Isaac Asimov
El fin de la eternidad
Andrew Harlan entró en la cabina. Sus lados perfectamente
esféricos se ajustaban dentro de un tubo vertical formado por barras metálicas
muy espaciadas, cuyos extremos parecían fundirse en el vacío, a unos dos metros
sobre la cabeza de Harlan. Éste situó los mandos y tiró poco a poco de la
palanca de arranque.
La cabina no se movió.
Harlan tampoco se lo había propuesto. Sabía que no iba a haber
movimiento, ni arriba ni abajo, a derecha o izquierda, ni adelante o atrás. En
cambio, los huecos entre las barras se llenaban de una opacidad grisácea,
sólida al tacto pero inmaterial, sin embargo. Al mismo tiempo sintió aquella
ligera opresión en el estómago, la leve sensación de náusea (tal vez psicosomática),
que le decía que todo cuanto contenía la cabina, incluyéndole a él, estaba
siendo lanzado al hipertiempo a través de la Eternidad.
Había entrado en la cabina en el Siglo 575, la Base Temporal
donde fue destinado dos años antes. En aquel entonces, el 575 era el
hipertiempo más distante que había visitado nunca. Ahora se desplazaba hacia el
hipertiempo del Siglo 2456.
En circunstancias normales le habría intimidado un poco la
perspectiva de aquel viaje. Su Siglo natal estaba en el lejano hipotiempo, en el
Siglo 95, para ser exactos. El 95 era un Siglo muy restrictivo en el empleo de
la energía atómica, aficionado a lo rústico, gran consumidor de madera natural
para sus construcciones, gran exportador de licores a los cercanos isotiempos e
importador de semillas forrajeras. Aunque Harlan no había regresado al 95.°
desde que empezó su formación especial como Aprendiz a los quince años,
experimentaba siempre aquella sensación de nostalgia cuando se alejaba de «su»
Siglo. En el 2456.° estaría a casi doscientos cuarenta milenios del día de su
nacimiento, y eso era mucho, incluso para un empedernido Eterno.
Tal habría sido su estado de ánimo en circunstancias normales.
Pero en aquel momento. Harlan no podía pensar otra cosa sino que
los documentos le pesaban en el bolsillo, y que su plan le pesaba en la
conciencia. Estaba algo asustado, algo tenso, algo confuso.
Fueron sus manos, como si estuviesen dotadas de voluntad propia,
las que detuvieron la cabina en el Siglo previsto y en la forma prevista.
Era extraño que un Ejecutor estuviera tenso o nervioso. Como
dijo en cierta ocasión el Instructor Yarrow:
«Ante todo, el Ejecutor debe ser impasible. El Cambio de
Realidad a programar puede afectar la vida de cincuenta mil millones de seres,
o más. Un millón o más pueden quedar afectados de tal modo que deberá
considerárseles como individuos nuevos. Dadas estas condiciones, un
temperamento emotivo sería un serio inconveniente para el Ejecutor».
Harlan meneó la cabeza casi salvajemente, para aventar el
recuerdo de las secas palabras de su maestro. En aquellos días no podía suponer
que él mismo reunía las peculiares condiciones exigidas. Sin embargo, ahora le
embargaba la emoción. No por cincuenta mil millones de seres, ¡qué le
importaban a él cincuenta mil millones!
Era sólo por una persona. Sólo una.
Al notar que la cabina se había detenido interrumpió sus
divagaciones para recobrar la mentalidad fría e impersonal que cuadraba a un
Ejecutor, y salió del aparato.
La cabina que dejaba, desde luego, no era la misma donde había
entrado, en el sentido de que no estaba compuesta de los mismos átomos. Aquello
no le preocupaba más que a cualquier otro Eterno. El centrarse en la «mística»
de la Traslación Temporal, dejando de lado el mero hecho de su existencia,
constituía la meta de todo Aprendiz tan pronto como era admitido a la
Eternidad.
Se detuvo un instante frente a la cortina infinitamente delgada
de No—Espacio y No—Tiempo que le separaba en un sentido de la Eternidad y en
otro del Tiempo normal.
Aquella Sección de Eternidad sería del todo nueva para él.
Conocía sus peculiaridades a grandes rasgos por haberlas estudiado en el
«Manual de todas las Épocas». Sin embargo, la experiencia directa nunca dejaba
de ser un choque para el que convenía estar preparado.
Ajustó los mandos, operación sencilla cuando se trataba de pasar
a la Eternidad, pero muy complicada para ingresar en el Tiempo normal, una
traslación mucho menos frecuente. Atravesó la cortina y al instante quedó
cegado por un aluvión de reflejos. Levantó instintivamente una mano para
cubrirse los ojos.
Un individuo le esperaba. Harlan, deslumbrado, apenas conseguía
distinguirlo.
—Soy el Sociólogo Kantor Voy —dijo el hombre a Harlan—. Supongo
que usted es el Ejecutor Harlan. Harlan asintió.
—¡ Santo Cronos! ¿No podría moderar esa decoración?
Voy miró a su alrededor y dijo con indulgencia:
—¿Se refiere a las películas moleculares?
—En efecto —dijo Harlan—. El «Manual» ya las menciona, pero no
dice nada de esta orgía de reflejos.
Tenía bastante motivo para enojarse, pensó Harlan. En el Siglo
2456 predominaba la materia, lo mismo que en casi todos los Siglos; cabía
esperar una compatibilidad fundamental entre ellos. No presentaba la absoluta
confusión (para alguien nacido en una época de predominio material) de los
remolinos energéticos del 300.° o de los campos dinámicos del 600.° En el Siglo
2456, para descanso de los Eternos que lo visitaran, la materia era empleada
para todo, desde un clavo hasta un edificio.
Desde luego, existían distintas clases de material. A un miembro
de un Siglo con predominio de la energía tal vez le pasaran desapercibidas.
Para él, todas las materias serían variaciones sobre un mismo tema basto,
pesado y bárbaro. Pero Harlan, educado en un medio de formas materiales,
reconocía diferencias entre la madera, los metales (con distinción entre
ligeros y pesados), los plásticos, la sílice, el hormigón, el cuero, y así
sucesivamente.
Pero ¡una materia compuesta enteramente de espejos!
Tal fue su primera impresión del 2456.° Todas las superficies
reflejaban y emitían luz. En todo aparecía la ilusión del pulimento perfecto,
debido a la presencia de una película reflectante. Y en la infinita repetición
de su propia imagen, de la del Sociólogo Voy y de cuanto les rodeaba, Harlan no
veía más que confusión. ¡Una confusión absurda y vertiginosa!
—Lo siento —dijo Voy—. Es una costumbre de este Siglo y la
Sección competente estima que conviene adoptar en lo posible las costumbres
locales. Pronto se acostumbrará a ello.
Voy anduvo rápidamente sobre las huellas de otro Voy, su reflejo
invertido en el suelo. Alargó una mano y puso a cero un indicador capilar que
se desplazaba sobre una escala en espiral.
Los reflejos desaparecieron y la iluminación adoptó una
intensidad soportable. A Harlan le pareció que su mundo regresaba a la
normalidad.
—Acompáñeme, por favor —dijo Voy. Harlan le siguió por varios
corredores que momentos antes, supuso, estallaban de luces y resplandores
enloquecidos. Subieron por una rampa, y después de cruzar una antecámara,
penetraron en un amplio despacho.
Durante el breve recorrido no vieron alma viviente. Harlan
estaba tan acostumbrado a eso, le parecía tan normal, que le habría sorprendido
y casi escandalizado distinguir alguna figura humana tratando de apartarse de
su camino. Sin duda, la noticia de la llegada de un Ejecutor había corrido
pronto. Hasta Voy se mantenía apartado de él, y cuando la mano de Harlan rozó
casualmente el brazo del Sociólogo, éste se hizo a un lado con evidente
sobresalto.
Harlan se sorprendió un poco al notar cierta amargura ante tal
reacción. Se creía revestido de una coraza mucho más fuerte, más eficazmente
insensible. Si estaba equivocado, si su armadura tenía puntos débiles, sólo
podía haber una causa:
¡Noys!
El sociólogo Kantor Voy se inclinó hacia el Ejecutor en un gesto
que parecía bastante cordial, pero Harlan no podía dejar de notar que estaban
sentados en los extremos opuestos de una mesa bastante larga.
Voy dijo:
—Me complace que nuestro pequeño problema haya interesado a un
Ejecutor de su fama.
—Sí —dijo Harlan en el tono frío e impersonal que todos
esperaban de él—. Presenta algunos aspectos interesantes.
Pensó si parecería lo bastante imparcial. A lo peor estaba
dejando entrever sus verdaderos motivos, y su delito era delatado por las
gotitas de sudor que acompañaban su frente.
Sacó de un bolsillo interior la transparencia con el resumen del
Cambio de Realidad proyectado. Era el mismo texto enviado al Gran Consejo
Pantemporal un mes antes. Gracias a sus relaciones con el Jefe Programador
Twissell (el ilustre Twissell), no le fue difícil a Harlan hacerse con el
proyecto.
Antes de desenrollar la lámina dejando que se extendiera sobre
la superficie de la mesa donde quedaría retenida por un débil campo
paramagnético, Harlan hizo una breve pausa.
La película molecular que cubría la mesa había sido opacada,
pero no del todo. El movimiento de su brazo atrajo su mirada, y por un momento
el reflejo de su propio rostro pareció contemplarle hoscamente desde la mesa.
Tenía treinta y dos años, pero parecía más viejo. No necesitaba que nadie se lo
dijera. Quizá su rostro alargado y las cejas negras sobre unos ojos aún más
oscuros contribuyesen a darle la expresión severa y la fría mirada que todos
los Eternos asimilaban a la caricatura de un Ejecutor. O quizás era sólo su
propia convicción de ser un Ejecutor.
En seguida extendió la transparencia sobre la mesa y volvió al
asunto que le traía allí.
—Yo no soy Sociólogo, señor mío... Voy sonrió.
—Eso suena formidable. Cuando alguien empieza por manifestar su
incompetencia en cualquier especialidad, generalmente anuncia que se dispone a
formular una opinión categórica.
—No se trata de una opinión —dijo Harlan—. Sólo de una petición.
Deseo que examine este resumen y me diga si no ha cometido usted un pequeño
error en alguna parte.
Voy se puso serio inmediatamente.
—Espero que no.
Harlan dejó colgar un brazo sobre el respaldo, y la otra mano
sobre las piernas. No era cuestión de tamborilear con los dedos sobre la mesa,
ni de —morderse los labios. No debía permitir que le traicionasen sus emociones.
Desde aquel instante que cambió toda la orientación de su vida,
había estudiado con atención todos los proyectos de Cambios de Realidad que
pasaban por la maquinaria administrativa del Gran Consejo Pantemporal.
Como Ejecutor adjunto al Jefe Programador Twissell podía
hacerlo, saltándose un poco la ética profesional. Menos mal que Twissell estaba
cada vez más entretenido con su propio y más importante proyecto. (Las aletas
de la nariz de Harlan se dilataron. Ahora sabía algo acerca de la
naturaleza de tal proyecto.)
Harlan no podía estar seguro de encontrar lo que buscaba dentro
de un plazo razonable. Cuando estudió por primera vez el proyecto de Cambio de
Realidad 2456—2781, número de orden V—5, creyó que sus deseos hacían una
jugarreta a su capacidad de raciocinio. Pasó un día entero verificando una y
otra vez las ecuaciones y desarrollos, atenazado por una dolorosa incertidumbre
mezclada con una creciente excitación y amarga gratitud, puesto que al menos le
habían enseñado psicomatemáticas elementales.
Ahora Voy estudiaba la misma lámina y sus símbolos con expresión
entre confusa y preocupada.
—Me parece... digo que me parece que todo está en orden
—aseguró al fin.
—Compruebe en particular los ritos sociales del noviazgo en la
Realidad actual de este Siglo —dijo Harlan—. Eso es sociología y supongo que
cae dentro de su responsabilidad. Por eso dispuse verle a usted a mi
llegada, antes que a ningún otro.
Voy frunció el ceño. Aún se mostraba cortés, pero su tono al
responder fue glacial:
—Los Observadores destinados a nuestra Sección son muy
competentes. Estoy seguro que los asignados a este proyecto han proporcionado
datos exactos. ¿Tiene pruebas de lo contrario?
—Nada de eso, sociólogo Voy —dijo Harlan—. Acepto los datos,
pero no estoy de acuerdo con el planteamiento del problema. ¿No observa un
tensor complejo indeterminado en este punto, si ponderamos correctamente el
comportamiento prenupcial?
Voy miró con atención, y una expresión de alivio se extendió por
su rostro.
—En efecto, Ejecutor, en efecto. Pero se resuelve por sí
mismo en una identidad. Se tiene un bucle de pequeñas dimensiones, que no
presenta caminos secundarios. Espero que me perdone si uso imágenes gráficas en
vez de expresiones matemáticas exactas.
—Se lo agradezco. Así como no soy Sociólogo, tampoco soy
Programador —replicó Harlan.
—Muy bien, pues —dijo Voy—. Ese tensor complejo indeterminado a
que alude, o bifurcación del camino, como si dijéramos, no es significativo. La
dicotomía se resuelve más adelante y tenemos un. camino único. Nos pareció
innecesario mencionarlo en nuestro informe.
—Si es su criterio, me someto al mismo. Sin embargo, queda la
cuestión del C.M.N.
El Sociólogo torció el gesto al oír aquellas siglas, como había
previsto Harlan. C.M.N. El Cambio Mínimo Necesario. Aquí el Ejecutor era el
amo. Un Sociólogo podía creerse inmune a la crítica en lo relativo al análisis
matemático de las infinitas Realidades posibles en el Tiempo, pero al definir
el C.M.N., el Ejecutor tenía la última palabra.
El cálculo mecánico no era suficiente. La mayor Computaplex
existente, manejada por los más expertos y hábiles Jefes Programadores, no
servía sino para señalar los límites dentro de los cuales se situaba el C.M.N.
Era entonces cuando el Ejecutor, examinando los datos del problema, decidía el
punto exacto del Cambio dentro de aquellas condiciones límite. Un buen Ejecutor
rara vez se equivocaba. Los mejores Ejecutores no se equivocaban nunca.
Harlan no se equivocaba nunca.
—El C.M.N. recomendado por su Sección —dijo Harlan, hablando en
tono pausado, frío, silabeando el Idioma Pantemporal Normalizado con
meticulosidad— implica la inducción de un accidente espacial, y una muerte
inmediata y bastante horrible para una docena o más de personas.
—Es inevitable —dijo
Voy, encogiéndose de
hombros, indiferente.
—Sugiero que el C.M.N. puede reducirse al mero traslado de un
envase de un estante a otro. ¡Aquí! —señaló Harlan. La blanca y bien cuidada
uña de su índice dejó una leve huella debajo de un grupo de perforaciones.
Voy examinó aquel punto con dolorosa pero muda atención.
—¿No altera eso la situación con respecto a la dicotomía que ha
dejado de tener en cuenta? —continuó Harlan—. ¿No cree que entonces se utiliza
el camino de mínima probabilidad, convirtiéndolo prácticamente en una certeza,
y que eso nos conduce a...?
—Virtualmente, al R.M.D. —dijo Voy en un susurro.
—Exactamente al Resultado Máximo Deseado —afirmó Harlan.
Voy alzó los ojos, con una expresión entre compungida e irritada
en su moreno rostro. Harlan, indiferente, observó que aquel hombre tenía entre
los incisivos superiores un hueco que le daba un aspecto conejil, lo cual
chocaba con la contenida energía de sus palabras.
Voy preguntó:
—Supongo que esto llegará a conocimiento del Gran Consejo
Pantemporal.
—No lo creo —dijo Harlan—. Que yo sepa el Gran Consejo no se ha
ocupado de ello. Por lo menos, el Cambio de Realidad programado se me pasó sin
ningún comentario.
Harlan no creyó oportuno explicar con más detalle cómo le fue
«pasado», y Voy se abstuvo de preguntar.
—Entonces, ese error, ¿lo ha descubierto usted?
—Sí.
—¿Y no dio parte al Gran Consejo Pantemporal?
—No.
Hubo una reacción de alivio, y luego Voy se puso en guardia.
—¿Por qué?
—Pocas personas habrían dejado de caer en ese error. Pensé que
podía corregirlo antes de que se cometiera un daño irreparable. Así lo hice.
¿Por qué ir más allá?
—Bien... gracias, ejecutor Harlan. Se ha portado como un amigo.
El error de esa Sección que, como usted dice, era prácticamente inevitable,
habría manchado nuestra hoja de servicios.
Voy continuó después de una breve pausa:
—Aunque, en realidad, y teniendo en cuenta las alteraciones de
personalidad que va a inducir este Cambio de Realidad, la muerte de algunos
hombres resultaba de escasa importancia.
Harlan pensó fríamente: «No parece muy agradecido. Igual me
guarda rencor. Cuando tenga tiempo para pensarlo, es posible que su rencor
aumente aún más, por haber sido salvado de una descalificación gracias a un
Ejecutor. Si yo fuese Sociólogo como él, me estrecharía la mano con gratitud, pero
no quiere dar la mano a un Ejecutor. No le repugna condenar una docena de
hombres a la asfixia, pero sí el contacto de un Ejecutor».
Comprendiendo que no le convenía dar tiempo al resentimiento de
su interlocutor, Harlan atacó casi en seguida:
—Espero que su agradecimiento me autorice a pedirle que su
Sección haga un pequeño trabajo para mí.
—¿Un trabajo? —preguntó Voy.
—Un problema de Análisis Individualizado. He traído todos los
datos, así como los de un Cambio de Realidad propuesto para el Siglo 482. Deseo
saber el efecto de este Cambio sobre la probabilidad de supervivencia de cierta
persona.
—No estoy seguro de haberle entendido bien —dijo el Sociólogo
con vacilación—. ¿No dispone de medios para hacer este análisis en su propia
Sección?
—En efecto. Sin embargo, estoy realizando una investigación
personal y por ahora no quiero que figure en los archivos. Sería muy difícil
encargar este trabajo a mi Sección sin que...
Harlan hizo un gesto vago, sin concluir la frase.
—¿Entonces, no quiere que esto vaya por vía oficial?
—preguntó Voy.
—Debe hacerse confidencialmente, y quiero una contestación
confidencial.
—Es muy irregular. No puedo aceptarlo. Harlan frunció el ceño.
—No es más irregular que mi olvido en denunciar su error al Gran
Consejo Pantemporal. En ese caso no tuvo usted ninguna objeción. Si hemos de
atenernos a las normas en un caso, tendremos que ser igualmente formales en
otro. Creo que me comprende, ¿verdad?
La expresión de Voy revelaba que le había comprendido
perfectamente, sin lugar a dudas. Alargó la mano hacia Harlan.
—¿Puedo ver los documentos?
Harlan se tranquilizó. Había superado el obstáculo principal.
Miró con atención mientras el Sociólogo se inclinaba sobre las láminas que
había traído.
—¡En nombre del Tiempo! Es un Cambio de Realidad sin importancia
—fue el único comentario de Voy.
Harlan aprovechó la ocasión, mintiendo a medida que hablaba:
—Así es. Demasiado pequeño, creo. De ahí surge la discusión.
Está por debajo de la diferencia crítica y he escogido un solo individuo como
caso piloto. Naturalmente, no sería hábil que yo usara el equipo de nuestra
Sección sin estar del todo seguro de mi acierto.
Voy no dijo nada a esto, y Harlan no continuó. No convenía
exagerar la comedia.
Voy se puso en pie.
—Pasaré estos datos a uno de mis Analistas. Esto quedará entre
nosotros, aunque comprenderá que no podemos sentar un precedente.
—En modo alguno.
—Y si no le importa, me gustaría observar el Cambio de Realidad
que vamos a efectuar aquí. Espero que nos haga ,el honor de dirigir el C.M.N.
personalmente.
Harlan asintió.
—Asumo toda la responsabilidad.
Cuando entraron en la sala de control dos de las pantallas
estaban conectadas. Los técnicos las habían ajustado según las coordenadas
exactas de Espacio y Tiempo, y luego salieron. Harlan y Voy se vieron a solas
en la centelleante sala. (La decoración a base de películas moleculares
reflectantes se hacía notar, y no poco por cierto, pero esta vez Harlan, atento
a las pantallas, no hizo caso.)
Ambas imágenes aparecían inmóviles. Semejaban naturalezas muertas,
pues representaban instantes matemáticos del Tiempo.
Una de las vistas era en colores naturales muy contrastados: la
sala de máquinas de un vehículo espacial experimenta], como bien sabía Harlan.
Una puerta se estaba cerrando y aún asomaba por el resquicio un brillante
zapato de material rojo semitransparente. No se movía. Nada se movía. Si se
hubiese aumentado el contraste de la imagen hasta el punto de hacer visibles
las motas de polvo en el aire, ni siquiera éstas se habrían movido.
Voy dijo:
—Esta sala de máquinas permanecerá vacía durante dos horas y
treinta y seis minutos a partir del instante que contemplamos. En la Realidad
actual, desde luego.
—Lo sé —murmuró Harlan.
Empezó a ponerse los guantes y mientras tanto sus ojos recorrían
con rapidez los estantes, memorizando la situación del envase crítico, midió
los pasos necesarios para llegar a él y el mejor emplazamiento adonde
trasladarlo. Lanzó una breve ojeada a la otra pantalla.
Mientras la sala de máquinas, situada en el «presente» definido
con respecto a la Sección Eternidad en la que ahora se encontraba, aparecía
iluminada en colores naturales, la otra escena, situada a unos veinticinco
Siglos de distancia en el «futuro», presentaba el filtro azulado que servía
para diferenciar las imágenes «futuras».
Era la vista de un espaciopuerto. Un cielo color azul oscuro,
con edificios azulados de desnudo metal sobre un terreno verdeazulado. Un
cilindro azul de raro diseño, con una protuberancia en la base, destacaba en
primer plano. Al fondo se veían dos cilindros más, parecidos al primero. Los
tres apuntaban al cielo, sus extrañas ojivas partidas, en cuyo interior se
alojaba seguramente la maquinaria principal.
Harlan frunció el ceño.
—Raros aparatos —dijo.
—Electro—gravitacionales —dijo Voy—. El Siglo Dos mil
cuatrocientos ochenta y uno es el primero en desarrollar la navegación espacial
por electro—gravitación. No necesita combustible ni energía nuclear. Una
solución elegante; lástima que nuestro Cambio la haga desaparecer. ¡Una
verdadera lástima!
Clavó la mirada en Harlan con visible disgusto.
Harlan apretó los labios. Conque disgustado, ¿eh? ¿Por qué no?
El Ejecutor era él.
Sin duda, algún Observador habría presentado un informe sobre la
cuestión del abuso de drogas. Algún Estadístico demostró que los últimos
Cambios habían aumentado el número de adictos hasta que llegó a ser el mayor en
todas las presentes Realidades de la humanidad. Un Sociólogo, probablemente el
propio Voy, estableció el perfil psiquiátrico de aquella sociedad, y un
Programador calculó el Cambio de Realidad necesario para disminuir la tendencia
al uso de drogas, hallando que, como efecto secundario, la navegación espacial
por electro—gravitación iba a desaparecer. En la decisión final habían
intervenido una docena, cien hombres quizá, de todas las categorías en la
Eternidad.
Pero, a fin de cuentas, tendría que ser un Ejecutor quien la
llevase a la práctica. Siguiendo las instrucciones convenidas por los demás, a
él le tocaba iniciar el Cambio de Realidad. Y entonces los demás le mirarían
con ojos acusadores, y sus miradas parecerían decir: «A ti, y no a nosotros, se
debe la destrucción de toda esa belleza».
Y por esa razón, los demás le condenarían y evitarían su
presencia. Descargaban su propia culpa sobre los hombros del Ejecutor, y por
ello le odiaban. Harlan dijo con sequedad:
—Las naves no importan. Debemos preocuparnos por ellos.
«Ellos» eran un grupo de personas, en apariencia insignificantes
al lado de la nave espacial, del mismo modo que las dimensiones físicas de las
trayectorias interplanetarias hacen parecer insignificante la Tierra así como
la sociedad humana que la puebla.
Parecían pequeños muñecos. Sus diminutos brazos y piernas
permanecían en posturas extrañas y ridículas, inmovilizados en aquel instante
del Tiempo.
Voy se encogió de hombros.
Harlan ajustó el pequeño generador de campo que llevaba en su
muñeca izquierda.
—Acabemos cuanto antes —dijo.
—Un momento —dijo Voy—. Quiero preguntarle al Analizador de
Destinos cuánto tardará en completar este trabajo suyo. Yo también quiero
terminar cuanto antes.
Sus manos desplazaron hábilmente un pequeño cursor; luego
escuchó con atención el repiqueteo que recibió en respuesta.
«Otra característica de esta Sección de Eternidad —pensó
Harlan—. Un código de ruidos intermitentes. Espectacular, pero innecesario, al
igual que las películas moleculares reflectantes».
—Dice que tardará unas tres horas —dijo Voy por fin—. Además,
dice que le gusta el nombre de esa persona, Noys Lambent. Es una mujer, ¿no?
Harlan sintió la garganta seca.
—Sí.
Los labios de Voy se curvaron en una lenta sonrisa.
—Parece interesante. Me gustaría verla sin que ella se diese
cuenta. No hemos tenido ninguna mujer en esta Sección desde hace meses.
Harlan contuvo un arrebato de ira y no contestó. Miró fríamente al
Sociólogo y bruscamente le dio la espalda.
Si había un defecto en la Eternidad, era esta cuestión de las
mujeres. Desde que ingresó en la Eternidad había comprendido claramente el
problema, pero no se sintió personalmente afectado hasta que conoció a Noys. De
aquel momento había llegado a este otro, en que se hallaba traidor a su
juramento de fidelidad y a todo lo que había creído hasta entonces.
¿Por qué?
Por Noys.
No sentía remordimiento. Esto era lo que más le sorprendía. No
sentía ningún remordimiento. No tenía sensación de culpabilidad por las faltas
que ya había cometido, entre las cuales el uso prohibido de un Análisis de
Destino para fines particulares casi carecía de importancia.
Iría hasta donde fuese necesario.
Aquella idea, que por primera vez se planteaba con claridad, le
pareció blasfema y escarnecedora. Y aunque la apartó de sí con horror, sabía
que estaba dispuesto a hacerlo. La idea era sencillamente esta: que destruiría
la Eternidad, si se veía obligado a hacerlo.
Y lo peor era saber que tenía poder para hacerlo, si se lo
proponía. Harlan estaba frente a la entrada del Tiempo y pensó en sí mismo de
una manera diferente: antes todo era muy sencillo; existían ideales, aunque
sólo fueran palabras, por y para las cuales vivía uno. Cada fase de la vida de
un Eterno tenía su propósito. ¿No rezaban así los «Principios Básicos»?
«La vida de un Eterno puede dividirse en cuatro etapas...»
Todo era claro y sencillo; sin embargo, para él todo había
cambiado, y lo que se había roto nunca podría recomponerse.
Él había pasado confiadamente por las cuatro etapas de su vida
como Eterno. Primero, el período de quince años durante los cuales no fue un
Eterno, sino un simple habitante del Tiempo. Sólo un ser humano extraído del
Tiempo, un Temporal, podía llegar a ser un Eterno; nadie nacía en tal posición.
A la edad de quince años fue seleccionado, tras un proceso
riguroso de eliminación cuya naturaleza no pudo comprender entonces. Le habían
llevado detrás del velo de la Eternidad después de una desgarradora despedida
de sus familiares. (Antes le habían dicho que, pasara lo que pasara, nunca
regresaría. Hasta mucho más tarde no supo la verdadera razón de ello.)
Ingresado en la Eternidad, pasó diez años en la escuela como
Aprendiz y una vez hubo aprobado los exámenes entró en la tercera etapa, para
graduarse como Observador. Sólo después de ello se convirtió en Especialista y
en un verdadero Eterno. Era la cuarta y última parte de la vida de un Eterno:
Temporal, Aprendiz, Observador y Especialista.
Harlan había pasado por todas ellas fácilmente. Podía decir que
con éxito.
Recordaba perfectamente el día en que terminó su período de
Aprendiz, día que se convirtió en un miembro independiente de la Eternidad;
pues, aunque aún no fuese Especialista, ya tenía derecho al honroso título de
«Eterno».
Lo recordaba bien. Estaba formado con los otros cinco que habían
terminado el último curso con él, las manos a la espalda, las piernas
ligeramente separadas, la vista al frente, escuchando.
Les hablaba el Instructor Yarrow, de pie al lado de su mesa.
Harlan recordaba muy bien a Yarrow. Era un hombre bajito y enérgico, de rojos y
rebeldes cabellos, antebrazos pecosos y una expresión de desamparo en su
mirada. (Era muy frecuente encontrar aquella mirada entre los Eternos. Asomaba
a sus ojos la nostalgia del hogar y de su ambiente natal, el deseo de volver al
Siglo que nunca más verían: un deseo prohibido y que ninguno de ellos habría
confesado jamás.)
Desde luego. Harlan no recordaba las palabras exactas de Yarrow,
pero el significado de las mismas acudía con claridad a su mente.
Yarrow había dicho, en sustancia: «Vais a convertiros en
Observadores. No es un cargo de gran categoría. Los Especialistas lo consideran
trabajo de aprendiz. Quizá vosotros, Eternos... (hizo una pausa intencionada
después de aquella palabra, para darles tiempo de sentirse embargados por el
honor implícito en tal calificativo), también penséis lo mismo. En tal caso,
sois unos necios e indignos de esa responsabilidad.
»Si no fuese por los Observadores, los Coordinadores no tendrían
nada que coordinar, los Analizadores de Destino nada que analizar, ni los
Sociólogos podrían trazar cuadros de los grupos sociales; ninguno de los
Especialistas podría hacer nada. Ya sé que habréis oído antes este argumento,
pero quiero que tengáis nociones claras y concretas acerca de este asunto.
«Seréis vosotros, los jóvenes, quienes entraréis en el tiempo
normal, bajo las condiciones más difíciles, para recoger los hechos. Hechos
fríos y objetivos, no influidos por vuestras propias opiniones ni deseos, ya lo
sabéis. Hechos exactos que puedan ser pasados por los ordenadores. Hechos
definidos que sirvan de fundamento a las ecuaciones sociales. Hechos fiables
para decidir los Cambios de Realidad necesarios.
»Y recordad esto. Vuestra etapa de Observadores no es para pasar
por ella con la mayor rapidez y de la forma más cómoda que os sea posible. Se
os calificará según vuestro trabajo de Observadores. No será lo que hicisteis
en la escuela, sino lo que hagáis como Observadores, el criterio determinante
de vuestra Especialidad y de la categoría que tendréis dentro de ella. Ésta
será vuestra tesis de Doctorado, Eternos, y un error en ella, aunque sea
pequeño, servirá para ser destinados al Servicio de Mantenimiento, sin tener en
cuenta lo brillante de vuestra capacidad. He dicho».
Estrechó la mano a cada uno de ellos y Harlan, grave y lleno de
entusiasmo, orgulloso en su creencia de que el privilegio de ser un Eterno
acarreaba el supremo privilegio de velar por la felicidad de todos los seres
humanos existentes en los confines de la Eternidad, se sintió lleno de respeto
por su misión.
Las primeras misiones encomendadas a Harlan fueron poco
importantes y se desarrollaron bajo estrecha supervisión. Pero sirvieron para
aguzar su habilidad con la experiencia adquirida en una docena de Siglos y a
través de una docena de Cambios de Realidad.
En su quinto año como Observador le nombraron Jefe Observador de
Zona y fue asignado al Siglo 482. Por primera vez trabajaría sin las orientaciones
de otro, y eso fue lo primero que le hizo sentirse algo inseguro cuando abordó
al Programador que dirigía aquella Sección.
Se trataba del Ayudante Programador Hobbe Finge, cuya boca
apretada y ceñudo gesto parecían incongruentes en un rostro como el suyo. Tenía
la nariz redonda y gruesa y las mejillas sonrosadas. Sólo le faltaba la barba y
la cabellera blanca para convertirse en la imagen del mito Primitivo de Papá
Noel, también llamado Santa Claus o San Nicolás. Harlan conocía esos tres
nombres. No creía que existiera un Eterno entre cien mil que los conociese ni
de oídas. Harlan sentía una vanidad oculta y casi vergonzante por su afición a
los conocimientos arcanos. Desde sus primeros días en la escuela le interesó el
estudio de la Historia Primitiva, y el Instructor Yarrow le había animado a
ello. Harlan llegó a simpatizar con aquellos extraños y oscuros Siglos
anteriores, no sólo al establecimiento de la Eternidad en el 27.°, sino incluso
al descubrimiento del Campo Temporal, en el Siglo 24. Durante sus estudios
había leído libros y periódicos. Había viajado muy lejos en el pretiempo hasta
los primeros Siglos de la Eternidad, para consultar viejas bibliotecas, siempre
que pudo obtener permiso para ello. Desde hacía más de quince años estaba
reuniendo una notable biblioteca privada, casi toda en papel impreso. Tenía un
libro de un tal H. G. Wells, y otro de un llamado W. Shakespeare, y algunos
libros de historia medio destrozados. Pero la joya de su colección era un juego
completo de volúmenes encuadernados de una revista semanal primitiva. Ocupaban
un espacio extraordinario, pero nunca pudo decidirse a microfilmarlos.
En ocasiones se trasladaba con la imaginación a un mundo donde
la vida era vida y la muerte, muerte; donde el hombre tomaba decisiones irrevocables;
donde el mal no podía ser atajado ni el bien alentado, y donde la Batalla de
Waterloo, una vez perdida, quedaba perdida para siempre. Tenía unas páginas de
poesía, que guardaba con indecible cariño, donde se podía leer que lo que una
mano había hecho nunca podía deshacerlo.
Luego se le hacía difícil, casi violento, el traer de nuevo sus
pensamientos a la Eternidad y a un Universo donde la Realidad era algo flexible
y cambiante, algo que hombres como él podían tomar en sus manos para
convertirla en algo mejor.
El falso aspecto de Papá Noel se desvaneció cuando el
Programador Hobbe Finge le habló en un tono rápido y objetivo.
—Empezará a trabajar mañana con una inspección de rutina de la
Realidad actual. Necesito que sea exacta, completa y definida. No toleraré la
menor imprecisión. Su programa espacio—temporal estará preparado mañana por la
mañana. ¿Comprendido?
—Sí, Programador —dijo Harlan.
En aquel momento se dio cuenta que él y el Ayudante Programador
Hobbe Finge no se iban a llevar bien, y lo lamentó.
A la mañana siguiente Harlan recibió su programa de trabajo en
láminas llenas de intrincadas perforaciones, tal como salían de la Computaplex
electrónica. Usó un decodificador de bolsillo para traducirlas al Idioma
Pan—temporal Normalizado, a fin de asegurarse de no cometer ningún error en
aquella su primera misión. Desde luego, habría podido leer las perforaciones
directamente, pero prefería la seguridad que le daba el decodificador.
El programa le indicó dónde y cuándo podía penetrar en el Siglo
482 y dónde y cuándo no; lo que podía hacer y lo que debía evitar a toda costa.
Su presencia debía sólo afectar a aquellos lugares y tiempos donde no entrase
en contradicción con la Realidad actual.
El 482.° no le pareció un Siglo agradable. No se parecía nada a
su Siglo natal, austero y laborioso. Aquélla era, a su entender, una época sin
ética ni principios morales, sensual, materialista y con un extendido sistema
matriarcal. Era la única época, según pudo comprobar en los archivos, en la
cual los nacimientos por ectogénesis habían llegado a ser tan comunes, que el
cuarenta por ciento de las mujeres cumplían con sus deberes maternales
simplemente donando un óvulo fertilizado al incubador comunal. Los matrimonios
se formaban y se deshacían por mutuo acuerdo y no tenían otra vigencia sino la
de un contrato privado sin responsabilidades ante la Ley. Los vínculos con el
fin de tener descendencia se consideraban algo completamente aparte de las
funciones sociales del matrimonio; los primeros se contraían únicamente a fines
eugenésicos.
Aquella sociedad le pareció a Harlan pervertida en muchos
aspectos; por ello creía necesario un Cambio de Realidad. Más de una vez se le
ocurrió que su propia presencia en aquel Siglo, como ser que no pertenecía a
aquel Tiempo, podía desviar la Historia. Si los efectos de su presencia
llegaban a ser cruciales en algún punto clave, una opción de probabilidad
diferente se convertiría en dominante. En esa nueva senda, millones de mujeres
que sólo vivían para el placer de los sentidos se transformarían en madres
verdaderas, de corazón puro. Serían transportadas a otra Realidad, y todos sus
recuerdos pertenecerían a la nueva Realidad, sin llegar siquiera a sospechar
que alguna vez habían sido muy diferentes.
Desgraciadamente, para realizar tal propósito Harlan habría
tenido que transgredir los límites señalados por su programa espacio—temporal,
y ello era impensable. Aunque se atreviese a hacerlo, el traspasar al azar los
límites fijados podía cambiar la Realidad actual de muchos modos imprevisibles.
El resultado podía ser mucho peor que la Realidad presente. Sólo un análisis
exacto y una Programación ajustada definían el óptimo entre posibles Cambios de
Realidad.
Por tanto, y cualesquiera que fuesen sus opiniones particulares,
Harlan siguió siendo exteriormente un Observador. Y el Observador ideal no era
más que un conjunto sensorial receptor, unido a un mecanismo de escribir
informes. Entre la percepción y el informe no debía interponerse ningún
sentimiento.
En ese sentido, los informes de Harlan eran perfectos.
El Ayudante Programador Finge lo llamó a su despacho después de
su segundo informe semanal.
—Le felicito, Observador —le dijo en tono desprovisto de
cordialidad—. Pero, ¿qué piensa realmente de la situación?
Harlan se refugió en una expresión impasible; su rostro parecía
tallado en un trozo de madera de los que tanto amaba su Siglo natal.
—No tengo opinión sobre este asunto —dijo.
—¡Vamos, Observador! Usted procede del Noventa y cinco y ambos
sabemos lo que eso significa. Sin duda este Siglo le desagrada.
Harlan se encogió levemente de hombros.
—¿Ha encontrado en mis informes algo que le haga pensar tal
cosa?
Era casi una impertinencia, y los dedos de Finge, tamborileando
sobre la mesa, traicionaron su contrariedad. Al fin dijo:
—Conteste a mi pregunta.
—En un aspecto sociológico —dijo Harlan—, muchas facetas de este
Siglo representan puntos extremos. Los tres últimos Cambios de Realidad han
acentuado esa situación. Supongo que eso debe ser corregido eventual—mente.
Nunca conviene tal alejamiento del término medio.
—¿Quiere decir que se ha tomado la molestia de comprobar los
resultados de los últimos Cambios que afectan a este Siglo?
—Como Observador, debo estudiar todos los hechos pertinentes.
Harlan, en efecto, tenía el derecho y la obligación de conocer
aquellos hechos. Finge lo sabía. Todos los Siglos eran sacudidos continuamente
por los Cambios de Realidad. Ninguna Observación, por cuidadosa que fuese,
podía considerarse definitiva por mucho tiempo, sin ser verificada
periódicamente. Una de las normas de la Eternidad era el someter a todos y cada
uno de los Siglos a una Observación continua. Y para observar correctamente,
uno debía ser capaz de presentar, no sólo los hechos de la Realidad
presente, sino también su relación con los hechos de las Realidades anteriores.
Sin embargo, a Harlan le pareció que había algo más que
curiosidad en aquellas preguntas de Finge, en aquel interrogatorio sobre las
opiniones de Harlan. Finge demostraba una evidente hostilidad.
En otra ocasión Finge le dijo a Harlan, después de presentarse
sin previo anuncio en el pequeño despacho de este último:
—Sus informes han creado una impresión muy favorable en el Gran
Consejo Pantemporal.
Harlan no supo qué replicar a esto, por lo que se limitó a
decir:
—Muchas gracias.
—Todos parecen estar de acuerdo en que denotan un grado
extraordinario de penetración.
—Lo hago lo mejor que puedo.
Finge cambió de tema inopinadamente:
—¿Conoce al Jefe Programador Twissell?
—¿Al Programador Twissell? —los ojos de Harlan se agrandaron—.
No, señor. ¿Por qué me lo pregunta?
—Parece muy interesado en sus informes. Finge apretó los labios
y luego cambió nuevamente de conversación:
—Tengo la impresión de que usted ha desarrollado su propia
filosofía de la Historia, un punto de vista original.
La tentación fue demasiado fuerte para Harlan. La vanidad y la
prudencia lucharon por un momento en su mente, y la primera ganó la batalla.
—He estudiado Historia Primitiva, señor.
—¿Historia Primitiva? ¿En la academia?
—No exactamente, Programador. Por mi cuenta. Es... una afición.
¡Es como contemplar la Historia inmóvil, sin Cambios, congelada! La Historia
Primitiva puede ser estudiada con todo detalle, mientras que los Siglos de la
Eternidad son siempre cambiantes —fue entusiasmándose a medida que hablaba de
su tema favorito—. Es como si pudiéramos tomar una serie de vistas fijas de un
libro filmado y las estudiáramos con minuciosidad. Se observan muchos detalles
que pasan inadvertidos cuando contemplamos la película en movimiento. Creo que
esto me ayuda mucho en mi trabajo.
Finge le miró con sorpresa, abrió los ojos un poco y salió del
despacho sin replicar palabra.
Después de aquello volvió a hablarle, en ocasiones, del tema de
la Historia Primitiva, y aceptó las respuestas que Harlan le daba de no muy
buena gana, sin que su redondo rostro mostrase ninguna expresión.
Harlan no estaba seguro de si arrepentirse de su franqueza o
considerar el asunto como un posible mérito para adelantar en su carrera.
Decidió que la primera alternativa era la más acertada, un día
que se cruzaron en el Pasillo A, cuando Finge le dijo súbitamente y de modo que
pudieran oírle los demás:
—¡Por Cronos, Harlan! ¿Es que no saluda usted nunca?
Después de aquello, Harlan se convenció que Finge le detestaba.
Sus propios sentimientos hacia él se aproximaban al odio.
A los tres meses de estudiar la Realidad actual del 482.°,
Harlan había ya agotado todos los hechos y detalles dignos de mención. Por ello
no le sorprendió recibir orden de presentarse inmediatamente en el despacho de Finge.
Hacía días que esperaba que le asignaran otra misión, una vez presentado su
resumen final. El Siglo 482 deseaba exportar más tejidos de celulosa a los
Siglos que no contaban con grandes bosques, como por ejemplo el 1174.°, pero no
quería recibir pescado ahumado a cambio. El informe detallaba una larga lista
de artículos por orden de prioridad y con sus recomendaciones.
Tomó el borrador de su informe para llevarlo consigo al despacho
de Finge.
Pero durante la entrevista no se habló del Siglo 482. A su
llegada Finge le presentó a un hombre bajito y delgado, con la cara llena de
finas arrugas, escaso cabello blanco y expresión astuta, que durante toda la
conversación mantuvo en perpetua sonrisa. Aquella sonrisa traslucía extremos de
nerviosismo y de jovialidad, sin llegar a desaparecer en ningún momento. El
hombre sostenía entre dos dedos manchados de amarillo un cigarrillo encendido.
