta Pyrylyn, era
donde un ser podía divertirse de las maneras más agradables y diversas. Allí fue donde
los anfitriones de Derek Ende le llevaron, mientras Jon se quedaba esperándole.
Estaban tumbados en una especie de nido con divanes, que lentamente iba girando,
ofreciéndoles una visión completa de otras estancias de divanes y pistas de baile. La
habitación también se movía. Sus paredes eran transparentes y a su través podían
contemplar una vista siempre cambiante, a medida que el cuarto se deslizaba arriba y
abajo, por la estructura metálica del Eyebright. Primero estuvieron en el exterior de la
estructura, con las resplandecientes luces nocturnas de Pynnati parpadeándoles como si
les guiñasen íntimamente ante su deleite. Luego se deslizaron hacia el interior, para
verse rodeados por estancias de placer, claramente visibles en todos sus detalles en
tanto ellos se movían arriba, abajo o en dirección horizontal.
Derek yacía inquieto en su diván. Ante él veía la imagen de su Amada; podía
figurarse lo que pensaría de aquella fiesta sin consecuencias; la despreciaría con frialdad.
Por ello, el placer de Derek estaba quedando reducido a cenizas.
—Supongo que te marcharás a Abrogun lo antes posible, ¿verdad?
—¿Eh? —gruñó Derek.
—Dije que supongo que regresarás pronto a tu casa —el que hablaba era Belix Ix
Sappose, Administrador Jefe de la Estrella Uno; como anfitrión de Derek, aquella noche
estaba tendido en el diván contiguo.
—Lo siento, Belix... Sí, tendré que regresar.
—No digas “tendré”. Has descubierto una forma de vida completamente nueva, según
ya he informado a la Central de Starswarm; ahora podemos intentar establecer contacto
con la entidad del Festi XV, al menos hasta cierto grado. El gobierno puede mostrarte
fácilmente su gratitud recompensándote con un cargo aquí; como ya sabes, poseo cierto
influjo a este respecto. No me imagino que Abrogun, en su actual estado de parálisis
política, le ofrezca a un hombre de tu calibre nada de valor. Además, vuestro sistema de
matriarcado deja mucho que desear.
Derek pensó en lo que Abrogun le ofrecía; se hallaba ligado a su planeta. Aquellas
personas decadentes no comprendían como un humano podía hallarse atado por un
contrato.
—Bien, ¿qué dices, Ende? No he hablado en balde —Belix Ix Sappose golpeó el
sistema vibrátil de Derek con impaciencia.
—Eh... Sí, descubrirán muchas cosas en el Cliff. Pero esto no me incumbe. Mi parte
en la tarea ha concluido. Yo soy un obrero, no un intelectual.
—No has contestado a mi sugerencia.
Contempló a Belix algo vejado. Belix era un Unglado, una de las especies que más
habían hecho para pacificar la galaxia. Su espinazo poseía un complicado sistema
vibrátil, desde el que sus seis ojos negros contemplaban a Derek con manifiesta irritación.
Otros miembros de la fiesta, incluyendo a Jupkey, la esposa de Belix, también le estaban
mirando.
—Debo volver —decidió Derek. ¿Qué le había dicho Belix? ¿Le ofrecía un empleo?
Inquieto, se revolvió en su diván, sintiéndose oprimido como siempre le ocurría cuando se
hallaba rodeado por gente a la que apenas conocía.
—Estás aburrido, Ende.
—No, en absoluto. Perdón, Belix. Me hallo abrumado como nunca por el lujo de
Eyebright. Estaba contemplando a los bailarines desnudos.
—¿Puedo brindarte una joven?
—No, gracias.
—¿Un muchacho tal vez?
—No, muchas gracias.
—¿Quizá prefieres tratar a los asexuales de Céfidos?
—Ahora, no; gracias.
—Entonces, nos perdonarás si Jupkey y yo nos desprendemos de las ropas y nos
unimos a los bailarines —dijo Belix secamente.
Cuando se trasladaron a la pista de baile, Derek oyó como Jupkey decía algo de lo
que él sólo alcanzó a entender la frase “arrogante abroguniano”. Sus ojos se encontraron
con los de Jon, en el umbral, esperándole; también el partheno había oído el susurro.
Para ocultar su mortificación, Derek se levantó y comenzó a medir con sus pasos la
estancia. Se fue abriendo paso por entre los grupos de bailarines desnudos, ignorando
sus quejas.
En una de las puertas había una escalera flotante. Saltó a ella para huir de la multitud.
Cuatro jóvenes estaban bajando por la escalinata. Iban alegremente ataviadas, con
piedras resonantes en sus vestidos. Tenían los rostros resplandecientes de dicha, riendo
y charlando. Derek se detuvo y dejó pasar a las muchachas Una de ellas le reconoció.
Instintivamente, Derek la llamó por su nombre:
—¡Eva!
Ella ya le había visto. Dejando a sus compañeras se le acercó, bailando al descender
el último peldaño con una graciosa pirueta.
—¡Conque el héroe de Abrogun sube una vez más las doradas escaleras de Pynnati!
Bien, Derek Ende, tus ojos son tan oscuros como siempre, y tu semblante tan erguido!
Al mirarla, las trompetas de la orquesta se acompasaron por primera vez aquella
noche con su estado de ánimo, y su placer pareció flotar en su garganta.
—¡Eva! ¡Estás tan bella como siempre! Y no tienes a ningún joven a tu lado.
—Las fuerzas de la coincidencia trabajan en favor tuyo —rió ella... sí, Derek
recordaba aquel sonido—. Oí decir —continuó ya con gravedad— que estabas aquí con
Belix Ix Sappose y su esposa, por lo que he cometido la gran locura de venir a verte.
¿Recuerdas cuán aficionada soy a cometer grandes locuras?
—¿Tan loca?
—¡Tan aficionada! Pero tú tienes menos habilidad para cambiar, Derek Ende, que el
núcleo de Pyrylyn. Suponer lo contrario es una locura; y saber cuán inalterable eres y aún
venir a verte, doble locura.
La cogió de la mano, empezando a llevarla escaleras arriba; las estancias se iban
moviendo a cada lado como manchas borrosas para sus ojos.
—¿Todavía llevas en tu interior aquel pesar?
—Eso yace entre ambos, y no pienso suprimirlo. Temo tu inmutabilidad porque yo soy
como una mariposa contra tu castillo sombrío.
—Eres maravillosa, Eva, tan maravillosa... ¿Y no puede una mariposa reposar sobre
un muro del castillo sin dañarse?
—¡Muros...! ¡No puedo soportar tus muros, Derek! ¿Soy acaso una perforadora que
debe atravesar tus muros? A ambos lados de los mismos, dentro o fuera, sería una
prisionera.
—Bien, no discutamos hasta que hayamos hallado un punto de acuerdo en común —
objetó Derek—. Ah, aquí están las estrellas. ¿No podríamos ponernos de acuerdo
respecto a ellas?
—Ambos las contemplamos con indiferencia —contestó la joven, mirando hacia el
exterior y cogiéndole el brazo para que le rodease la cintura. La escalera había
alcanzando el cenit de su travesía y se movía ahora lentamente a lo largo del reborde
superior de Eyebright. Estaban de pie en el peldaño superior, con las imágenes nocturnas
relampagueantes hacia ellos a través del cristal.
Eva Coll-Kennerlev era una humanoide, pero no de la especie común. Era una
Velura, nacida en los mundos densos del Rojo Exterior, y su piel se hallaba recubierta
con el vello castaño de su especie. Su innata inteligencia estaba empleada en el mismo
departamento de investigación donde trabajaba Belix Ix Sappose; Derek la había
conocido allí en una anterior visita a Pyrylyn. Su amor había sido un asunto de meras
palabras.
La miró, la rozó y no dijo nada. Cuando ella le fulminó con sus líquidas pupilas, él
intentó una torpe sonrisa.
—Porque estoy orientada como una brújula hacia los hombres fuertes, mi ofrecimiento
sigue en pie para ti. ¿No es bastante buen cebo? —le preguntó.
—No creo que seas una trampa, Eva.
—Entonces, ¿durante cuántos siglos vas a refrigerar todavía tu naturaleza en
Abrogun? ¿Todavía sigues siéndole fiel, si es que recuerdo bien tu vocablo de la
esclavitud, a tu Amada, a sus fríos labios y a su seco corazón?
—¡No tengo otra elección!
—Ah, sí; mi debate sobre esta moción quedó derrotado... y más de una vez. ¿Sigue
aún con sus investigaciones sobre la transmutación de las especies?
—Oh, sí, naturalmente. La idea medieval de que una especie puede cambiarse en
otra, era una locura en aquella época; ahora, con la gradual acumulación de la radiación
cósmica en los cuerpos planetarios, y sus efectos sobre la estabilidad genética, es
correcta hasta cierto punto. Mi Amada desea demostrar que las relaciones celulares
pueden ser...
—¡Sí, sí, mira que mantener esta conversación tan grave en Eyebright, el palacio del
placer de Pynnati! ¿Quieres que pueda escucharte cuando deseo hablarte de otras
cosas? Te hallas enclaustrado en ti mismo, Derek, realizando estériles proezas de
heroísmo, sin penetrar nunca en el verdadero mundo. Si te imaginas que podrás vivir así
mucho tiempo y luego volver a mí, estás engañado. Tus muros se elevan más cada vez
en torno a tus oídos, a cada siglo que transcurre, y al final... ¡Bueno, es una falsa
metáfora!, no podré escalarlos.
Incluso en su dolor, la trama de su piel era un placer para su intervisión.
Desvalidamente, meneó la cabeza en un esfuerzo para apartar de sí el hechizo de las
palabras de la joven.
—¡Incluso ahora eres tan grande, tan valiente, tan callado, tan arrogante...! —y sin
transición perceptible, continuó—: Bien, una vez más volveré a ofrecerte mi amor, porque
todavía amo la parte bondadosa que queda de ti dentro del castillo.
—¡No, Eva, por favor!
—¡Sí! Olvida tu tediosa unión con Abrogun y Endehabven, olvida tu enojoso
matriarcado, y vive aquí conmigo. Yo no te querré siempre. Ya sabes que soy una
eudemonista y juzgo por las ventajas que ofrece el placer. Nuestras relaciones sólo
podrían durar uno o dos siglos. Durante ese tiempo, no te negaré nada que pueda
satisfacer tus sentidos.
—¡Eva!
—Al fin y al cabo, nuestras demandas serán satisfechas. Entonces podrás regresar
junto a tu Amada de Endehabven para siempre.
—Eva, ya sabes que detesto este credo del eudemonismo.
—¡Olvida tus creencias! No te pido nada difícil. ¿A quién vas a destrozar? ¿Soy acaso
un pescado, que se compra a peso, seleccionando este pedazo y rechazando el otro?
Derek no contestó.
—En realidad, no me necesitas —dijo al cabo—. Ya lo posees todo: belleza, ingenio,
sentido, calor, sentimientos, equilibrio, comodidad... Ella no tiene nada. Es superficial,
desmañada, fría... ¡Oh, ella me necesita, Eva!
—Te estás excusando a ti mismo, no por ella.
Se volvió de espaldas a él con la ligereza de movimiento de los Veluras, y descendió
corriendo la escalera.
Las iluminadas cámaras giraban en torno de Derek como burbujas de luz.
Todos sus intentos para explicarse a sí mismo sus sentimientos quedaron anegados
en un creciente mar de confusión. Corrió tras la joven, asiéndola del brazo.
—¡Escúchame!
—¡Nadie en Pyrylyn podría escuchar tus tonterías masoquistas! Eres un tonto
arrogante, Derek, y yo soy una débil de cerebro. ¡Suéltame!
Cuando llegó la siguiente cámara, ella saltó dentro y desapareció entre la multitud.
No todas las cámaras de Eyebright estaban iluminadas. Algunos placeres eran
preferibles ser gozados en las tinieblas, y aquellos se hallaban inmersos en salas donde
la iluminación sólo arrojaba una penumbra al techo y el resplandor se hallaba
sensualizado con los perfumes más delicados. En una de dichas salas, halló Derek un
lugar donde gemir.
Las diversas partes de su existencia se fueron deslizando ante él, impelidas por el
mismo mecanismo que movía a Eyebright. Siempre había en ellas una presencia.
Colérico, fue viendo cómo siempre había trabajado para satisfacerla. ¡Sí, en cada
esfera de actividades laboraba para satisfacerla! Y de qué modo, cuando aquella
satisfacción concordaba con la suya propia, le parecía el más inmenso de todos los
placeres! Innegablemente, quizá no había satisfacción para él en beber de aquel frío
manantial de placeres, pero, ¿dónde radicaba la satisfacción cuando el placer dependía
de tanta disciplina y tanta subyugación?
—¡Amada, te amo y odio tus necesidades!
Y la disciplina había sido tanta y tan prolongada... que ahora, cuando podía gozar
lejos de ella, apenas sabía cómo empezar. Ya había estado allí antes, en aquella ciudad
donde los hedonistas y los eudemonistas reinaban por doquier, caminando entre los
aromas del placer, entre las mujeres hechiceras, las celebradas bellezas de la capital, en
tanto su Amada se hallaba constantemente en su memoria, sintiendo que se mostraba
incluso en su rostro. La gente le hablaba y él contestaba algo. Nunca supo el qué.
Manifestaban su alegría, y él intentaba imitarles. Se abrían ante él y quería corresponder.
Había esperado que ellos entenderían que su arrogancia enmascaraba su tristeza... ¿o
tal vez había esperado que su tristeza enmascarase su arrogancia? No lo sabía.
¿Quién podía presumir de saberlo? Una cualidad se amparaba en la otra. Y ambas se
negaban a reconocer su participación.
Salió de sus meditaciones sabiendo que Eva se hallaba cerca. ¡No había abandonado
el edificio!
Derek se incorporó a medias en su diván. No sabía cómo había podido hallar su
rastro hasta allí. Al entrar en Eyebright se les entregaba a los visitantes unas piedras
resonantes, mediante las que podían ser seguidos de cámara en cámara; pero puesto
que nadie hubiera podido querer seguirle, Derek había arrojado sus piedras resonantes
antes de dejar el grupo de Belix Sappose.
Oyó la voz de Eva, inimitable, no muy lejos...
—Has buscado el arbusto más impenetrable para ocultar tus encantos...
No captó nada más. La joven se había hundido bajo unos tapices con alguien más.
¡No le había buscado a él! Un profundo alivio y un hondo pesar conmovieron su espíritu...
y cuando volvió a prestar atención, escuchó su nombre.
Avergonzado, permaneció agazapado, escuchando. Al momento, su intervisión le
indicó con quién conversaba Eva. Reconoció la forma de las antenas; Belix estaba allí,
con Jupkey tendida en un diván cercano.
—...a menos que volvamos a intentarlo. Derek se hallaba demasiado ensoberbecido
—afirmaba Eva.
—Como adentrado en sí mismo —corroboró Belix—. Sí, estamos de acuerdo, Eva.
Todo es soberbia, querida, soberbia pura entre esos abrogunianos. Considerándolo
científicamente, Abrogun es el último bastión de una cultura en bancarrota. Los
abrogunianos apenas suman mil en la actualidad. Desdeñan los grados sociales y las
ocasiones. Han servido para la cría partenogénica de esclavos. Son ingénitos. En
consecuencia, se han convertido prácticamente en una especie aparte. Eso puede verse
en nuestro amigo Ende. Una tragedia, Eva, pero que debes afrontar.
—Probablemente tienes razón —terció Jupkey, indolentemente—. ¿Quién, si no un
abroguniano, haría lo que Derek hizo en Festi?
—¡No, no! —protestó Eva—. Derek se halla dirigido por una mujer, no por su
arrogancia ni su soberbia.
—En el caso de Ende, ambas cosas son una sola, querida, créeme. Considera su
estructura social. Los esclavos parthenos lo han reemplazado todo, salvo un puñado de
hombres auténticos. Viven en sus grandes fincas, regidos por un matriarcado.
—Sí, lo sé, pero Derek...
—Derek se halla esclavizado por el sistema. Han caído todos en una pauta de
apareamiento sin precedentes en Starswarm. Los hijos de una familia se casan con sus
madres, no sólo para perpetuar la especie, sino porque una hembra productora se ha
convertido en algo raro. La Amada de Derek, es a la vez madre y esposa para él. Y el
factor de la longevidad le asegura una rigidez emocional que casi nada puede
quebrantar... ¡Ni siquiera tú, mi dulce Eva!
—¡Esta noche ha estado a punto de quebrantarse!
—Lo dudo —replicó Belix—. Ende tal vez desee huir de su enclaustrado hogar, pero
las mismas fuerzas que le obligan a abandonarlo le atraen irresistiblemente
—¡Te aseguro que ha estado a punto de ceder... pero yo abandoné antes!
—Bien, como Teer Ruche me dijo hace muchos siglos, sólo uno que odie al placer
sabe cómo dar forma a uno que odie el placer. Yo aseguraría que has tenido suerte de
que él no haya cedido. No habrías tenido más que a un bebé entre tus manos.
La risa con que ella contestó, sonaba a falsa.
—La Dama de Endehabven, es quien lo ha conseguido. No volveré a intentar de
nuevo la experiencia de convencerle... aunque me parece que se halla bajo un
agotamiento demasiado grande para que resista mucho tiempo. ¡Oh, es realmente
inmoral! Se merece algo mejor.
—Éste es un juicio moral tuyo, Eva —exclamó Jupkey, divertida.
—Te aconsejo que te olvides de ese tipo, Eva. Además, es escasamente articulado,
por lo cual no te serviría ni para una temporada.
El invisible oyente no pudo soportar más. Una rabia súbita... tanto contra sí mismo
como contra los que estaban conversando, estalló en su interior. Incorporándose, asió el
respaldo del diván en que se hallaban Belix y Jupkey, suponiendo salvajemente que
podría arrojarles al suelo.
Demasiado tarde, su intervisión le advirtió de la verdadera naturaleza del diván. En
vez de volcarse, giró sobre sí mismo, enviándole una oleada de líquido. Los dos eran
Unglados y estaban tendidos en un baño cálido aromado de esencias.
Eva gritó pidiendo luces. Otros ocupantes del salón también gritaron, protestando que
las tinieblas debían prevalecer a toda costa. Dejando sólo su dignidad detrás, Derek
corrió hacia la salida, abandonando la confusión para marcharse como pudiese.
Disgustado, colérico, se abrió paso hacia la portalada de Eyebright. Los apresurados
pasos de Jon le siguieron como un eco durante todo el trayecto hacia el aeródromo
espacial.
No tardaría en estar de vuelta en Endehabven. Aunque siempre fracasase en sus
tratos con los otros humanoides, allí al menos conocía cada pulgada de su territorio.
REGRESO
De haber habido un encantamiento en Endehabven, no habría reinado mayor quietud
cuando Derek llegó a su hogar.
Le comunicó a mi Señora su llegada tan pronto como el impulsador-luz entró en
órbita. Les vi, a él y a Jon, por el receptor, sobrevolando por los bordes de la isla, hacia el
fiordo, con sus aguas silenciosas.
Durante todo el tiempo el viento sopló bajo como impulsado por una maldición, y
ninguno de nuestros altísimos arbustos se agitaron.
—¿Dónde está la Señora, Hols? — me preguntó el amo, cuando acudí a saludarle y a
ayudarle a salir de su traje espacial.
—Me rogó que le informase que se halla recluida en sus habitaciones y no puede
verle, mi Señor.
Me miró a los ojos, lo cual hacía muy raramente.
—¿Está enferma?
—No, me manifestó sencillamente que no podía verle.
Sin esperar a quitarse el traje por completo, entró de prisa en la casa.
Durante los dos días siguientes, prefirió permanecer en su habitación, mientras mi
Señora insistía en quedarse en las suyas. Una vez se paseó por entre los tanques
experimentales y las jaulas de los animalitos. Le vi pescar un pez y arrojarlo al aire,
contemplándolo mientras luchaba por adoptar su nueva forma, y volar luego hasta
perderse entre un grupo de cúmulos bajos. Pero estaba claro que se hallaba menos
interesado en la transmutación que en el simbolismo del vuelo de la carpa.
Casi todo el tiempo se lo pasó sentado compilando las cintas de grabación en las que
iba narrando las experiencias de su existencia. Todo un muro se hallaba recubierto por
archivos llenos de tales cintas: los petrificados redobles de los pasados siglos. Gracias a
las últimas cintas he compilado secretamente este relato; debido a su voz.
[…falta…]
Andando de espaldas y situándose delante de ella, de espaldas al agua, continuó:
—Cuando estuve allá, oí hablar a la gente de Pyrylyn. Estaban discutiendo las
costumbres de nuestro sistema matrimonial.
—No es asunto suyo.
—Tal vez no. Pero lo que dijeron me dio mucho que pensar.
Mi Señora dejó el abejón en una jaulita, sin comentarios.
—¿No me escuchas, Amada?
—Continúa.
—Escúchame, entonces, con simpatía. Considera toda la historia de la exploración
galáctica, o, incluso, más atrás, considera los exploradores de los mundos sin vuelos
espaciales. Eran hombres valientes, claro, ¿pero no sería extraño que la mayoría de ellos
sólo se hubiesen aventurado en lo desconocido sólo por no poder resistir las discusiones
de su hogar?
Calló. Ella se había vuelto hacia él; la sonrisa sarcástica de su expresión se había
trocado en otra de furor.
—¿Intentas decirme que así es como te consideras: un mártir? Derek, cuánto debes
odiarme... No sólo te alejas, sino que secretamente me reprochas el tener que alejarte.
¡No importa que te suplique un millón de veces que te quedes aquí...! No, toda la culpa es
mía. ¡Yo soy quien te obliga a marcharte! ¿Esto es lo que les has contado a tus
encantadores amigos de Pyrylyn? ¡Oh, cuánto debes odiarme!
Salvajemente, él la asió de las muñecas. Ella chilló, pidiéndome ayuda, y luchó contra
Derek. Yo me acerqué, pero luego me detuve, representando mi acostumbrado papel de
impotencia. Él masculló unas palabras, conminándola a callarse, por lo que ella chilló
más, debatiéndose furiosa entre sus brazos, ambos agitados en sus emociones.
Él le abofeteó el semblante.
Al instante mi Señora se aquietó. Casi cerró los ojos, pareciendo estar en éxtasis. De
pie, frente a él, tenía la postura de una mujer ofreciéndose.
—¡Sigue, pégame! ¡Quiero que me pegues! —susurró.
Derek se hallaba demasiado alterado con sus propias palabras y la mirada y el
aspecto de su Amada. Al comprender por primera vez su carácter, bajó los puños y
retrocedió, mirándola con la boca abierta. Sus pies no hallaron resistencia. De pronto giró
sobre sí mismo, extendió los brazos como para volar y cayó por el abismo.
El grito de mi Señora le fue siguiendo en su caída.
Tan pronto como el cuerpo de Derek hizo impacto en el agua, empezó a cambiar. Una
masa espumosa señaló la lucha que sostuvo bajo el agua. Luego, una foca surgió a la
superficie, se zambulló en la siguiente ola, y nadó hacia el mar abierto, en el que soplaba
una brisa refrescante.
SECTOR GRIS
La originalidad puede buscarse en la Era 124. La diversión está por todas ellas, la
originalidad, no. Como dijo un humorista:
—¡Cada día alguien, en algún lugar del Universo está inventando la pólvora!
Todo esto cuadra bien con la Teoría de la Superanualidad Multigrado, que permite
que idénticos acontecimientos ocurran en mundos distintos y en momentos diferentes.
Los hombres evolucionan; las características familiares se alteran; el antiguo y mítico
Adán continúa sin regenerarse. De aquí sus persistentes normas de agresión que
conducen a la guerra.
Una obra como la presente, que intenta explorar la galaxia Starswarm en un momento
particular de su historia, debe permitirse un esbozo. aunque pequeño, de una de sus
campañas, si desea ser representativa.
Podemos elegir entre muchos conflictos.
Quizás uno de los más notables esté teniendo lugar actualmente en la extraña
formación estelar conocida como el Volante Alfa, más allá del límite del Sector Gris. No
tenemos tiempo, ni la sensible habilidad para describir una guerra en toda su grandeza,
tal como se libra entre dos razas de seres telesensoriales.
Hoy sabemos mucho más del Volante Alfa que antaño. El Volante, simplemente, dejó
de desenvolverse. Continúa siendo una región sólo a un año y medio luz de distancia,
que en sus fronteras retiene muchos materiales extraños e, incluso, sus propias leyes
físicas.
Un ejemplo: la desproporción en la composición química de este embrionario universo
ha dado por resultado una considerable liberación de oxígeno. Su abundancia es tan
enorme que llena lo que podríamos denominar espacio interplanetario, mantenido allí por
las altas fuerzas gravitatorias y centrífugas del sistema. Así, los ochocientos planetas que
comprende el Volante, comparten una atmósfera común.
No es difícil establecer un paralelo entre esta rareza y el hecho de que las razas
Jakkapic, sólo ellas en Starswarm, sean telesensoriales. Así como comparten su
atmósfera ambiental, también comparten sus percepciones sensoriales. Y han estado
guerreando entre sí todos los planetas desde que el hombre trabó contacto con ellos.
Conocemos muchos hombres que se hallan divididos contra sí mismos, pese a cuanto
pueda lograr la psicoterapia. Las razas Jakkapic sufren de igual mal. Sus guerras son
terribles porque cada golpe asestado al enemigo hiere al amigo y viceversa.
Los movimientos de las máquinas de guerra de los Jakkapic son tan fáciles de
predecir para el enemigo como los movimientos de sus tropas. Sus mentalidades son
iguales, por tanto, sus máquinas, que en esencia son la extensión de sus mentes, no
pueden ser nunca secretas. En esta mortal partida de ajedrez ya hace muchos eones que
la suspensión habría hecho acto de presencia, de no haber sido por el elemento de la
mortalidad. Los corazones y los motores sufren fallos iguales. En el momento del fallo,
que es impredecible, tiene lugar una desorganización. Entonces, el enemigo ataca. Los
vastos sistemas de investigación que señalizan a través de las ventiscas del Volante no
buscan los éxitos, sino los fallos.
Los corazones y los motores que aquí nos ocupan, deben ser los humanos. Si
queremos una guerra en términos humanos, no tenemos que alejarnos mucho del
Volante. El planeta Drallab del sistema Eot se halla también en el Sector Gris.
Allí hace ya diez años que se combate. Se trata de una mera escaramuza en la
escala galáctica, y su principal interés reside en el rígido código de honor de las juntas
militares que gobiernan Drallab, que, aunque no se hallan lanzadas de pleno en su
primitiva Era Tecnológica, no permiten el empleo de armas que no puedan ser
transportadas por un solo hombre. Nación Drallabiana tras nación Drallabiana ha
procurado no conculcar esta regla, sino crear hombres más fuertes para que pudiesen
transportar armas más pesadas. Ahora veremos cómo la regla se ha eludido de diferente
forma, mediante el uso de drogas.
Algunas de tales drogas ya estaban superadas hace un millar de milenios en la
Central de Starswarm. En Drallab ahora son nuevas y revolucionarias. Cada día, en algún
lugar, alguien está inventando la pólvora.
El sargento Taylor yacía en su lecho del hospital y estaba soñando.
Era coronel. Había heredado la graduación de su padre y de su abuelo. Había pasado
las primeras noches de su existencia yaciendo en los marjales de As-A-More-kass. Como
había logrado sobrevivir a los hidromonitores y los cocodrilos, le habían permitido
emprender la carrera militar de la familia. El patio de instrucción jamás había estado muy
lejos en su adolescencia. Todas las mujeres que le habían cuidado en sus tiernos años
habían poseído senos de hierro y rostros como botas del ejército.
El jugoso fruto del éxito un día sería suyo.
Era un coronel cuyos barracones durante aquel año de guerra se hallaban bajo tierra.
En el comedor, el Ala Especial se estaba divirtiendo. El lugar se hallaba abarrotado de
militares, con largas mesas llenas de comida y vino, con soldados y mujeres a las que se
había invitado. A pesar del aspecto espartano del comedor, la atmósfera era de fiesta, de
aquella especial clase de orgía a cargo de hombres cuyo lema es: Come, bebe y goza,
que mañana morirás.
El coronel comía y bebía, pero no gozaba. Aunque le complacía ver divertirse a sus
hombres, se hallaba muy distante de su alegría. Sabía lo que ellos habían olvidado: que
en cualquier momento llegaría la llamada. Y entonces todos se marcharían, recogiendo el
equipo y subiendo a la superficie para enfrentarse con la guerra en toda su crueldad.
Todo ello formaba parte de la profesión de coronel, de su existencia. No lo lamentaba,
ni lo temía; pero sí sentía algo parecido vagamente al miedo.
Los rostros a su alrededor se habían convertido en una mancha borrosa. Ahora los
enfocó, preguntándose quiénes y cuántos le acompañarían en su misión. También
contempló a las mujeres.
Bajo la dura condición de la guerra, todos los militares se habían retirado bajo tierra.
Las condiciones allí eran duras, aunque mitigadas por las generosas raciones de nuevos
alimentos y bebidas sintéticos. Después de una década de guerra, el brandy en pasta era
tan bueno como el verdadero líquido, ya que éste había cesado de existir. Las mujeres no
eran sintéticas. Habían abandonado las arruinadas poblaciones del exterior por la
comparativa seguridad de los poblados subterráneos de las guarniciones. Así, la mayoría
de ellas habían salvado sus vidas, aunque para perder su humanidad. Ahora peleaban y
gritaban junto a sus hombres, no importándoles nada sus conquistas.
El coronel las contemplaba con desprecio y compasión. Fuese cual fuese el bando
que ganase la guerra, las mujeres ya habían perdido.
Entonces vio un rostro que ni reía ni gritaba.
Pertenecía a una mujer sentada casi delante de él a la mesa. Estaba escuchando a
un cabo de ojos vidriosos y faz rubicunda, cuyo pesado brazo estaba apoyado sobre la
espalda de la joven, en tanto le iba contando una historia inacabable. Mary, pensó el
coronel. Debía llamarse algo tan simple como Mary.
Su cara era bastante vulgar, salvo que no ostentaba las marcas del vicio y la
vulgaridad tan común en aquella era. Su cabello era castaño claro y sus ojos de un color
azulado intenso. Sus labios no eran afilados, aunque sí su rostro.
Mary se giró y vio cómo el coronel la contemplaba. Le sonrió.
Los momentos de revelación en la vida de un hombre siempre suelen ser
inesperados. El coronel había sido un soldado ordinario; cuando Mary le sonrió, se
convirtió en algo mucho más complejo. Se vio tal como era: un hombre ya envejecido en
sus veinticinco años, que había cedido toda su personalidad a la maquinaria bélica. Aquel
rostro entristecido, bello y vulgar, le hablaba de todo lo que había perdido, del lado
agradable de la vida que sólo conocen un hombre y una mujer cuando aman.
Le dijo más. Le dijo que ni siquiera ahora era demasiado tarde para él. Aquella cara
era una promesa y un reproche, a la vez.
Todo esto y más aún atravesó la mente del coronel, reflejándose en parte en sus ojos.
Mary, ello era claro, comprendió algo de su expresión.
—¿Puedes dejarle? —le preguntó el coronel, con cierta súplica en su voz.
Sin mirar al soldado cuyo brazo se apoyaba tan pesadamente sobre sus hombros,
Mary respondió algo. Lo que dijo fue imposible oírlo en medio del bullicio general. Viendo
moverse sus pálidos labios, con la agonía de no oír, el coronel le pidió que lo repitiese. En
aquel momento sonó la sirena.
El bullicio se redobló. La policía militar apareció en la sala, empujando y pateando a
los borrachos, obligándoles a ponerse de pie y llevándoselos hacia la puerta.
El coronel se levanto. Inclinándose hacia la mesa y cogiendo una mano de Mary, le
dijo:
—Tengo que volver a verte y a hablarte. Si sobrevivo a esta misión, estaré aquí
mañana por la noche. ¿Vendrás a buscarme?
—Aquí estaré—contestó ella, sonriendo débilmente.
La esperanza le inundó. El amor, la gratitud, toda la primavera secreta de su
naturaleza la sintió en su interior. Luego marchó hacia la puerta.
Al otro lado esperaba el tubo. El Ala Especial trastabilló y fue empujada hacia aquél.
Cuando todos estuvieron dentro del transporte, se cerraron las puertas y el tubo comenzó
a ascender, atronando el túnel con un estrépito horrísono.
Se detuvo en la Enfermería, donde les esperaban los sanitarios con alcoholímetros. A
todos los borrachos se les dio instantáneamente una droga antitóxica. El coronel, aunque
había bebido muy poco, también se sometió a la inyección. El alcohol de su sangre quedó
neutralizado casi al momento. A los cinco minutos, todos los presentes se hallaban
totalmente serenos. La guerra sin aquellas drogas no habría sido posible.
El grupo, ya tranquilo y con semblantes sobrios, regresó al tubo. Ascendió en espiral
por el túnel, depositándolos en la Sala de Instrucciones. Ahora se hallaban ya en la
superficie. El aire olía menos a rancio.
Acompañado por cinco suboficiales y el oficial, el coronel entró en la sala. El resto de
sus hombres —o los elegidos para la misión— fueron a la Sala de Moral. Allí, las
instrucciones les prepararon por medios directos y subconscientes para los azares que
les esperaban.
El coronel y su grupo se enfrentaron con un brigadier que empezó a hablar tan pronto
como tomaron asiento.
—Hoy tenemos algo nuevo para vosotros. El enemigo está intentando un nuevo
movimiento, y nosotros tenemos otro para contraatacarle. Vosotros seis cogeréis sólo a
dieciocho hombres para esta misión. Iréis armados ligeramente, y vuestra seguridad
dependerá enteramente del factor sorpresa. Cuando os digo que si todo va bien
esperamos que estéis aquí de regreso dentro de diez horas, no quiero que olvidéis que
estas diez horas pueden afectar de manera vital todo el resultado de la guerra.
Continuó describiéndoles su objetivo. Era todo simple y claro, a medida que la misión
se iba grabando en el cerebro del coronel. Descartó todos los detalles salvo los más
importantes. Donde el paralelo cuarenta y ocho cruzaba el mar, el enemigo estaba
reunido en unos promontorios. En la cima, rodeado por la selva, había un antiguo edificio
circular de madera, de cinco plantas de altura. En el último piso del edificio, por encima
de las copas de los árboles, había una estación climatérica. Estaba orientada para mirar
al otro lado del estrecho brazo de mar que separaba a ambos enemigos.
El observatorio climatológico observaba los vientos favorables. Cuando llegasen, se
pasaría la señal a los planeadores de la costa. Estos despegarían y pasarían sobre el
territorio enemigo. Contenían bacterias que dejarían caer.
—Tendremos una plaga infecciosa entre nosotros si no nos ponemos rápidamente en
acción —alegó el brigadier—. A otra tropa se le ha asignado la misión de destruir los
planeadores. Nosotros debemos destruir el observatorio, y ésta es vuestra tarea.
—Actualmente se está construyendo sobre nosotros una zona de alta presión. Los
informes afirman que las condiciones serían ideales para un lanzamiento enemigo dentro
de diez a doce horas. Debemos exterminar al enemigo antes de dicho plazo.
Entonces describió las fuerzas con las que se enfrentarían en la selva por la que los
atacantes debían pasar. Las defensas eran grandes, aunque mal desplegadas. Sólo
estaban defendidos los pasos a través de los árboles, puesto que el ataque con vehículos
era imposible en aquel lugar tan densamente arbolado.
—Ahí es donde intervienen usted, coronel, y sus muchachos. Nuestros laboratorios
acaban de inventar una nueva droga. Por lo que he podido entender, es la antigua píldora
de la hiperactividad elevada al espacio. Por desdicha, se halla aún en su estado
experimental, pero las situaciones desesperadas exigen remedios desesperados...
Cuando hubo terminado la conferencia, los oficiales se unieron a los soldados
seleccionados para acompañarles. Los veinticuatro marcharon a la armería, donde fueron
equipados con armas y trajes de combate.
Fuera, al aire libre, todavía era de noche. En un vehículo de tierra marcharon sobre
una cinta aérea, no siendo más que una sombra densa en las tinieblas una vieja ciudad
de superficie. Pasaron por encima de grandes montones de granadas enemigas sin
espoleta. Un transporte les aguardaba. En diez minutos se acomodaron a bordo.
Entró un médico. Les administraría la nueva droga cuando se hallasen a punto de
entrar en la selva del enemigo; por el momento les administró un tranquilizador
preparatorio en forma oral, como un sacramento.
El transporte ascendió con un salto. Los veinticuatro hombres cayeron en un coma
por el efecto de la droga, en la estratosfera. Abajo, en el negro cuenco de la noche, la
selva del enemigo parecía flotar.
Descendiendo en vertical, aterrizaron en un acre de terreno bajo la sombra de los
primeros árboles. El período sedante terminaba en tanto se abrían las escotillas del
aparato.
—Manteneos quietos, muchachos —les recomendó el coronel.
Consultó su cronómetro, comparándolo con el del piloto antes de salir. Amanecía y
soplaba una brisa refrescante. La gran bóveda que contenía la Central de Starswarm
giraba en el cielo.
El médico compareció sosteniendo unas cápsulas en forma de bumerán, que podían
alojarse detrás de los dientes, bajo la lengua.
—No las mordáis hasta que el coronel os avise —les recomendó—. Y recordad que
no debéis preocuparos. Volved al transporte y nosotros nos cuidaremos de vosotros.
—Famosas y últimas palabras —se burló alguien.
El médico regresó al transporte aéreo. Despegaría tan pronto como los soldados
hubiesen desaparecido; el Ala Especial tenía otra cita en otro lugar cuando la misión
hubiese terminado. El grupo comenzó a deslizarse entre los árboles en fila india; casi al
momento fue abierto el fuego.
—Agachad las cabezas. Tiran contra el transporte, no contra nosotros —dijo el
coronel.
Los apuros empezaron antes de lo previsto. Un foco brilló por entre los árboles,
parpadeando nervioso por el claro, blanqueando el oscuro sendero. Al mismo tiempo, el
casco del coronel resplandeció, siendo descubierto.
—¡Abajo! —gritó roncamente.
El aire pareció desintegrarse cuando se tumbaron todos dentro de un hoyo.
—Nos dividiremos en cinco grupos —decidió el coronel—. El Uno y el Dos, a mi
izquierda. El Cuatro y el Cinco, a mi derecha. Dentro de setenta segundos tocaré el
silbato; os tragáis las píldoras y en marcha. ¡Vamos!
Veinte hombres se movieron. Cuatro se quedaron con el coronel. Ignorando el peligro
del claro, consultó las manecillas de su cronómetro, con el silbato en su mano izquierda.
Tal como esperaba, los disparos habían cesado cuando lo hizo sonar. Se trago la píldora
y se puso en pie, con los otros cuatro a su lado.
Corrieron hacia el bosque.
Estaban ya entre los árboles. Los otros cuatro grupos de cinco también se hallaban al
amparo de los gruesos troncos y sus densos ramajes. Tres de ellos eran grupos de
reclamo. Sólo uno de los otros grupos, el número cuatro, debía alcanzar el edificio de
madera, llegando al mismo por una ruta diferente a la del coronel.