Era el primer cigarrillo que veía Harlan; a no ser por este
motivo, se habría fijado más en el hombre y menos en el humeante cilindro, y la
presentación de Finge no le habría cogido desprevenido.
Finge dijo:
—Jefe Programador Twissell, éste es el Observador Andrew Harlan.
Los ojos de Harlan, espantados, pasaron del cigarrillo al rostro
del Jefe de la Eternidad.
El Jefe Programador Twissell dijo con voz aguda:
—¿Cómo está usted? ¿De manera que éste es el joven que escribe
esos magníficos informes?
Harlan no pudo articular palabra. Laban Twissell era una leyenda
viviente, un hombre a quien se reconocía en el acto. Era el principal
Programador de la Eternidad, lo que en otras palabras significaba que era el
más eminente de los Eternos. Era el Presidente del Gran Consejo Pantemporal.
Había dirigido más Cambios de Realidad que ningún otro hombre en la historia de
la Eternidad. Sus títulos y sus éxitos no tenían fin.
La serenidad había desertado de la mente de Harlan. Asintió con
la cabeza, sonrió con expresión confusa y no dijo nada.
Twissell se llevó el cigarrillo a los labios, le dio una rápida
chupada y exhaló el humo.
—Déjenos solos, Finge. Quiero hablar con el muchacho. Finge se
levantó, murmuró algo entre dientes y salió del despacho.
—Parece nervioso, muchacho —dijo Twissell—. No tiene por qué
preocuparse.
Pero el encontrarse cara a cara con Twissell había sido
demasiado para Harlan. Siempre desconcierta el descubrir que alguien a quien
uno miraba como a un gigante, no mide en realidad sino un metro sesenta de
estatura. ¿Era posible que aquella cabeza medio calva albergase el
cerebro de un genio? Aquellos ojos astutos, rodeados de arrugas, ¿relucían por
efecto de una aguda inteligencia, o era sólo que su propietario estaba de buen
humor?
Harlan no sabía qué pensar. El cigarrillo parecía dispersar los
restos de su lucidez. Se echó un poco atrás cuando le alcanzó una volunta de
humo.
Los ojos de Twissell se estrecharon como si tratase de ver a
través de la humareda de su cigarrillo, y continuó en el dialecto del Siglo
100, con un acento horrible:
—¿Es que mejor entenderá si hablar en su suyo dialecto,
muchacho?
A punto de estallar en una risa histérica, Harlan contestó con
prudencia:
—Puedo hablar el Idioma Pantemporal perfectamente, señor.
Pronunció correctamente la frase en el Pantemporal que él y los
demás Eternos usaban desde su aprendizaje en la Eternidad.
—Tonterías —dijo Twissell, imperioso—. Mí no preocupar de
Intertemporal. Mi habla de Milenio Diez es mucho perfecta.
Harlan se dio cuenta de que por lo menos hacía cuarenta años
desde que Twissell usaba de los dialectos hipotemporales.
Satisfecho por haber demostrado sus conocimientos de idiomas,
Twissell siguió hablando en Pantemporal.
—Le ofrecería un cigarrillo, pero estoy seguro de que no fuma.
El fumar ha sido mirado como una costumbre reprobable en casi todos los Tiempos
de la Historia. En realidad, sólo se consiguen buenos cigarrillos en el Siglo
Setenta y dos; los importan especialmente para mí. Le aconsejo que vaya a
buscarlos allí, si se decide a convertirse en fumador. Es muy triste. Ahora
nadie fuma, ni siquiera en la Sección de la Eternidad destinada al Siglo Ciento
veintitrés. Los Eternos de aquella Sección han adoptado las costumbres locales.
Si encendiera un cigarrillo se pondrían furiosos. A veces pienso que me
gustaría calcular un gran Cambio de Realidad y hacer desaparecer los prejuicios
contra el tabaco de todos los Siglos. Pero me lo impide la seguridad que un
Cambio semejante produciría una gran guerra en el Cincuenta y ocho o una
sociedad esclavista en el Mil. Todo tiene sus inconvenientes.
Al principio, Harlan estaba confuso, pero luego despertó su
aprensión. Seguro que aquellas divagaciones ocultaban algo.
Tenía la garganta seca. Al fin pudo decir:
—¿Puedo preguntar por qué ha solicitado mi presencia, señor?
—Me gustan sus informes, muchacho. Hubo un destello de placer en
los ojos de Harlan, pero no sonrió.
—Tienen el toque del artista. Usted tiene intuición, sabe captar
las cosas. Creo que sé cual es el puesto adecuado para usted en la Eternidad, y
he venido a ofrecérselo.
Harlan pensó: «No puedo creerlo».
Reprimió la nota de triunfo en su voz y dijo:
—Es un gran honor para mí, señor.
En aquel momento el Jefe Programador Twissell, habiendo acabado
su cigarrillo, hizo aparecer otro en su mano izquierda como por arte de
prestidigitación y lo encendió. Exhaló un par de nubes de humo y dijo:
—¡Por vida de Cronos, muchacho! Habla como si recitase en el
teatro. ¡Gran honor! ¡Bah, tonterías! Dígame en palabras sencillas lo que le
parece. Está contento, ¿no es así?
—Sí, señor —dijo Harlan con precaución.
—Bien; es lo normal. ¿Qué le parecería llegar a ser Ejecutor?
—¡Ejecutor! —exclamó Harlan, saltando de su asiento.
—Siéntese, siéntese. Parece sorprendido.
—Nunca he pensado en especializarme como Ejecutor, Programador
Twissell.
—Nadie lo piensa —dijo Twissell secamente—. Todos esperan llegar
a ser algo, menos eso. Por eso los Ejecutores son difíciles de encontrar y
siempre hay puestos vacantes. Ni una sola Sección de la Eternidad tiene los que
necesita.
—No creo reunir las condiciones necesarias.
—Quiere decir que no quiere aceptar un puesto difícil. ¡Por
Cronos! Si desea servir a la Eternidad, como creo que desea, las dificultades
del puesto no deben importarle. Y tendrá la satisfacción de saber que le
necesitamos, y mucho. Especialmente yo.
—¿Usted, señor? ¿Usted especialmente?
Hubo un reflejo de astucia en la sonrisa del anciano.
—No será un simple Ejecutor. Será mi Ejecutor personal. Tendrá
una categoría especial. ¿Qué le parece ahora?
—No lo sé, señor —dijo Harlan—. Es posible que no reúna
condiciones para desempeñar ese puesto. Twissell meneó la cabeza con decisión.
—Yo le necesito. Le necesito a usted. Sus informes y su trabajo
me aseguran de que tiene en su cabeza lo que yo necesito. —Se golpeó la frente
con el índice—. Su hoja de servicios como Aprendiz es buena; las Secciones en
donde ha trabajado como Observador informan favorablemente. Pero lo que me ha
convencido ha sido el informe de Finge.
Harlan se sorprendió.
—¿Me es favorable el informe del Programador Finge?
—¿Acaso esperaba lo contrario?
—Pues... no lo sé.
—Bien, muchacho, no he dicho que le fuese favorable. He dicho
que me había convencido. En realidad, el
37informe
de Finge no habla a su favor. Recomienda que se le releve de todas las
misiones relativas a Cambios de Realidad, y sugiere que se le traslade al
Servicio de Mantenimiento.
Harlan enrojeció.
—¿Qué motivos tiene para decir eso?
—Por lo visto tiene usted una afición, muchacho. ¿Le interesa la
Historia Primitiva, verdad?
Hizo un ademán con su cigarrillo. En su irritación, Harlan se
olvidó de contener el aliento, respiró humo y se vio sacudido por un
incontenible acceso de tos.
Twissell esperó con calma a que cesara la tos de Harlan y luego
continuó:
—¿No es cierto?
—El Coordinador Finge no tiene derecho... —empezó Harlan.
—Tranquilo, hombre. Le he hablado de ese informe porque guarda
relación con el trabajo que va a desempeñar para mí. De hecho, el informe era
confidencial y secreto, y debe olvidar lo que le he dicho sobre él. Olvidarlo
completamente, muchacho.
—Pero ¿qué hay de malo en mi interés hacia la Historia
Primitiva?
—Finge opina que su afición demuestra un fuerte Complejo de
Retorno. ¿Me comprende ahora, muchacho?
Harlan le comprendía, en efecto. Todo el mundo llegaba a conocer
algo de la jerga psiquiátrica. Sobre todo, aquella frase. Se suponía que todos
los miembros de la Eternidad sentían una fuerte tendencia, tanto más poderosa
por cuanto estaban oficialmente prohibidas todas sus manifestaciones, a
regresar, no necesariamente a su propio Siglo, pero cuando menos a un Tiempo
definido; a formar parte de un Siglo, en vez de pasar incesantemente a través
de todos ellos. Desde luego, en la mayor parte de los Eternos, aquella
tendencia permanecía siempre oculta en el subconsciente.
—No creo que sea éste mi caso —dijo Harlan.
—Tampoco yo lo creo. Opino que su afición es interesante y de
mucho valor para nosotros. Como le he dicho, por ella me interesa usted. Quiero
que enseñe a un Aprendiz que le traeré, todo cuanto sepa y cuanto pueda
averiguar sobre Historia Primitiva. Durante el tiempo que le quede libre será
mi Ejecutor personal. Ocupará su nuevo cargo dentro de unos días. ¿Está
conforme?
¿Conforme? ¿Tener permiso oficial para estudiar cuanto pudiera
sobre los años anteriores a la Eternidad? Estar personalmente asociado con el
más distinguido de los Eternos? Hasta los aspectos desagradables del cargo de
Ejecutor eran soportables bajo aquellas condiciones.
Su cautela, sin embargo, no le abandonó por completo, y dijo:
—Si es necesario para el bien de la Eternidad, señor...
—¿Para el bien de la Eternidad? —exclamó con súbita
agitación el pequeño Programador, arrojando su colilla tan bruscamente, que
chocó contra la pared y rebotó en medio de una lluvia de chipas—. Le necesito
para la misma existencia de la Eternidad.
Harlan pasó varias semanas en el Siglo 575 antes de' conocer a
Brinsley Sheridan Cooper. Tuvo tiempo de acostumbrarse a su nuevo alojamiento,
a la higiene y claridad del cristal, a la porcelana. Aprendió a llevar el
emblema de Ejecutor sin avergonzarse, y a no empeorar la situación como hacían
otros, cuando se colocaban la insignia de manera que la volvían hacia una pared
o la tapaban con cualquier otro objeto que llevasen.
Los demás sonreían con desprecio cuando se daban cuenta de tales
añagazas y su actitud se hacía aún más desdeñosa, como si sospechasen que ello
fuese un intento de ganarse amigos por medio del fingimiento.
El Jefe Programador Twissell le presentaba diversos problemas
diariamente. Harlan. los estudiaba y preparaba sus análisis en borradores que
rehacía cuatro o cinco veces, entregando la versión final sin estar muy
convencido.
Twissell los examinaba meneando la cabeza y al final decía:
—Bien, vamos a ver.
Luego, sus cansados ojos azules miraban rápidamente a Harlan y
su sonrisa se hacía fría mientras decía:
—Voy a comprobar sus conjeturas en la Computaplex.
Siempre llamaba «conjeturas» a los análisis de Harlan. Nunca le
comunicó el resultado de sus comprobaciones en la Computaplex, y Harlan no se
atrevía a preguntar. Le decepcionaba el que nunca fuesen puestas en práctica
las recomendaciones de sus análisis. ¿Sería que la Computaplex daba unos
resultados diferentes, o que él había seleccionado un punto equivocado para la
inducción del Cambio de Realidad? Quizá le faltaba habilidad para encontrar el
Cambio Mínimo Necesario dentro de los límites señalados. (Le costó mucho tiempo
acostumbrarse a pronunciar aquella frase por sus iniciales, diciendo
simplemente C.M.N.)
Un día Twissell vino a verle junto con un joven de aspecto
tímido, que a duras penas se atrevía a levantar los ojos para mirar a Harlan.
—Ejecutor Harlan —dijo Twissell—, éste es el Aprendiz B. S.
Cooper.
Automáticamente Harlan dijo:
—Encantado.
Examinó el aspecto de aquel hombre y lo que vio le dejó
indiferente. El joven era más bien de corta estatura, con negros cabellos
peinados con raya en el medio. Tenía la barbilla estrecha y sus ojos eran de
color castaño indefinible, mientras que sus orejas eran algo grandes y sus uñas
mostraban señales de ser mordidas con frecuencia.
—Éste es el muchacho a quien debe enseñar Historia Primitiva
—dijo Twissell.
—¡Por Cronos! —dijo Harlan, animándose de pronto—. ¡Caramba!
Encantado de conocerle. Casi había olvidado el asunto.
—Prepare un horario de estudios que le sea satisfactorio, Harlan
—dijo Twissell—. Si puede dedicarle dos tardes a la semana, creo que será lo
más conveniente. Use sus propios métodos de enseñanza. Dejo esta cuestión a su
dirección. Si necesita libros microfilmados o documentos antiguos impresos
sobre papel, dígamelo, y si existen en la Eternidad o en cualquier parte del
Tiempo adonde podamos llegar, se los buscaremos. ¿Conforme, muchachos?
Como hacía siempre, un cigarrillo apareció en su mano como si lo
extrajera del vacío y el aire se llenó de humo. Harlan tosió y, por los gestos
que hacía el Aprendiz, era evidente que habría hecho lo mismo si se hubiera
atrevido.
Cuando Twissell hubo salido, Harlan dijo:
—Bien, siéntate... —dudó un momento y luego concluyó con
decisión—, muchacho. Siéntese, muchacho. Mi despacho no es gran cosa, pero
considérese en su casa siempre que estemos juntos.
Harlan estaba lleno de entusiasmo. Se movía en su elemento. La
Historia Primitiva era algo a lo que podía dedicar todas sus energías.
El Alumno levantó los ojos por primera vez, y dijo con voz
confusa:
—Usted es un Ejecutor.
Gran parte del entusiasmo y alegría de Harlan se desvanecieron.
—¿Y qué hay con eso?
—Nada —dijo el Aprendiz—. Sólo que...
—Ha oído al Programador Twissell dirigirse a mí como Ejecutor,
¿no es así?
—Sí, señor.
—¿Cree que fue un error? ¿Algo tan malo que no puede ser cierto?
—No, señor.
—¿Se le ha comido la lengua el gato? —preguntó Harlan
brutalmente, y al hacerlo, sintió vergüenza de tratar al muchacho de aquella
forma.
Cooper se ruborizó.
—Aún no domino muy bien el Pantemporal Normalizado.
—¿Por qué no? ¿Cuánto tiempo hace que es Aprendiz?
—Algo menos de un año, señor.
—¿Qué edad tiene?
—Veinticuatro fisio-años, señor. Harlan \e miró
fijamente.
—¡No me diga que ha ingresado en la Eternidad a los veintitrés!
—Sí, señor.
Harlan se sentó en una silla y se frotó las manos, pensativo.
Aquello no era posible. De quince a dieciséis era la edad de ingreso en la
Eternidad. ¿Qué podía significar aquello? ¿Una nueva prueba a la que le sometía
Twissell?
—Siéntese y empecemos a trabajar —dijo—. Dígame su nombre
completo y su Siglo natal. El Aprendiz tartamudeó:
—Brinsley Sheridan Cooper, del setenta y ocho, señor.
Harlan casi experimentó cierta simpatía por el muchacho. Sólo
diecisiete Siglos de distancia del suyo propio. Eran casi unos vecinos en el
Tiempo.
—¿Le interesa la Historia Primitiva? —preguntó Harlan.
—El Programador Twissell me ha pedido que la aprenda. No conozco
gran cosa sobre este tema.
—¿Qué otras cosas está estudiando?
—Matemáticas: Ingeniería Temporal. Hasta ahora sólo he aprendido
los fundamentos básicos. En el Siglo 78, yo era mecánico de Rapidvac.
Harlan no consideró necesario preguntarle qué era Rapidvac.
Podía tratarse de una aspiradora eléctrica, una máquina calculadora o cierta
marca de pintura por aire comprimido. A Harlan no le importaba en absoluto.
—¿Sabe algo de Historia? —preguntó—. ¿Cualquier clase de
Historia?
—He estudiado Historia Europea.
—Supongo que se trata de su grupo político.
—Nací en Europa, en efecto. Desde luego nos enseñaron
principalmente Historia Moderna. Quiero decir la posterior a las revoluciones
del Siete mil quinientos cincuenta y cuatro.
—Bien. Lo primero que debe hacer es olvidar lo que le han
enseñado. No significa nada. La Historia que enseñan a los Temporales se
modifica con cada Cambio de Realidad. Desde luego ellos no se dan cuenta.
Dentro de cada Realidad, su Historia es la única verdadera. En esto estriba la
diferencia con la Historia Primitiva y su belleza. No importa lo que nosotros
hagamos, la Historia Primitiva existe precisamente en la forma que siempre ha
existido. Colón y Washington, Mussolini y Hereford existen siempre.
Cooper sonrió débilmente. Se pasó el dedo meñique a través del
labio superior y por primera vez Harlan se dio cuenta de que tenía allí algunos
pelos, como si el Aprendiz empezara a dejarse el bigote.
Cooper dijo:
—En realidad, no acabo de acostumbrarme, a pesar del tiempo que
llevo aquí.
—¿Acostumbrarse a qué?
—A encontrarme a quinientos Siglos de distancia del mío.
—Yo también soy de muy cerca. Del Noventa y cinco.
—Eso es otra cosa que me cuesta comprender. Usted es más viejo que
yo, pero en otro sentido yo soy diecisiete Siglos más viejo que usted. Podría
ser el tatarabuelo de su más remoto antepasado.
—¿Qué importa eso? Supongamos que lo sea.
—Bien, pues cuesta acostumbrarse.
Había un tono de obstinación en la voz del Aprendiz.
—Todos tenemos que pasar por ello —dijo Harlan severamente y
empezó a hablar de los Primitivos. Al cabo de tres horas, estaba enfrascado
explicando las razones de que existieran Siglos anteriores al Primero de la
Eternidad.
(Cooper había preguntado en tono lastimero:
—¿Cómo es posible que el Siglo Uno no sea el Primero?)
Por último Harlan le entregó al Discípulo un libro, no muy
bueno, pero que serviría para un principiante.
—Ya le daré libros más avanzados a medida que vayamos
progresando en nuestros estudios —le dijo.
Al cabo de una semana, el bigote de Cooper era ya tan visible
que le hacía parecer diez años más viejo y además acentuaba la estrechez de su
barbilla. Bien mirado, decidió Harlan, aquel bigote no favorecía nada al
Aprendiz.
—Ya he terminado el libro —le dijo Cooper.
—¿Qué le ha parecido?
—En cierto modo... —hizo una larga pausa y luego continuó la
frase—. Algunas partes de los últimos Siglos Primitivos eran muy parecidas al
Setenta y ocho. Me han hecho recordar mi hogar. Por dos veces he soñado con mi
esposa.
—¿Su esposa? —estalló Harlan.
—Estaba casado antes de venir aquí.
—¡Por el Gran Cronos! ¿Han traído también a su esposa?
Harlan recobró la serenidad. Desde luego, si el Aprendiz tenía
veintitrés años cuando ingresó en la Eternidad, era muy posible que estuviese
casado. Una cosa sin precedentes conducía inevitablemente a otra.
¿Qué estaba pasando? Si se empezaban a modificar las reglas,
pronto se llegaría al punto en que todo se convertiría en un caos. La Eternidad
era una organización demasiado delicadamente equilibrada para poder soportar
muchas modificaciones.
Quizá fue su irritación en favor de la Eternidad lo que puso una
nota de dureza en su voz cuando preguntó:
—¿Supongo que no piensa en regresar al 78.° para ver como sigue
su esposa?
El Aprendiz levantó la cabeza y sus ojos eran firmes y serenos.
—No.
Harlan cambió de postura, confuso.
—Bien. Ahora no tiene familia. Ahora es un Eterno y no debe
pensar en nadie de los que conoció en el Tiempo normal.
Los labios de Cooper se apretaron y sus rápidas palabras fueron
cortantes.
—Está hablando como un Ejecutor.
Harlan apretó los puños sobre la mesa. Dijo con voz ronca:
—¿Qué quiere decir? ¿Que soy un Ejecutor y que tengo la culpa de
los Cambios? ¿Que estoy aquí para defenderlos y exigir que los acepte? Mire,
muchacho, aún no lleva aquí un año; no puede hablar correctamente el
Pan—temporal; está lleno de nociones erróneas sobre el Tiempo y las Realidades,
pero ya cree que sabe cuanto hay que saber sobre los Ejecutores y cómo se les
puede hablar.
—Lo siento —dijo Cooper rápidamente—. No he querido ofenderle.
—No, no. ¿Quién puede ofender a un Ejecutor? Ya ha escuchado lo
que dicen los demás, ¿no es eso? Todos dicen: «Helado como el corazón de un
Ejecutor», ¿no es así? También dicen: «Un trillón de personalidades cambiadas
cada vez que un Ejecutor bosteza». O quizás algunas cosas peores. ¿Y cuál es la
respuesta, señor Cooper? ¿Es que se siente más importante al ponerse al lado de
ellos? ¿Ello le convierte en un personaje? ¿Tendrá así más categoría en la
Eternidad?
—Ya le he dicho que lo siento.
—Bien. Sólo quiero que sepa que me nombraron Ejecutor hace menos
de un mes, y que nunca he inducido un Cambio de Realidad personalmente. Y
ahora, volvamos al trabajo.
El jefe Programador Twissell llamó a Andrew Harlan
a su despacho al día siguiente.
—¿Le gustaría dirigir un C.M.N., muchacho? —dijo.
Parecía una coincidencia. Durante toda la mañana Harlan había
estado reprochándose su cobardía al negar toda relación personal con el trabajo
propio de un Ejecutor; su grito infantil de: «Yo no he sido, yo no tengo la
culpa de nada».
Era como admitir tácitamente que había algo reprobable en la
misión del Ejecutor, y querer disculparse sólo porque era demasiado nuevo en el
oficio para haber tenido tiempo de convertirse en un criminal.
Recibió con alegría la oportunidad de poder eliminar aquella
excusa. Era casi una penitencia que se imponía a sí mismo. Ahora podría decirle
a Cooper: «Mire, ahora ya lo hice, y millones de personas tendrán nuevas
personalidades; pero fue un acto necesario y estoy orgulloso de haber sido la
causa de ello».
De manera que Harlan contestó alegremente:
—A su disposición, señor.
—Bien, bien. Le agradará saber —Twissell aspiró y la punta del
cigarrillo brilló con un color rojizo— que todos los análisis han demostrado
ser de gran precisión.
—Gracias, señor.
Ahora los llamaba análisis, pensó Harlan, y no conjeturas.
—Usted tiene talento. Una mano maestra. Espero grandes cosas de
usted, muchacho. Podemos empezar con este Cambio en el Doscientos veintitrés.
Su indicación de que simplemente un embrague atascado en cierto vehículo, puede
facilitarnos la bifurcación necesaria, sin efectos secundarios perniciosos, es
perfectamente exacta. ¿Quiere usted encargarse de atascar ese mecanismo?
—Sí, señor.
Aquella fue la verdadera iniciación de Harlan en su carrera de
Ejecutor. Después de aquello se convirtió en algo más que un hombre con un
emblema rojo. Había manipulado en la Realidad. Había descompuesto aquel
mecanismo de un coche durante unos rápidos minutos sustraídos al Siglo 223, y
como resultado, un joven no llegó a tiempo para asistir a una conferencia sobre
la Ingeniería Solar, y un sencillo invento retrasó su aparición en diez años
críticos. Aunque parecía extraño, debido a todo ello desapareció de la Realidad
una guerra en el 224.°.
¿No era aquello un bien? ¿Qué importaba que se modificasen las
personalidades? Las nuevas personalidades eran tan humanas como las anteriores
y tan merecedoras de vivir. Si algunas personas resultaban con la vida acortada,
otras, en cambio, vivían mucho más y más felices. Una gran obra de literatura,
un monumento de la inteligencia y sensibilidad del Hombre, nunca se escribió en
la nueva Realidad, pero varias copias de la misma se conservaban en las
bibliotecas de la Eternidad, ¿no era cierto? En cambio, fueron creadas otras
nuevas obras.
A pesar de todo ello, aquella noche Harlan pasó muchas horas
atormentado por el insomnio, y cuando finalmente consiguió dormirse, ocurrió
algo que no había sucedido en muchos años.
Soñó con su madre.
A pesar de haber tenido unos principios tan sencillos en su
carrera, bastó un fisio-año para que a Harlan se le conociera en toda la
Eternidad como el «Ejecutor de Twissell» y, con un deje de maligna ironía, como
«El Niño Prodigio» y «El Infalible».
Sus relaciones con Cooper llegaron a ser casi agradables. A
pesar de ello, no se hicieron íntimos amigos. (Si Cooper hubiese tratado de
demostrar su amistad, Harlan no habría sabido corresponderle.) Sin embargo,
trabajaban en buena armonía y el interés de Cooper por la Historia Primitiva
creció a tal punto que llegó a rivalizar con el propio Harlan.
Un día Harlan le dijo al Aprendiz:
—Mire, Cooper, ¿le molestaría dejar la clase para mañana? Tengo
que desplazarme hasta el Tres mil para comprobar una Observación y la persona
que necesito ver está libre esta tarde.
Los ojos de Cooper se encendieron de deseo.
—¿No podría acompañarle?
—¿Le gustaría?
—Desde luego. Nunca he estado en una cabina cronomóvil excepto
la vez que me trajeron aquí desde el Siglo Setenta y ocho, y entonces no me
pude dar cuenta de nada.
Harlan estaba acostumbrado
a usar la cabina del Tubo C, que, de acuerdo con una
costumbre inmemorial, se reservaba a los Ejecutores en toda su inconmensurable
longitud a lo largo de los Siglos. Cooper no demostró ningún embarazo porque
los demás le viesen en compañía de un Ejecutor. Entró en la cabina sin vacilar
y se sentó en el asiento circular que corría a todo lo largo de la pared.
A pesar de ello, cuando Harlan estableció el Campo y lanzó la cabina
a gran velocidad hacia el hipertiempo, el rostro de Cooper mostró una expresión
casi cómica de sorpresa.
—No siento nada —dijo—. ¿Algo va mal?
—Todo marcha normalmente. No siente nada porque en realidad no
se mueve. Estamos lanzados a lo largo de la extensión temporal del Tubo. En
realidad —continuó Harlan en tono didáctico—, en este momento ni usted ni yo
tenemos materia, a pesar de las apariencias. Cien personas distintas podrían
estar usando este aparato al mismo tiempo, moviéndose (si podemos llamarlo
movimiento) a diversas velocidades en cada dirección del Tiempo y pasaríamos
unos a través de los otros, sin darnos cuenta de nuestra mutua presencia. Las
leyes del Universo normal no se aplican a los Tubos del Cronomóvil.
Cooper apretó fuertemente las mandíbulas y Harlan pensó,
intranquilo: «El muchacho está estudiando Ingeniería Temporal y probablemente
sabe de esto más que yo. ¿Por qué no me callo y dejo de hacer el estúpido?».
Se quedó silencioso y contempló sombríamente a Cooper. Desde
hacía meses, el bigote del joven había llegado a su plena expansión. Caía
ligeramente sobre las comisuras de la boca, enmarcando sus labios en lo que los
Eternos llamaban la línea de Mallansohn, porque la única fotografía reconocida
como auténtica del inventor del Campo Temporal (una fotografía oscura y
desenfocada) le mostraba con un bigote como aquél. Por tal motivo, aquel tipo
de bigote gozaba de cierta popularidad entre los Eternos, aunque sólo favorecía
a unos pocos entre ellos.
Los ojos de Cooper estaban fijos en los números del indicador
que señalaba el paso de los Siglos con respecto a ellos. Al fin dijo:
—¿Hasta qué distancia en el hipertiempo llegan los Tubos?
—¿Es que aún no le han enseñado eso?
—En realidad, apenas han mencionado ese tema en la escuela.
Harlan se encogió de hombros.
—La Eternidad no tiene fin. El Tubo es infinito.
—¿A qué distancia en el hipertiempo ha llegado usted?
—Este será el Siglo más lejano a que he llegado. El doctor
Twissell ha llegado hasta el Cincuenta mil.
—¡Gran Cronos! —suspiró Cooper.
—Ése no es el fin. Algunos Eternos han llegado más allá del
Siglo Ciento cincuenta mil.
—¿Qué aspecto tiene?
—Completamente distinto del actual. Hay muchas especies
vivientes, pero ninguna humana. El Hombre ha desaparecido.
—¿La especie se ha extinguido? ¿O ha sido destruida?
—No creo que nadie sepa con exactitud lo que sucedió.
—¿Y no podemos hacer algo para cambiar esa situación?
—Verá, a partir de los Setenta mil... —empezó Harlan y luego se
interrumpió bruscamente—. Déjelo. Cambiemos de conversación.
Si existía un tema sobre el que los Eternos se sentían casi
supersticiosos, era el de los Siglos Ocultos, el Tiempo que transcurría entre
los Siglos 70.000 y 150.000. Era un asunto que rara vez se mencionaba en las
conversaciones entre Eternos. Sólo gracias a la estrecha relación que unía a
Harlan con Twissell, aquél pudo averiguar algunos datos sobre aquella lejana
Era. En realidad, toda la información disponible podía resumirse en que los
Eternos no podían penetrar en el Tiempo normal durante todos aquellos Siglos.
Las puertas que separaban la Eternidad del Tiempo normal eran infranqueables.
¿Por qué? Nadie lo sabía.
Harlan suponía, por algunos comentarios oídos a Twissell, que se
había intentado hacer un Cambio de Realidad en los Siglos inmediatamente
anteriores al 70.000.°, pero sin Observación adecuada más allá del 70.000.° no
se podía hacer nada.
Recordaba que una vez Twissell había dicho riendo: «Algún día
entraremos allí. Mientras tanto, los 70.000 Siglos que tenemos son más que
suficientes para darnos trabajo».
Sin embargo, su voz no había sonado muy convincente.
—¿Qué le pasa a la Eternidad después del Ciento cincuenta mil?
—preguntó Cooper.
Harlan suspiró. Por lo visto, no había manera de cambiar de
tema.
—Nada. Las Secciones continúan, pero no hay Eternos en ninguna
de ellas después del Setenta mil. Las Secciones continúan durante millones de
Siglos hasta que el Sol se convierte en nova y aún siguen, más y más. La
Eternidad no tiene fin. Por eso la llamamos Eternidad.
—Entonces ¿el Sol llega a convertirse en nova?
—Ciertamente. La Eternidad no podría existir sino fuese por este
hecho. La nova Sol es nuestra fuente de energía. Dígame, ¿sabe qué potencia se
necesita para activar un Campo Temporal? El primer Campo de Mallansohn sólo
tenía dos segundos desde el extremo hipotiempo hasta el extremo hipertiempo, y
consumió toda la energía de una central nuclear durante un día entero. Se
necesitaron casi cien años antes de poder enviar un Campo Temporal del grueso
de un cabello lo bastante lejos, para poder utilizar la energía radiante de la
nova y a fin de construir un Campo que pudiera acomodar a un hombre.
Cooper suspiró.
—Quisiera haber llegado a un punto en mis estudios en que
dejaran de hacerme aprender ecuaciones y mecánica de Campo y empezaran a
enseñarme algo interesante. Si yo hubiese vivido en el Tiempo de Mallansohn...
—No habría podido aprender nada. Él vivió en el Siglo
Veinticuatro, pero la Eternidad no empezó hasta finales del Veintisiete. Ya
comprenderá que inventar el Campo no es lo mismo que construir la Eternidad, y
los hombres del Veinticuatro no tenían la menor idea de la tremenda importancia
del invento de Mallansohn.
—¿Quiere decir que estaba muy por delante de su generación?
—Exactamente. No solamente inventó el Campo Temporal, sino que
describió los fundamentos básicos que hicieron posible la Eternidad, y predijo
casi todos los aspectos de su funcionamiento excepto los Cambios de Realidad.
En realidad, estuvo muy cerca de la verdad... pero creo que nos hemos detenido,
Cooper. Vámonos.
Salieron de la cabina.
Harlan nunca había visto al Jefe Programador Twissell tan
irritado como en aquella ocasión. La gente decía que era incapaz de albergar
ningún sentimiento, que era un instrumento sin alma de la Eternidad, hasta el
punto de haber olvidado la cifra exacta de su Siglo natal. Decían que a muy
temprana edad su corazón se había atrofiado y que en su lugar le habían
colocado una calculadora de bolsillo, parecida a la que llevaba siempre en el
bolsillo de sus pantalones.
Twissell nunca se había molestado en desmentir esos rumores. En
realidad mucha gente se figuraba que él mismo había llegado a creérselos.
Por esto Harlan, incluso mientras se doblegaba ante el iracundo
huracán de palabras, todavía se maravillaba del hecho de que Twissell fuese
capaz de dejarse llevar Por la ira. Se preguntó si más tarde Twissell se
sentiría mortificado, al darse cuenta que su corazón le había traicionado
revelándose únicamente como un pobre amasijo de músculos y venas, sujeto a los
vaivenes de la emoción.
Entre otras cosas, Twissell le dijo, con voz aguda de rabia:
—¡Por el Padre Cronos, muchacho! ¿Es que se cree ya miembro del
Gran Consejo Pantemporal? ¿Es usted quien da las órdenes por aquí? ¿Es usted
quien me dice lo que tengo que hacer, o soy yo quien le ordena el trabajo que
debe realizarse? ¿Es usted quien dispone todos los viajes de las cabinas en
esta Sección? ¿Es que ahora tendremos que acudir a usted para pedirle permiso?
Se interrumpía a menudo con bruscas interjecciones como:
—Contésteme, vamos, contésteme —y luego continuaba lanzando más
preguntas desde el hirviente fondo de su ira.
Al final dijo:
—Si alguna otra vez vuelve a salirse de sus atribuciones, le
mandaré al Servicio de Mantenimiento como simple operario para siempre. ¿Me ha
entendido? .
Harlan, pálido de confusión y vergüenza, contestó:
—Nunca se me dijo que el Discípulo Cooper no debía ser llevado
en cabina.
Aquella explicación no sirvió para calmar la irritación de
Twissell.
—¿Qué excusa es una doble negativa, muchacho? Nunca se le ha
dicho que no lo emborrache. Nunca se le ha dicho que no le afeite la cabeza a
rape. Nunca se le ha dicho que no le quite la piel a tiras con una navaja de
afeitar. ¡Por el gran Padre Cronos, muchacho! ¿Qué se le dijo que hiciera con
él?
—Tengo instrucciones de enseñarle Historia Primitiva.
—Entonces, haga eso, ni más ni menos.
Twissell dejó caer su cigarrillo al suelo y lo aplastó
salvajemente con el tacón, como si se tratase de un enemigo mortal.
—Quisiera indicarle, Programador —dijo Harlan—, que muchos Siglos
de la presente Realidad se parecen a ciertas eras específicas de la Historia
Primitiva en varios aspectos. Tenía la intención de llevarlo a esos Tiempos,
previa una programación espacio—temporal cuidadosa, a modo de
viaje de estudios.
—¿Qué? Dígame, cabezota, ¿es que no piensa pedir permiso para
nada? No y no. Limítese a enseñarle Historia Primitiva. Nada de viajes de
estudios. No haga ningún experimento en el Laboratorio. Cualquier día se le
podría ocurrir hacer un Cambio de Realidad, para que aprendiera el
procedimiento.
Harlan había pasado dos años como Ejecutor cuando regresó al
Siglo 482, por primera vez desde que lo había abandonado para ir a trabajar con
Twissell. Casi no lo reconoció.
El Siglo no había cambiado, pero él sí.
Dos años como Ejecutor habían significado mucho para él. En
cierto modo habían aumentado su aplomo. Ya no tenía que aprender nuevos
idiomas, nuevas formas de vestido y nuevas maneras de vivir con cada proyecto
de Observación al que fuese destinado. Por otro lado, Harlan se había encerrado
en sí mismo. Casi había llegado a olvidar la camaradería que unía al resto de
los Especialistas en toda la Eternidad.
Pero, principalmente, había saboreado el poder de ser un
Ejecutor. Había tenido el Destino de millones de personas en sus manos, y si
por ello debía seguir un camino solitario, podía recorrerlo con orgullo.
De modo que pudo mirar fríamente al técnico de Comunicaciones
que ocupaba la mesa de recepción en el 482.° y anunciarse a sí mismo con acento
preciso.
—Andrew Harlan, Ejecutor, presentándose al Programador Finge con
destino eventual en el Siglo Cuatrocientos ochenta y dos.
No hizo el menor caso de la rápida mirada que le lanzó el hombre
de mediana edad a quien se dirigía.
Era lo que muchos llamaban el «vistazo al Ejecutor», una rápida
e involuntaria mirada disimulada al emblema rojo que los Ejecutores ostentaban
en el hombro, seguida de unos mal disimulados esfuerzos para no volver a
mirarlo.
Harlan se fijó en el emblema del otro. No era ni el amarillo del
Programador, ni el verde del Analista, ni el azul del Sociólogo, ni el blanco
del Observador. Simplemente una barra azul sobre fondo blanco. Aquel hombre
pertenecía a Comunicaciones, una rama del Servicio de Mantenimiento y no
llegaba ni con mucho a la categoría de Especialista.
Pero también se permitía «el vistazo al Ejecutor».
Harlan dijo con cierta acritud:
—¿Bien?
Comunicaciones contestó rápidamente:
—Estoy llamando al Programador Finge, señor.
Harlan recordaba al 482.° como sólido y vigoroso, pero ahora le
parecía algo triste y escuálido.
Se había acostumbrado al cristal y a la porcelana del 575.°, a
su obsesión por la higiene. Se había acostumbrado a un mundo de blancura y
claridad, sólo interrumpido por ligeros toques de color pastel.
Las pesadas paredes estucadas del 482.°, con sus fuertes colores
vivos y sus superficies de metal pintado, le parecieron casi repulsivas.
Hasta Finge le pareció distinto, como empequeñecido. Dos años
antes, cada gesto de Finge había parecido siniestro y poderoso al Observador
Harlan.
Ahora, desde la solitaria altura de su cargo de Ejecutor, Finge
le parecía un hombre patético y confuso. Harlan le contempló mientras hojeaba
una pila de láminas preparándose para atender al recién llegado, con el aire
del que ya ha hecho esperar lo suficiente a la visita.
Finge pertenecía a un Siglo, el 600°, basado en la energía pura.
Twissell se lo había contado y aquello explicaba muchas cosas. Los arrebatos de
malhumor de Finge podían ser el resultado de la inseguridad natural en un
hombre acostumbrado a la solidez de los Campos de energía, que se sentía
desgraciado al tener que vivir entre estructuras de débil materia. Harlan
recordaba bien el felino paso de Finge, pues a menudo había levantado la vista
de su trabajo para encontrarse a Finge de pie a su lado, observándole, sin que
Harlan hubiera advertido su llegada. Ahora comprendía que ello no era un
carácter traicionero, sino más bien el temeroso caminar del que teme
constantemente que el suelo pueda hundirse bajo su peso.
Harlan pensó, condescendiente: «Finge está mal adaptado a esta
Sección. Posiblemente lo único que puede ayudarle es que lo trasladen».
—Saludos, Ejecutor Harlan —dijo Finge.
—Saludos, Programador —contestó Harlan.
—Por lo visto, en los dos años desde que... —empezó Finge.
—Dos fisio-años —corrigió Harlan. Finge lo miró sorprendido.
—Desde luego, dos fisio-años.
En la Eternidad no existía el Tiempo tal como se le consideraba
normalmente en el universo exterior, pero los organismos de los 'hombres
envejecían y ésta era la inevitable medida del Tiempo, aun en ausencia de
fenómenos físicos significativos. Fisiológicamente el Tiempo pasaba, y en un
fisio-año en la Eternidad un hombre se hacía tan viejo como hubiera ocurrido
durante un año ordinario en el Tiempo normal.
Sin embargo, sólo los más pedantes entre los Eternos cuidaban de
subrayar aquella distinción, y aun eso raramente. Era mucho más conveniente
decir: «Hasta mañana» o «No pude localizarte ayer» o «Nos veremos la semana que
viene», como si el mañana o el ayer existieran en algo más que en el sentido
puramente fisiológico. Y se tuvieron en cuenta los instintos de la Humanidad,
dividiendo las actividades de la Eternidad en un día arbitrario de veinticuatro
fisio-horas, fingiendo creer en la presencia del día y de la noche, del hoy y
del mañana. Finge continuó:
—Por lo visto, en los dos fisio-años desde que usted se marchó,
se ha ido formando una crisis en el Cuatrocientos ochenta y dos. Una crisis
bastante extraña, delicada, casi sin precedentes. Necesitamos ahora de una
Observación más exacta que nunca.
—¿Y usted me necesita como Observador?
—Sí. No es rentable pedir a un Ejecutor que realice tareas de
Observador, pero las anteriores Observaciones de usted fueron perfectas en
cuanto a claridad y penetración. Necesitamos sus cualidades de nuevo. Ahora voy
a darle unos cuantos detalles...
De aquellos detalles Harlan no iba a enterarse inmediatamente.
Finge habló, pero la puerta se abrió en el mismo instante y Harlan no oyó lo
que le decía.
Se quedó contemplando a la persona que acababa de entrar.
No era que Harlan no hubiese visto a una muchacha en la
Eternidad otras veces.
¡Pero una muchacha como aquélla! ¡Y en la Eternidad!
Harlan había visto a muchas mujeres en sus viajes por el Tiempo,
pero allí sólo eran objetos para él, como las paredes y las calles, los
animales y los insectos. Estaban hechos simplemente para ser observados.
En la Eternidad una muchacha era algo distinto. Sobre todo si
era como aquélla.
Iba vestida según la moda de las clases elevadas del 482.a,
es decir, con una blusa de un material parecido a la seda y unos pantalones del
mismo material que le llegaban a la rodilla. Éstos, sin ser transparentes,
sugerían unas formas muy femeninas.
Su cabello era negro azabache, en melena hasta los hombros,
mientras que sus labios rojos estaban cuidadosamente perfilados. Los párpados y
el lóbulo de las orejas eran de un color rosa pálido mientras el resto de su
juvenil (casi infantil) rostro era sorprendentemente blanco.
La muchacha se apoyó en el escritorio que estaba en un rincón
del despacho de Finge, y sólo levantó sus largas pestañas una vez para lanzar
una rápida mirada al rostro de Harlan.
Cuando Harlan reparó de nuevo en la voz de Finge, éste estaba
diciendo:
—Recibirá toda esta información en el resumen oficial. Mientras
tanto puede disponer de su antiguo despacho y de las mismas habitaciones.
Harlan se halló fuera de la oficina de Finge sin recordar
exactamente cómo había salido de allí. Probablemente se había marchado sin
despedirse.
Entre las emociones que lo dominaban, la más saliente era la
ira. ¡Por Cronos! ¡No se podía permitir que Finge hiciera esas cosas! Sería de
pésimos efectos sobre la moral del personal. Era una burla...
Se detuvo, aflojó los puños y dejó de apretar las mandíbulas.
¡Ahora verían! Sus pasos resonaron fuertemente en sus propios oídos mientras se
dirigía con decisión al técnico de Comunicaciones que estaba en recepción.
Comunicaciones levantó la vista, sin mirarle de frente, y dijo
con precaución:
—¿Diga, señor?
—Hay una mujer en el despacho del Programador Finge —dijo
Harlan—. ¿Es nueva aquí?
Quiso que pareciese una pregunta indiferente. Se trataba de
aparentar que hacía una pregunta ociosa, casual. Pero le pareció que sonaba
como un toque de clarín.
Aquello despertó la atención del técnico. La mirada de sus ojos
expresó algo de lo que hace a todos los hombres compañeros, Ejecutores
inclusive. El técnico dijo:
—¿Se refiere a aquella morena? ¡Estupenda! ¿No le parece que
tiene un cuerpo como una estatua de energía pura?
Harlan tartamudeó ligeramente.
—Limítese a contestar a mi pregunta. El técnico le lanzó una
ojeada, y su simpatía se desvaneció.
—Es nueva aquí —dijo—. Es una Temporal.
—¿Cuál es su empleo?
El de Comunicaciones esbozó una lenta sonrisa que se convirtió
en una mueca.
—Se supone que es la secretaria del Jefe. Su nombre es Noys
Lambent.
—Perfecto.
Harlan dio media vuelta y se marchó.
El primer viaje de Observación de Harlan al 482.° tuvo lugar al
día siguiente, pero sólo duró treinta minutos. Se trataba de un viaje de
orientación, preparado para que pudiera hacerse una idea de la situación.
Reingresó una hora y media al otro día; el tercer día no fue al Tiempo normal.
Ocupó las horas estudiando sus informes anteriores, refrescando
la memoria en sus propias anotaciones, revisando el sistema idiomático de aquel
Siglo, familiarizándose de nuevo con las costumbres locales.
El 482.° había soportado un Cambio de Realidad, aunque de poca
importancia. Un partido político que fue predominante había desaparecido, pero
por lo demás la organización social no parecía haber cambiado.
Sin darse plena cuenta de ello se dedicó a buscar en sus viejos
informes la información disponible sobre la aristocracia. Sin duda había
realizado Observaciones.
Los datos estaban allí, pero eran impersonales, distantes. Sus
comentarios se referían a un grupo social, no a los individuos.
Desde luego sus programas de trabajo espaciotemporales nunca le
habían exigido o permitido observar a la aristocracia en su propio ambiente.
Las razones no estaban al alcance de un Observador. Se sentía irritado consigo
mismo por sentir curiosidad respecto a aquellos detalles.
Durante aquellos tres días tuvo ocasión de ver a la muchacha
Noys Lambent cuatro veces. Al principio sólo se había fijado en sus ropas y en
su aspecto general. Ahora se dio cuenta de que medía un metro setenta de
altura, un poco más baja que él. Sin embargo, era delgada y andaba de un modo
erguido y gracioso que la hacía parecer más alta. Tenía más edad de la que
aparentaba a primera vista, quizá frisaba en los treinta, y desde luego pasaba
de los veinticinco...
Era tranquila y reservada. Una vez, cuando se cruzaron en el
pasillo, le sonrió para luego bajar los ojos. Harlan se hizo a un lado para
evitar el rozarla, y luego continuó su camino, sintiéndose irritado consigo
mismo.
Al final del tercer día. Harlan empezaba a creer que su
condición de Eterno le exigía una resolución. No había duda de que a ella le
agradaba estar allí. No había duda de que Finge no infringía la letra de la
Ley. Sin embargo, la poca discreción de Finge en aquel asunto y su descuido
iban contra el espíritu de las ordenanzas, y ya era hora que se pusiera remedio
a aquella afrenta.
Harlan decidió que no había un hombre en toda la Eternidad que
le desagradase tanto como Finge. Las excusas que había tenido para él, hacía
sólo unos cuantos días, le parecieron ya carentes de valor.
En la mañana del cuarto día, Harlan solicitó y recibió permiso
para hablar con Finge en privado. Entró en el despacho con paso decidido y fue
directo al grano, no sin sorpresa para él mismo.
—Programador Finge, sugiero que la señorita Lambent sea devuelta
al Tiempo normal.
Finge apretó los labios, le indicó una silla con un gesto, juntó
las manos cerradas bajo la barbilla y enseñó parte de sus dientes.
—Por favor, siéntese, siéntese. ¿Le parece que la señorita
Lambent es incompetente? ¿Ineficiente?
—En cuanto a su eficiencia o ineficiencia, Programador, no tengo
nada que decir. Depende del trabajo que deba realizar, y yo no le he encargado
ninguno. Pero comprenderá usted que su presencia es perniciosa para
la moral de la Sección.
Finge le miró sin verle, como si su cerebro de Progra—mador
estuviera sopesando abstracciones incomprensibles para un Eterno corriente.
—¿En qué manera cree que daña nuestra moral, Ejecutor?
—No creo que sea necesario explicarlo más —dijo Harlan, cada vez
más irritado—. Sus ropas son exhibicionistas. Su...
—Espere, espere. Un momento, Harlan. Usted ha sido Observador en
este Siglo. Ya sabe que sus vestidos corresponden a la moda corriente en el
Cuatrocientos ochenta y dos.
—En su propio ambiente, en su medio cultural normal, no tendría
nada que decir, si bien me parece que sus trajes son extremados inclusive para
el Cuatrocientos ochenta y dos. Creo que me permitirá opinar sobre este punto.
Pero aquí, en la Eternidad, esa persona está ciertamente fuera de lugar.
Finge asintió con la cabeza. En realidad, parecía disfrutar con
aquella discusión. Harlan se puso rígido.
—Está aquí con una finalidad determinada —dijo Finge—. Realiza
una función importante, aunque eventual. Trate de soportarla mientras tanto.
Los labios de Harlan temblaron. Había presentado su protesta y
la habían dejado de lado. Diría lo que pensaba.
—Ya puedo imaginar cuál es la función esencial de esa mujer.
Pero el tenerla de un modo tan descarado no debería permitirse.
Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. La voz de Finge
le detuvo.
—Ejecutor, sus relaciones con Twissell pueden haberle dado una
idea exagerada de su propia importancia. Debe corregirla. Y mientras tanto,
dígame, Ejecutor, si ha tenido nunca —vaciló un segundo, buscando la palabra
adecuada— una novia.
Con deliberada e insultante precisión, y dando todavía la
espalda a Finge, Harlan recitó:
—A fin de evitar relaciones emocionales con el Tiempo normal, un
Eterno no debe casarse. A fin de evitar relaciones emocionales con su familia,
un Eterno no debe tener hijos.
El Coordinador dijo gravemente:
—No le hablo de casamiento ni de hijos. Harlan siguió recitando:
—Se podrán tener relaciones eventuales con los Temporales previa
la debida solicitud al Departamento Central del Gran Consejo Pantemporal, que
dispondrá el Análisis individualizado del Temporal en cuestión. Las relaciones
deberán atenerse a las limitaciones del programa específico espacio—temporal
que haya sido concedido.
—En efecto. ¿Nunca ha presentado una solicitud para relaciones
eventuales, Ejecutor?
—No, Programador.
—¿Ni piensa hacerlo?
—No, Programador.
—Quizá le convendría. Le daría mayor amplitud de miras. Es
posible que entonces se fijase menos en detalles como los vestidos de una
muchacha, ni tampoco en sus posibles relaciones con otros Eternos.
Harlan salió, mudo de rabia.
Le resultó casi imposible realizar su viaje diario por el 482.°,
aunque el período más largo de permanencia seguía siendo de algo menos de dos
horas.
Se sentía violento, y conocía la causa. ¡Finge! Finge y sus
groseros consejos respecto a las relaciones con Temporales.
Las relaciones existían. Todo el mundo lo sabía. La Eternidad
siempre había tenido en cuenta la necesidad de consentir los apetitos humanos
(para Harlan aquella frase tenía un significado repulsivo), pero las
restricciones impuestas a la selección de amantes hacían muy rígida y poco
generosa tal tolerancia. Los escasos afortunados que conseguían una situación
semejante debían portarse con la mayor discreción, por consideración a la
mayoría y por decencia.
Entre las clases inferiores de Eternos, especialmente entre los
de Mantenimiento, siempre corrían rumores de mujeres importadas en forma más o
menos permanente y por razones obvias. El rumor siempre señalaba a los
Programadores y a los Analistas como los más beneficiados.
Ellos y sólo ellos sabían decidir qué mujeres podían ser
trasladadas del Tiempo normal hacia la Eternidad sin peligro para la Realidad
actual.
Mucho menos sensacionales, eran las historias que contaban sobre
las empleadas Temporales que cada Sección contrataba como eventuales (siempre
que el análisis espacio—temporal lo permitiese) para desempeñar las aburridas
tareas de cocinar, limpiar y lavar.
Pero una Temporal, aquella Temporal, y empleada como secretaria,
sólo podía significar qué Finge se burlaba de los ideales que habían hecho de
la Eternidad una organización gloriosa.
Aparte de las exigencias físicas, a las cuales los prácticos
Jefes de la Eternidad se sometían con indiferencia, seguía siendo cierto que el
Eterno ideal era un hombre austero, que sólo vivía para la misión a la que era
destinado, para la mejora de la Realidad y para incrementar la suma de la
felicidad humana. A Harlan le gustaba pensar en la Eternidad, como si fuese uno
de aquellos antiguos monasterios de los Tiempos Primitivos.
Aquella noche soñó que había hablado con Twissell sobre aquel
asunto y que éste, el Eterno ideal, compartía su repulsión. Soñó que Finge era
degradado y trasladado. Se vio a sí mismo con el emblema de Programador.
Implantaba un nuevo régimen en el 482.° y relegaba a Finge a una posición
secundaria en Mantenimiento. Twissell estaba a su lado, sonriendo con
admiración, mientras él fijaba un nuevo programa de organización, claro, simple
y efectivo, y ordenaba a Noys Lambent que distribuyera copias entre los
asistentes.
Pero ella estaba desnuda, y Harlan despertó tembloroso y
avergonzado.
Un día encontró a la muchacha en un corredor y Harlan se hizo a
un lado para dejarla pasar, sin mirarla.
Ella se plantó ante él, obligándole a mirarla y a enfrentarse
con sus ojos. Estaba llena de vida y de colorido y Harlan aspiró el perfume que
emanaba su persona.
—¿Es usted el Ejecutor Harlan, no es así? —dijo ella.
Su primer impulso fue ignorarla, alejarse de allí. Pero al fin y
al cabo, se dijo a sí mismo, ella no tenía la culpa. Además, tendría que
rozarla para marcharse.
Harlan asintió brevemente.
—Sí.
—Me han dicho que es un experto en nuestro Tiempo.
—He estado allí.
—Me gustaría hablar de esto con usted, algún día.
—Estoy muy ocupado. No tengo tiempo.
—Pero, señor Harlan, quizá consiga encontrar un rato algún día.
Ella le sonrió.
Harlan dijo en voz baja, desesperado:
—¿Quiere pasar, o prefiere hacerse a un lado para que pueda pasar
yo? ¡Hágame el favor!
Ella se hizo a un lado, con un movimiento de caderas que
encendió de rubor las mejillas de Harlan; éste se sintió irritado contra ella
por haberle hecho perder la serenidad, irritado consigo mismo por la misma
causa y principalmente, por alguna oscura razón, irritado contra Finge.
Finge le llamó dos semanas más tarde. Sobre su mesa tenía una
lámina de intrincadas perforaciones cuya longitud reveló a Harlan que esta vez
no se refería a ninguna excursión de media hora en el Tiempo normal.
—¿Quiere sentarse, Harlan, y examinar este programa
espacio—temporal? —dijo Finge—. No, no lo haga directamente. Utilice la
lectora.
Harlan enarcó las cejas con un gesto de indiferencia e insertó
cuidadosamente la lámina en la abertura de la lectora que estaba sobre la mesa
de Finge. La lámina fue penetrando lentamente en el interior de la máquina y a
medida que lo hacía, los grupos tabulados de perforaciones iban siendo
traducidos a palabras que aparecían en el rectángulo de cristal del visor.
Antes de llegar a la mitad, Harlan alzó rápidamente la mano y
desconectó el mecanismo. Arrancó la lámina con tal fuerza, que se rasgó a pesar
de su fuerte contextura.
Finge dijo tranquilamente:
—Tengo otra copia.
Harlan sostenía los restos de la lámina entre el pulgar y el
índice como si temiera que fuesen a estallar.
—Programador Finge, aquí hay algún error. No es posible que se
me ordene utilizar la casa de esa mujer como base para una permanencia de casi
una semana en el Tiempo normal.
El Programador hizo una mueca.
—¿Y por qué no, si las especificaciones espacio—temporales lo
requieren? Pero si hay diferencias personales entre usted y la señorita
Lambent...
—No existen cuestiones personales —interrumpió Harlan.
—Es posible que sea otra clase de cuestiones. En vista de las
circunstancias, voy a explicarte ciertos aspectos del problema de esta
Observación. Desde luego, ello no debe sentar precedente.
Harlan no contestó. Estaba pensando a toda velocidad. De
ordinario, por orgullo profesional habría desdeñado toda explicación. Un
Observador, o un Ejecutor, hacía su trabajo sin formular preguntas. Y
normalmente un Programador ni siquiera soñaba en ofrecer explicaciones.
Sin embargo, aquí había algo fuera de lo corriente. Harlan se
había quejado de la presencia de la muchacha, a la que llamaban secretaria.
Quizá temiera Finge que la queja llegara más lejos. («Los culpables huyen sin
que nadie los persiga», pensó Harlan con amarga satisfacción, y trató de
recordar dónde había leído aquella frase.)
La estrategia de Finge era evidente, por lo tanto. Alojando a
Harlan en casa de la mujer podría oponer contraacusaciones, si la cuestión
llegaba demasiado lejos. Harlan no podría atestiguar contra él.
Desde luego, debía tener una buena explicación para enviar a
Harlan a semejante lugar. Ahora iba a presentarla. Harlan escuchó con mal
disimulado desprecio.
—Como sabe, todos los Siglos conocen la existencia de la
Eternidad —empezó Finge—. Saben que controlamos el comercio intertemporal.
Creen que ésta es nuestra función principal, lo cual es conveniente para
nosotros. También tienen una vaga idea de que estamos aquí para impedir que le
ocurra ninguna catástrofe a la Humanidad. Esto es más una superstición que otra
cosa, pero es más o menos exacta y también conveniente. Damos a todas las
generaciones una imagen paternal y cierta sensación de seguridad. ¿Lo
comprende, no es cierto?
Harlan pensó: «¿Me habrá tomado por un Aprendiz?».
Pero asintió brevemente.
Finge continuó:
—Hay algunas cosas, sin embargo, que no deben saber. La más importante,
por supuesto, es la forma en que alteramos la Realidad cuando es necesario. La
inseguridad que tal información crearía sería muy peligrosa. Es preciso
eliminar siempre de todas las Realidades cualquier factor susceptible de hacer
que se filtre tal información, y nunca hemos tenido dificultades en
conseguirlo. Sin embargo, siempre aparecen otras creencias indeseables sobre la
Eternidad, que nacen de tiempo en tiempo en uno u otro Siglo. Normalmente, las
creencias más peligrosas son las que tienden a prevalecer entre las clases
dominantes de cada época, que son las que tienen más contacto con nosotros y
que, al mismo tiempo, suelen arrastrar a lo que se llama la opinión pública.
Finge hizo una pausa, como si esperase que Harlan fuese a hacer
algún comentario o pregunta. Pero éste guardó silencio. Finge continuó:
—Desde el Cambio de Realidad Cuatrocientos treinta y
tres—Cuatrocientos ochenta y seis, número de serie F—Dos, que se realizó hace
un año... un fisio-año, quiero decir, tenemos pruebas de que se ha incorporado
a la Realidad actual una de esas creencias indeseables. He llegado a ciertas
conclusiones respecto a la naturaleza de esta creencia y las he presentado al
Gran Consejo Pan—temporal. El Consejo no se muestra muy dispuesto a aceptarla,
pues dependen de la realización de una alternativa del cálculo de programación,
cuya probabilidad es extremadamente baja. Antes de poner en práctica mis
recomendaciones, se me exige una confirmación por medio de una Observación
directa. La misión es de naturaleza muy delicada, y por esta razón he
solicitado su ayuda y el Jefe Programador Twissell ha permitido que usted
colabore con nosotros. También me he ocupado de localizar a un miembro de la
aristocracia actual que hallase interesante o emocionante el trabajar en la
Eternidad. La he destinado a esta oficina y la he mantenido bajo estrecha
vigilancia para determinar si era adecuada para nuestro propósito...
Harlan pensó: «¡Estrecha vigilancia! ¡Cómo no!».
De nuevo su irritación se dirigía más contra Finge que contra la
muchacha.
Finge seguía hablando.
—Por lo visto, ella es lo que necesitamos. Ahora vamos a
devolverla a su Tiempo. Usaremos su casa como base, desde donde usted podrá
estudiar la vida social de su círculo de amistades. ¿Comprende ahora la razón
de tener a esta muchacha aquí, y por qué quiero que usted se aloje en su casa?
Harlan dijo, con no disimulada ironía:
—Lo comprendo perfectamente, puedo asegurárselo.
—Entonces, debe aceptar esta misión. Harlan salió hecho una
fiera. No iba a tolerar que Finge le engañase. Nadie se burlaba de él
impunemente.
Sin duda fue el ardor de la batalla, la determinación de
derrotar a Finge, lo que le hizo experimentar aquella ansiedad, casi
impaciencia, ante la idea de su próximo viaje al 482.°
No existía otra razón para ello.
La residencia de Noys Lambent estaba algo aislada, aunque a
corta distancia de una de las principales ciudades del Siglo. Harlan conocía
muy bien aquella ciudad; la conocía mejor que cualquiera de sus habitantes. En
sus Observaciones de exploración dentro de aquella Realidad, había visitado
todos los distritos de la ciudad durante todas las décadas dentro de los
límites de la Sección.
Conocía la ciudad a la vez en el Espacio y en el tiempo. Podía
imaginarla como una unidad, concebirla como a un organismo vivo, en pleno
desarrollo, con sus catástrofes y sus reconstrucciones, sus alegrías y sus
penas. Ahora estaba en una semana determinada del Tiempo en aquella ciudad, que
era como un fotograma inmovilizado de su lenta vida de acero y hormigón.
Aún más importante, sus exploraciones preliminares, se habían
centrado de preferencia en los «periecos», los ciudadanos más importantes, que,
sin embargo, vivían lejos, en relativo aislamiento.
El 482.° era uno de tantos Siglos en que la riqueza estaba
desigualmente distribuida. Los Sociólogos tenían una fórmula para aquel
fenómeno (que Harlan había es5
La Temporal
La
residencia de Noys Lambent estaba algo aislada, aunque a corta distancia de una
de las principales ciudades del Siglo. Harlan conocía muy bien aquella ciudad;
la conocía mejor que cualquiera de sus habitantes. En sus Observaciones de
exploración dentro de aquella Realidad, había visitado todos los distritos de
la ciudad durante todas las décadas dentro de los límites de la Sección.
Conocía la
ciudad a la vez en el Espacio y en el tiempo. Podía imaginarla como una unidad,
concebirla como a un organismo vivo, en pleno desarrollo, con sus catástrofes y
sus reconstrucciones, sus alegrías y sus penas. Ahora estaba en una semana
determinada del Tiempo en aquella ciudad, que era como un fotograma
inmovilizado de su lenta vida de acero y hormigón.
Aún más
importante, sus exploraciones preliminares, se habían centrado de preferencia
en los «periecos», los ciudadanos más importantes, que, sin embargo, vivían
lejos, en relativo aislamiento.
El 482.° era
uno de tantos Siglos en que la riqueza estaba desigualmente distribuida. Los
Sociólogos tenían una fórmula para aquel fenómeno (que Harlan había estudiado
en los libros, pero que sólo comprendía vagamente). La fórmula se reducía a
tres ecuaciones, aplicables a cualquier Siglo dado. Para el 482 °, las tres
ecuaciones indicaban un desequilibrio casi intolerable. Los Sociólogos
meneaban tristemente la cabeza sobre ello y Harlan había oído cómo uno de ellos
dijo que cualquier empeoramiento de la situación debido a nuevos Cambios de
Realidad, requería la «más estrecha observación».
Sin embargo, una cosa justificaba aquella desfavorable
distribución de la riqueza. Llevaba consigo la existencia de una clase social
desocupada y brillante, y el desarrollo de un estilo de vida atractivo,
protector de la cultura y las artes. Mientras el otro extremo de la escala no
estuviese demasiado desfavorecido, mientras las clases desocupadas no
olvidasen completamente las responsabilidades inherentes a sus privilegios,
mientras su cultura no llevase a extremos perniciosos, la Eternidad prefería
tolerar una distribución injusta de la riqueza para dedicarse a corregir otros
males menos llamativos.
Contra su voluntad, Harlan empezaba a comprender ese punto de
vista. Normalmente sus estancias nocturnas en el Tiempo normal le llevaban a
hoteles en los distritos más pobres, donde uno pudiera pasar desapercibido,
donde nadie hacía caso de los forasteros, donde una presencia más o menos no
significaba nada y, por lo tanto, apenas estremecía la trama de la Realidad.
Cuando aun eso era peligroso, cuando existía la posibilidad de que la intrusión
sobrepasase el punto crítico e hiciese derrumbarse una parte importante del castillo
de naipes de la Realidad, lo corriente era dormir debajo de un seto en el
campo.
Y normalmente, primero era preciso explorar más de un seto, para
comprobar cuál de ellos no sería visitado durante la noche por granjeros,
vagabundos o inclusive perros callejeros.
Pero esta vez, Harlan contemplaba las cosas desde el otro
extremo de la escala social. Dormía en una cama, sobre colchón de materia
energizada, una rara mezcla de materia y energía que sólo estaba al alcance de
las clases más ricas de la sociedad. En todos los Tiempos, dicho material era
menos corriente que la materia pura, pero más que la energía pura. En todo caso
se amoldaba perfectamente al cuerpo de Harlan, firme cuando permanecía quieto
y blando cuando rebullía en su sueño.
Harlan hubo de admitir que tales comodidades resultaban
atractivas, y comprendió la sabiduría de la Eternidad al disponer que todas
las Secciones se adaptaran al término medio de su Siglo, en vez de disfrutar de
las máximas comodidades. De este modo, uno podía mantenerse en contacto con
todos los problemas del Siglo, sin identificarse demasiado estrechamente con
ninguno de sus extremos sociales.
Resultaba fácil, pensó Harlan aquella primera noche, vivir como
un aristócrata.
Y antes de quedarse dormido, pensó en Noys.
Soñó que se encontraba en el Gran Consejo Pantemporal, con las
manos entrelazadas en gesto severo. Veía a un diminuto, muy diminuto Finge, que
escuchaba con horror la sentencia que lo desterraba de la Eternidad, condenado
a perpetua Observación en un Siglo arcano del más alejado hipertiempo. Las
fatales palabras de la sentencia surgían lentamente de la boca de Harlan, y sena
su lado estaba Noys Lambent.
Al principio Harlan no se había dado cuenta de ello, pero luego
miró de repente hacia ella, y sus palabras se hicieron entrecortadas.
¿Es que los demás no podían verla? Los otros miembros del Gran
Consejo miraban fijamente hacia delante, excepto Twissell. Éste se inclinó y le
sonrió a Harlan, mirando a través de la muchacha, como si ésta no se encontrase
allí.
Harlan quiso ordenarle que se marchase, pero las palabras no
brotaban de sus labios. Trató de golpear a la muchacha, pero su brazo se movió
despacio, muy despacio y ella no se movió. Seguía inmóvil a su lado. Tenía la
piel helada.
Finge ahora
se reía, reía, reía...
De súbito se
dio cuenta de que estaba despierto y que era Noys la que reía.
Harlan abrió
los ojos a la brillante luz del sol y contempló a la muchacha por un momento,
antes de darse cuenta de dónde estaban y quién era ella.
—Estaba
quejándose y golpeando la almohada —dijo ella—. ¿Acaso tenía una pesadilla?
Harlan no contestó.
—Su baño
está preparado. También sus nuevas ropas. He enviado las invitaciones para la
fiesta de esta noche. Me parece extraño volver a mi vida pasada, después de haber
permanecido tanto tiempo en la Eternidad.
A Harlan le
molestó aquella voluble charla.
—Supongo que
no les habrá dicho quién soy —dijo.
—Por
supuesto que no.
¡Por
supuesto! Finge habría cuidado de aquel pequeño detalle hipnotizándola
ligeramente, si fuera necesario.
Aunque era
posible que no lo considerase necesario. Al fin y al cabo, la había tenido bajo
«su estrecha vigilancia».
Aquella idea
le molestó.
—Preferiría
que me dejaran a solas siempre que fuese posible —dijo.
Ella lo miró
un momento, indecisa, y luego se alejó sin pronunciar palabra.
Malhumorado,
Harlan consumó el rito matinal de lavarse y vestirse. No le entusiasmaba la
idea de una reunión nocturna. Procuraría no hablar ni moverse; era preciso
convertirse en un accesorio de las paredes. Su verdadera función era la de ser
todo ojos y oídos. Para ligar estos sentidos con el informe final estaba su
mente, que no debía proponerse otro objetivo.
Como
Observador, normalmente no le molestaba desconocer cuál era el propósito final
de sus investigaciones. Cuando era Discípulo le habían enseñado que un
Observador no debía tener ideas preconcebidas sobre la información pedida o las
conclusiones que se esperaban de él. Se les decía que cualquier información
previa sólo serviría para deformar sus impresiones, por mucho que tratase de
ser imparcial.
Pero bajo
las circunstancias en que se encontraba ahora, aquella ignorancia era
irritante. Harlan sospechaba que en realidad no pasaba nada anormal, sino que
le habían convertido en peón del juego de Finge. Y además Noys...
Contempló
con ira su propia imagen tridimensional, proyectada por el Reflector. Los
ajustados vestidos del 482.°, de brillantes colores y desprovistos de costuras,
le daban un aspecto ridículo, pensó.
Noys Lambent
llegó a su lado cuando terminaba el solitario desayuno que le fue servido por
un Mekkano.
—Estamos en
junio, Ejecutor Harlan —dijo Noys sin aliento.
—No mencione
mi título aquí —dijo Harlan con severidad—. ¿Qué pasa si estamos en junio?
—Pero, ¿no
lo comprende? Fue en febrero cuando ingresé en la Eternidad, y de eso no hace
sino un mes —dijo ella en tono de sorpresa.
Harlan
arrugó la frente.
—¿En qué año
estamos?
—¡Ah! El año
es el mismo.
—¿Está
segura?
—Completamente.
¿Acaso ha ocurrido algún error?
Noys tenía
la costumbre desconcertante de ponerse muy cerca de él para hablarle, y su
ligero ceceo (una costumbre de aquel Siglo, no exclusiva de ella) hacía que su
voz pareciera la de una niña. Pero a él no le engañaba. Se apartó con rápido
gesto.
—No hay
ningún error. Nos han situado en este Tiempo porque es el más adecuado. En la
Realidad, usted ha estado aquí durante todo ese tiempo.
—¿Cómo es
posible? —pareció asustarse—. No recuerdo nada de eso. ¿Cómo pueden existir dos
personas idénticas al mismo tiempo?
Harlan se
sintió más irritado de lo que justificaba la pregunta. No era fácil
explicar los microcambios causados por cada una de las interferencias con el
Tiempo, los cuales podían alterar la vida de algunas personas sin efectos
apreciables en el conjunto del Siglo. Hasta los Eternos olvidaban a veces la
diferencia que existía entre los microcambios (con «c» minúscula) y los Cambios
(con «C» mayúscula) que alteraban completamente la Realidad.
—La
Eternidad sabe lo que hace —dijo Harlan—. No pregunte demasiado.
Lo dijo con
orgullo, como si él fuese un Jefe Programador y hubiera decidido personalmente
que aquel mes de junio era el momento adecuado, y que el microcambio producido
por el lapso de aquellos tres meses no podía convertirse en un Cambio de
Realidad.
—Entonces,
he perdido tres meses de mi vida —dijo ella.
Harlan
suspiró.
—Sus
desplazamientos a través del Tiempo no tienen nada que ver con su edad
fisiológica.
—Bien, ¿es
verdad o no?
—Verdad o
no, ¿el qué?
—Que se han
perdido tres meses.
—¡Por
Cronos!, señorita, ya se lo he explicado. No ha perdido ninguna parte de su
vida. Nunca podrá perderla.
Ella dio un
paso atrás ante sus gritos, y de repente, se echó a reír.
—Tiene un
acento muy gracioso, especialmente cuando está enfadado.
Harlan
frunció el ceño ¿Qué significaba aquello? Su conocimiento del idioma del Siglo
482 era tan bueno como el de cualquiera en la Sección. Probablemente mejor.
¡Qué
muchacha más estúpida! Menos mal que ya se había marchado.
Se volvió de
nuevo hacia el Reflector, contemplando su propia imagen. Observó que tenía una
profunda arruga vertical entre los ojos.
Pasó la mano
para alisarla y pensó: «Mi rostro no es nada atractivo. Los ojos demasiado
pequeños, las orejas salientes y la barbilla es demasiado grande».
Nunca le
había preocupado aquello, pero ahora se le ocurrió, de repente, que resultaría
muy agradable tener un rostro hermoso.
A última
hora de la noche, después de la fiesta, Harlan empezó a preparar sus notas
sobre las conversaciones que había oído, mientras todo ello aún estaba fresco
en su mente.
Como de
costumbre en casos semejantes, usaba una grabadora molecular fabricada en el
Siglo 55. Era un cilindro delgado, de unos diez centímetros de largo por dos de
diámetro, y de color castaño oscuro. Cabía fácilmente en cualquier bolsillo o
en el forro del vestido, según el estilo del traje, o bien podía usarse
suspendido del cinturón, de un botón o de la muñeca.
De cualquier
modo que se llevase, la grabadora tenía una capacidad de unos veinte millones
de palabras en cada uno de sus tres niveles de energía molecular. Con un
extremo del cilindro conectado a un diminuto auricular y el otro extremo al
micrófono de laringe, Harlan podía hablar y escuchar simultáneamente.
Todos los
sonidos de la fiesta se repetían ahora en su oído. Mientras escuchaba, Harlan
pronunciaba frases que se iban grabando en el segundo nivel, en correspondencia
con el nivel primario donde se habían registrado las conversaciones de la
reunión de aquella noche, pero por separado. Harlan describió sus propias
impresiones, hizo resaltar detalles, anotó ciertas correlaciones. Más adelante,
cuando hiciera uso de la grabadora para escribir su informe, no sólo dispondría
de una reproducción fiel del sonido, sino también de una reconstrucción
comentada de lo sucedido.
Noys Lambent
entró en su habitación sin llamar.
Molesto,
Harlan se quitó el auricular y el micrófono, los unió a la grabadora molecular,
guardó el aparato en su estuche y lo cerró con un chasquido seco.
—¿Por qué
está enfadado conmigo? —preguntó Noys.
Llevaba los
brazos y los hombros desnudos, y
las piernas enfundadas en medias de foamite fluorescente.
—No estoy
enfadado —dijo Harlan—. No tengo nada contra usted.
En aquel
momento creyó que decía la pura verdad.
—¿Trabajando
a estas horas? —preguntó ella—. Debe estar cansado.
—No puedo
trabajar, puesto que usted está aquí —dijo él, malhumorado.
—Está
enfadado conmigo. No me ha dirigido la palabra durante toda la noche.
—He
procurado no hablar con nadie. No estaba allí para pronunciar discursos —dijo
Harlan, y esperó que ella se marchase.
Pero ella
continuó:
—Le he
traído algo de beber. Me pareció que le gustaba la única copa que bebió en la
reunión, y una no es bastante. Sobre todo si va a seguir trabajando.
Harlan se
fijó en el pequeño Mekkano que la seguía, deslizándose suavemente sobre un
campo magnético.
Durante la
cena había comido muy poco, probando sólo algunos platos ya conocidos por
anteriores observaciones (excepto algunos bocados de otros, para ampliar
información). A pesar suyo, descubrió que le gustaban. A pesar suyo, tuvo que
confesar que le gustaba la bebida espumosa, de un color verde claro y con sabor
a menta, que era de consumo obligado en las reuniones y fiestas. En realidad no
era una bebida alcohólica, aunque producía un efecto muy estimulante. Aquella
clase de bebida no existía en el Siglo con anterioridad al último Cambie! de
Realidad, acontecido dos fisio-años antes.
Cogió el
vaso que le ofrecía el Mekkano, con un breve ve gesto de gracias para Noys.
Un Cambio de
Realidad que virtualmente no había producido efectos físicos en el Siglo, ¿cómo
podía suscitar la aparición de una nueva clase de bebida? Harlan no era un
Programador, conque era ocioso que se hiciese tal pregunta. Ni las más
completas y detalladas Programaciones podían eliminar el azar entre las
variaciones posibles, los efectos secundarios de infinitas combinaciones de
hechos. Si ello hubiera sido posible, se podría prescindir de los Observadores.
Noys y él se
encontraban solos en la casa. Los Mekkanos eran muy usados durante las dos
últimas décadas, y seguirían siéndolo durante la próxima década de aquella
Realidad. Por ello, en aquella sociedad no existían sirvientes humanos.
Naturalmente,
siendo la hembra de la especie económicamente tan independiente como el varón,
y capaz de elegir la maternidad, si así lo deseaba, sin someterse a las
exigencias físicas de la misma, no podía haber nada «impropio» en que aquellos
dos se encontrasen solos en la casa, según la mentalidad del Siglo 482 al
menos.
Sin embargo.
Harlan sentía una creciente confusión ante la presencia de ella.
La muchacha
se había tendido en el sofá en un extremo de la habitación, y los sedosos
cojines se hundían bajo su peso, como si quisieran abrazarla. Noys se había
quitado los zapatos transparentes y empezó a mover los dedos de los pies dentro
de la flexible foamite, como si fueran las patas de una gatita lujuriosa.
Noys agitó
la cabeza, y lo que fuese que había mantenido su cabellera cuidadosamente
peinada se desprendió dejando caer el cabello suelto hasta los hombros. Su
blanca piel se hizo más adorable y mórbida en contraste con la negrura de su
pelo.
Ella
murmuró:
—¿Qué edad
tienes?
Ciertamente,
él no debía contestar aquella pregunta. Era cosa personal y a ella no le
importaba. Lo que iba a contestarle en seguida con educada firmeza sería: «¿No
le importa que siga trabajando solo?»
En vez de
ello, Harlan se escuchó a sí mismo decir:
—Treinta y dos
años.
Se refería a fisio-años, desde
luego.
Ella dijo:
—Soy más
joven que tú. Tengo veintisiete. Pero supongo que no pareceré siempre más
joven. Supongo que tú seguirás igual cuando yo sea una vieja. ¿Por qué
decidiste tener treinta y dos años? ¿No podrías cambiar de edad si quisieras?
¿No te gustaría ser más joven?
—¿De qué
está hablando?
Harlan se
pasó la mano por la frente para aclarar sus ideas.
Ella dijo
suavemente:
—Tú vives
eternamente. Eres un Eterno.
—Está
equivocada —dijo él—. Envejecemos y morimos como todos los demás. Ella dijo:
—No
necesitas fingir conmigo.
Su voz era
baja y acariciadora. El lenguaje del quincuagésimo milenio, que siempre le
había parecido a Harlan duro y desagradable, ahora le sonó eufónico por primera
vez. ¿O quizás era que aquella bebida y el ambiente perfumado habían embotado
su audición?
—Puedes
conocer todos los Tiempos, visitar todos los lugares —dijo Noys—. Tenía tantas
ganas de trabajar en la Eternidad, que aguardé todo el tiempo que quisieron.
Pensé que quizá me harían Eterna, pero después me di cuenta de que sólo había
hombres. Algunos de ellos ni siquiera quisieron hablar conmigo porque yo era
una mujer. Tú tampoco quisiste.
—Todos
tenemos mucho trabajo —dijo Harlan, tratando de apartar de sí algo que sólo
podía describirse como una sensación de absurda felicidad—. Yo también estaba
muy ocupado.
—¿Por qué no
hay más mujeres en la Eternidad?
Harlan no se
atrevió a decirle la verdad. ¿Qué podía decirle? Los miembros de la Eternidad
eran seleccionados con infinito cuidado, pues debían reunir condiciones
esenciales. Ante todo, debían poseer las dotes necesarias para su trabajo; en
segundo lugar, su extracción del Tiempo normal no debía ejercer ninguna
repercusión perniciosa sobre la Realidad.
¡La
Realidad! Aquella era la palabra que no debía pronunciar en ninguna
circunstancia. Sintió que el torbellino arreciaba dentro de su cabeza y cerró
los ojos un momento para detenerlo.
Cuántos
excelentes candidatos hubieron de quedarse en el Tiempo normal, porque su
ingreso en la Eternidad habría significado que sus hijos no nacieran, que otros
hombres y mujeres no murieran, que no se casaran: cien circunstancias cuya
ausencia habría encaminado a la Realidad en una dirección que el Gran Consejo
Pantemporal no podía permitir.
¿Podía
Harlan explicarle todo aquello a Noys? Era imposible. No podía decirle que las
mujeres casi nunca ingresaban en la Eternidad, porque por alguna razón recóndita
que él no comprendía, aunque quizás algún Jefe Programador la supiera, su
extracción del Tiempo normal tenía de diez a cien veces más probabilidades de
deformar la Realidad que el traslado de un hombre.
Todos
aquellos pensamientos giraban en su cabeza inconexos y vertiginosos,
enlazándose unos a otros en absurdas frases y ridículas sensaciones. Noys
estaba ahora muy cerca de él, sonriendo.
Escuchó la
voz de ella como el susurro de la brisa.
—¡Vosotros
los Eternos! Siempre llenos de secretos. No queréis compartir vuestro bien. Haz
de mí una Eterna.
Su voz ahora
no llegaba en palabras separadas, sino como una delicada modulación que
penetraba directamente en la mente de él.
Harlan
deseaba poder decir: Mujer, no existe la diversión en la Eternidad. ¡Trabajamos!
Trabajamos "para analizar todos los detalles del Tiempo desde el principio
de la Eternidad hasta que la Tierra quede vacía dé huella humana. Tratamos de
agotar las infinitas posibilidades de «todo lo que pudo ser», para escoger un
«pudo ser» mejor que la Realidad actual, y entonces decidimos en qué lugar del Tiempo cabe hacer
un pequeño Cambio para convertir el «es» en el «pudo ser» deseado. Y entonces
tenemos un nuevo «es» y nos ponemos a buscar otro «pudo ser» y de nuevo
repetimos el ciclo, siempre igual desde los tiempos en que Wikkor Mallansohn
descubrió el Campo Temporal, allá en el 24.°, de modo que fue posible empezar
la Eternidad en el 27.°; aquel misterioso Mallansohn a quien nadie conoce en
realidad, pero que fue el iniciador de la Eternidad de todos los «pudo ser»,
realmente, mientras el ciclo se repite, y se repite, y se repite...
Harlan
sacudió la cabeza, pero el torbellino de ideas siguió girando en su cerebro,
cada vez más rápido, hasta que culminó en un instantáneo destello de luz que
persistió durante un segundo deslumbrador para luego desaparecer.
Aquel
momento le serenó. Trató de recobrar aquella inspiración, pero fue en vano.
¿Sería la
bebida mentolada?
Noys estaba
ahora aún más cerca de él y Harlan veía su rostro desenfocado. Sintió que los
cabellos de ella rozaban su mejilla, y el cálido aliento que le rozaba. Algo le
decía que se separase de ella, pero —cosa extraña— descubrió que no deseaba
hacerlo.
—Si me
hicieras Eterna... —suspiró ella, aunque Harlan casi no podía oírla, ensordecido
por los latidos de su propio corazón. Los labios de Noys estaban húmedos y
entreabiertos.
—¿Querrás
hacerlo?
Harlan no
comprendió lo que ella quería decir, pero de repente nada de aquello tuvo
importancia. Dentro de él ardía un fuego abrasador. La rodeó con los brazos
torpemente, con impaciencia. Ella no se le resistió, sino que se fundió con él
en una unión completa.
Todo sucedió
como en un sueño, como si fuesen otras personas las protagonistas de aquel
momento.
No fue, ni
con mucho, un acto tan repulsivo como él había creído siempre. No lo fue en
absoluto, y esto era para Harlan como un choque, una súbita revelación.
Más tarde,
cuando ella se apretó contra él sonriendo tiernamente, Harlan alargó la mano
para acariciar su cabello con lento y acariciador gesto.
A los ojos
de Harlan, ella era ahora completamente diferente. Ya no era una mujer extraña,
una personalidad separada. De repente se había convertido en un aspecto de sí
mismo. En una forma extraña e inesperada, era parte de su propia personalidad.
El programa
de trabajo espacio—temporal no decía nada de ello, pero Harlan no tenía ninguna
sensación de culpabilidad. Sólo el pensar en Finge suscitaba una fuerte emoción
en el pecho de Harlan. Y no era remordimiento. ¡ Era satisfacción, casi júbilo!
Aquella
noche Harlan no pudo dormir. La embriaguez había desaparecido de su mente, pero
quedaba el hecho extraordinario de que, por primera vez en su vida de adulto,
una mujer hecha y derecha compartía su cama.
Podía
escuchar a su lado la suave respiración de ella, y en la penumbra a que se
había reducido la iluminación del dormitorio adivinar las formas de su cuerpo.
Le bastaba
alargar la mano para volver a tocarla, para notar el calor y la suavidad de su
carne. Pero no se atrevió a hacerlo, no fuese a arrancarla de sus sueños,
cualesquiera que fuesen. Era como si ella hubiera soñado por ambos, viviendo en
sueños todo lo ocurrido, y temió que al despertar lo borrase todo de la
realidad.
Fueron
pensamientos extraños los que le ocuparon aquella noche, en aquellos momentos
en que no distinguía entre lo lógico y lo ilógico. Trató de recordarlos y no
pudo. Y de repente se dio cuenta de que era muy importante que pudiera
recordarlos. Porque, aun después de olvidar los detalles, podía recordar que,
por un instante, había comprendido algo de vital importancia.
No sabía qué
era ello, pero sabía que lo había contemplado con toda claridad durante un
segundo, con la lucidez sobrenatural de los umbrales del sueño, cuando la
inteligencia se duerme y el subconsciente gana imperio.
Su ansiedad
creció. ¿Por qué no podía recordarlo? Durante un momento lo tuvo a su alcance y
luego lo dejó escapar.
Pensó: s«Si
recorriera de nuevo el mismo camino... Estaba pensando en la Realidad y en la
Eternidad... sí, en Mallansohn y en el Aprendiz».
De ahí no
pudo pasar. ¿A qué venía el Aprendiz? ¿Por qué Cooper? Cooper no había estado
mezclado en aquellos extraños pensamientos.
Pero si no
fue así, ¿por qué se acordaba ahora de Brinley Sheridan Cooper?
Harlan
apretó los dientes. ¿Dónde estaba la clave que ligaba todo aquello? ¿Qué era lo
que trataba de encontrar? ¿Por qué estaba tan seguro de que había algo oculto?
Harlan se
estremeció, porque al hacerse aquellas preguntas un débil reflejo del
resplandor anterior quiso surgir sobre el horizonte de su mente y, por un
momento, casi supo.
Harlan
contuvo el aliento, trató de relajar su mente, dejó que la idea inundara su
cerebro.