Cuando entraron en la selva la droga comenzó a obrar el efecto. Un ligero mareo se
apoderó del coronel, y un zumbido le mortificó los oídos. A cambio de estos mínimos
efectos perniciosos, una inmensa ligereza se apoderó de sus extremidades. Comenzó a
respirar más rápidamente y luego a pensar y a moverse con mayor celeridad. Su
metabolismo se estaba acelerando.
Se sintió súbitamente alarmado, aunque ya le habían indicado lo que era ello. La
alarma procedía de una profunda e independiente parte de su interior. Un núcleo que se
resistía a adoptar su nuevo ritmo vital. Junto con ello vio una vívida pintura del rostro de
Mary, como si el coronel, al someterse a la droga, la hubiese hecho revivir. Luego la
imagen y la alarma se desvanecieron.
Estaba corriendo, con sus hombres detrás. Atravesaron una parte densa del bosque,
dejando un claro a sus espaldas. Resplandeció un foco, barriendo con su haz de rayos
por entre los árboles en una confusión de luces y sombras. Cuando captó al grupo Tres,
el coronel abrió fuego.
Había actuado con rapidez, casi sin darse cuenta de que estaba disparando. Las
armas que llevaban poseían unos gatillos sumamente sensibles al menor contacto, a fin
de acompasarse con su nuevo ritmo vital.
Más disparos contestaron a los suyos, pero los proyectiles cayeron a sus espaldas.
Se estaban moviendo con gran velocidad. Se internaron rápidamente por entre los
árboles. El alba les permitía ya divisar el camino. El enemigo, tal como les habían
advertido, se halla diseminado. Corrieron sin detenerse. Pasaron junto a vehículos,
tanques, tiendas, que contenían algunos hombres, aún dormidos, todo ello camuflado.
Disparaban contra todo lo que se movía. Un cincuenta por ciento de la aceleración de
percepción y el movimiento les había convertido en superhombres.
Una calma absoluta regía el cerebro del coronel. Se movía como una máquina. La
visión y el sonido los captaba con extraordinaria claridad. Le parecía observar el
movimiento antes de que se produjese. Un ambiente de clamor le rodeaba.
Escuchaba el rápido martilleo de su corazón, su respiración, la respiración de sus
compañeros, el susurro de sus miembros dentro de las prendas del traje. Oía el crujido de
las ramitas bajo los pies, los débiles rumores de la selva, los disparos distantes...
disparos que seguramente iban dirigidos contra otro grupo. Le parecía oírlo todo.
Cubrieron la primera milla en cinco minutos, la segunda en menos de cuatro.
Ocasionalmente, el coronel consultaba su brújula, pero un sentido ignorado le mantenía
en el rumbo debido.
Cuando un disparo inesperado por el flanco mató a uno del grupo, los otros cuatro
continuaron corriendo sin detenerse. Era como si jamás pudiesen dejar de correr. La
segunda milla fue fácil y casi toda la tercera. Normalmente, el enemigo estaba preparado
para cualquier eventualidad, pero esto no incluía a un puñado de hombres corriendo a
gran velocidad. La idea era demasiado risible para prestarle atención. El grupo del
coronel había conseguido atravesar las filas enemigas sólo porque era una cosa
imposible.
Se hallaban casi en su destino. Les habían dado ciertas señales con respecto al
mismo. Los árboles estarían más espaciados, los puestos armados con guardias. El
incremento de luz diurna comenzó a favorecer al enemigo.
—¡Diseminaos! —gritó el coronel cuando un cañón tronó al frente. Su voz le sonó
curiosamente alta en los oídos.
Sus hombres se esparcieron, aunque manteniéndose a la vista unos de otros. Ahora
se movían como sombras, ligeros los miembros, ágil el cerebro. Corrieron. No dispararon.
Los puestos armados exploraban. Luego abrieron fuego. Sin reparar en los cuatro
fantasmas, continuaron su tiroteo en prevención de un cuerpo de tropas que no llegaba.
Los fantasmas se abalanzaron al frente, fortificados por el ruido que les mordía como un
ácido en sus oídos.
De nuevo los fantasmas se reunieron para un último asalto. A través del bosque
distinguieron un edificio circular de madera. ¡Habían llegado!
Los cuatro dispararon al unísono cuando una sección enemiga surgió de una
construcción cercana. Mataron a un artillero cuando volvía hacia ellos la boca de un
cañón. Luego lanzaron explosivos contra la construcción. Y acto seguido se precipitaron
hacia el observatorio.
Era tal como les habían descrito. El coronel iba delante, y todos saltaron hacia la
desvencijada escalera de caracol. Las puertas se abrieron mientras subían. Pero el
enemigo se movió con curiosa lentitud y todos murieron sin disparar un solo tiro. A los
pocos segundos se hallaban en lo alto del edificio.
Los pulmones parecían querer estallar en sus pechos. El coronel le dio un puntapié a
una puerta, la única puerta del piso.
Era la sala climatológica.
Los aparatos se hallaban amontonados en gran confusión, siendo testigos de que el
enemigo se había trasladado allí hacía muy poco tiempo. Pero no había error alguno en
las cartas del tiempo sobre los muros, mostrando cada una las filas de banderitas
indicando las líneas isobaras.
En la estancia había varios enemigos. Los disparos les habían alarmado. Por un
ventanal se distinguía un promontorio y el mar de color gris. Un individuo hablaba por un
perceptor. Los demás, excepto un hombre sentado en un despacho de coordinación
central, miraban por los ventanales con ansiedad. El hombre de la mesa fue el primero en
ver al coronel.
El estupor y el miedo se retrataron en su faz, aflojando sus músculos y
desencajándosele la boca. Se deslizó fuera del asiento, levantando la mano al tiempo que
buscaba una pistola de gas en un cajón. Al coronel le pareció que aquel hombre estaba
ejecutando sus movimientos a cámara lenta, lo mismo que los demás ocupantes del
observatorio.
Lanzando un chillido tan estridente como el de un murciélago, el coronel apretó el
índice de su derecha. Vio cómo la bala recorría el trayecto hasta incrustarse en el cuerpo.
Llevándose ambas manos al pecho, el hombre de la mesa se tambaleó y cayó fulminado
al suelo.
Uno de los hombres del coronel arrojó un explosivo incendiario en la habitación.
Estaban corriendo hacia la escalera de caracol cuando estalló. Las puertas volvieron a
abrirse por sí solas y otra vez dispararon sin pensar. Les contestó una salva de
proyectiles. Un soldado chilló y cayó por el hueco de la escalera. Sus tres compañeros
corrieron a toda prisa hacia el bosque.
Estableciendo la nueva ruta de regreso, el coronel guió a sus dos campaneros
supervivientes hacia el lugar de la cita. Era la parte más sencilla de su misión; rodearon al
diseminado enemigo por un lugar inesperado y habían desaparecido antes de que los
otros se apercibiesen. A sus espaldas, el observatorio astronómico estaba ardiendo,
enviando sus llamas hacia lo alto a la luz del nuevo día.
Debían recorrer cuatro millas. Después de la segunda, el efecto máximo de la droga
comenzó a disminuir. El coronel se dio cuenta de que la anormal claridad de su cerebro
se estaba trocando en sopor. Siguió corriendo.
La luz solar se filtró por entre los ramajes de la selva. Cada fragmento de luz
resultaba increíblemente brillante y memorable. Cada ruido, inolvidable. Una ligera brisa
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por entre las copas de los árboles parecía el bramar del océano al chocar contra las
rocas. Su propia respiración era un clamor irresistible en demanda de aire. Oía rechinar
los huesos en sus alvéolos, sus músculos y articulaciones en su carne.
Al final de la tercera milla, uno de los dos hombres del coronel cayó sin previo aviso.
Tenía el rostro ennegrecido y chocó contra el suelo con el ruido de un árbol caído. Los
otros no se detuvieron.
El coronel y su acompañante llegaron al lugar de la cita. Se tendieron en el suelo,
retorciéndose hasta que descendió el transporte. Pudieron evacuar a doce hombres que
se retorcían, siendo todos los que quedaban del grupo original. Los sanitarios los
pusieron rápidamente en las literas, hundiendo agujas hipodérmicas en sus cuerpos.
Aunque al parecer sin intervalo, habían transcurrido doce horas.
El coronel volvía a hallarse en el comedor del subterráneo. Pese a la fatiga de sus
miembros, había deseado ir allí. Tenía una cita con Mary.
La estancia estaba repleta de militares a su alrededor, en tanto continuaba la
francachela de aquella nueva noche. Muchos de aquéllos, pensó el coronel, se habían
enfrentado aquel día con la muerte; muchos lo harían al día siguiente en una u otra
misión. Su deber era sobrevivir; su salud estaba conservada en pastillas.
El coronel se sentó al extremo de una larga mesa, cerca del muro, conservando una
silla vacía a su lado. Los oídos le dolían, zumbándole ruidosamente. Fatigadamente
esperó a Mary.
Transcurrida media hora sintió el primer ramalazo de aprensión. No conocía siquiera
su verdadero nombre. Los sucesos del día, los rigores de la misión, le habían hecho
olvidar la imagen de su rostro. Sí, le había sonreído. Sí, le había mirado bastante. Pero
nada sabía respecto a ella, salvo que le había hecho concebir halagüeñas esperanzas.
Pasó una hora y la silla continuaba vacía. Siguió sentado, sumergido en el ruido.
Probablemente estaba en otra parte con un borracho al lado como el día anterior.
Bum, bum, bum, continuaba el zumbido en sus oídos. La silla continuaba vacía.
Eran más de las dos de la madrugada. La estancia se estaba vaciando. Entonces lo
vio claro. Mary no acudiría a la cita. No había pensado venir nunca. Él no era más que un
militar; toda su vida tendría una silla vacía al lado. Ninguna Mary la ocuparía jamás. En su
forma de vida, la forma de vida de Drallab, no había sitio para las Mary. Hundió el rostro
entre las manos, deseando enterrarse entre aquellas húmedas y temblorosas palmas.
Así fue el sueño del sargento Taylor, el cual se despertó chillando en su cama del
hospital.
Lloró y se agitó hasta que los gritos de los enfermos de otras camas lo devolvieron a
la realidad. Se quedó tendido, agitado, pensando en su sueño e ignorando el dolor de sus
oídos.
Era una desconcertante mezcla de realidad e irrealidad. Cada detalle relativo al
ataque había sido cuidadosamente reconstruido. Sólo hacía unas horas, había conducido
a sus muchachos hasta una victoria, tal como luego lo había soñado. Las píldoras
hiperactivas habían obrado en el sueño como en la vida real.
—¿Qué demonios estabas soñando? —le preguntó el compañero de cama—. ¿Que
tenías una fulana al lado, o qué?
El sargento Taylor asintió vagamente, viendo el movimiento de los labios del otro.
Bueno, ya le habían advertido que habría efectos retrospectivos. Quizás en aquellos
instantes alguien estaba inventando una droga para endurecer los tímpanos...
Sólo en dos detalles su sueño no se había ajustado a la realidad.
Nunca había visto ni buscado conscientemente a una Mary. Sin embargo, la autoridad
del sueño era tal que sabía que toda su vida, durante toda su existencia disciplinada y
guerrera, era una Mary lo que había estado buscando. También comprendió que el sueño
era un pronóstico correcto: dadas las condiciones de la guerra, jamás habría una Mary
para él. Las mujeres estaban allí, pero no mujeres como Mary.
El otro detalle se ajustaba al primero...
—¿O quizá tal como estabas chillando era porque te hallabas arriba, en la superficie,
jugando de nuevo a los soldados, eh? —insistió su compañero de cama.
El sargento Taylor sonrió inexpresivamente y asintió al ver moverse aquellos labios.
Era un extraño mundo el presente y le gustaba.
Sí, el otro detalle se ajustaba con el primero. En su sueño, él mismo se había
ascendido a coronel. Era una promoción meramente onírica; pero seguramente se trataba
de algo más profundo, de otra predicción que se emparejaba con la primera.
El sargento Taylor era militar. Había sido soldado desde que había nacido, pero ahora
se daba plena cuenta de ello. Esto le convertía en más que simple militar.
Mary era el lado suave de su existencia, el vacío, el de la silla sin ocupar, aquel lado
quedaría desierto, por lo que no le quedaba más remedio que tornarse más duro, más
rígido, más amargado, más áspero. Sería un espléndido militar.
Sin amor... pero con una firme y constante promoción.
El sargento Taylor lo vio todo con meridiana claridad, como un rayo de sol. Era
magnífico haberse desprendido del lado sentimental en un sueño. Sin poder contenerse
comenzó a reír, por lo que su vecino de cama volvió a contemplarlo estupefacto.
Ya pensarían alguna gran misión para un individuo
SECTOR VIOLETA
Este episodio se refiere a la voluntad del hombre de conservar lo que encuentra
hermoso y raro. También proporciona, aunque en forma indirecta, una ilustración de lo
que puede ocurrirle a nuestro metabolismo.
De lo que no se ocupa es de la forma cómo puede trabajar el azar que cambie
nuestro metabolismo ni de si aquél puede tener un nombre: el destino. Ciertamente, hay
un sentido en el que los destinos de los dos humanos del Sector Violeta, a quienes
vamos a conocer, fueron sellados un millón de años antes de que nacieran. Pero de la
misma forma todos nuestros destinos quedan decididos, en gran parte, por los mundos
en los que nacemos. Si el destino se presenta mediante una forma de vivir o una forma
de morir depende del planeta; si nos vemos bendecidos o maldecidos es asunto del
ambiente.
Como seres planetarios, estamos particularmente enterados de este principio. Sin
embargo, aunque definimos al hombre, no podemos definirle aisladamente, apartado de
su medio ambiente. Las razas guerreras telesensuales del Volante Alfa nos convencen
plenamente de este aserto.
Es una desgracia cuando el ambiente se halla en un planeta hostil, en el que la
humanidad se halla mal preparada para sobrevivir.
Algunos planetas se hallan demasiado sumidos en la antigüedad para soportar al
hombre. Aunque parece haber otros factores congénitos, la biosfera se desgasta, el suelo
se agota, lo inorgánico florece. Abrogun, en su estilo, se está convirtiendo en uno de tales
planetas.
Otros pueden hallarse poco maduros para soportar a la humanidad. Entre éstos se
halla Istino, el mundo en que nacieron los dos humanos a que nos hemos referido.
Si los planetas en agraz sólo pueden sostener personalidades en agraz también,
¿qué clase de obligaciones pueden tener para con ellos los privilegiados?
El anuncio que surgía de mil altavoces era tan suave como si brotara a través de un
líquido.
“El primer grupo de desembarque será el inmigrante de Istino. Será el inmigrante de
Istino. Por favor, reúnanse en la salida de cubierta para ser trasladados al Centro de
Inmunización de Dansson lo antes posible. Su equipaje será descargado más tarde. Su
equipaje será descargado más tarde.”
El individuo de la lenta pulsación en la garganta yacía en su litera y escuchaba la
repetición del anuncio sin levantar los párpados entornados. Aquella voz, rica en
inflexiones, le hacía regresar de una región más allá de la tumba, donde las cosas sin
forma andaban entre las sombras azuladas. cuando se hubo orientado, abrió los ojos.
Su consorte, Corbis, estaba junto a la puerta, temblando.
Se incorporó con lentitud, ya que la temperatura del camarote aún era baja para su
actividad. Pero la mujer era menos torpe que él en aquel ambiente, y se le acercó
prestamente, rodeándole los hombros con un brazo antes de que hubiera acabado de
sentarse en la litera. Posó sus labios en los de él.
—Tengo miedo, Saton —murmuró.
Las palabras no recibieron ninguna respuesta, aunque conjuraron una serie de
temores que él había experimentado al caminar por entre los altos árboles de los bosques
de su planeta.
—Hemos llegado, Saton. Al fin estamos en Dansson, y quieren que
desembarquemos. Y ahora estoy terriblemente asustada. Lo he estado desde que salí de
la hibernación. Nos prometieron una apropiada temperatura vivificante, pero la
temperatura de aquí es sólo de diez grados. Saben que no servimos para nada cuando
no hay bastante calor para nosotros.
La mente de Saton no se dejó agitar por la alarma de ella. Se hundió en la litera, sin
mover más que los párpados.
—Supongamos que Dansson no es el paraíso prometido —continuó ella—. ¿No
podría tratarse de un truco? Quiero decir, supongamos que todas estas pruebas y
exámenes por los que hemos pasado en Istino no fuesen más que un cebo para
atraernos aquí... Oh, hemos oído decir que Dansson es tan maravilloso... pero ¿hemos
oído hablar de alguna persona que haya regresado de Dansson? Si nos tuviesen
reservado un terrible destino... bueno, aquí estaríamos completamente desamparados.
Estaba escuchando los pasos en el corredor. También había tenido extrañas
pesadillas durante el largo viaje interestelar.
Había visto aquella vez en que su madre era una muchacha, cuarenta años atrás, y
los humanos que rondaban por la galaxia habían llegado, hallando a su gente en los
poblados de madera, diseminados por las pocas zonas de Istino que eran capaces de
albergar la vida. En sus sueños, los humanos habían sido más altos que sequoias, y no
habían llevado beneficios y maravillas, sino gigantescas jaulas y ataúdes de metal. Se
había despertado con el chasquido de los clavos de acero en sus oídos.
—No debíamos haber venido, Saton —exclamó—. Estoy asustada. No nos quedemos
en Dansson.
El pulso volvió a aparecer en su garganta al responder el hombre:
—Dansson es uno de los principales planetas del universo.
Fue lo primero que le había venido a la memoria. Su sistema aún funcionaba con
demasiada lentitud para contestar a su mujer, y por la misma circunstancia sospechaba
que la mente de ella no funcionaba adecuadamente, respondiendo simplemente a sus
temores subconscientes.
Años de estudio en una de las nuevas escuelas de su planeta, establecidas por los
seres de Dansson, les habían llevado a él y a Corbis a la serie de exámenes mediante los
cuales podían obtenerse pasajes para el admirado mirador de Dansson, el primer planeta
de Violeta, el principal sector de la galaxia. Recordó las filas de máquinas nunca vistas, la
fabril excitación y los focos relampagueantes de la embajada de Dansson durante las
pruebas, así como el placer y la sorpresa de saber que habían obtenido las calificaciones
máximas. Ahora, Corbis y él podrían conseguir trabajo en Dansson y compararse en
términos más o menos iguales con las demás familias de la humanidad que estaban allí
congregadas. Pero todo esto le atemorizaba.
El locutor volvió a lanzar su anuncio con más urgencia.
Corbis estaba sacando las ropas de la alacena cuando la meliflua voz volvió una vez
más a rogarles se dirigiesen a la escotilla de salida.
Vendrán a buscarnos —susurró ella—. Vendrán a recogernos. Hemos debido estar
locos para prestarnos a esto.
Él no sentía la menor emoción, pero sabía que tenía que acudir a fortalecerla. Saltó
de la litera y se puso la única prenda de fibra vegetal que le habían entregado al principio
de la travesía por el espacio. Luego intentó razonar con ella. Se sentía mareado y entornó
los ojos al hablar.
—No me digas nada —le rogó ella—. Sé que hemos caído en una trampa, que nos
han engañado, Saton. No debimos fiarnos de los Tépidos (1). Son más listos que
nosotros.
Las bellas pllpilas amarillas de los ojos de Corbis se habían contraído a impulsos del
temor. Cuando la miró sintiendo como siempre un gran amor hacia ella, se vio envuelto
también en el ropaje del miedo. Había superado el temor que los istinianos
experimentaban hacia las razas de la humanidad que llamaban Tépidos. Era la
desconfianza que los subdesarrollados sentían hacia quienes poseían todas las ventajas,
y como era una desconfianza instintiva, era más profunda. Corbis tal vez tuviese razón.
Pasó al vestuario.
Ella se le aferró en la oscuridad, susurrándole a los agujeros que eran sus oídos:
—Podemos quedarnos aquí hasta que se vacíe la nave y luego escapar.
—¿Adónde? Istino se halla a centenares de millas de años-luz de aquí.
—Nos hablaron de un distrito espacial donde viven los de nuestra especie... Pequeño
Istino, ¿no es eso? Si existe tal lugar, podemos buscarlo.
—Estás loca, Corbis. Salgamos de aquí. ¿De dónde sacas tales ideas? Durante años
hemos suspirado por venir aquí.
—Mientras nos hallábamos en estado de hibernación, soñé que había Tépidos en
esta cabina. Nos movieron y nos examinaron mientras nos hallábamos desvalidos,
efectuando experimentos con nosotros, y tomando muestras de nuestra sangre. En mi
muñeca hay un poco de esparadrapo que antes no estaba. ¡Mira!
Saton pasó sus dedos por la muñeca de ella. El tacto del esparadrapo, prueba de una
atención médica, le tranquilizó.
—Tuviste una pesadilla, eso es todo. Estamos vivos, ¿no?
En tanto hablaba en la oscuridad del vestuario, oyó que alguien penetraba en el
camarote. Se inmovilizaron, escuchando. Alguien llegó hasta el centro de la cabina,
murmurando en voz baja, y volvió a marcharse.
Permanecieron allí, juntos, durante un rato, escuchando el repetido anuncio de los
altavoces. Al fin cesaron de funcionar, y el silencio reinó en la ya desierta nave.
Saton y Corbis avanzaban lentamente por las calles, en parte por precaución, y en
parte porque todavía no se habían recuperado por completo de los efectos causados por
la prolongada hibernación.
Había resultado fácil eludir a los hombres de la limpieza de la nave en los corredores,
y sólo algo más peliagudo escapar del inmenso complejo del aeropuerto espacial. Pero
ahora, ya en la ciudad, se sentían enteramente perdidos.
(1) Tépidos: nombre genérico aplicado a los habitantes de la parte central de la
galaxia Starswarm.
Al principio, no les pareció que fuese una ciudad. Sus edificios, según las normas
reconocidas en Istino, casi no parecían tales. Aquí el material creaba unas unidades que
representaban la esencial ingravidez de la materia. Sus formas tenían una enorme
exuberancia y habilidad. Además, la fantasía lindaba a veces con la más tenaz
extravagancia, pero a los maravillados ojos de Saton y Corbis todo resultaba magnífico.
Entre los edificios existían vastos despliegues florales, en terrazas de varias plantas
de altura. Algunas se veían ensombrecidas por copudos árboles, semejantes a los que
crecían en los fértiles bosques de Istino. Lo repugnante y lo atractivo promiscuían a la
par, por lo que la naturaleza no se hallaba sentimentalmente representada. También
había terrazas en las que los animales salvajes merodeaban, e inmensas pajarerías
donde las aves volaban casi en libertad. El efecto total era el de un gigantesco zoo.
Saton y Corbis fueron siguiendo un camino terrestre, ansiosos aunque maravillados.
En las rutas hundidas, existía un tráfico formidable; en el aire, los aerocoches pasaban
raudos como cohetes. En su propio nivel, a ras del suelo, había mucha gente que andaba
despacio, pero ambos se hallaban demasiado nerviosos para preguntarle a nadie adonde
debían dirigirse para ir al distrito apetecido.
—Si tuviéramos dinero podríamos tomar algo que nos transportase a Pequeño Istino
—dijo Corbis. Les habían entregado cheques de viajero danssonianos en la nave, de
acuerdo con el estado de sus finanzas. Pero al desembarcar incontroladamente, no
habían podido cambiar nada en moneda corriente.
—Podemos ir a un café e informarnos de todo —sugirió Saton. Por desgracia, no
vieron nada que se pareciese a una tienda o un café... ni tampoco a un taller, ya que
aquellos raros edificios parecían exclusivamente residenciales.
A los pocos minutos de andar, tuvieron que detenerse. Era un cruce donde las
avenidas se extendían interminablemente en todas direcciones; lo mismo hubieran podido
seguir andando indefinidamente. Saton asió la mano de Corbis con más fuerza,
indicándole que callase. Estaba contemplando a un Tépido que venía en dirección
contraria.
A juzgar por su aspecto, el Tépido era un Velura, un humano transformado del Sector
Rojo, con una piel extraordinariamente velluda; seguramente a diferencia de los nativos,
llevaba una prenda ligera sobre el cuerpo. Se había detenida junto a uno de los pilares
que Saton y Corbis habían observado ya varias veces desde su salida del aeropuerto
espacial. Dichos pilares se abultaban a unos dos pies del suelo, para volver luego a
adelgazarse, terminando en una espiga a nueve pies del suelo.
El Velura abrió un panel deslizante en la protuberancia del pilar, insertó algo que
extrajo de su bolsillo, y marcó un número. Esperó.
Por debajo del nivel de los aerocoches, volaban una serie de objetos macizos en
forma de piano. Uno de estos pianos fue descendiendo ligeramente, apartándose de su
ruta, y se instaló sobre el pilar, de manera que el espigón quedó insertado en un orificio
de su parte inferior.
Unas luces relampaguearon en el objeto y el Velura volvió a marcar otro número. Del
piano surgieron unos débiles sonidos. Luego descendió del objeto una especie de
cucharón hasta el nivel del pavimento y en el mismo parpadeó una luz rojiza.
Luego brilló una luz verde: el cucharón se abrió. El Velura extrajo algo de su interior y
luego reanudó su marcha.
Cuando el cucharón se había ya encogido hasta el piano y éste, desprendiéndose del
pilar, había proseguido su vuelo, el Velura había desaparecido.
Fue entonces cuando Saton se dio cuenta de que los mirones estaban siendo
espiados a su vez. Había un hombre no muy lejos contemplándoles críticamente.
—Creo que ustedes dos son de fuera de nuestro sistema —dijo, cuando ambos se
volvieron a mirarle.
—¿Qué le hace pensarlo? —inquirió Saton.
El hombre se echó a reír.
—He visto a gente del sistema exterior asombrada ante nuestro circuito “MICROFAB”,
antes de ahora.
Se les aproximó.
—¿Puedo enseñarles cosas interesantes de nuestra ciudad o encaminarles a algún
sitio? Esta mañana tengo mucho tiempo.
Saton y Corbis se consultaron con la mirada.
—Me llamo Slen Kater —se presentó el individuo, extendiendo la mano—.
Bienvenidos a Dansson.
Titubearon hasta que la mano bajó.
—Preferimos ir solos, gracias —rechazó Corbis.
Kater se encogió de espaldas. Era un hombre regordete, bajito, con una mata de pelo
amarillo, por el que se pasó la rechazada mano.
—El hecho de que yo sea un Tépido y ustedes unos Gélidos no tiene la menor
importancia para mí —dijo—, si es eso lo que están pensando.
Corbis torció el cuello como siempre que estaba enfadada.
—Gracias —dijo Saton—. Le agradecemos su ayuda. En realidad, después de
desembarcar mi cónyuge perdió su bolso. Contenía todo el dinero que poseíamos.
Al instante Kater les mostró su simpatía.
—Se han alejado bastante del campo. No dudo que les agradaría beber algo antes de
continuar su camino. Tal vez me concederían este placer.
—Muchas gracias —repitió Saton. Cogió a Corbis del brazo, porque todavía parecía
disgustada.
—De nada. Naturalmente, pueden marcar ustedes mismos una bebida de su agrado
en el circuito “MICROFAB” si tienen un cheque de viajero danssoniano. Vengan, se lo
enseñaré.
De su bolsillo sacó un cheque parecido a los que poseían Saton y Corbis. Abrió el
panel del pilar e insertó el cheque en una ranura. Se produjo una iluminación sobre una
guía. Kater buscó en la sección de bebidas, leyó en voz alta el número correspondiente a
un refresco, y marcó en el numerador.
—Esto produce una llamada general a las unidades “FAB” —díjoles Kater, señalando
hacia arriba—. Ah, aquí viene una. Estas unidades poseen aparatos antigravitatorios para
sostenerles en el espacio. Son las fábricas de Dansson. Cada una se halla equipada con
máquinas complejas no mayores que una célula. Como ustedes sabrán, la velocidad de
los ingenios mecánicos realmente pequeños es terriblemente asombrosa. Si quisiera,
esta misma unidad se acercaría a mi aerocoche particular, y me lo arreglaría, en caso de
avería, en menos de cinco minutos.
El piano se había asentado sobre el espigón, y Kater volvió a marcar.
—¿Cómo se paga lo que se pide? —preguntó Corbis.
—Hay una lista de precios. El importe se deduce del cheque. Mi número de crédito
queda registrado incluso antes de que marque. ¡Ah, aquí está el refresco!
El cucharón descendió del piano, se abrió, y reveló una bombona llena de un líquido
ambarino. Kater la cogió, vertió al suelo su contenido, y luego metió el plástico dentro de
un gran papelera colocada en la base del pilar.
—Y ahora —dijo—, vamos en busca de una bebida sociable.
Se sentaron a una agradable mesa, bebiendo. Saton había elegido un houidn caliente
que le ayudó a recobrarse de la reciente hibernación, pero que sin embargo, no logró
borrar la intranquilidad de su ánimo. Tal vez no debían haberse juntado con aquel ser de
pelo amarillo, que estaba diciéndoles animadamente:
—Oh, ustedes serán dichosos aquí, en Dansson.
—¿Cómo sabe que seremos felices en Dansson? —preguntó Corbis—. Quizá seré
muy desgraciada aquí. Quizás echaré de menos mi casa.
Kater sonrió.
—Usted será feliz aquí. Es inevitable.
—Mi cónyuge —intervino Saton para suavizar la discusión— quiere decir que las
cosas nos parecen muy raras. Incluso el aspecto de la ciudad es muy distinto al de las
nuestras. Por ejemplo, su costumbre de edificar grandes bloques y situarlos entre
parques es algo nuevo para nosotros. Pues si el edificio en que ahora nos hallamos es
tan grande como una ciudad...
—Es una ciudad —puntualizó Kater—. Dansson no es más que un simple nexo entre
ciudades, cada cual relacionada con la contigua y las demás, pero cada una con su
función propia. Desde que hemos conseguido tener todas las factorías y
aprovisionamientos móviles, tal como han visto, la antigua idea de ciudad ha muerto.
Dansson está gobernada únicamente por la función social.
El bloque en el que habían penetrado para ir al café tenía la forma de un prisma
inmenso con el extremo ahusado hacia lo alto. Se habían sentado frente a un patio
interior; señalándolo, Saton preguntó:
—¿Y qué función particular tiene asignada este edificio?
—Bueno, podríamos llamarlo un classifornium, según nuestra denominación. Una
especie de... bien, museo con zoo. Su contenido procede de toda la galaxia. Si tienen
tiempo, puedo enseñarles al menos una parte.
Saton observó por el rabillo del ojo que Corbis le indicaba que debían huir de aquel
Tépido tan pronto como se hubiesen enterado de la dirección de Pequeño Istino, y
comprendió que esto era lo más prudente. Pero había algo más. Estaba prendido en un
inmenso interés intelectual. Quería darle un vistazo al museo, a pesar de todo. Ya
conocía de antiguo su poderosa curiosidad; durante años había sido la responsable de
todo lo que había tenido que estudiar y sudar para poder aprobar los exámenes que,
finalmente, le habían traído a Dansson, separándose de su nativo planeta verde obscuro.
Y era algo más que curiosidad; era un afán de saber. Era esto, más que el miedo, lo que
le llevaba a temer la muerte, ya que la muerte significa el final de todo conocimiento, el
final de todo aprendizaje, el final de la reunión de todas las piezas y hechos que
eventualmente llevan al entendimiento del extraño esquema de las cosas.
—Tenemos tiempo —dijo Saton.
—¡Espléndido!—aprobó Kater.
Cuando se fue a abonar las bebidas, Corbis dijo:
—Ahora podemos escabullirnos. ¿Por qué hemos de seguir con ese individuo?
—Estamos tan seguros con Kater como sin él— razonó Saton—. ¿No es un museo un
buen sitio para ocultarnos? Ya tendremos tiempo de llegar a Pequeño Istino.
Desesperada, ella se apartó de él. Su mirada observó un periódico colocado sobre la
mesa contigua, que alguien se habría dejado olvidado. Lo cogió, esperando que quizás
contendría alguna referencia a la parte de ciudad donde vivían los de su especie, quizás
una insinuación o una pista que les indicaría cómo llegar allí.
Leyó los titulares, con la noticia de un aumento en la alimentación del hemisferio
meridional. Pero las letras ordinarias... en la distante época en que sus antepasados se
habían vuelto noctámbulos, muchos conos de sus retinas habían cesado de
desarrollarse, convirtiéndose en bastoncitos que favorecen la visión nocturna; como
resultado, el foco de sus ojos estaba demasiado desviado para conseguir una visión
adecuada. Arrojó el periódico, enojada.
Cuando Kater volvió a la mesa, le siguieron hacia el inmenso prisma del classifornium.
Con el instinto seguro de lo que podía fascinar a unos visitantes del sistema exterior,
Kater les llevó al Inficarium, donde se vieron inmersos en un mundo extraño y
maravilloso. Cuando se detuvieron para contemplar estupefactos el pasillo principal del
Inficarium, Kater les sonrió.
—Las enfermedades infecciosas han desaparecido de Dansson, y de la mayoría de
los planetas del Sector —les explicó—. Estamos dispuestos ya a olvidar que durante gran
parte de la historia de la humanidad las enfermedades eran una experiencia común de
todos los días. Actualmente, con la eliminación de las enfermedades infecciosas, todas
las dolencias están amenazadas con la extinción. Hace unas cuantas eras, la APEI —
Asociación para la Preservación de Enfermedades Infecciosas— fue creada con este fin,
es decir para conservar todos los virus y bacterias productores de dichas enfermedades,
siendo traídos aquí. Este Inficarium, en su forma actual, es muy reciente.
Fascinados, Saton y Corbis iban de galería en galería, observando a través de
instrumentos ópticos que les permitían contemplar las distintas especies. En la Sala de
Virus estudiaron los grupos virales que habían antaño infestado las plantas, los más raros
que habían infectado a los peces, las ranas y los anfibios, y todas las prolíficas
variedades que en otros tiempos habían perjudicado de manera tan impune la vida
animal.
—Vean cuán bellos, cuán individuales son, y cuán maravillosamente se desenvuelven
para sobrevivir en este ambiente —decía Kater—. Nos hacen comprender qué pequeña
parte de la sensación de la vida es el hombre capaz de captar directamente. En nuestros
días se comenta tristemente que hayan estado tan cerca de la extinción.
En la siguiente galería hallaron algunos de los virus en cultivos de tejidos humanos,
que antaño habían infestado al hombre. Primero venían de las enfermedades infecciosas
comunes, como la fiebre amarilla, el dengue, el sarampión, la escarlatina, y otras
dolencias similares. A continuación estaban los virus que infectaban una determinada
parte del cuerpo: la gripe, el catarro, los adenovirus, los enterovirus, como los tres de la
poliomielitis, y el virus linfogranuloma inguinal, presente en las enfermedades venéreas.
Luego pasaron a las infecciones que atacaban al sistema nervioso, y de allí a los
parientes cercanos de los virus, los bacilos Rickettsia, de donde se trasladaron a la Casa
de las Bacterias, y luego a la Casa de los Protozoos. Por aquel entonces, los centros
focales de Corbis y Saton estaban tan exhaustos, que rogaron una pausa.
Dejando que Kater les esperase en una de las salidas, fueron a refrescarse las caras
y las pupilas. Eso le proporcionó a Corbis la oportunidad de insistir en la necesidad de
dirigirse directamente a Pequeño Istino.
Saton decidió preguntarle la dirección a Slen Kater. Cuando lo hizo, el velura le
contestó que no estaba lejos, y que les indicaría la manera de llegar hasta allí.
—Primero, antes de salir de aquí, tendrán que sufrir una inoculación.
—¿Para qué?
—Es una precaución que adoptan los gobernadores del Inficarium, para el caso de
que se hubiesen filtrado algunas enfermedades —explicó Kater—. Es cuestión de un
minuto.
Saton todavía estaba distraído, embebida su mente con las maravillas que acababa
de contemplar. Cuando Corbis comenzó a protestar, la cortó en seco. Era para ver cosas
como aquel Inficarium que habían querido venir a Dansson, y su paciencia se estaba
agotando con los temores de Corbis.
Ella se dio cuenta. Después de haber recibido la inoculación en una enfermería
situada cerca de la salida, se volvió hacia el Tépido.
—No esperábamos, en nuestro primer día de estancia en Dansson tanta amabilidad
como la que usted nos ha demostrado —le dijo—. Mi esposo esta menos ansioso que yo
de readaptarse a este planeta. Y es que yo tengo la impresión de que estamos siendo
desdeñados como una de las especies inferiores del hombre.
—Esta impresión concluirá muy pronto —replicó imperturbable Kater.
Hubo un silencio en tanto echaban a andar.
—No molestes a Slen Kater —le reprochó Saton—. Deja que nos enseñe el camino
hacia Pequeño Istino, y ya no le robaremos más tiempo.
—Oh, no le molesto. No tienen que importarle mis palabras si cree que son
pronunciadas por un ser de raza inferior. ¿Le gustaría conocer la historia de los Gélidos
que vivimos en Istino? Tal vez la encontrase tan interesante como sus raras
enfermedades.
Kater sonrió al oírla.
—Hemos llegado a la estación donde podrán coger un coche subterráneo para
Pequeño Istino, aunque estoy seguro de que su historia habría sido muy interesante.
—Slen Kater —le llamó Saton, cuando el otro se volvía para alejarse de ellos—, debe
perdonarnos... Nuestros modales están trastornados por la travesía de años luz realizada.
Todavía tenemos que pedirle otro favor.
—¡Por lo que más quieras, Saton, pídeselo a otro! —le susurró Corbis, pero como
Kater ya casi estaba a su lado, Saton le señaló el cartel indicador.
—Nuestros ojos no pueden amoldarse a la letra impresa, por lo que no podemos leer
nuestro destino. ¿Sería tan amable de indicarnos el coche adecuado?
—Ciertamente.
—Y... otra cosa: ¿podría prestarnos el precio del billete? Si puede darnos su número
de crédito, se lo devolveremos tan pronto estemos establecidos.
—Naturalmente —accedió Kater.
—No sabe lo que siento tener que pedirle favores tan degradantes.
—Nadie debe sentirse degradado en Dansson... ¡No se preocupe!
Todo el asunto de obtener el billete a través del conjunto de máquinas instaladas al
efecto y luego descender al debido nivel les pareció formidable a los dos forasteros. La
estación era amplia y parecía albergar un laberinto de rutas alternativas. Asimismo hacía
un calor muy incómodo, y empezaron a sentir los efectos de la elevación de temperatura
en sus cuerpos. Los pulsos de la garganta les latían con más celeridad.
—Este coche les llevará a Pequeño Istino —les indicó Kater, cuando un poliedro
amarillo se deslizó hacia el andén—. Es un servicio de nivel único, en el que sólo hay diez
paradas antes de llegar a su destino.
Al dirigirse hacia la portezuela del coche, Saton asió la mano del Tépido.
—Ha sido usted tan amable que no puedo casi agradecérselo. Pero aún queda una
cosa: ¿adónde tenemos que dirigirnos cuando lleguemos al final del trayecto?
—¿No crees que podrás preguntarlo cuando nos hallemos allí? —intervino Corbis.
Sonriendo, Kater penetró en el coche con ellos.
—Esto no está muy lejos de mi camino —dijo.
A medida que el coche fue ganando velocidad, Corbis fue frunciendo el ceño.
—No sé por qué ha tenido que acompañarnos —dijo al fin—. ¿No nos habrá tomado
por unos monstruos interesantes, verdad?
—Todos somos monstruos interesantes, si a eso vamos. Sólo deseo acompañarles
adonde desean ir. ¿Es tan raro?
—Pero durante todo ese tiempo ha debido estar usted pensando en nosotros como
en unos seres de sangre fría.
—Temo que mi esposa se halla un poco desquiciada —terció Saton—. La inmensidad
de esta ciudad resulta tan sobrecogedora…
—No seas tonto —le cortó Corbis—. ¿No te has sentido inferior al ver que en esta
ciudad tienen que esforzarse para proteger de la extinción unas enfermedades que
centenares de personas de Istino padecen a diario? Y también es cierto que no podemos
pensar con la misma eficacia que este caballero, ni ver como él, con tanta perfección, ni
leer con su misma habilidad...
Se calló y se volvió hacia Kater.
—Estoy segura —continuó—, que sabrá perdonar mi conducta, achacándola a mi
natural inferioridad. Tal vez ahora tendrá tiempo de enterarse de parte de la historia de
Istino, ya que se halla tan interesado en nosotros.
“Le haré un resumen. Llevamos dos millones de años viviendo como
subdesarrollados.
“No recuerdo cuánto tiempo hace que hay formas de viajes espaciales, pero hace
mucho, mucho tiempo. Y hace casi dos millones de años, una gran nave espacial
transvacuum sufrió una avería y tuvo que recalar en Istino. Se quemó el motor o algo por
el estilo. ¿Sabe cómo era el mundo que encontraron aquellos hombres y mujeres? Árido,
desolado, sin las diversiones que hay aquí, en Dansson. Casi todo el planeta era tierra
estéril; no había bastantes gusanos ni bacterias en el suelo que pudiesen hacer fertilizar
las plantas. Cierto, existía alguna vegetación, pero estaba limitada a plantas y árboles
primitivos, esporas y hongos, algunos helechos gigantes, pinos y abetos, y los sequoias
gigantes.
“Oh, no piense que un mundo de un verde tan oscuro no posee cierta grandeza y
majestad. La tiene. Pero no había hierba ni flores, ninguna de las angiospermas con sus
vainas de semillas que son plantas en embrión y permiten la nutrición para la vida de otra
planta. ¿Comprende lo que quiero decir? Istino estaba en el principio del Período Triásico
Interior de su evolución.
“¿Por qué digo “estaba”? ¡Todavía lo está! Dentro de otros treinta millones de años
habremos llegado al Jurásico.
“¿Puede imaginarse por lo que pasaron aquellos primeros habitantes? En aquellos
desiertos y selvas obscuras ¿qué había para un hombre de sangre caliente? ¡Nada! ¡Ni
siquiera animales que matar! Los mamíferos todavía no han llegado a nuestro planeta
porque no pueden aclimatarse hasta que se materialice el alimento de alta energía de las
plantas fanerógamas.
“Reptaban los primeros reptiles, estúpidos, ineficientes, de movimientos torpes, seres
de sangre fría, que existían porque podían alimentarse. Y anfibios. Y claro está, peces y
crustáceos. Estos proporcionaban la comida al hombre.
Mientras hablaba, su tono iba perdiendo su resentimiento. Sus ojos descansaban en
el rostro de Kater, como si fuese meramente un asomo de aquel tétrico paisaje que iba
describiendo. Saton miraba por la ventanilla, contemplando milla tras milla de la ciudad
galáctica. Estaba cayendo el crepúsculo y las fantásticas torres parecían flotar en el
espacio.
—Aquellos seres, nuestros antepasados, tuvieron que arrancarle su alimento a la
tierra cuando sus provisiones comenzaron a escasear. Fue una lucha constante, se lo
aseguro. Plantaron el grano, pero no germinó. La tierra no estaba debidamente abonada.
Por lo que la gente comía solamente los alimentos faltos de vitaminas que podían
obtener.
“Fue un cambio completo de dieta. ¿Y sabe lo que ocurrió? Que no fallecieron. Se
adaptaron. Tal vez mejor habría sido que hubiesen muerto... ahora nosotros no
estaríamos aquí. Cuando empieza la vida de un planeta, siempre empieza con sangre
fría; en tales circunstancias, la sangre fría es un factor de la supervivencia, ¿lo sabía,
Slen Kater? De esta manera la vida se vive lentamente y puede resistir la pobre dieta falta
de vitaminas. Más tarde, a lo largo de la evolución, comienzan a experimentarse las
reacciones químicas en la sangre, que la calientan, provocadas por la alimentación con
nuevas energías... esas energías que se hallan en las plantas leguminosas, por ejemplo.
“La evolución les jugó un truco a nuestros antepasados. Los hizo retroceder. Se
convirtieron... aun lo somos, en reptiles.
—¡Tonterías! —gruñó Saton—. Todavía somos hombres, aunque de sangre fría.
Corbis se echó a reír.
—Oh, sí, los hay peores que nosotros. Nuestros desdichados antepasados se
tornaron salvajes cuando su sangre comenzó a enfriarse. Durante miles de años se
habituaron a la noche. Un grupo, unos cincuenta de los más fuertes, dejaron a los demás
y emprendieron una existencia semiacuática en la región del delta. Assh-hassis. ¡Debería
ver a sus descendientes actuales, Slen Kater! ¡Ni siquiera son vivíparos! ¡Pero por
extraño que a usted le parezca yo no pongo huevos!
Rompió a reír tristemente, y Saton la rodeó con un brazo.
—Supongo que ustedes conocerán la historia de Dansson —dijo Slen Kater, tras un
breve silencio—. Nosotros, los hombres, destruimos las setenta y siete naciones de los
bípedos danssonianos antes de apoderarnos del planeta. Creo que nuestra historia es
más desdichada que la de ustedes, si hemos de competir en desgracias.
Corbis le contempló con interés.
—Espero que ahora se sienta mejor —continuó Kater—. Estamos llegando ya.
El coche se había detenido varias veces mientras el relato de Corbis. Ahora volvió a
pararse y salieron. Cuando ascendieron a la superficie, divisaron una parte de ciudad
semejante a la que habían abandonado, salvo que los edificios eran más conservadores
en sus formas y más severos de colorido. El sistema de “MICROFAB” planeaba sobre sus
cabezas, pudiendo distinguirse los objetos en forma de piano oscurecidos por el
crepúsculo.
Kater se detuvo y señaló un edificio escarlata a la izquierda de la avenida.
—Aquello es Pequeño Istino. Entre la gente de su planeta se sentirán como en su
hogar, pero no olviden que, básicamente, todos pertenecemos a la misma especie.
—Deseo pedirle perdón por mi rudeza —se excusó Corbis—. Lo siento muchísimo.
Ahora empiezo a estar más animada.
—Lo mismo que yo —le aseguró Saton —. ¡Debe ser por su agradable compañía!
Slen Kater se echó a reír.
—No, no es esto. Quizás será mejor que les acompañe hasta allí. Hallan difícil
deshacerse de mí ¿verdad? Hay un motivo para que se sientan más felices.
Anduvieron a su lado, contemplándole con curiosidad, y él prosiguió:
—Soy oficial de inmigración. Me ordenaron seguirles cuando no pasaron por nuestro
departamento de inoculación en el aeropuerto espacial. No, no se alarmen. A cada nave
que llega nos enfrentamos con el mismo problema con la gente que no quiere saber nada
con nosotros. A menudo, resultan ser los más inteligentes e interesantes.
—¿Y ahora va usted a arrestarnos?
—Claro que no. No hay necesidad. Aquí podrán vivir en paz y contentos.
—Parece usted muy seguro de lo que dice —opinó Corbis.
—Y con razón. Todo el que viene a Dansson o vive aquí se halla inoculado contra la
desdicha. Oh, sí, tenemos un suero. La felicidad es un estado puramente glandular. Aquí,
como ya saben, no hay enfermedades. Denle a un hombre un equilibrio glandular, y será
feliz. A ustedes les fue inoculado en el Inficadium, en vez del aeropuerto espacial.
—Un momento —le interrumpió Saton—. Usted dijo que era una inyección rutinaria
para que no pudiésemos contraer ninguna enfermedad infecciosa.
—Mi querido Saton... aquí no hay peligro alguno de infección. Todos aquellos virus y
microbios están perfectamente aislados. No, me pareció una buena ocasión para darles
la felicidad. Y ya ha dado resultado ¿no es cierto?
Saton levantó los puños, los contempló y se echó a reír.
No había fuerza en ellos, ni podía enfadarse ni tampoco sorprenderse. Cogió a Corbis
por el brazo y la atrajo hacia sí, excitado ante la sensación de placer que le estaba
invadiendo. Ciertamente, en Dansson sabían vivir bien.
—¿También le aplicaron a usted esa inyección, Slen Kater? —quiso saber Corbis.
—Ciertamente. Sólo que por ser residente, no necesito muchas aplicaciones. No
tantas, al menos, como los forasteros. Sólo a los muy eminentes se les permite que sean
desdichados. Como ustedes son nuevos aquí, se les ha aplicado una dosis mayor para
que les ayude en los primeros meses.
Corbis quiso sentirse vejada ante aquellas palabras. Aquello era algo que debía haber
despertado de nuevo sus aprensiones. Sólo acertó a ver, en cambio, la enorme broma
que Kater les había gastado. Se echó a reír, y seguían riendo cuando llegaron a la
estructura escarlata que se alzaba ante ellos.
—Esto es Pequeño Istino, y aquí estarán bien. En su interior hay muchos de su
especie —les dijo Kater—. Y ninguno de estos habitantes del delta Assh-hassis que tanto
les preocupan. Tienen un bloque aparte en otro distrito de la ciudad.
—¿Quiere decir que también hay algunos de ellos aquí? ¿qué bien pueden reportarle
a un planeta tan moderno como Dansson?
El oficial de Inmigración Kater hundió las manos en sus bolsillos y les miró
agudamente; en realidad, eran unos seres inferiores, pero admirables.
—Admito que esos seres ovíparos no son muy útiles —dijo—. Pero tampoco ninguna
de las miles de razas inferiores que tenemos aquí. En realidad, a medida que el
verdadero hombre se extiende por esta parte de la galaxia, va lentamente barriendo a sus
hermanastros que no pueden competir con él. Por tanto, tienen que ser preservados para
estudios y demás. Sí, algo parecido a lo que les ocurre a los virus.
Corbis y Saton se miraron mutuamente.
—Nunca me había imaginado a los habitantes de Assh-hassis como unos virus —
exclamó Saton—. Será muy divertido cuando regresemos a Istino y se lo expliquemos a
los nuestros.
—Oh, no regresarán jamás —les aseguró Kater—. Nadie abandona nunca este
planeta.
—¿Por qué no?
Kater sonrió.
—Serán demasiado felices para querer marcharse.
Todavía estaba riendo cuando se separaron, como los mejores amigos del mundo.
—Fue una observación muy cómica la que hizo —dijo Corbis, cuando agitaba la mano
despidiéndose del Tépido— respecto a que hay partes de Dansson reservadas a los tipos
humanos inferiores, casi como jaulas en un zoo. Claro que supongo que sus habitantes
no se darán cuenta de las rejas.
—¿No podrían enfurecerse los naturales de Assh-hassis si adivinasen la verdad? —
rió Saton.
Cogidos del brazo, dieron media vuelta y penetraron en el inmenso edificio escarlata.
SECTOR DIAMANTE
En un gran conjunto de mundos como el nuestro, la extinción de las especies ocurre
con frecuencia, con la misma frecuencia con la que el hombre espacial se instala en otro
planeta. A veces, se trata de una raza inferior, como los habitantes de Istino, la que se ve
amenazada. Pero a menudo son especies con cierta clase de organización social las
amenazadas, a las que falta una desarrollada inteligencia.
La colonización constituye una de las más formidables presiones que operan contra la
supervivencia de la vida. Todos los años galácticos se pueblan tres nuevos planetas. Allí
donde es posible, los colonos se ven ayudados por el sistema de vida ya establecido en
aquéllos.
A veces, la naturaleza de dicha vida es tal que no es posible la instalación de los
humanos, en cuyo caso hay que tomar las más drásticas medidas.
En los últimos cuatro milenios, la Vigilancia Ecológica Planetaria, una organización de
la Starswarm con la central en el populoso y placentero mundo de Droxy, en el Sector
Diamante, ha realizado una buena labor en tal sentido. Dicha Organización envía equipos
que aterrizan en los planetas que se hallan ya propicios al desarrollo, y estudian de qué
manera puede ser conservada la existencia local... o eliminada en el peor de los casos.
Nunca es una tarea fácil. A veces, el mismo hombre puede resultar un factor más en
las complicaciones.
En otros momentos del día, los pigmeos le llevaban al viejo, peces del río, o los berros
acuáticos que tanto le gustaban, pero por la tarde le servían dos cuencos llenos de tripas.
Él salía a recibirles, mirando por encima de sus cabezas por la puerta abierta,
contemplando la jungla azulada sin verla. No se atrevía a dejar que sus siervos notasen
que sufría y estaba débil... ya que los pigmeos no reverenciaban la debilidad. Antes de
que entrasen en su vivienda, se esforzaba por mantenerse erguido, usando como soporte
su bastón.
Los dos siervos inclinaban la cabeza hasta que sus cortas trompas casi tocaban los
cuencos aún humeantes.
—Vuestro dios os da las gracias. Vuestra ofrenda es aceptada —les decía el viejo.
No sabía si ellos entendían su intento de imitar su lenguaje. Al instante se
enderezaban y salían con su ágil y gracioso andar. En los cuencos, la substancia
aceitosa relucía, al reflejar la luz exterior.
Hundiéndose de nuevo en su lecho, el viejo caía en sus usuales fantasías: los
pigmeos venían hacia él y les trataba, no con la deferencia acostumbrada, sino con odio.
Arrojaba sobre ellos todo el peso de su reprimido furor, golpeándoles sin compasión con
su bastón, echándoles a ellos y a toda su raza del planeta. Todos se habían ido. El
azulado sol y la jungla azul eran sus únicos compañeros; podía vivir donde nadie le
encontrase ni le enojase. Podía morir al fin con la misma sencillez con que una hoja cae
del árbol.
Desvanecido el ensueño, se daba cuenta de la realidad. Entrelazaba las manos y
escupía un poco de sangre. Debía disponer de los cuencos con las tripas.
Al día siguiente, la nave espacial aterrizó un milla lejos.
El coche iba siguiendo la senda del bosque. Iba a bastante velocidad con Barney
Branwwwn al volante. A cada lado del vehículo la vegetación pertenecía al tipo de color
azul intenso que caracterizaba casi todas las cosas vivientes del planeta Kakakakaxo.
—¡Ninguno de vosotros mostráis en los semblantes las rosetas de la buena salud!—
exclamó Barney, apartando sus ojos del sendero para fijarlos en las caras de sus dos
compañeros.
Los tres miembros del equipo de la Organización Ecológica Planetaria tenían unas
sombras azules que oscurecían cada una de las facciones de sus semblantes. Las
sombras producían una ilusión de frío, incluso en aquella zona ecuatorial, donde con el
sol brillando en el cenit, el calor era en realidad asaz confortable, si no excesivo. La selva
a su alrededor crecía espesa; los arbustos se combaban bajo el peso de sus ramajes.
Iban en busca de un hombre que había vivido en aquellos contornos casi veinte años.
Ahora que se hallaban allí, les resultaba mucho más fácil comprender por qué estaba
universalmente considerado como un héroe.
—Aquí hay muchos lugares para esconderse, si los pigmeos verdes desean
espiarnos sin ser vistos —observó Tim Anderson, escrutando los matorrales.
Barney se rió al escuchar el acento preocupado del joven.
—Los pigmeos seguramente no se habrán repuesto de la barahúnda que hicimos al
aterrizar —exclamó—, pero no tardaremos en verles. Cuando seas tan viejo como yo,
Tim, tendrás menos afán de conocer a los nativos. Los principales perros de todo planeta
suelen ser los más vocingleros... ipso facto, como dicen los abogados.
Calló, atento a rodear una hondonada, girando hábilmente el vehículo hacia una ligera
ladera.
—A juzgar por la evidencia, el factor más importante de Kakakakaxo. A sólo seis o
setecientas millas al norte y al sur de aquí comienzan los glaciares, siguiendo hasta los
polos. Me alegra que nuestro trabajo sea meramente la inspección del planeta. No me
gustaría vivir aquí, con pigmeos o sin ellos... Ya he visto bastante para saberlo.
—Para los colonos no es una cuestión de elección —replicó Craig Hodges, el jefe del
equipo—. Vienen aquí debido a distintos motivos: factores económicos, opresión,
destitución...
—¡Vaya par de estúpidos! —exclamó Barney—. Al menos, a Daddy Dangerfield le
gusta esto. Lleva en Kakakakaxo diecinueve años, representando el papel de dios ante
sus pigmeos.
—Llegó aquí por accidente y tuvo que ajustarse a las circunstancias —dijo Craig.
—¡Magnífico ajuste! —alabó Tim—. ¡Daddy Dangerfield, Dios del Gran Más Allá! Fue
uno de los héroes de mi infancia. Apenas puedo creer que vayamos a su encuentro.
—La mayoría de las leyendas que se le atribuyen tuvieron su origen en Droxy —
afirmó Craig—, de donde proceden casi todos los chismorreos del Universo. Yo me siento
algo circunspecto respecto a ese individuo, pero seguramente podrá informarnos de
muchas cosas.
—Naturalmente —asintió Barney, rodeando una espesura de rododendros—. Nos
ahorrará mucho trabajo. En diecinueve años, si aún se parece al hombre que se estrelló
aquí, debe haber acumulado una cantidad de material de inestimable valor para nosotros
y para Droxy.
Cuando un equipo de la Organización Ecológica aterrizaba en un planeta inexplorado
como Kakakakaxo, hacían una lista por categorías de los posibles peligros, y
determinaban la naturaleza de la oposición que las especies superiores podían ofrecer a
los futuros colonos. Las especies superiores podían ser mamíferos, reptiles, insectos,
vegetales, minerales o virus. Frecuentemente, solían ser tan difíciles que había que
exterminarlas, determinando a la vez que el equilibrio ecológico del planeta resultase lo
menos trastornado posible.
Su viaje terminó inesperadamente. Se hallaban a sólo una milla de su nave cuando la
selva dio paso a un promontorio, que formaba la base de una elevada montaña. En torno
a una especie de espolón vieron un poblado.
Barney frenó y paró el motor, y los tres camaradas permanecieron unos instantes en
silencio, contemplando la escena.
Su llegada fue seguida por un movimiento rápido bajo los árboles.
—Ahí viene el comité de bienvenida —observó Craig—. Será mejor que nos apeemos
y nos mostremos muy corteses, si ello es posible. Sólo el cielo sabe lo que van a hacer
con tu barba, Barney.
Fueron rodeados tan pronto como saltaron al suelo. Los pigmeos se movían con
rapidez, tardando muy pocos segundos en aparecer en todas direcciones.
Eran unos seres extremadamente feos. Se movían como los lagartos, y su piel era
también como la de esos animales, verde y moteada, salvo donde se interrumpía para
dar paso a unas rugosas escamas en el lomo. Ninguno medía más de cuatro pies de
estatura. Poseían cuatro patas y dos brazos. Sus cabezas, encaramadas sobre sus
cuerpos sin cuello visible, parecían las de los caimanes, con largas y crueles mandíbulas
y dientes en sierra. Aquellas cabezas se movían de lado a lado, observando en silencio a
los visitantes. Una vez hubieron rodeado a los ecólogos, los pigmeos no volvieron a
moverse. No tenían iniciativa. En sus abultadas gargantas latían fuertemente los pulsos.
Craig señaló a un pigmeo que tenía delante y dijo:
—¡Nuestros saludos! ¿Dónde está Daddy Dangerfied? No queremos haceros daño.
Solamente deseamos ver a Dangerfield. Por favor, llevadnos a él.
Repitió las frases en galingua.
Los pigmeos se estremecieron, abrieron sus mandíbulas y croaron. Por todas partes
estalló un estridente parloteo. Aquellos seres expelían un repugnante olor a pescado.
Ninguno dijo algo que pudiese interpretarse como una respuesta.
Sus pesados cuerpos podían resultar cómicos, pero sus dos pares de gruesas patas y
sus bien provistas mandíbulas no excitaban ciertamente la hilaridad.
—¡Sólo son animales! —exclamó Tim—. No poseen nada del orgullo personal que
caracteriza a los primitivos salvajes. No llevan prendas de vestir. ¡Ni siquiera van
armados!
—No lo digas hasta haber echado una buena ojeada a sus mandíbulas y dientes—
refutole Barney.
—Avanzad lentamente conmigo —les incitó Craig—. Dangerfield no puede hallarse
lejos, el cielo le ayude.
Los hombres de la Organización Ecológica comenzaron a avanzar hacia el poblado.
Esta maniobra fue desaprobada por los pigmeos, que redoblaron su parloteo, aunque
fueron retrocediendo sin ofrecer oposición.
Apoyándose en la base del promontorio, el pueblo estaba resguardado bajo la
arboleda. En las ramas de los árboles, había una colonia de llamativos pájaros de colores
sobre una techumbre de lianas, espinos, hojas y ramitas. Bajo aquel techo, los pigmeos
tenían sus toscas cabañas, que eran meramente unos cuadriláteros de juncos
entrelazados, con una sola abertura.
Trabados al exterior de estas moradas habían animales de pelo, paseando o
correteando en pequeños círculos, según la longitud de las cuerdas, llamándose unos a
otros. Sus chillidos, los sonoros cantos de los pájaros, el croar de los pigmeos, todo ello
formaba una confusa algarabía. Y por encima de todo sobresalía el olor a pescado
podrido.
—Mucho colorido local —observó Barney—. Estos animales entraillados añaden un
fantástico toque, ¿verdad?
En contraste con esta escuálida escena, estaba el promontorio que había sido
excavado con estilizadas representaciones de frondosidades entremezcladas con
intrincadas formas geométricas. La decoración se elevaba hasta una altura de cuarenta
pies, demostrando buena inventiva y adecuadas proporciones. Más tarde, los ecólogos se
proponían estudiar aquella labor con todo detalle, pero desde cierta distancia se veía su
plena superioridad sobre el poblado. Al acercarse más, percibieron que la zona decorada
era la fachada de un edificio construido en la roca, con puertas y ventanas, desde la que
los pigmeos observaban su avance con enorme curiosidad.
—Empiezo a sentirme impresionado —dijo Tim, contemplando las excavaciones en la
roca—. Si estos pequeños demonios pueden crear algo tan complicado, todavía hay
esperanza para ellos.
—¡Dangerfield! —llamó Craig, cuando fracasó otro intento de comunicarse con los
pigmeos.
Barney indicó la parte más alejada del claro. Apoyada contra la roca coloreada del
promontorio había una choza de regular tamaño, construida con el mismo material que
las de los pigmeos, pero con más cuidado y de mejor aspecto.
Mientras los ecólogos la estaban contemplando, apareció en el umbral una figura
avejentada. Era un humano. Se encaminó hacia los recién llegados, apoyándose
pesadamente en un bastón.
—¡Es Dangerfield! —gritó Barney—. Tiene que serlo. Por lo que sé no hay ningún otro
ser humano en este planeta.
Una oleada de excitación recorrió el espinazo de Tim. Daddy Dangerfield era una
leyenda entre la juventud de Starswarm. Después de su accidente que le obligó a
aterrizar en Kakakakaxo, diecinueve años antes, había sido el primer hombre en visitar
aquel pequeño y desagradable mundo.
Aunque sólo se hallaba a ochenta y seis años luz de Droxy, uno de los grandes
centros interestelares del comercio y el placer, Kakakakaxo había vivido sólo con los
pigmeos durante diez años galácticos antes de que alguien hubiese llegado a rescatarle.
Pero era ya demasiado tarde; el veneno de la soledad había sido su propio antídoto.
Dangerfield se negó a marcharse. Alegó que los pigmeos le necesitaban. Por esto se
quedó donde estaba, como Rey del Pueblo Cocodrilo, el Padre de la Gente Enana, según
rezaban los periódicos de Droxy, con su predilección por las letras mayúsculas y los
titulares efectistas.
Al aproximarse Dangerfield al grupo, los pigmeos caían de espaldas ante él. Era difícil
reconocer en aquella figura encorvada, que les miraba ansiosamente, al joven y
bronceado gigante que en todas las revistas y diarios había representado al héroe. La
delgada y sardónica cara con su ganchuda nariz se había convertido en una caricatura de
sí misma. Éste era Dangerfield, pero las apariencias sugerían que la leyenda sobreviviría
al hombre.
—¿Sois de Droxy? —les preguntó, hablando en galingua—. ¿Habéis venido a
fotografiarme de nuevo? Me alegro de veros. Bienvenidos al indómito planeta de
Kakakakaxo.
—Somos de Droxy —Craig le tendió su mano—. Pero no hemos venido a filmar una
película; nuestra misión es más práctica.
—Pues deberían tomar unas escenas. Ganarían una fortuna. ¿Entonces, qué hacen
aquí?
Cuando Craig se presentó, y a sus compañeros, Dangerfield dejó de mostrarse
cortés. Musitó coléricamente que no tenían derecho a invadir sus dominios particulares.
—Venga al coche y tomará un trago con nosotros —le invitó Barney—. Debería
alegrarse de tener alguien con quien hablar.
—Esto es mío —gritó Dangerfield, apuntando con su bastón hacia el claro—. No sé
qué pretendéis, muchachos. Yo soy el individuo que ha dominado a Kakakakaxo. Si
hubierais venido hace veinte años, los pigmeos os habrían desmenuzado, sí,
desmenuzado. ¡Yo los he dominado! Ningún ser humano ha logrado lo que yo. En Droxy
han pasado la película de mi vida... fijaros si soy importante. Soy conocido en todo el
Sector Diamante. ¿No lo sabíais? —sus hundidos ojos se posaron en Tim Anderson—.
¿No lo sabías, jovencito?
—Vi aquellas películas, señor. Eran producidas por los estudios Melmoth.
—Sí, sí, éste era el nombre. ¿Entonces, no sois de los estudios? ¿Por qué no han
vuelto, eh, por qué no han vuelto?
Tim deseaba decirle a aquella reliquia de hombre, a aquel Dangerfield, el Padre de
los pigmeos, que había sido uno de los héroes de su juventud, un gigante que le había
enseñado la atracción de los viajes espaciales; y deseaba decirle que le dolía ver su
leyenda arruinada. Delante suyo tenía a aquel gigante fanfarroneando, y además
suplicando a la vez.
Se dirigieron al vehículo. Dangerfield miró la matrícula, en la que se leían las
palabras: Vigilancia Ecológica Planetaria. Dangerfield, al cabo de un instante se volvió
hacia Craig.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? Ya he tenido bastantes quebraderos de cabeza...
—Somos un equipo prospector. Dangerfield —contestóle Craig—. Nuestra misión es
reunir datos de este planeta. No se sabe casi nada de sus condiciones ecológicas, ya que
nunca ha sido estudiado con propiedad. Naturalmente, estamos ansiosos de obtener su
ayuda; usted debe ser un tesoro de información y...
—¡No puedo contestar a ninguna pregunta! Jamás me presto a los interrogatorios.
Tendréis que averiguar todo lo que queráis por vosotros mismos. Soy un hombre
enfermo... sufro mucho... Necesito un médico, drogas... ¿Eres médico?
—Puedo administrarle un analgésico —respondió Craig—. Y si me permite
examinarle, intentaré descubrir qué dolencia le aqueja.
Dangerfield agitó una mano en el aire.
—No necesito que nadie me diga lo que me pasa —rugió iracundo—. Conozco todas
las enfermedades que afligen a este planeta. Tengo fífinos, esto es lo que tengo, y lo
único que pido es que aliviéis el dolor. ¡Si no habéis venido para ayudarme, es mejor que
os larguéis!
—¿Qué son los fífinos? —quiso saber Barney.
—No son infecciosos, si queréis saberlo. Si habéis venido sólo a hacer preguntas,
marchaos de aquí. Los pigmeos me cuidarán, después de tantos años de cuidarme yo de
ellos.
Al dar media vuelta para marcharse, se tambaleó y habría caído de no sujetarle Tim
por un brazo. El viejo se desasió con cierta violencia y atravesó el claro con una presteza
que asustó a los animales entraillados.
Tim no se amilanó y corrió detrás del anciano.
—Por favor, sea razonable —le suplicó—. Necesita tratamiento médico y nosotros
podemos prestárselo.
—No necesito ayuda ni la he necesitado jamás. Y además, tengo como regla no
mostrarme nunca razonable.
Emocionado y compasivo, Tim volvió junto a los otros. El rostro de Craig permanecía
impasible.
—Tenemos que ayudarle —exclamó el joven.
—No quiere ayuda ni tuya ni de nadie —replicó Craig, sin mover un solo músculo de
su cara—. Tiene sus reglas y sus propios métodos.
—Se está muriendo —porfió Tim—. No tienes derecho a mostrarte tan indiferente —
miró a Craig en desafío, pero éste le devolvió la mirada y el joven se alejó. Dangerfield,
desde el otro extremo del claro, volvió la vista hacia atrás y luego desapareció en el
interior de su choza. Barney pretendió seguir a Tim, pero Craig se lo impidió.
—Déjale. Así se calmará.
—No fuerces al muchacho —le advirtió Barney a su amigo—. Todavía no posee tu
experiencia de la vida.
—Todos tenemos que aprender algo. y no es fácil un aprendizaje rápido —observó
Craig. Luego, cambiando de tono, agregó —: Dangerfield parece estar desequilibrado,
por lo que puede decidirse a ayudarnos en el momento más impensado; debemos estar
preparados para esta eventualidad; me gustaría poder realizar un informe de sus
diecinueve años en este planeta. Al menos sería un documento psicológico muy útil.
—Es un viejo obstinado, según mi modo de pensar —dijo Barney, sacudiendo la
cabeza.
—Lo cual es signo de debilidad. Por esto hace mal Tim en querer apremiarle; eso sólo
servirá para obstinarle más. Cuando nos necesite acudirá a nosotros. Mientras tanto,
hagamos la exploración acostumbrada en todo planeta desconocido y establezcamos el
grado de inteligencia de estos seres lagartos.
En el silencio que por fin reinaba, pudieron oír la corriente cercana del río. Los
pigmeos se habían dispersado; algunos estaban tumbados en sus toscas cabañas, no
dejando ver más que sus cortas trompas y el resplandor azulíneo de la luz al reflejarse en
sus escamas.
—Estoy seguro de que ya han llegado a la cúspide de su desarrollo —observó
Barney, arrancando de su barba un insecto que se había dejado caer desde un árbol—.
Tienen un desenvolvimiento craneal muy restringido, carecen de pulgar, y no conocen las
prendas de vestir, lo que significa que no tienen inhibiciones sexuales, tal como puede
esperarse de este tipo de cultura. Yo los clasificaría en el estado Y gamma, Craig.
El aludido asintió, sonriendo, como poseedor de una idea secreta.
—Lo que implica que piensas lo mismo que yo respecto al templo del promontorio —
añadió, como colofón a la sonrisa, indicando las magníficas excavaciones visibles en la
base rocosa.
—¿Quieres decir que no lo han hecho los pigmeos? —preguntó Barney. Craig asintió.
—Estos cabezas de caimán se hallan muy por debajo del nivel cultural implícito en
esa arquitectura. Son sus cuidadores, no sus creadores. Esto, naturalmente, significa que
hay —o había— otras especies, al menos una especie superior en Kakakakaxo, que
demuestra ser más esquiva que los pigmeos.
Craig hablaba con seguridad pero sin énfasis. Y Barney que le conocía muy bien,
comprendió que alguna idea rara se agitaba en su cerebro. Entendiéndolo así, cambió de
tema.
—Voy a echar un vistazo a esos animales domésticos que los pigmeos mantienen
atados con correas y cuerdas fuera de sus cabañas —dijo—. Son unos seres muy
intrigantes.
—Ten cuidado —le avisó Craig—. Estos animales tal vez no sean domésticos; los
pigmeos no parecen amar mucho a los animales.
—Bien, si no son domésticos, tampoco serán reses de ganado. A juzgar por el olor,
esos pigmeos sólo se alimentan de pescado.
Fuera de las cabañas, había entrailladas dos clases distintas de animales. Una
pertenecía a uno seres muy peludos, de color gris, con un semblante de perro pequinés,
casi tan altos como los pigmeos. La otra especie representaba a unos animales de pelaje
marrón y una cresta amarilla, medían bastante menos que los “pequineses” y parecían
osos en miniatura. Tanto unos como otros poseían unas garras negras que, al acercarse
los ecólogos, se alzaron como en rogativa.
—Son más simpáticos que sus amos —murmuró Craig. Deteniéndose, alargó una
mano hacia uno de los osos, el cual dio un salto adelante y se la estrechó entre una
garra, parloteando.
—¿Crees que estas dos especies, los osos y los pequineses, se pelean entre sí? —
preguntó Barney—. ¿No has notado que se hallan separados para que no puedan
rozarse? A lo mejor hemos tropezado con una variedad local de la riña de gallos.
—¡Estos animales no pueden ser más peligrosos que nuestros conejos! Ni siquiera
tienen incisivos agudos. No poseen ninguna clase de armas naturales.
—Hablando de dientes, supongo que se alimentan con la misma dieta que sus amos,
no sé si por elección o por necesidad.
Barney señaló las pútridas pilas de huesos de pescado y escamas sobre las que los
animales parecían estar tumbados a disgusto. Unas cucarachas iridiscentes se paseaban
por entre los montones de huesos.
—Voy a llevarme uno de estos pequineses al coche, para examinarlo —anunció
Barney.
Vio a un pigmeo con la trompa fuera de su cabaña a muy escasa distancia, y sin
perderlo de vista, se inclinó hacia uno de los pequineses y trató de aflojarle la correa que
lo mantenía cautivo.
La velocidad del pigmeo fue asombrosa. En un instante estuvo delante de Barney con
sus zarpas en la mano del explorador, y enseñando sus feroces dientes. Aunque no fuese
de gran tamaño, aquel reptil podía romperle el pescuezo con facilidad.
—¡No dispares, o se arrojarán todos sobre nosotros! —gritóle Craig, al ver que la
mano libre de Barney había ido rápidamente a su cinto.
Se vieron rodeados por los pigmeos, todos erguidos y parloteando sonoramente.
Efectuaban el ruido moviendo la lengua, pero no las mandíbulas. Aunque habían acudido
en masa, no intentaron atacarles. Uno de ellos se adelantó y comenzó a dirigirles una
arenga, gesticulando con sus cortos brazos.
—Es una especie de discurso primitivo —observó Craig con frialdad—. Probemos de
chalanear con ellos mientras somos objeto de su atención.
Hurgando en uno de los zurrones de su equipo, sacó un collar de cuentas muy
brillantes. Era un truco que casi nunca les había fallado en los planetas de Starswarm.
Craig se lo entregó al pigmeo que estaba pronunciando el discurso.
El pigmeo lo contempló brevemente y reemprendió su disquisición. El collar no
significaba nada para él. Por signos, Craig le dio a entender que se lo quería cambiar por
el pequinés. El jefe de los pigmeos no demostró el menor interés. Guardándose el collar,
Craig sacó un espejo.
Los espejos siempre excitan el interés de las tribus primitivas, pero los pigmeos ni
siquiera se movieron. Algunos, ahora que la crisis había pasado, comenzaron a
desaparecer, con sus nerviosos movimientos de lagarto. Metiéndose el espejito en un
bolsillo, Craig exhibió un silbato.
Tenía la forma de un pez plateado con la boca abierta. El jefe de los pigmeos se lo
arrancó de la mano y se lo metió en la boca.
—¡Eh, no es comestible! —gritóle Craig, dando instintivamente un paso adelante con
la mano extendida. Tal vez el pigmeo interpretó erróneamente aquel gesto de Craig, y
actuó para defenderse. Abriendo las mandíbulas, se precipitó contra la pierna de Craig. Al
caer el ecólogo, un humo azulado salió de la pistola de Barney. El ruido de la explosión
termonuclear resonó largamente en el claro, y el pigmeo torció la cabeza y cayó
fulminado, con el pellejo humeante.
El silencio que siguió fue interrumpido por los chillidos de un millar de pájaros
tejedores, revoloteando por sus nidos de hilos trenzados, y dando vueltas en torno a las
copas de los árboles, Barney se agachó, asió a Craig rodeándole los hombros y lo alzó
con un brazo, empuñando la pistola termonuclear en su mano libre. Del muslo de Craig
manaba un reguero de sangre.
—Gracias, Barney —le dijo—. Parece ser que el cambalache no da resultado aquí.
Volvamos al coche.
Los pigmeos no intentaron atacarles. Era imposible. Poco después se dieron cuenta
de que Tim Anderson no se hallaba por los alrededores del vehículo.
—Ve en su busca, Barney —le rogó Craig—. No está a salvo merodeando por ahí.
Tiene que aprender a gozar de la libertad de pensamiento, sin poseer la libertad de
acción.
La tarde comenzaba a extender sus sombras por el paisaje. En el silencio, casi podía
oírse el rumor del planeta al girar sobre su eje.
Barney se dirigió hacia el distante murmullo del agua, pensando que el río habría
captado la atención de Tim. Al desembocar por entre un grupo de árboles le llamó en voz
alta.
La respuesta le llegó al instante, casi en forma inesperada. Tim emergió de unos
arbustos fronterizos y le hizo señas a Barney.
—Me tenías preocupado —confesóle Barney—. No es prudente alejarse del coche sin
avisarnos.
—Sé cuidar de mí mismo —le aseguró Tim— El río se halla detrás de esos arbustos.
Es ancho y profundo. ¿Estos pigmeos deben ser de sangre fría, verdad?
—Lo son —afirmó Barney—. Lo sé de cierto. Hace poco uno ha puesto su garra sobre
mi mano.
—Hay unos cuantos en el agua, y está fría como el hielo. Debe proceder de los
glaciares. Los pigmeos son muy buenos nadadores, rápidos y seguros; les vi zambullirse
y reaparecer con un salmón muy grande entre sus mandíbulas.
—¿Un salmón?
—No lo aseguraría. Al menos, lo parecía.
Barney entonces le contó el accidente sufrido por Craig.
—Lo siento —respondió Tim—, pero ahora que hablamos de él, tal vez podrás
decirme por qué me detuvo cuando pretendí ayudar a Dangerfield.
—Craig está preocupado porque husmea un misterio y seguramente cree que
Dangerfield posee la clave. Respeta el mutismo de ese individuo, aunque opino que en
realidad le gustaría desvelar él solo todo el misterio.
—¿Por qué piensa así? La Organización nos ordenó que nos pusiéramos en contacto
con Dangerfield.
—Cierto. Pero la Organización, que se halla a bastantes años luz de aquí, a veces
está algo apartada de la realidad. Craig, seguramente, piensa que Dangerfield puede
hallarse mal informado, equivocado en algunas cosas... En fin, a Craig siempre le ha
gustado comprobarlo todo personalmente.