Y en el
silencio de aquella noche, una noche ya de importancia excepcional en su vida,
comprendió por primera vez una explicación y una interpretación de los hechos,
que en condiciones normales no habría considerado ni por un momento.
Dejó que la
idea creciera y se desarrollase, hasta ver cómo explicaba cien extraños
aspectos de la situación que de otro modo hubieran permanecido... extraños.
Necesitaría
investigar, comprobar, cuando regresara a la Eternidad, pero en el fondo de su
corazón ya estaba convencido de que conocía un secreto terrible que no le
pertenecía.
¡El secreto
de la Eternidad!
Había pasado un fisio-año desde aquella noche en el 482° durante
la cual comprendió tantas cosas. Ahora, tomando tiempo normal, se encontraba
casi a 2.000 Siglos en el futuro de Noys Lambent, tratando de averiguar, por
medio de sobornos e influencias, lo que le reservaba el destino a ella en una
nueva Realidad.
Aquello era una falta grave, pero no le importaba. En el pasado
fisio-mes se había convertido en un criminal a sus propios ojos. No podía
escapar de aquel hecho. No sería más criminal por rematar la cadena de delitos,
y podía ganar mucho al hacerlo.
Ahora, como parte de sus maniobras traicioneras (Harlan no
vaciló en aplicarse tal calificativo), estaba frente a la barrera que lo
separaba del Tiempo normal del 2456.°. La entrada en el Tiempo normal era mucho
más complicada que el paso de la Eternidad a los Tubos. Para entrar en el
Tiempo normal, las coordenadas que definían el punto de destino en la
superficie de la Tierra tenían que ser elegidas cuidadosamente, así como el
momento exacto del Tiempo normal escogido dentro del Siglo. Sin embargo, y a
pesar de su tensión interior, Harlan manejó los mandos con la facilidad y
seguridad de la experiencia y el talento.
Harlan se encontró en la sala de máquinas que ya había visto en
la pantalla de observación de la Eternidad. En aquel fisio-momento, el
Sociólogo Voy estaría sentado tranquilamente detrás de aquella pantalla
observando la Ejecución que iba a desarrollarse.
Harlan no tenía prisa. La sala permanecería vacía durante los
próximos 156 minutos. Desde luego, el programa espacio—temporal sólo le
concedía 110 minutos, dejando los restantes 46 para el margen acostumbrado de
seguridad. Aquel margen estaba previsto para casos de emergencia, pero no se
esperaba que un Ejecutor tuviera necesidad de utilizarlos. Un Ejecutor que cometiese
fallos no duraba mucho como Especialista.
Harlan no contaba con usar más de dos de aquellos 110 minutos.
Ajustó su generador de campo de pulsera y se rodeó de un aura de fisio-tiempo
(una emanación, como si dijéramos, de la Eternidad) para protegerse de
cualquier efecto del Cambio de Realidad, y dio un paso hacia la pared. Tomó un
pequeño envase de su lugar en el estante y lo colocó en el otro lugar,
previamente seleccionado, en el estante inferior.
Hecho el cambio, volvió a entrar en la Eternidad de una forma
que le pareció tan prosaica como atravesar una puerta. Si un Temporal hubiera
estado observando a Harlan, sencillamente le habría visto desaparecer.
El pequeño envase continuó donde lo había colocado. No jugaba un
papel inmediato en la historia del Mundo. Una mano humana, horas más tarde, se
dirigió a buscarlo, pero no lo encontró. Una investigación consiguió
localizarlo media hora más tarde, pero, entretanto, una máquina se había
detenido por falta del combustible contenido en aquel envase, y otro hombre se
había irritado por aquella detención. Una decisión que no habría tomado en la
anterior Realidad, ahora fue tomada sin vacilar. Un encuentro no tuvo lugar; un
hombre que habría muerto, vivió un año más, bajo otras circunstancias; otro que
habría vivido, murió mucho antes.
Como una piedra arrojada a un estanque, la Ejecución fue
extendiendo sus efectos y alcanzó el máximo en el Siglo 2481, a veinticinco
Siglos de la Ejecución. La intensidad del Cambio de Realidad declinó a partir
de aquel punto. Los teóricos decían que los efectos del Cambio se extendían
hasta el infinito en el hipertiempo, sin llegar nunca a cero, pero que a
cincuenta Siglos de distancia de la Ejecución, el Cambio se hacía demasiado
pequeño para ser observado ni aun por los mejores Programadores, y que allí
alcanzaba su límite práctico.
Ningún ser humano en el Tiempo pudo advertir que se hubiera
producido un Cambio. La mente cambiaba al igual que la materia, y sólo los
Eternos permanecían en el exterior para ser testigos del Cambio.
El Sociólogo Voy estaba contemplando la azulada escena del
2481.°, que antes había reflejado la intensa actividad de un espaciopuerto. No
levantó la vista cuando entró Harlan. Apenas murmuró algo que pudiera tomarse
por un saludo.
Era evidente que un cambio había asolado el espaciopuerto. Su
vitalidad había desaparecido, los pocos edificios que se veían ya no eran las
poderosas construcciones que habían sido. Se veía una nave espacial abandonada,
con el casco cubierto de herrumbre. No se veía a nadie. No había movimiento.
La sonrisa de Harlan brilló por un momento y luego desapareció.
Era un R.M.D., el Resultado Máximo Deseado. Y había ocurrido en el acto. Los
cambios no se producían siempre en el preciso instante de la Ejecución. Si los
cálculos tenían un pequeño grado de error, podían pasar horas o días antes de
que el Cambio se manifestase (contando, desde luego, en fisio-tiempo). Esto
sólo ocurría una vez descartados todos los posibles grados de libertad.
Mientras existiera una posibilidad matemática de acontecimientos alternativos,
el Cambio no se producía.
Harlan se envanecía de que, cuando él calculaba el C.M.N.,
cuando era su mano la que realizaba la Ejecución, las variaciones aleatorias se
anulaban inmediatamente y el Cambio se producía en el acto. Voy dijo
lentamente:
—¡Era tan hermoso!
La frase hirió los oídos de Harlan; era como si quisiera rebajar
la belleza de su propio trabajo.
—No lamentaría que los viajes interplanetarios desaparecieran
completamente de la Realidad —dijo.
—¿No? —inquirió Voy.
—¿Para qué sirven? Nunca duran más de un milenio o dos. La gente
se cansa. Regresan a casa y las colonias quedan abandonadas. Luego, después de
cuatro o cinco milenios, o cuarenta o cincuenta, prueban de nuevo para fracasar
otra vez. Es desperdiciar la inteligencia y el esfuerzo humano.
—Es usted un filósofo —dijo Voy secamente. Harlan enrojeció.
Pensó: «¿De qué me sirve hablar con
ellos?»
—¿Qué hay del Análisis individualizado? —dijo, con un súbito
cambio de tema.
—¿Qué quiere que haga?
—¿Vamos a ver al Analista? Seguramente, a estas horas tendrá el
trabajo casi terminado.
El Sociólogo dejó que una sombra de desagrado cruzase su rostro,
como si pensara: «Eres muy impaciente, ¿no?»
—Acompáñeme y vamos a verlo —dijo Voy en voz alta.
La placa en la puerta del despacho decía: «Nerón Feruque», lo
que llamó la atención de Harlan por su ligera similitud con los nombres de un
par de gobernantes del área Mediterránea durante los Tiempos Primitivos. (Sus
clases semanales con Cooper habían aguzado en gran manera su interés por la
Historia Primitiva.)
Sin embargo, el hombre sentado detrás de la mesa no se parecía a
ninguno de los dos gobernantes, tal como Harlan los recordaba. Era delgado,
casi cadavérico, con la piel fuertemente estirada sobre una prominente nariz.
Tenía los dedos largos y sus muñecas eran huesudas. Mientras
acariciaba su pequeña calculadora, parecía la Muerte pesando un alma en su
balanza.
Harlan miró la calculadora con ansiedad. Aquella máquina era el
corazón y los músculos del Análisis individualizado. Cuando se le daban los
datos de una biografía individual y las ecuaciones de un Cambio de Realidad,
empezaba a trepidar, burlona, por un tiempo variable entre un minuto y un día,
y por último escupía un formulario que detallaba todas las posibles vidas
alternativas de la persona estudiada (bajo la nueva Realidad), asignando a cada
una un índice de probabilidad.
El Sociólogo Voy presentó a Harlan. Feruque contempló con
animosidad el emblema del Ejecutor, inclinó la cabeza y no pronunció palabra.
Harlan dijo:
—¿Ha terminado ya con el Análisis individualizado de la
señorita?
—No. Cuando termine ya se lo diré. Era uno de aquellos que
despreciaban a los Ejecutores hasta llegar a ser groseros. Voy dijo:
—Cuidado, Analista.
Las cejas de Feruque eran tan blancas que parecían invisibles.
Eso aumentaba su parecido con una calavera. Sus ojos se movieron en donde uno
creería ver cuencas vacías, y dijo:
—¿Ya ha matado a las naves interplanetarias, no?
—Las hemos retrasado un Siglo —dijo Voy.
Feruque hizo una mueca y ahogó un comentario despectivo.
Harlan cruzó los brazos y contempló fijamente al Analista, hasta
que éste desvió la mirada, confuso.
Harlan pensó: «Sabe que él también tiene la culpa».
Feruque se dirigió a Voy:
—Oiga, ya que está aquí, ¿qué quiere que haga con las peticiones
de suero anti-cáncer? No somos el único Siglo que tiene el anti-cáncer. ¿Por
qué vienen aquí todas las peticiones?
—Los demás Siglos que lo poseen están tan agobiados como
nosotros, y usted lo sabe —dijo Voy.
—Pues que dejen de enviar peticiones.
—¿Cómo se consigue eso?
—Fácil. Que el Gran Consejo deje de admitirlas.
—Yo no tengo influencia con el Gran Consejo —dijo Voy.
—Pero tiene influencia con el Viejo.
Harlan escuchó la conversación con indiferencia. Pero al menos
servía para distraerle de la ruidosa calculadora. Entendió que lo de «Viejo» se
refería al Programador encargado de aquella Sección.
—He hablado con el Jefe —dijo el Sociólogo— y ya se ha dirigido
al Gran Consejo.
—Tonterías. Ha enviado una instancia de rutina. Debe luchar por
eso. Es una cuestión de importancia básica.
—Estos días el Gran Consejo Pan temporal no está dispuesto a
considerar cambios en su política básica. Conocerá los rumores que están
corriendo.
—¡Ah, sí! Que preparan un asunto importante. Siempre que se
presenta un problema desagradable, empiezan a rumorear que el Consejo tiene
algo importante entre manos.
Si Harlan hubiera estado de humor, se habría sonreído ante
aquellas palabras.
Feruque permaneció callado unos momentos y luego continuó:
—Lo que la mayoría de la gente no comprende es que el suero
anti—cáncer no es una cuestión como las semillas vegetales o los motores
electrónicos. Verdad es que cada semilla ha de ser vigilada por sus posibles
efectos perniciosos en la Realidad, pero lo del anti—cáncer tiene que ver con
las vidas humanas, y esto es cien veces más difícil de analizar.
«¡Piénselo! Considere cuántas personas mueren al año de cáncer
en cada Siglo de los que no poseen sueros anti—cáncer de una u otra clase. Ya
imaginará si los enfermos tienen ganas de morir. Por eso los Gobiernos
Temporales de esos Siglos no paran de enviar instancias a la Eternidad:
"Por favor, envíennos setenta y cinco mil ampollas de suero para los
enfermos absolutamente indispensables a nuestra civilización. Incluimos los
datos biográficos".»
Voy asintió rápidamente.
—Ya lo sé. Ya lo sé.
Pero Feruque necesitaba desahogar su resentimiento.
—Cuando uno lee los datos biográficos, cada uno de ellos es un
héroe. Cada hombre será una pérdida insoportable para su mundo. De modo que uno
los analiza. Hay que calcular qué pasaría con la Realidad si cada uno siguiera
viviendo y, ¡por Cronos!, si diferentes combinaciones de hombres continuaran
viviendo. Durante el mes pasado he estudiado quinientas setenta y dos
instancias. Diecisiete, fíjese, sólo diecisiete Análisis individualizados
resultaron exentos de cambios de Realidad perniciosos. Y tenga en cuenta que no
hubo ni un solo caso de Cambio de Realidad favorable. Pero el Consejo dice que
en los casos neutrales se autoriza el envío del suero. Por humanidad ya se
sabe. Por consiguiente, este mes se curarán, exactamente, diecisiete personas
de los diferentes Siglos. ¿Y qué sucede? ¿Son más felices los Siglos por eso?
Desde luego que no. Un hombre se cura y una docena del mismo país, del mismo
Tiempo, mueren. Todos preguntan: ¿Por qué ha tenido que ser Fulano? Quizá los
tipos a quienes no dimos suero eran mejores, quizás eran filántropos amados por
todos, mientras que el único a quien asistimos apela a su madre anciana siempre
que le sobra tiempo para dejar de pegar a sus hijos. Las gentes desconocen los
Cambios de Realidad, y nosotros no podemos explicárselo. Estamos creando
problemas y dificultades para nosotros mismos, Voy, a menos que el Gran Consejo
decida estudiar todas las peticiones y aprobar sólo aquellas que resulten en un
Cambio de Realidad favorable. Eso es. O el curarlos produce algún bien para la
Humanidad o, de lo contrario, no debemos hacerlo.
No debemos seguir diciendo:
Lo haremos siempre que no cause ningún daño.
El Sociólogo le escuchó con un gesto de amargura en su rostro y
al final dijo:
—Si fuera usted el enfermo de cáncer...
—Eso es estúpido, Voy. Nosotros no tomamos nuestras decisiones
fundándonos en tales ideas. En tal caso nunca habría un Cambio de Realidad.
Algún pobre diablo siempre sale perdiendo, ¿no es así? Suponga que es usted ese
pobre diablo, ¿eh? Y otra cosa. Recuerde que cada vez que realizamos un Cambio
de Realidad es más difícil encontrar otro favorable en lo sucesivo. Cada
fisio-año, la probabilidad de que un Cambio fortuito resulte pernicioso aumenta
continuamente. Eso significa que la proporción de personas que podemos curar se
hace siempre más pequeña. Siempre disminuye. Pronto podremos curar sólo a uno
cada fisio-año, incluso teniendo en cuenta los casos neutrales. Recuerde lo que
le digo.
Harlan no sentía el menor interés por todo aquello. Era la clase
de quejas que se escuchaban siempre entre los Eternos. Los Psicólogos y los
Sociólogos, en sus raros estudios sobre la Eternidad, lo llamaban identificación.
Los hombres tendían a identificarse con el Siglo con que se relacionaban
profesionalmente. Las luchas de éste, demasiado a menudo, se convertían en sus
propias luchas.
La Eternidad combatía al demonio de la identificación por todos
los medio a su alcance. Nadie podía ser destinado a una Sección alejada menos
de dos Siglos del suyo natal. Para hacer la identificación más difícil, se daba
preferencia a los Siglos con culturas muy diferentes de la natal. Harlan
recordó a Finge, destinado al 482.°. Además, los destinos eran cambiados en
forma rotativa tan pronto como se observaban reacciones sospechosas. Harlan no
apostaría ni diez grafen del Siglo 50 por las posibilidades de que Feruque
continuara en aquel puesto un fisio-año más.
Y sin embargo, los Eternos seguían experimentando el absurdo
deseo de tener un hogar estable en el Tiempo. Por alguna razón ignorada,
aquello afectaba con mayor intensidad a los Siglos que poseían la navegación
espacial. Era algo que merecía ser investigado, y lo habría sido a no
intervenir la crónica resistencia de la Eternidad a examinar su propia
organización.
Un mes antes, Harlan habría despreciado a Feruque como a un
estúpido sentimental, un descontento que reaccionaba frente a la pérdida de las
naves antigravitacionales en la nueva Realidad, lanzando invectivas contra los
Siglos que necesitaban el suero anti-cáncer.
Tendría que denunciarle. Así lo exigía el reglamento. Las
reacciones de aquel hombre ya no eran seguras.
Pero ahora no podía decidirse a hacerlo. Simpatizaba con aquel
hombre. Su propio crimen era mucho más grave.
Qué fácil le resultaba volver a pensar en Noys.
Al final consiguió dormirse aquella noche. Cuando despertó, con
la habitación de paredes translúcidas bañada de sol, le pareció que había
despertado en el interior de una nube en un alegre cielo matinal.
Noys estaba a su lado, sonriente.
—¡Caramba! Sí que te cuesta despertarte.
La primera reacción de Harlan fue tratar de cubrirse con las
sábanas, pero no tenía. Poco a poco recordó lo sucedido la noche anterior y
sintió cómo se encendían sus mejillas. ¿Qué pensar de lo ocurrido entre ellos?
Pero de súbito recordó algo y se sentó de un salto en la cama.
—Son más de la una, ¿no es cierto? ¡Por Cronos!
—No. Sólo son las once. El desayuno te espera y aún te queda
mucho tiempo.
—Gracias —murmuró él.
—Tienes la ducha preparada y la ropa dispuesta. ¿Qué podía
decir?
—Gracias —volvió a murmurar.
Evitó su mirada durante el desayuno. Ella se sentó delante de
él, sin comer, con la barbilla apoyada en la palma de la mano, su negro cabello
peinado hacia un lado, sus largas pestañas enmarcando sus bellos ojos.
Ella contempló todos los gestos de él, mientras Harlan bajaba
los ojos y trataba de encontrar la amarga vergüenza que a su modo de ver debía
atormentarle.
—¿Adonde tienes que ir a la una? —preguntó al fin.
—Al partido de aeropelota —murmuró él.
—Conque vas al partido. Yo me he perdido toda la temporada
gracias a esos tres meses que hemos saltado, ya sabes. ¿Quién ganará el
partido, Andrew?
Él sintió un extraño desmayo ante el sonido de su propio nombre.
Negó con la cabeza.
—Pero, sin duda sabes el resultado. Habrás estudiado todo este
período, ¿no es cierto?
Ahora su obligación era dar una respuesta terminante y fría,
pero en vez de ello, explicó débilmente:
—Había mucho Espacio y Tiempo para estudiar. No puedo enterarme
de detalles tan insignificantes como los resultados de los partidos.
—¡ Bah! Ya veo que no quieres decírmelo. Harlan no contestó.
Clavó el tenedor en el pequeño y jugoso fruto y lo llevó a sus labios. Al cabo
de un rato Noys insistió:
—¿Has podido ver lo que sucedía en esta casa antes de que tú
llegases?
—No conozco los detalles, N...noys. —Le costó pronunciar su
nombre por primera vez. La muchacha dijo suavemente:
—¿No nos has visto? ¿No supiste siempre que...? Harlan
tartamudeó.
—No, no. No puedo verme a mí mismo. Yo no estoy en la Rea... No
estoy aquí hasta que llegué. No puedo explicártelo.
Se sentía confuso. En primer lugar, no debía hablar de aquellos
asuntos. Después, había estado a punto de pronunciar «Realidad»: entre todas
las palabras, la más prohibida en las conversaciones con los Temporales.
Ella enarcó las cejas y sus ojos se agrandaron, sorprendidos.
—¿Estás avergonzado?
—Lo que hemos hecho no está bien.
—¿Por qué no?
Y en el 482.° su pregunta era perfectamente inocente.
—¿Es que los Eternos no debéis hacerlo? Lo dijo en tono de
broma, como si preguntase si no se les permitía comer a los Eternos.
—No uses esta palabra —dijo Harlan—. En cierto sentido nos está
prohibido.
—Pues no se lo cuentes a nadie. Yo no lo haré.
Ella se levantó, dio la vuelta a la mesa y se sentó en sus
rodillas, apartando la mesita de un caderazo.
Harlan se puso rígido y esbozó un gesto como si quisiera
echarla. No llegó a hacerlo.
Ella le besó, y nada le pareció ya vergonzoso. Nada que se
refiriese a Noys y a él.
No estaba seguro de cuándo fue la primera vez que hizo algo
improcedente para un Observador. Es decir, cuándo empezó a pensar en la
naturaleza del problema relativo a la Realidad actual y al Cambio de Realidad
que se preparaba.
No era la moral del Siglo, ni la ectogénesis, ni el matriarcado,
lo que perturbaba a la Eternidad. Todo aquello estaba en la anterior Realidad y
el Gran Consejo lo toleró con ecuanimidad entonces. Finge había dicho que era
algo muy sutil y diferente.
El Cambio debía ser, pues, muy sutil, y se refería al grupo
social que estaba observando. Esto parecía obvio.
Comprendería a la aristocracia, a los ricos, a las clases
superiores, a los que se beneficiaban con aquel sistema.
Lo que le preocupaba es que ciertamente comprendería a Noys.
Durante los tres días fijados en su programa sufrió un estado de
creciente aprensión que incluso le amargaba los ratos pasados en compañía de
Noys.
—¿Qué te sucede? —preguntó ella un día—. Pareces diferente de
como eras en la Éter... en aquel lugar. Pareces preocupado. ¿Es porque piensas
en el momento de regresar allí?
—En parte —contestó Harlan.
—¿No tienes otra alternativa?
—Tengo que volver —dijo Harlan.
—De todas maneras, ¿quién se va a fijar si te retrasas un poco?
Harlan casi sonrió ante aquella pregunta.
—No les gustaría que me retrasara —contestó. Sin embargo, se
acordó del margen de dos días que le permitía su programa.
Noys ajustó los mandos de un instrumento musical que emitía los
acordes suaves pero complicados de la música creada en su interior al compás de
intrincadas fórmulas matemáticas. Las notas y los acordes se formaban y
combinaban al azar, pero mediante factores ponderados que favorecían sólo las
combinaciones agradables al oído. Esta música aleatoria no se repetía jamás;
como los copos de nieve, no había dos figuras iguales aunque todas fuesen
bellas.
Mecido por la armonía del sonido, Harlan contempló a Noys y sus
pensamientos se fijaron en ella. ¿En qué se convertiría, en la nueva Realidad?
¿En una pescadera o en una obrera de fábrica, o quizás en la madre de seis
hijos, fea, gorda y enferma? Como quiera que fuese, ella nunca recordaría a
Harlan. En la nueva Realidad él ya no formaría parte de su vida. Y en cualquier
caso, ya no sería la misma Noys.
No estaba simplemente enamorado de una muchacha. (Cosa extraña,
Harlan usó por primera vez en sus pensamientos la palabra «enamorado», sin
detenerse a reflexionar siquiera sobre su significado.) Estaba enamorado de un
conjunto de factores; su modo de vestir, de andar, de hablar, sus frases y sus
gestos. Un cuarto de siglo de vida y de experiencia en la Realidad actual
habían sido
necesarios para llegar a formar todo aquello. Ella no fue la
Noys que él amaba en la anterior Realidad de un fisio-año antes. Y tampoco
sería la Noys que él amaba, una vez inducida la próxima Realidad.
La nueva Noys posiblemente fuera mejor en algún sentido, pero
Harlan estaba seguro de una cosa. Él quería a aquella Noys, la que podía ver en
aquel momento, la que vivía en esta Realidad. Si tenía defectos, también
amaba esos defectos.
¿Qué podía hacer? ¿Qué camino tomar?
Se le ocurrieron varias ideas, todas ilegales. La primera,
conocer la naturaleza del Cambio y luego enterarse cómo afectaría
individualmente a Noys. Al fin y al cabo, nunca se podía estar seguro de que...
Un silencio ominoso arrancó a Harlan de sus reflexiones. Estaba
en el despacho del Analista. El Sociólogo Voy le miraba de soslayo. Feruque
volvía hacia él su rostro de calavera.
El silencio era penetrante.
Le costó unos momentos darse cuenta de lo que significaba; sólo
unos momentos. La calculadora había cesado en su tableteo.
Harlan habló:
—Supongo que ya tiene la solución, Analista.
—Sí, desde luego. Aunque pasa algo raro. Feruque contemplaba
las láminas que tenía en
la mano.
—¿Puedo verlo?
Harlan alargó una mano que temblaba visiblemente.
—No se puede ver nada. Eso es lo raro.
—¿Qué quiere decir... nada?
Mientras miraba a Feruque, los ojos de Harlan se nublaron hasta
no ver sino una mancha alargada en el lugar donde permanecía su interlocutor.
La serena voz del Analista resonó como una sentencia.
—Esta mujer no existe en la nueva Realidad proyectada. No hay
cambio de personalidad. Simplemente desaparece, eso es todo. He estudiado todas
las alternativas hasta una probabilidad de una diezmilésima. No aparece en
ninguna de ellas. En realidad —Feruque alargó sus largos y huesudos dedos para
frotarse la barbilla—, con la combinación de factores que me ha dado, no acabo
de comprender cómo puede existir en la Realidad actual. Harlan a duras penas
pudo murmurar:
—Pero... si el Cambio proyectado es casi insignificante...
—Ya lo sé. Es una rara combinación de factores. ¿Quiere quedarse
con los cálculos?
La mano de Harlan tomó las láminas casi sin darse cuenta de
ello. ¿Noys desaparecida? ¿Noys ya no existiría? ¿Cómo era posible?
Sintió que una mano se apoyaba en su hombro, y la voz de Voy
retumbó en sus oídos.
—¿Se siente enfermo, Ejecutor?
La mano se apartó como si su propietario se arrepintiera de
haber tocado a un Ejecutor.
Harlan se pasó la lengua por los resecos labios e hizo un
esfuerzo por recobrar la serenidad.
—Estoy bien. ¿Quiere acompañarme hasta la cabina?
No debía demostrar sus sentimientos. Era preciso fingir que todo
aquello no era más que una simple investigación rutinaria. Debía ocultar el
hecho de que la no existencia de Noys en la proyectada Realidad le llenaba de
alegría, de una exaltación casi insoportable.
Harlan entró en la cabina en el Siglo 2456 y miró a sus espaldas
para asegurarse de que la barrera que separaba el Tubo y la Eternidad era
perfectamente impenetrable, de que el Sociólogo Voy no podía espiarle. Durante
las últimas semanas aquello se había convertido en un hábito, en un gesto
automático; siempre la mirada furtiva a sus espaldas, por encima del hombro,
para convencerse de que no le había seguido nadie hasta el Tubo.
Y luego, aunque ya se encontraba en el 2456.°, Harlan ajustó los
mandos para seguir aún más allá, hacia el lejano hipertiempo. Contempló los
números en el indicador de Siglos. Aunque las cifras se sucedían con
vertiginosa rapidez, le sobraba tiempo para pensar en lo que iba a hacer.
¡En qué extraña forma las palabras del Analista habían cambiado
la situación! ¡Cómo había cambiado la misma naturaleza de su crimen!
Y todo dependía de Finge. La frase se grabó en su mente y empezó
a resonar en un enloquecido ritmo de su cerebro: Todo dependía de Finge... de
Finge...
Harlan había evitado cualquier contacto personal con Finge desde
su regreso a la Eternidad, después de los días pasados con Noys en el 482.° A
medida que los hábitos y costumbres de la Eternidad recobraban su imperio,
volvieron con redoblada fuerza los remordimientos. El incumplimiento del deber
que había parecido no importar en el 482.°, ahora en la Eternidad parecía
gravísimo.
Envió su informe por el correo neumático en vez de presentarlo
personalmente, y se retiró a sus habitaciones privadas. Necesitaba pensar,
ganar tiempo para considerar y acostumbrarse a la nueva orientación de su vida.
Finge no le dio tiempo para ello. Se puso en comunicación con
Harlan cuando aún no había transcurrido una hora desde que éste enviara su
informe.
La imagen del Programador le contemplaba desde la pantalla.
—Esperaba encontrarle en su oficina —dijo.
—Ya he presentado mi informe, señor —dijo Harlan—. El lugar
donde espere una nueva misión carece de importancia.
—¿Usted cree?
Finge miró el rollo de láminas metálicas que tenía en su mano,
revisando los grupos de perforaciones.
—No creo que esté completo —continuó—. ¿Puedo ir a sus
habitaciones?
Harlan vaciló un momento. El Programador era su jefe, y el
negarle la entrada en sus habitaciones privadas tendría un tufillo a
insubordinación. Le pareció que sería como una confesión de culpabilidad, y no
se atrevió.
—Será bien recibido, Programador —contestó Harlan.
La suave elegancia de Finge contrastaba con el severo aspecto
del aposento de Harlan. Su siglo 95 natal tendía a lo espartano en el decorado
de las viviendas, y Harlan nunca pudo acostumbrarse a otro estilo. Las sillas
de tubo metálico estaban revestidas de un material mate al que se había
intentado dar aspecto de madera (aunque con poco éxito). En un rincón de la
habitación había un pequeño mueble aún más desacorde con las costumbres del
Siglo donde se encontraba ahora.
Finge reparó en él al instante.
El Programador tocó el mueble con su dedo rechoncho, como si
quisiera probar su consistencia.
—¿Qué material es ése?
—Madera, señor —dijo Harlan.
—¿Es posible? ¿Madera natural? ¡Sorprendente! Supongo que usan
la madera en su Siglo natal.
—Ciertamente.
—Comprendo. El reglamento no lo prohibe, Ejecutor. 5 Finge se
limpió el dedo con los pantalones, para quitarse el polvo del objeto que había
tocado.
—Aunque no creo aconsejable el dejarse influir por la cultura
del Siglo natal de uno. El verdadero Eterno adopta cualquier cultura en donde
se encuentre. Por ejemplo, dudo de que yo haya comido con cubierto de energía
pura más de dos veces en los últimos cinco años
—suspiró Finge—. Y sin embargo, siempre me ha parecido poco
limpio permitir que los alimentos entren en contacto con objetos materiales.
Pero no me rindo. No me rindo.
Sus ojos se dirigieron de nuevo hacia el objeto de madera, pero
ahora mantuvo sus dos manos en su espalda y continuó:
—¿Qué es eso? ¿Para qué sirve?
—Es una librería —dijo Harlan.
Contuvo el impulso de preguntarle a Finge cómo se sentía ahora
que sus manos estaban colocadas en el trasero de sus pantalones. ¿No le
parecería más limpio que sus vestidos y su mismo cuerpo estuviesen hechos de
pura e impoluta energía?
Finge enarcó las cejas.
—Una librería. Por tanto, esos objetos colocados en los estantes
deben ser libros, ¿no es así?
—Sí, señor.
—¿Ejemplares auténticos?
—Completamente, Programador. Los he obtenido en el Siglo
Veinticuatro. Los pocos que tengo aquí datan del Siglo Veinte. Si... si quiere
examinarlos, le ruego que tenga cuidado. Las páginas han sido restauradas e
impregnadas, pero no son de metal. Requieren un trato cuidadoso.
—No voy a tocarlas. No tengo ningún deseo de examinarlos. Supongo
que aún conservarán el polvo original del Siglo Veinte. Libros auténticos. Las
páginas serán de celulosa, ¿no es cierto? Es lo natural —rió Finge.
Harlan asintió.
—Son de celulosa modificada por el tratamiento de impregnación a
fin de darles mayor duración. Desde luego.
Respiró hondo, tratando de conservar la calma. Era ridículo
identificarse tanto con aquellos libros, sentir que un desprecio hacia ellos
era también un desprecio hacia él mismo.
—Me atrevería a decir —continuó Finge, insistiendo en el tema—
que todo el contenido de estos libros podría ser microfilmado en dos metros de
película y guardado en un dedal. ¿Qué contienen estos libros?
—Son tomos encuadernados de una revista del Siglo Veinte —dijo
Harlan.
—¿Usted lee esas cosas? Harlan contestó con orgullo:
—Éstos son sólo algunos volúmenes de la colección completa que
poseo. No existe otra colección como ésta en todas las bibliotecas de la
Eternidad.
—Ya comprendo. Se trata de una afición suya. Recuerdo que una
vez me contó su interés hacia los Primitivos. Es raro que su Instructor
autorizase una cosa semejante. Es malgastar su energía.
Harlan apretó los labios. Aquel hombre, decidió, estaba tratando
de enfurecerlo y hacerle perder la serenidad. No podía permitir que se saliera
con la suya.
Por ello respondió secamente:
—Tengo entendido que ha venido aquí para hablarme de mi informe.
—En efecto.
El Programador miró a su alrededor, escogió una silla y
se sentó con grandes precauciones.
—No está completo, como ya le dije por el intercomunicador.
—¿A qué se refiere?
«Debo conservar la calma», pensó Harlan. Finge inició una
sonrisa nerviosa.
—¿Qué ocurrió, que no haya mencionado en su informe, Harlan?
—Nada, señor.
Y aunque lo dijo con entereza, no las tenía todas consigo.
—¡Vamos, Ejecutor! Ha pasado varios períodos de tiempo en
compañía de la joven. ¿O es que no siguió las instrucciones del programa?
Supongo que lo ha obedecido exactamente.
Harlan estaba tan atenazado por su conciencia que ni siquiera
replicó ante aquel declarado ataque a su competencia profesional.
Sólo pudo contestar:
—Lo he seguido en todos sus puntos.
—¿Y qué sucedió? Su informe no dice nada de los períodos pasados
a solas con la mujer.
—No sucedió nada importante —dijo Harlan, con la garganta seca.
—Eso es absurdo. A su edad y con su experiencia, no necesita que
yo le diga que un Observador no debe opinar sobre lo que es importante y lo que
no lo es.
Los ojos de Finge estaban clavados en Harlan. Eran mucho más
duros y desafiantes de lo que justificaban sus tranquilas preguntas.
Harlan se dio cuenta de ello, y no se dejó engañar por el tono
suave que empleaba Finge. Sin embargo, su sentido del deber le indujo a
contestar la verdad. Un Observador debe comunicarlo todo. Un Observador no es
más que una sonda lanzada por la Eternidad hacia el Tiempo normal. Debe tantear
todo lo que le rodea y luego retirarse. En el cumplimiento de su misión el
Observador no tenía personalidad propia; no era, en realidad, un hombre.
Casi automáticamente Harlan empezó a narrar los incidentes
omitidos en su informe. Lo hizo con la perfecta memoria del Observador,
recitando las conversaciones palabra por palabra, imitando el tono de la voz y
los gestos de los interlocutores. Lo hizo reviviendo de nuevo aquellas horas, y
casi llegó a olvidar que gracias a las preguntas de Finge y a su rígido sentido
del deber, estaba prácticamente confesando su culpabilidad.
Sólo cuando llegó al final de su primera y larga conversación
con Noys empezó a vacilar, y la firmeza objetiva del Observador mostró las
primeras grietas.
Finge le ahorró más detalles alzando la mano de pronto, y
diciendo con su voz dura y aguda:
—Basta. Ya ha dicho bastante. Creo que iba a contarme que hizo
el amor con esa mujer.
Harlan se puso furioso. Lo que Finge había dicho era
literalmente verdad, pero su tono implicaba algo obsceno, grosero y, lo que era
peor, ordinario. Fuera lo que fuese, o lo que pudiera ser, no era nada
ordinario.
Harlan se explicaba la actitud de Finge, su implacable
interrogatorio, la interrupción del informe verbal en el momento en que lo
hizo. ¡Estaba celoso! Harlan habría jurado que estaba en lo cierto. Harlan
había conseguido arrebatarle la chica que Finge quería para sí.
Harlan notó una sensación de triunfo, y le pareció agradable.
Por primera vez en su vida tenía un objetivo distinto de los fríos deberes de
la Eternidad. Seguiría haciendo sufrir a Finge de celos, porque Noys seguiría
siendo suya.
En medio de aquella exaltación, se precipitó a presentar la
solicitud que en principio había planeado demorar en un plazo prudencial de
cuatro o cinco días.
—Voy a solicitar autorización para entablar relaciones con un
individuo del Tiempo normal. Finge pareció despertar de un sueño.
—¿Con Noys Lambent, supongo?
—Sí, señor. Como Programador encargado de esta Sección, mi
solicitud tendrá que ser tramitada por usted...
Harlan quería que fuese tramitada por Finge. Que sufriera. Si
deseaba la muchacha para él mismo, tendría que decirlo y entonces Harlan podría
solicitar que Noys declarase su preferencia. Casi se sonrió ante aquella idea.
Se alegraría que las cosas llegaran a aquel punto. Sería un triunfo definitivo.
Normalmente, un Ejecutor no soñaría en ganar semejante
confrontación con un Programador, pero Harlan estaba seguro de que Twissell le
apoyaría, y Finge no podía dejar de tener en cuenta a Twissell.
Sin embargo, Finge parecía tranquilo.
—Creo que usted ya ha tomado posesión ilegal de la muchacha
—dijo.
Harlan enrojeció y presentó una débil defensa:
—El programa insistía en que permaneciésemos juntos. Como nada
de lo sucedido estaba específicamente prohibido, no me siento culpable.
Lo cual era mentira; por la expresión divertida de Finge se
adivinaba que éste también lo sabía.
—Pero vamos a realizar un Cambio de Realidad —dijo Finge.
—Si es así, rectificaré mi solicitud para obtener relación con
la señorita Lambent en la nueva Realidad.
—No creo que eso sea aconsejable. ¿Cómo sabe si ella accedería?
En la nueva Realidad, ella puede estar casada o tener un defecto físico. De
hecho, voy a decirle lo siguiente: en la nueva Realidad, ella no le querrá.
Ella no querrá saber nada de usted.
Harlan tartamudeó:
—Usted no sabe nada de eso.
—¡Bah! ¿Cree que ese gran amor suyo trasciende el Tiempo y el
Espacio? ¿Que puede sobrevivir a todos los cambios externos? ¿Es que ha estado
leyendo novelas sentimentales?
—En primer lugar, no le creo —explicó Harlan. Finge dijo
fríamente:
—Temo que no le entiendo.
—¡ Miente!
Harlan ya no medía sus palabras.
—Está celoso, eso es lo que le pasa. Está celoso. Tenía
proyectos respecto a Noys, pero ella me prefiere a mí.
—¿Se da cuenta...? —empezó Finge.
—Me doy cuenta de muchas cosas. No soy un estúpido. Quizá no sea
Programador, pero tampoco soy un ignorante. Dice que ella no me querrá en la
nueva Realidad. Ni siquiera sabe cuál será la nueva Realidad. Ni siquiera sabe
si el Cambio proyectado llegará a ser efectivo. Acaba de recibir mi informe.
Debe ser analizado antes de poder coordinar un Cambio de Realidad, para
someterlo luego a la aprobación del Gran Consejo. Por tanto, está mintiendo
cuando pretende conocer la naturaleza del Cambio.
Finge podía replicar de muchas maneras. Hasta la obnubilada
mente de Harlan se daba cuenta de ello. O retirarse mostrándose ofendido, o
llamar a un miembro del Cuerpo de Seguridad para detener a Harlan por
insubordinación, o gritar a su vez irritado, contestando a las acusaciones de
Harlan, o llamar inmediatamente a Twissell y presentar una queja formal; podía
hacer mil cosas, y ninguna de ellas agradable para Harlan.
Pero Finge no hizo ninguna de ellas.
—Siéntese, Harlan —dijo suavemente—. Hablemos de esto.
Y como aquello era completamente inesperado, Harlan abrió la
boca y se sentó lleno de confusión. Su resolución empezó a flaquear. ¿Qué
estaba pasando?
—Sin duda recordará —dijo Finge— que le he dicho que nuestro
problema en el Siglo. Cuatrocientos ochenta y dos se refería a una actitud
indeseable por parte de los Temporales de la Realidad actual hacia la
Eternidad. ¿Se acuerda, no?
Hablaba con el tono levemente apremiante de un maestro para con
un estudiante no muy brillante, pero Harlan creyó ver un brillo siniestro en
sus ojos.
—Desde luego —contestó Harlan.
—Se acordará también que le expliqué que el Gran Consejo
Pantemporal no estaba dispuesto a aceptar mi análisis de la situación sin una
Observación específica que lo confirmase. ¿No comprende ahora que ya había sido
calculado el Cambio de Realidad Necesario?
—Pero la Observación que he realizado sería la confirmación,
¿no? _§j
—Y necesitará tiempo para analizarla adecuadamente.
—Nada de eso. Su informe no significa nada. La confirmación está
en lo que acaba de decirme hace unos momentos.
—No le comprendo.
—Mire, Harlan, déjeme que le explique lo que pasa con el Siglo
Cuatrocientos ochenta y dos. Entre las clases superiores de la sociedad,
especialmente entre las mujeres, se ha desarrollado la creencia de que los
Eternos somos realmente Eternos, en el sentido literal de la palabra: que
vivimos siempre... ¡Por Cronos, Harlan! Noys Lambent se lo dijo claramente.
Usted me repitió sus palabras hace un rato.
Harlan miró a Finge sin verle. Recordaba claramente la suave y
acariciadora voz de Noys: «Tú vives eternamente. Eres un Eterno».
Finge continuó:
—Una creencia semejante es mala, pero en sí misma no demasiado.
Puede causarnos inconvenientes aumentar las dificultades de la Sección, pero el
Análisis nos demuestra que un Cambio sólo sería necesario en un pequeño número
de casos. De todas maneras, si queremos hacer un Cambio, se comprende que los
habitantes del Siglo que deben ser afectados en forma máxima por el Cambio,
serán los sujetos a tal superstición. En otras palabras, la aristocracia
femenina. Es decir, Noys.
—Es posible, pero acepto el riesgo —dijo Harlan.
—¡No tiene ninguna posibilidad! Usted creerá que su fascinación
y su encanto han inducido a esa bella aristócrata a caer en los brazos de un
insignificante Ejecutor. Vamos, liarían, ¡sea realista!
Harlan apretó fuertemente las mandíbulas, pero no respondió.
Finge continuó:
—Fácilmente adivinará qué otra superstición han añadido esas
gentes a su creencia en la vida eterna de los Eternos. Dése cuenta, Harlan: la
mayoría de las mujeres creen que la intimidad con un Eterno permite a una mujer
mortal (lo que ellas creen ser) el obtener la inmortalidad.
Harlan sintió que el piso cedía debajo de sus pies. Podía oír de
nuevo la voz de Noys: Si me hicieras Eterna...
Finge prosiguió:
—Era difícil aceptar que existiese tal creencia. No tenía
precedentes. Sin duda proviene de un error fortuito en un Cambio anterior, pero
una investigación hecha en los Análisis de ese Cambio no proporcionó información
en uno u otro sentido. El Gran Consejo Pantemporal exigía pruebas evidentes,
una corroboración directa. Seleccioné a la señorita Lambent en tanto que
ejemplar notable de su grupo social. Y le seleccioné a usted para este
experimento...
Harlan se puso en pie.
—¿Que me escogió a mí? ¿Para un experimento?
—Lo siento —dijo Finge secamente—, pero era necesario. Los
resultados así lo justifican.
Harlan le miró fijamente.
Finge se agitó levemente bajo aquella silenciosa mirada.
Continuó:
—¿No lo comprende? No, ya veo que no. Mire, Harlan, usted es un
frío producto de la Eternidad. Nunca le han importado las mujeres. Ellas, y
todo lo que a ellas se refiere, le parecen inmorales. O, mejor dicho, las
considera pecaminosas. Esas actitudes siempre fueron patentes en usted, y estoy
seguro de que, hace un mes, para cualquier mujer usted no tenía más atractivo
que un pez muerto. A pesar de ello, aquí tenemos a una mujer, un bello producto
de esa refinada civilización, y en la primera noche que pasan juntos, prácticamente
es ella quien seduce a usted. Debe comprender que esto es ilógico y ridículo, a
menos... Bien, a menos que sea la confirmación que estábamos buscando.