Dando media vuelta, se encaminaron hacia el coche. [Falta]
t que, gozando del aire no contaminado por el olor a pes-
—Recuerda —continuó Barney—que los equipos de la Ecológica Planetaria son
siempre los precursores de un cambio. Antes de nuestra llegada, los planetas se hallan
en su estado natural, impolutos y subdesarrollados, si quieres. Y cuando nos marchamos,
empiezan las alteraciones y las mudanzas, gracias a nuestros consejos. Por esto, aunque
dichos cambios sean a veces beneficiosos para los hombres de la galaxia, hay que
lamentar que deban llevarse a cabo.
—No tenemos por qué preocuparnos de ello —observó Tim con fogosidad.
—Pero Craig sí se preocupa, Tim. Cuantos más planetas exploramos, más sentimos
la presencia de algo misterioso —divino— que echamos a pique. No podemos desechar
la idea de que nos enfrentamos con una entidad individual y que nuestro deber es
destruirla, junto con su enigma. Esto es lo que Craig piensa de los planetas y sus
moradores. Para él, el carácter de un hombre es sacrosanto; todo lo que ha “acumulado”
merece su respeto. Tal vez sea más sencillo trabajar con personas que no sean más que
cifras, pero un individuo es de más preciado valor.
—Tal vez —concedió Tim.
—Imagínate este planeta dentro de cincuenta años, cuando se le otorgue la patente
de salubridad. ¿Crees que el río fluirá como ahora? Seguramente estará maldito con una
central hidroeléctrica, tal vez ensanchado y vuelto navegable, o convertido en alcantarilla.
Los pájaros que ahora revolotean felices se habrán extinguido o estarán en jaulas. Todo
habrá cambiado y gran parte de culpa recaerá en nosotros.
—Te aseguro que no echaré de menos esta peste a pescado.
—Incluso el olor a pescado tiene... —Barney se interrumpió. El silencio acababa de
ser roto por unos gritos. Ambos exploradores echaron a correr hacia el claro.
Un pequinés estaba siendo asesinado. Los pigmeos pululaban por doquier,
convergiendo hacia un árbol caído junto al cual se hallaban dos individuos de su raza,
con el pequinés entre ellos.
A sus gritos se añadían los de los otros animales entraillados. Los alaridos terminaron
bruscamente cuando a patadas le desventraron. Le sacaron luego las entrañas,
humeantes, echándolas dentro de un cuenco de arcilla, tras lo cual el mutilado cuerpo fue
arrojado a la multitud.
Antes de que terminase el bullicio, otro cautivo fue arrastrado hacia los dos verdugos,
pateando y chillando como el primero. La multitud irguióse al instante para no perder la
nueva diversión. Esta vez la víctima era uno de los ositos. También le abrieron el vientre y
pusieron sus entrañas en otro cuenco. El cadáver fue, asimismo, arrojado a los pigmeos.
—¡Por el Universo! —exclamó Barney, iracundo—. ¿A cuántos más de estos míseros
animalitos pretenden sacrificar?
Pero la matanza había terminado. Los dos pigmeos, sosteniendo los cuencos en sus
zarpas, se abrieron paso por entre la muchedumbre. Los cadáveres fueron arrastrados
hacia la parte posterior del poblado.
—Parece una ceremonia religiosa —observó Craig.
Barney y Tim se sobresaltaron al oír su voz a sus espaldas. Se les estaba acercando,
cojeando.
—¿Cómo va tu pierna? —se interesó Tim.
—Mañana ya estará bien.
—El pigmeo que te mordió, el que mató Barney, lo echaron al río —le explicó Tim—.
Yo lo vi.
—Estos cuencos con las entrañas se los llevan a la choza de Dangerfield —dijo
Barney, señalando el lugar indicado. Los dos pigmeos habían desaparecido por la
abertura de la choza, y un minuto después volvieron a reaparecer, juntándose con los
demás de su especie.
—¿Para qué querrá las entrañas? —se maravilló el joven—. ¿No se las comerá,
verdad?
—¡Humo! —le atajó Craig—. ¡La choza está ardiendo! ¡De prisa, Tim, trae un extintor
del remolque! ¡Corre!
El humo, y luego una feroz llamarada, surgía por la ventana de Dangerfield. Craig y
Barney corrieron hacia allí, mientras Tim volaba hacia el remolque. Los pigmeos, algunos
de los cuales todavía estaban enzarzados disputando por los restos de los dos animales
sacrificados, no repararon en ellos ni en el fuego.
El interior de la cabaña estaba lleno de humo. Algunas llamas roían las hojas secas
del suelo. Se había volcado una lámpara de aceite. Dangerfield, insensible, estaba en
cama con los ojos cerrados.
Craig cogió una manta de una silla y la arrojó sobre el fuego, pisándola con fuerza.
Cuando llegó Tim con el extintor, apenas hizo falta, si bien regaron las cenizas
químicamente para impedir una reproducción.
—Tal vez ahora tenga una oportunidad de hablar con el viejo, cuando salga de su
desmayo —les susurró Craig a los otros dos—. Dejadme a solas con él y veré si consigo
algo.
Cuando Tim y Barney hubieron salido, Craig reparó en los dos cuencos de arcilla, aún
con las entrañas humeantes, colocados sobre una mesa.
Dangerfield se agitó en la cama. Parpadeó y se llevó una frágil mano a la garganta.
—No esperes que te dé las gracias, Craig —murmuró—. Nunca le doy a nadie las
gracias.
Levantó la vista hacia el ecólogo.
—Debo haberme desmayado —continuó—. Me siento muy débil.
—Al desmayarse volcó la lámpara —le explicó Craig—. Hemos llegado a tiempo de
evitar una fogata.
El viejo no hizo ningún comentario, a menos que el entornar los párpados pudiese
interpretarse como su indiferencia ante la muerte.
—Cada tarde me traen esos dos cuencos con entrañas —musitó—. Es... un rito. Esto
les conmueve. Y no quiero desengañarles. Pero esta tarde me ha costado mucho
mantenerme de pie. Vuestra llegada me ha agotado. Si no venís a filmar, será mejor que
os larguéis.
Craig buscó un vaso y lo llenó de agua. El viejo bebió ávidamente sin levantar la
cabeza, dejando que el líquido resbalase por sus hundidas mejillas. Craig sacó una aguja
hipodérmica de su botiquín de emergencia que llevaba siempre en una bolsa y la lleno de
un líquido contenido en un frasco de plástico.
—Esto le aliviará el dolor —explicó—, dejándole despejada la cabeza. ¿Puede darme
el brazo?
—No necesito tu ayuda, amiguito —se obstinó el viejo.
—Pero nosotros necesitamos la suya —replicó Craig, asiéndole el brazo, seco,
descarnado—. ¿Qué son estas ofertas tan poco apetecibles? ¿Una especie de tributo
religioso?
Inesperadamente, el viejo se echo a reír, llenándosele de lágrimas los ojos.
—Tal vez sean para aplacarme —dijo—. Durante años, todos los días me han estado
ofreciendo estas tripas. Los pigmeos deben creer que me las como, y no quiero
desilusionarles por si acaso... bueno, por si acaso perdiese mi poder sobre ellos.
Ocultó su escuálida faz entre las manos, cubriéndose repentinamente su frente de
sudor. Craig le inmovilizó el brazo, inyectó la aguja y luego le dio masaje.
Apartándose de la cama, dijo con deliberación:
—Es raro que permanezca usted en Kakakakaxo, temiendo tanto a los pigmeos.
Dangerfield le miró agudamente, como un hombre cuyo secreto ha sido descubierto.
—Todo el que vuela al espacio tiene buenos motivos para hacerlo. No sólo se
necesita una velocidad de despegue, sino un sueño privado... o una pesadilla privada —
hablaba en galingua, sin énfasis—. Yo jamás pude tratar con gente. Y prefiero enfrentar
la muerte con los pigmeos que la existencia con la Humanidad. Ésta es una confesión
que te hace el Padre Dangerfield, el Señor de este planeta. Tal vez todos los héroes no
sean más que unos cobardes.
—Está equivocado por completo. Aunque puede ser que todos los cobardes se vean
obligados a ser héroes —replicó Craig.
—¡Y aquí estoy yo, el Dios de las Tripas! —continuó el viejo—. Esto es lo que soy: el
dios de las tripas —su risa acabó en unos gemidos entrecortados.
Poco después se había dormido. Craig permaneció sentado, meditando en lo que
acababa de oír. Al final se quitó la mochila de las espaldas; corriendo la cremallera de
una bolsa, extrajo dos jarritas. Vertió el contenido de ambos cuencos en los recipientes,
por separado, y tapándolos convenientemente, las devolvió a la bolsa.
—Y ahora un poco de helmintología —dijo en voz alta.
Cuando regresó atravesando el poblado, observó a unos cuantos pigmeos que se
contemplaban mutuamente por encima de los restos del sacrificio. Dando un rodeo para
evitarles, llegó al remolque.
—Dangerfield está durmiendo —anunció a Barney y a Tim—. Dentro de un par de
horas volveré a tratarle su “fifínosis” y a ponerle en estado de hablar. Ahora, comamos..
—¿Y si explorásemos el templo del promontorio, Craig? —propuso Tim.
—Lo dejaremos para mañana. Hoy no debemos intranquilizar a esos nativos más de
lo necesario. Podrían ofenderse. Mañana espero que Dangerfield estará dispuesto a
colaborar con nosotros.
Terminada la comida, Barney le contó a Craig que había atrapado a dos pájaros
tejedores, mientras aquél estaba con Dangerfield.
—El mas joven poseía una cantidad incalculable de piojos —explicóle—, lo cual no es
raro si se tiene en cuenta que vivía en una colonia, y todavía no había aprendido a
limpiarse las plumas.
Tim, poco después, se ofreció a ir a la cabaña de Dangerfield para atenderle durante
el sueño.
—Excelente idea —aprobó Craig—. Iré a relevarte. Y ten cuidado... no tardará ya en
ser de noche.
Recogiendo su botiquín y una linterna, Tim se marchó. Barney volvió junto a sus
pájaros. Craig se encerró en el diminuto laboratorio con las jarritas que contenían las
entrañas.
Cassivelaunus se estaba hundiendo en el horizonte. Bajo las copas de los árboles
dominaban ya las sombras; las escamas de algún pescado relucían como un cuchillo,
aquí y allá. Sujetos por las correas, los ositos y los pequineses se contemplaban
mutuamente, desconsolados, indiferentes al día y a la noche. Los pigmeos apenas se
movían, tumbados en sus refugios, no durmiendo, sino vigilando.
Cinco estaban al aire libre. Craig se fijó en ellos. Aguardaban con las cabezas
erguidas. En la penumbra sólo era visible el pulso de sus gargantas. Al abrirse paso hacia
el claro, Tim vio que estaban esperando en torno a los cadáveres de los dos animales
sacrificados. Estaban agazapados tensamente junto a aquellas masas peludas,
mirándose unos a otros.
En la choza de Dangerfield, Tim halló la lámpara y una jarra de aceite de pescado,
con el cual la llenó. Ajustó la mecha y la encendió. Dangerfield dormía pacíficamente. Tim
le cubrió con una manta. Se sentía dichoso. No experimentaba ninguna de las emociones
de Craig acerca de las alteraciones en la naturaleza de un planeta, y esperaba
impaciente la llegada del día siguiente que, indudablemente, traería la respuesta a
muchos enigmas.
Oyó unos ruidos sordos en el exterior. Los pigmeos se estaban peleando sobre los
restos de los animales sacrificados. Aunque eran bajitos, luchaban como gigantes. Sus
armas eran las mandíbulas, con las que desgarraban, destrozaban, roían y mordían.
También empleaban las garras. Cada cual luchaba contra los demás. La lucha tenia lugar
sólo entre tres de ellos, en tanto que los otros dos se mantenían aparte, sentados sobre
los restos del pequinés.
A los pocos minutos, los tres pigmeos cayeron derrengados. Pero no por esto dejaron
de contemplarse mutuamente sobre los restos del osito.
Luego, los otros dos se levantaron y combatieron entre sí, terminando su feroz duelo,
asimismo, con un brusco retorno a la inmovilidad. La luminosidad nocturnal hacía más
terrible el combate. Sin embargo, aunque los cinco pigmeos habían recibido terribles
dentelladas, produciéndose grandes heridas, no parecían experimentar el menor dolor.
—Están luchando sobre los cadáveres de sus esclavos —pensó Tim—. Debe tratarse
de un duelo de honor.
Se apartó de la ventana. Dangerfield se había despertado, sin duda a causa del
alboroto. Habló fatigosamente, sin abrir los ojos.
—¿Por qué se pelean? —le preguntó Tim, bajando la voz.
—Cada noche hacen lo mismo.
—¿Y qué significa?—insistió Tim, pero Dangerfield había vuelto a adormilarse.
Al cabo de una hora, el anciano se revolvió inquieto, apartando la manta y
desabrochándose la camisa. Comenzó a toser, como si se le desgarrase el pecho.
Inclinándose hacia él, Tim observó un fragmento de piel descolorida bajo una de sus
costillas. Rápidamente se enrojeció aquel punto. Tim quiso tocarlo, pero luego lo pensó
mejor.
Dangerfield se quejó. Tim le cogió la muñeca, aunque no acertaba a comprender la
causa de aquella crisis. El círculo rojo del pecho parecía el centro de una tormenta.
Exudó y luego salió con fuerza una sangre espesa, que fue bajando por el pecho hasta
mojar la sábana. En medio del cráter sanguinolento, algo se movió.
Apareció una cabeza aplastada. Un insecto marrón —parecido a una larva de oruga—
salió a la luz, para yacer exhausto sobre la descolorida carne. Sobreponiéndose a su
repugnancia, Tim sacó una jarrita de su botiquín y aprisionó a la larva.
—No hay duda de que esto es lo que Dangerfield llama un “fífino” —pensó. Luego
desinfectó y vendó la herida del héroe. En aquel momento apareció Craig a relevarle,
portador de un magnetófono. Tim le explico que había sucedido y se tambaleó hacia la
salida.
Fuera, en las tinieblas, los pigmeos todavía proseguían su interminable combate. Las
luchas y la vida, pensó Tim, son cosas sinónimas. Estaba temblando.
Poco antes del amanecer, Craig penetró en el remolque con el magnetófono bajo el
brazo. Luego se lavó la cara con agua fría y levantó la tapa del aparato grabador.
—Hoy estaremos muy ocupados —anunció—. Poseemos ya gran cantidad de datos
sobre Kakakakaxo para trabajar, aunque debo advertir que se trata de material muy
dudoso. He grabado una larga charla con el viejo Dangerfield, que deseo que escuchéis.
—¿Cómo está? —preguntó Tim.
—Físicamente, no en muy mala forma. Mentalmente, muy enfermo. De pronto se
muestra amable y comunicativo, y a continuación callado y hostil. Un ser extraño... Claro
que es esto lo que cabe esperar después de veinte años de ostracismo.
—¿Y el fífino?
—Dangerfield opina que es un estado larvario de un catanga, y afirma que lo
traspasan todo. Los había tenido en las piernas, pero, por lo visto, éste ascendió a sus
pulmones. El dolor debió ser muy intenso, pobre viejo. Le administré un hipalgésico y le
interrogué antes de que se extinguiesen sus efectos.
Barney sirvió café caliente en tres tazas.
—Dispuestos a escuchar la cinta —dijo.
Craig puso en marcha el aparato. Los rodillos fueron girando lentamente,
reproduciendo la voz de Dangerfield.
—Ahora que se halla mejor —era la voz de Craig—, quizás podrá darme algunos
detalles de la vida en Kakakakaxo. ¿Cómo se comunican entre sí esos pigmeos?
Hubo un silencio antes de contestar Dangerfield.
—Los pigmeos son de una raza muy antigua —dijo al cabo—. Su lenguaje,
gradualmente, se ha ido desgastando, como una moneda vieja. En estos veinte años he
logrado captar algunos vocablos, pero, en realidad, casi sólo producen ruidos inimitables.
Su lenguaje sólo expresa unas actitudes básicas. Hostilidad. Miedo. Hambre.
—¿Y el amor?
—Son muy retraídos respecto al sexo. Nunca les he visto aparejarse, ni puede
distinguirse un macho de una hembra. Ponen sus huevos en el cieno... ¿qué estaba
diciendo? Ah, sí... respecto a su modo de hablar. Ten en cuenta, Craig, que he sido el
único humano, el único, que ha podido dominarles.
—¿Ha logrado explicarles de donde procede usted?
—Les resulta muy difícil entenderlo. Presumen que yo soy “de más allá del hielo”.
—¿Se refiere a los glaciares al norte y al sur del Ecuador?
—Sí, por esto piensan que soy un dios, porque sólo los dioses pueden vivir en
aquellos remotos parajes. Los pigmeos están bien enterados respecto a los glaciares. He
logrado reconstruir parte de su historia con pequeños fragmentos.
—Ésta era una de las cosas que iba a preguntarle —dijo la voz de Craig.
—Los pigmeos son una raza antigua —repitió Dangerfield—. Claro está, no poseen
su historia escrita, pero puede decirse que son antiguos por su conocimiento de los
glaciares. ¿Cómo sabrían nada de los mismos, a menos que hubiesen sobrevivido a la
última Edad del Hielo? Después, este promontorio tan bellamente decorado en el que
viven algunos... Hoy día no serían capaces de hacer nada igual. No poseen ninguna
habilidad. Yo tuve que ayudarles a construirse las cabañas. Sus antepasados sí debieron
ser inteligentes, pero esta generación contemporánea está en decadencia.
La voz de Craig sonó escéptica en el altavoz:
—Nosotros pensábamos que ese templo pudo ser construido por otra raza
desaparecida. ¿Qué opina?
—Estás equivocado, Craig. Los pigmeos consideran sagrado esta especie de templo;
en el centro se yergue lo que ellos denominan “la Tumba de los Viejos Reyes”, y ni
siquiera a mí me han permitido entrar nunca. No se comportarían así si el lugar no tuviese
un significado especial para ellos.
—¿Todavía tienen reyes?
—No. Ahora no poseen ningún reglamento, excepto el de cada cual por sí. Por
ejemplo, los cinco pigmeos que se han estado peleando esta noche; nadie les separa, por
lo que seguirán combatiendo hasta que se maten.
—¿Por que se pelean sobre los restos de los sacrificados?
—Es una costumbre. Lo hacen todas las noches. Sacrifican a sus esclavos de día y
se pelean por sus restos de noche.
—¿Puede decirme por qué les conceden tanta importancia a esos animales... sus
esclavos, o como se llamen?
—Oh, no les conceden ninguna importancia. Sólo tienen la costumbre de atraparlos
en la selva, porque les consideran una amenaza para ellos. Su número se ha
incrementado desde que estoy aquí.
—¿Entonces, por qué no los suprimen a todos de una vez? ¿Y por qué siempre
mantienen separados a los dos grupos?
—Por lo visto, los osos y los pequineses se pelearían si se juntasen, aunque no
puedo afirmarlo. No esperéis motivos por todo cuanto hacen los pigmeos. No razonan lo
mismo que un hombre.
—Como ecólogo opino que siempre hay una razón para todo, por oscura que sea.
—¿De veras? —El tono del ermitaño era retador—. En mis diecinueve años aquí no
he encontrado ninguna razón.
—¿Entonces afirma usted que los pigmeos no son seres racionales?
—Cierto. Viven automáticamente de su gloria pasada. No es posible lograr nada de
ellos. Yo lo he intentado. Sí, reconocen y acatan mi autoridad... Es algo terrible envejecer.
Mire mis manos.
Craig paró el magnetófono. En el exterior la luz de la aurora se filtraba ya entre los
árboles.
—Esto es lo más importante —dijo—. Casi todo lo demás son datos autobiográficos
del propio Dangerfield.
—¿Qué sacaste en claro, Craig? —se interesó Barney.
Los primeros chillidos de los pájaros se dejaron oír fuera, saludando al nuevo día.
—Antes de llegar a Kakakakaxo era viajante de comercio, yendo de un planeta a otro.
Es un observador inexperto.
—Opino igual que tú. Dangerfield no ha sabido captar adecuadamente lo que ha visto.
Esto es bastante fácil en un planeta desconocido, aunque no se esté emocionalmente
desequilibrado. No podemos creer nada de su declaración.
—Yo no diría tanto —objetó Craig con su habitual cautela—. No es muy de fiar, pero
en lo que dice hay atisbos de verdad.
—Lo siento, pero no lo entiendo —terció Tim—. ¿Cómo podría estar tan equivocado,
Dangerfield? Casi todo lo que ha declarado me parece bastante lógico. Aunque no tenga
experiencia antropológica o ecológica, ha tenido mucho tiempo para aprender.
—Verdad, Tim, verdad —asintió Craig—. Mucho tiempo para aprender
correctamente... o para aprender erróneamente. No pretendo juzgar a Dangerfield, pero
apenas hay un solo factor en el universo que no se preste a dos o más interpretaciones.
La actitud de Dangerfield ante los pigmeos es altamente ambivalente, una relación de
amor y odio. muy clásica. Quiere considerarles simples animales, porque esto los
empequeñece a sus ojos; y al mismo tiempo quiere considerarles seres inteligentes con
un gran pasado, porque esto le eleva a él al haberle aceptado como un dios.
—¿Y qué son los pigmeos, animales o seres inteligentes? —quiso saber Tim.
—Ahí es donde entran nuestros poderes de observación y deducción.
Tim estaba irritado. Deseaba reflexionar a solas. Cuando iba a salir se acordó de la
jarrita donde estaba el fífino; había olvidado llevarla al laboratorio del remolque.
Dos jarritas estaban ya alineadas en un estante. Contenían dos lombrices extraídas
por Craig de las entrañas de los animales sacrificados la tarde anterior. Los gusanos, uno
de los cuales procedía del pequinés, y el otro del osito, eran idénticos; unas cintas
blancas de veinticinco pulgadas de longitud, con ventosas y ganchos en un extremo. Tim
las contempló con interés antes de salir del remolque.
Fuera ya, aspiró una gran bocanada de aire fresco. Todavía sabía a pescado podrido.
Los pájaros estaban cantando alegremente en las copas de los árboles. Había unos
cuantos pigmeos a la vista, yendo en dirección al río. Tim se puso a temblar levemente,
pensando en la rareza de dos especies distintas que podían albergar la misma clase de
lombrices.
La lucha nocturna sobre los animales sacrificados había terminado. De los cinco
pigmeos combatientes sólo uno vivía; yacía con el osezno desventrado entre sus garras,
incapaz de alejarse de allí. Tenía arrancadas tres de sus cuatro patas. El horror de Tim
desapareció cuando contempló la situación “sub specie aeternitatis”, siendo el dolor y la
muerte una consecuencia de la misma existencia; quizás estaba ya adquiriendo parte de
la filosofía de Craig.
Cogió tres pigmeos muertos, se los cargó a la espalda y, trastabillando bajo su peso,
los llevó al remolque. Halló a Craig llevándole el desayuno a Dangerfield.
—Hola —le saludó Craig cordialmente—. ¿Qué vas a hacer con estos cadáveres?
—Un poco de disección —fue la respuesta.
53
Una vez en el laboratorio, se puso los guantes de goma y procedió a abrir los
estómagos de los pigmeos. Apartó los tres sacos intestinales y halló dos de ellos muy
dañados por las lombrices. Encontró media docena de gusanos, de coloración rojiza y
todavía vivos; efectuaron vigorosos intentos con sus patitas en embrión para trepar fuera
del matraz donde Tim los había colocado.
Fue excitadamente en busca de Barney para informarle de su hallazgo.
—Esto contradice casi todas las leyes de la filogenia —exclamó, quitándose los
guantes—. Según Dangerfield, los pequineses y los oseznos son recién llegados al
escenario evolutivo. Sin embargo, sus parásitos, que Craig ha conservado en el
laboratorio, se hallaban bien adaptados al ambiente interno de dichos animales; en
muchos aspectos se parecen a las antiguas tenias que afligían al hombre. Por otra parte,
las lombrices de los pigmeos presentan todos los síntomas de bichos recién llegados.
Son algo más que fábricas virtuales de huevecitos; presentan rastros de una existencia
anterior más independiente, y les han causado un daño innecesario a sus huéspedes, lo
que significa siempre que entre el parásito y su huésped no ha sido alcanzado todavía un
debido “statu quo”.
Barney levantó una ceja y miró sonriente al joven Tim.
—Muy interesante —dijo—. ¿Y ahora qué, doctor Anderson?
Tim sonrió, adoptó una postura especial e imitó la voz de Craig:
—Hay que meditar siempre ante una evidencia, y especialmente ante las cosas que
no comprendemos sean una evidencia.
—Muy bien —asintió Barney, riendo—. Y mientras estás meditando podrás ayudarme
a instalar en el techo este anzuelo que he construido.
—¿Otra de tus locas ideas, Barney?
—Vamos de caza. ¡Vamos, tus gusanos se esperarán!
Levantándose, cogió un largo bastón telescópico que Tim reconoció como una de sus
extraviadas antenas. La última y más corta sección estaba extendida, y Barney insertó en
su extremo un afilado cuchillo.
—Todavía pretendo atrapar vivo a uno de estos animalitos sin correr peligro de ser
comido —explico Barney.
Trepando por el poste que conducía a la diminuta cabina de radio, levantó la cúpula
de observación que dejaba divisar todo el paisaje en torno. Se izó a fuerza de brazos y
salió al tejado del remolque. Se arrastró a gatas hacia la parte delantera del mismo. Tim
le siguió.
—Agáchate —le musitó—. Si es posible, me gustaría que no pudiesen observarnos.
Un árbol gigantesco extendía sus ramajes sobre sus cabezas. Estaban, pues, bien
resguardados. Cassivelaunus estaba saliendo de detrás de una nube, y el claro todavía
se hallaba silencioso. Tendido sobre su estómago, Barney fue alargando las secciones de
la antena hasta que tuvo un palo de varias yardas de longitud. Sosteniendo el instrumento
con la ayuda de Tim, lo empujó hacia delante.
El extremo del palo llegaba a la cabaña más próxima de los pigmeos. Fuera de la
choza, dos animales cautivos estaban sentados, contemplando con interés el descenso
del cuchillo. Su hoja quedó por fin apoyada sobre la correa que mantenía atado a uno de
los animales, el oso, y comenzó a frotarla suavemente.
La correa cedió. El oso estaba libre. Ladeó la cabeza en una parodia de asombro. El
pequinés cloqueó, como animándole. Entre los árboles apareció una procesión de
pigmeos. Al oírles, el osito entró en acción.
Asiendo la antena con sus diminutas y negras garras, el animal se balanceó y saltó
sobre el techo del remolque, enfrentándose a ambos exploradores sin demostrar ningún
temor.
Barney retiró el palo. Esta maniobra fue observada por los pigmeos. Empezaron a
parlotear y a saltar. Otros pigmeos surgieron de las cabañas, dirigiéndose hacia el
remolque y mirando hacia arriba.
Los pigmeos que iban emergiendo del bosque presentaban el aspecto de cazadores
agotados, regresando con el alba. Sobre sus espaldas, rudamente atados, había nuevos
pequineses y oseznos recién capturados. Aquellos cazadores, sin ceremonias, dejaron
caer sus cargas y aceleradamente se acercaron al vehículo.
Alarmados por el vocerío, los tejedores comenzaron a chillar en las copas de los
árboles.
—Bajemos —gritó Barney.
Cogiendo al osito, que no ofreció resistencia, saltaron al interior del remolque.
Al principio el animal quedóse sobrecogido ante el nuevo ambiente. Luego se recobró
y aceptó leche y chachareó con los dos hombres. Visto de cerca, no tenía ninguna
semejanza con un oso, a no ser por su piel. Estaba erguido, lo mismo que los pigmeos,
intentando alisarse el pelo con los dedos. Cuando Tim exhibió un peine supo usarlo,
deshaciendo diligentemente los nudos del pelaje, húmedos aún por el rocío.
—Bueno, es un macho y es inteligente y más amable que sus amos —comentó Tim
—. Ahora ya tienes lo que querías, pero los lobos están llamando a la puerta, pidiendo
nuestra sangre.
Por la ventana, Barney vio cómo los pigmeos rodeaban el remolque en número cada
vez mayor, blandiendo las garras y entreabriendo las mandíbulas. A la azulada luz del día
parecían repulsivos, cómicos y perversos.
—Evidentemente, hemos transgredido una ley local. Hasta que se calmen está
bloqueado el regreso de Craig; tendrá que soportar a Daddy Dangerfield un buen rato.
Tim no contestó. Antes del regreso de Craig había algo que deseaba hacer. Pero
antes tenía que salir del remolque.
En aquel momento Barney dirigió de nuevo su atención al osezno. Tim, rápidamente,
sin ser observado, trepó a la cabina de la radio, abrió la cúpula y salió de nuevo al tejado.
Asiéndose a una fuerte rama del gigantesco árbol, comenzó a deslizarse a lo largo de la
misma y, de rama en rama, consiguió, al amparo del denso follaje, pasar inadvertido de
los pigmeos agrupados en torno al vehículo hasta que, juzgándose ya a salvo, se dejó
caer al suelo. Entonces se dirigió velozmente hacia el templo del promontorio.
Dangerfield apagó el proyector. Al desvanecerse los colores se volvió ávidamente a
Craig.
—¿Eh? —exclamó con orgullo—. ¿Qué piensas de esto, amiguito?
Aunque tenía el pecho vendado, el héroe se movía con mas facilidad. Los modernos
tratamientos de cicatrización habían apresurado su recuperación; parecía diez años más
joven que el hombre que el día anterior había sufrido de fífinos. La excitación por la
película que acababa de exhibir le había avivado las mejillas.
—Bueno, ¿qué piensas de esto? —preguntó, impaciente.
—Me estoy preguntando qué piensa usted —repuso Craig.
Dangerfield perdió parte de su animación. Miró a su alrededor, como buscando un
arma.
—No me tienes ningún respeto —exclamó—. Te había tomado por un ser civilizado,
Craig. Incluso los tipos de Droxy que vinieron a filmarme me reconocieron como un héroe.
—Le reconocieron por lo que usted se cree ser —replicó Craig. Dangerfield pudo al fin
coger un pesado bastón. Craig le sujetó el brazo y el golpe recayó en su codo.
Craig se apoderó del bastón y lo lanzó más allá de la puerta. Los dos hombres se
contemplaron fijamente. La mirada de Dangerfield fue la primera en desviarse. Craig salió
de la choza.
Anduvo de prisa por el claro hacia donde se hallaban congregados los cabezas de
caimán. Al aproximarse, parte de la muchedumbre se separó del remolque y se dirigió
hacia él, con las mandíbulas entreabiertas. Sin aflojar el paso, comenzó a atravesar por
entre las filas de pigmeos, los cuales se contentaron con mirarle airadamente, agitando
sus garras con furia. Subió el peldaño del remolque y entró.
Craig leyó el alivio y admiración en la expresión de Barney.
—Deben haber sospechado lo duro que soy —dijo Craig. Luego volvió su atención al
osezno de Barney, y al que éste había puesto el nombre de Fido. El animal iba
cloqueando mientras Barney le explicaba a Craig cómo lo había capturado.
—Te juro que Fido posee un lenguaje rudimentario —añadió—. A cambio de una
buena limpieza con un insecticida, me ha dejado examinarle la boca y la garganta. Te
aseguro que está equipado para hablar.
—Enséñale a usar un papel y un lápiz, y mira qué puedes obtener —le sugiró Craig,
acariciando la cresta amarilla del animal.
Mientras Barney buscaba lápiz y papel, le preguntó a Craig qué le había entretenido
tanto tiempo con Dangerfield.
—Estaba empezando a pensar que la extinguida raza de Kakakakaxo había vuelto a
aparecer —añadió Barney riendo.
—No. Me ha estado proyectando una película con la intención de impresionarme con
la majestad del héroe Dangerfield.
—¿Un documental?
En absoluto. Una película escuálida realizada por los Estudios Melmoth de Droxy,
supuestamente basada en la vida del tipo ese. Se presentaron a él con una copia de la
cinta y un proyector como regalo. Se llama “La Maldición de los Hombres Cocodrilos”.
—¡Gran Dios! —exclamó Barney—. ¡No debo perdérmela cuando la vuelvan a
reponer. Debe ser muy instructiva.
—En muchos sentidos. Los guionistas y el director pasaron dos días, sólo dos días,
aquí en Kakakakaxo, hablando con Dangerfield y “captando la atmósfera” antes de
regresar a Droxy para poner en orden sus ideas sobre el argumento. No se efectuó
ninguna investigación.
Barney lanzó una corta carcajada.
—¿Quién se queda con la chica?
—Naturalmente, sale una chica, y es Dangerfield quien se queda con ella. Es una
rubia que va de polizón en la nave espacial.
—Como siempre. Ahora dime lo que has hallado instructivo.
—Todo me ha resultado extrañamente familiar. Después de los acostumbrados
preliminares, un choque espectacular de la nave contra la ladera de una montaña de
plástico, etcétera... se ve a un Dangerfield al estilo de Tarzán, siendo capturado por la
raza de los osos, que miden seis pies de estatura y usan cascos. Dangerfield no puede
escapar porque a la rubia se le ha torcido un tobillo en el choque de la nave. Ya sabes lo
que les pasa siempre a las rubias en las películas.
—Los pequineses, por ejemplo, no aparecen en escena. Los osos están torturando al
héroe y a la heroína a muerte cuando vienen los hombres-cocodrilos y los rescatan. Los
hombres-cocodrilos son la personificación de nuestros amigos los pigmeos, según los
Estudios Melmoth.
—Deja de contarme fragmentos de la cinta —pidió Barney—, y dime qué pasa con la
rubia.
—Los hombres-cocodrilos llegan a tiempo de salvarla de un destino peor que un
tobillo torcido. Y aquí viene una cosa interesante: los hombres-cocodrilos, según la
película son una raza guerrera muy antigua y orgullosa, que han bajado hasta el llano
trasponiendo los linderos de la jungla. Cuando se llevan a Dangerfield a su poblado junto
al río le empiezan a odiar. Entonces comienzan a martirizarlo, lo mismo que a la rubia,
cuando Dangerfield salva al hijo del caudillo. A partir de entonces toda la tribu le trata
como a un dios, le edifica un palacio y ya puedes imaginarte el resto.
—¡Lo que me he perdido! ¡Es una clásica novela de aventuras! —gimió Barney—.
Quizá podamos convencer a Dangerfield para que nos la vuelva a proyectar mañana.
—Sí, Barney, la película es malísima —opinó Craig—. No hay nada real. Falsos
diálogos y malos decorados. Hasta la rubia es poco atractiva.
Barney permaneció un minuto contemplando el vacío, sumamente intrigado,
jugueteando con la barba.
—Es raro que todo lo que ocurre en esta película se avenga tan bien con lo que
Dangerfield te contó anoche sobre el pasado de los pigmeos, su declinación y demás.
—¡Exactamente! —exclamó Craig satisfecho—. ¿Comprendes lo que esto significa,
Barney? Casi todo lo que Dangerfield sabe, o cree saber, procede de un guión
confeccionado en los estudios de Droxy y no al revés.
Se contemplaron divertidos, pensando en los insondables misterios de la mente
humana.
—Por eso el viejo huyó de nosotros con tanta violencia cuando nos vio al llegar —
continuó Craig—. No posee casi ninguna información veraz de las condiciones de aquí.
Teme salir a investigar. Sabiendo esto, estaba preparado para enfrentarse con la gente
de los estudios de cine, que solamente hubiesen venido en busca de un buen argumento,
pero no para encararse con unos científicos que querrían datos verídicos. Naturalmente,
cuando le tuve acorralado no tuvo más remedio que proporcionarme todos los datos que
posee, con la esperanza de que nos los tragásemos como verdaderos.
—Probablemente ya no sabe dónde empieza la verdad y termina la mentira —
observó Barney—. Al cabo de diecinueve años, el viejo debe estar medio chiflado.
—El miedo ha mantenido angustiado a Dangerfield. Está asustado de esa gente; de
los pigmeos, los hombres-cocodrilos de la película. Y por esto se ha refugiado en su
propia fantasía. Se ha convertido en un dios de cine. Y no quiere abandonar este planeta
porque, inconscientemente, sabe que la realidad le descubriría. No tiene más remedio
que quedarse aquí, en este lugar que odia.
—Bravo, doctor —exclamó Barney—. Aceptado el diagnóstico. Un brillante trabajo
deductivo. Felicidades. Pero todo lo que hemos coleccionado son sólo fantasmas. Dime
dónde está la labor encomendada por la Sociedad Ecológica después de haber
desenmascarado a nuestro testigo principal: ¿en qué punto muerto?
—En absoluto —refutó Craig, señalando a Fido. El osezno se había sentado a la
mesa, atareado con el lápiz y el papel.
Había dibujado una tosca representación de un osito y un pequinés entrelazados,
como peleándose.
Unos minutos después, cuando Craig había entrado al laboratorio con un surtido de
coleópteros y anapluros recogidos en la cabaña de Dangerfield, Barney vio al viejo
dirigiéndose hacia el remolque, pasando con rapidez por entre las chozas de los pigmeos,
andando apoyándose en un bastón. Barney llamó a Craig.
—Estas tres carcasas de pigmeos —dijo éste saliendo —supongo que ha sido Tim
quien las ha diseccionado. ¿Te explicó algo al respecto?
Barney le contó lo que Tim había descubierto acerca de las lombrices.
—¿Pasa algo? —inquirió luego.
—No, nada, nada —repuso Craig, meneando la cabeza—. Conque esto es lo que dijo
Tim... Y a propósito, ¿dónde está ahora?
—No tengo la menor idea. El chico se está volviendo tan misterioso como tú. Habrá
salido a tomar el aire. ¿Quieres que lo llame?
—Primero veamos qué quiere Dangerfield.
Abrieron la puerta. Casi todos los pigmeos se habían ya dispersado. El viejo se negó
a entrar en el remolque y agitó amenazadoramente el índice hacia ellos.
—Ya sabía que no traería nada bueno vuestra llegada al planeta —exclamó—. Y
ahora vuestro compañero más joven está a punto de ser asesinado por los pigmeos, lo
cual le está bien merecido. Pero sólo Dios sabe lo que harán esos seres cuando prueben
la carne humana... Nos destrozarán a todos. Dudo mucho que yo pueda impedirlo.
No había aún terminado de hablar cuando ya Craig y Barney habían saltado fuera del
remolque.
—¿Dónde está Tim? ¿Qué le ha sucedido? —quiso saber Craig.
—Creo que ya es tarde —replicó Dangerfield—. Le vi entrar en el templo. Y quizás
ahora ya...
Pero los científicos ya estaban atravesando el claro a toda prisa. Al acercarse al
templo oyeron el peculiar parloteo de los pigmeos. Al llegar al ornamentado portal vieron
un enjambre de cabezas de caimán apretujándose para penetrar en el promontorio.
—¡Tim! —gritó Barney—. ¿Dónde estás?
No hubo respuesta. La multitud continuaba estrujándose para entrar en el templo.
—No podemos asesinarlos a todos —opinó Craig, mirando a los pigmeos—. ¿Cómo
podríamos entrar ahí dentro?
—Podemos emplear los gases lacrimógenos del remolque —manifestó Barney—.
Esto los dispersará.
Corrió hacia el vehículo y al cabo de un minuto estaba ya guiándolo por el claro. El
tejado del remolque destrozó algunas ramas de los árboles, destrozando asimismo varios
nidos de los tejedores, que se alejaron volando y protestando ferozmente por aquella
intrusión.
Cuando Barney paró el motor, Craig destapó un recipiente situado al exterior y sacó
una manguera; un extremo se hallaba conectado con los tanques interiores. Barney
extrajo dos máscaras y se puso una, entregando la otra a Craig.
Éste, tras ponerse la máscara, comenzó a expeler el gas de la manguera en dirección
a los pigmeos, los cuales, como por arte de magia, comenzaron a caer al suelo, tosiendo
y agitando las garras al aire. Los dos científicos penetraron en el templo, corriendo por un
pasillo en el que había una multitud de pigmeos luchando por salir de allí, medio
asfixiados por los gases. El parloteo era ensordecedor.
El corredor poco después se transformó en una especie de túnel, que ascendía por la
montaña. Los dos ecólogos tuvieron que trepar, ayudándose incluso con las manos.
De repente el suministro de gas se concluyó. Craig y Barney se detuvieron,
contemplándose mutuamente.
—¿No estaban llenos los tanques?—preguntó el primero.
—Naturalmente. Tal vez uno de los pigmeos ha desconectado la manguera.
Tenían cortada la retirada. Los pigmeos de la entrada del promontorio ya se habían
recobrado y les estaban esperando. Por tanto, no tuvieron más remedio que seguir
adelante, quitándose las máscaras y preparando las pistolas nucleares.
Doblaron una esquina y se pararon. Era el final del pasillo. El túnel se ensanchaba en
una especie de antesala, en cuyo fondo se veía una gran puerta de madera. Un grupo de
pigmeos estaban arañando en ella. Se volvieron y enfrentaron a los dos amigos. Había
lágrimas en sus ojuelos; por lo visto, les había alcanzado una ráfaga del gas, que sólo
había servido para encolerizarles. Cargaron hacia delante.
—¡Cuidado! —chilló Barney.
La diminuta cámara retembló ante el estruendo de las explosiones. Pero toda arma
manual posee limitaciones, y los pigmeos tenían la ventaja de su velocidad.
Barney apenas tuvo tiempo de disparar una vez contra uno, cuando ya otro le había
saltado encima. Pese a su menguado tamaño, era una criatura muy poderosa.
Barney cayó de espaldas, al tiempo que las garras se dirigían a su rostro. Intentó
recular, y volvió a hacer uso de la pistola contra el estómago de su atacante. El pigmeo
cayó al instante, pero en su agonía, de un zarpazo le arrancó a Barney el arma de las
manos.
Antes de que pudiese recogerla, otros dos pigmeos le habían saltado encima,
inmovilizándole. Estaba indefenso contra sus garras.
Una luminosidad azulada pasó de pronto junto a él. Y un calor intolerable le abrasó
las mejillas. Los dos pigmeos rodaron de costado, con los cuerpos achicharrados.
Tembloroso, Barney se puso de pie.
La puerta de madera estaba abierta. Tim permanecía en el umbral, empuñando la
pistola nuclear que había salvado la vida de Barney.
Craig había logrado zafarse de sus atacantes. Yacían chamuscados en el suelo. Se
levantó, respirando pesadamente, y con el traje desgarrado. Los tres se contemplaron
mutuamente, sucios y despeinados. Craig fue el primero en hablar.
59
—Hemos estado a punto de morir —dijo.
—Gracias, Tim —exclamó Barney—. A no ser por ti...
—Siento que hayáis venido a buscarme. Estaba seguro detrás de esta puerta —dijo el
muchacho—. Craig, he estado investigando un poco por mi cuenta. Venid y lo veréis todo
por vosotros mismos. ¡He descubierto la Tumba de los Viejos Reyes de que nos habló
Dangerfield!
—¿Cómo conseguiste penetrar hasta aquí, sin que te lo impidieran los pigmeos? —
quiso saber Craig.
—Casi todos estaban alrededor del remolque cuando vine hacia aquí. Cuando se
dieron cuenta, yo ya estaba dentro del promontorio.
Penetraron en la sala interior. Tim cerró y atrancó la puerta antes de encender su
linterna. Los constructores de aquella cámara habían sabido lo que estaban haciendo. La
decoración era suntuosa, particularmente en una elaborada arcada que formaba la
techumbre. La atención de los tres visitantes, no obstante, quedó centrada en el
catafalco, sobre el que se veía una hilera de sarcófagos. Todos se hallaban profusamente
cubiertos de polvo, y el aire estaba viciado. I
—Aquí hay los restos de los Reyes de Kakakakaxo —dijo Tim—. Y opino que con su
ayuda he solucionado el misterio de la raza perdida de este planeta. Es como un
rompecabezas. Poseemos ya casi todas las piezas. Dangerfield nos proporcionó
algunas... pero el viejo no ha sabido jamás componerlas en conjunto. En realidad, no se
trata de una raza perdida, sino de dos.
—Un buen descubrimiento, Tim —opinó Craig.
—Este templo —continuó el joven— y otros que seguramente debe haber por el
planeta, fue cavado en la roca por dos razas cuyos representantes yacen juntos en estos
sarcófagos. ¡Miradles! Lejos de estar perdidas, estas dos razas han estado todo el tiempo
debajo de nuestras narices: se trata de los osos y los pequineses. En los sarcófagos
están sus retratos, y sus restos en el interior. Su semejanza con los animales domésticos
de Droxy nos ha deslumbrado, engañándonos.
—No me sorprende —dijo Barney, después de haber inspeccionado los ataúdes—.
Los oseznos son más inteligentes que los pigmeos. Según mi parecer, éstos no son más
que reptiles a los que la naturaleza ha dotado de una armadura, pero nada más. El viejo
Dangerfield estaba equivocado como en todo: en vez de ser una raza antigua, los
pigmeos son unos usurpadores esotéricos que aparecieron muy recientemente entre el
pueblo de los osos y pequineses.
—Dangerfield afirmó que conocían todo lo referente a los glaciares. Seguramente
deben proceder de aquellas remotas zonas. En cuanto a la raza de los osos... y supongo
que lo mismo vale para los pequineses, su cloqueo, lejos de ser un lenguaje incipiente, es
la forma decadente de un verdadero idioma. Ellos formaron las razas antiguas, ya en
declinación cuando los pigmeos se precipitaron sobre ellos y completaron su
desintegración.
—La evidencia helmintológica sostiene esta teoría —afirmó Tim—. Los pigmeos son
una raza demasiado reciente para haber desarrollado su propia clase de lombrices; sus
parásitos les están perjudicando los intestinos casi tanto como a Papá Dangerfield sus
fífinos. En una relación parasitaria prolongada, llega a producirse siempre una especie de
entente cordial, en la que el daño interno es mínimo.
—Lo cual se demuestra en el caso de las lombrices de los pequineses y los oseznos
—asintió Craig.
—Tan pronto vi aquellas lombrices, comprendí que la afirmación de Dangerfield
respecto a ser los pigmeos una raza muy antigua, era falsa. Vine aquí en busca de la
prueba... y aquí está, en efecto.
—Tuviste una buena idea, Tim —aprobó Barney—, pero no debiste venir solo. Era
muy arriesgado.
—Supongo que estoy aprendiendo a ser misterioso —bromeó el muchacho.
Craig se dirigió a la puerta y aplicó el oído. Barney y Tim le imitaron. Al principio el
rumor exterior era muy débil, pero luego pudieron identificarlo sin lugar a dudas; un coro
de cloqueos y gruñidos. El gas lacrimógeno se había desvanecido y los pigmeos volvían
a penetrar en el templo.
El ruido creció de volumen. Llegó a su apogeo cuando unas zarpas comenzaron a
arañar la puerta. Ésta se estremeció.
—Este lugar no es seguro —dijo Craig—. ¿No habrá otra salida?
Inspeccionaron la cámara. Por fin, al fondo descubrieron un cortinaje. Detrás había
una estrecha puerta, con los goznes enmohecidos. Cuando los tres científicos reunieron
sus esfuerzos, la madera se vino abajo con gran estrépito, levantando una nube de polvo.
Pasando por encima de las tablas, se internaron por un pasillo, casi un túnel, muy
empinado, por el que se vieron obligados a marchar en fila india.
—¿Creéis que los pigmeos osarán penetrar en la cámara? —preguntó Tim—.
Parecen considerarla sagrada.
—Se trata sólo de una superstición, y no creo que les detenga mucho tiempo —opinó
Barney.
—Lo que todavía no comprendo —observó Tim— es por qué, si el templo no fue
edificado por los de su raza, los pigmeos conceden tanta importancia al mismo.
—Probablemente nunca lo sabremos —concedió Craig—. Tal vez sea para ellos un
símbolo de su dominación. Y ya es sabido que un símbolo es siempre un enigma. Vamos,
que oigo derribar la puerta. Este túnel tiene que conducirnos a alguna parte.
Uno tras otro, fueron arrastrándose por la galería que se extendía por el interior del
monte, en un ángulo de cuarenta y cinco grados.
Habían ya ascendido un largo trecho cuando Barney se detuvo.
—¡Estamos bloqueados! —gritó.
El túnel terminaba en un muro de substancia sólida.
—No podemos usar las pistolas nucleares en este reducido espacio —dijo Tim—, o
moriremos abrasados.
Craig sacó una navaja.
—Probad con esto y ved de qué está hecho este obstáculo.
La substancia, aunque espesa, parecía bastante blanda. Fue Tim quien la reconoció
primero.
—Mirad ¡Es guano... seguramente de los murciélagos! —dijo—. Nos hallamos muy
cerca de la superficie.
—Sí, es guano —reconoció Craig—, pero casi tan duro como una piedra. Debe tener
centenares de años.
—Tenemos que abrirnos paso, sea como sea —exclamó Barney.
No había otra alternativa. El guano iba suavizándose a medida que iban ascendiendo
y rompiendo las diversas capas de materia. Por fin, consiguieron salir al aire libre. Sin
hablar, aspiraron rápidas bocanadas de aire fresco.
Estaban rodeados por árboles y matorrales. El terreno ascendía hacia la izquierda.
Cuando se hubieron recuperado comenzaron a bajar en dirección opuesta.
—Ya nada nos retiene en Kakakakaxo —dijo Barney—. Dangerfield se alegrará
cuando vea que nos largamos. Ya veremos qué dirá cuando empiecen a llegar los
primeros colonos. Hallarán alguna oposición, pero no creo que dure mucho.
—Seguramente Dangerfield acabará dedicándose a venderles postales a los colonos
y turistas —bromeó Tim.
Poco después pudieron divisar las márgenes del río. En sus aguas se estaban
zambullendo gran cantidad de pigmeos, olvidados ya del templo y su significación.
—¿Lo veis? Son unos seres acuáticos perfectos —indicó Barney.
Cuando llegaron al llano vieron que el poblado estaba desierto. El remolque se
hallaba a la vista y Craig se dirigió apresuradamente a investigar lo ocurrido con la
manguera del gas. La habían cortado con un cuchillo. Había sido obra de Dangerfield,
quien por lo visto, había querido que muriesen a manos de los pigmeos. No pudieron
hallar al viejo. Excepto los melancólicos cautivos, no había nadie a la vista.
—Antes de marcharnos, quiero liberar a esos desdichados seres —manifestó Barney.
Fue corriendo por entre las chozas, cortando las correas que aprisionaban a los
oseznos y los pequineses. Una vez se vieron libres, se reunieron todos y emprendieron
un largo trote hacia el bosque.
—Dos generaciones más —se lamentó Barney—, y probablemente no quedará un
solo osito ni un pequinés vivos en Kakakakaxo. En cuanto a los pigmeos, creo que sólo
sobrevivirán si vuelven a sus ríos helados.
—Otra contradicción —observó Tim, cuando penetraron en el vehículo y Barney
comenzó a hacerlo retroceder por entre los árboles—. Dangerfield afirmó que los osos y
los pequineses combatirían entre sí cuando tuviesen la ocasión, v sin embargo, ahora se
han marchado todos juntos, pacíficamente... tal como antaño convivieron aquí, según
demuestran las tumbas. ¿De dónde sacaría la idea de un antagonismo entre ambas
razas?
—Como ya dije, Dangerfield siempre suele sacar conclusiones equivocadas —
contestó Craig—. Si lo que dijo se mira por el lado contrario, obtendremos la verdad.
Siempre ha temido demasiado a los pigmeos para dedicarse a investigar.
Barney se echó a reír.
—Aquí viene —indicó—. ¡Mira, Tim, el oráculo está a punto de hablar! En ciertos
aspectos, resulta muy transparente, Craig. He comprendido la verdad tan pronto vimos
las tumbas en la cúpula funeraria.
—¿La verdad?
—Sí, sé que te guardas algún triunfo dentro de la manga, para sacarlo a relucir en el
momento oportuno.
—¿De qué se trata, Craig? —preguntó Tim, con curiosidad.
Barney sacó a Fido del remolque, y el animalito echó a correr hacia la selva.
—Fuiste poco cuidadoso cuando diseccionaste a los tres pigmeos en el laboratorio,
Tim —le reprochó Craig—. Sé que estabas buscando otra cosa, pero de haber puesto
algo más de atención, habrías observado que los pigmeos son partenógenos. Sólo tienen
un sexo, reproduciéndose mediante huevos fecundados por sí mismos.
—¿Y esto qué tiene que ver con la situación? —se interesó Tim.
Barney se frotó la frente, sorprendido.
—¡Y yo no supe verlo! —exclamó—. ¡Naturalmente, partenógenos! Esto explica la
falta de vanidad e inhibición sexual. De no haber estado tan ocupado con Fido,
seguramente lo habría descubierto también.
Trepó al asiento del conductor, golpeando la portezuela. El aire acondicionado fue
aclarando el ambiente. borrando el olor a pescado.
—Sí, en Kakakakaxo se produjo una interesante situación —continuó explicando
Craig—. Imaginaos para una especie partenógena lo difícil que sería comprender a una
especie bisexual, como el hombre. Sin embargo, los pigmeos intuyeron una cosa: si
mantenían a los dos sexos separados, la raza no podría reproducirse y se extinguiría.
—Y esto es lo que estaban haciendo: separaban a los machos de las hembras. Por
esto los mantenían entraillados aparte. Naturalmente, el proyecto no era perfecto, y
algunos animales consiguieron huir hacia el bosque para procrear.
Barney puso en marcha el motor.
—Sí —prosiguió Craig—, lo que Fido intentó explicarnos con su dibujo, no era una
pelea entre un oso y un pequinés, sino el apareamiento entre los dos sexos de una
misma raza. Los oseznos, por tanto, son los machos y los pequineses las hembras de
una misma especie.
—Lo que ocurre casi siempre con las especies dimorfas, en que los sexos varían de
tamaño y configuración, de lo contrario habríamos adivinado la verdad al instante. Los
pigmeos lo habían comprendido asimismo y adoptaron el único sistema viable para
asegurar su dominio: la segregación de sexos.
Tim lanzó un silbido.
—Por tanto, cuando Dangerfield pensaba que ambas razas se estaban peleando, en
realidad estaban reproduciéndose. Y, claro está, las lombrices similares que encontramos
en sus entrañas debieron haberme puesto en el camino de la verdad. ¡Fui un solemne
idiota!
—Debe ser muy raro jugar a ser un dios en un país del que no se sabe casi nada —
reflexionó Barney en voz alta, guiando el vehículo hacia el lugar donde había aterrizado la
nave espacial—. Me pregunto si el Creador es tan indiferente con respecto a nosotros...
El viejo se ocultó detrás de un árbol, contemplando la marcha del remolque. Meneó la
cabeza y regresó a su cabaña. Sus siervos tendrían que cazar en la selva antes de poder
ofrecerle las entrañas del día. Se estremeció ante el pensamiento de aquellos dos
cuencos simbólicos, llenos de aquella bazofia. Era viejo; había llegado del cielo y al cielo
tendría que volver algún día. Pero antes, deseaba decirles a todos lo que pensaba de
ellos.
Cuánto los despreciaba.
Cuánto los necesitaba.
SECTOR VERDE
Kakakakaxo está siendo colonizado actualmente por millares de hombres, mujeres y
niños procedentes de los mundos subdesarrollados del Rift.
Ahora ha llegado, pues, el turno de olvidar que los métodos de anticoncepcionismo
mental fueron formulados en el acuoso mundo de Banya Ban, en el Sector Verde, hace
cincuenta eras. Por tanto, no es sorprendente que tardasen tanto en extenderse por toda
la galaxia, ateniéndose a la Teoría de la Superanualidad Multigrado, que se refiere a la
aceptación de las ideas a medida que van apareciendo.
Banya Ban ha cambiado casi tanto como Droxy y Dansson en las últimas cincuenta
eras. Es un mundo de inmensa inventiva con poco impulso. Estas características se
evidencian en Banya Ban, en su literatura y en su forma de vivir, como demuestra el
siguiente relato.”
La manera de contar el tiempo en Mudland era ingeniosa. Doble A tenía una fila de
palitos encajados en el fango, en la más absoluta oscuridad. Con sus grandes y
esponjosas manos, que a veces nada tenían que ver con él, cogía los palitos uno a uno,
contándolos a medida que los cogía, a veces como números, a veces con abstracciones
tales como pájaros lira, mohosos tornillos, atizadores o hierbajos.
Continuaba esta operación ceñudamente, con las manos contra el tiempo, hasta que
la libertad y antigua sensación de degradación nublaba su cerebro y se olvidaba de lo que
estaba intentando hacer. Las gotas hepáticas de la indigestión mental que formaban su
proceso cerebral se apoderaban de su cuenta. Y cuando luego reflexionaba sobre el
momento en que había tenido lugar aquella niebla mental, sabía que había ocurrido en el
momento mismo en que se había presentado. Entonces, podía adivinar cuán adelante o
detrás del presente se hallaba, y podía darle a este factor un nombre adecuado... aunque
más tarde decidió que todos aquellos factores podían clasificarse bajo el nombre genérico
de Pauta, por lo que denominó al tiempo actual Reloj Pauta.
Se imaginó al Reloj Pauta como un gran soldado rojo con los bigotes barriendo la
rosada laguna de su rostro. Muy a menudo, digamos el día de paga, repiqueteaba con
unos lindos y diminutos cucos que salían por sus orificios. Como un adicional toque de
humor, Doble A hacía oscilar el péndulo.
Con esta trampa genial, estaba aboliendo lentamente el tiempo, convirtiéndose él
mismo en el primer profesor de un ignorado quantum (1). Sin embargo, los experimentos
no obtuvieron un éxito completo, ya que de vez en cuando su tanteo se comunicaba a sus
manos, y regresaban a él, palpando por el fango. A veces las mordía, pero tenían mal
sabor y no le contestaban.
(1) Quantum: es la energía mínima que puede ser recibida o suministrada por un
cuerpo, según la teoría sentada en 1900 por el físico alemán Planck. Vale 6,55 X 10-21 v
ergios por segundo (v es la frecuencia de la radiación). Cualquier cantidad de energía
recibida o emitida por un cuerpo ha de ser un [múltiplo] de quantum. (N. del T.)
—Tú eres el intelecto —le parecía oír que le decían—. Pero nosotros somos los
instrumentos de tu intelecto. Trátanos bien, y sin sal.
Otro experimento atañía a las tinieblas.
Tendido siempre en el barro con sus piernas amputadas, por desgracia
representaban una obligación. Doble A tenía que reconocer que no había nada
concluyente en sus degradación, puesto que había empezado a... no, nadie le obligaría a
usar la frase “disfrutar del barro”, pero por otra parte, nadie podría impedirle utilizar la
frase “empleando las zarpas (¿articulaciones?)”, con la comprensión de que en ciertos
momentos tal frase podía ser interpretada aproximadamente como sinónimo de “disfrutar
del barro”.
Las tinieblas estaban obligadas hacia sí mismas y también para con él. Las tinieblas
eran agradables, suaves.
Cuando Doble A comprendió que la oscuridad no era completa, que la abstracción
“total” se hallaba más allá, se enfureció, pateando con unos talones imaginarios en el
fango, y llamando en voz alta pidiendo unos ojos negros y muy oscuros.
Los ojos fueron un fracaso ya que quedaron cubiertos de barro, por lo que no podía
observar a través de los mismos. Si la oscuridad se había o no incrementado, no lo sabía.
Por lo tanto, le proveyeron de un par de contactos de ebonita, y con este truco
condescendiente por su parte, Doble A esperó que por fin podría alcanzar una situación
sin obligaciones.
¡No fue así! Poseía unos párpados que presionaban las lentes, dibujando alegres
formas en el lado oscuro de sus órbitas. Las formas y la oscuridad no pueden coexistir
por lo que de nuevo se vio derrotado por la Señora Obligación, del tamaño de un alfiler y
Ojos como bigotes de ratón, pero siendo, sin embargo, el ba
Ahumado Señor de la Creación. Bien, todavía no estaba derrotado. Había rellenado la
Solicitud Número Sed tau Cinco Barca Atracción Sexual Ocho Ocho Patata Diez, en palos
y barras y el viejo factor de la aplicación para el privilegio de la Persona Doble A, c~ r
ro, inventor del Regimiento del Reloj Pauta, para~,n
la total, parcial y completa Amputación de los dos apéndices Vermiculares en
posesión del nombrado Doble A, conocidos como sus Párpados.
Mientras tanto, hasta que la solicitud fuese aceptada y se utilizasen los bisturíes,
prosiguió sus crueles experimentos en la oscuridad.
Gritó, susurró, habló, vociferó, chilló, pronunció palabras bres, sopló, contó chistes,
partió infinitivos, participios y pasados, peroró, charló, conversó y representó toda la
gimnasia vocal en las tinieblas. Pronto acorraló a Dora en la oscuridad. Estaba menos
equipado vocalmente que Dora, y le permitió darse cuenta de ello con una arrolladora
serie mentas. Cinco Tu Padre Mentiroso, todos tus compinches se han peleado, Rifle,
rifle, disparates, eh”, y otras deposiciones semejantes de naturaleza literario-religiosolúdico-
filosófica.
Así, los poderes de las tinieblas no tenían poder contra los poderes del lenguaje.
—¡El botín será la luz! —tronó Doble A.
A través de sus gritos, de sus sílabas y silogismos, divisó la fantástica forma de
Gasm.
—¡Hágase la noche! —tronó Doble A. Pero demasiado tarde, había desperdiciado la
oportunidad, había llevado su experimento más allá de la palidez. Ya que entre O
dez, Gasm se quedaba obstinadamente “allí”, invisible.
III
Así empezó la verdadera historia de Mudland. Ahora era posible, no sólo llevar a cabo
experimentos, que pertenecían al viejo arpegio intelectual, sino conflictos de caracteres.
Amibas, editores y amantes eran los elementos de la vasta orquesta de objetos
clasificables para quienes o por los cuales el conflicto de caracteres es pura ambrosía.
Doble A quiso tener un C. C. con Gasm. Realmente no sabía si él mismo poseía una
C., o si Gasm la tenía.
¿Sin la primera C, cómo era posible obtener la segunda?
¿Podía existir una C... menos C?
¡Ay por la investigación científica!
A pesar de sus gritos y sus contactos de ebonita Gasm continuó gloriosamente
invisible, a cierta distancia.
Las amputaciones de Gasm eran idénticas a las de Doble A: le habían arrancado bajo
anestesia local y dos aspirinas, todo el conjunto de ganglios, carne, sangre, huesos, uñas
de los pies, vello y rótulas, conocido como Piernas. En esto, no había motivo de celos.
Habían sido escrupulosamente demócratas: un voto, una cabeza, una cabeza, dos
piernas; dos cabezas, cuatro piernas. Sus cirujanos podían parangonarse con un régimen
igualitario. No había motivo para los celos de Doble A.
“Pero...“. Siempre podía imaginarse que las amputaciones de Gasm eran distintas de
las suyas. Le parecía que Gasm sólo carecía de una pierna y un brazo. Y que dicha
amputación era más interesante que la del propio Doble A.
Así, la serpiente se infiltró en el paraíso de Mudland, arrastrándose entre los dos
cuerpos. C. C. se convirtió en una realidad.
IV
Doble A abandonó todos los demás experimentos para concentrarse en dominar y
catequizar a Gasm. Gradualmente, Mudland [ilegible]
l~ominio y C
era agotador
durante todo
por qué debía
dad lo estab2
en el barro c
La catequ
mas y octava~
y Gasm voce~
¿Cómo
Gasm!
—Dime q
—Podría
Maldad o Fir
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i que vinieron antes eran los inverros
somos los vertebrados.
pués de nosotros?
otros el diluvio.
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iluvio, inmenso diluvio.
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conjugar.
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después de los vertebrados, porque
elevada de la civilización.
~mediante los que puede ser recouestra
civilización.
~en simbolizarse en siete números.
cuerpo. La resurrección del rascacielos. La perpetuación de las especies. La
aniquilación de las especies. La glorificación del honor. La somnolencia de la conciencia.
La omnipotencia del sexo. La conclusión de la guerra de los mil años. La condensación
de la leche. La conversión de los idiotas. La confiscación de los carneros...
—¡Basta! ¡Basta! Ahora dime el concepto básico sobre el que se apoya nuestra
civilización.
—Los intereses del productor y el consumidor son idénticos.
—¿Cuál es la justificación de la guerra?
—La guerra es SU propia justificación.
—Cantemos una canción de amor en voces octogenarias.
Y entonaron a dúo la más incomprensible de las canciones que hayan podido
escucharse jamás en el Universo.
Durante un tiempo fue difícil estar seguro de algo o de nada. La incertidumbre era
casi infinita.
Claro que llegó a ser patente que ni Doble A ni Gasm poseían manos con que
sostener los palos. Sin embargo, respecto a los otros apéndices, la evidencia tendía a
demostrar que habían sufrido cierta clase de castigo. Gasm ya no parecía un humano.
Había adoptado positivamente la forma de un torpedo. Poseía garras.
Doble A descubrió que la idea de las garras no le sorprendía. Y la idea de que alguna
vez hubiese usado gafas oscuras o contactos de ebonita era absurda.
Buscó una explicación. Sí, había sufrido alucinaciones. Sus centros visuales habían
estado descentrados.
Se le ocurrió que podía examinar el tanque o la celda donde él y Gasm se habían
conocido. No había puertas ni ventanas. Emitiendo un prolongado suspiro líquido, Doble
A ascendió lentamente del suelo. Mientras se elevaba miró hacia lo alto. Dos hombres
flotaban en el techo, mirándole.
Doble A flotó hacia abajo, al fondo fangoso, descubriendo que le habían desaparecido
las manos. Nada podía compensar tal pérdida, excepto el crecimiento de una cola, una
larga cola.
Su cola le indujo a realizar otro experimento: el intento de moverla. Pudo hacerlo con
más facilidad de lo que había supuesto. Con un imaginario tirón del nuevo apéndice,
navegó por encima de Gasm, con un rumbo controlado, sumergiéndose cuando quería, e
ignorando a los dos hombres de arriba.
Desde entonces se llamó Doblay y ya no se ocupó más de sus perdidas manos ni del
tiempo. Aunque el cieno era agradable, prefería estar por arriba, especialmente cuando
Gasm pudo seguirle.
Doblay y Gasm comenzaron a considerarse como peces. Y empezaron a soñar la
manera de atrapar a los invasores desconocidos.
VII
El principal ornato del laboratorio era el gran tanque. Medía seis pies cuadrados y
veinte de altura, y estaba medio lleno de agua de mar. En la parte superior había un
pasadizo con barandilla, desde donde podía contemplarse la parte interna. Al pasadizo se
llegaba mediante una escalera metálica. Tanto la escalera como el pasadizo estaban
recubiertos de goma, y los hombres que pasaban por allí llevaban asimismo botas de
caucho, para asegurar el máximo silencio.
Todo el lugar se hallaba escasamente alumbrado.
Dos hombres, que se llamaban Rabents y Coblison, estaban en el mirador del
depósito, mirando a través de los infrarrojos. Aunque hablaban en susurros, sus acentos
denotaban una nota de triunfo.
—Esta vez creo que lo hemos logrado, doctor Coblison —estaba diciendo el más
joven—. En las últimas cuarenta y ocho horas, ambos especímenes han demostrado
menos letargo y más conocimiento de su forma y finalidad.
Coblison asintió.
—Su recuperación ha resultado notablemente rápida, teniendo en cuenta las
circunstancias. Las técnicas quirúrgicas han sido muchas y variadas. Aunque yo mismo
he participado activamente en las mismas, estoy maravillado de pensar que haya sido
posible transplantar medio cerebro humano a un centro metabólico tan diferente.
Volvió a contemplar las dos formas que nadaban en el fondo del tanque.
—¿quién sabe qué terrible traumatismo han tenido que sufrir esas dos almas? —le
movió a exclamar la compasión—. ¿Qué fantasías de amputaciones, de vida, de
nacimiento, de muerte, de ignorar a qué especie pertenecen?
—Ahora todo ha concluido —replicó Rabents, alejando sus tristes pensamientos—.
Pueden comunicarse entre sí, y los micrófonos situados al fondo del agua captarán su
lenguaje. Ambos se están adaptando muy bien al nuevo medio ambiente.
—Tal vez. Pero me pregunto si teníamos derecho...
Rabents hizo un gesto de impaciencia, adivinando que Coblison deseaba ser
tranquilizado. Sabía cuán orgulloso estaba el viejo en secreto y le contestó casi lo mismo
que el doctor le respondió más adelante a un periodista:
—La seguridad de Banya Ban exigía este drástico experimento. Hace un año que esa
nave Flaran “aterrizó” en nuestro Océano occidental. Nuestros submarinos han
investigado sus restos en el fondo del océano y han hallado pruebas de que la nave
aterrizó “bajo control” y sólo fue destruida cuando los desconocidos la abandonaron. Ya
sabe, doctor Coblison, que estos Flaranianos son peces, gente acuática. El océano es su
elemento, e indudablemente son los responsables de las mareas que han tenido lugar a
lo largo de nuestras costas y de las inundaciones de las islas de placer de Indura. La
prensa popular tiene derecho a exigir que hagamos algo.
—Mi querido Rabents, no dudo que estamos en nuestro derecho, pero...
—¿Cómo puede haber “peros”? Hemos fracasado al querer ponernos en contacto con
los extranjeros. Han esquivado nuestros más cuidadosos sondeos. Tampoco existe el
menor “pero” respecto a sus intenciones hostiles. Antes de que trastornen toda nuestra
ecología oceánica, debemos encontrarles y obtener toda la información posible. Estos
son nuestros espías, los seres del depósito. Ahora serán sometidos a un entrenamiento
posthipnótico. Cuando estén dispuestos, podrán ser soltados en el mar para ir en busca
de las noticias apetecidas y suministrárnoslas a nosotros. No hay “peros” sino imperativos
en esta cuestión.
Lentamente, los dos científicos descendieron por la escalerilla metálica.
—Sí —asintió el doctor Coblison—, pero de todas maneras me gustaría conocer las
sensaciones por las que han pasado estos cerebros humanos al verse insertados dentro
de unos cuerpos acuáticos.
—Esto no importa, puesto que hemos tenido éxito —replicó el otro con firmeza.
En el depósito, en la penumbra, los dos gigantes del mar nadaban incansablemente,
disponiéndose sin saberlo para la misión que les esperaba.
SECTOR AMARILLO
En algunos sectores donde los soles se hallan muy próximos y pueden justificarse los
enormes gastos que representan los transmisores de materia, éstos se hallan en uso.
Una de tales regiones es el Sector Amarillo que limita con el Rift. Se halla situado entre
los Sectores Diamante y Verde.
Aunque se halla en una importante ruta comercial, el sector Amarillo posee una mala
reputación, siendo eludido por la humanidad, ya que en sus planetas habitan todos los
forajidos e indeseables de la galaxia, particularmente en la zona de la nebulosa Smith's
Burst. Claro que no hay que creer todo lo que se cuenta de aquellos mundos, por lo que
la narración que sigue a continuación puede no ser verídica.
Antes de que el hombre se convirtiese en un viajero interestelar, los relatos estaban
llenos de exageraciones. Este relato, por tanto, puede estar completamente dentro de tal
tradición.
Lo incluimos aquí porque es una vívida estampa de, una de las regiones más caóticas
del Universo. El texto, ha sido también aligerado de expresiones obscenas e indecentes.
Este es el relalo de las aventuras de un tal Jamli Lancelo Lowther, en el planeta Glumpalt
del Gruoo Híbrido de Smith's Brust.
Un hombre debe pasar por momentos de indignidad en su vida, pero pocos habrán
pasado como yo por el trance de ser vendidos en pública subasta.
Y allí estaba yo, subido a una plataforma. Apenas había recobrado la conciencia de
mí mismo cuando vi ante mí una muchedumbre que chillaba diferentes precios. Era una
pesadilla, ya que los tipos que me rodeaban sólo podían ser el producto de un sueño
exaltado.
El subastador poseía la cabeza mayor de todas. Sostenido por cuatro patas que
hacían las veces de piernas toda la cabeza estaba recubierta de espeso vello, con unos
puntos de calvicie en los que relucían unos maliciosos ojuelos.
Toda la gente reunida a mis pies eran seres tan fantásticos y horripilantes. Ninguno
tenía una cabeza normal ni unas manos ordinarias. No había ni dos iguales aunque
algunos eran semejantes. Y todos poseían algo extraño en el cuerpo: garras, zarpas,
trompas, colas, antenas…
Contemplando a aquella multitud comprendí que me hallaba muy lejos de la cordura y
la civilización de Starswarm, y al punto caí en la cuenta de que había ido a parar a alguno
de los planetas-de la nebulosa de Smith's Burst
Si la gente no hubiese confirmado mis suposiciones, lo habría hecho todo cuanto me
rodeaba. El poblado, que describiré más adelante, formaba parte de una serie de fortines
y reductos asentados sobre unas islas que parecían flotar en un inmundo lago. Averigüé
que el nombre de la ciudad era Ongustura, aunque sus supersticiosos habitantes se
negaban a pronunciar tal nombre.
El lago se hallaba rodeado de montañas de aterrador aspecto. Todo esto es lo que vi
antes de ser vendido.
—Te pondré una cuerda en torno al cuello, repugnante criatura —me dijo mi
comprador—, y así te tendré sujeto.
Por el momento pensé que entre todos era el que parecía más humano, hasta que
comprendí que lo que había tomado por su cara era su parte posterior, mientras que el
rostro se hallaba situado donde normalmente hubiera debido hallarse su vientre.
Pese a todo, era un alivio que supiese hablar en galingua. Los demás habían hablado
en un idioma local del que nada había logrado entender.
La confusión de mi mente era tal, que tardé bastante en darme cuenta de que me
hallaba en la plaza de un mercado. Luego mi amo, creo que debo darle este nombre,
subió sobre algo parecido a una marsopa, aunque hablaba; a mí me ató detrás, asió las
riendas y arrancamos.
—¡A la derecha! ¡A la izquierda! —gritaba mi amo. Torcimos por una calle que nos
condujo al agua. La marsopa se sumergió y nos llevó a otra isla, aunque quedamos
completamente empapados. Finalmente, se detuvo delante de un alto y extraño edificio.
Desmontamos. Mi amo y la marsopa discutieron en su idioma local hasta que el
primero sacó unas monedas del bolsillo y se las entregó a la segunda, la cual las echó a
una bolsa de la silla de montar. Luego mi amo me condujo al interior del edificio.
La casa había sido edificada sin orden ni concierto, a pesar de su enorme tamaño.
Llegamos a una habitación del segundo piso y nos acurrucamos incómodamente, mi
amo sobre un montón de trapos que yo evité por su mal olor.
—¡Duerme, miserable ejemplar de protoplasma! —me ordenó, dando un tirón a la
cuerda que me rodeaba el cuello—. Duerme, ya que dentro de dos dervs saldremos para
la Tierra de los Antropófagos. Descansa ahora que puedes.
Un derv es la quinta parte de un día, y éste es un awderv (aw significa cinco), pero el
día local era una cosa muy incierta, puesto que un awderv era un período arbitrario de
unas veinte horas.
Me pareció que si aumentaba la confianza de aquel ser tendría mayores posibilidades
de huir.
—No puedo dormir contemplándote —le dije—; qué bello eres, con estas macizas
pinzas en los extremos de tus brazos y esta exquisita mata de pelo verde... ¿o es musgo?
que cubre tus piernas.
—No hay dos seres iguales en el mundo —dijo, ufanándose.
—Algunos son más bellos que otros.
—Hablar así es pecado en Ongustura —replicó mi amo, bajando la voz—. La ley
establece que cada ser es tan bello como su vecino.
—Entonces, tú eres la demostración de la estupidez de la ley.
Quedó complacido y de mejor humor. No tardó en contarme lo que ya había
sospechado: que su maestría en el idioma galingua procedía de sus frecuentes viajes por
el planeta. El mundo en que nos hallábamos era el planeta Glumpalt, y sabía que se
hallaba situado en alguna parte de la nebulosa Smith's Burst, Aparte de esto, no sabía
nada más.
Su nombre era Thrash-Pondo-Pons. Y era tan supersticioso como el resto de los
glumpaltianos. No tenía modales ni educación ni amigos.
Thrash-Pondo-Pons no tenía nada de humano. Pero procuré adaptarme a él lo mejor
posible.
Cuando llegó la hora señalada, nos levantamos y me dio de comer. ¡Mi primera
comida en Glumpalt! Me esforcé por tragar aquella bazofia compartida con él y en el
mismo plato. Parte del alimento estaba cocido, parte crudo y parte vivo todavía.
Thrash, luego, preparó su carreta. Se hallaba detrás de la casa, y era de hierro,
madera y lona. Luego le unció dos “caballos” enjaezados. Uno parecía una oruga, y el
otro un elefante. Me hizo subir arriba del carro, asegurándome a una barra, y
emprendimos el fantástico viaje.
Cuando llegamos al agua nos embarcamos, junto con el carro, en una especie de
barcaza, y navegamos por entre las islas. En una de ellas divisé, dándome un vuelco el
corazón, una gran estructura metálica apuntando al cielo. ¡Una nave espacial! Pensé que
debía tratarse de algún mercante.
—¿De quién es aquella nave? —le pregunté a Thrash.
—De los comerciantes de Burst —me contestó—. Yo suelo venderles pieles y
carcasas. Dentro de diez awdervs zarparán para Acrostic, exactamente el día después de
ponerse el Sol Negro.
¡Acrostic! Era el nombre de un planeta que yo conocía, situado hacia los límites de
Smith's Burst, más allá del Grupo Híbrido al que pertenece Glumpalt. Una vez en
Acrostic, me resultaría comparativamente fácil regresar a la civilización. Mi única
esperanza, por tanto, era huir de las garras de Thrash y subir a bordo de la nave.
Procuré tranquilizarme, ya que sabía que los cinco ojos de Thrash estaban fijos en mí.
Finalmente, llegamos a la margen del lago. El carro fue trasladado a tierra y empezamos
a remontar un áspero sendero que se internaba en la montaña.