Harlan trató de encontrar las palabras adecuadas.
—¿Quiere decir que ella se prostituyó por...?
—¿Por qué tiene que usar tal expresión? En este Siglo nadie se
avergüenza del sexo. Sólo es raro que ella le escogiera a usted. Estoy seguro
que lo hizo para obtener la vida eterna; es algo evidente.
En aquel momento Harlan se abalanzó sobre Finge con los brazos
levantados, las manos como garras, sin ninguna idea racional o irracional
aparte de su impulso de ahogar, de estrangular a Finge.
El Programador dio rápidamente un paso atrás. Con un gesto
rápido, aunque tembloroso, sacó de un bolsillo una pistola desintegradora.
—¡Atrás! ¡No me toque!
A Harlan le quedaba la suficiente cordura para detener su
acción. El cabello le caía sobre la frente. Su camisa estaba empapada de sudor.
Su silbante respiración brotaba entrecortada de las lívidas ventanillas de su
nariz.
Finge dijo agitadamente:
—Le conozco bien, Harlan, y sabía que su reacción podía ser
violenta. Si es necesario, le mato. Harlan sólo dijo:
—¡ Fuera de aquí!
—Ahora mismo. Pero antes va a escucharme. Ya sabe que puedo
hacer que lo degraden por atacar a un Programador, pero vamos a olvidar eso
ahora. Quiero que sepa, que no he mentido. La Noys Lambent de la nueva
Realidad, cualquiera que sea su nueva personalidad, no tendrá aquella
superstición. El único propósito del Cambio será, precisamente, eliminar
la superstición. Y sin ella, Harlan —Finge casi le escupió las palabras—, ¿cómo
puede una mujer como Noys desear a un hombre como usted?
El Programador salió de las habitaciones de Harlan, sin dejar de
apuntarle con la pistola desintegradora.
Se detuvo en el umbral para decir con una especie de siniestra
alegría:
—Desde luego, si ahora la tuviese, Harlan, podría hacerla suya.
Podría mantener sus relaciones con ella y conseguir el permiso. Pero sólo si la
tuviese ahora. Porque el Cambio será pronto, Harlan, y después, ya no estará a
su alcance. Lástima que el presente sea efímero, incluso en la Eternidad, ¿eh,
Harlan?
Harlan ya no le miraba. Finge había ganado y abandonaba el campo
en plena victoria. Harlan miraba al suelo sin ver, y cuando levantó los ojos,
Finge ya no estaba allí... Harlan nunca supo si habían pasado cinco segundos o
quince minutos.
Las horas pasaron como en una pesadilla, y Harlan estaba
prisionero en la trampa de su propia mente. Todo lo que había dicho Finge era
verdad indiscutible. Con su mente de Observador, Harlan podía mirar
retrospectivamente, y sus relaciones con Noys, aquellos breves y extraños
amores, se le aparecían ahora bajo una luz muy distinta.
No podía ser un caso de amor repentino. ¿Quién iba a creer tal
cosa? ¿Amor por un hombre como él?
Era imposible. Las lágrimas le abrasaron los ojos y se sintió
avergonzado. Por supuesto, todo sucedió por frío cálculo. La muchacha era
atractiva y no tenía principios morales que le impidieran usar sus atractivos
para conseguir sus fines. Y lo hizo a pesar de no sentir ningún interés por
Harlan. Lo hizo simplemente obedeciendo a su equivocada creencia acerca de lo
que era la Eternidad y lo que significaba.
Los largos dedos de Harlan acariciaron maquinalmente los
volúmenes de la pequeña librería. Cogió uno y, sin mirar, lo abrió.
Las letras bailaron ante sus ojos, confusas. Los desvaídos
colores de las ilustraciones le parecieron manchas informes y sin contenido.
¿Por qué se había molestado Finge en decirle todo aquello? A
decir verdad, no hacía ninguna falta. Un Observador, o quien quiera que actuase
como Observador, no podía tener acceso a los objetivos de su Observación. Ello
podía perjudicar a su neutralidad ideal de inhumano y objetivo instrumento.
Lo hizo para atormentarle, para dar satisfacción a sus celos.
Harlan pasó los dedos por la página abierta de la revista.
Estaba contemplando una reproducción de un vehículo terrestre de color rojo
brillante, parecido a los vehículos característicos de los Siglos 45, 182, 590
y 984, así como de los últimos Tiempos Primitivos. Era una máquina elemental,
con motor de combustión interna. En la Era Primitiva los derivados del petróleo
natural constituían el origen de la energía y la goma natural protegía las
ruedas. Desde luego, eso no se aplicaba a ninguno de los Siglos posteriores.
Harlan se lo había explicado a Cooper. Fue toda una disertación;
en aquel momento, como si su mente quisiera apartarse de su desdichada
situación actual empezó a recordar. Las imágenes de su conversación volvieron a
la vida.
—Estos anuncios —había dicho— nos dicen más acerca de los
Tiempos Primitivos que los artículos llamados de noticias en el mismo volumen.
Los artículos noticiosos exigen un conocimiento básico del mundo a que se
refieren. Se emplean muchos términos para los que no ofrecen ninguna
explicación. Por ejemplo, ¿qué es una pelota de golf?
Cooper confesaba prontamente su ignorancia.
Harlan continuó en el tono didáctico que no podía evitar en
tales ocasiones:
—Podemos deducir que se trata de una esfera pequeña gracias al
comentario casual que se hace de la misma. Sabemos que se usaba para un juego
deportivo, puesto que parece mencionada bajo el epígrafe «Deportes». Podemos
aventurar otra deducción y suponer que era golpeada con alguna clase de bastón
largo, y que el propósito del juego consistía en introducir la pelota en un
agujero del suelo. Pero ¿es necesario molestarnos en razonar y deducir?
¡Observemos este anuncio! Su única finalidad es inducir a los lectores a que
compren esa clase de pelota, pero al hacerlo nos ofrece un excelente retrato
del objeto en primer plano, así como un dibujo en sección para mostrar su
estructura.
Cooper, que procedía de un Siglo en el que la publicidad no era
tan usada como en los últimos Siglos de los Tiempos Primitivos, encontró todo
aquello algo difícil de entender y así lo dijo.
—¿No es desagradable la ostentación que esas gentes hacían de
sus creaciones? ¿Quién puede ser tan estúpido como para creer a una persona que
ensalza su propio producto? ¿Acaso va a confesar sus defectos? ¿Retrocederá
ante cualquier exageración?
Harlan, cuyo Siglo natal conocía bien el arte de la publicidad,
enarcó las cejas, tolerante, y contestó:
—Tenemos que aceptarlos como son. Nunca combatimos las
costumbres de cualquier civilización, mientras no causen un grave daño a la
Humanidad.
La mente de Harlan volvió de pronto a considerar su presente
situación, y su mirada se clavó en los chillones y tentadores anuncios de la
revista. De repente se preguntó: Lo que acababa de pensar, ¿no guardaba cierta
relación con su problema? ¿No estaba buscando inconscientemente una solución a
sus dificultades, que pudiera devolverle al lado de Noys?
¡Los anuncios! Un procedimiento para atraer a los
desinteresados.
¿Qué le importaba a un fabricante de vehículos terrestres si el
deseo de un individuo desconocido hacia su producto era espontáneo o provocado?
Si el cliente —ésa era la palabra— podía ser artificialmente convencido o
sugestionado para sentir tal deseo y actuar en consecuencia, ¿no era eso todo
lo que le importaba al fabricante?
Entonces, ¿qué importancia tenía que Noys le quisiera por amor o
por cálculo? Cuando hubiesen pasado algún tiempo juntos, ella aprendería a
amarle. Él haría que ella le amase, y, en definitiva, el amor y no sus motivos
era lo que importaba. Ahora deseó haber leído alguna de las novelas del Siglo
normal que Finge había mencionado con desprecio.
Una nueva idea hizo que Harlan apretara los puños. Si Noys
acudió a él, a Harlan, para obtener la inmortalidad, ello sólo podía significar
que aún no había cumplido la condición necesaria para obtener aquel don. Era
imposible que hubiese hecho el amor con otro Eterno anteriormente. Aquello
significaba que su relación con Finge no pasó de ser la de una secretaria con
su jefe. De lo contrario, ¿qué necesidad tenía de acudir a Harlan?
Sin embargo, Finge habría probado..., debió intentar... Finge
pudo querer aprovecharse de aquella superstición; sin duda debió ocurrírsele,
estando Noys delante de él como constante tentación. Esto significaba que ella
lo había rechazado.
Tuvo que recurrir a Harlan, y Harlan había tenido éxito. Por
aquella razón, Finge se vengaba torturando a Harlan, al explicarle los motivos
de Noys y al demostrarle que nunca podría hacerla suya.
Sin embargo, Noys rechazó a Finge, aun creyendo que rechazaba la
vida eterna, y en cambio había aceptado a Harlan. Pudo escoger, y se decidió
por Harlan. Por lo tanto, no era sólo cálculo. Los sentimientos también jugaban
su parte.
Los pensamientos de Harlan eran deshilvanados y confusos, y a
cada momento que pasaba su agitación era mayor.
Debía acudir al lado de ella, en seguida. Antes de que se
produjese el Cambio de Realidad. Como le había dicho Finge en su rencor: el
presente es efímero, incluso en la Eternidad.
—¿No era verdad? ¿Podía hacerse otra cosa?
Harlan sabía exactamente lo que debía hacer. Los insultos de
Finge le habían llevado a un estado en el que se encontraba dispuesto para
cometer cualquier crimen. Y el último dardo de Finge le había dado la idea de
cómo hacerlo.
Después de aquello ya no perdió un instante. Dejó sus
habitaciones con exaltación, casi con alegría, a paso rápido, dispuesto a
cometer un crimen contra la Eternidad.
Nadie le hizo preguntas. Nadie lo detuvo. El aislamiento social
de un Ejecutor tenía sus ventajas. Por los pasillos de acceso a las cabinas
llegó a una de las entradas al Tiempo normal y ajustó los mandos. Desde luego,
era posible que alguien se encaminase allí con una finalidad legítima, y se
diera cuenta de que el acceso estaba en uso. Vaciló un momento y luego decidió
estampar su sello en el registro que estaba al lado del acceso. Una entrada en
uso oficial no llamaría la atención. En cambio, una entrada en actividad sin
permiso llamaría demasiado la atención.
Desde luego, podía ser Finge quien tropezase por azar con aquel
acceso. Tenía que correr ese riesgo.
Noys seguía de pie tal como la había dejado. Amargas horas
(fisio-horas) habían transcurrido desde que Harlan abandonó el 482.° por una
Eternidad fría y solitaria, pero ahora regresaba en el mismo Tiempo, a segundos
de diferencia del momento en que se había marchado. Noys no había tenido tiempo
de volverse.
Ella pareció sorprendida.
—¿Has olvidado algo, Andrew?
Él la contempló con
pasión, pero no hizo ningún gesto para acudir a su lado. Recordaba
las palabras de Finge y temía que ella le rechazase. Dijo duramente:
—Debes hacer lo que te diga.
—Sucede algo, ¿no es cierto? —dijo Noys—. Acabas de marcharte
hace sólo un momento.
—No te preocupes —dijo Harlan.
Era todo lo que podía hacer para no cogerla en sus brazos, para
calmarla. En vez de ello, le habló con dureza. Era como si un demonio le
obligase a hacer todo aquello contra su voluntad. ¿Por qué había vuelto en el
primer momento posible? Sólo consiguió asustarla con su casi instantáneo regreso
después de su despedida.
En realidad, conocía la razón. Tenía un margen de seguridad de
dos días en su programa. Las primeras horas de aquel período marginal eran más
seguras y presentaban menos posibilidades de ser descubierto. El tratar de
aprovechar al máximo la ventaja que aquello le proporcionaba era una tendencia
natural. De todos modos, corría un grave riesgo. Era fácil equivocarse y entrar
en el Tiempo normal antes de abandonarlo algunas fisio-horas antes. ¿Qué podía
suceder entonces? Era una de las primeras reglas que había aprendido como
Observador. Una persona que ocupe dos puntos del Espacio, en el mismo Tiempo y
en la misma Realidad, corre el riesgo de encontrarse a sí misma.
Aquello debía ser evitado a toda costa. ¿Por qué? Harlan sólo
sabía que no debía encontrarse a sí mismo. No quería verse mirando a los ojos
de otro Harlan llegado antes o después. Además, sería una paradoja, y como
solía decir Twissell: «Las paradojas no existen en el Tiempo, pero sólo gracias
a que el Tiempo evita deliberadamente cualquier paradoja».
Mientras Harlan pensaba confusamente en todo aquello, Noys le
contemplaba con sus grandes y luminosos ojos.
Ella se le acercó y puso sus suaves manos en las de él, que
ardían, diciendo con cariño:
—Estás en dificultades.
A Harlan le pareció que su mirada era cariñosa, llena de amor.
Pero, ¿cómo podía ser? Ya había logrado lo que buscaba. ¿Qué más quería? La
tomó de las muñecas y le dijo con voz ronca:
—¿Querrás acompañarme ahora mismo, sin preguntar nada? ¿Harás
exactamente lo que yo te diga?
—¿Debo hacerlo? —preguntó ella.
—Sí debes, Noys. Es muy importante.
—Entonces, iré.
Lo dijo con naturalidad, como si todos los días le hiciesen
peticiones semejantes y estuviese acostumbrada a aceptarlas.
Cuando llegaron— junto a la cabina, Noys titubeó un poco, pero
luego entró.
—Vamos al hipertiempo, Noys —dijo Harlan.
—Eso significa el futuro, ¿verdad?
La cabina zumbaba ya levemente cuando entraron. Apenas se hubo
sentado ella, Harlan desplazó disimuladamente una palanca con el codo.
Contrariamente a lo que él temía, ella no dio muestras de
vértigo cuando empezó la indescriptible sensación de «viajar» a través del
Tiempo.
Guardó silencio, inmóvil y bella. Tanto, que al mirarla se le
oprimió el corazón y no le importó lo más mínimo la traición que acababa de
cometer al introducir a una Temporal en la Eternidad sin autorización.
—¿Esta escala muestra los números de los años, Andrew? —preguntó
ella.
—De los Siglos.
—¡No me digas que ya hemos avanzado un millar de años hacia el
futuro!
—En efecto.
—Pues no me lo parece.
—Ya lo sé.
Ella miró a su alrededor.
—Pero, ¿cómo avanzamos?
—No lo sé, Noys.
—¿No lo sabes?
—En la Eternidad hay
muchas cosas que difícilmente se comprenden.
Las cifras del indicador
volaban, cada vez más rápidas, hasta resultar ilegibles. Con el codo, Harlan
había puesto al máximo la palanca de velocidad. El consumo de potencia podía
suscitar alguna curiosidad en las centrales de energía, pero no era probable.
Nadie le esperaba en la Eternidad cuando regresó allí con Noys, y con eso tenía
a su favor nueve posibilidades entre diez. Lo que ahora importaba era buscar un
lugar seguro para ella.
Volviéndose hacia su
interlocutora, Harlan explicó:
—Ni siquiera los Eternos
lo sabemos todo.
—Y yo no soy una Eterna
—murmuró ella—. ¡Es tan poco lo que sé!
El corazón de Harlan dio
un vuelco. ¿Todavía no se consideraba una Eterna? Pues ¿qué había dicho
Finge...?
Déjalo correr, pensó.
Déjalo correr. Ella está contigo, te sonríe. ¿Qué más quieres?
No obstante, habló sin
poder evitarlo.
—Tú crees que los
Eternos vivimos siempre, ¿no?
—Bien, puesto que les
llaman Eternos, y todo el mundo dice que lo son...
Le dirigió una radiante
sonrisa.
—Pero no es verdad, ¿o
sí?
—Así pues, ¿tú no lo
crees?
—Cuando estuve en la
Eternidad, al cabo de algún tiempo me di cuenta de que no hablabais como si
fuerais a vivir siempre. Además, vi hombres ancianos.
—Sin embargo, tú lo
dijiste... aquella noche. Ella se movió a lo largo del asiento para
acercársele, sin dejar de sonreír.
—Es que pensé: ¡quien
sabe!
Harlan continuó, sin
lograr dominar del todo la tensión que se reflejaba en su voz:
—¿Qué puede hacer un
Temporal para convertirse en Eterno?
La sonrisa de ella
desapareció, y quizá fue imaginación de Harlan, pero le pareció ver en las
mejillas de Noys un leve rubor.
—¿Por qué me lo
preguntas? —dijo.
—Para saberlo.
—Es una tontería, y
prefiero no hablar de ello —replicó.
Bajó la vista para
contemplarse sus graciosos dedos, terminados en uñas que brillaban sin color
definido bajo la luz amortiguada de la cabina. Harlan pensó distraídamente que
en una fiesta de sociedad, con unas cuantas lámparas ultravioleta entre la
iluminación de sala, aquellas uñas podían brillar con un color verde o rojo
oscuro, según el ángulo en que ella mantuviera sus manos. Una muchacha inteligente
como Noys podía obtener quizá media docena de tonos, y fingir que los colores
reflejaban sus sentimientos. Azul de inocencia, amarillo brillante de alegría,
morado de pena, escarlata de pasión.
—¿Por qué me has amado?
—dijo Harlan. Ella se apartó el cabello de la frente y le miró con un rostro
pálido y grave.
—Si quieres saberlo, uno
de los motivos fue la creencia de que una muchacha puede convertirse en Eterna
de esa forma. No me importaría vivir eternamente.
—Acabas de decir que no
creías en eso.
—No lo creía, pero no
podía perjudicarme la prueba. Especialmente porque...
Él la miraba con
serenidad, hallando consuelo a su dolor y desengaño en una actitud de fría
reprobación, inspirada en la moralidad de su Siglo natal.
—Continúa —dijo Harlan.
—Especialmente porque
deseaba hacerlo.
—¿Deseabas amarme?
—Sí.
—¿Por qué a mí?
—Porque me gustabas.
Porque pensé que eras curioso.
—¿Curioso?
—Bien, raro, si lo
prefieres. Siempre procurabas no mirarme, pero acababas mirándome. Tratabas de
odiarme, y sin embargo yo podía ver que me deseabas. Sentía un poco de
compasión por ti, creo.
—¿Compasión? ¿Por qué?
—Porque te creabas tanto problema con tu deseo, cuando la cosa
es tan sencilla. Si te gusta una chica, no tienes más que decírselo. Es fácil
ser amable. ¿A qué sufrir?
Harlan asintió. ¡Aquella era la moralidad del Siglo 482! Luego
murmuró:
—¡Una cosa tan sencilla!
¡No hay más que decirlo!
—Desde luego, es preciso que la chica tenga ganas, y que no
tenga otro compromiso. ¿Por qué no? A mí me parece muy sencillo.
Ahora fue Harlan quien bajó los ojos. Desde luego, era una cosa
bien fácil.
Y, ¿qué opinas de mí ahora? —preguntó humildemente.
—Que eres muy simpático —dijo ella suavemente— y que si
quisieras mostrarte natural... ¿Por qué no sonríes nunca?
—No puedo sonreír en estos momentos, Noys.
—Por favor. Quiero ver cómo te sienta. Vamos a ver.
Ella le puso los dedos en las comisuras de la boca y las estiró.
Él echó la cabeza atrás, con sorpresa, y no pudo evitar una sonrisa.
—Lo ves. Eres casi guapo. Con alguna práctica..., poniéndote
delante de un espejo y sonriendo a menudo, y haciendo algún guiño con los
ojos... Apuesto que llegarías a ser realmente atractivo.
Pero la recién nacida sonrisa de Harlan desapareció.
Noys dijo:
—¿Estamos en dificultades, no es cierto?
—Sí, Noys. Dificultades graves.
—¿Por lo que hicimos tú y yo aquella noche?
—No exactamente.
—Aquello fue culpa mía, ya lo sabes. Si quieres, yo misma lo
explicaré.
—¡ Nunca! —dijo Harlan con energía—. Nunca te consideres
culpable por ello. No has hecho nada, nada, de que sentirte culpable. Es otra
cosa.
Intranquila, Noys miró el indicador de Siglos.
—¿Dónde estamos? Ni siquiera puedo ver los números.
—¿En qué Tiempo estamos? —la corrigió automáticamente Harlan.
Redujo la velocidad y los Siglos pudieron leerse en el
indicador.
Los hermosos ojos de Noys se agrandaron y sus pestañas
contrastaron con la blancura de su cutis.
—¿Es posible?
Harlan lanzó una rápida ojeada al indicador. Estaba en 72.000.
—Puedes estar segura.
—Pero ¿adonde vamos? —preguntó ella.
—Al más lejano hipertiempo —dijo él, sombrío—. Lo más lejos
posible, donde no puedan encontrarte.
Y en silencio, ambos contemplaron el rápido paso de los números.
En silencio, Harlan se repitió una y otra vez que la muchacha era inocente de
las acusaciones de Finge. Había confesado sin rodeos que aquellas acusaciones
eran verdad en parte, pero también había admitido, con igual franqueza, la
existencia de una atracción personal.
Levantó los ojos al darse cuenta del movimiento de Noys. Ella
había pasado al otro lado de la cabina y con un gesto decidido, había detenido
el aparato con una deceleración brusca, que resultó extremadamente desagradable
para los dos.
Harlan se agarró al borde del asiento y cerró los ojos hasta que
pasó el mareo.
—¿Qué pasa? —preguntó Harlan. Ella estaba pálida, y durante un
segundo no contestó. Luego, dijo:
—No quiero ir más lejos. Los números son muy elevados.
El indicador de Siglo marcaba: 111.394.
—Es suficiente —dijo él.
Luego, Harlan tendió la
mano, muy serio.
— Ven, Noys. Éste será
tu hogar por algún tiempo.
Juntos caminaron como
niños por los desiertos corredores, cogidos de la mano. Las luces estaban
encendidas en los pasillos y las oscuras habitaciones se encendían alegremente
al apretar un botón. El aire era fresco y agradable, indicando la existencia de
buena ventilación, aunque no se notaba ninguna corriente.
Noys susurró:
— ¿No hay nadie aquí?
— Nadie — dijo Harlan.
Trató de que su voz sonara firme y decidida. Como se hallaban en
uno de los Siglos Ocultos, quiso romper el encanto, pero sus palabras no
pasaron de ser un susurro.
Ni siquiera sabía cómo referirse a algo tan lejano en el
hipertiempo. Llamarlo el Siglo uno—uno—uno—tres—nueve—cuatro parecía ridículo.
Tendría que decir simplemente: «Más allá del Siglo cien mil».
Era absurdo el preocuparse ahora de este problema, pero una vez
agotada la excitación de la huida, se encontraba solo en una región de la
Eternidad donde ningún humano había puesto los pies, y aquello no le gustaba.
Sentía vergüenza redoblada, puesto que Noys podía darse cuenta, por no poder
dominar un leve temblor correspondiente al leve terror que empezaba a
experimentar.
Noys dijo:
— Está muy limpio. No se ve rastro de polvo.
— Automático — dijo Harlan. Con un esfuerzo que pareció
arrancarle las cuerdas vocales, alzó la voz hasta el tono normal — . Pero no
hay nadie aquí, ni en los híper o hipotiempos, por miles y miles de Siglos.
Noys pareció entenderlo fácilmente.
— ¿Cómo es posible que esté tan bien equipado? Hemos hallado
depósitos de alimentos y una biblioteca de microfilms, ¿no te has fijado?
— Sí, ya lo he visto. En efecto, todo está dispuesto. Todas
están plenamente equipadas. Cada Sección.
— Pero, ¿por qué, si nadie viene aquí nunca?
—Es una cosa lógica —dijo Harlan.
—El hecho de hablar de aquel asunto hizo desaparecer algo del
misterio de aquel lugar. Al explicar en voz alta lo que ya sabía, empezaba a
contemplarlo como una cosa prosaica. Harlan continuó:
—En los comienzos de la Historia de la Eternidad, uno de los
Siglos del Trescientos inventó un duplicador de masa. ¿Sabes a qué me refiero?
Estableciendo un campo de resonancia, la energía puede ser convertida en
materia. Las partículas subatómicas ocupan exactamente los mismos niveles, bajo
las mismas condiciones de incertidumbre, que en los átomos en el objeto usado
como modelo. El resultado es una copia exacta. Los de la Eternidad hemos
utilizado ese instrumento para nuestros fines. En aquellos tiempos sólo se
habían construido seiscientas o setecientas Secciones. Teníamos proyectos de
ampliación, desde luego. Uno de los lemas de aquella época era: «Diez nuevas
Secciones cada fisio-año». El duplicador de masa resolvió el problema de una
vez para siempre. Construimos una nueva Sección completa con alimentos, reserva
de energía, agua y los automatismos más adelantados; la usamos como patrón y la
duplicamos para cada Siglo a través de toda la Eternidad. No sé cuánto tiempo
estuvo funcionando el duplicador, millones de Siglos, probablemente.
—¿Todas iguales, Andrew?
—Todas exactamente iguales. A medida que la Eternidad se
extiende, simplemente nos instalamos adaptando la construcción original según
las costumbres del Siglo en que nos hallemos. El único problema surge cuando
nos encontramos con una civilización basada en el uso de la energía pura. La
verdad es que... nosotros aún no habíamos llegado a esta Sección.
(No era preciso decirle que los Eternos no podían penetrar en el
Tiempo normal en aquellos Siglos Ocultos. ¿Qué importaba ahora?)
Harlan la miró y observó que pareció preocupada. Continuó
rápidamente:
—No es un despilfarro el construir tantas Secciones. Sólo
gastamos energía, y como disponemos de la nova... Ella le interrumpió:
—No es eso. Es que no puedo recordarlo.
—¿Recordar el qué?
—Dijiste que el duplicado de masa se inventó en los Trescientos.
Sin embargo, nosotros, en el Siglo Cuatrocientos ochenta y dos no lo conocemos.
Y no recuerdo haber visto nada de esto en las Historias.
Harlan se quedó pensativo. Aunque ella sólo medía cinco
centímetros menos que él, de súbito se sintió un gigante a su lado. Ella era
como un niño y él era un semidiós de la Eternidad, que debía enseñarla y
conducirla pacientemente hasta la verdad.
Harlan dijo:
—Noys, querida, busquemos un lugar donde podamos sentarnos y
donde... pueda explicarte algo.
El concepto de una Realidad variable, una Realidad que no fuese
fija, eterna e inmutable, no era una idea que pudiese ser aceptada fácilmente
por cualquiera.
A veces, en sueños, Harlan regresaba a los primeros días de su
época de Discípulo y evocaba los desgarradores intentos de divorciarse de su
Siglo y de su Tiempo.
Al Aprendiz corriente le costaba seis meses el aprender toda la
verdad, el descubrir que nunca más podría regresar a sus orígenes en un sentido
absoluto. No era sólo la Ley de la Eternidad la que lo impedía, sino el frío
hecho de que sus orígenes, según él los entendía, podían en cierto modo no
existir.
Aquello afectaba a los Aprendices de distintas maneras. Harlan
recordaba cómo el rostro de Bonky Latourette se había vuelto blanco el día que
el Instructor Yarrow explicó claramente lo que era la Realidad.
Ninguno de los Discípulos pudo comer aquella noche. Se agruparon
juntos buscando una especie de consuelo psíquico, todos excepto Latourette, que
había desaparecido. Hubo muchas falsas risas y se cruzaron tristes bromas entre
ellos.
Alguien dijo con voz trémula e insegura: «Supongo que ya no
tengo madre, que nunca la he tenido. Si regresara al Noventa y cinco me dirían:
¿Quién eres tú? No te conocemos. No constas en nuestros registros. Ya no
existes».
Todos sonrieron débilmente y movieron la cabeza. Eran unos
chicos solitarios, y no les quedaba nada excepto la Eternidad.
Encontraron a Latourette a la hora de dormir, tendido en su cama
y respirando débilmente. Tenía la ligera marca de una hipodérmica en el brazo,
y, afortunadamente, también se dieron cuenta de ello.
Avisaron a Yarrow, y por un momento pareció que aquél era el fin
de la carrera de un Aprendiz, pero al final consiguieron hacerlo volver en sí.
Una semana más tarde volvía a ocupar su asiento en la clase. Sin embargo, la
marca de aquella noche quedó impresa en la personalidad del muchacho, según
pudo comprobar Harlan en posteriores encuentros.
Y ahora Harlan tenía que explicar la Realidad a Noys Lambent,
una muchacha que no tenía mucha más edad que aquellos Aprendices, y
explicársela de una vez y completamente. Tenía que hacerlo. No quedaba otro
remedio. Ella tenía que saber exactamente lo que les esperaba y lo que debía
hacer.
Harlan se lo explicó. Comieron carne en conserva, frutas
congeladas y leche en una larga mesa de reuniones donde cabían doce personas, y
allí se lo dijo.
Lo hizo tan suavemente como le fue posible, pero casi no fue
necesaria su precaución. Ella comprendió rápidamente todas las ideas que él le
exponía y, antes de llegar a la mitad de su explicación, Harlan observó, con
sorpresa, que ella no mostraba reacciones negativas. No se mostró asustada. No
pareció confusa ni desamparada. Sólo parecía furiosa.
La ira tiñó el rostro de Noys de un rojo subido mientras sus
oscuros ojos parecían aún más negros.
—¡Pero eso es criminal! —dijo—. ¿Quiénes son los Eternos para hacer semejante cosa?
—Se hace por el bien de
la Humanidad —dijo Harlan.
Desde luego, ella no
podía comprenderlo. La compadeció por su mentalidad de Temporal, sujeta siempre
a los límites de su Siglo.
—¿Lo crees así? Supongo
que por eso eliminaron el duplicador de masa.
—Tenemos copias. No te
preocupes por eso. Nosotros lo conservamos.
—Vosotros lo guardáis.
Pero, ¿qué hay con nosotros? —dijo Noys—. Nosotros, los del Cuatrocientos
ochenta y dos, podríamos tenerlo.
Ella hizo un gesto con
los puños cerrados.
—No os habría
beneficiado. Mira, querida, no te excites y escúchame.
Con un gesto casi
convulsivo, Harlan (que aún tenía que aprender a tocarla naturalmente, sin que
su gesto pareciera una ridícula invitación a que lo rechazara) cogió las manos
de Noys y las apretó con fuerza.
Por un instante, ella
trató de liberarse y luego se sometió. Rió suavemente.
—¡Bah! Continúa, y no
pongas esta cara tan solemne. No digo que tú tengas la culpa.
—No debes culpar a
nadie. No existe culpa. Hemos hecho lo que debía hacerse. El duplicador de masa
es un ejemplo típico. Lo estudiábamos en la Escuela. Cuando se puede duplicar
la materia, también pueden duplicarse personas. De esto pueden resultar problemas
muy difíciles.
—Debemos permitir que la
Sociedad resuelva sus propios problemas.
—Cierto, pero nosotros
hemos analizado aquella sociedad a lo largo de su evolución en el Tiempo, y
vemos que no ha resuelto su problema de una manera satisfactoria. Ten en cuenta
que su fracaso también afecta a todas las civilizaciones siguientes. Se ha
llegado a la conclusión de que no existe una solución satisfactoria para el
problema del duplicador de masa. Es una de esas cosas, como las guerras
atómicas y la esclavitud, que no pueden permitirse. Sus resultados nunca son
satisfactorios.
—¿Cómo puedes estar
seguro?
—Tenemos nuestros
Cerebros electrónicos, Noys; calculadoras mucho más exactas que cualquier otra
que se haya podido inventar en cualquier Realidad. Podemos analizar las
posibles Realidades y evaluar las ventajas entre miles y miles de variables.
—¡Bah! ¡Máquinas! —dijo ella con desprecio. Harlan
frunció el ceño y luego trató de convencerla.
—No seas así. Es natural
que te haya sorprendido el saber que la vida no es tan inmutable como pensabas.
Hace un año, tú misma y el mundo donde vivías es posible que sólo fuerais una
probabilidad teórica, pero, ¿qué importa eso? Posees todos tus recuerdos, sean
de hechos hipotéticos o no. ¿No es cierto que puedes recordar tu propia
infancia, y a tus padres?
—Naturalmente.
—Entonces es lo mismo
que si la hubieras vivido. ¿No es verdad? Quiero decir que no importa si la has
vivido en realidad o no.
—No estoy tan segura;
tendría que pensarlo. ¿Qué sucedería si mañana me vuelvo a encontrar hecha una
probabilidad teórica, o un fantasma o como lo llames?
—Habría una nueva
Realidad y una nueva Noys con nuevos recuerdos. Sería como si nada hubiese
ocurrido, excepto que la suma total de la felicidad humana habría aumentado.
—No me parece del todo
convincente.
—Además —la interrumpió
Harlan—, nada puede su—cederte ahora. Habrá una nueva Realidad, pero tú estás
en la Eternidad. Ya no pueden cambiarte.
—Acabas de decir que
ello no tiene importancia —dijo Noys, pensativa—. ¿Por qué te has tomado tantas
molestias, pues?
Harlan contestó con
emoción:
—Porque te quiero tal
como eres. Exactamente igual.
No quiero que cambies.
De ninguna manera, ni para bien ni para mal.
Estuvo a punto de
confesar la verdad, que sin la ventaja de aquella superstición acerca de los
Eternos y la inmortalidad, ella nunca se habría interesado por él.
—Entonces, ¿tendré que
quedarme aquí para siempre? —dijo ella, mirándole fijamente—. Me sentiré muy
sola.
—No, no. No pienses en
eso —dijo Harlan con ansiedad, apretándole las manos tan fuerte que ella
gimió—. Estudiaré tu nueva personalidad después del Cambio en el Cuatrocientos
ochenta y dos, y entonces volverás allí para fingir esa personalidad. Yo lo
arreglaré. Pediré permiso para establecer una relación formal contigo, y conseguiré
que los Cambios ulteriores no te afecten. Soy un Especialista y buen Ejecutor,
y conozco bien la técnica de los Cambios de Realidad. —Luego, añadió
sombríamente—: También sé otras cosas más.
—Lo que hemos hecho
¿está permitido? —preguntó Noys—. Quiero decir, si te es posible llevar a otra
persona a la Eternidad y evitar que sufra los efectos del Cambio. Por lo que me
has dicho, creo que debe constituir una falta.
Por un momento Harlan
sintió frío, y el ánimo abatido por la inmensa soledad de los miles de Siglos
que los rodeaban. Por un instante se sintió desterrado de aquella Eternidad que
era su único hogar y su única fe; sólo la mujer por quien había renunciado a
todo aquello permanecía a su lado.
—Sí, es un crimen —dijo
Harlan, desde el fondo de su alma—. Es un crimen enorme y me siento
terriblemente avergonzado por ello. Pero lo volvería a cometer, una y mil veces
si fuese necesario.
—¿Lo has hecho por mí,
Andrew? ¿Por mí? Él no pudo mirarla a los ojos.
—No, Noys, lo he hecho
por mí mismo. No podría soportar el perderte.
—Si nos sorprenden...
—dijo ella.
Harlan sabía lo que
podía sucederles. Lo sabía desde aquel momento de inspiración que tuvo la
primera noche que conoció a Noys. Pero a pesar de todo, no se atrevía a pensar
en sus terribles consecuencias.
—No temo a nadie
—contestó—. Sé cómo cuidar de mí mismo, y otras muchas cosas que ellos ignoran.
El período que siguió fue realmente idílico, aunque esto no lo
supo Harlan hasta más tarde.
Cien cosas distintas sucedieron durante aquellas fisio-semanas y
todas se mezclaron inextricablemente en la memoria de Harlan, pareciéndole que
aquella época había sido mucho más larga. La única cosa idílica que hubo
fueron, desde luego, las horas pasadas con Noys, y aquellas horas dieron sabor
a todo lo demás.
En primer lugar, preparó cuidadosamente su equipaje en la
Sección del Siglo 482, sus vestidos, y sus microfilms, pero sobre todo sus
amados volúmenes de la revista de los Tiempos Primitivos. Vigiló personalmente
el envío a su base permanente en el 575.°.
Finge estaba a su lado cuando las últimas cosas fueron
colocadas en la cabina de carga por los operarios de Mantenimiento.
—Nos abandona, por lo que veo —dijo Finge, escogiendo sus
palabras.
Su sonrisa parecía cordial, pero tenía los labios apretados de
manera que casi no se le veían los dientes. Tenía las manos enlazadas a la
espalda y se balanceaba rítmicamente
sobre la punta de los pies. Harlan no miró a su superior.
—Sí, señor —dijo en tono
inexpresivo.
—Informaré al Jefe
Programador Twissell que ha desempeñado su misión de Observador en el Siglo
Cuatrocientos ochenta y dos de manera completamente satisfactoria.
Harlan no pudo ni
siquiera darle las gracias. Permaneció callado.
Finge continuó, en voz
mucho más baja:
—Pero no le informaré,
por ahora, de su reciente intento de agresión contra un superior.
Y aunque continuaba
sonriendo y su mirada era inexpresiva, había un deje de cruel satisfacción en
sus palabras.
—Como guste, Programador
—dijo Harlan.
En segundo lugar, volvió
a su destino en el Siglo 575.
Casi en seguida tropezó
con Twissell. Sintió alegría al volver a ver aquella pequeña figura, rematada
por el arrugado pero vivaz rostro. Hasta le agradó volver a ver aquel blanco
cilindro humeante entre dos dedos manchados, que de vez en cuando Twissell se
llevaba a los labios.
Harlan dijo:
—Programador...
Twissell, que salía de
su despacho, miró a Harlan y por un momento pareció no reconocerle. Su rostro
expresaba fatiga y tenía los ojos irritados.
—¡Ah!, el Ejecutor
Harlan. ¿Ya ha terminado su trabajo en el Cuatrocientos ochenta y dos?
—Sí, señor.
Las siguientes palabras
de Twissell fueron extrañas. Miró su reloj, el cual, como todos los relojes de
la Eternidad, señalaba sólo el fisio-tiempo, indicando el día del mes al mismo
tiempo que la hora, y dijo:
—Muy puntual, muchacho,
muy puntual. Magnífico. Magnífico.
Harlan sintió que el
corazón le daba un vuelco. La última vez que habló con Twissell no le habría
sido posible entender aquel comentario. Ahora creía saber a qué se refería.
Twissell debía estar cansado, o de lo contrario no se habría referido tan
directamente a un asunto tan importante. O quizás el Programador creía que sus
palabras serían indescifrables para él.
—¿Cómo está mi Aprendiz?
—dijo Harlan, procurando aparentar indiferencia para que no pareciera que su
pregunta tenía alguna relación con lo que Twissell acababa de decir.
—Bien, bien —dijo
Twissell, aparentemente distraído.
Llevó el cigarrillo a
sus labios, exhaló una bocanada de humo y después de un corto gesto de
despedida, se marchó apresuradamente.
En tercer lugar, lo del
Aprendiz.
Parecía más viejo.
Parecía rodeado de un aura de madurez, cuando alargó la mano para saludar a
Harlan diciendo:
—Encantado de volver a
verle, Ejecutor.
O quizás era porque,
mientras antes Harlan sólo veía en él a un Aprendiz, ahora le parecía mucho más
que un principiante. Ahora lo veía como un gigantesco instrumento en las manos
de los Eternos. Era natural que a los ojos de Harlan, su Aprendiz
hubiese adquirido una nueva importancia.
Harlan procuró disimular
sus pensamientos. Se encontraban en las habitaciones de Harlan, y el Ejecutor
contempló con agrado las sencillas superficies de porcelana que le rodeaban,
satisfecho de haber dejado atrás los chillones adornos del 482.°. Aunque
tratase de asociar el recargado barroco del 482.° con Noys, sólo conseguía
recordar a Finge. El recuerdo de Noys se asociaba con el de un satinado
crepúsculo, y extrañamente, con la desnuda austeridad de las Secciones de los
Siglos Ocultos.
Empezó a hablar
atolondradamente, como para ocultar sus peligrosos pensamientos.
—Bien, Cooper, ¿qué ha
hecho mientras yo estuve de viaje? —Cooper rió y se frotó su lacio bigote con
un dedo diciendo con timidez:
—Estudiando matemáticas.
Siempre matemáticas.
—¿Sí? Supongo que habrá
llegado ya a los cursos superiores.
—Los últimos grados.
—¿Son difíciles?
—Por ahora puedo
soportarlos. Me resulta bastante fácil. Me gusta esta materia. Pero, realmente,
estoy cargado de trabajo.
Harlan asintió con
cierta satisfacción.
—Las matrices de Campo Temporal
y todo eso, ¿eh? Pero Cooper, un poco sofocado, se dirigió a la estantería
llena de libros y dijo:
—Hablemos de los
Primitivos. Tengo algunas preguntas que hacerle.
—¿Sobre qué?
—Sobre la vida en las
grandes ciudades del Siglo Veintitrés. En Los Ángeles, especialmente.
—¿Por qué Los Ángeles?
—Me parece una ciudad
interesante, ¿a usted no?
—Ciertamente, pero sería mejor verla en el Veintiuno. En el
Siglo Veintiuno se encontraba en su apogeo.
—Preferiría el
Veintitrés. Harlan respondió:
—Bien, ¿por qué no?
Su rostro seguía
impasible. Pero si hubiera sido posible arrancarle su máscara de impasibilidad,
dicho rostro habría aparecido sombrío. Su intuición resultaba ser algo más que
una pura coincidencia. Todo concordaba exactamente.
En cuarto lugar, la investigación.
En dos sentidos.
Ante todo, para sí. Cada
día, con ojos escrutadores, estudiaba los informes que se amontonaban en el
escritorio de Twissell. Hacían referencia a distintos Cambios de Realidad en
proyecto o que habían sido recomendados.
De todos ellos llegaban
copias a poder de Twissell, por ser miembro del Gran Consejo Pantemporal;
Harlan sabía que no dejaría de recibir ni uno solo. Primero buscó el Cambio que
se avecinaba en el Siglo 482. Luego, buscó —entre los demás Cambios uno que
pudiera presentar un error, una ambigüedad, algo que se apartara de la
perfección y que sería visible a sus ojos de Ejecutor entrenado y con
talento.
En estricta aplicación
de las reglas, aquellos informes no estaban destinados a que él los viera, pero
Twissell se encontraba raramente en su despacho aquellas días y nadie se
preocupó de mezclarse en los asuntos del Ejecutor personal de Twissell.
Aquélla era una parte de
su investigación. La otra parte le llevó a la biblioteca de la Sección del
Siglo 575. Por primera vez se aventuró a apartarse de aquellas partes de la
biblioteca que ordinariamente monopolizaban su atención. En el pasado, Harlan
había sido un asiduo lector de Historia Primitiva (una parte de la biblioteca
bastante deficiente, de manera que la mayoría de sus libros de estudio o
referencia sólo se referían a los comienzos del tercer milenio, como era
natural). Pero ahora se dedicó, con mayor ahínco, a los estantes dedicados a
los Cambios de Realidad, su teoría, técnica e historia; una colección excelente
(la mejor que existía en la Eternidad, excepto la de la Central, gracias a
Twissell), la cual llegó a dominar completamente.
También leyó con
curiosidad otros libros, éstos microfilmados. Por primera vez estudió con
detenimiento los estantes dedicados al propio Siglo 575: su geografía, que
variaba muy poco de una a otra Realidad, sus Historias, que variaban más, y sus
sociologías, que variaban aún más. No eran libros o informes escritos sobre el
Siglo por los Observadores o Coordinadores de la Eternidad (con los cuales se
hallaba familiarizado), sino obras de los mismos Temporales.