Con una cuerda en torno a mi cuello y otra a la cintura, yo iba andando al lado de
Thrash.
—Esperemos que la Suerte nos acompañe —dijo mi amo—. Este país está lleno de
trasgos y demonios. Además, tendremos que atravesar el reino de Ungulph de Quilch. No
tiene compasión para los nativos de Ongustura, ya que él y la ciudad son enemigos
tradicionales. Por fortuna, tú me servirás de protección.
—¿Yo?
—Posees la misma forma exterior -una sola cabeza y cuatro extremidades- que la hija
menor de Ungulph.
Le miré... y en aquel momento vi que tenía dos sombras.
Lo mismo me ocurría a mí. Levantando la vista, vi que las nubes se habían
momentáneamente separado. Por entre las mismas brillaban dos soles, uno como un
globo rojo y monstruoso, y el otro de color amarillo. Ya había estado anteriormente en
planetas de estrellas binarias, y siempre había maldecido las complicaciones que traen
consigo en el calendario.
Con el calor que despedían los dos soles empezamos a sudar profusamente y así
llegamos al angosto paso. A nuestras espaldas todavía pude divisar el cono final de la
nave espacial.
Comprobando que yo estuviese rigurosamente atado, Thrash procedió a soltar los
dos animales de entre las varas del carro. Entonces los tres efectuaron una especie de
representación mágica para apaciguar la cólera de los espíritus locales que podían
hallarse por los alrededores. Quemaron unas hierbas, danzaron, y se arrojaron unos
polvos por encima, declarando que el peligro residía al frente.
Durante aquella extraña ceremonia tuve tiempo de observar lo que nunca cesa de
interesarme: todo lo que me rodea. En Glumpalt no existe distinción entre el hombre, el
animal, el pez, el reptil o el insecto. Existe una gran clase miscelánea, cuyos individuos
poseen a un mismo tiempo varias de las características del hombre, el caballo, el
cangrejo, la mariposa y el saltamontes. La mayoría de aquellos seres pueden, por
diversos medios de expresión, hablar en uno de los dialectos glumpaltianos. La única
diferencia notable entre Thrash, por ejemplo, y sus jamelgos era que éstos no poseían
apéndices manuales como manos o zarpas como él. Por esto se hallaban condenados a
no ser más que bestias de carga, pero en sus conversaciones los tres ignoraban tal
distinción.
Terminaron la función de magia y continuamos nuestro camino.
Pesadamente, fuimos cubriendo millas y millas. El sol rojizo se había puesto, pero el
amarillo seguía brillando en el cielo.
—Cuéntanos tu historia —me ordenó mi amo—. Y procura divertirnos para que todos
podamos reírnos, asustando así a los demonios.
Le conté mi historia, que él se apresuró a traducir a uno de sus dialectos, en beneficio
de las bestias de carga.
—Soy un financiero —le dije—. O mejor, el representante de una compañía de
préstamos, que no está reconocida por ningún gobierno de Starswarm. En nuestras
transacciones hay envuelto un gran riesgo, por lo que nuestros intereses son muy
elevados. Frecuentemente me he visto enredado con la justicia tratando de salvar a mi
compañía de una pérdida. La semana pasada firmé un buen negocio con el gobierno
rebelde de Rolf III. Con ello me gané unas vacaciones en Nueva Droxy y proyecté viajar
por transmisión material. Debido a cierto desagrado por parte de las autoridades,
conseguí ser radiado por un canal ilegal.
“Por lo visto, dicho canal no era bastante poderoso, y al pasar por esta región de
Smith's Burst, debió desconectarse momentáneamente, y en consecuencia me he
materializado aquí.
Se echaron a reír. Pero a partir de aquel momento me observaron más atentamente.
Thrash llevaba a la espalda un gran arco y un zurrón con flechas, lo cual no me animaba
en absoluto a obtener la libertad por medios violentos. Ni siquiera me perdían de vista
cuando me veía obligado a ejecutar mis funciones naturales.
Nuestro progreso no era rápido. La detención en los poblados significaba un gran
retraso, ya que antes tenían que proceder a una de sus funciones de magia, que a veces
duraba cuatro horas, o sea un derv. A mí me cubrían liberalmente de unos polvos blancos
que Thrash guardaba dentro de una redoma de plata.
En los poblados, las condiciones eran espantosas. No tardé en perder todo sentido de
la orientación. También era imposible llevar la cuenta del tiempo. Glumpalt,
evidentemente, tenía una órbita errabunda. Sus soles aparecían y se ponían de una
manera imprevista.
En una ocasión, llegamos delante de un árbol muy alto. Levantando la zarpa, ordenó
alto.
—Trepa al árbol —me dijo— y procura ver lo que hay al frente.
—Desátame las manos y lo haré —le contesté.
—No trates de escapar o te escupiré una flecha —me amenazó. Acto seguido, me
desató las muñecas.
Trepé al árbol hasta que me hallé en la rama más alta. Luego miré al frente y empecé
a gritar con ansiedad:
—¡Oh, mi señor Thrash! ¡Vuelve! ¡No te vayas! ¡No te marches con tantas prisas, no
me dejes en este desolado lugar! ¡Sin ti estoy perdido! ¡Vuelve!
Intrigado y colérico, Thrash me gritó que bajase al instante.
—¿Has perdido el juicio, hombre-monstruo? Todavía estoy aquí. ¡Baja
inmediatamente!
Sin hacerle caso, seguí gritando que no se alejase y me abandonase, y poco después
descendí del árbol. Cuando me encaré con él, me restregué los ojos, fingiendo
incredulidad.
—¡Te he visto galopar a lomos de tu amigo el elefante! —exclamé asombrado—.
¡Desapareciste por aquella colina! Por lo visto, se trata de un árbol mágico, puesto aquí
para edificación de los viajeros por los espíritus benévolos. Trepa y verás cómo te ríes.
Thrash, convencido a medias, obedeció y subió al árbol. Una vez bastante arriba,
salté al lomo del elefante.
—Soy un gran encantador —murmuré a su oído—. Galopa raudo hasta la próxima
colina o te convertiré en un puerco.
El elefante no se lo hizo repetir dos veces y partió como una saeta. Girándome de
espaldas, vi a Thrash Pondo-Pons subido a lo más alto del árbol. Me estaba señalando.
—¡En verdad que es un árbol mágico! —gritaba— ¡Juraría que estás galopando sobre
mi elefante hacia aquella colina! ¡La ilusión es completa! ¡Maravilloso! ¡Estupendo! —reía
a carcajadas, y el árbol se balanceaba bajo su enorme peso. No tardé en hallarme en la
colina.
Estaba libre, pero no fuera de peligro. Ignoraba en qué dirección se hallaba
Ongustura. Toda la comida que poseía no habría alimentado a una cucaracha, y apenas
conocía cuatro vocablos del idioma local, aprendidos de Thrash durante el viaje. Y por si
esto era poco, ambos soles decidieron ponerse juntos.
Mis problemas siguieron multiplicándose. Yo no había sido nunca un buen jinete, por
lo que en uno de los saltos del elefante, caí derribado al suelo.
Cuando me incorporé, el animal se hallaba ya muy lejos. De sus alforjas había caído
una redoma de plata. Era todo lo que en aquellos momentos poseía. La abrí y vi que
estaba medio llena de un polvillo, para mí de gran valor, ya que sin el mismo no hubiese
podido entrar en ningún poblado.
Se levantó un vendaval muy frío. Me puse de pie y experimenté una curiosa
sensación. Una de mis piernas era más ligera que la otra. El suelo estaba quebrado.
Como por una falla de la tierra. Y andando arriba y abajo, descubrí que todo mi cuerpo
era mas ligero cuando pasaba sobre la línea de la falla. No dudé que aquella variación de
peso había sido la responsable de mi caída.
Incapaz de resolver el misterio, cogí la redoma y eché a andar adelante. No tardé en
divisar una luz, y poco después llegué a una aldea. El lugar se hallaba ex1rañamente
silencioso. Osadamente, salté una cerca de madera y entré en el pueblo.
Las viviendas pertenecían al mismo tipo que ya había observado en otros poblados,
construidas de piedra, madera o barro. La luz que había vislumbrado pertenecía a una
especie de farol colocado en medio de una “calle”.
Nadie dio señales de vida. Armándome de valor, penetré en la casita mas cercana.
En una habitación se hallaban varios glumpaltianos, con su acostumbrada variedad de
formas y tamaños. Estaban agazapados inmóviles bajo unas mantas o pieles, y algunos
roncaban estrepitosamente.
Pasé a un cuarto posterior en busca de comida. Hallé un barril que contenía algo
parecido a caracoles marinos. Estaba debatiendo con mi estómago sobre la conveniencia
de alimentarme con ellos, cuando oí rumor de pasos en la calle... Atisbando por una
abertura, vi a un individuo que entraba en la casa por el mismo camino que yo. He dicho
individuo, aunque era muy parecido a un cangrejo, con ojos en el pecho y varias patas.
Sin titubeos, entró en el cuarto en que yo me hallaba, se dirigió al barril de caracoles y
se metió gran cantidad en los bolsillos de lo que podría llamarse chaqueta. Fue vejatorio
para mí ver cómo robaba otro lo que yo había estado a punto de coger, pero no dije nada.
Si aquel tipo era uno de los forajidos de la sociedad, seguramente podría serme de más
utilidad que otros, por lo que lo más prudente sería seguirle.
Y así hice. El hombre-cangrejo fue de morada en morada, robando cuanto pudo. A mi
vez, muerto de frío, le quité una manta a uno delos durmientes, no se agitó; seguramente
estaba en hibernación.
Finalmente, el cangrejo salió de la aldea. Le seguí discretamente, pese a que ahora
corría más peligro de ser sorprendido Había aparecido una luna muy brillante, que
irradiaba una gran luminosidad por todo el país.
Llegamos a un valle, y luego volvimos a trepar por una ladera. A medida que
avanzaba iba sintiendo de nuevo una gran ligereza en mi cuerpo hasta el punto de
resultarme difícil poner los pies en tierra.
Ante mí se abrió un ancho precipicio, pero logré saltarlo sin la menor dificultad. Al
llegar al otro lado pude ver al cangrejo desapareciendo por una abertura excavada en la
roca.
—¡Oye, quiero hablar contigo! —le grité en galingua. No esperaba que me
entendiese, pero quería ver cómo reaccionaba. Me había apoderado de un palo, y estaba
dispuesto a arrojarle al precipicio si pretendía atacarme.
—Yo puedo hablar con todo el mundo —me contestó, volviendo a aparecer por la
abertura. Olvidando toda precaución me acerqué a él. Parecía imposible que pudiese
hablar en el lenguaje de la galaxia.
—¿Dónde has aprendido el galingua?—le pregunté.
—Soy intérprete, y sé hablar todas las lenguas. No hay un solo dialecto en Glumpalt
que no conozca.
Si era cierto yo había dado con el personaje ideal.
—Podríamos sernos útiles mutuamente —observé.
—Yo no soy útil a nadie, a menos que puedan enseñarme una nueva forma de
expresarme —dijo. Luego cerró la puerta a mis espaldas. Me hallaba en su vivienda.
—¿Cuántos idiomas se hablan en Glumpalt?
—Dos mil treinta y dos, y yo los hablo todos.
—¡Falso! —exclamé—. Hay dos mil treinta y tres —y empecé a hablarle en el idioma
de Rolf III. Se quedó asombrado.
—Bien —dijo al fin—, sentémonos y charlaremos. Vamos, siéntate, ojos-planos.
Vamos a ser amigos.
Tomamos asiento sobre un banco, en cuyo extremo había amontonados varios
comestibles. A medida que iba hablando, le iba hallando más loco, particularmente por la
forma como se levantaba de vez en cuando, dando vueltas en torno a la mesa y a mí
mismo. Poseía un cerebro muy poderoso. Era capaz de aprender un nuevo idioma en una
semana. En Glumpalt se hablaban muchos dialectos, ya que cada región hablaba de
manera diferente. Por esto, él había sido llevado como intérprete a la corte del Ungulph
de Quilch.
Pero había caído en desgracia del Ungulph, y ahora llevaba una vida solitaria, sin
nombre, siendo conocido sólo como el Intérprete.
Cuando hube comido todo lo que admitió mi estómago, me levanté.
¡Estaba atrapado! Unos hilos muy fuertes me mantenían completamente atado.
Cuando intenté asirlos, se adhirieron a mis manos. No pude romperlos.
—Eres mi prisionero —me anunció el Intérprete—. Vuelve a sentarte. Te quedarás
aquí una semana, enseñándome este dialecto que llamas rolfial. Después, te libertaré.
Por lo que me contó era más una araña que un cangrejo. Los hilos los producía de
sus entrañas. Cuando había dado vueltas a la mesa, me había estado atando
secretamente.
No me desesperé. El pensamiento de la nave espacial le dio impulso a mi cerebro.
—Nos hallamos a siete awd ervs de Ongustura —dije—. Te enseñaré a hablar en
rolfial si me llevas allí.
—Aquí estaremos más cómodos para las lecciones.
—No puedo enseñarte aquí. Tú careces de nombre y a mí me han robado todas las
preposiciones. Precisamente iba a obtenerlas de un mago de Ongustura. Si me llevas allí,
te enseñaré todo el idioma durante el viaje, excepto las preposiciones, las cuales podré
enseñarte cuando lleguemos.
—¿Quién es el mago? —quiso saber, con suspicacia.
—Se llama Bywithanfrom.
—Hum... Lo pensaré.
Y así diciendo, se tumbó en el suelo, rodeándose con sus propios hilos, y se hundió
en un coma. A pesar de mi postura incómoda, logré quedarme dormido sobre el banco.
Cuando me desperté ya había amanecido. El intérprete estaba ya de pie. Me soltó las
ligaduras, dejando sólo una cuerda en mi cintura.
—Saldremos pronto —me anunció—. Acepto tu proposición. Iremos a Ongustura, allí
recogerás las preposiciones y completarás mi enseñanza del rolfial.
Mientras él se preparaba para el viaje, me aventuré fuera. La cuerda me permitió
llegar hasta el precipicio. Volví a experimentar aquella sensación de ligereza.
Flotando más que saltando, llegué al fondo. Estaba lleno de piedras y barro, y no
ofrecía ninguna explicación para aquella impresión de ingravidez. Arranqué un pedazo de
piedra, que parecía caliza. Lo dejé caer. Al instante se remontó hacia las nubes. Muy
excitado, llené mis bolsillos con aquella materia. Pronto me sentí tan ligero que habría
salido volando, de no adoptar la precaución de acabar de llenarme los bolsillos con
piedras pesadas.
Corrí hacia la choza, tratando al Intérprete, en mi excitación, como si fuese un
humano. Soltando un pedazo de caliza, la arrojé al suelo y al momento se elevó hacia el
cielo.
—Es un material ingrávido —exclamé—. Tienes una fortuna a la puerta de tu casa,
¿no te das cuenta?
—Este material se halla en pequeños filones por todo Glumpalt —replicó—. Pero no
debe tocarse porque es magia negra. Y tú morirás si persistes ocupándote de ello.
Persistí. Cuando emprendimos la marcha hacia Ongustura, llevaba mis bolsillos llenos
de tales pedruscos. Sólo un saco con piedras pesadas a mi espalda me capacitaba para
caminar normalmente.
Durante toda la travesía el Intérprete fue asimilando mis enseñanzas del idioma rolfial
mediante un sistema desconocido por mí. Lo más difícil para mí era no poder intercalar ni
una sola preposición en mis frases.
A su modo, el Intérprete no era mal compañero. Me contó varias cosas respecto a la
creación de Glumpalt que yo ardía por saber.
—La nebulosa que llamáis Smith's Burst, se formó por la colisión de dos nubes de gas
cósmico, uno de ellos compuesto de antimateria. Este planeta fue el resultado de la
condensación de la mezcla resultante. Lo que tú llamas materia ingrávida es AM en
descomposición que, cuando se halla liberada de su ambiente, es violentamente repelida
por el material circundante.
—Ahora me estas ofreciendo una explicación científica de lo que antes motejaste de
magia negra.
—La magia abarca todo el sistema cósmico de las funciones —contestó—. La ciencia
sólo abarca un breve fragmento de este sistema, o sea lo que podemos racionalizar.
Me contó cómo la extraña composición de Glumpalt había afectado a la vida que allí
se desarrollaba. Nunca había habido la acostumbrada subdivisión de la vida animal. Los
genes AM hacían posible que un hombre-pez engendrase un hombre-pájaro. Las
irregularidades de los días y el clima no ayudaban a la solución de tales anomalías.
No había oído hablar aun de los hombres-pájaros, pero un derv más tarde vi a uno de
ellos. Había empezado a nevar copiosamente y miré al cielo, escrutando
desesperadamente la sombría masa de los nubarrones. Posado a pocos pies sobre mi
cabeza había un ser con grandes alas. Me fijé en que las mismas eran de piel, con dedos
y membranas intercaladas. Los ojos de aquel extraño ser se hallaban fijos en mí.
Le arrojé un pedrusco.
El hombre-pájaro, lanzando una sarta de blasfemias, se alejó volando por entre la
nieve.
El Intérprete, al instante, lanzó hacia el pájaro uno de aquellos hilos que yo conocía
tan bien. Lo enrolló en un tobillo del animal volador. De cuanto vi en Glumpalt, aquel
incidente fue el que mejor se grabó en mi mente. El hombre-pájaro perdió su equilibrio,
retrocediendo con unos estridentes alaridos, que casi me dejaron sordo.
El pobre animal cayó al suelo a pocas yardas de nosotros. Cuando nos aproximamos,
suplicó piedad en un dialecto incomprensible para mí.
Estaba desnudo, excepto un casco firmemente endosado en el cráneo. Una piel le
cubría el cuerpo de cintura para abajo. Tenía un pecho de palomo. Su rostro parecía el de
un topo, y su piel, incluso la de sus alas, era azul y amarillenta. Parecía a punto de morir
de frío y terror.
El Intérprete le interrogó con ferocidad en aquel extraño lenguaje. Luego lo arrojó de
nuevo sobre la nieve, antes de volverse hacia mí.
—Mala cosa, amigo mío —me dijo—. El Ungulph de Quilch ha vuelto a iniciar una
temporada de saqueos. Si me encuentra, puedo darme por muerto. Sus hombres se
hallan por los alrededores... éste es uno de ellos. Debemos ir al poblado más próximo y
escondernos.
Por lo que le había oído contar a Thrash Pondo-Pons respecto al Ungulph de Quilch,
sabía que era un personaje muy desagradable.
Reemprendimos la marcha, arrastrando al hombre-pájaro detrás nuestro, engarfiado
por el tobillo y profiriendo obscenidades.
Los habitantes del poblado al cual nos dirigimos, presentaban unas características
similares a las de los coneios. Tenían largas orejas y vivían bajo tierra. Tuvimos que sufrir
las rituales ceremonias de purificación. Por suerte yo poseía aquella redoma con el
polvillo purificador.
Por fin nos permitieron internarnos por uno de aquellos túneles, habitados a cada lado
por innumerables familias.
—¡Este lugar apesta! —exclamé.
—Está caliente —replicó el Intérprete. Me pregunté si poseería sentido del olfato.
Aquel túnel terminaba en una amplia cueva por la que corría un riachuelo. Al borde
del agua había diversas chozas. Fuimos conducidos ante un hombre-conejo al que
interpeló el Intérprete. Luego, el hombre-conejo nos indicó un cubículo al que denominó
habitación. Entonces el hombre-conejo nos dejó, llevándose consigo al hombre-pájaro.
—¿Qué harán con él? —pregunté cuando estuvimos solos.
—Lo he vendido por el precio de una noche aquí —contestóme el Intérprete—.
Sigamos con las lecciones de rolfial. Estábamos hablando de religión, y me estabas
explicando lo que fue la Asunción.
Cuando nos llamaron para comer, descendimos a una estancia llena de seres de
largas orejas y caras de topo, que prestaron menos atención a nuestra presencia que a la
comida. Los alimentos eran los mejores que había probado en Glumpalt.
—¡Excelente! —le dije a mi compañero—. Estoy agradecido por tan excelente comida.
—Dale las gracias al hombre-pájaro. Él ha proporcionado la carne.
—¿Cómo?
—Sólo las alas no son comestibles. Pero pueden teñirse y confeccionar con ellas un
paño excelente.
Para sobreponerme a la náusea, le pedí al Intérprete que me llevase afuera. Nos
paseamos arriba y abajo. Había un hombre-conejo subido sobre una especie de taburete,
dirigiendo un discurso ante un tropel de individuos. Le pregunté al Intérprete qué era
aquello.
—Ese individuo es un político. Afirma que si le ayudan, acabará con todos los “orejas
cortas” de la conejera.
Mi compañero, bostezando furiosamente, me arrastró consigo a nuestro cubículo.
Todas las luces se habían ya apagado y todas las puertas estaban cerradas. La
población subterránea se prepara para la hibernación.
Dormí un rato. Me desperté con dolor de cabeza y seguí tendido, inmóvil. Una luz roja
se filtró por la ventana. Un ruido como un pistoletazo me obligó a levantarme.
El Intérprete estaba a mi lado. La coraza que cubría parte de su cuerpo se había
partido, siendo éste el ruido que acababa de oír. Al atisbar a través del rojo resplandor, vi
ensancharse la abertura de la concha. Asustado, le llamé, pero no se movió.
Los dos bordes de la abertura se iban separando cada vez más. Escuché entonces
un gran vocerío en el exterior. Por primera vez se me ocurrió preguntarme a qué sería
debido aquel resplandor.
Asomando la cabeza por la ventana, vi un espectáculo alarmante. Navegando por el
río había cierta cantidad de barcas cargadas con madera incendiada. Unas derivaban
hacia las orillas del río, donde el fuego se propagaba a las casas. Los chillidos
aumentaron cuando la gente comenzó a abandonar sus viviendas.
Me volví hacia el Intérprete; estábamos en peligro. Le sacudí, pero no se movió. Su
caparazón acabó por caer al suelo, con un chasquido final. Debajo afloraba una concha
más suave, y comprendí que estaba cambiando de coraza, durante cuyo proceso se
hallaba en trance.
Cogiendo la cuerda que me mantenía sujeto a él, la corté con facilidad contra el
afilado borde del caparazón. ¿Pero por qué alejarse de allí cuando aquella pobre criatura
iba a llevarme a Ongustura y a la nave espacial? Solo estaría perdido.
El humo comenzó a penetrar por la ventana.
Cogí a mi compañero por dos de sus piernas y lo arrastré fuera de la casa.
La muchedumbre repetía incesantemente una palabra que logré entender: Ungulph. Y
en efecto, sus guerreros no tardaron en aparecer. Habían escogido aquel poblado para
uno de sus saqueos. Detrás de las barcas incendiadas aparecieron otras embarcaciones
repletas de soldados. Los hombres-conejos huyeron, chillando. Los seguí.
Los túneles estaban repletos de gente que huía. Era difícil abrirse paso. Yo llevaba al
Intérprete sobre la espalda y el pánico en mi corazón. Por fin logré verme al aire libre.
Al momento, algo pesado se abatió sobre mí. Caí de rodillas. Levantando la vista
logré distinguir a dos gigantescos soldados de Ungulph, apostados a la salida del
poblado, armados de hachas, que iban dividiendo en dos a cuantos iban surgiendo por
allí. Yo había escapado a la muerte gracias a llevar al Intérprete sobre mis espaldas.
Pero el pobre hombre-cangrejo estaba partido en dos. Su concha no había podido
protegerle.
Se apoderaron de mí, arrastrándome a un montón de cadáveres, que estaban siendo
registrados en busca de objetos valiosos. Más allá del montón había un tipo ataviado con
algunas prendas, sentado delante de una tienda.
No tuve la menor duda de hallarme delante de Ungulph de Quilch. Sus cuatro
colmillos estaban forrados de oro, y de los mismos colgaban cuatro campanitas que
tintineaban cada vez que movía su cabezota. Su mandíbula inferior era un inmenso
cucharón, y el labio inferior medía una yarda. Una túnica larga y oscura cubría su cuerpo.
Detrás de él, dentro de la tienda, había una figura más esbelta. ¡Era humana! En
realidad, era una joven bellísima con cabello negro, peinado hacia lo alto. Debía ser la
hija de Ungulph, de la que Thrash me había hablado.
Yo me hallaba más aturdido por la muerte del Intérprete que por lo demás. Cuando
recobré el conocimiento, estaba amaneciendo. De repente, apareció un blanco sol.
Dando un salto, pasé corriendo delante de la tienda de Ungulph, dirigiéndome al
campo abierto. Inmediatamente, los hombres de aquél emprendieron la caza. Varios
hombres-pájaro revolotearon sobre mi cabeza.
Ante mí se abría un precipicio de varios miles de metros de profundidad. Me giré, pero
mis perseguidores se hallaban casi a mi alcance, y poco después me vi arrastrado a
presencia de Ungulph, el cual apareció fuera de la tienda, para inspeccionarme.
Sabiendo que era inútil suplicarle piedad a aquel sujeto, opté por lo contrario.
—¡Conque Ungulph, te atreves a presentarte a mí, rogando que me apiade de ti! —
exclamé en galingua—. Había proyectado llevar a tus hombres hasta mi abismo, pero me
arrepentí en el último momento. Libértame o haré que mi abismo se abra y os engulla a
todos.
La salvaje cara de Ungulph me contempló fijamente. Luego se volvió y vociferó algo.
Tímidamente, su hija le contestó. Él volvió a ladrar y ella a replicar de nuevo.
—Mi padre —me dijo la joven a continuación—, el Ungulph, no habla galingua, y te
ruega que te dirijas a él en un idioma local.
—Yo soy el gran mago Bywithanfrom—declaré—. Y puedo hablar en el lenguaje que
me dé la gana. ¿Quién habla galingua aquí?
—Sólo yo, señor.
—¿Cómo te llamas, rubiales?
—Soy morena, señor, y mi nombre es Chebarbar.
—Dile a tu padre que mi abismo le devorará a menos que me suelte.
Cuando esto fue traducido, el Ungulph lanzó un grito de furor. Sus cuatro pezuñas
patearon el suelo. Luego avanzó y me agarró por la cintura. Durante un segundo estuve
colgado boca abajo. Después me arrojó hacia el abismo.
Un moribundo ve muchas cosas y con gran claridad. Entre los horribles detalles que
desfilaron por mi mente, había uno más claro que los otros: en tanto yo iba cayendo,
algunas piedras cayeron también.
Mi descenso se fue aminorando. Empecé a flotar de nuevo.
El material AM y el lastre había quedado olvidado en mis bolsillos; mientras caía,
parte del lastre cayó también, y esto me salvó la vida. El material AM volvió a izarme a la
superficie.
Mi cabeza no tardó en aparecer fuera del abismo. Un grito unánime se escapó de los
enfurecidos soldados. Como un solo hombre, cayeron todos en tierra, el Ungulph y
Chebarbar con ellos, presos de supersticioso temor. Esto me dio la oportunidad de trepar
hasta arriba, llenándome los bolsillos de nuevas piedras. Me dirigí luego a Chebarbar, la
ayudé a ponerse en pie, y le ordené que su padre se levantase.
—Dile a tu padre, el Ungulph, que a pesar de su maldad, no voy a hacerle daño. Si
me proporciona un medio de transporte, le dejaré en paz.
La joven repitió mis palabras en su idioma. Me sentí intranquilo, pero necesitaba un
guía y un carro, al menos para llegar hasta Ongustura. El Ungulph gruñó algo.
—Mi padre dice que lamenta haber intentado causarle daño a un mago tan grande.
Te dará lo que deseas. Necesita tu protección contra sus enemigos.
—Es un hombre sabio —respondí. Pensé con rapidez. Chebarbar no era tan bella
como me había parecido al principio, pero parecía inteligente y no era fea. Volví a hablar,
sacando del bolsillo la redoma de plata con el polvillo blanco.
Dile a tu padre, el Ungulph, que esta redoma contiene un polvo mágico. Dile que
contiene lo que más puede desear un hombre feliz. Dile que le salvará cuando se vea
enfrentado con la muerte. Dile que se lo cederé a cambio de ti, Chebarbar.
La voz de la joven tembló al hacer la traducción.
—Dice mi padre —contestóme la joven, tras unos cuantos gruñidos de Ungulph— que
puesto que soy una mujer, de poco valor para él, me cambiará de buena gana por la
redoma mágica.
—De acuerdo. Dile que no abra esa redoma a no ser en un caso de emergencia.
Ya habían traído un animal de tiro. Parecía un tigre por sus listas en la piel, pero tenía
el cuerno de un rinoceronte y seis patas. Instalaron una escalerilla a su costado. Monté y
enlazando a Chebarbar por la cintura, la coloqué delante de mí.
Una vez acomodados, el animal emprendió un rápido galope... que me alivió de un
gran peso. De todos modos, me vi impelido a volver varias veces la cabeza hacia atrás.
—¿Por qué miras tanto atrás? —protestó Chebarbar—. Mi padre, el Ungulph, no nos
seguirá, a menos que le hayas engañado.
—Temo que abra la redoma, Chebarbar. Está vacía.
—¿Entonces por qué has dicho que contenía lo que más podía desear un hombre
feliz?
—Un hombre feliz no necesita nada.
—¿Y qué hay entonces en la redoma que pueda salvar a mi padre de la muerte?
—Nada puede salvar a un hombre de una muerte inevitable. Esto es lo que la redoma
contenía: ¡nada!
Vi como sus hombros se agitaban y pensé que estaba llorando. Pero poco después
me di cuenta de que no lloraba sino que reía locamente. Era la primera risa placentera
que había oído desde que me había materializado en Smith's Burst.
Cuando hubimos puesto cierta distancia entre nosotros y el Ungulph, le permití un
descanso al rino-tigre. Nos detuvimos junto a un arroyo en medio de unos árboles.
Durante el descanso, Chebarbar me notificó que no pensaba que nos quedasen más de
tres días de viaje hasta Ongustura, aunque confesó no conocer el camino. Luego, sacó
un talismán de su pecho, que colgaba de una cadena en torno a su garganta.
—Con esto obtendremos la ayuda de Squexie Oxin. i~
A continuación me contó que su padre, el Ungulph, hacía mucho tiempo que había
salvado a Squexie Oxin de la muerte. Tras haberse hecho amigos, le había cedido un
castillo donde el Squexie vivía solitario, y del que sólo salía cuando el Ungulph le
necesitaba.
—El castillo de Squexie se halla cerca de aquí —añadió Chebarbar—. Te llevaré allí y
el Squexie nos llevará a Ongustura, protegiéndonos por el camino.
Me alcé del suelo, dispuesto a partir al instante.
—Espera —me rogó Chebarbar—. En primer lugar, el Squexie no debe descubrir que
soy la hija de Ungulph, o me obligará a volver con mi padre. Aunque es difícil que lo
descubra puesto que no me ha visto nunca.
—¿Algo más?
—Sí. El Squexie sólo puede ser visitado cuando aparece el Sol Negro. Por fortuna,
por el aspecto del cielo, creo que ya no tardará en salir.
Miré hacia arriba. El Sol Blanco ya había atravesado el cenit, aunque juzgué que
todavía faltaban unas horas antes de que desapareciese. Los soles rojizo y amarillo
también habían salido, sin haberme dado cuenta. Entre los tres soles habían limpiado el
cielo de nubes, por lo que el calor era inaguantable.
Recordando que Thrash me había dicho que la nave espacial zarparía poco después
de ponerse el Sol Negro, le pregunté a la muchacha:
—¿Cuánto tiempo permanecerá el Sol Negro sobre el horizonte? Tenemos que estar
en Ongustura cuando se ponga, o muy poco después.
—Depende —me contestó—. Las órbitas del Sol Negro son tan irregulares que los
astrónomos de mi padre no han podido calcularlas, ya que están controladas por un
mago de un país lejano.
—Diles a los astrónomos de tu padre que se compren unos telescopios —gruñí,
volviendo a montar.
Por fin me anunció Chebarbar, tras haber recorrido unas dos millas:
—Aquél es el castillo de Squaxie Oxin.
Era una construcción pavorosa, de forma irregular, sin puertas ni ventanas a la vista.
Se erguía en una isla en el centro de una especie de cráter, lleno de unas aguas
oleaginosas, que llegaban hasta las orillas. No había ningún puente a la vista.
En aquel paisaje reinaba el mayor de los silencios. Podía haberse tratado de un
cuadro excelentemente bien pintado. Zambulléndose y emergiendo de nuevo de aquellas
aguas, habían unas aves parecidas a los pelícanos.
Mientras nos hallábamos contemplando como hipnotizados aquel panorama... nos
vimos rodeados por los hombres de Ungulph, que se abalanzaron sobre nosotros, desde
los matorrales cercanos.
Me prendieron antes de que pudiera moverme. Una especie de hombre-insecto me
ató las manos a la espalda. También apresaron a Chebarbar y una tosca garra le oprimió
la boca para impedirle gritar.
Sin embargo, la joven pudo lanzar unos agudos chillidos. El ser que me había
apresado desenvainó una gran espada y la blandió ante mi pecho. Seguían oyéndose
unos chillidos. No procedían ya de Chebarbar. Tanto mi opresor como los demás
soldados prestaron atención para ver quién gritaba. Era uno de los hombres de Ungulph.
Su temblorosa zarpa estaba señalando al horizonte, más allá del castillo de Squexie.
En el brillante cielo se veía una especie de boquete completamente negro. Aunque
sus bordes tenían una palidez grisácea, el centro era negro como boca de lobo. Y a pesar
de que los tres soles todavía resplandecían en el firmamento, no producían ningún efecto
en aquel trecho nocturno.
La impresión que esto les produjo a los hombres de Ungulph fue inmediata. Nos
soltaron y corrieron a refugiarse entre los arbustos. Chebarbar y yo nos vimos de nuevo
milagrosamente libres.
—¡Está saliendo el Sol Negro! —exclamó Chebarbar, y también habría huido, presa
de pánico, de no habérselo yo impedido.
—Ahora podemos dirigirnos al castillo de Squexie —le dije con energía.
En su huida, los soldados habían dejado caer una espada, una linterna y una capa de
pieles. Recogí la espada y la linterna, y le puse a Chebarbar la capa sobre los hombros.
Estaba temblando, aunque no hacía frío.
Sobre el contenido grasiento del cráter se estaba formando como una neblina. Pensé
que si allí había también material ingrávido AM, era éste seguramente el que provocaba
aquel curioso aspecto en las aguas. A medida que el cielo iba oscureciendo, la niebla se
iba tornando más espesa.
Casi la mitad del firmamento era ya de color gris o completamente negro. Los tres
soles seguían brillando, pero su poder parecía haberles abandonado.
¡Y entonces el Sol Negro surgió por el horizonte!
Durante un momento vi claramente una bola negra, que irradiaba negrura. Un viento
frío barrió la tierra. Los otros soles no tardaron en desaparecer. Todo se trocó en noche.
Las tinieblas nos abrazaron por completo. Estremeciéndome, empuñé la linterna y la
encendí.
No daba luz. Supe que estaba encendida porque su calor se comunicó a mi mano.
Las radiaciones AM del Sol Negro lo ennegrecían todo por entero. Aunque sostuve la
linterna delante de mis ojos hasta casi abrasarme los párpados, no pude ver nada.
Sin embargo había una luz visible al frente.
Asiendo la mano de Chebarbar y la brida del rino-tigre, avancé cautelosamente hacia
el borde del cráter.
La espesa niebla parecía haberse solidificado. Asimismo, allí, existía cierta
luminosidad. No había duda, cierta cantidad de materia AM era la sola explicación
posible.
—Ya te dije —murmuró Chebarbar—que el castillo de Squexie sólo podía alcanzarse
cuando salía el Sol Negro. Vamos, ya no estoy asustada.
Dejando al rino-tigre a la orilla, con instrucciones de no alejarse, nos aventuramos
hacia delante. Hundiéndonos a veces hasta los tobillos, conseguimos cruzar el espacio
situado entre la margen del cráter y el castillo. Al llegar a la isla, se abrió una puerta en el
castillo y penetramos en su interior. Casi al instante oímos una voz que murmuró unas
palabras, que Chebarbar me tradujo como “bienvenidos”. Chebarbar avanzó,
balanceando su talismán, y llegamos a una especie de salón, con un buen fuego en el
hogar. Seguramente contenía asimismo material AM, ya que brillaba alegremente.
Delante del fuego estaba Squaxie Oxin.
—¡Te saludamos!—exclamó la joven.
Estaba saludando a lo que al principio tomé por un abeto gigantesco. El castillo
parecía albergar una sola estancia, y aquel árbol parecía ser el único objeto de la misma.
Mirándole con más atención, vi que su contextura se parecía a la de un cactus cubierto
de espinas.
Mientras lo contemplaba se quebró en pedazos.
Se desintegró en centenares de leños idénticos, cada uno del tamaño de un tronco de
hogar, cubiertos de espinas. La mayoría de los leños se contentaron con rodar a nuestros
pies; uno, empero, permaneció de pie e hizo germinar una especie de flor con labios y
orejas. Fue este leño el que conversó con Chebarbar.
Mientras hablaban, uno de los leños comenzó a contemplarme, frotando sus púas
contra mis piernas. Eran carnosas y no muy agudas. Aquella sensación no me gustó y le
pegué un puntapié al leño. Todos los demás comenzaron a protestar, dejando exhalar
vagos chillidos.
Así me enteré de que el Squexie Oxin era una especie de entidad Gestalt, cuyas
distintas partes servían a un gran todo. Esto no me sorprendió. Ya nada podía
sorprenderme.
Al final, la joven dejó de hablar.
—¿Bien, va ayudarnos este árbol? —le pregunté.
—Si, el Squexie Oxin nos llevará a Ongustura. Parece que te profesa muy pocas
simpatías.
El Squexie nos informó que estaba listo para marchar, por lo que no tardamos en
abandonar el castillo. Atravesamos las heladas aguas, con los leños a nuestro alrededor.
Ante mi sorpresa y alegría encontramos al rino-tigre en el mismo lugar. Chebarbar y
yo trepamos al mismo, con palabras de afecto. Emprendimos el viaje.
Mis pensamientos respecto a cuanto llevaba visto en aquel planeta maldito y dos
pausas para dormir fueron nuestras únicas distracciones en el viaje. Una luna AM
despuntó en el cielo, esparciendo cierta claridad, pero desapareció muy pronto. Aparte de
aquella luna, que aparecía y se desvanecía caprichosamente, y cuya luz era muy débil,
no había otra iluminación. Al cabo de varias horas me sentí fatigado y solicité un corto
reposo. A poca distancia del lugar donde nos hallábamos se deslizaba un riachuelo. Me
mojé en él el rostro y noté que el agua estaba casi helada. Una brisa que se levantó en
aquel momento hizo que todo mi cuerpo se echase a temblar. Esperando al menos
calentarme las manos, encendí mi linterna. Aquel calor era tan agradable que sólo al
cabo de cierto tiempo me di cuenta de que no sólo me calentaba, sino que iluminaba.
Asombrado, levanté la vista. Muchas estrellas en realidad todas las constelaciones de
Smith's Burst, brillando en el firmamento, Las fantasmagóricas formas del distante paisaje
volvían a ser visibles. ¡EI Sol Negro acababa de ponerse! El alivio de verme libre de
aquella pesadilla me hizo lanzar un suspiro... y en aquel instante oí unos coléricos gritos.
Me habían descubierto.
Trepé al árbol que se alzaba a mi lado. Desde su copa vi que Squexie estaba entre
los soldados de Ungulph, conversando con ellos amigablemente. Junto a una inmensa
fogata divisé la figura de Ungulph de Quilch.
Haciendo bocina con mis manos, le grité a Chebarbar, preguntándole qué ocurría.
—¡Ay, estamos perdidos! —exclamó—. ¡Mi padre, el Ungulph, acaba de llegar! ¡Le ha
enseñado al Squexie su talismán y le ha dicho que yo soy una hija perversa. Dice que me
matará por mi traición. El Squexie también está de su parte. ¡Haz algo! —continuó—.
¡Dentro de un momento te obligarán a bajar del árbol y te matarán!
—¡No te apures! —le contesté—. ¡Dile a tu padre que voy a bajar y arrojaré mi espada
al aire! ¡Si cae con la punta hacia tierra, podrá matarme él en persona; si aterriza de lado,
sus intrépidos guerreros tendrán el honor de despedazarme!
Cuando esto fue traducido, un clamor excitado surgió de todas las gargantas. Era
claro que ya se restregaban las pezuñas de placer anticipado. Casi con cariño, el
Ungulph me rogó que bajase del árbol. Mi ofrecimiento había sido aceptado.
Temblando de aprensión, descendí a tierra, en medio de los espantosos guerreros.
Se apartaron de mí con cierto respeto. Cuando blandí la espada, los murmullos fueron en
aumento. Hice un círculo a mi alrededor, teniendo buen cuidado de que Chebarbar
quedase cerca de su circunferencia.
Volví a blandir la espada.
—¡Ahí va! —grité—. ¡Mirad!
Aunque no me entendieron, todas las miradas se clavaron hacia arriba. al tiempo que
yo arrojaba la espada a lo alto. Claro que mientras estaba en la copa del árbol, había
adoptado la precaución de atar al arma un pequeño fragmento de material AM, del que
aún tenía los bolsillos llenos. Supuse que la espada continuaría subiendo unos diez
segundos, y tardaría más del doble en bajar. Podía hacer buen uso de aquel tiempo
inapreciable.
Mientras todos los ojos estaban vueltos hacia arriba, guiados por el reluciente y fatal
instrumento, eché a correr, arrastrando a Chebarbar en pos de mí. Saltamos a lomos del
rino-tigre y el bravo animal dio un salto tan formidable hacia delante que estuvimos a
pique de caer despedidos al suelo. Un instante más tarde habíamos atravesado por entre
los embobados guerreros y emprendíamos la fuga.
Un instante más tarde, también, nos perseguía un vocerío ensordecedor.
VIII
Chebarbar y yo sólo podíamos esperar que nuestra montura aumentase la distancia
que le separaba de nuestros perseguidores. No teníamos idea de la orientación.
Tuvimos suerte. El terreno llano no tardó en convertirse en una ladera empinada
donde el rino-tigre podía moverse con facilidad, gracias a sus seis patas. Pequeñas
colinas rocosas nos rodeaban por todas partes; el sendero se tornó tan estrecho que
nuestros perseguidores se vieron obligados a continuar en fila india, para su mayor
confusión.
Galopamos a través de una garganta y empezamos a descender. Nuestros
perseguidores habían ya abandonado la caza. Acamparon en aquellas alturas y durante
gran parte de nuestro descenso pudimos observar sus fogatas por encima de nosotros.
Aunque nos vimos a salvo de nuestros enemigos, los conflictos, mis constantes
compañeros en Glumpalt, no nos habían olvidado. El alba estaba haciendo su aparición,
y a su débil resplandor vi un extenso poblado en el valle. Chebarbar y yo, y también el
rino-tigre, necesitábamos comer y descansar. Como carecíamos de polvos purificadores,
debíamos penetrar en la población sin ser observados.
La población —como todas las de Glumpalt—, era un vertedero de escoria. La única
diferencia era que las casas-vertederos de ésta se hallaban separadas entre sí por una
especie de amplias sendas llenas de polvo y barro.
Pudimos entrar sin dificultad y sin que nadie reparase en nosotros.
Chebarbar le vendió su talismán a una vieja de un tenderete. Con lo que obtuvo,
alquilamos una habitación muy poco saludable y adquirimos un poco de comida. Engullí
aquella bazofia con gran apetito, ya que por entonces no tenía muchas manías respecto a
lo que me llevaba al estómago, y luego nos asomamos a la ventana.
Las colinas rodeaban la población; en las alturas podíamos divisar a los hombres de
Ungulph en torno a sus fogatas. El Ungulph y el Squexie todavía estaban allí; parecía
como si pretendiesen rodear la ciudad, atacándola como habían hecho con el pobladoconejero.
Por encima de las colinas apareció el sol amarillo, brillando tristemente sobre el
paisaje. De mí había huido ya toda esperanza, puesto que sabía que aquel era el día
señalado para la partida de la nave espacial hacia Acrostic y otros planetas civilizados.
No sabía lo lejos que estaba de Ongustura ni cuándo se presentaría por allí otra nave de
salvación.
—¡No estés triste! —quiso animarme Chebarbar, cogiéndome una mano—. Ahora
estamos juntos y a salvo.
Distraídamente le acaricié el cabello. No le había contado que procedía de un distante
planeta y que intentaba volver a él lo antes posible y sin compañía.
—Tenemos la misma forma y el mismo color —continuó—. ¿Por qué no me besas?
El suelo se movió y todo el edificio pareció temblar. Por un momento pensé que era
una ilusión provocada por el esfuerzo emocional. Corrimos a la ventana a tiempo de ver
un grupo de casas que se derrumbaban en medio de una columna de polvo. Una
inmensa humareda se elevaba de las distantes colinas.
—¡Mi padre está bombardeando la ciudad! —gritó.
—¿Con artillería?
—Naturalmente. Tiene media docena de cañones importados de un mundo lejano.
—Ignoraba que en Glumpalt tuvieseis tales armamentos. ¿Por qué no me lo dijiste
antes?
Me miró furiosa. Su boca era una línea delgada.
—¡No te lo dije porque no me lo has preguntado! ¡No me has preguntado nada más
que lo que necesitabas al momento! Aunque te he seguido y te he ayudado, no me has
prestado el menor interés. ¿Qué piensas que siento, eh?
Afortunadamente no tuve que contestar, ya que el edificio se derrumbó a nuestros
pies. Aunque no había sufrido ningún impacto directo, la casa estaba tal mal construida,
que la caída de los edificios contiguos provocó la suya. Chebarbar y yo nos hallábamos
en la planta baja, por lo que nos cayeron encima tres pisos.
Fue alarmante, pero poco más peligroso que si nos hubiese caído encima un castillo
de naipes. Lo peor de todo era el polvo.
Casi cegado, me incorporé a tientas y tiré a Chebarbar hacia mí. Salimos de en medio
de las ruinas. Otro edificio se derrumbó lentamente cuando pasamos por su lado. Mirando
hacia atrás, vi que el enemigo se estaba aproximando. Sentí en mi interior que se estaba
acercando el fin.
Corriendo por entre el polvo, doblamos una esquina.
Brillante, esbelto, el cono atrevido de un mercante interplanetario se destacaba al
frente. Mi corazón dio un vuelco de alegría.
—¡Vamos! —grité.
La nave estaba detrás de un muro de ocho pies de altura. Unas portaladas dobles
llevaban la inscripción:
MERCANTES TRANSAEREOS DE BURST.
Las puertas estaban firmemente cerradas. Un cartel rezaba:
DESPEGUE INMINENTE.
La horda de guerreros estaba aullando muy cerca ya de nosotros. Vaciando
apresuradamente todos mis bolsillos de piedras, encontré todavía dos pedazos de
materia AM. Encajándolos en mis axilas, así a Chebarbar de nuevo y con un salto enorme
pasamos al otro lado de la cerca.
Los oficiales —unos maravillosos oficiales, muy aseados y simpáticos— acudieron al
momento. Les expliqué quién era; les mostré mi Tarjeta de Crédito, cuya cifra era
bastante alta para que me hicieran objeto de todas sus atenciones.
—Bien, será mejor que pase a bordo, señor —me dijo uno de ellos—. Todo está listo
para el despegue.
—Creí que este mercante sólo aterrizaba en Ongustura —dije.
Me miró con curiosidad y asombro.
—Esto es Ongustura —me respondió.
—Pero las islas... el lago... —balbucí.
—Ah, no reconoce el lugar, ¿verdad? Durante una quincena, después de la salida del
Sol Negro, Ongustura queda completamente seca, como puede ver. Bien, será mejor que
suban a bordo usted y la señorita.
Chebarbar estaba sollozando. Se aferró a mi polvorienta camisa, hablando casi
incoherentemente.
—No puedo irme contigo, querido. La magia de esta nave es excesiva para mí. Me
moriría. Ya sabes que te amo... pero no puedo... no puedo ir contigo.
No podía replicar nada, puesto que lo único que pudiera haber dicho era que tampoco
me sentía muy dispuesto a llevármela. Calladamente, le puse en la palma de la mano uno
de los dos pedazos de materia AM. A una muchacha tan inteligente como ella, le serviría
para salir con bien de sus problemas futuros.
—No llores, Chebarbar —le dije, besándola en la nariz—. El tiempo todo lo cura.
Al momento subí a bordo del mercante. El olor del aire acondicionado era como un
suave perfume. Antes de pasar por la escotilla me volví a contemplar una vez más a la
llorosa Chebarbar.
Sin mucha sorpresa, vi que sus lágrimas estaban cayendo “hacia arriba”, en dirección
a las obscuras nubes.
SECTOR AZUL
“La historia de las naves espaciales es demasiado conocida para que ahora vayamos
a ocuparnos de ella. Pero sí debemos señalar que entre todas las naves espaciales
existentes, las que en mayor número pululan por el espacio interestelar son las naves
FTL (de mayor velocidad que la luz).
La siguiente narración relata un incidente en el Sector Azul, donde están
desarrollando unos nuevos (para ellos) sistemas de frenos para dichas naves. El relato,
no obstante, no se adentra en tecnicismos. Muestra lo que le puede ocurrir a un individuo
humano cuando está influenciado por las nuevas técnicas.
Podría considerarse como un estudio de una nueva perversión (en Azul). O quizá sea
mejor tomarlo como un ejemplo del antiguo (para Azul) problema de a dónde un hombre
debe dirigir su amor.”
Murrag yacía tendido en tierra esperando la consumación. Faltaban menos de cinco
minutos y caería del aire.
Las alarmas habían sonado cerca y a distancia. Sus ecos ya habían conmovido las
altas colinas de la Sexta Región. Tendido al borde de un herboso acantilado, Murrag Harri
se ajustó los algodones de sus orejas y dispuso a su lado la máscara contra vapores.
Ahora todo en calma y silencioso. Pero en su interior sentía aumentar una extraña
tensión, tan rara y deliciosa como las del anmr.
Se llevó los prismáticos a los ojos y escrutó el valle. Allí estaba la Frange, la amplia y
prohibida pista que las naves espaciales inflamaban. Desde su elevación apenas podía
discernir el otro lado de la Frange; ésta corría de Este o Oeste, en torno al ecuador de
Tandy Two, inalterable, continua, sin desviarse, con diez, doce o quizás quince millas de
anchura.
Sus prismáticos se posaron en las montañas del sur de la Frange. Eran blandas y
negras, tan limpiamente roídas como las costillas de un hombre muerto por los efectos
del desgaste del vacío absoluto.
—Debo traer a Fay aquí antes de que regrese a la Tierra —dijo en voz alta—. ¡Es
maravilloso!—y cambiando de tono—: En el ecuador de Tandy reina el terror, el terror y la
sublimidad. Es el lugar más espantoso de Starswarm. Donde el vacío y la atmósfera se
besan; y este beso es un beso de muerte. Sí, recuerda esto: el beso es un beso de
muerte.
En sus tiempos libres, Murrag escribía un libro —lo había estado escribiendo desde
que le conocí—, un libro sobre Tandy Dos y sus experiencias.
Y en aquel instante se presentó la nave espacial.
¡Este! ¡Éste era el momento, el terrible y apocalíptico momento! Sin pensar, dejó los
prismáticos y hundió la cabeza en tierra, asiéndose a ella con la desesperada exaltación
que le embargaba de pies a cabeza.
“Tandy Dos se balanceó violentamente”.
La nave FTL irrumpió en el espacio normal con un control automático, invisible y
callado al principio. Taladrando el mundo como un puño de metal contra un corazón
indefenso, hacía gala de su poderío. Era brutal... pero resbaló sobre la Frange con la
misma suavidad que un beso roza las mejillas de la amada.
Sin embargo, tan potente era su suavidad que por un instante una lengua de fuego
rodeó por completo a Tandy Dos. Las radiaciones Cerenkov relampaguearon,
distorsionando la visión.
Una galerna barrió las laderas montañosas.
El sol giró violentamente en el cielo.
Todo lo cual ocurrió en un instante.
Y al momento llegó la más profunda de las noches.
Murrag apartó sus manos de la tierra y se levantó. Tenía el pecho inundado de sudor
y húmedos los pantalones. Temblando, recogió la máscara de gases y se la puso,
protegiéndose contra los vapores desprendidos por el paso de la nave FTL.
Cojeando, regresó a la granja en la falda de la montaña.
—El beso de la muerte, el abrazo de las llamas... —iba musitando cuando subió a su
tractor.
La granja estaba situada en un repliegue de las colinas, profundamente hundida la
casa en el granito para el caso de accidentes. Los edificios exteriores se hallaban más
abajo, y en los corrales estaban completamente resguardados bajo techado las ovejas de
Dourt el granjero, ya que las encerraban siempre cuando debía llegar una nave.
Todo estaba silencioso cuando llegó Murrag con su tractor. Incluso las ovejas no
balaban en sus pesebres. Ni volaba un solo pájaro ni revoloteaba un solo insecto. Tal
clase de vida se había casi extinguido durante los cien años que la Frange se hallaba en
operación. Los gases tóxicos no ayudaban a la fecundidad de la naturaleza.
Pronto Tandy surgiría para brillar sobre su segunda luna. El planeta Tandy era un
gigante gaseoso, un maravilloso objeto cuando se elevaba sobre el horizonte de Tandy
Dos, pero inhabitable e inabordable.
Tandy Uno, igualmente, tampoco era buen sitio para los seres humanos. Pero el
segundo satélite, Tandy Dos, era un mundo agradable con temporadas climatéricas y una
atmósfera de oxígeno y nitrógeno. La gente podía vivir en Tandy Dos, amando, odiando,
luchando, aspirando a que fuese como cualquiera de los múltiples planetas civilizados del
Sector Azul, pero con esta diferencia, que debido a la individualidad de algo en Tandy
Dos había algo individual en sus problemas.
El hemisferio meridional de Tandy Dos estaba deshabitado bajo el vacío; el sector
Norte existía principalmente para las vastas ciudades terminales de Blerion, Touchdown y
Ma-Gee-Neh. Aparte de dichas conglomeraciones no había nada más que terreno de
pastos, hierba, lagos y sílice en el desierto que se extendía hasta el polo. Y por cortesía,
se permitía alguna granja ovejera en medio de los pastos.
—¡Vaya satélite! —exclamó Murrag, apeándose del tractor. Había admiración en su
acento. Murrag Harri era un hombre curioso.
Empujó las puertas dobles que servían de protección a la granja de Dourt cuando los
gases llegaban hasta allí. En el conjunto de sala, comedor y cocina, se hallaba Dourt
contemplando distraídamente la CV. Levantó la mirada cuando Murrag se quitó la
máscara.
—Buenas noches, Murga —dijo en son de broma—. Es magnífico ver cómo la noche
sigue tan de cerca a la mañana, sin ni siquiera un crepúsculo en medio.
—Ya debería estar acostumbrado —murmuró el joven, colgando sus prismáticos y la
chaqueta en la alacena A-G.
—Debería.. debería... —gruñó Dourt—. Catorce años y todavía veo rojo al pensar
cómo están destruyendo uno de los mundos de Dios. ¡Por suerte dejaremos esta loca
luna dentro de tres semanas! Siento unas ansias enormes de hallarme en Droxy.
—Echará de menos los pastos y los espacios abiertos.
—¿Qué piensas que soy? ¿Una de mis ovejas?
—Pero...
—¡Espera, Murrag! —Dourt señaló el aparato de CV—. Aquí está Touchdown para
decirnos que ya es hora de acostarnos.
Murrag centró su atención en la gran pantalla encajada en la pared. Hasta Hoc, el
perro guardián, alzó la vista momentáneamente hacia el rostro que aparecía en aquella
pantalla cóncava.
—CVA Touchdown hablando —dijo el rostro, sonriendo al invisible auditorio—. La
nave FTL “Droffoln” ha llegado triunfalmente a la Frange, a unas trescientas veinte millas
del observatorio de Touchdown. Como pueden apreciar en este fotograma, los pasajeros
ya han sido llevados al eropuerto FTL de Touchdown en helicoche. Ahora están viendo
un típico Ryvrissiano, ya que el “Droffoln” procede de Ryvriss XIII. Observen que se trata
de un ser octipedal.
“Les daremos más noticias y entrevistaremos a los pasajeros y la tripulación cuando
todos los ocupantates del FTL hayan vuelto a la vida. Actualmente aún se hallan bajo los
efectos de la hibernación.
“Y ahora pasemos a Chronos-Touchdown para la confrontación de la hora.
Acto seguido apareció un salón lleno de calculadores astronómicos, y el rostro
sonriente reanudó su discurso:
—Sólo tenemos un esbozo mal pergeñado para ustedes. Como de costumbre, se
tarda cierto tiempo en obtener cifras muy exactas en nuestros aparatos, y todavía faltan
por llegar algunos informes.
“Mientras tanto, aquí tienen una composición aproximada de la hora. La nave FTL
entró en la influencia de la Frange aproximadamente a las 1219 horas 47'66 segundos de
hoy, diecisiete del mes Cowl. El ímpetu de absorción impulsó a Tandy a unos 108,75
grados de su revolución axial en, aproximadamente, 200 milisegundos. Por tanto, la hora
al final de este corto período fue del 934 horas 47,66 segundos.
“Puesto que esto ocurrió hace unas veinticuatro horas y medio minuto, la hora que
todo el mundo debe ajustar sus relojes en la zona de Touchdown es la del 959 horas, o
sea las ocho menos un minuto de la noche, más dieciocho segundos.
“Nos hallamos, naturalmente, en el mismo día diecisiete de Cowl.
“Dentro de dos horas estaremos con ustedes para brindarles una información más
exacta.
Dourt gruñó y tocó una clavija. Obedientemente, la pantalla quedó cubierta por los
paneles deslizantes del muro.
—¡Y acabo de almorzar! —se quejó el granjero—. En cambio, ahora no tengo más
remedio que irme a la cama.
—Esto es lo que suele ocurrir en Tandy Dos —replicó Murrag, subiendo la escalera
para ir a su cuarto. No le agradaban las eternas lamentaciones de Dourt, que tenían lugar
sin variación cada quince días, o sea cada vez que llegaba una nave FTL.
—Suele ocurrir en Tandy Dos —le gritó Dourt—, lo cual no significa que me guste. Yo
nací en Droxy, donde un hombre tiene veinticuatro horas para gozar del día... todos los
días.
Hoc, el perro, levantó la cola aplaudiendo con ironía.
Al llegar Murrag arriba, Tes pasó por su lado, viniendo del cuarto de baño. Estaba
absolutamente desnuda.
—Ya es hora de que esa chica sea llevada a la civilización y aprenda las reglas de la
decencia —murmuró Murrag. La joven tenía trece años bien cumplidos. Tal vez sería
conveniente que la familia de Dourt regresase a Droxy dentro de tres semanas.
—¡Irse a la cama a estas horas del día! —se quejó Tes, sin dignarse mirar al
ayudante de su padre.
—Son las ocho de la noche. El astrónomo de la CV acaba de decirlo —replicó Murrag.
—¡Bah!
La joven desapareció en su dormitorio. Murrag entró en el suyo. Tenía que
conformarse con los cambios de horario. En la granja de Dourt y su esposa cumplían con
una existencia muy estricta. Se levantaban temprano y se acostaban pronto. Murrag tenía
intenciones de tenderse y reflexionar durante una hora, posiblemente escribir una nueva
página de su obra y luego tomar una pastilla y dormir hasta la mañana siguiente.
De pronto se abrió la puerta e irrumpió Fay en la habitación.
—¿Lo viste? ¿Lo viste? —preguntó, exaltada.
Murrag no tenia necesidad de preguntarle a qué se refería.
—Estuve en lo alto del acantilado y lo vi —contestó.
—¡Qué suerte tienes! —Hizo una pirueta y le dirigió una fea mueca—. ¿Te asustaste?
¡Debe ser maravilloso ver posarse una de estas naves FTL en la Flange! Cuéntamelo.
Sólo llevaba una blusa y pantalones cortos. Un haz de brazos y piernas se movieron
cuando saltó sobre la cama al lado de Murrag y empezó a manosearle las orejas. Tenía
seis años, y era alegre, primitiva, imprevisible.
—Tendrías que estar en cama. Tu madre vendrá a buscarte.
—Siempre lo hace. Cuéntame cosas de las naves estelares, cómo aterrizan y...
—Lo haré cuando dejes en paz mis orejas.
Se levantó y se acercó a la ventana, desde la que se divisaba parte del valle. La
habitación de Fay (por razones de seguridad) se hallaba en la parte de la casa más
internada en la base montañosa, sin ventanas al exterior.
—Ahí fuera —empezó diciendo Murrag— ahora hay gases que te matarían si los
inhalases. Son provocados por la fuerza de absorción producida por la velocidad de las
naves FTL. Las pantallas geogravíticas de este lado de la Flange sufren terribles
presiones y hacen cosas muy peculiares. Pero lo más maravilloso de todo es que cuando
te despertarás por la mañana estos gases ya se habrán evaporado; Tandy, esta
magnífica luna en que habitamos, los absorberá y nos enviará aire de las montañas.
—¿Tienen aire especial las montañas?
—A la atmósfera que gravita sobre ellas se la llama así.
—¿Son los vapores los que provocan esa fulminante oscuridad? —preguntó la niña,
sentándose sobre Murrag.
—No, Fay, y ya lo sabes. Te lo he explicado otras veces. La culpa la tienen las naves
más ligeras que la luz.
—¿Las naves más severas que la luz provocan esa oscuridad?
—”Mas ligeras” que la luz. Llegan de los espacios exteriores tan velozmente (a
velocidades mayores que la de la luz, porque es la única velocidad a la que pueden
viajar) que tienen que dar una vuelta y media en torno a Tandy antes de poder aterrizar
en la Flange. Y con ello obligan a que Tandy gire unos grados sobre su eje.
—¿Como las placas giratorias?
—¿Ya te lo conté, no? Si tú corres muy de prisa en torno a una placa giratoria muy
ligera, inmóvil, podrás pararte de repente, pero tu movimiento hará girar la placa por la
transferencia de energía. Y es este leve giro el que hace que nuestra luz pase del día a la
noche.
—Como hoy. ¡Seguro que te asustaste mucho en la colina cuando oscureció!
—No, porque ya estaba preparado para ello. Pero por esto tenemos que encerrar a
todas las ovejas de tu papá para evitar que se asusten y huyan en todas direcciones y tu
papá pierda todo su dinero. Entonces no podríais regresar a Droxy.
Fay le contempló meditabunda.
—Estas naves más severas que la luz son un fastidio, ¿verdad?
Murrag se echó a reír.
—Si lo quieres así...—empezó a decir, pero se interrumpió al ver que la señora Dourt
asomaba su cabeza por la puerta.
—¡Con que estás aquí, Fay! Ya me lo figuré. ¡Vamos, a la cama en seguida!
Bes Dourt era una sólida mujer de cuarenta años, muy aseada. De todos ellos era la
que menos cómoda se encontraba en Tandy Dos, aunque casi nunca se quejaba.
Entró en el cuarto y cogió a Fay de las muñecas.
—¡Me estás matando!—gritó Fay, fingiendo un gran dolor—. Murrag y yo estábamos
hablando sobre la transferencia de la energía. Deja que le dé un besito y me marcharé.
Es muy simpático, y quiero que venga a Droxy con nosotros.
Le dio a Murrag un explosivo beso que casi lo tumbó sobre la cama. Luego se
precipitó fuera de la estancia. Bes hizo una pausa antes de seguirla.
—Lástima que a usted no le guste que otra persona le bese del mismo modo, señor
Harri —le dijo y cerró la puerta al salir.
Era un alivio que Bes se limitase sólo a lanzarle aquellas indirectas. Murrag se tendió
sobre la cama.
Contempló la habitación que ya sólo sería su hogar durante otras tres semanas.
Luego se marcharía a trabajar a la granja de Cay en la Quinta Región. No echaría de
menos nada... excepto a Fay, que entre toda aquella gente era la única que compartía su
propia curiosidad y su amor por Tandy Dos.
Finalmente se quedó dormido.
Murrag y Dourt habían salido ya antes del alba. El aire, según había pronosticado el
joven, volvía a ser respirable, tras haber sido lavado por una suave llovizna.
Hoc y el otro perro, Tedo, corrieron hacia ellos. Luego, a la orden de un silbato,
aparecieron diez robots de perro de pastor, obedientes a las instrucciones dadas por
Dourt. Aunque poseían ciertas limitaciones, podían guardar manadas de ovejas mucho
mayores que las que puede guardar un perro auténtico. Murrag abrió las portaladas de
los corrales. Los perros-robot hicieron salir al ganado cuando los dos hombres subieron a
los tractores.
Murrag y el granjero pusieron en marcha ambos vehículos y siguieron detrás de las
ovejas hacia los pastos.
La aurora fue abriéndose paso por entre las nubes del Este, y la lluvia cesó como por
ensalmo. Un tenue sol obró milagros de claroscuro sobre el valle y la colina. Por aquel
entonces el ganado se hallaba ya diseminado en cuatro grupos, cada uno esparcido en
separadas laderas.
Los dos hombres regresaron a la granja a tiempo de desayunar con el resto de la
familia.
—¿Hay días tan tristes como éste en Droxy? —preguntó Tes, enfurruñada.
—Dependerá de la parte de Droxy en que vivamos, lo mismo que ocurre aquí, tonta
—agregó la madre.
—En cambio, en la parte sur de Tandy Dos nunca hace mal tiempo, porque existe el
vacío —explicó Fay, hablando con la boca llena —, ya que han tenido que hacerlo para
que las naves espaciales no puedan chocar con ninguna molécula de aire y estallen. Y
sin aire no puede haber mal tiempo... ni bueno, ¿verdad, Murrag?
El joven asintió.
—Deja ya de hablar de la Flange. Es en lo único que piensas, jovencita —la riñó
Dourt.
—Yo nunca nombro a la Flange, papá. Tú sí.
—No me interesa discutir, Fay, conque ahorra tus energías. Te estás volviendo
insoportable.
La niña puso los codos sobre la mesa de plástico y dijo con deliberada malignidad:
—La Flange es un enorme ingenio para la absorción del ímpetu de los FTL, como
debes saber, papá. ¿No es cierto, Murrag?
Su madre se inclinó para pegarle en las muñecas.
—¿Te gusta hacer enfadar a papá, eh? ¡Toma, pues! Y no empieces a gimotear. La
culpa es tuya por ser tan mala.
Pero Fay no tenía intenciones de llorar ante su madre. Con los ojos llenos de lágrimas
cogió el tenedor y la cuchara y corrió escaleras arriba. Al cabo de un instante se oyó un
portazo en su dormitorio.
—¡Que le sirva de escarmiento! —dijo Tes.
—Tú cállate también —le aconsejó su madre.
—Nunca puedo comer en paz —gruñó Dourt.
Murrag Harri no dijo nada.
Concluido el desayuno, los dos hombres reanudaron sus tareas.
—Si no te importa, Harri —le dijo Dourt—, preferiría que no le hicieses tanto caso a la
pequeña Fay hasta que nos vayamos.
—¿Oh, por qué?
El viejo le lanzó una mirada suspicaz y luego desvió los ojos.
—Porque es mi hija y así lo quiero.
—¿No puede darme mejor motivo?
Un pájaro moribundo yacía en el patio. Los pájaros eran tan escasos como las
bellotas de oro en Tandy Dos. Aquél debía haber sido atrapado por los vapores
generados el día anterior por la llegada del FTL. Dourt le dio un puntapié.
—Sí, porque se está volviendo loca por la Flange ¡Flange, Flange, Flange, es lo único
que sabe decir! Nunca se había preocupado de tales cosas hasta este año, en que tú
empezaste a hablarle de los viajes interestelares. Eres peor que el capitán Roge cuando
viene, y éste tiene una excusa, ya que se ocupa de ello. Por tanto, en lo futuro mantén tu
boca cerrada. Bes y yo dejaremos esto sin lamentaciones. A Tes también le tiene sin
cuidado pero no quiero que Fay se pase la vida pensando en este lugar y opine que
Droxy no es su verdadero hogar, ¿entiendes?
Había sido un largo discurso para Dourt. Los motivos que había dado eran bastante
buenos, pero irritaron a Murrag.
—¿Fue la señora Dourt la que ha querido que me hablase así? —preguntó.
Dourt giró en redondo y contempló al joven de arriba abajo, relampagueantes los ojos.
—Llevas conmigo en la Sexta Región desde hace cuatro años, Harri. Yo te di trabajo
cuando lo necesitabas, aunque no te necesitaba. Tampoco te pago mucho, y reconozco
que has trabajado bien...
—No comprendo...
—Estoy hablando, ¿no? Cuando llegaste aquí dijiste que estabas... ¿cómo fue?... en
rebeldía contra los planetas ultra civilizados, y añadiste que eras poeta o algo parecido...
Dijiste... bueno, dijiste muchas cosas y bellamente expresadas. Recuerdo que nos tuviste
a Bes y a mí despiertos casi toda la noche, escuchándote... hasta que comprendimos que
era sólo una arenga vacía.
—Oiga, si trata de...
El granjero apretó los puños y adelantó el mentón.
—¡Ahora me escucharás tú a mí! Hace tiempo que quería decirte todo esto. ¡Poeta...!
Por suerte, no has enloquecido también a Tes. Se parece más a mí que a su hermana.
Es una chica sensible y callada. Pero Fay es una niña. Todavía es muy simple, y creo
que ejerces un mal influjo sobre ella...
—De acuerdo. Usted ya ha hablado. Ahora me toca a mí. Dejando aparte la cuestión
de si usted y su esposa son capaces de entender los conceptos con los que no han
nacido...
—Ten cuidado, Harri, con lo que digas respecto a Bes. ¡No soy tan mentecato como
imaginas! ¡Bes ya está harta de tus gazmoñerías para con ella y de tus miradas tiernas...
—¡Dios mío! —Murrag estalló en justa cólera—. ¿Ella dice esto? Entonces será mejor
que usted sepa toda la verdad. Si cree que la tocaría... si piensa que le pondría nunca
una mano encima...
Sólo la mera idea de lo que decía horrorizó al joven.
Pero Dourt experimentó una reacción muy diferente. Proyectó su puño izquierdo a la
mandíbula de Murrag. Éste lo contrarrestó con el antebrazo derecho y contraatacó con la
izquierda. Tocó al granjero en una oreja al tiempo que éste le pegaba un puntapié. No
pudiendo evitarlo a tiempo, Murrag asió la polaina de la bota, tirando hacia arriba.
Dourt trastabilló hacia atrás y cayó pesadamente al suelo.
—¡De haber sabido lo que pensaba usted de mí todos estos años —le gritó rojo de
ira—, no me habría quedado! No se preocupe, no hablaré más con Fay. Y ahora
prosigamos con el trabajo, a menos que desee despedirme sin más trámites.
Ayudó al viejo a incorporarse.
—No pienso despedirte por ahora, jovencito, ya lo sabes.
Y ambos se dirigieron en silencio hacia los tractores.
El resultado de la caída de Dourt fue, como dijo él mismo, “una espalda dolorida”. No
era ya joven y durante unos días tuvo que permanecer sentado, contemplando la CV,
dejando que Murrag se cuidase de toda la faena de la granja.
Tandy Dos es un satélite más difícil de lo que parece a simple vista. Lo sé después de
dos décadas de permanencia en él. La densidad de su composición da una gravedad de
1,35 g. Y cuando llega un FTL hay que añadir un Trauma psicológico. En las grandes
ciudades, como Blerion y Touchdown, la civilización puede compensar tales desventajas.
Pero en las diseminadas granjas no existen compensaciones.
Además, Col Dourt había descubierto que su granja rendía menos beneficios que los
estipulados sobre el papel en Droxy, catorce años atrás. Tandy Dos ofrecía buenos
pastos en un sector estelar lleno de mercados de ganado: dos mil planetas urbanizados
dentro de un radio de veinte años-luz. Pero el coste era enorme, particularmente los
gastos de transporte, y ahora podría darse por satisfecho si podía retirarse del negocio
con los créditos suficientes para adquirir una pequeña tienda en su planeta natal.
Necesitaba el producto de la venta de la granja y el ganado para el precio de los pasajes
de toda su familia.
Esto lo supe durante mis viajes periódicos por la Sexta Región, en cuyas ocasiones
solía visitar a los Dourt. Y estuve allí, precisamente, trece días después de la pelea entre
Murrag y el granjero.
Hallé a Dourt sentado ante el hogar, inválido para el trabajo.
—Es la primera vez que le encuentro descansando —le dije—. Anímese. Dentro de
una semana estará de vuelta en su planeta.
Tenía fuera mi coche.
—El viaje será enormemente largo —se quejó Dourt—. Mi familia y yo no podemos
permitirnos el lujo de viajar en FTL.
Hablaba como si las naves FTL fuesen de mi absoluta responsabilidad, aunque lo
eran en parte.
—Las naves STL son lo bastante rápidas para que el viaje no dure más de tres o
cuatro meses.
—No empiece con sus explicaciones—me interrumpió. Luego añadió—: Ya sabe que
sólo soy un simple granjero. No entiendo nada de sus explicaciones. Lo único que quiero
es llegar a mi casa.
Las dos hermanas, Fay y Tes, aparecieron después de haber tomado sus lecciones
por CV. Tes comenzó a preparar el almuerzo. Contemplándome aviesamente, me dijo
que su madre había salido para ayudar a Murrag con las ovejas. Yo senté a Fay en mis
rodillas. Deseaba saber exactamente todo lo que ocurriría durante el viaje.
—Usted es un oficial de la Flange, capitán Roge —me dijo—. Cuéntemelo todo, y
luego se lo explicaré yo a papá para que lo entienda.
—Tú no tienes que entender nada —la riñó su padre—. Nos limitaremos a tomar una
nave espacial que nos llevará hasta Droxy. No hay que saber nada más. Para nuestras
necesidades no es preciso que nos calentemos los cascos con tontos tecnicismos.
—¡Yo quiero saber cosas! —protestó Fay.
—Nosotras tenemos que enterarnos —añadió Tes—. Los niños lo entendemos todo.
—¡Yo soy una niña y no entiendo nada! —insistió su hermana.
—El universo está lleno de planetas civilizados, y dentro de una semana os dirigiréis a
vuestra casa en Droxy. Nada más —contesté. Luego empecé a darles unas ligeras
explicaciones respecto al universo. A medida que hablaba, yo mismo me quedé
sobrecogido por la grandeza de cuanto iba diciendo.
La galaxia se había convertido en una unidad predominantemente pacífica.
Sobrevivía el crimen, pero no florecía. Vivía la maldad, pero la sabiduría mantenía la paz
y luchaba contra el crimen. El hombre prosperaba y era más inteligente y amable que
antaño. Ciertamente, todavía existían vicios, pero habíamos inventado sistemas
sociológicos que los refrenaban mucho mejor que en las eras anteriores.
Las naves espaciales son las principales líneas de relación entre los distintos sectores
de Starswarm.
Enlazando las mayores distancias existen las naves FTL, que viajan por los
superuniversos a velocidades de luz-múltiple. Para las distancias menores existen los
STL, o naves a velocidad menor que la luz. Ambas clases de viajes son, como economías
planetarias, totalmente dependientes una de otra.
La nave FTL, el último milagro de la tecnología, tiene una desventaja: se mueve —en
lo que atañe al universo “normal” — sólo a dos velocidades: más rápido que la luz y
estacionaria.
Una nave FTL tiene que detenerse en el momento en que sale de la fase espacial y
penetra en los terrenos cuantitativos del universo normal. De aquí la necesidad de
cuerpos celestes como Tandy Dos, esparcidos por toda la galaxia; son planetas o
satélites de freno.
Un FTL no puede “parar” en el espacio. En cambio, su velocidad es absorbida por los
planetas-frenos o, más bien dicho, por los absorbentes de ímpetu de las Flanges que
existen en tales planetas. Los FTL ven reducida su velocidad a cero dentro del tiempo
limite de unos 200 milisegundos, en cuyo tiempo rodean la Flange, dando una vuelta y
media alrededor del planeta.
Los STL o los transmisores de materia dispersan a los pasajeros hacia los sistemas
estelares locales, de la misma forma que los helicoches llevan a los pasajeros a los
distintos puntos de un planeta cuando llegan al mismo.
Aunque los STL son lentos, las contracciones relativas del tiempo acortan en ellos los
viajes subjetivos a los límites tolerables de semanas o días.
Así vibra el universo; no de un modo perfecto, pero soportable.
Esto fue lo que les expliqué a las dos niñas y al mismo Dourt.
—Bueno, será mejor que vaya a terminar de hacer la comida, papá —dijo Tes tras
una pausa.
Antes de que estuviese lista la comida fui a dar una vuelta con Dourt por los
alrededores. Dourt tenía que apoyarse en un bastón.
—Echaré de menos este panorama —le dije, contemplando el paisaje verdoso de
Tandy, salpicado por las manchas blancuzcas de las ovejas. Debo admitir que me
encantan mucho más las bellas mujeres que un panorama. Pero aquél era majestuoso.
Por entre dos altas colinas, Tandy, el planeta, se estaba poniendo.
Dourt miró a su alrededor sin admitir nada. Al parecer, no me había estado
escuchando.
—Echaré de menos este panorama —repetí.
—¡El panorama! —se echó a reír—. No soy un tipo tan listo como usted y el joven
Murrag, capitán. Prefiero hallarme en la tierra donde nací.
Aunque sabía que él había nacido ocho estratos bajo el aeropuerto de Burming, una
ciudad fabril de Droxy, donde todavía miden las raciones de aire fresco, no contesté.
Tenía sus ilusiones personales, y en esto estaba de acuerdo con él. Convicciones o
ilusiones. ¿Qué importa que toda convicción sólo sea una ilusión?
Para tener un tema de conversación, ya que el silencio me angustia siempre, le
pregunté por Murrag.
No me contestó. En cambio, con su bastón señaló un vehículo que traqueteaba hacia
nosotros.
—Allí van Murrag y Bes, de regreso a casa, en busca de un poco de comida —gruñó.
Estaba equivocado. Cuando llegó el tractor, vimos que sólo estaba Bes en su interior.