Allí estaban los libros
de literatura del 575.°, que recordaron agitadas discusiones sobre él valor de
los Cambios alternativos. ¿Podía aquella obra maestra ser alterada? Si lo era,
¿en qué sentido? ¿Cómo influían los Cambios anteriores sobre las obras de arte?
En cuanto a esto,
¿existía unanimidad sobre la definición del arte? ¿Podría nunca ser reducido a
términos cuantitativos, capaces de ser evaluados por los cerebros electrónicos?
Uno de los principales
antagonistas de Twissell en estas discusiones era un Programador llamado Angus
Sennor. Harlan, intrigado por las apasionadas opiniones de Twissell sobre aquel
hombre y sus puntos de vista, había leído algunas de las obras de Sennor, y le
parecieron sorprendentes.
Sennor se preguntaba
públicamente, y para Harlan en forma desconcertante, si una nueva Realidad no
podía contener en sí misma una personalidad homologa de la de un hombre que
hubiera sido llevado a la Eternidad en una realidad anterior. Analizaba la
posibilidad de que un Eterno encontrase a su homólogo en el Tiempo normal, bien
a sabiendas o por sorpresa, y especulaba sobre los resultados posibles en cada
caso. (Aquel era uno de los temores más vivos de la Eternidad, y Harlan se
estremeció y se apresuró a terminar de leer aquella discusión.) Luego disertaba
sobre el destino de la literatura y del arte en los Cambios de Realidad de
distintos tipos y clasificaciones.
Pero Twissell no quería
saber nada de todo aquello. —Si los valores del arte no pueden ser analizados
—le gritó a Harlan en una ocasión—, ¿qué necesidad tenemos de preocuparnos por
ellos?
Y la opinión de
Twissell, como sabía muy bien Harlan, era compartida por la mayor parte del
Gran Consejo Pantemporal.
Ahora Harlan estaba ante
los estantes de las obras de Eric Linkollew, generalmente considerado como el
más conspicuo escritor del 575.°, y dudó de que Twissell tuviese razón. Podía
contar hasta quince colecciones de «Obras Completas», cada una de las cuales,
indudablemente, había sido escrita en una Realidad distinta. Todas eran
diferentes, por supuesto. Una de ellas era considerablemente más pequeña que
todas las demás, por ejemplo. Cien sociólogos distintos, pensó, habrían escrito
profundos análisis de las diferencias existentes entre aquellas colecciones en
función de las bases sociológicas de cada Realidad.
Harlan se dirigió a la
sala de la biblioteca dedicada a los instrumentos e inventos de los distintos
575.° Muchos de aquellos aparatos, recordaba Harlan, fueron eliminados del
Tiempo normal y sólo permanecían intactos, como muestras del talento humano, en
la Eternidad. La Humanidad debía ser defendida frente a sus propias creaciones
técnicas. Esta cuestión tenía prioridad. Casi no pasaba un fisio-año sin que en
alguna parte del Tiempo normal la tecnología nuclear no se acercase demasiado a
una profundización peligrosa, y tuviera que ser llevada de nuevo por caminos
distintos.
Volvió de nuevo a las
salas de libros microfilmados y a los estantes sobre matemáticas y sobre
Historia de las matemáticas. Sus dedos se pasearon sobre los volúmenes y
después de reflexionar, escogió media docena de libros de aquella estantería y
firmó la ficha de salida.
En quinto lugar lo de
Noys.
Aquélla era la parte más
importante del intermedio, y todo lo que tenía de idílico.
En sus horas libres,
cuando Cooper se iba y normalmente Harlan se habría quedado solo para cenar, o
para esperar el próximo día... se encaminaba a los Tubos.
Agradecía de todo
corazón la especial consideración que los Ejecutores recibían en la mente de
los Eternos. Y agradecía, como nunca había soñado que fuese posible hacerlo, la
manera en que todos procuraban evitar su presencia.
Nadie se molestó en
inquirir su derecho a ocupar una cabina, ni se preocupó de averiguar si se
dirigía al pasado o al futuro. Ninguna mirada de curiosidad siguió sus pasos,
ni hubo una mano que se ofreciese a ayudarle, ni nadie se detuvo para cambiar
unas palabras con él. Podía ir donde quisiera cuando quisiera.
—Has cambiado,
Andrew —le dijo Noys un día—. Por los Cielos, has cambiado
mucho. Él la miró y sonrió.
—¿En qué forma, Noys?
—Has aprendido a
sonreír, ¿no es cierto? —dijo ella—. Éste es uno de los cambios. ¿Nunca te has
mirado en un espejo para ver cómo sonríes?
—Tengo miedo de hacerlo.
Tendría que decirme: Esta felicidad no puede ser cierta. Debo estar enfermo.
Deliro. Sin duda estoy recluido en un sanatorio mental, viviendo en sueños y
sin darme cuenta de ello.
Noys se acercó y le
pellizcó fuertemente.
—¿Sientes algo?
Él la atrajo hacia sí y
se enredó en su mata de cabello negro.
Cuando se separaron,
ella dijo sin aliento:
—En eso también has
cambiado. Lo haces muy bien ahora.
—He tenido una buena
maestra —empezó Harlan, interrumpiéndose al pensar que sus palabras podían
implicar una referencia a los muchos hombres que le hubieran precedido hasta
llegar a formar tan buena maestra. Pero la risa de Noys disipó estas
preocupaciones.
Habían comido y Noys
aparecía adorable en el nuevo vestido que Harlan le había traído de su casa en
el 482.°
Ella se dio cuenta y
pasó la mano por la suave tela de la falda.
—No debiste hacerlo,
Andrew. Realmente preferiría que no lo hicieras.
—No hay ningún peligro
—dijo él con seguridad.
—Hay peligro. No seas
absurdo. Me basta con lo que tengo aquí, hasta... hasta que puedas arreglar las
cosas.
—¿Por qué no has de
tener tus propias ropas y tus cosas personales?
—Porque no valen el riesgo que corres al ir a mi casa en el Tiempo y que
te pueden sorprender. ¿Y si hacen el Cambio mientras estás allí? Él trató de
aparentar tranquilidad.
—No pueden sorprenderme.
Luego prosiguió con animación:
—Además, mi escudo
electrónico de protección me mantiene en el fisio-año, de modo que no puede
afectarme ningún Cambio, ¿comprendes?
—No —suspiró Noys—. Creo
que nunca llegaré a entenderlo.
—No tiene nada de
particular.
Y Harlan trató de
explicárselo una y otra vez, lleno de animación, y Noys le escuchó con aquellos
ojos brillantes que nunca dejaban ver si le escuchaba o si se burlaba de él, o
quizás ambas cosas a la vez.
Todo aquello era un gran
aliciente en la vida de Harlan. Tenía alguien con quien hablar, alguien con
quien podía discutir su vida, sus preocupaciones y sus pensamientos. Era como
si ella fuese una parte de él mismo, pero una parte diferente, con la que necesitaba
comunicarse hablando, en vez de pensar a solas. Y como era diferente, podía
contestar en forma inesperada, gracias a sus procesos mentales independientes.
Era curioso, pensó Harlan, cómo uno podía hacer una Observación de un fenómeno
social como el matrimonio, y, sin embargo, no advertir una verdad tan
importante como era aquélla. ¿Cómo adivinar, por ejemplo, que cuando más tarde
recordase aquel idilio, lo menos destacado serían ! los momentos de
pasión?
Ella se sentó a su lado
y preguntó:
—¿Cómo siguen tus
estudios de matemáticas?
—¿Quieres ver el libro
que traigo? —dijo Harlan.
—¿Es posible que lleves
esos libros encima?
—¿Por qué no? El viaje
en la cabina lleva bastante tiempo. No hay ninguna necesidad de desperdiciarlo.
Él sacó una pequeña lectora
de su bolsillo, insertó el rollo de microfilm y sonrió con cariño cuando ella
se lo llevó a los ojos.
Ella le devolvió la
lectora y meneó la cabeza.
—Nunca he visto tantos
garabatos. Me gustaría saber leer el idioma Pantemporal.
—En realidad —dijo Harlan—
la mayor parte de los garabatos que dices no son del idioma Pantemporal, sino
signos matemáticos.
—Tú los entiendes, ¿no
es eso?
A Harlan le contrariaba
decir nada que pudiese apagar el brillo de franca admiración que lucía en sus
ojos, pero se vio forzado a confesar:
—No tanto como yo
quisiera. Sin embargo, he aprendido bastantes matemáticas para saber lo que
necesito. No es necesario saber mucho para ver un agujero en la pared tan
grande como para dar paso a una cabina de carga.
Lanzó la lectora al aire y la cogió al vuelo antes
de que cayese, dejándola sobre una mesita.
Los ojos de Noys le
miraban con ilusión y Harlan comprendió de pronto el sentido de aquella mirada.
—¡Por el Gran Cronos!
—dijo él—. ¡Naturalmente! ¿No puedes leer el Idioma Pantemporal?
—No, desde luego que no.
—Entonces la biblioteca
de esta Sección te resultará completamente inútil. No se me había ocurrido.
Deberías tener tus propios libros del Cuatrocientos ochenta y dos.
Ella contestó con
prontitud:
—No, no los quiero.
—Los tendrás —dijo
Harlan.
—De veras, no los
necesito. Es una tontería el arriesgarse...
—¡Los tendrás! —repitió
él.
Por última vez se
encontró delante de la frontera inmaterial que separa a la Eternidad de la casa
de Noys en el 482. Había creído que la vez anterior sería la última. El Cambio
debía ya estar muy cerca, cosa que no le había contado a Noys para no
preocuparla.
Pero no le fue difícil
decidirse a repetir el viaje, aquella excursión adicional. En parte, era el
deseo de merecer la admiración de Noys al traerle sus libros metiéndose en la
misma boca del león; en parte su deseo —¿cuál era la frase que usaban los
Primitivos?— de «tirar de las barbas al Rey», si es que aquella frase podía
aplicarse a las mejillas lampiñas de Finge.
Además, así podría
saborear el extraño encanto que tenía el ambiente de una casa condenada a
desaparecer en la nueva Realidad.
Lo había experimentado
antes, cuando entró en ella durante el período marginal de gracia que le
concedía su programa espacio—temporal. Lo sintió mientras vagaba por sus
habitaciones, recogiendo ropas, bibelots y extrañas botellas e instrumentos del
tocador de Noys.
Era el sombrío silencio
de una Realidad a punto de extinguirse, muy diferente de la mera ausencia
física de ruidos. Harlan no podía decir cuál sería la equivalente de aquella
casa en la nueva Realidad. Podía ser una pequeña quinta suburbana, o una casa
de pisos en una calle de la ciudad. O podía desaparecer, mientras las hierbas
salvajes crecerían en el mismo lugar que ahora ocupaba el cuidado jardín de
Noys. Incluso era posible que no sufriera cambios de importancia. Y podía ser
habitada —Harlan cambió rápidamente de pensamiento— por la análoga de Noys, o
desde luego, por otra persona.
Para Harlan aquella casa
ya era como un fantasma, un espectro prematuro que hacía sus apariciones antes
de haber muerto. Puesto que la casa, tal como estaba, significaba tanto para
él, halló que se dolía de su desaparición y que lo lamentaba.
Sólo una vez en los
cinco viajes que había hecho pudo escuchar un ruido que rompiera la quietud de
aquellas salas. En aquel momento se hallaba en la despensa, dando gracias al
hecho de que la tecnología de aquella Realidad y de aquel Siglo permitía
prescindir de sirvientes, lo cual le evitaba ahora un problema. Recordó que
acababa de escoger entre los envases de alimentos preparados, habiendo decidido
que tenía bastante para aquel viaje y que Noys se alegraría de poder variar la
saludable pero monótona comida de los almacenes de la Sección con aquellos
platos predilectos. Incluso se vio a solas mientras pensaba que no hacía mucho,
las comidas de aquel Siglo se le antojaban decadentes y artificiales.
Estaba en la mitad de
aquella carcajada, cuando escuchó un claro ruido metálico. ¡Harlan se quedó
helado!
El sonido había llegado
de algún lugar a sus espaldas. Durante el segundo de sorpresa en que Harlan
permaneció inmóvil, lo primero que se le ocurrió fue que había entrado un
ladrón. El verdadero y tremendo peligro de que fuese un Eterno, se le ocurrió
en segundo lugar.
Pero no podía ser un
ladrón. Todo el período comprendido en el programa espacio—temporal, incluyendo
el margen de seguridad, era cuidadosamente aprobado y seleccionado entre otros
períodos similares teniendo en cuenta la ausencia de factores imprevistos. Por
otro lado, él había inducido un microcambio (quizá no tan pequeño) al llevarse
a Noys de allí.
Con el corazón
saltándole en el pecho, Harlan se volvió, no sin esfuerzo. Le pareció que la
puerta acababa de cerrarse a su espalda, y que aún recorría el último milímetro
necesario para acabar de encajar en su dintel.
Reprimió el impulso de
empujar aquella puerta y registrar toda la casa. Regresó a la Eternidad cargado
con los regalos para Noys y esperó durante dos días enteros antes de
aventurarse de nuevo hacia el lejano hipertiempo. No sucedió nada anormal y
Harlan acabó por olvidar el incidente.
Pero ahora, mientras
manipulaba los mandos para entrar en el Tiempo por última vez, recordó de nuevo
aquellos momentos. O quizá lo que le torturaba era la idea de que el Cambio
estaba cada vez más cercano. Más tarde, al pasar revista a las posibles causas
de lo sucedido, comprendió que fue uno u otro de esos pensamientos lo que le
hizo equivocarse en el exacto ajuste de los mandos. No se le ocurría
otra excusa.
La equivocación, de momento, no tuvo consecuencias. La
habitación deseada quedó enfocada en el acto y Harlan pasó directamente a la
biblioteca de Noys.
Se había acostumbrado lo suficiente a aquella época para
gustarle la fina artesanía que se utilizaba en los envases para microfilms. Las
etiquetas de los títulos eran intrincadas filigranas hasta convertirse en una
obra de arte, pero casi ilegibles. Era un triunfo de la estética sobre la
utilidad.
Harlan sacó algunos libros de los estantes, al azar, y quedó
sorprendido. El título de uno de ellos era: «La Historia Social y Económica de
nuestros Tiempos».
Aquello le revelaba una faceta insospechada del carácter de
Noys. Desde luego, ella no era estúpida, pero nunca se le habría ocurrido a
Harlan que pudiera estar interesada en materias tan sesudas. Pensó en echar una
ojeada a aquella «Historia Social y Económica», pero se contuvo. La encontraría
en la biblioteca de la Sección, si algún día quería leerla. Era muy posible que
varios meses antes Finge hubiera reunido para los archivos de la Eternidad
todos los libros importantes de las bibliotecas de aquella Realidad.
Dejó aquel microfilm a un lado y revisó los demás, seleccionando
la mayor parte de las novelas y otros que le parecieron obras de literatura
seria. Puso todo aquello y dos lectoras portátiles en una mochila que llevaba.
En aquel momento, una vez más, oyó un ruido en la casa. Aquella
vez no podía haber error. No era un golpe seco de origen indeterminado. Era una
risa, la risa de un hombre. Harlan no estaba solo en casa.
No se dio cuenta de que dejaba caer la mochila. ¡Por un segundo
terrible, sólo pudo pensar que había caído en la trampa!
De repente todo pareció inevitable. Era una cruel ironía del
Destino. Por fin había entrado en el tiempo por última vez, se había burlado de
Finge por última vez, había llevado el cántaro a la fuente por última vez. ¡
Acababa de sorprenderle!
¿Era Finge quien reía?
¿Quién sino él podía perseguirle, esperándole en la habitación
contigua para luego estallar en una carcajada de triunfo?
Entonces, ¿todo estaba perdido? Como, en aquel momento de
terror, estaba seguro de ello, no se le ocurrió huir ni refugiarse de nuevo en
la Eternidad. Se enfrentaría con Finge.
Si era preciso, le mataría.
Harlan se acercó a la puerta tras la cual había sonado aquella
risa, con el paso firme y seguro del asesino decidido a matar. Desconectó el
cierre automático de la puerta y la abrió lentamente. Dos centímetros. Tres. La
puerta se abrió sin ningún ruido.
El ocupante de la otra habitación estaba de espaldas a él.
Parecía demasiado alto para ser Finge, y tal observación penetró en la confusa
mente de Harlan dejándole inmovilizado en su lugar.
Entonces, como si la extraña parálisis que parecía dominar a los
dos hombres se hubiera disipado poco a poco, el otro se volvió lentamente.
Harlan nunca llegó a ver cómo se volvía del todo. El perfil del
otro no se había descubierto del todo cuando Harlan, reprimiendo su pánico con
los últimos fragmentos de serenidad que le quedaban, se retiró apresuradamente
de la puerta. El mecanismo automático la cerró silenciosamente.
Harlan dio un paso atrás, ciego de confusión. Casi no podía
respirar; pugnaba por llenar de aire sus pulmones, mientras el corazón le
palpitaba violentamente como si quisiera escapar de su pecho.
Ni Finge, ni Twissell, ni todo el Gran Consejo Pan—temporal
podían haberle desconcertado tanto. No era el temor a un peligro físico lo que
le había causado aquella impresión. Era una aversión casi instintiva por la
misma naturaleza del incidente que le acababa de ocurrir.
Recogió el paquete de microfilms, y después de dos intentos
infructuosos consiguió franquear la entrada de la Eternidad. Pasó como un
autómata, y nunca supo cómo había conseguido llegar al 575.° y después a sus
habitaciones particulares. Su cargo de Ejecutor le salvó de nuevo. Los pocos
Eternos a quienes encontró en su camino se hicieron a un lado y miraron
fijamente al vacío. Aquello fue una suerte, pues en aquellos momentos Harlan no
podía borrar de su rostro las muestras de terror mortal que le acosaba, y su
faz estaba pálida como la muerte. Pero nadie le miró, y Harlan dio las gracias
a la Eternidad y a la ciega diosa que devanaba el oscuro hilo del Destino.
En realidad no había visto por entero al hombre intruso en la
casa de Noys, y sin embargo supo quién era con extraña certeza.
La primera vez que Harlan oyó un ruido en la casa, él, Harlan,
estaba riendo y el sonido que interrumpió su risa fue el de algo pesado que
caía al suelo en la habitación cercana. La segunda vez alguien había reído en
la otra habitación y él, Harlan, dejó caer la mochila con libros al suelo. La
primera vez él, Harlan, se volvió a tiempo de ver cómo se cerraba una
puerta. La segunda vez él, Harlan, había cerrado una puerta mientras otro
hombre se volvía.
¡Se había encontrado a sí mismo!
En el mismo Tiempo y casi en el mismo lugar, él y su
personalidad anterior en varios fisio-días, se habían encontrado casi cara a
cara. Por un error en el ajuste de los mandos, graduándolos para un
instante ya usado del Tiempo, Harlan había visto a Harlan.
Durante varios días realizó sus tareas mecánicamente, sin
conseguir olvidar aquel horror. Se maldijo a sí mismo llamándose cobarde, pero
aquello no remedió la situación.
Y a partir de aquel momento, todo empezó a ir mal. Ahora
localizaba con exactitud el momento crucial. La Gran Divisoria estaba en el
momento en que ajustó los mandos para entrar por última vez en el Siglo 482, e
inexplicablemente se había equivocado. Desde entonces las cosas fueron de mal
en peor.
El cambio de Realidad proyectado para el Siglo 482 fue inducido
durante aquel período de abatimiento, lo cual acentuó su sensación de
desaliento. En las dos últimas semanas había seleccionado tres Cambios de
Realidad condenados en los que había algunos errores de detalle. Al final se
decidió por uno de ellos, pero le faltaba la energía necesaria para emprender
la acción.
Había escogido el Cambio de Realidad 2456—2781 V—5 por varias
razones. De los tres, era el que estaba en el más lejano hipertiempo. El error
observado era pequeño, pero tenía importancia en términos de vidas humanas.
Sólo necesitaba un rápido viaje al Siglo 2456 para averiguar la naturaleza de
la homologa de Noys en la nueva Realidad, usando para ello un pequeño chantaje.
Pero el terror que le había causado su reciente experiencia le
traicionó. El uso de amenazas para conseguir su propósito ya no le parecía una
cosa fácil. Y una vez conocida la homologa de Noys, ¿qué sucedería? Colocar a
Noys como cocinera, costurera, obrera o lo que fuese, era sencillo. Pero ¿qué hacer
con la otra persona, la otra Noys? ¿Con el posible marido que dicha homologa
pudiera tener, con la familia, con los hijos?
Antes no había pensado en nada de esto. Había evitado el
pensarlo. Cada cosa a su tiempo, se había dicho.
Pero ahora no podía pensar en otra cosa.
Por eso estaba inactivo en sus habitaciones, odiándose por su
falta de decisión, cuando Twissell lo llamó con voz interrogadora y un poco
preocupada.
—Harlan, ¿se encuentra enfermo? Cooper me ha dicho que ha
faltado a varías lecciones.
Harlan trató de disimular la preocupación que se reflejaba en su
rostro.
—No, Programador Twissell. Sólo un poco cansado.
—Bien, eso es comprensible, muchacho.
Y entonces la eterna sonrisa llegó casi a desaparecer.
—¿Se ha enterado de que se efectuó el Cambio en el Cuatrocientos
ochenta y dos?
—Sí —dijo Harlan, lacónico.
—Finge me ha llamado —dijo Twissell—, y me encargó que le dijera
que el Cambio tuvo un éxito completo.
Harlan se encogió de hombros y luego se dio cuenta de que los
ojos del Programador le contemplaban desde la pantalla. Se sintió confuso y
preguntó:
—¿Decía, Programador?
—Nada —dijo Twissell, y quizá fue el manto de la edad lo que
pesaba tanto sobre sus hombros, pero su voz tenía un timbre extrañamente
triste.
—Creí que quería decirme algo —dijo Twissell.
—No tengo nada que decir —replicó Harlan.
—Entonces, le veré mañana a primera hora en la Sala de
Programación. Tenemos mucho de que hablar.
—Sí, señor —dijo Harlan, y durante largos minutos se quedó
mirando a la pantalla después que ésta se oscureció.
Aquellas últimas palabras parecían una amenaza. Finge había
hablado con Twissell, ¿no? Sin duda habló más de lo revelado por Twissell.
Pero aquella amenaza era lo que Harlan necesitaba. Luchar contra
una angustia en el alma era como hundirse entre arenas movedizas y tratar de
vencerlas golpeándolas con un palo. Pero luchar contra Finge era otra cosa.
Harlan recordó el arma que tenía a su disposición, y por primera vez en muchos
días le pareció que recobraba la seguridad en sí mismo.
Era como si una puerta se cerrase y otra se hubiese abierto. Así
como antes se sentía sin fuerzas para llevar a cabo sus proyectos, ahora Harlan
desarrolló una febril actividad. Viajó hasta el 2456.° y forzó al Sociólogo Voy
a que cumpliera con sus deseos precisos.
El éxito fue completo. Consiguió la información que buscaba.
Más de la que buscaba. Mucho más.
La audacia rendía sus frutos, por lo visto. Había un proverbio
en su Siglo natal que decía: Coge la rama de espinos firmemente y tendrás un
arma con la que vencer a tu enemigo.
En resumen, Noys no tenía ninguna homologa en la nueva Realidad.
Absolutamente ninguna. Podía ocupar su puesto en la nueva sociedad de la manera
más conveniente posible, o podía quedarse en la Eternidad. No había motivo para
negarle la autorización de relación formal con ella, excepto el hecho de que
había infringido la ley... y Harlan sabía perfectamente cómo contrarrestar tal
argumento.
Por ello se dirigió hacia el hipertiempo con la mayor premura,
para explicarle a Noys aquellas buenas nuevas, para recrearse en aquel
inesperado éxito después de pasar días horribles sumido en un fracaso aparente.
Y en aquel momento la cabina se detuvo.
No deceleró; simplemente se detuvo. Si el movimiento hubiese
sido a lo largo de una de las tres dimensiones del espacio, el frenazo
repentino habría aplastado el vehículo, poniendo el metal al rojo vivo, y
Harlan se habría convertido en una masa de carne sangrante y huesos rotos. En
el Tiempo, simplemente le hizo doblarse sobre sí mismo con un ataque incontenible
de náusea mezclada con ramalazos de intenso dolor. Cuando recobró la vista se
tambaleó hacia el indicador de Siglos y lo contempló fijamente con una confusa
mirada. Marcaba el Siglo 100.000.
Aquello le atemorizó de un modo extraño. Era un número demasiado
definido, concreto. Ni uno más ni uno menos: ¡ 100.000!
Se volvió, lleno de agitación, hasta los mandos del aparato.
¿Qué habría sucedido?
Todo parecía normal, y aquello también le asustó. Nadie había
tocado la palanca de arranque. Permanecía firmemente colocada en su posición
normal de marcha acelerada hacia el hipertiempo. Todos los instrumentos en el
tablero de control daban una lectura normal. No había ningún cortocircuito.
Ningún corte exterior de la corriente energizadora. La pequeña aguja que marcaba
el consumo normal de mega-megacoulombs de fuerza seguía insistiendo en que se
consumía energía en cantidades normales.
¿Qué era, entonces, lo que había detenido la cabina?
Lentamente y con
considerable vacilación, Harlan tocó la palanca de arranque y la
rodeó con su mano. La colocó en punto muerto y la aguja del indicador de
energía descendió hasta el cero.
Empujó la palanca en sentido contrario. La aguja del indicador
ascendió de nuevo y esta vez el contador de Siglos marcó su paso hacia el hipotiempo,
hacia el pasado, a lo largo de la línea del Tiempo.
Hacia el hipotiempo... hacia el pasado... 99.983, 99.972,
99.959...
Harlan invirtió el mando. Otra vez hacia el futuro. Despacio,
muy despacio.
El indicador marcó 99.985... 99.993... 99.997... 99.998...
99.999... 100.000...
¡Crac! No pudo pasar del 100.000. La energía de la nova Sol se
estaba utilizando a una velocidad aterradora, sin que sirviera para nada.
Volvió de nuevo hacia atrás, hacia el pasado, más lejos. Se
lanzó hacia el futuro a toda velocidad. ¡Crac!
Tenía las mandíbulas rígidas, los labios abiertos en una mueca,
la respiración jadeante y agitada. Se sintió como un preso que se lanzase
contra las rejas de su cárcel.
Cuando por fin se detuvo, después de una docena de desesperadas
tentativas, la cabina continuaba inmóvil en el 100.000. Hasta allí podía
llegar, pero no más adelante.
¡Cambiaría de cabina! (Pero en el fondo de su corazón, Harlan se
dio cuenta de que sería inútil.)
En el vacío silencio del Siglo 100.000, Andrew Harlan salió de
su aparato y escogió otro Tubo al azar.
Un minuto más tarde, con la palanca de arranque en la mano,
contemplaba con rabia cómo el indicador señalaba el 100.000, y supo con certeza
que no podría pasar de allí por ninguno de los Tubos.
Un impulso de ira le agitó. ¡Precisamente en aquel momento!
Cuando las cosas parecían inclinarse a su favor, llegaba aquel desastre. La
maldición de aquel fatal error al entrar en el 482.° aún seguía ejerciendo su
maligna influencia sobre él.
Salvajemente lanzó la cabina en la dirección opuesta hacia el
hipotiempo, obligándola a mantener su máxima velocidad. Por lo menos seguía
libre en una dirección, libre para hacer lo que quisiera. Con Noys prisionera
detrás de aquella barrera y fuera de su alcance, ¿qué más podían hacerle? ¿Qué
otra cosa podía temer?
Llegó al 575.° y saltó de la cabina con un atrevido desprecio
por todo lo que le rodeaba. Se dirigió a la biblioteca de la Sección sin hablar
con nadie, sin mirar a nadie. Abrió una vitrina y cogió lo que deseaba sin
preocuparse de mirar a su alrededor para comprobar si era vigilado. ¡Qué le
importaba!
De nuevo entró en una cabina y se dirigió hacia el hipotiempo.
Sabía exactamente lo que iba a hacer. Lanzó una ojeada al gran reloj colocado
en la estación de los Tubos y que medía el Fisio-Tiempo oficial, marcando los
días y los tres turnos de trabajo en que se dividía el fisio-día de la
Eternidad. Finge estaría ahora en sus habitaciones y aquello le complació.
Cuando llegó al 482.°, Harlan sintió que su piel ardía como si
tuviera fiebre. Su boca estaba seca y áspera. Le dolía el pecho. Pero sentía el
duro contacto del arma que llevaba debajo de la camisa, mientras la apretaba
firmemente con el brazo contra su costado. Aquélla era la única sensación que
le importaba.
El ayudante Programador Hobbe Finge alzó la vista para mirar a
Harlan, y la sorpresa reflejada en sus ojos lentamente se transformó en
preocupación.
Harlan le observaba en silencio desde la puerta, esperando a que
la preocupación del otro creciera y se transformara en temor. Cerró la puerta a
sus espaldas y se dirigió lentamente hacia Finge, colocándose entre éste y la
pantalla del intercomunicador.
Finge estaba desnudo hasta la cintura. Tenía ralos pelos en el
pecho y su grasiento abdomen se doblaba por encima del cinturón.
Parece insignificante, pensó Harlan con satisfacción,
insignificante y desagradable. Mucho mejor.
Metió la mano derecha dentro de la camisa y empuñó firmemente la
culata de su arma.
— Nadie me ha visto entrar, Finge — dijo Harlan — ; de manera
que no espere socorro. Nadie va a venir. Observe, Finge, que está tratando con
un Ejecutor. ¿Sabe lo que significa eso?
Su voz era áspera. Le molestaba que Finge no diese muestras de
miedo y sólo apareciese la preocupación en sus ojos. Finge tranquilamente alcanzó
su camisa y, sin pronunciar palabra, empezó a ponérsela.
Harlan continuó:
— ¿Conoce las ventajas
de ser un Ejecutor, Finge?
Usted nunca lo ha sido, conque no puede comprenderlo. Significa
que nadie se fija adonde va o lo que hace. Todos apartan los ojos y se
esfuerzan tanto en no vernos, que llegan a conseguirlo. Yo podría, por ejemplo,
dirigirme a la biblioteca de la Sección y apoderarme de cualquier cosa que me
interesara, mientras el bibliotecario me da la espalda para no tener que
saludarme y no ve nada de lo que yo hago. Puedo pasearme por los pasillos del
Cuatrocientos ochenta y dos, y cualquiera que se cruce conmigo, automáticamente
se apartará de mi camino y luego jurará que no me ha visto. Es algo
inconsciente. Por lo tanto, entienda que puedo hacer lo que quiera e ir donde
guste. Puedo entrar en el departamento privado del Ayudante Programador de esta
Sección y obligarle con un arma a que me diga la verdad, sin que nadie me lo
impida.
Finge habló por primera vez.
—¿Qué es lo que tiene en la mano?
—Un arma —dijo Harlan y encañonó a Finge. Su breve cañón se
ensanchaba ligeramente terminando en un abultamiento metálico liso.
—Si piensa matarme... —empezó Finge.
—Esto no le matará —dijo Harlan—. La última vez que nos vimos
usted tenía una pistola desintegradora. Esta arma fue inventada en una de las
pasadas Realidades del Siglo Quinientos setenta y cinco. Quizá no la conoce. La
eliminamos de la Realidad. Demasiado cruel. Puede matar, pero si se usa sin
llegar al máximo de su potencia afecta simplemente a los centros dolorosos y
paraliza a la persona atacada. Se llama un látigo neurónico. Éste funciona y
tiene su carga completa. Lo he probado en un dedo y es muy desagradable.
Harlan le mostró su izquierda con el meñique curiosamente
rígido.
Finge se agitó en su silla.
—¡Por Cronos! ¿A qué viene todo esto?
—Hay una especie de barrera en los Tubos en el Cien mil. Quiero
que sea retirada.
—¿Una barrera en los Tubos?
—No quiera fingir conmigo. Ayer habló usted con Twissell. Quiero
saber lo que hicieron y lo que harán. ¡Por el Tiempo, Programador! Si no habla
pronto, usaré el látigo. Si duda de mi palabra, inténtelo.
—Escuche...
Finge habló con voz temblorosa, y por primera vez mostró terror
y también una ira llena de desesperación.
—Si quiere saber la verdad, es ésta. Sabemos lo de usted y Noys.
Harlan titubeó.
—¿Qué hay de mí y de Noys?
—¿Acaso creyó que iba a engañarnos? —dijo Finge. El Coordinador
tenía los ojos clavados en el látigo neurónico, y su frente empezaba a perlarse
de gotitas de sudor—. ¡ Por Cronos! Con la excitación que demostró después de
su período de Observación, y con lo que hizo durante su estancia en el Tiempo
normal, ¿creyó que no íbamos a vigilarle? Merecería que me degradasen de mi
cargo de Programador si no me hubiese preocupado de esto. Sabemos que ha traído
a Noys a la Eternidad. Lo sabemos desde el primer día. Quería la verdad. Pues
ya la tiene.
En aquel momento Harlan se maldijo por su propia estupidez.
—¿Lo sabían desde el principio?
—Sí. Supimos que la había llevado a los Siglos Ocultos. Le
observamos cada vez que entró en el Cuatrocientos ochenta y dos para llevarle
ropas y otros objetos, haciendo el papel de estúpido enamorado, olvidándose
completamente de su juramento de fidelidad.
—Entonces, ¿por qué no lo impidieron? Harlan estaba apurando las
heces de aquella humillación.
—¿Aún quiere saber la verdad? —respondió Finge con sarcasmo,
pareciendo crecerse a medida que Harlan se hundía en la frustración.
—Continúe.
—Entonces, le diré que nunca le he considerado un buen Eterno. Cuando
le traje aquí en su última misión, lo hice para convencer de ello a Twissell,
quien por alguna razón que desconozco le tiene a usted en gran estima. En la
persona de aquella muchacha, Noys, no estaba estudiando sólo su grupo social,
también le estudiaba a usted. Y usted falló, como yo había supuesto. Ahora,
aparte esa arma, ese látigo o lo que sea, y salga de aquí.
—Y, sin embargo, usted vino una vez a mi departamento para
inducirme a hacer lo que hice —dijo Harlan, casi sin aliento, luchando por mantener
su decisión y sintiendo que se le escapaba de entre las manos, como si su
espíritu estuviese tan rígido e insensible como el dedo agarrotado de su mano
izquierda.
—Sí, desde luego. Si quiere la palabra exacta, le tendí una
trampa. Le dije la verdad, que podía seguir teniendo a Noys en la entonces
Realidad actual. Usted decidió proceder, no como un Eterno, sino como un
traidor a su juramento.
—Y volvería a hacerlo —dijo Harlan secamente—. Puesto que lo
sabe todo, comprenderá que no tengo nada que perder.
Levantó su arma y apuntó a la gruesa cintura de Finge, hablando
entre dientes:
—¿Qué le ha sucedido a Noys?
—No tengo ni la menor idea.
—No mienta. ¿Qué le ha sucedido a Noys?
—Le repito que no lo sé.
La mano de Harlan se cerró sobre la culata de la pistola
neurónica; su voz era ronca.
—Primero la pierna. Esto le hará hablar.
—Por favor, escuche. ¡Espere!
—Conforme. ¿Qué ha pasado con ella?
—No, espere. Hasta ahora sólo se trata de una falta de
disciplina. La Realidad no ha sido afectada. Lo he comprobado. Todo lo que le
harán será degradarlo. Si me mata, o si me hiere con intención de matarme,
habrá atacado a un superior. Esto se castiga con la muerte.
Harlan sonrió ante la vanidad de aquella amenaza. En vista de lo
pasado, la muerte sólo significaba para él una solución de incomparable
sencillez.
Finge, sin duda, interpretó mal los motivos de aquella sonrisa.
Dijo apresuradamente:
—No crea que no existe la pena de muerte en la Eternidad porque
nunca haya visto tal castigo. Nosotros lo conocemos; nosotros los
Programadores. Es más, se ha aplicado sin que nadie se entere. Es muy fácil. En
cualquier Realidad siempre ocurren accidentes fatales sin que sea posible
recuperar los cuerpos. Cohetes que estallan en el espacio, aviones que se
hunden en el mar o que se estrellan contra una montaña. Un asesino puede ser
situado en una de estas naves, minutos o segundos antes del accidente. ¿Cree
ahora que eso le conviene?
Harlan se balanceó sobre las puntas de los pies y dijo:
—Si trata de ganar tiempo, no conseguirá nada. Le diré lo que
pienso: No temo al castigo. Además, estoy decidido a recobrar a Noys. La quiero
ahora mismo. Ella no existe en la Realidad actual. No tiene ninguna homologa.
No hay razón que nos impida establecer una relación formal.
—El reglamento no permite que un Ejecutor...
—Dejaremos que el Gran Consejo lo decida —dijo Harlan, y su
orgullo habló al fin—. Tampoco temo una decisión negativa, del mismo modo que
no temo matarle. Yo no soy un Ejecutor corriente.
—¿Lo dice porque es el Ejecutor personal de Twissell?
Hubo una extraña expresión en el sudoroso rostro de Finge, que
podía ser de odio o triunfo, o una mezcla de ambos sentimientos.
Harlan respondió:
—Por razones mucho más importantes que ésta. Y ahora...
Con sombría decisión ciñó el dedo al disparador del arma.
Finge chilló:
—Entonces, acuda al Consejo, al Gran Consejo. Ellos lo saben. Si
es usted tan importante... —se interrumpió, jadeante.
El dedo de Harlan se detuvo un instante.
—¿Qué quiere decir?
—¿Cree que yo tomaría una iniciativa personal en un caso como
éste? He informado de todos los pormenores al Consejo, al mismo tiempo que de
los resultados del Cambio de Realidad. ¡Vea! Aquí están las copias de mi
informe.
—¡Quieto! No se mueva.
Pero Finge no hizo caso de aquella orden. Como espoleado por un
demonio, Finge se dirigió a un archivo particular. Con una mano marcó la
combinación de números que identificaba el documento buscado. Una plateada
lámina salió de la rendija lateral, sus grupos de perforaciones apenas visibles
a simple vista.
—¿Quiere que lo pase por la lectora? —preguntó Finge, y sin
esperar respuesta lo insertó en el aparato.
Harlan escuchó, inmóvil. Ahora todo estaba muy claro. Finge
había pasado un informe completo. Detallaba todas las acciones de Harlan en los
Tubos. No había olvidado nada.
Cuando terminó el informe, Finge gritó:
—Y ahora, váyase al Gran Consejo. Yo no he puesto ninguna
barrera en los Tubos. No sabría cómo hacerlo. Y no piense que a ellos no les
importa esta cuestión. Ya sabe que he hablado con Twissell. Pero yo no lo
llamé, él me llamó a mí. Vaya y hable con Twissell. Dígale lo buen Ejecutor que
es usted. Y si antes quiere matarme, dispare y váyase al infierno.
Harlan no dejó de notar el acento de triunfo en la voz del
Programador. Sin duda, en aquel momento se sentía el amo de la situación; lo
suficiente para creer que aun después de muerto sería el ganador de la batalla.
¿Por qué era el fracaso de Harlan tan importante para él? ¿Era
posible que sus celos por Noys fuesen tan intensos?
Acababa, de hacerse aquellas preguntas cuando su discusión con
Finge le pareció, de pronto, algo sin importancia.
Guardó la pistola en el bolsillo y salió corriendo hacia el Tubo
más cercano.
Tenía que llegar hasta el Gran Consejo o por lo menos hasta
Twissell. No temía a ninguno de ellos.
A medida que pasaba aquel mes increíble, se había convencido de
que él, Harlan, era imprescindible para la Eternidad. El Consejo, por muy
Pantemporal que fuese, no tendría otro remedio sino llegar a un acuerdo con él,
cuando se tratase de canjear una muchacha por la experiencia misma de la
Eternidad.
El ejecutor Andrew Harlan se sorprendió al observar que llegaba
al 575.° durante el turno de noche. No había notado el transcurso de las
fisio-horas durante sus enloquecidos viajes por los Tubos. Harlan se quedó
mirando, sin comprender, a los oscurecidos corredores, al paso ocasional de uno
de los trabajadores nocturnos.
Encendido de rabia, Harlan no quiso detenerse a contemplar todo
aquello por más tiempo. Corrió hacia la zona residencial. Encontraría las
habitaciones de Twissell en el Distrito de Programadores del mismo modo que
había encontrado la morada de Finge, y no temía ser detenido por nadie.
El látigo neurónico seguía en contacto con su costado cuando se
detuvo frente a la puerta de Twissell. En la placa de cristal colocada a la
altura de los ojos se leía el nombre grabado en letras grandes y claras.
Harlan apretó el pulsador dispuesto al lado de la puerta. Dejó
que el sonido llenase el interior de la casa, mientras seguía apretando el
timbre con una mano húmeda de sudor. Desde fuera se oía débilmente la llamada.
Oyó pasos a su espalda, pero no se molestó en volverse, seguro
de que el hombre, quienquiera que fuese, no
le dirigiría la
palabra (gracias a su
emblema rojo de Ejecutor).
Pero los pasos cesaron y una voz le saludó.
—¿Ejecutor Harlan?
Harlan se volvió rápidamente. Era un Sub—Programador
recientemente llegado a aquella Sección. En su fuero interno Harlan lo maldijo
con rabia. Allí no estaba en el 484.° Allí no le consideraban como un simple
Ejecutor, sino como el Ejecutor personal de Twissell, y los jóvenes
Sub—Programadores, para congraciarse con el gran Twissell, debían aparentar
cortesía para su Ejecutor especial.
El Sub—Programador dijo:
—¿Desea ver al Jefe Programador Twissell? Harlan vaciló y al fin
contestó:
—Sí, señor.
¡Maldito estúpido! ¿Qué podía hacer cualquiera que estuviese
llamando a la puerta a aquella hora?
—Temo que no podrá verlo —dijo el Sub—Programador.
—Es un asunto importante. Tendré que despertarle —dijo Harlan.
—No digo que no. Pero el caso es que no se encuentra en esta
Sección.
—¿Adonde ha ido? —preguntó Harlan con impaciencia. La
mirada del otro
dejó traslucir que
consideraba aquello como una ofensa.
—Naturalmente, no lo sé.
—Pero yo tengo una reunión con él, a primera hora de la mañana
—dijo Harlan.
—Comprendo —dijo el otro, y Harlan no entendió por qué el
Sub—Programador parecía divertido ante aquella idea.
—Ha llegado usted con algo de anticipación, ¿no le parece?
—continuó sonriendo levemente.
—Necesito verlo ahora mismo.
—Estoy seguro de que por la mañana lo encontrará en su despacho.
—Pero...
El otro continuó su camino, evitando cualquier roce con los
vestidos de Harlan.
Harlan apretó los puños. Se quedó mirando cómo el otro se
alejaba, y después, en vista de que no podía hacer otra cosa, regresó
lentamente hacia su departamento.
Harlan trató de dormir. Se dijo a sí mismo que necesitaba el
descanso del sueño. Trató de dormirse mediante un esfuerzo de su voluntad y,
desde luego, fracasó. Pasó aquellas horas en un torbellino de fútiles
pensamientos.
Sobre todo, pensó en Noys
No se atreverían a hacerle ningún daño, pensó con fervor. No
podían devolverla al Tiempo normal sin calcular antes su influencia en la
Realidad, y aquello les ocuparía, posiblemente, semanas. Como alternativa,
podían hacer con ella lo que Finge le había descrito como castigo para él:
situarla en medio de un accidente mortal.
Harlan no quiso creer en ello. No había ninguna necesidad de
tomar una medida de tal naturaleza. Tampoco podían arriesgarse a enemistarse
con Harlan. En la quietud de la oscura habitación y en aquel estado de
semivigilia que a menudo nos hace perder de vista la proporción de las cosas, a
Harlan le pareció natural que el Gran Consejo Pantemporal no se atreviera a
enemistarse con un simple Ejecutor.
Después pensó en Twissell.
El viejo estaba fuera del 575.° ¿Adonde habría ido, cuando
normalmente debería estar durmiendo? Un anciano necesitaba dormir. Harlan
estaba seguro de la respuesta. El Consejo se habría reunido para deliberar
sobre Harlan y Noys. Sobre lo que podría hacerse con un indispensable Ejecutor
al que nadie se atrevía a tocar.
Harlan hizo una mueca. El que Finge informase sobre la postura
agresiva de Harlan aquella tarde, no podía perjudicarle en lo más mínimo. Sus
otras faltas no serían peores con ello, ni ellos dejarían de depender de él.
Y Harlan no creía que Finge fuese a dar parte de él.
Confesar su humillación ante un Ejecutor, pondría a un Ayudante
Programador en una situación ridícula; lo más probable era que Finge decidiera
no decir nada.
Harlan pensó en los Ejecutores como grupo, lo que, últimamente,
había hecho rara vez. Su propia y algo anómala posición como ayudante de
Twissell y como medio Instructor le privaba de contactos con los demás
Ejecutores. De todos modos, a los Ejecutores les faltaba unión. ¿A qué sería
debido?
¿Cómo era posible pasar por el 575.° y por el 482.° sin haber
visto sino raras veces a otro Ejecutor? ¿Era necesario que incluso se evitasen
entre sí? ¿Era natural actuar como si aceptaran la superstición de los demás?
En su mente ya había conseguido que el Gran Consejo aceptara su
propósito respecto a Noys, y ahora planteaba otras peticiones. Debían permitir
que los Ejecutores tuvieran una organización propia, reuniones periódicas...
más relación... mejor trato por parte de los demás.
Cuando ya se consideraba como un héroe de la Eternidad, con Noys
a su lado, se quedó dormido.
La llamada que sonaba en la puerta le despertó. Parecía
reclamarle con impaciencia. Medio dormido aún, miró el reloj que tenía a su
lado y gimió.
¡Por el gran Cronos! ¡Se le habían pegado las sábanas!
Consiguió alcanzar al botón instalado junto a la cama, y el
visor de la puerta se hizo transparente. No reconoció al que llamaba, pero
comprendió que era alguien importante.
Harlan abrió la puerta y el hombre, que llevaba el emblema
naranja de los Administradores, penetró en la habitación.
—¿Ejecutor Andrew Harlan?
—Sí, Administrador. ¿Tiene algo que decirme? El Administrador
hizo una mueca de desagrado ante el tono beligerante de la pregunta. Continuó:
—¿Tiene usted una reunión esta mañana con el Jefe
Programador Twissell?
—¿Y bien?
—He venido para informarle de que se ha retrasado usted.
—¿A qué viene todo eso? —dijo Harlan—. Usted no es del
Quinientos setenta y cinco, ¿no es cierto?
—Estoy destinado en la Sección doscientos veintidós —dijo el
otro fríamente—. Soy el Ayudante Administrador Arbut Lemm. He sido encargado de
organizar esa reunión, y procuro evitar el innecesario escándalo que, sin duda,
se produciría si me hubiese puesto en contacto con usted oficialmente por medio
del Intercomunicador.
—¿Qué escándalo? ¿Qué pasa aquí? Oiga, he tenido muchas
reuniones con Twissell. Es mi jefe. Nunca ha habido necesidad de hacer
escándalo sobre ellas.
Un rastro de sorpresa apareció por un momento en el rostro
inexpresivo que el Administrador había mantenido hasta aquel momento.
—¿Es posible que no le hayan informado?
—¿De qué?
—De que va a reunirse en sesión esta mañana, aquí en el
Quinientos setenta y cinco, una Comisión del Gran Consejo Pantemporal. Toda la
Sección, me han dicho, está enterada de esta noticia.
—¿V quieren
verme a mí?
Tan pronto como hubo formulado la pregunta. Harlan pensé. «Es
natural que quieran verme. ¿Para qué otra cosa iban a reunirse?»
Entonces comprendió la ironía del Sub—Programador la noche
anterior, ante la puerta del departamento de Twissell. El Sub—Programador
conocía la noticia de la reunión que iba a celebrarse por la mañana, y le
divirtió que un Ejecutor creyese que Twissell iba a dedicarle su tiempo en una
ocasión semejante. Muy divertido, pensó Harlan amargamente.
El Administrador continuó:
—He recibido órdenes. No sé nada más. —Luego, aún sorprendido,
añadió—: ¿No ha oído nada de todo esto?
—Los Ejecutores llevamos una vida muy retirada —dijo Harlan con
sarcasmo.
¡ Cinco Consejeros además de Twissell! Todos eran Jefes
Programadores, y ninguno contaba menos de treinta y cinco años de servicio en
la Eternidad.
Seis semanas antes, a Harlan le habría abrumado el honor de verse
en presencia de semejantes personalidades, y no habría osado pronunciar palabra
ante la combinación de responsabilidad y poder que representaban. Le habrían
parecido de una estatura colosal.
Pero ahora eran sus enemigos, peor aún, sus jueces. No era
cuestión de sentirse impresionado. Tenía que planear su estrategia.
Tal vez ignoraban que él sabía que tenían a Noys en su poder. No
podían saberlo a menos que Finge les hubiera informado de su última
conversación con Harlan. A la clara luz del día, sin embargo, se convenció más
que nunca de que Finge no se atrevería a declarar públicamente que fue
humillado e insultado por un Ejecutor. Por tanto, parecía aconsejable tratar de
conservar, de momento, aquella posible ventaja. Que ellos iniciaran el combate,
que dijeran la primera palabra para aclarar la lucha.
Los Consejeros no parecían tener prisa. Se limitaron a
contemplarle tranquilamente durante un almuerzo en el que no se sirvieron
bebidas alcohólicas, como si se tratase de un ejemplar interesante retenido
sobre un plano de fuerza por fuertes rayos repulsores. Desesperado, Harlan los
contempló a su vez fijamente.
Los conocía a todos por su fama y por las reproducciones en tres
dimensiones que aparecían cada fisio-mes en las películas de información. Las
películas mantenían informadas a las distintas Secciones de todos los adelantos
y progresos conseguidos en el conjunto de la Eternidad, y la asistencia era
obligatoria para todos los Eternos que tuvieran cargos superiores al de
Observador, inclusive.
Angus Sennor, calvo completamente (ni siquiera tenía cejas o
pestañas) atrajo en el acto la atención de Harlan. En primer lugar porque la
extraña expresión de sus negros ojos que miraban fijamente, desde la desnuda
frente, era aún más notable en persona que en reproducciones tridimensionales.
Después, porque Harlan conocía sus diferencias de opinión con el Programador
Twissell. Y por fin, porque Sennor no se limitó a contemplar a Harlan. Le
dirigió muchas preguntas con voz aguda.
En su mayoría, eran preguntas a las que no se podía contestar en
dos palabras, como por ejemplo:
—¿Cómo llegó a interesarse en el estudio de los Tiempos
Primitivos, joven? ¿Cree que vale la pena?
Al fin, pareció darse por satisfecho. Con un gesto indiferente
dejó caer su plato en la cinta transportadora que evacuaba el servicio, y
enlazó las manos sobre la mesa. (Harlan se fijó en que tampoco tenía pelo en el
dorso de las manos.)
—Hay una cosa que siempre he deseado saber —dijo Sennor—. Quizás
usted pueda ayudarme.
Harlan pensó: «Bien,
ahora es cuando va en serio». Pero contestó en voz alta:
—Algunos de nosotros en la Eternidad... no diré todos, ni
siquiera los suficientes —y Sennor lanzó una rápida mirada al cansado rostro de
Twissell, mientras los demás se inclinaban para escucharle—, pero por lo menos
algunos..., estamos interesados en la filosofía del Tiempo. Quizás entienda a
qué me refiero.
—¿A las paradojas del viaje a través del Tiempo, señor?
—Si quiere expresarlo en términos tan melodramáticos, así es.
Pero no es todo el problema, desde luego. Existe el problema de la verdadera
naturaleza de la Realidad, la cuestión de conservación de la energía másica
durante el Cambio de Realidad, etcétera. Nosotros, los de la Eternidad, estamos
influenciados, en nuestro estudio, de tales problemas, por la práctica del
viaje en el Tiempo, que dominamos. Los hombres de los Tiempos Primitivos, en
cambio, no sabían nada del Viaje a través del Tiempo. ¿Cuál era su opinión
sobre estas cuestiones? El murmullo irritado de Twissell, al otro lado de la
mesa, llego claramente a los oídos de todos:
—¡Tonterías!
Sennor ignoró completamente aquel comentario y siguió diciendo:
—¿Puede contestar a mi pregunta, Ejecutor? Harlan contestó:
—Los Primitivos, virtualmente, no se preocupaban del Viaje en el
tiempo, Programador.
—¿No lo consideraban posible, eh?
—Creo que ésa es la verdad.
—¿Ni siquiera especulaban sobre este asunto?
—Bien, en cuanto a eso —dijo Harlan, inseguro—, creo que había
diversas opiniones, manifestadas generalmente en cierto tipo de literatura
novelesca. No estoy muy familiarizado con estos libros, pero creo que un tema
muy usado era el de un hombre que regresa al pasado para asesinar a su propio
abuelo cuando éste era aún un niño.
Sennor pareció encantado.
—¡Maravilloso! ¡Maravilloso! Después de todo, esto es al menos
una forma de expresar la paradoja básica del Viaje a través del Tiempo, si
asumimos una Realidad invariable, ¿eh? Pero sus Primitivos, me atrevería a
afirmar, nunca llegaron a pensar en algo distinto de una Realidad invariable,
¿es así?
Harlan hizo una pausa antes de contestar. No podía ver adonde se
dirigía aquella conversación, o cuáles eran los propósitos ocultos de Sennor, y
aquello le desconcertaba.
—No conozco lo bastante de aquellos tiempos para contestarle con
certeza, señor —dijo—. Pero creo que algunos Primitivos llegaron a especular
sobre la existencia de sendas alternativas del Tiempo o planos de existencia.
No estoy seguro.
Sennor hizo un gesto.
—Estoy seguro de que se equivoca, joven. Es posible que le haya
influido su propio conocimiento del asunto al leer ciertas ambigüedades en
tales obras. No, no es posible que la mente humana pueda llegar a comprender la
intrincada filosofía de la Realidad sin tener una experiencia práctica del
Viaje. Por ejemplo, ¿por qué la Realidad posee inercia? Todos sabemos que
existe. Cualquier alteración de la Realidad debe alcanzar cierta magnitud antes
de que se efectúe un Cambio verdadero. Aun entonces, la Realidad tiene
tendencia a regresar a su condición original. Por ejemplo, supongamos un Cambio
aquí, en el Quinientos setenta y cinco. La Realidad cambiará con efectos
progresivos hasta quizás el Seiscientos. Seguirá cambiando, pero con efecto
decreciente, hasta quizás el Seiscientos cincuenta. Más allá la Realidad no
resulta afectada. Todos sabemos que ocurre así, pero ¿alguno de nosotros conoce
la causa? El razonamiento intuitivo nos sugiere que cualquier Cambio de la
Realidad debe prolongar sus efectos sin límite a través de los Siglos, y, sin
embargo, no sucede así. Tomemos otro punto. Me han dicho que el Ejecutor Harlan
se distingue por su capacidad de seleccionar el Cambio Mínimo Necesario para
cualquier situación. Apuesto cualquier cosa a que no puede explicarnos cómo
llega a formar sus decisiones. Piensen ahora en lo ignorantes que debían ser
los Primitivos. Se preocupaban del problema de un hombre que matase a su
abuelo, porque no comprendían la verdad de la Realidad. Examinemos un caso más
posible y más fácilmente analizado, y tomemos la situación de un hombre que en
sus viajes a través del Tiempo llegase a encontrarse a sí mismo.
—¿Qué puede sucederle a un hombre que se encuentre a sí mismo?
—dijo Harlan bruscamente.
El hecho de interrumpir a un Programador era una falta de
etiqueta. El tono de Harlan hacía la falta más notable y escandalosa. Todas tas
miradas se volvieron con reprobación hacia el Ejecutor.
Sennor tosió, pero prosiguió con el gesto del que está decidido
a no abandonar su cortesía pese a dificultades casi insuperables. Continuó su
interrumpida frase, evitando dar la impresión de que contestaba directamente a
la poco respetuosa pregunta.
—Veamos los cuatro casos que puede plantear tal situación.
Llamemos A al hombre que llegó primero en el fisio-tiempo, y B al que llegó
después. Primer caso, A y B no llegan a verse uno al otro, ni hacen nada que
pueda afectar en forma significativa a cualquiera de los dos. En tal caso, en
realidad no se han encontrado y podemos considerar la situación como trivial.
»O bien B, el que llegó el último, puede ver a A mientras A no
ve a B. Aquí tampoco pueden esperarse consecuencias serias. B, al ver A, lo ve
en una posición y ocupado en actividades de las que ya tenía conocimiento. No,
hay ninguna complicación nueva. La tercera y cuarta posibilidades consisten en
que A vea a B, mientras B no ve a A, o que A y B se vean el uno al otro. En
cada una de estas posibilidades, el punto crucial está en que A ha visto a B;
el que el hombre del pasado se ha visto a sí mismo en el futuro. Fíjense en que
así averigua que seguirá vivo hasta la edad aparente de B. Sabe que vivirá lo
bastante para poder realizar la acción de que ha sido testigo. Un hombre que
conozca su propio futuro, aunque sea en el más pequeño detalle, pude actuar con
arreglo a tal seguridad y, por tanto, cambiar su propio porvenir. Se comprende
que la Realidad debe cambiar para impedir que A y B se encuentren, o por lo
menos para hacer imposible que A vea a B. Entonces, y dado que nada de lo
sucedido en una Realidad que ha sufrido un Cambio tiene efectos posteriores, A
nunca se ha encontrado con B. Igualmente, en cada una de las aparentes
paradojas del viaje en el Tiempo, la Realidad siempre cambia por sí misma para
evitar tales paradojas, y llegamos a la conclusión de que no existen paradojas
en el viaje a través del Tiempo, y de que no pueden existir nunca.
Sennor pareció estar muy satisfecho de su disertación, pero en
aquel momento Twissell se puso en pie.
—Creo, señores, que se nos hace tarde —dijo.
Con mayor rapidez de lo que Harlan hubiese creído posible, el
almuerzo llegó a su final. Los cinco miembros de la Comisión se despidieron de
él brevemente, con el aire del que ha visto su curiosidad satisfecha. Sólo
Sennor alargó la mano y añadió una breve despedida a su gesto.
Harlan observó su partida con sentimientos confusos. ¿Cuál había
sido el objeto de aquel almuerzo? Principalmente, ¿por qué se había referido al
caso de un hombre que se encuentre a sí mismo? No habían hablado para nada de
Noys. ¿Quizá se habían reunido sólo para estudiarle, para examinarle de pies a
cabeza y luego abandonarle a la decisión de Twissell?
Twissell regresó al lado de la mesa, ahora completamente vacía
de alimentos y cubiertos. Estaban solos él y Harlan. Como para subrayar su
intimidad, Twissell encendió un nuevo cigarrillo.
—Y ahora, a trabajar, Harlan —dijo Twissell—. Tenemos mucho que
hacer.
Pero Harlan no podía, no quería, esperar más.
—Para empezar, tengo algo que decir —dijo secamente.
Twissell pareció sorprendido. Las arrugas se acentuaron
alrededor de sus cansados ojos, y soltó la ceniza de su cigarrillo con aire
pensativo.
—Desde luego, hable si lo desea. Pero antes, siéntese, muchacho,
siéntese —dijo.
El ejecutor Andrew Harlan no se sentó. Empezó a caminar a lo
largo de la mesa, mordiendo las frases para evitar que su excitación le hiciese
caer en la incoherencia. El Jefe Programador Laban Twissell siguió los
nerviosos paseos del otro, con lentos movimientos de su anciana cabeza.
—Hace muchas semanas que vengo estudiando los microfilms sobre
Historia de las matemáticas —dijo Harlan—, y los libros de las distintas
Realidades del Quinientos setenta y cinco. Las diferentes Realidades no tienen
mucha importancia. Las matemáticas no cambian. El orden de su desarrollo
tampoco cambia. No importa cómo se pueda variar una Realidad, la Historia del
crecimiento de las matemáticas sigue siendo la misma. Los matemáticos han
cambiado; diferentes personas han realizado los descubrimientos, pero los
resultados finales son los mismos... De todas maneras, he aprendido mucho. ¿Qué
le parece eso?
Twissell arrugó el ceño y dijo:
—Una extraña ocupación para un Ejecutor.
—Yo no soy un Ejecutor cualquiera —dijo Harlan—. Usted lo sabe
bien.
—Continúe —dijo Twissell, y lanzó una rápida mirada al reloj que
llevaba en la muñeca izquierda. Los dedos que sostenían el cigarrillo se
movieron con desacostumbrado nerviosismo.
Harlan dijo:
—Hubo un hombre llamado Vikkor Mallansohn, que vivió en el Siglo
Veinticuatro. Ya sabe que esto es una parte de la Era Primitiva. Se le conoce
por ser el primero que construyó un Campo Temporal. Eso quiere decir, desde
luego, que fue el inventor de la Eternidad, ya que la Eternidad no es sino un
enorme Campo Temporal que atraviesa el Tiempo normal, y que está libre de las
limitaciones de ese Tiempo normal.
—Supongo que le enseñaron eso cuando era un Aprendiz, muchacho.
—Pero no me dijeron que no era posible que Vikkor Mallansohn
pudiera inventar el Campo Temporal en el Siglo Veinticuatro. Nadie pudo
hacerlo, porque entonces no existía la base matemática para ello, no existió
hasta los estudios de Jan Verdeer en el Siglo Veintisiete.
Si había algún signo por el cual el Jefe Programador Twissell
podía expresar una completa sorpresa, era el de dejar caer su cigarrillo. Ahora
lo dejó caer. Hasta su eterna sonrisa había desaparecido.
—¿Le enseñaron las ecuaciones de Lefebvre, muchacho? —dijo.
—No. Y no digo que las comprenda. Pero son necesarias para el
descubrimiento del Campo Temporal. Eso he aprendido. Y que no fueron inventadas
hasta el Siglo Veintisiete. De eso también estoy seguro.
Twissell se inclinó para recoger su cigarrillo y lo contempló
con aire dubitativo.
—¿Y no cree posible que Mallansohn hubiese descubierto el Campo
Temporal por casualidad, sin conocer su justificación matemática? ¿Que pudiera
ser un invento empírico? Se han hecho muchos descubrimientos semejantes.
—Ya lo pensé. Pero después de la invención del Campo Temporal se
tardó tres Siglos en analizar sus consecuencias, y al final de todo este tiempo
no fue posible mejorar el Campo de Mallansohn. Eso no puede ser una simple
coincidencia. El trabajo de Mallansohn demostró de cien formas distintas que
debió conocer las ecuaciones de Lefebvre. Si las conocía o si las desarrolló
sin el trabajo de Verdeer, ¿por qué no lo dijo?
Twissell dijo:
—Veo que continúa hablando como un matemático. ¿Quién le ha
mencionado todo esto?
—He estudiado los microfilms.
—¿Nada más?
—He reflexionado.
—¿Sin ayuda de estudios matemáticos superiores? Le he vigilado
de cerca durante muchos años, muchacho, y nunca creí que poseyera tal talento.
Continúe.
—La Eternidad nunca pudo ser establecida sin el descubrimiento
por Mallansohn del Campo Temporal. Mallansohn nunca pudo realizar tal cosa sin
un conocimiento de matemáticas que sólo existían en su futuro. Eso es lo
primero. Mientras tanto, aquí en la Eternidad, existe un Aprendiz que fue
escogido como Eterno contra todas las reglas, pues su edad no era la adecuada y
además estaba casado. Le han enseñado matemáticas y Sociología Primitiva.
—¿Bien?
—Afirmo que se proyecta enviarle hacia el Pasado, más allá del
origen de la Eternidad, hasta el Siglo Veinticuatro. Usted se propone hacer que
el Aprendiz Cooper enseñe las ecuaciones de Lefebvre a Mallansohn. Comprenderá
ahora —añadió Harlan con pasión— que mi posición como experto en Tiempos
Primitivos y mi conocimiento de la situación me dan derecho a un trato
especial, muy especial.
—¡Por el Gran Tiempo! —murmuró Twissell.
—Es cierto, ¿no es así? El círculo se cierra, con mi ayuda. Sin
ella... —Harlan dejó la frase inconclusa.
—Ha llegado muy cerca de la verdad —dijo Twissell—. Sin embargo,
habría jurado que no había nada que indicase...
Se sumió en pensamientos en los que ni Harlan ni el mundo
exterior parecían jugar ningún papel.
Harlan dijo rápidamente:
—¿Sólo cerca de la verdad? Es la verdad.
No podía explicar por qué estaba tan seguro de la parte esencial
de lo que había dicho, aun descontando el hecho de que desesperadamente
necesitaba que fuera así.
—No, no. No es toda la verdad —dijo Twissell—. El Aprendiz
Cooper no va al Siglo Veinticuatro para enseñar nada a Mallansohn.
—No le creo.
—Debe creerlo. Debe comprender la importancia de todo esto.
Necesito su cooperación para terminar nuestro proyecto. Debe comprender,
muchacho, que el círculo está mucho más completo de lo que usted piensa. El
Aprendiz Brinsley Sheridan Cooper es Vikkor Mallansohn.
Harlan no creyó que Twissell pudiera decir nada capaz de
sorprenderle. Pero se había equivocado. Dijo:
—Mallansohn, ¡él!
Twissell, que había terminado su cigarrillo, hizo aparecer otro
y continuó:
—Sí, Mallansohn. ¿Quiere que le dé un rápido resumen de la vida
de Mallansohn? Es éste: Nació en el Setenta y ocho, pasó algún tiempo en la
Eternidad y murió en el Veinticuatro.
Twissell apoyó la mano en el brazo de Harlan y su arrugado
rostro se iluminó con otra de sus imperturbables sonrisas.
—Pero vámonos de aquí, muchacho. El fisio-tiempo pasa incluso
para nosotros y hoy no somos completamente dueños ni de nosotros mismos.
¿Quiere acompañarme a mi despacho?
Salió de allí el primero y Harlan lo siguió, sin fijarse en las
puertas y correderas por donde pasaban.
Harlan trataba de relacionar aquella nueva noticia con su propio
problema y su plan de acción. Pasado el primer momento de desorientación, su
decisión se hizo más firme que antes. Después de todo, aquello no cambiaba nada, excepto para
reforzar su posición en
la Eternidad, facilitando la satisfacción de sus exigencias y asegurando
el regreso de Noys a sus brazos. ¡Noys!
¡Por el Gran Cronos! ¡No debían hacerle ningún daño! Ella
parecía ahora la única parte real de su existencia. Al lado de ella, toda la
Eternidad no era sino una débil fantasía por la que no valía la pena vivir.
Cuando llegaron al despacho del Programador Twissell, no pudo
recordar por qué caminos habían pasado y cómo había llegado allí. Aunque miró a
su alrededor y se esforzó en hallar real el despacho, aún seguía pareciéndole
otra parte de un sueño ya pretérito.
El despacho de Twissell era una larga y limpia sala, aséptica
como la porcelana. Una pared del despacho estaba cubierta desde el suelo hasta
el techo y de pared a pared con las micro—unidades calculadoras que, juntas,
formaban la Computaplex más completa que existía en la Eternidad en manos de un
particular, y en realidad una de las mayores en servicio. La pared opuesta
estaba ocupada por estanterías llenas de microfilms. Entre las dos, lo que
quedaba de la sala era poco más que un corredor con espacio para dos sillas, un
escritorio, aparatos de registro y proyección y un objeto extraño que Harlan
nunca había visto, y cuyo uso no comprendió hasta que Twissell dejó caer los
restos de un cigarrillo en su interior.
El cigarrillo se apagó silenciosamente y Twissell, con su
acostumbrada habilidad de prestidigitador, hizo aparecer otro en sus manos.
Harlan pensó: «Ahora, a
resolver mi problema».
Empezó a hablar un poco demasiado alto, un poco demasiado
atrevido:
—Lo de la muchacha en el Cuatrocientos ochenta y dos...
Twissell arrugó la frente e hizo un gesto rápido con una mano
como si quisiera apartar un objeto desagradable de su vida.
—Ya lo sé, ya lo sé. No será molestada, ni tampoco usted. Todo
saldrá bien. Yo me encargaré de ello.
—¿Quiere decir que...?
—Ya le he dicho que conozco este asunto. Si ello le ha tenido
preocupado, quede tranquilo.
Harlan se quedó mirando al anciano, estupefacto. ¿Eso era todo?
Aunque estaba convencido de poseer un poder enorme, no había esperado una
demostración tan evidente.
Pero Twissell estaba hablando de nuevo.
—Permítame que le cuente una historia —empezó, casi en el tono
que podía emplearse para dirigirse a un Aprendiz novato—. No creí que esto
fuese necesario, y quizá no lo sea, pero su penetración e investigaciones le
han hecho acreedor a ello.
Contempló a Harlan, dubitativo, y dijo:
—Ya sabe que aún no puedo acabar de creer que haya llegado a
saber todo esto por sus propios medios. —Y luego continuó—: El hombre a quien
la mayor parte de la Eternidad conoce como Vikkor Mallansohn, dejó una
autobiografía antes de morir. En realidad no se trata de un diario, ni es una
biografía. Consiste en una guía, legada a los Eternos, que él sabía que algún
día tenían que existir. Estaba encerrada en un campo estático Temporal que sólo
podía ser abierto por los Programadores de la Eternidad, y que por ello
permaneció intacto hasta tres siglos después de su muerte, hasta que se inició
la Eternidad y el Jefe Programador Henry Wadsman, el primero de los grandes
Eternos, lo abrió. El documento ha pasado a los sucesivos Jefes Programado—res
en el mayor de los secretos, a lo largo de una línea que termina en mí. Le
llamamos la Memoria de Mallansohn. La Memoria nos cuenta la historia de un
hombre llamado Brinsley Sheridan Cooper, nacido en el Setenta y ocho, que
ingresó en la Eternidad a los veintitrés años, habiendo estado casado por algo
más de un año, pero que aún no había tenido ningún hijo. Una vez ingresado en
la Eternidad, Cooper fue instruido en matemáticas por un Programador llamado
Laban Twissell, y en Sociología Primitiva por un Ejecutor llamado Andrew
Harlan. Después de una enseñanza completa en ambas materias y otros temas,
tales como ingeniería Temporal, fue enviado al Siglo Veinticuatro para enseñar
ciertas técnicas necesarias a un científico
Primitivo llamado Vikkor
Mallansohn. Llegado al Veinticuatro pasó primero por un lento proceso de adaptación
a aquella sociedad. En aquella tarea le fue útil la enseñanza recibida del
Ejecutor Harlan, así como los minuciosos consejos del Programador Twissell,
quien había previsto con increíble acierto los problemas con los que iba a
enfrentarse. Después de dos años, Cooper encontró a Vikkor Mallansohn, un
excéntrico científico recluido
en una casa de campo de
California, sin amigos ni parientes, pero dotado de una inteligencia atrevida y
libre de prejuicios. Cooper se hizo amigo de él poco a poco, le acostumbró con
grandes precauciones a la idea de haber encontrado a un viajero del futuro, y
empezó a enseñarle las matemáticas que debía conocer. Con el paso del tiempo,
Cooper adoptó las costumbres del otro, aprendió a hacer experimentos con la ayuda
de un anticuado generador eléctrico movido por un motor Diesel y con
instrumentos eléctricos que le independizaban de las redes de electricidad.
Pero los progresos eran muy lentos y Cooper comprendió que él no era el
maravilloso maestro que había creído ser, Mallansohn se volvió cada día más
excéntrico y se mostraba menos dispuesto
a cooperar, hasta que un día murió en un
accidente ocurrido al caer por un barranco de la salvaje y montañosa región
donde vivían. Cooper, después de semanas de desesperación, enfrentado con la
ruina del trabajo de toda su vida y, al parecer, con la ruina de la Eternidad,
decidió hacer uso de un recurso supremo. No dio parte a las autoridades de la
muerte de Mallansohn. En vez de hacerlo, se dedicó a propagar la construcción
de un Campo Temporal con los elementos
primitivos de que disponía. Los detalles
ya no importan. Después de infinitos trabajos e ingeniosas improvisaciones,
Cooper alcanzó su propósito y presentó el generador al Instituto Tecnológico de
California, exactamente como debía hacer
el gran Mallansohn, según lo previsto. Ya conoce la historia por sus propios
estudios. Ya sabe la desconfianza y la burla con que fue recibido, el tiempo
que lo tuvieron en observación
en un sanatorio para enfermos mentales, su huida de allí mientras el
generador estaba a punto de ser destruido, la ayuda que le prestó aquel
camarero de bar cuyo nombre nunca llegó a saberse, pero que ahora es uno de los
grandes héroes de la Eternidad. Y también la demostración final que hizo ante
el profesor Zimbalist, cuando consiguió que un
ratoncillo blanco viajase adelante y atrás en el Tiempo. No quiero
aburrirle repitiendo todas estas cosas. Cooper usó el nombre de Mallansohn
durante todo este período, porque le daba una personalidad definida y le
convertía en un miembro auténtico de la sociedad del Siglo Veinticuatro. El
cuerpo del verdadero Mallansohn nunca fue hallado. Durante el resto de su vida
se dedicó a cuidar de su generador y ayudó a los científicos del Instituto en
la tarea de construir otro generador más potente. No se atrevió a hacer más. No
podía enseñarles las ecuaciones de Lefebvre sin darles a conocer tres Siglos de
procesos matemáticos que aún estaban por venir. Tampoco podía insinuar su
verdadero origen. No se atrevió a hacer más de lo que había hecho el verdadero
Vikkor Mallansohn, en la Historia que él conocía. Los hombres que trabajaron
con él tuvieron una decepción al encontrarse con un sabio capaz de inventar
algo tan importante y que, sin embargo, no podía explicar cómo funcionaba su
aparato. Y Cooper también se sintió frustrado porque preveía, sin que le fuera
posible acelerarlos, los trabajos e
investigaciones que conducirían, paso a
paso, hasta los experimentos clásicos de Jan Verdeer, que servirían de base al gran
Antoine Lefebvre para plantear las
ecuaciones fundamentales de la
Realidad. Y cómo después de aquello se establecería la
Eternidad. Sólo hacia el final de su larga vida, en una ocasión en que se
encontraba contemplando una puesta de Sol en el Pacífico (la escena está
descrita extensamente en su Memoria), Cooper llegó a comprender, al fin, que él
era Vikkor Mallansohn, un
sustituto. El nombre podía no ser el suyo, pero el hombre descrito
en la Historia como Mallansohn era, en realidad, Brinsley Sheridan Cooper.
Excitado por aquella idea y por todo
lo que implicaba, deseoso de acelerar y asegurar la
Eternidad, escribió su Memoria y la colocó en un Campo estático Temporal, en el
salón de su casa. De este modo se cerraba el círculo. La intención de
Cooper—Mallansohn al escribir su Memoria naturalmente no fue tenida en cuenta.
Cooper debe vivir su vida exactamente como estaba previsto. La Realidad
Primitiva no permite ningún cambio. En este momento del fisio-tiempo, el Cooper
a quien conocemos no sabe nada de lo que le espera. Cree que sólo ha de enseñar
a Mallansohn y luego regresar a la Eternidad. Continuará creyéndolo hasta que
los años le enseñen lo contrario y un día se siente a escribir su Memoria. El
propósito del círculo en el
tiempo es el de establecer el
conocimiento del viaje temporal y de la naturaleza de la Realidad, a fin
de construir la Eternidad antes
de su tiempo natural. Por sí misma, la Humanidad no habría aprendido la verdad
sobre el tiempo antes de que los avances tecnológicos en otras direcciones
hicieran inevitable el suicidio de la raza.
Harlan escuchó atentamente, absorto ante la visión de un
poderoso círculo en el Tiempo, cerrado sobre sí mismo y que atravesaba a la
Eternidad en parte de su curso. Casi llegó a olvidarse de Noys en aquel
momento.
—Entonces, durante todo este tiempo, ¿usted sabía lo que debía
hacer, todo lo que yo haría y todo lo que he hecho? —preguntó.
Twissell, que parecía perdido en sus pensamientos, después de
relatar la historia, volvió lentamente a la realidad. Sus cansados ojos se
clavaron en Harlan y contestó con un tono de reproche:
—Desde luego que no. Quedan varias décadas de fisio-tiempo entre
la estancia de Cooper en la Eternidad y el momento en que escribió su Memoria.
Sólo podía relatar lo que él mismo había visto y lo que aún recordase.
Compréndalo.
Twissell suspiró y aventó con la mano una nube de azulado humo
que se disolvió en pequeños torbellinos.
—Todo se fue desarrollando perfectamente. Primero me encontraron
a mí y me llevaron a la Eternidad. Al cumplirse el fisio-tiempo prescrito me
convertí en Jefe Programador, me entregaron la memoria y me encargaron de la
ejecución de este asunto. La memoria decía que yo estaba al frente del
proyecto, de modo que tuve que ser yo mismo. De nuevo, al llegar el
fisio-tiempo requerido, usted apareció en el cambio de una Realidad, cuando ya
habíamos observado a sus anteriores homólogos cuidadosamente, y luego surgió
Cooper. Pude completar los detalles usando mi sentido común y nuestros
servicios de cálculo. Por ejemplo, tuvimos que preparar cuidadosamente al
Instructor Yarrow para su papel sin descubrir ni la más pequeña parte de la
verdad. Él, a su vez, debía estimular con precaución el interés de usted en los
Tiempos Primitivos. Fue preciso un control muy estricto para que Cooper no
aprendiera nada que no hubiese aprendido antes por referencia a su Memoria
—Twissell sonrió amargamente—. Sennor se divierte con estas cosas. Lo llama la
reversión de la causa y el efecto. Conociendo el efecto, se puede producir la
causa. Afortunadamente, yo no tengo tiempo para sutilezas de esta clase. Me
complació, muchacho, el ver que se había convertido en un excelente Observador
y Ejecutor. La Memoria no lo mencionaba, pues Cooper no tuvo oportunidad de
observar el trabajo de usted, o de calificar su mérito. Aquello me convenía. Yo
podía usarle en un trabajo corriente sin llamar la atención hacia su misión
primordial. Incluso su reciente trabajo con el coordinador Finge se ajusta a
las líneas generales de la Memoria. Coo per menciona allí un período en el que
usted estuvo ausente, durante el cual sus estudios matemáticos progresaron
tanto que él deseaba que usted regresara para poder contárselo. Una vez, sin
embargo, usted me espantó.
Harlan contestó en seguida:
—¿Se refiere a la vez que me llevé a Cooper en la cabina?
—¿Cómo lo ha adivinado? —preguntó Twissell.
—Fue la única vez que estuvo realmente irritado conmigo. Ahora
supongo que aquello iría contra algo de lo que dice la Memoria de Mallansohn.
—En realidad, no. Era que la Memoria no habla de las cabinas. Me
pareció que la omisión de un aspecto tan importante de la Eternidad sólo podía
significar que Cooper casi no había tenido ninguna experiencia con las cabinas.
Por eso me propuse mantenerle apartado de los Tubos tanto como fuese posible.
Cuando me enteré de que usted se lo había llevado hacia el hipertiempo, me
irritó en gran manera, pero después de aquello no sucedió nada anormal. Las
cosas continuaron igual que antes, de modo que aquello no tuvo importancia.
El anciano Programador se frotó las manos lentamente, mientras
contemplaba al joven Ejecutor con una mirada llena de sorpresa y curiosidad.
—Y mientras tanto usted ha adivinado la verdad. Esto me asombra.
Habría jurado que ni siquiera un Programador de gran experiencia sería capaz
de hacer las deducciones acertadas, si no tenía más información que la que
tuvo usted. Pero que lo haya logrado un Ejecutor parece sobrenatural.
Twissell se inclinó hacia delante, y golpeó ligeramente la
rodilla de Harlan.
—La Memoria de Mallansohn no dice nada de usted, después de la
marcha de Cooper, naturalmente.
—Lo comprendo, señor —dijo Harlan.
—Por lo tanto, estamos en situación de hacer lo que queramos con
su propio porvenir. Ha demostrado poseer un talento que no debemos despreciar.
Creo que reúne condiciones para ser algo más que un simple Ejecutor.
En este momento no le prometo nada, pero hágase cargo de que la
categoría de Programador está dentro de sus posibilidades.
A Harlan le era fácil mantener el rostro sin expresión. Tenía
muchos años de práctica.
Pensó: «Un soborno».
Pero nada debía quedar al azar. Sus deducciones, quiméricas y
sin fundamento al principio, concebidas por casualidad durante una noche de
insomnio, se habían convertido en razonables como resultado de sus
investigaciones en la biblioteca. Después de lo que le había dicho Twissell,
eran certidumbre. Sin embargo, se había equivocado en un detalle. Cooper era el
mismo Mallansohn.
Aquello reforzaba su posición, pero igual que se había
equivocado en aquello podía estar equivocado en otras cosas. Por lo tanto, no
debía dejar nada al azar. ¡Tenía que asegurarse!
Harlan dijo tranquilamente, casi con indiferencia:
—También yo tengo una gran responsabilidad, ahora que conozco la
verdad.
—¿Y por qué?
—¿Hasta qué punto es sólida la situación? Supongamos que
ocurriese algo inesperado, y que yo no asistiera a una clase en la que debiera
enseñarle a Cooper algo vital.
—No le comprendo.
(Eran imaginaciones de Harlan, o en los ojos del anciano
Programador había aparecido una chispa de alarma.)
—Quiero decir que el círculo puede romperse. Déjeme explicarle.
Si alguien me envía al hospital de un golpe inesperado en la cabeza, en un
momento en que la Memoria diga claramente que estoy bien y en plena actividad,
podemos esperar que toda la trama se deshaga. O supongamos que, por alguna
razón, yo decida deliberadamente no seguir las instrucciones de la Memoria.
¿Qué pasaría entonces?
—¿Quién le ha metido estas ideas en la cabeza?
—Parece lógico. Creo entender que yo mismo puedo romper el
círculo con una acción descuidada o deliberada, y entonces ¿cuál será el
resultado? ¿Destruir la Eternidad? Es—posible. Y si es así —añadió Harlan
tranquilamente— creo que debe decírmelo para que yo evite el cometer ninguna
imprudencia. Aunque supongo que se necesitarían unas circunstancias bastante
extraordinarias para que yo cometiese alguna torpeza en un proyecto de tanta
importancia.
Twissell rió, pero la risa sonó falsa y forzada en los oídos de
Harlan.
—Todo esto es teórico, muchacho —dijo—. Nada de lo que dice
puede suceder, pues no sucedió antes. El círculo no se romperá.
—Puede romperse —dijo Harlan—. La muchacha del Cuatrocientos
ochenta y dos...
—Está segura —exclamó Twissell, poniéndose en pie con
impaciencia—. Esta clase de conversaciones no tienen fin, y ya he tenido muchas
discusiones con el resto de la Comisión encargada de este proyecto. Mientras
tanto, aún tengo que hablarle del asunto para el que lo llamé aquí, y el
fisio-tiempo pasa rápidamente. ¿Quiere acompañarme?
Harlan se sintió satisfecho. La situación era clara, y su
poder innegable. Twissell sabía que Harlan podía decir en cualquier momento:
«No quiero saber nada de Cooper». Twissell sabía que Harlan podía, en cualquier
momento, destruir la Eternidad, al dar a Cooper información previa respecto a
la Memoria. Harlan era un buen Ejecutor y sabía cómo inducir un cambio.
Harlan sabía lo suficiente para conseguir lo que deseaba.
Twissell creyó impresionarle con la importancia de su misión, pero si el
Programador creía mantener a raya a Harlan de aquella manera, estaba
equivocado.
Harlan había lanzado una amenaza clara respecto a la seguridad
de Noys, y la expresión de Twissell cuando había contestado: «Está segura»,
demostraba que había tomado nota de la amenaza.
Harlan se levantó y siguió a Twissell.
Entraron en una sala que Harlan no conocía. Era enorme y
completamente despejada. Su único acceso estaba al final de un estrecho
corredor bloqueado por una pantalla de energía, que no se abatió hasta que el
rostro de Twissell fue identificado claramente por el sistema de seguridad.
La mayor parte de la sala estaba ocupada por una esfera que casi
llegaba al techo. Tenía una escotilla abierta, mostrando una escalera de cuatro
peldaños que conducía a una plataforma interior brillantemente iluminada.
Varias voces sonaron en el interior y mientras Harlan miraba, un
par de piernas aparecieron por la escotilla, bajando por la escalera. Un hombre
saltó al exterior y otro par de piernas le siguió. El primero de ellos era
Sennor, del Gran Consejo Pantemporal, y el que salió detrás de él era otro de
los que formaron el grupo en la mesa del almuerzo aquel mediodía.
Twissell pareció contrariado al verlos. Su voz, sin embargo, era
contenida.
—¿Aún sigue aquí la Comisión? —preguntó.
—Sólo nosotros dos, Rice y yo —dijo Sennor tranquilamente—.
Tenemos aquí un maravilloso instrumento. Ha llegado a alcanzar la complejidad
de una espacionave.
Rice era un hombre de ancha cintura, con la mirada perpleja del
que sabe que tiene razón pero, sin embargo, se halla siempre en desventaja en
cualquier polémica. Se frotó su bulbosa nariz y terció en la conversación.
—Últimamente Sennor viene aplicando su capacidad a la cuestión
de los viajes espaciales.
La calva de Sennor brilló debajo de los grandes focos.
—Es muy interesante, Twissell —dijo—. Me gustaría conocer su
opinión. Los viajes interplanetarios, ¿constituyen un factor positivo o
negativo en el cálculo de la Realidad?
—La pregunta no tiene sentido—dijo Twissell con im—i
paciencia—. ¿Qué tipo de viaje espacial, en qué Sociedad, bajo qué
circunstancias?
—¡Bah! Seguramente podemos considerar en esta ocasión los viajes
interplanetarios en abstracto.
—Sólo que su influencia tiene límites bien definidos, ya que se
consumen a sí mismos y luego se extinguen.
—Por tanto, son inútiles —dijo Sennor con satisfacción—, y, en
consecuencia, son un factor negativo. Opino lo mismo.
—Cooper llegará dentro de unos minutos. Necesitamos estar solos,
por favor —dijo Twissell.
—Claro, claro.