Cuando salió del vehículo me pareció que tenía las mejillas enrojecidas y la mirada
iracunda, pero sonrió al verme.
—Hola, capitán Roge —me estrechó la mano—. Me había olvidado de que íbamos a
gozar hoy de su compañía. Es agradable ver un rostro nuevo, aunque el suyo apenas lo
sea —se volvió a su marido y le dijo—: Hay jaleo en Pike Brow. Dos perros-robot han
caído en una grieta. Murrag esta ahora intentando sacarlos.
—¿Qué hacíais en Pike Brow? —inquirió Dourt—. Dije que llevaseis el tercer rebaño
al otro lado, en tanto yo no pueda ocuparme de nada. Ya sabes que hay muchas grietas y
fallos por la parte de Pike Brow. ¿Por qué no habéis hecho lo que dije'?
—No habría ocurrido nada si el micro de mi garganta no se hubiese estropeado. No
pude llamar a los robots antes de que cayesen por el agujero.
—No busques excusas. No puedo descansar un día sin que ocurra algo.
—Llevas ya seis días inválido, Col Dourt, así que cierra el pico.
—¿Qué tal va Harri? —pregunté, creyendo necesaria una interrupción.
La señora Dourt me lanzó una mirada de gratitud.
—Está intentando bajar a la grieta en busca de los robots —dijo—. Lo malo es que los
perros ahora no obedecen las órdenes, por lo que cada vez se están hundiendo más. Por
esto he venido a cortar el fluido. Como sabe, los robots trabajan por fuerza de haces
maser.
—Entonces, muévete de prisa, antes de que se estropeen del todo esos robots! —
gruñó Dourt—. Ya sabes que son muy caros. ¿A qué aguardas?
—Aguardo a que un imbécil deje de gruñir!
Y penetrando en el cobertizo de control cortó el fluido y regresó hacia nosotros.
—Iré con usted, señora Dourt, y veré si puedo ayudar en algo —me ofrecí—. No
necesito estar de regreso a la Flage hasta dentro de una hora.
Me dirigió una mirada de entendimiento y trepé al tractor, después de haberme
despedido de Dourt.
Mi acción tenía una justificación. Si la situación era tal como había contado, el asunto
era urgente, ya que la próxima nave FTL era esperada para cuatro horas más tarde, y las
cuarenta mil ovejas tenían que ser encerradas antes. “Tenían que ser encerradas.” De lo
contrario, las tinieblas se abatirían sobre ellas y provocarían una estampida que las
mataría o lastimaría por entre las pendientes rocosas, con lo cual desaparecerían todas
las economías de Dourt. Bueno, si la situación era como Bes la había descrito.
Cuando nos hallamos lejos de la granja, Bes detuvo el tractor. Nos miramos el uno al
otro.
—Toda esta historia es una mentira, ¿verdad?
—No, Vasko —me replicó, poniendo una mano sobre la mía—. Tenemos que ir en
ayuda de Murrag lo antes posible si no queremos que se rompa el gaznate en aquella
hendidura. Pero con Col en casa no habría podido estar a solas contigo... y ésta será la
última vez que nos veremos, ¿no es así?
—A menos que cambies de idea y no vayas con él a Droxy la semana próxima.
—Sabes que no puedo quedarme, Vasko.
Lo sabía. Yo estaba a salvo. En realidad, aquella mujer había sido un fastidio para mí.
Hay docenas de mujeres mejores que Bes Dourt. Y yo no la amaba.
—Entonces debemos disfrutar de esta última vez —dijo.
Me arrastró hacia la hierba. Así son estas cosas: sin encanto, sin pasión, sin amor.
Bes y yo nunca nos hicimos el amor. Simplemente, nos juntamos.
Cuando recobramos el sentido, vi que nos habíamos demorado más de lo previsto.
Apresuradamente nos dirigimos hacia la grieta, dentro de la cual Murrag había bajado en
pos de los perros.
Había empezado a llover inesperadamente, como suele ocurrir siempre en Tandy
Dos.
Nos acercamos al borde de la hendidura. Murrag estaba apoyado de espaldas a una
pared y los pies en la opuesta, pareciendo hallarse en trance. Uno de los robots se
hallaba casi a su lado, y el otro estaba tumbado a corta distancia.
—¡Murrag! —le llamó Bes—. ¡Despierta!
Levantó la mirada hacia nosotros.
—Hola, Vasko —dijo—. Me estaba comunicando con la madre tierra. Resulta divertido
estar dentro de esta fisura...
—Está lloviendo —le recordé—. Por si no te has dado cuenta, nos estamos
empapando. Vamos, muévete.
Por fin volvió a la realidad. Mirando hacia arriba de manera algo estúpida, replicó:
—Buen día para el alpinismo, ¿eh? Bueno, baje la cuerda. Bes. Usted y Vasko
podrán atarla mientras yo la sujeto.
Bes me miró aturdida.
—Me he olvidado la cuerda en el tractor. Corro a buscarla.
Y se precipitó hacia abajo, al lugar donde había dejado aparcado el tractor. Me
acurruqué al lado de Hoc y Tedo, los dos perros vivos y esperé el retorno de Bes.
Transcurrió más de media hora antes de haber puesto a los dos robots a salvo.
Jadeante, consulté mi reloj.
Antes de dos horas menos seis minutos llegaría la nave FTL. Por mi parte, ya debía
haberme hallado de regreso en mi unidad.
Les dije a Bes y Murrag que debía irme. Estaba de muy malhumor. Retrasado, sin
comer y empapado por la lluvia, que ya estaba aflojando.
—No puede dejarnos ahora, Vasko —repuso Murrag—. Necesitamos tener
encerrados todos los rebaños antes de dos horas, y ante todo hay que regresar a la
granja para volver a conectar el fluido. Todavía le necesitamos.
Sus ojos me suplicaban como los de Bes.
—Os aseguro que no puedo entretenerme. Lo siento, pero…
En aquel momento vimos un tractor que se iba aproximando. Lo conducía Dourt. Al
acercarse nos dijo gritando:
—¡Vine a ver qué pasaba!
Le expliqué lo sucedido, mientras salía del tractor y trepaba hasta el agujero.
—Cogeré el tractor de Bes para regresar —dije—, y conectaré de nuevo la corriente
para que los perros puedan trabajar.
Dourt comenzó a maldecir, asegurando que iba a perder todo su ganado, que no
podría quedar encerrado todo antes de la llegada de la nave espacial. Traté de
tranquilizarle antes de dirigirme al tractor de Bes.
—Cuando llegue a la granja —me recomendó Dourt—, dígale a Tes que coja un
tractor y venga a ayudarnos. Y que traiga las detonaciones.
—¿Y Fay?
—Que no moleste.
Agité la mano a guisa de saludo y arranqué.
Tan pronto llegué a la granja me dirigí al cobertizo de control y puse en marcha el
reóstato correspondiente. La fuerza reanudó su vieja canción y en los pastos los perros
electrónicos pudieron entrar en actividad.
Todo parecía estar en orden, aunque Col Dourt no era hombre que conservase su
equipo demasiado bien. Bien, aquello no era asunto mío.
Dentro de la casa, Tes estaba sola. Como de costumbre, no le gustó mucho mi
presencia. Le comuniqué las órdenes de su padre y que se dirigiese a Pike Brow lo antes
posible.
—¿Dónde está Fay? —añadí.
—No es asunto mío, capitán Roge.
Para paliar en parte su brusquedad, añadió:
—Tampoco yo sé dónde está. Hoy es uno de esos días en que no sé nada.
Lancé un gruñido. Tenía prisa y no había allí nada que me importase. Tes tenía
razón. ¡Al diablo con todos los Dourt!
Murrag solía decir que no había otro empleo más interesante que el mío. Habíamos
conversado muchas veces respecto a este tema.
Mantener la Flange es un asunto costoso y complicado, y aún lo sería más si no
poseyéramos unas máquinas tan perfectas como las que obran en nuestra unidad. Entre
las distintas llegadas y despegues de las FTS, mi unidad se afana incesantemente en la
pista, verificando, comprobando, reemplazando, apisonando...
Esto es lo que necesita la completa naturaleza de la Flange.
Primero está el EGL, el estrato geogravítico Bonfiglioli, señalado por altos pilones, al
norte de la Flange, lo cual mantiene la atmósfera de Tandy Dos dentro de sus límites, de
lo contrario la vida en el satélite resultaría imposible.
Antes del BGL está la “valla”, que impide que nadie entre en la zona de la Flange;
luego están los depósitos del equipo, los barracones, etc., antes de llegar a la Flange de
doce millas de anchura.
La Flange es un absorbente de choques, de tres plantas de profundidad, en torno al
planeta. Tiene que absorber el mayor choque de todos los tiempos, entre los inventos del
hombre, y por tanto es un delicado instrumento con una superficie formada de agujas de
pirita entrelazadas. Su funcionamiento depende ante todo de los termopares taubes, de
los que hay uno por cada milímetro cuadrado de superficie; estos detectan una nave FTL
antes de que entre en el espacio normal y activan el resto del sistema inmediatamente.
Dicho resto es, en resumen, un vacío de inercia. Claro está, las naves FTL nunca entran
en contacto con la superficie de la Flange, pero sus detectores se engarfian con los
inerciales y los transmisores de velocidades, parándolos en milisegundos, aunque la cifra
depende de la masa del planeta y de la nave, si bien para Tandy Dos suele ser del orden
de los 201'5 milisegundos.
Toda la Flange está activada —conectada sección a sección en toda su longitud de
veinticinco mil-millas— dos horas antes de la llegada de una nave (sólo los computadores
debajo de la pista saben con precisión cuando la nave se materializará desde la fase
espacial. En aquel momento, las distintas unidades de mantenimiento le dan un repaso
final a todo el sistema, y la superficie erizada de agujas de la pista apunta primero a un
lado y luego al otro, en busca del punto de llegada. Por esto ya hubiera debido estar en
mi puesto en aquellos momentos.
Corrí hacia los pilones BGL, mientras la pista estaba ya activada como una cinta de
goma; al otro lado ardía la parte muerta de Tandy, inmersa en el vacío. Quedaba menos
de una milla entre el lugar en que me hallaba y el puesto de mi unidad. Entonces vi a Fay.
Su vestido azul se destacaba claramente contra la parda tierra. Se hallaba a varios
centenares de yardas al frente, sin mirar en mi dirección y corriendo hacia la “valla”
electrificada que custodia el BGL y la Flange.
—¡Fay! —grité—. ¡Vuelve!
Me hallaba encerrado en mi vehículo. De haberme oído, seguramente habría
apretado el paso.
Era su última oportunidad de ver llegar una nave FTL antes de regresar a Droxy. La
ausencia de sus padres le había permitido deslizarse fuera de la granja sin ser vista.
—¡Fay! —grité, acelerando la marcha.
La valla estaba formada de dos componentes: una alambrada normal con un voltaje
eléctrico muy bajo para mantener alejadas a las ovejas, y luego, unas yardas más allá, un
enrejado de alto voltaje, destinado, cruda y simplemente, a matar. Entre ambas
alambradas había grandes cartelones avisando del peligro, a la distancia de trescientas
cincuenta yardas entre sí, en total 125.714 cartelones en torno al planeta.
La niña atravesó la primera alambrada sin tocarla.
Ahora estaba ya a su lado. Al verme, empezó a correr paralelamente entre ambas
alambradas. Al otro lado de la “valla” las agujas de la pista estaban girando a una y otra
dirección.
Salté del coche antes de que estuviese parado por completo.
—¡Vas a matarte, Fay! —le grité.
Entonces se volvió, con expresión medio maliciosa, medio asustada. Cuando se giró
se estaba dirigiendo hacia la segunda alambrada.
Cuando pasé bajo la primera valla, la niña llegó a la segunda.
¡Fay! ¡Mi Fay, mi dulce hijita! La vi recortada ante la brillante luminosidad, tan negra
como el carbón, mientras el universo chillaba y se conmovía a mi alrededor.
Mi cara se hundió en el polvo cuando caí. El ruido, la muerte, el calor, atrajeron mi
cuerpo hacia el suelo.
Entonces se produjo un silencio devastador.
¡Fay, oh, Fay, o hija mía!
Más allá del BGL, en la seguridad del vacío, la Flange atisbaba hacia el firmamento,
con sus mecánicos ojos. Rodé por el polvo, incapaz de pensar.
No sé cuánto tiempo permanecí allí.
Fue la alarma la que me obligó a ponerme en pie. Me rodeó con su clamor
implacable, ensordecedor, y luego volvió a reinar el silencio. Cuando volví a poder oír, el
silencio estaba interrumpido por una pulsación. Al principio no logré situarla, hasta que
por fin comprendí que se trataba del motor de mi coche. Aquello me hizo recuperar la
coordinación de mis sentidos.
Lo único que sabía era que debía volver a la granja y contarle a Bes lo sucedido.
Todo lo demás quedaba olvidado, incluso que en cualquier momento tenía que llegar una
nave FTL.
Atravesé la primera alambrada, y subí al coche. Sin saber cómo, puse en marcha el
vehículo, en tanto mi sangre iba gritando: Fay, Fay, Fay...
Al pasar de la tierra quemada al terreno herboso, se presentó una figura ante mí.
Frené el coche y bajé, casi sin saber lo que hacía.
Era Murrag, moviendo los brazos como un poseso.
—Gracias a su ayuda hemos podido encerrar el ganado a tiempo —me dijo—. Y
ahora bajo a ver la llegada de la nave. Mire, para mí la llegada de una nave es como...
como contemplar la creación del universo.
Calló y me miró aturdido, el rostro lleno de una emoción inexpresable.
—¿Es como la creación, verdad? —podía sentir mis pulsaciones: Fay, Fay, Fay.
—Vasko, siempre hemos sido buenos amigos, por lo que no me importa decírselo.
Este acontecimiento quincenal es... es la mayor de mis emociones. Bueno... algo así
como la embriaguez sexual, no, más aún, mucho más.
En mi estado mental no conseguía entender lo que me estaba diciendo.
—Y obtengo, entonces la imagen de Tandy Dos que tanto anhelo, Vasko... —sus ojos
estaban inflamados con un fuego interior—. Tandy es una mujer...
No hubo aviso.
La nave FTL entró en la atmósfera.
Las radiaciones Ceremkov centellearon, distorsionando nuestra visión. Durante un
segundo, Murrag y yo nos vimos envueltos en un colorido ambarino. Tandy quedó
envuelta por una lengua de fuego, la cual se desvió hacia el vacío del Sur. Y entonces el
gigantesco puño de impetuosa reacción nos golpeó.
El sol se encabritó en el cielo como un caballo asustado.
Cuando caíamos, la noche reemplazó al día.
Durante largos minutos, que me parecieron una eternidad, permanecí en tierra, con
Murrag casi encima de mí.
Se movió antes que yo. Cuando penetró en mi mente la idea de que él se estaba
poniendo una máscara de gases, le imité sin pensar. Siempre llevaba una a prevención
en el bolsillo.
Murrag había encendido una linterna. En el cielo, el planeta Tandy parecía un
fantasma, lleno y sin resplandor. Como siempre, era imposible creer que no era nuestra
luna y no al revés. Las realidades nada pueden contra la imaginación.
Sentado estúpidamente, me vinieron a la imaginación unos versos aprendidos hacía
muchos años:
¡Oh, luna, bello reflejo
de la imagen de mi amada...!
No pude seguir. Sabía que tenía que enfrentarme con dos pesadillas: la de Murrag y
la mía. Me parecía que yo estaba gritando: “¡Fay ha muerto!”, y que él gritaba a su vez:
“¡Tandy Dos es una mujer!”
Empezamos a luchar, a combatir, mientras la tierra humeaba. Odiaba a Murrag
porque no le importaba lo que yo pensaba que debía haberle importado, y él me odiaba
porque yo le había estropeado su contemplación, arruinando su éxtasis.
Mi mente trabajaba a ráfagas, no con ideas, hasta que me di cuenta de que estaba
luchando. Un puño de Murrag se abatió en mi entrecejo.
No puedo decir lo que sentí entonces, caído en tierra, lo que yo odiaba y Murrag
amaba, ya que esto debe ser su historia y no la mía, aunque ambas se hallaban
completamente entrelazadas, de la misma forma inconsciente que mi vida se había
enredado con la de Bes.
Murrag, debo confesarlo, no podía sentir como la gente ordinaria. No amaba a Fay,
sólo la usaba para comunicarle todo lo referente a su obsesión.
Cuando, una semana más tarde, la nave STL “Monteih” despegó de Tandy para
Droxy, Col, Bes y Tes Dourt iban a bordo. También yo. Me hallaba en una litera de la
enfermería, clasificado bajo una difícil etiqueta que significaba que tenía la mente
embotada y no era apto para mi empleo.
Los Dourt vinieron a verme.
Se mostraron sorprendentemente simpáticos. Al fin al cabo, habían logrado salir de
Tandy Dos gracias a mi ayuda. Bes no se refirió para nada a Fay; ya dije que es una
mujer extraña.
Me entregaron una carta de Murrag. Estaba cuidadosamente redactada, casi
recargada. Inmerso en sus descubrimientos, tampoco se acordaba de la pequeña. La
carta era una muestra de su usual sensibilidad, de su ceguera respecto a cuanto se
refería a los humanos. No tuve paciencia para terminar la lectura, aunque más adelante
releí algunos pasajes, particularmente el último párrafo (que transcribió en su obra de
gran éxito “Amiga Tandy”):
“...la obra clásica de Yilmoff, de la era cincuenta y cuatro, “Teoría de las Imágenes”,
revela como las vistas de los astros pueden tener profundos significados psíquicos para
el hombre; primordialmente adquirimos la Experiencia del lugar. Cuando existe un planeta
con una personalidad diferente —ya que el término no es exploración, como la de Tandy
Dos, el significado se incrementa, creciendo el efecto sobre la psiquis.
“Declaro estar enamorado, en el verdadero sentido psicológico del vocablo, de Tandy.
Es lo que llena todas mis necesidades sexuales, con exclusión de todo lo demás.
“Por esto, quiero describir aquí su imagen para mí: es un planeta que representa la
cabeza de una joven, su suave y brillante cabellera en el Norte, y en el Sur su calavera, y
en torno a ella una cinta de fuego. Este es el retrato de mi terrible amada.”
Que el lector piense lo que quiera. ¿Locura? Yo lo creo así.
Solo Murrag, entre toda la humanidad, tiene a su amada perpetuamente a sus pies.
SECTOR DESMORONADO
“En esta breve ojeada a los diversos sectores de Starswarm, no puede faltar una
somera indicación sobre el sector más apartado de todos, el que limita ya con el vacío
que media entre nuestra galaxia y las colindantes, universos a los que todavía no es
posible llegar con nuestros actuales medios.
Dentro de nuestra galaxia podemos hallar diversos trastornos sobre el orden de las
cosas. Un planeta puede verse aprisionado en su propia grandeza. Este es el destino que
amenaza a Dansson, y esto le ha ocurrido a un mundo más antiguo que flota en aquella
estrecha parte poblada del espacio, que conocemos como el Rift.
Este mundo, dice la leyenda, fue antaño la semilla donde se originaron los viajes
estelares. Desde la Era Primera no ha sido olvidado. Actualmente lo consideramos,
cuando nos acordamos de él, con ambivalencia, como una cruz entre una capilla vacía y
un montón de escoria.
Grandes experimentos tuvieron lugar allí; no sólo los viajes estelares, sino un
experimento posterior que podía haber tenido consecuencias inalcanzables. Fue un
intento que trasciende de lo físico; el resultado fue un fracaso, pero el intento un éxito.
Se ha dejado paralizado al planeta, ahora sin nombre, aunque con unos cuantos
mapas siderales que describieron el sector hace milenios. Sin embargo, en su
estancamiento puede obtener un vislumbre de la abundancia y vitalidad, la voluntad de
intentar nuevas proezas, de atreverse a todo, que tal vez fue su principal obsequio a
Starswarm.”
El camino descendía polvoriento entre árboles tan simétricos como sombrillas. En un
recodo había una musicolumna junto al margen. Desde lejos, la musicolumna no era más
que una mancha en el aire. Cuando los seres sensibles se acercaban a ella, se activaba
su psiquis, adquiría plena vitalidad y entonces podía también cantarse su sonido. Su
presencia florecía en una grata sucesión de notas, instrumentos o corales.
En toda aquella región llamada Chinomon, no habitaba nadie ya, ni siquiera el eremita
Impuro. Se había derrumbado sobre la hierba bajo el peso del tiempo. Sólo, de vez en
cuando, una cabra montés activaba la musicolumna.
Cuando la vieja Dandi Lashadusa llegó a lomos de su baluchiteria, la columna
empezó a cantar. No era más que un rastro índigo en el aire, ya que sólo representaba la
pauta musical encerrada en la bóveda de aquella zona del espacio. Era una capilla de
transubstantación espacial, la parte eterna de un ser desmaterializado en música.
La baluchiteria relinchó, husmeando el camino.
—Quieta, Lass —le dijo Dandi a la cabalgadura, saboreando el coro que aumentaba
de volumen a medida que se acercaba a la musicolumna. Su larga nariz se dilató de
placer como si pudiese captar mejor la música con sus nervios olfatorios.
Dandi bajó de la montura al suelo, contenta de sentir el viejo polvo bajo sus pies.
Habló en voz alta con su mentor, medio mundo lejos, pero él no la escuchaba.
Su mentor vivía en un cubículo acuático, del que jamás salía, por lo que no podía
poseer una sabiduría actualizada, viéndolo todo, captándolo todo a través de los sentidos
de sus pupilos. Durante más de setenta siglos, el mentor de Dandi la había impulsado a
morir, a transubstancionaespacializarse más de mil veces.
Dejando que la baluchiteria mordisquease la hierba, Dandi se alejó de la musicolumna
hacia una prominencia del terreno. Todavía alimentada por la proximidad de la bestia, la
columna continuó tocando. Su música era de gran simplicidad, con tónica dominante por
parte de los bajos que sugería profundo pesimismo. A Dandi, entendida en
musicolumnología, le ofrecía otros datos. Podía adivinar, con pocos años de diferencia,
cuando había fallecido su fundador y qué clase de ser había sido.
Trepando a la altura, Dandi miró a su alrededor. Al Sur, adonde llevaba el camino,
había unas colinas bajas, lilas a la escasa luz del día. Allí estaba su hogar. Al fin
regresaba, después de haber vagado por todo el planeta durante trescientos siglos.
Aparte de la maravillosa belleza de la ciudad de Oldorajo, había una sola señal que
conocía. Era el Involuto. Mirándolo, Dandi comprendió que debía aproximarse al mismo.
—¿Me escuchas ahora, Mentor?
—¿Eh? Una cosa interesante es que en el Preinvoluntario 1556, esta misma
cancioncita pudo ser descubierta buscando en el Salterio anglo-ginebrino de Knox, donde
formaba el tema del tercer salmo...
—¡Viejo estúpido! ¿Cómo puedes criticar mi forma de morir cuando tienes una
manera tan imbécil de vivir?
Colérica, llamó a su montura, la cual acudió obediente. La música, falta la columna de
la presencia vivificante del animal, dejó de sonar. Sólo quedó flotando en el aire la
mancha inmóvil y silenciosa. Dandi trepó a la silla de montar y se encaminó hacia el
Involuto, animada por el simple e intrincado sentimiento de estar viva.
La noche se estaba apoderando del firmamento. El sol, casi oculto ya por la niebla,
estaba en su ocaso. Pero Venus estaba alta, un cuarto creciente cuatro veces mayor que
la luna que, separándose cada vez más de la Tierra, había acabado por pasar a ser
satélite del sol, a poca distancia de Mercurio. Venus había ido acercándose a la Tierra, y
los dos planetas hermanos orbitaban entre sí, rodeando al mismo tiempo al sol.
Venus había infundido un extraño encanto en el corazón de los hombres, y un
desplazamiento más penetrante de sus genes. Y aunque su atmósfera se había vuelto
respirable, seguía siendo un mundo desconocido; contra toda lógica, sus oportunidades,
sus posibilidades, eran sólo suyas. Formaba a sus hombres, como la Tierra había
formado a los suyos.
En Venus, los hombres estaban volviendo a nacer.
Y criaban a los llamados Impuros. Criaban nuevas plantas, nuevos frutos, nuevas
criaturas, originales y duplicadas de seres no vistos en la Tierra en los pasados eones. La
baluchiteria de Dandi descendía de una de esas extrañas familias. En realidad, lo mismo
que Dandi.
Finalmente, Dandi llegó al Involuto. Su montura volvió a su tarea de mordisquear la
hierba.
—Como tú, también yo soy vegetariana —declaró Dandi, saltando al suelo. Cerca
crecía un grupo de árboles frutales; eligió unas cuantas frutas y se las comió antes de
inspeccionar el Involuto. Su espina dorsal se estremeció a su vista; el temor, el deseo y el
amor formaban una agradable sensación en su corazón.
El Involuto no era hermoso. Sí, sus colores cambiaban al cambiar la luz, pero sus
colores eran fríos, ya que pertenecían a otra dimensión. Aunque reaccionaban al alba y al
ocaso, la Tierra no tenía poder sobre ellos. Traspasaban los ojos. Tal vez resultaban
penosos porque eran los últimos signos del hombre materialista. Incluso Lass se movía
inquieta ante aquella presencia.
Podía sentir todas las personalidades del Involuto. Eran la esencia del Hombre. Eran
el hombre... y lo que del mismo quedaba sobre la Tierra.
Cuando el primer pedernal, cuando la primera concha se convirtió en un instrumento,
esta acción formó al hombre. A medida que éste moldeó y complicó sus instrumentos,
éstos le moldearon y complicaron a él. Se convirtió en el primer animal científico. Y al fin,
por medio de la información y los grandes computadores obtuvo el conocimiento de todas
sus partes. Formó las Leyes de la Integración, que revelan a todos los seres como parte
de un modelo, mostrándoles su parte en dicho modelo. Sólo existe el modelo: el modelo
es todo el universo, creador y creado. Por primera vez fue posible duplicar artificialmente
aquel modelo: acababa de inventarse el primer transubstancioespacializador.
Los hombres abandonaron sus pasatiempos favoritos en la Tierra y Venus y se
proyectaron hacia el modelo.
Todas sus personalidades quedaron sumergidas en el tejido espacial. Mediante la
ciencia, alcanzaron la Inmortalidad.
Era un camino sólo de ida.
No volvieron. Cada involuto llevaba miles o millones de personas. No estaban
muertas ni vivas. Nadie podía decir cómo se alegraban o lloraban en su
transubstanciación. Sólo una cosa podía afirmarse: el hombre había desaparecido, y
sobre la Tierra sólo existía el vacío.
—Tus ideas son fúnebres, Dandi —le dijo el mentor—. Vete a tu casa.
—Debo pensar en el hombre —replicó ella.
—Sólo dio forma a una corriente vital que estuvo siempre por completo fuera de su
control. Olvídale.
—Mentor...
—Vete a casa, mujer. No quiero oír más tu cancioncita, y ésta es mi última palabra.
Emplea un tema propio, no uno del hombre. Te lo he dicho un millón de veces, y te lo
repito una vez más.
—No iba a hablar de música. Sólo iba a decirte...
—¿Qué?
—No sé...
—Vete a casa, entonces.
—Estoy sola.
El mentor le dejó ver entonces una vívida pintura de sus pupilos antes de dejarla.
Dandi había visto aquel pupilo en otra revelación similar. Era una criatura enorme, que
vivía bajo tierra, y que en ocasiones se arrastraba a través de inmensas cavernas; a
veces nadaba en lagos subterráneos; pero la mayor parte del tiempo yacía sobre las
rocas. Sus motivaciones eran oscuras para Dandi, aunque el mentor se había referido a
él como un “geólogo”. Dandi entendía lo que quería explicarle el mentor: la soledad era
psicológica, no estadística.
Montó en la cabalgadura y se dirigió hacia su casa.
El tiempo y los antiguos monumentos le hacían compañía.
En el crepúsculo, no quedando en el cielo ya más que una cinta dorada sobre el
horizonte, Venus brillaba en todo su esplendor, con las estrellas más al fondo. Era una
bella noche para vivir, particularmente con el último sueño al alcance de la mano.
Sí, según había dicho el mentor, ella iba a convertirse en aquella pieza derivada de
una de las baladas del “Souter Liedekens” de 1540, aquel espléndido manantial de la
música de la gente Netherland. Por un momento Dandi Lashadusa rió casi de modo tan
erudito como el mentor. El siglo XVI, con la muerte virtual del laúd y el nacimiento del
violín, era el más interesante para ella.
¡Ah, la riqueza de hechos, la contextura de la breve historia del hombre sobre la
Tierra!
Al fin y al cabo, ella sólo era un megaterio, un animal tan grande como un pequeño
elefante, cuya especie se había extinguido hacía millones de años hasta que el hombre
había reconstituido unos cuantos en los experimentos venusinos. Sus modificaciones
respecto a la configuración de los dedos y al ensanchamiento del cerebro no la
calificaban para elevarla al nivel del hombre.
A la mañana siguiente, llegó a los contrafuertes de la ciudad de Crotheria donde vivía
Dandi. Las omnipresentes cabras triscaban por aquéllos, algunas no más grandes que los
erizos, otras casi tan grandes como hipopótamos, (¿qué locura en sus últimos días, había
provocado tantas variaciones sobre un mismo tema en el hombre?), y Lass y su dueña
ascendieron la última cuesta, pasando luego bajo el arco.
Era grato hallarse de regreso, pasando por entre las viejas palmeras, los robles y los
helechos. Casi toda la población era de un verde oscuro, falta de sol, como enclaustrada
bajo montones de musgo. Había casas diseminadas, cuevas, pozos, montones rocosos,
o típicos edificios construidos por el hombre, todo ello en ruinas. Dandi desmontó,
caminando delante de la bestia, sus largos pelos curvándose de placer. El aire era
agradable.
Mientras exploraba aquellos contornos familiares, se apoderó el desencanto de su
espíritu. Todos sus amigos estaban lejos, incluso el bisonte, cuya guarida se hallaba en la
esquina de la calle donde Dandi vivía. Sólo estaban allí los animales puros, correteando
por los senderos, mendigos que poseían la Tierra. Los Impuros, descendientes de los
experimentos venusinos, se hallaban todos ausentes de Crotheria.
Era comprensible. Por razones obvias, el hombre había incrementado las habilidades
de los herbívoros más que de los carnívoros. Después de la Involución, desaparecido el
hombre, los Impuros se habían posesionado de sus ciudades, de acuerdo con sus
naturalezas. Tanto Dandi como Lass, y muchos de los otros, consumían ingentes
cantidades de vegetales cada día. Gradualmente se iba extendiendo un círculo cada vez
más ancho de desolación en torno a la ciudad (el verdor dentro de la población era
sagrado), obligando a una existencia seminómada a sus vegetarianos habitantes.
Esto había llevado a una declinación en el número de nacimientos. Cada vez eran
menos los viajeros, y las ciudades estaban más verdes y desiertas; con el tiempo se
habían convertido en pequeños oasis de bosques que se adentraban en las llanuras
estériles.
—Quédate aquí, Lass —le dijo Dandi al fin, deteniéndose—. Voy a entrar en casa.
Una haya gigante crecía delante de la fachada de piedra de la casa, tan cerca que era
difícil determinar si ayudaba a soportar toda su estructura. En el primer piso había una
extensa balconada. Dandi se asió a la balaustrada y se izó hasta el balcón.
Era su modo normal de entrar en su casa, ya que la planta baja estaba invadida por
las cabras y los erizos, así como el tercer piso se hallaba bajo el dominio de las palomas
y los periquitos. Dandi sonrió. Allí estaban sus viejas cosas, los muebles desvencijados,
la antigua cama en la que le gustaba dormir, las persianas a cuyo través nada podía
divisarse, los pesados libros manuscritos en los que, guiada por su mentor, escribía las
melodías de las musicolumnas que había visitado por todo el mundo.
Deambuló hacia la estancia contigua.
De repente se detuvo, truncada su paz mental.
Un oso pardo estaba en el umbral. Una de sus pesadas manos empuñaba
fuertemente un cuchillo.
—No soy un ladrón vulgar —dijo, arrastrando las sílabas—. Soy un arqueólogo. Si
ésta es tu casa, debes concederme el permiso para llevarme las cosas del hombre. Por lo
visto, no tienes idea de lo valiosas que son todas las cosas que tienes aquí. Los osos las
necesitamos. Debemos poseerlas.
Avanzó hacia ella, jadeando, con las mandíbulas abiertas. Sus pupilas
relampagueaban.
Dandi estaba asustada. Pacifica por naturaleza, temía a los osos más que nada por
su fiereza y su habilidad en organizarse. Los osos eran pocos, pero eran los seres que
mostraban signos de querer emular la agresividad del antiguo hombre.
Sabía lo que hacían los osos. Se arrojaban contra los Involutos para aumentar su
poder; penetrando en aquellos modelos, nutrían su psiquismo, según decía su mentor.
Esto estaba prohibido. Eran transgresores de las leyes. Eran asesinos.
—¡Mentor! —gritó.
El oso titubeó. En lo que a él concernía, aquel ser que tenía delante no era más que
un obstáculo en el camino del progreso, algo que debía apartar sin odio. Matarlo sería un
placer, pero inútil, había cosas más importantes en que pensar. Gran parte del equipo allí
albergado podía emplearse en la reconstrucción del mundo, aquel mundo en el que los
osos llevaban largo tiempo soñando. Sujetando en alto el cuchillo, comenzó a avanzar.
El mentor estaba en el cerebro de Dandi, contestando a su llamada, viendo a través
de sus ojos, aunque no tenía visión propia. Descubrió al oso y al instante se apoderó de
la mente de Dandi.
Poco antes había sido un viejo y ciego delfín nadando en una celda formada por una
pila de coral de una catedral, bajo los mares tropicales, un teólogo, un inculcador de
sabiduría en las mentes débiles. Ahora era un asesino más salvaje que el oso, dispuesto
a matar todo lo que pudiese ocupar el trono vacante que antaño dejaron los hombres. A
la mera idea de los hombres, el mentor de Dandi parecía enloquecer.
Presa de aquella furia, Dandi comenzó a avanzar, a su vez. Pese a la fortaleza del
oso, ella podía vencer. Al aire libre, donde hubiera podido hacer entrar su cola en acción,
habría sido un asunto fácil. Allí dentro, sus pesados antebrazos debían hacerlo todo.
Sintió cómo se elevaban bajo la orden de su mentor, que proyectaba la muerte de su
contrincante.
El oso retrocedió, amedrentado por un adversario de un tamaño doble al suyo,
enfurecido de repente.
Dandi avanzó.
—¡No! ¡Basta! —gritóle al mentor.
En vez de luchar contra el oso, luchó contra el mentor, disgustada por aquel odio.
—¡Quiero la paz!
—¡Entonces, mata al oso!
—¡Quiero la paz, no la muerte!
La furia del mentor iba en aumento.
—¡Vete de aquí! —le gritó Dandi al oso.
Vacilando, la miró fijamente. Luego, dio media vuelta y se encaminó al balcón.
Momentáneamente, Dandi le vio tal cual era: un animal viejo en un mundo viejo, sin
dirección. Saltó. Se había ido. Las cabras balaron con gran estruendo.
El mentor gritó. Loco al verse burlado, aplastó a Dandi contra la puerta con toda la
fuerza de su mente.
La madera crujió y se hundió. Cayeron piedras y ladrillos. Se levantó una inmensa
polvareda. Un muro se derrumbó. Dandi luchó para librarse de la avalancha. Su casa se
estaba desmoronando. No había sido construida para sostener tanto peso durante tantos
siglos.
Dandi salió al balcón y saltó ágilmente, en el mismo instante en que todo el edificio se
estremecía y se venía abajo, enviando una nube de polvo, cal y ladrillos a los árboles
más próximos.
Montando sobre la beluchiteria una vez más, Dandi Lashadusa se encaminó de nuevo
a la desierta región llamada Ghinomon. Combatía contra su amargura, intentando apelar
a la resignación.
Todo lo que poseía había sido destruido: esto era un rasgo del hombre. Lo más
terrible era saber que su mente la había abandonado para siempre; había pecado
gravemente y no la perdonaría jamás.
De pronto se sintió sola, sin la voz del mentor en su cerebro, añorando la sabiduría
que la inculcaba, los fragmentos de ciencia muerta que la dejaba atesorar... sí, incluso el
amor que le profesaba. No volvería a oírle nunca más; jamás le había visto, y sin
embargo, no había habido dos seres más unidos.
También echaría de menos a los otros pupilos, que no volvería a vislumbrar: la
enorme criatura que se arrastraba por las entrañas de la Tierra, la familia de focas que
aullaban riendo en una costa desolada, un gorila senil que incansablemente coleccionaba
y clasificaba arañas, un uro, al que sólo había visto una vez, aunque no lo había olvidado,
que vivía entre seres más pequeños en una ciudad ártica que había ayudado a construir
en el hielo...
Todo había terminado.
Bien, era el momento de cambiar, de desintegrarse, de transubstanciarse a un
modelo, no de carne, sino de música. El mentor, al menos, le había enseñado esta
disposición y no podía desecharla.
Su gigantesca montura se detuvo obediente. Afectuosamente, le acarició el largo
cuello. Era joven y debía ser libre.
Siguiendo la polvorienta senda, continuó adelante, sola. Cantó un pájaro en la copa
de un árbol. Al llegar a un informe montón de rocas, Dandi se acurrucó entre unas
aliagas, cuyos pinchos no podían atravesar su espeso pelaje. Ya había seleccionado la
música que se agitaba en su cerebro, y le parecía que se estaban ya aflojando las
ligaduras químicas de su ser.
¿Por qué no debía elegir una melodía humana? Era una anticuaria. Las cosas que
habían desaparecido la divertían más que las futuras. Jamás la había complacido el odio
que su mentor sentía hacia los hombres. Los hombres en sus mejores momentos se
habían elevado por encima del odio. El salmo a la muerte era un buen ejemplo de ello, un
ejemplo múltiple, ya que había sido interpretado y cantado en todas las edades, por
hombres de infinidad de razas, con sus mentes dirigidas a la adoración y no al odio.
Atrincherándose dentro de estas disciplinas mentales, Dandi empezó a disolverse. El
hombre había necesitado máquinas que le ayudasen a hacerlo, a penetrar en los
Involutos. Ella era un animal inferior; podía cambiarse a sí misma, adoptando la forma de
una musicolumna.
Era sólo cuestión de una readaptación... y sin dolor fue convirtiéndose en un modelo,
una columna de índigo, apenas visible...
Durante largo rato, Lass fue mordisqueando los tallos y algunos cactos. Luego se
dirigió en busca de la peluda criatura por la que sentía tanto afecto y que, con cierta
condescendencia, consideraba su igual. Pero de la megaterio no quedaba rastro.
Casi la única señal era un tinte violeta-azulado en el aire. Cuando la baluchiteria se
aproximó, una antigua balada fue adquiriendo volumen en el tinte. Era una tonada casi
tan antigua como el paisaje, y ciertamente más conocida, una balada antaño conocida
por los hombres de los viejos siglos. Y unas voces entonaron a coro:
“Todos los seres que en la Tierra moran...”
FIN
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