Sennor tomó del brazo a Rice y se lo llevó de allí. Su voz
continuó en tono recitativo mientras ambos se alejaban:
—Periódicamente, mi querido Rice, todo el esfuerzo mental de la
Humanidad se concentra en los viajes espaciales, que por la misma naturaleza de
las cosas están condenados a agotarse y desaparecer. Podría plantear las
ecuaciones sociológicas necesarias, pero estoy seguro de que me comprende
perfectamente. Mientras la mente se ocupa del espacio, descuida el desarrollo
de los bienes terrestres. Estoy preparando una tesis para someterla al Gran Consejo,
recomendando que todas las Realidades sean cambiadas para eliminar de oficio
todas las eras donde existen los viajes interplanetarios.
La voz aguda de Rice contestó:
—No podemos tomar medidas tan drásticas. Los viajes
interplanetarios son una válvula de seguridad de gran importancia para algunas
civilizaciones. Por ejemplo, considere la Realidad cincuenta y cuatro del Siglo
Doscientos noventa, que en este momento acude a mi memoria. En esa
civilización...
Las voces dejaron de escucharse y Twissell comentó:
—Sennor es un hombre extraño. Su inteligencia vale tanto como la
de dos de nosotros, pero su capacidad se pierde en estos entusiasmos
caprichosos.
—¿Cree que pueda tener razón? Me refiero a la cuestión de los
viajes interplanetarios.
—Lo dudo. Podríamos juzgar este asunto si Sennor llegara, en
realidad, a someter su tesis al Gran Consejo. Pero no lo hará. Se entusiasmará
con otra cosa antes de que termine de escribirla y la abandonará. Pero no
importa...
Twissell dio un golpe con la palma de la mano en la pared de la
esfera, haciéndola vibrar, y luego retiró la mano para quitarse el cigarrillo
de los labios.
—¿Sabe qué es esto, Ejecutor? —preguntó.
—Parece una cabina de gran tamaño.
—Exactamente. Lo ha adivinado. Eso es. Entremos.
Harlan siguió a Twissell al interior de la esfera. Tenía
capacidad para cuatro o cinco personas, pero su interior no presentaba ningún
aspecto extraordinario. El suelo era liso y las curvas paredes estaban
provistas de dos ventanas. Eso era todo.
—¿Dónde están los mandos? —preguntó Harlan.
—Funciona por mando a distancia —contestó Twissell.
Pasó la mano sobre la lisa superficie y continuó:
—Paredes dobles. El espacio comprendido entre ambas se ha
utilizado para instalar un Campo Temporal autónomo. Este aparato es, en realidad,
una cabina que no depende de los campos de fuerza de los Tubos, y puede pasar
del límite extremo de la Eternidad en el hipotiempo. Su estudio y construcción
fue posible gracias a valiosas indicaciones que hemos encontrado en la Memoria
de Mallansohn. Acompáñeme.
El cuadro de mandos estaba en un extremo de la gran sala, al
otro lado de un tabique. Harlan entró y contempló sombríamente las inmensas
barras conductoras.
Twissell dijo:
—¿Puede oírme, muchacho?
Harlan, cogido por sorpresa ante aquella pregunta, miró a su
alrededor. No se había dado cuenta de que Twissell no le había seguido al
interior del cuarto de control. Se acercó a la ventana de inspección, y
Twissell le hizo un gesto desde fuera. Harlan contestó:
—Puedo oírle perfectamente, señor ¿Quiere que salga?
—Nada de eso. Está encerrado en el interior.
Harlan se abalanzó sobre la puerta, y su estómago se retorció en
una fría y mortal opresión. Twissell tenía razón. ¿Qué había pasado?
—Le satisfará saber, muchacho, que su responsabilidad ha
terminado. A usted le pesaba tal responsabilidad; ha hecho muchas preguntas
sobre ella, y creo que comprendo lo que quería decirme. Usted no debe tener
responsabilidad en este asunto. Es sólo mía. Desgraciadamente, usted ha de
quedarse en el cuarto de mandos, ya que sabemos que estaba allí al cargo de los
instrumentos. Así se describe la escena en la Memoria de Mallansohn. Cooper le
verá a través de la ventana y eso será suficiente. Además, tengo que pedirle
que haga el contacto final de acuerdo con las instrucciones que le diré. Si
cree que esto es demasiada responsabilidad, puede estar tranquilo. Hay otro
contacto paralelo con el suyo, que será actuado por otra persona. Si, por
cualquier razón, no le es posible hacer funcionar el suyo, él lo hará. Como
precaución final, he ordenado cortar la comunicación de sonido desde ese
cuarto. Usted podrá oírnos, pero no podrá hablar con nosotros. Por tanto, no
tema que cualquier exclamación involuntaria pueda romper el círculo.
Harlan le contemplaba con desesperación al otro lado del grueso
cristal.
Twissell continuó:
—Cooper llegará dentro de un momento y su viaje a los Tiempos
Primitivos se realizará dentro de las dos próximas fisio-horas. Después de
esto, muchacho, el trabajo habrá terminado y quedará usted libre.
Harlan se hundía en la vorágine de una pesadilla. ¿Le había
engañado Twissell? ¿Era posible que todo estuviese preparado para conseguir que
Harlan entrase voluntariamente en la sala de mandos que ahora era su prisión?
Al saber que Harlan conocía su propia importancia, Twissell había improvisado
con diabólica inteligencia, distrayéndole con su conversación, calmando sus
emociones con palabras, llevándole de aquí para allá, hasta que llegó el
momento adecuado para reducirle a la impotencia.
¡Su fácil aceptación de la cuestión de Noys! No le pasaría nada,
había dicho Twissell. Todo iría bien.
¡Cómo pudo ser tan ingenuo! Si no tenía intención de hacerle
ningún daño, ¿por qué habían puesto la barrera temporal en los Tubos en el
100.000.°? Bastaba aquello para ver quién era Twissell.
Sólo su propio deseo de creer lo que le decía hizo posible que
el Programador jugase con él durante las últimas fisio-horas, y lo encerrase en
el lugar donde ya no le necesitaba, ni siquiera para hacer el último contacto.
De un solo golpe le habían quitado la fuerza de su situación.
Sus triunfos eran ahora cartas sin valor, y Noys quedaba para siempre lejos de
su alcance. El castigo que pudieran imponerle no le importaba. Nunca volvería a
ver a Noys.
Nunca se le había ocurrido que el proyecto pudiera estar tan
cerca de su término. Aquello, desde luego, era lo que le había derrotado.
La voz de Twissell resonó, lejana:
—Voy a cortar la comunicación, muchacho.
Harlan se sintió solo, inútil, desesperado...
Brinsley Sheridan Cooper entró en la sala. La excitación
coloreaba su delgado rostro y casi lo hacía aparecer juvenil, pese al grueso
bigote a lo Mallansohn que llevaba.
Harlan podía verle a través de la ventana de inspección y
escucharle claramente por la instalación de sonido que ahora funcionaba en un
solo sentido. Pensó amargamente: «Un bigote a lo Mallansohn. ¡Naturalmente!»
Cooper se acercó a Twissell.
—No me permitieron la entrada hasta este momento, Programador.
—Perfectamente —contestó Twissell—. Tenían instrucciones en este
sentido.
—Ha llegado el momento, ¿no es así? ¿Debo irme ya?
—Falta muy poco.
—¿Podré regresar? ¿Podré ver de nuevo la Eternidad?
Pese a la rigidez de su postura, había inseguridad en las
palabras de Cooper.
Dentro del cuarto de mandos, Harlan aplastó sus puños crispados
contra el sólido cristal de la ventana, como buscando un modo de salir de allí,
queriendo gritar: ¡Deténgase! ¡ Acepte mis condiciones, o de lo contrario...!
Pero todo fue inútil.
Cooper miró a su alrededor, al parecer sin darse cuenta de que
Twissell se había abstenido de contestar a su pregunta. Su mirada se fijó en
Harlan, al otro lado de la ventana del cuarto de control.
Cooper agitó el brazo animadamente.
—Salga, Ejecutor Harlan. Quiero estrechar su mano antes de partir.
Twissell se interpuso.
—Ahora no puede ser, muchacho, ahora no. Está ocupado con los
mandos.
—¡Ah! Me parece que no se encuentra bien —dijo Cooper.
—Le he contado la verdadera naturaleza de este proyecto —dijo
Twissell—. Temo que sea suficiente para poner nervioso a cualquiera.
—¡Por Cronos!, desde luego. Yo lo he. sabido hace semanas y aún
no me he acostumbrado.
Había un tono de histerismo en su risa.
—Aún no he podido convencerme de que en realidad sea yo el
protagonista de este proyecto. Estoy... un poco asustado.
—No se lo reprocho.
—Es mi estómago, ya sabe. Nunca se somete a mis deseos.
—Eso es algo natural y ya pasará —dijo Twissell—. Mientras
tanto, el momento exacto de su partida ya ha sido determinado y aún tengo que
darle algunas instrucciones. Por ejemplo, aún no ha visto la cabina que va a
usar.
Durante las dos horas siguientes, Harlan pudo oírlo todo, lo
mismo cuando se encontraban al alcance de su vista como si no. Twissell
instruyó a Cooper de un modo extrañamente fragmentario, y Harlan comprendió la
razón de que fuese así. Sólo podía dar a Cooper la información que estuviese
mencionada en la Memoria de Mallansohn.
Un círculo completo. Un círculo ciego. Y Harlan aún no podía
hallar el modo de romper aquel círculo con un último y desesperado esfuerzo,
como Sansón en el templo. En su mente el círculo giraba lentamente, una y otra
vez.
—Las cabinas corrientes —oyó que decía Twissell — son a la vez
empujadas y atraídas, si podemos aplicar tales términos al caso de las fuerzas
de la energía Pantemporal. Al trasladarse del Siglo Equis al Siglo Y, existe un
punto inicial que suministra energía y también un punto final que atrae a la
cabina. Lo que tenemos aquí, en cambio, es una cabina con un punto inicial
impulsor, pero sin energía en el punto de destino. Sólo puede ser empujada,
pero no atraída. Por esta razón vamos a utilizar energía en órdenes de magnitud
muy superiores a las que se consumen en las cabinas normales. Se han tenido que
instalar grupos transformadores especiales . a lo largo de los Tubos, para
absorber suficientes cantidades de energía de la nova Sol. Esta cabina
especial, sus instrumentos y el suministro de . potencia constituyen un
conjunto autónomo. Durante muchas fisio-décadas hemos estudiado las diferentes
Realidades para encontrar las aleaciones especiales y los necesarios procesos
de fabricación. La clase la encontramos en la Realidad trece del Siglo
Doscientos veintidós. Allí han desarrollado el Compresor Temporal, y sin él no
hubiéramos podido construir esta cabina. Fue en la Realidad trece del Siglo
Doscientos veintidós.
Pronunció las últimas palabras con deliberada claridad.
Harlan pensó: «¡Recuerda eso, Cooper! Recuerda la Realidad 13
del Siglo 222 de modo que puedas decirlo en la Memoria de Mallansohn, para que
los Eternos sepan dónde tienen que buscar y luego puedan decirte lo que debes
escribir,..» El círculo seguía girando.
Twissell continuó:
—La cabina no ha sido probada más allá del límite de la
Eternidad en el hipotiempo, desde luego; pero ha hecho numerosos viajes por la
Eternidad. Estamos seguros de que
funcionará perfectamente.
—No puede ser de otro modo, ¿verdad? —preguntó Cooper—. Quiero
decir que estuve allí, o de lo contrario Mallansohn no habría podido construir
su Campo, y sabemos que lo hizo.
Twissell dijo:
—Exactamente. Se encontrará en lugar seguro, en la escasamente
poblada zona Sudoeste de un país llamado los Estados Unidos de América...
—América —corrigió Cooper.
—Bien, América. En el Siglo Veinticuatro, o para ser exactos, en
el año Dos mil trescientos veintisiete. Supongo que podemos llamarlo así. La
cabina, como ve, es muy grande, más de lo necesario para usted. Está provista
de alimentos, agua y medios defensivos. Encontrará instrucciones detalladas que
serían, por supuesto, incomprensibles para cualquier otra persona. Debo
recordarle que su primera tarea consiste en asegurarse de que ninguno de los
habitantes de aquel Siglo le descubra antes de que usted esté preparado para
ello. El aparato está provisto de excavadoras de energía con las que podrá penetrar
en una ladera para formar una cueva. Tendrá que sacar el contenido de la cabina
rápidamente. Todo está preparado para que esta tarea le sea fácil.
Harlan pensó: « ¡Repite! ¡Repite! En otra ocasión ya le habrán
dicho todo esto, pero hay que repetir todo lo que deba figurar en la Memoria.
El círculo sigue girando».
Twissell decía:
—Tendrá que descargar sus provisiones y utensilios en quince
minutos. Después de ese tiempo, la cabina regresará automáticamente a su punto
de partida, llevando consigo todos los instrumentos que sean demasiado
avanzados para aquel Siglo. Encontrará una lista que los especifica. Cuando la
cabina haya regresado, podrá empezar a trabajar independientemente.
Cooper preguntó:
—¿Es necesario que la cabina regrese tan pronto?
—Un regreso rápido aumenta las probabilidades de éxito —dijo
Twissell.
Harlan pensó: «Debe hacerlo al cabo de quince minutos, pues
antes regresó a los quince minutos. El círculo sigue... »
Twissell se apresuró:
—No hemos intentado falsificar sus medios de pago ni ninguno de
sus valores negociables. Hemos previsto que disponga de oro en pepitas. Le será
posible explicar su posesión de acuerdo con sus instrucciones. Encontrará ropas
autóctonas adecuadas o, por lo menos, que pueden pasar como autóctonas.
—Conforme —dijo Cooper.
—Ahora, recuerde esto. Proceda despacio. Emplee semanas, si es
necesario. Acostúmbrese espiritualmente a las costumbres de aquella era. Las
instrucciones del Ejecutor Harlan le servirán de mucho menos, pero no pueden
preverlo todo, naturalmente. Tendrá a su disposición un receptor de radio,
construido de acuerdo con la técnica del Siglo Veinticuatro, lo que le
permitirá estar al corriente de los acontecimientos, y, lo que es más
importante, aprender la correcta pronunciación y forma de hablar del lenguaje
de aquel tiempo. Hágalo cuidadosamente. Estoy seguro de que el inglés de Harlan
es excelente, pero desconocemos la pronunciación autóctona.
Cooper preguntó:
—¿Qué puede suceder si no llego al lugar exacto? Quiero decir,
si no es exactamente el año Dos mil trescientos diecisiete?
—Compruébelo con atención, por supuesto. Pero estamos seguros de
que llegará allí. Tiene que llegar.
Harlan pensó: «Llegará, porque ya llegó una vez. El círculo
sigue... »
Cooper debió parecer poco convencido, porque Twissell continuó:
—La exactitud del foco ha sido graduada exactamente. Pensaba
explicarle nuestros métodos y creo que ahora es el momento. Además, ayudará a
que el el ejecutor Harlan comprenda el funcionamiento de los instrumentos.
Harlan abandonó la ventana como un rayo para volverse hacia los
instrumentos. Una esquina de la negra cortina de desesperación se levantó. ¿Qué
sucedería si...?
Twissell seguía dando sus últimas instrucciones a Cooper en tono
preciso y preocupado, como un profesor dando su última clase. Sólo una parte de
la mente de Harlan seguía escuchándole.
Twissell dijo:
—Naturalmente, uno de nuestros problemas más serios era el de
determinar hasta qué punto penetra en los Tiempos Primitivos un objeto al que
se aplica un impulso dado. El método más directo habría sido el de enviar a un
hombre hacia el hipotiempo por medio de esta cabina, usando impulsos
cuidadosamente calculados. Sin embargo, para llevar este sistema a la práctica
era necesario incurrir en un pérdida de tiempo en cada caso, mientras nuestro
mensajero fijaba el Siglo dentro de una aproximación centesimal por medio de la
observación astronómica u obteniendo la información por radio. Eso habría sido
muy lento y además peligroso, ya que nuestro enviado podía ser descubierto por
los autóctonos, probablemente con resultados catastróficos para nuestro
proyecto. En vez de ello, he aquí lo que hicimos: lanzamos hacia el pasado una
masa conocida de un isótopo radiactivo llamado niobio—noventa y cuatro, que se
transforma por emisión de partículas beta en el isótopo estable
molibdeno—noventa y cuatro. Este proceso tiene una vida media de quinientos
siglos, casi exactamente. La intensidad de radiación original de la masa nos
era conocida. Esa intensidad disminuye con el tiempo de acuerdo con la proporción
simple descrita en la cinética de primer grado y desde luego puede ser medida
con gran precisión. Cuando la cabina llega a su destino en el hipotiempo, la
cápsula que contiene el isótopo se descarga automáticamente sobre las rocas y
la cabina regresa en seguida a la Eternidad. En el mismo instante del
fisiotiempo en que la cápsula aparece en el Tiempo normal, simultáneamente
aparece en todos los Tiempos futuros, aunque correlativamente más vieja. Y en
el Quinientos setenta y cinco, en el mismo lugar de descarga en el Tiempo
normal y no en la Eternidad, un Ejecutor localiza la cápsula por su radiación y
la recupera. Se calibra la intensidad de su radiación, y entonces se conoce el
tiempo que ha estado enterrada en la montaña y el Siglo adonde llegó el
cronomóvil en el hipotiempo, con una aproximación de dos decimales. Hemos
enviado docenas de cápsulas, utilizando distintos niveles de impulsos, y con
los resultados hemos trazado una gráfica de calibración. Esta sirvió para
comprobar las cápsulas que no se enviaron hasta los Tiempos Primitivos, sino a
los primeros Siglos de la Eternidad, donde también podíamos hacer observaciones
directas. Naturalmente, hubo algunos fracasos. Las primeras cápsulas se
perdieron hasta que aprendimos a tener en cuenta los cambios geográficos
ocurridos entre el Tiempo Primitivo y el Quinientos setenta y cinco. Después,
tres de las últimas cápsulas que enviamos no llegaron a aparecer en el
Quinientos setenta y cinco. Supusimos que algo falló en el mecanismo de
descarga y quedaron enterradas en un lugar demasiado profundo para ser
localizadas. Detuvimos nuestros experimentos cuando la fuerza de la radiación
aumentó tanto que empezamos a pensar que los autóctonos podrían darse cuenta de
ello y preguntarse qué hacían en su región aquellos artefactos radiactivos.
Pero teníamos suficientes datos para nuestro propósito y ahora estamos seguros
de poder enviar a un hombre a cualquier centésima de Siglo de los Tiempos
Primitivos. ¿Ha comprendido, Cooper?
—Perfectamente, Programador Twissell —dijo Cooper—. Ya había
visto la gráfica de calibración, sin que entonces comprendiera su propósito.
Ahora lo veo claro.
Pero Harlan estaba interesado en otro asunto completamente
distinto. Tenía la mirada fija en el arco graduado que indicaba los Siglos. El
brillante arco del indicador era de porcelana y metal, y estaba dividido por finas líneas que
representaban los Siglos, decisiglos y centisiglos. Líneas plateadas que
brillaban sobre la porcelana, marcando las divisiones claramente. Las cifras
eran muy diminutas, e inclinándose, Harlan no pudo leer los Siglos desde el 17
al 27. La delgada aguja indicaba la línea del Siglo 23,17.
En otras ocasiones Harlan había visto otros Indicadores de
Siglos parecidos, y casi automáticamente dirigió su mano hacia el mando de
ajuste. El instrumento no respondió a su presión. La aguja siguió en el mismo
lugar.
Casi dio un salto cuando escuchó la voz de Twissell que se
dirigía a él.
—¡Ejecutor Harlan!
—Sí, Programador —exclamó, y recordó entonces que no le podían
oír. Se dirigió a la ventana y asintió con un gesto.
Twissell dijo, casi como si adivinase los pensamientos de
Harlan:
—El indicador de Siglos está graduado para un impulso hacia el
pasado hasta Veintitrés, coma, diecisiete. No necesita ningún ajuste. Su única
misión es conectar la energía en el momento adecuado del lisio—tiempo. Hay un
cronómetro a la derecha del indicador. Haga un gesto cuando lo haya localizado.
Harlan asintió.
—Alcanzará el cero en cuenta atrás. A menos quince segundos,
cierre los puntos de contacto. Es sencillo. ¿Lo ha entendido?
Harlan asintió de nuevo.
Twissell continuó:
—La sincronización no es vital. Puede hacerlo a menos catorce o
trece o incluso a menos cinco segundos, pero le ruego que procure hacerlo antes
de los menos diez segundos por razones de seguridad. Una vez haya cerrado el
contacto, un mecanismo automático sincronizado con el cronómetro se encargará
del resto, asegurando que el impulso final de potencia tenga lugar precisamente en el instante cero. ¿Me ha
comprendido?
Harlan volvió a asentir. Comprendía
mucho más de lo que Twissell
había dicho. Si no cerraba el contacto a menos diez segundos, otro técnico lo
haría en su lugar.
Harlan pensó fríamente: «No habrá necesidad de ningún extraño».
Twissell dijo:
—Nos quedan treinta fisio-minutos. Cooper y yo vamos a comprobar
las provisiones.
La puerta se cerró detrás de ellos y Harlan se quedó a solas con
los instrumentos, el temporizador (que ya empezaba la cuenta atrás)... y una
decisión sobre lo que debía hacer.
Harlan se apartó de la ventana. Puso la mano en su bolsillo y
empuñó el látigo neurónico que llevaba. Durante todas aquellas horas lo había
llevado consigo. Su mano temblaba un poco.
Volvió a pasar por su mente un pensamiento familiar: «Sansón
derribando el templo».
Otra parte de su cerebro pudo pensar aún: «¿Cuántos Eternos
habrán oído hablar alguna vez de Sansón? ¿Cuántos saben cómo murió?»
Sólo le quedaban veinticinco minutos. No podía estar seguro de
los que necesitaría para llevar a cabo su trabajo. Ni siquiera estaba seguro de
si tendría éxito.
Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Sus manos húmedas casi dejaron
caer la pistola al suelo antes de que pudiera empezar a desarmarla.
Trabajó rápidamente, absorto en su tarea. De todos los aspectos
de su plan, el que menos le preocupaba era la posibilidad de que él mismo
pudiera pasar a la Irrealidad.
A menos un minuto, Harlan estaba al lado de los mandos.
Pensó si aquél sería el último minuto de su vida.
No veía otra cosa sino la lenta marcha de la aguja del
cronómetro que marcaba los segundos transcurridos.
Menos treinta segundos.
Pensó: «No sentiré dolor. No es la muerte».
Trató de pensar sólo en Noys.
Menos quince segundos.
¡Noys!
Menos doce segundos.
¡ Contacto!
El mecanismo sincronizado empezó a funcionar. El arranque
tendría lugar a la hora cero. A Harlan sólo le quedaba un último recurso. ¡El
golpe de Sansón!
Su mano derecha se movió, tomando la palanca del indicador de
Siglos.
¡Noys!
Su mano derecha se mo... CERO... vió convulsivamente. Ni
siquiera le dirigió una mirada.
¿Era aquello la no—existencia?
Todavía no. Todavía no era la no—existencia.
Harlan miró a través de la ventana de observación, no se movió.
El tiempo pasó y él no se dio cuenta de su curso.
La sala estaba vacía. Donde estuvo la gigantesca esfera de la
cabina ahora no había nada. La base de metal que le había servido de apoyo
permanecía vacía, levantando sus brazos de hierro en el aire de aquella gran
sala.
Twissell, extrañamente empequeñecido en aquel lugar que se había
convertido en una caverna vacía, era el único que se movía, paseando
nerviosamente de un lado a otro.
Los ojos de Harlan le miraron por un momento y luego dejaron de
verle.
Sin ningún sonido ni movimiento aparente, la cabina apareció de
nuevo en el lugar que había abandonado. Su paso a través de la frontera
invisible que separaba el Tiempo pasado del Tiempo presente no había desplazado
ni una molécula de aire.
Twissell estaba ahora oculto a los ojos de Harlan por la gran
esfera, pero un momento después apareció por uno de los lados, corriendo.
Con un gesto de la mano hizo funcionar el mecanismo que cerraba
la puerta del cuarto de mandos. Se lanzó a su interior gritando, lleno de
excitación:
—Lo hemos conseguido. Lo hemos conseguido. Hemos cerrado el
círculo.
No tuvo fuerzas para decir nada más.
Harlan no contestó.
Twissell miró por la ventana, con las manos apoyadas en el
grueso cristal. Harlan se fijó en las manchas de la edad que aparecían sobre
ellas y la forma en que temblaban. Era como si su mente ya no tuviera la
capacidad de distinguir lo importante de lo trivial, sino que estuviera
captando todas sus impresiones en forma inconexa.
Cansado, pensó: «¿Qué importa eso ahora? Ya no hay nada que
importe».
Twissell dijo:
—Ahora puedo decirle que estaba más preocupado de lo que quería
confesar. Sennor solía decir que este proyecto era imposible. Insistía en que
debía ocurrir algo que lo impidiese... ¿Qué le sucede?
Se había vuelto nada más oír la exclamación de Harlan.
Harlan movió la cabeza, como quitando importancia, y consiguió articular:
—Nada.
Twissell no insistió y siguió hablando. Era difícil saber si se
dirigía a Harlan o a un auditorio invisible. Era como si ahora liberase, por
medio de aquellas palabras, sus años de reprimida ansiedad.
—Sennor siempre dudaba. Los demás razonamos con él, y tratamos
de convencerle con demostraciones matemáticas y los trabajos de generaciones de
investigadores que nos habían precedido en el fisio-tiempo de la Eternidad.
Todo lo dejaba de lado, argumentando sólo la paradoja del hombre que se
encuentra a sí mismo. Ya le ha oído contarla. Es su tema favorito. Nosotros
conocíamos nuestro propio futuro, según Sennor. Yo, Twissell, por ejemplo,
sabía que sobreviviría, a pesar de mis años, hasta que Cooper emprendiese su
viaje más allá del límite de la Eternidad. Conocía otros detalles de mi futuro,
otras cosas que haría. «Imposible», decía Sennor. «La Realidad debe cambiar
para corregir tal conocimiento, aunque esto significara que el círculo no
llegase a cerrarse y la Eternidad no pudiera establecerse.» Por qué argumentaba
así, no lo sé. Quizá creía en ello honestamente, quizás era como un deporte
intelectual para él, quizás era sólo el deseo de sorprender a los demás con un
punto de vista original. De cualquier modo, el proyecto siguió adelante y los
puntos explicados en la Memoria empezaron a cumplirse. Encontramos o Cooper,
por ejemplo, en el Siglo y en la Realidad indicada en la Memoria. Los
argumentos de Sennor no podían explicarlo, pero a él ya no le interesaba,
porque andaba ocupado en otra cosa. Y a pesar de todo, a pesar de todo
—Twissell rió suavemente, con algo de timidez y dejó que su cigarrillo,
olvidado, llegase casi a quemarle los dedos debo confesar que nunca me sentí
tranquilo. Algo podía ocurrir. La Realidad en que fue establecida la Eternidad
podía cambiar en alguna forma para impedir lo que Sennor llamaba una paradoja.
Y se transformaría en otra Realidad donde no existiría la Eternidad. A veces,
en medio de una noche de insomnio, casi llegaba a convencerme de que tenía que
ser así..., pero ahora ha pasado y puedo reírme de mis temores absurdos.
Harlan dijo en voz baja:
—El Programador Sennor tenía razón.
Twissell se volvió hacia él de pronto.
—¿Qué?
—El proyecto ha fracasado —la mente de Harlan se estaba
despejando de las sombras que la envolvían—. El círculo no se ha cerrado.
—¿Qué está diciendo, muchacho? —las descarnadas manos de
Twissell cayeron sobre los hombros de Harlan con fuerza sorprendente—. Está
enfermo, muchacho. Debe ser la tensión nerviosa.
—No estoy enfermo. Es odio. A usted, a mí mismo. No estoy
enfermo. Mire el indicador de Siglos. Mírelo usted mismo.
—¿El indicador?
La aguja señalaba el Siglo 27, fija al extremo derecho del
cuadrante.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Twissell: la alegría había
desaparecido de su rostro, y el horror se reflejaba ahora en sus ojos.
Harlan dijo claramente:
—He fundido el mecanismo de cierre y liberado el ajuste del
indicador.
—¿Cómo pudo...?
—Tenía un látigo neurónico. Lo he desmontado para usar la
micropila atómica en una sola descarga, como un soplete. Aquí está todo lo que
queda de ella —Harlan movió con el pie un pequeño montón de fragmentos
metálicos en un rincón.
Twissell aún no lo comprendía.
—¿En el Veintisiete? ¿Quiere decir que Cooper está ahora en el
Siglo Veintisiete?
—No sé dónde se encuentra —dijo Harlan con voz apagada—. He
movido el indicador hacia el hipotiempo, más allá del Veinticuatro. No sé
dónde. No miré. Luego lo volví atrás. Tampoco miré.
Twissell le miró fijamente. Su rostro iba tomando un color
pálido, amarillento, mientras sus labios temblaban un poco.
—No sé dónde está ahora —repitió Harlan—. Está perdido en los
Tiempos Primitivos. El círculo se ha roto. Pensé que todo terminaría cuando
hice aquel movimiento. A la hora cero. Parece absurdo. Ahora tenemos que
esperar. Habrá un momento en el fisio-tiempo, cuando Cooper se dé cuenta de que
está en otro Siglo, en que hará algo que contradiga las instrucciones de la
Memoria, cuando él...
Harlan se interrumpió, lanzando una carcajada lenta y
temblorosa.
—¿Qué importa eso? Sólo es una demora hasta que Cooper acabe de
romper el círculo. No hay manera de impedirlo. Minutos, horas, días, ¡qué
importa! Cuando llegue el momento, la Eternidad dejará de existir. ¿Me oye?
Será el fin de la Eternidad.
—¿Por qué? ¿Por qué?
Twissell miraba desalentado del indicador al Ejecutor, mientras
sus ojos reflejaban la confusión que delataban sus palabras.
Harlan levantó la cabeza. Sólo pudo pronunciar una palabra:
—¡Noys!
—¿La mujer que llevó a la Eternidad? —dijo Twissell.
Harlan sonrió amargamente sin pronunciar palabra.
—¿Qué tiene ella que ver con esto? —dijo Twissell—. ¡Por el Gran
Tiempo! ¡No le comprendo, muchacho!
—¿Qué necesita comprender? —dijo Harlan, atormentado por la
tristeza—. ¿Por qué quiere aparentar ignorancia? Yo tenía a la muchacha. Era
feliz, y ella también lo era. No hacíamos daño a nadie. Ella no existe en la
nueva Realidad. ¿Qué daño hacíamos?
Twissell trató en vano de interrumpirle.
Harlan gritó:
—Pero existen los reglamentos de la Eternidad, ¿no es cierto?
Los conozco bien. Las relaciones formales requieren un permiso. Necesitan un
análisis individualizado. Requieren una categoría en la Eternidad. Son cosas
muy difíciles de conseguir. ¿Qué pensaba hacer con Noys cuando todo esto
hubiera terminado? ¿La habría colocado en un cohete a punto de estrellarse?
Ahora no podrá hacer nada, estoy seguro.
Se interrumpió desesperado, y Twissell se dirigió rápidamente a
la pantalla del intercomunicador. Había sido conectado de nuevo como
transmisor, sin duda.
El Programador gritó hasta que consiguió respuesta, y entonces
ordenó:
—Soy Twissell. Que no se permita la entrada a nadie. A nadie,
¿comprende?... Pues asegúrese de que se cumplen mis órdenes. También incluyen a
los miembros del Gran Consejo. Especialmente a ellos.
Se volvió de nuevo hacia Harlan, diciendo en voz baja:
—Lo harán porque soy un anciano y el Jefe del Consejo, y porque
creen que soy un viejo raro y medio loco. Respetarán mis órdenes porque soy
raro y quizás esté medio loco.
Guardó silencio sumido en sus reflexiones.
—¿Usted también cree que estoy loco? —y su rostro se volvió
hacia Harlan, semejante al de un mono viejo.
Harlan pensó: «¡Por el Gran Cronos, el hombre se ha vuelto loco!
La impresión lo ha hecho enloquecer».
Dio un paso atrás, involuntariamente, al pensar que estaba
encerrado con un demente. Luego se repuso. El anciano, aunque loco, era débil y
hasta su locura terminaría pronto.
¿Pronto? ¿Por qué no enseguida? ¿Por qué se retrasaba el fin de
la Eternidad?
Twissell no tenía ningún cigarrillo en sus manos, ni hizo ningún
movimiento para sacar uno. Dijo con voz tranquila e insinuante:
—Aún no me ha contestado. ¿Usted también cree que estoy loco?
Supongo que lo cree. Demasiado loco para hablar conmigo. Si me hubiera creído
un amigo, en vez de un viejo medio perturbado y caprichoso, me habría contado
francamente su problema. No tenía necesidad de hacer lo que ha hecho.
Harlan arrugó el ceño. El Programador creía que él, Harlan,
estaba loco. No podía ser otra cosa.
—Mi decisión era adecuada —dijo irritado—. Estoy en mis cabales.
—Le prometí que no le pasaría nada a la muchacha.
—Fui un estúpido al creerlo ni siquiera un instante, como al
creer que el Gran Consejo tendría compasión de un Ejecutor.
—¿Quién le ha dicho que el Consejo sepa nada de todo esto?
—Finge lo sabía y envió un informe al Consejo.
—¿Cómo lo sabe?
—Se— lo arranqué al mismo Finge con un látigo neurónico. Un arma
como esa elimina todas las diferencias de categoría.
—¿La misma que ha hecho esto? —Twissell señaló al indicador, con
su masa de metal fundido sobre la superficie del cuadrante.
—Sí.
—Un arma muy útil. ¿Sabe por qué Finge llevó el asunto al
Consejo en vez de solucionarlo personalmente? —agregó en seguida.
—Porque me odiaba y quería estar seguro de mi perdición. Quería
a Noys para sí.
Twissell dijo:
—Es usted muy inocente. S: hubiera querido la muchacha le
hubiera sido fácil conseguir permiso para una relación. Un simple Ejecutor no
se lo habría impedido. Finge me odiaba a mí, muchacho.
Twissell aún no había encendido ningún cigarrillo. Extrañaba verle
sin el acostumbrado cilindro; los dedos manchados de amarillo, que apoyaba en
su pecho mientras pronunciaba las últimas palabras, parecían anormalmente
desnudos.
—¿A usted?
—Existe lo que se llama la política del Consejo, muchacho. No
todos los Programadores son miembros del Gran Consejo. Finge quería ser
Consejero. Yo lo impedí, porque le juzgaba emocionalmente inestable. Ahora me
doy cuenta de cuán acertado estaba. Compréndalo, muchacho. El sabía que yo le
protegía a usted. Observó que yo le relevaba de su puesto de Observador para
convertirlo en Ejecutor Especialista. Sabía que trabajaba para mí. ¿Qué mejor
manera de atacarme y destruir mi influencia? Si podía probar que mi Ejecutor
favorito era el culpable de un terrible crimen contra la Eternidad, ello
perjudicaría a mi posición en el Consejo. Era posible que me viese obligado a
dimitir del Gran Consejo Pantemporal, y ¿quién sería nombrado en mi lugar?
Alzó la mano hacia los labios, y como nada sucedía se quedó
mirando el vacío entre su pulgar e índice, asombrado.
Harlan pensó: «No está tan tranquilo como aparenta. No puede
estarlo. Pero, ¿por qué habla de todo esto ahora? Cuando la Eternidad va a
morir.»
Luego pensó, acongojado: «¿ Por qué no termina de una vez?
¡Ahora! »
Twissell dijo:
—Recientemente, cuando le permití que fuese a la Sección de
Finge, sospechaba algún peligro oculto. Pero la Memoria de Mallansohn decía que
usted estuvo ausente durante el último mes, y no se presentó ninguna otra razón
lógica para enviarle lejos. Afortunadamente, Finge no jugó bien sus cartas.
—¿De qué modo? —preguntó Harlan, cansado.
En realidad, aquello ya no le importaba, pero Twissell seguía
hablando y era más fácil tomar parte en la conversación que tratar de cerrar
sus oídos a las palabras del otro.
Twissell continuó:
—Finge tituló su informe: «Con referencia a la conducta
indeseable del Ejecutor Andrew Harlan». Seguía siendo el leal Eterno,
¿comprende? Trataba de mostrarse frío, imparcial, sereno. Por desgracia para
él, no conocía la verdadera importancia que tenía usted. Quería que el Consejo
se manifestara contra mí. No comprendió que cualquier informe relativo a usted
obraría inmediatamente en mi poder, a menos que se hiciera constar en forma
inequívoca su suprema importancia.
—¿Por, qué no me habló antes de esto?
—¿Cómo podía hacerlo? Tenía miedo de hacer nada que pudiera
influir sobre sus acciones, en vista de la importancia del proyecto que
teníamos entre manos. Pero le di oportunidad de acudir a mí con su problema.
¿Oportunidad? Harlan hizo un gesto de desconfianza, pero
luego pensó en la cansada faz del Programador en la pantalla del
intercomunicador, preguntándole si no tenía nada que decirle. Aquello fue ayer.
Ayer mismo.
Harlan meneó la cabeza, pero ahora apartó la vista.
Twissell dijo suavemente:
—Me di cuenta inmediatamente de que Finge le había forzado a
su... impremeditada acción.
Harlan levantó la cabeza.
—¿Sabe eso?
—¿Le sorprende? Yo sabía que Finge tramaba algo contra mí. Lo he
sabido desde hace mucho tiempo. Soy un viejo, muchacho. Adivino esas cosas.
Pero hay formas de vigilar a los Programadores en quienes no se tiene
confianza. Existen ciertos métodos de protección, seleccionados en el Tiempo,
que no pueden verse en los museos. Hay algunos que sólo son conocidos por el
Gran Consejo.
Harlan pensó con amargura en la barrera colocada en el 100.000.
—Teniendo en cuenta el informe de Finge y lo que yo ya sabía,
era fácil deducir lo que había sucedido —dijo Twissell.
Harlan preguntó de pronto:
—¿Finge sospechaba que era espiado por orden de usted?
—Es posible. No me sorprendería.
Harlan trató de recordar sus primeros días con Finge, cuando
Twissell empezó a demostrar interés por el joven Observador. Finge no sabía
nada del proyecto Mallansohn, e inmediatamente se fijó en la interferencia de
Twissell:
«¿Conoce al jefe coordinador Twissell?», le había preguntado una
vez, y ahora Harlan se daba cuenta del tono de sospecha e intranquilidad que
había en aquella pregunta. Desde entonces, Finge debió sospechar que Harlan era
un espía de Twissell. Su odio y enemistad debieron nacer entonces.
Twissell seguía hablando.
—De modo que si me hubiese hablado...
—¿Hablarle a usted? —exclamó Harlan—. ¿Qué hubiera dicho el
Consejo?
—Entre todos los Consejeros, sólo yo lo sabía.
—¿Y nunca les ha informado? —se burló Harlan.
—Nunca.
Harlan sintió fiebre. Las ropas le ahogaban. ¿Iba a continuar
aquella terrible pesadilla? ¡Absurda conversación! ¿Para qué?
¿Por qué no terminaba ya la Eternidad? ¿Por qué no se
encontraban ya en la oscura y serena paz de la Irrealidad? ¡Por el Gran Cronos!
¿Qué estaba pasando?
Twissell dijo:
—¿No me cree?
—¿Por qué he de creerle? —gritó Harlan—. Vinieron para
examinarme durante aquel almuerzo, ¿no es cierto? ¿Por qué habrían hecho una
cosa semejante si no conocieran el informe? Vinieron para conocer al raro
fenómeno que había violado las leyes de la Eternidad, pero al que no se podía
castigar hasta el día siguiente. Un día más, y el proyecto Mallansohn habría
terminado. Vinieron a disfrutar por anticipado del mañana.
—No fue por eso, muchacho. Querían verle sólo porque son
humanos. Los Programadores son también humanos. No podían ser testigos del
último viaje de la cabina porque la Memoria Mallansohn no hacía ninguna mención
de su presencia. A pesar de todo, querían ver algo. ¡Por el Gran Cronos, muchacho!
¿No entiende que cualquiera en su lugar se sentiría devorado por la curiosidad?
Usted era el protagonista más inmediato a quien podían conocer. Por eso se
sentaron a su lado y lo contemplaron a su gusto.
—No le creo.
—Es la verdad.
Harlan dijo:
—No es posible. Mientras comíamos, el consejero Sennor habló de
un hombre que se encuentra a sí mismo. No hay duda de que conocía mis
excursiones ilegales en el Tiempo del Cuatrocientos ochenta y dos, y que estuve
a punto de enfrentarme conmigo mismo. Se divirtió burlándose de mí.
—¿Sennor? —dijo Twissell—. ¿Le preocupa Sennor? ¿Es que no
conoce la tragedia de su personalidad? Su Siglo natal es el Ochocientos tres,
una de las pocas civilizaciones que desfiguran deliberadamente el cuerpo humano
para adaptarlo a los gustos estéticos de aquella sociedad. Se les depila total
y definitivamente en su adolescencia. ¿Sabe lo que eso significa para la
personalidad del hombre? Hágase cargo. Cualquier deformación separa al hombre
de sus antepasados y de sus descendientes. Los hombres del Ochocientos tres no
son buen material para la Eternidad; resultan demasiado distintos de los demás.
Pocos son los escogidos. Sennor es el único de su Siglo que ha podido llegar
hasta el Gran Consejo. ¿Se da cuenta ahora de cómo le afecta esto? Ya sabe que
la inseguridad es un obstáculo. ¿Se le ha ocurrido nunca que un Consejero de la
Eternidad pueda sentirse inseguro? Sennor tiene que escuchar propuestas para
eliminar su Realidad, por la misma característica que le hace distinto de todos
nosotros. Y si elimináramos esta Realidad, sólo quedarían él y algunos más de
su generación, que permanecerían desfigurados.
Algún día puede suceder. Busca alivio en la filosofía. Trata de
compensar su defecto buscando siempre discusiones, exponiendo puntos de vista
impopulares o inaceptables. Su paradoja del hombre que se encuentra a sí mismo
es un ejemplo. Ya le he dicho que acostumbraba a predecir el desastre para este
proyecto. Era a nosotros, los restantes Consejeros, a quienes quería
impresionar, y no a usted. No tenía nada contra usted, nada.
Twissell se había excitado. Con la emoción de sus palabras
pareció olvidarse de donde se hallaba y la crisis que les enfrentaba, y de
nuevo fue el anciano ágil y de rostro arrugado, que Harlan conocía tan profundamente.
Hasta hizo aparecer un cigarrillo entre sus dedos, y esta vez dejó ver que los
llevaba en un bolsillo especial de su manga.
Pero luego se detuvo antes de encenderlo, dio media vuelta y se
quedó mirando de nuevo a Harlan, tratando de recordar algo que éste había
dicho, como si hasta aquel momento no le hubiera entendido.
—¿Qué ha querido decir con eso de que se encontró a sí mismo?
—preguntó.
Harlan se lo explicó brevemente y terminó:
—¿No lo sabía?
—No.
Hubo unos momentos de silencio, que Harlan recibió como una
bendición para su alma atormentada.
—¿Conque fue esto? —dijo Twissell—. ¿Qué habría pasado si se
hubiera encontrado de frente?
—No ocurrió.
Twissell ignoró la respuesta.
—Siempre existe la posibilidad de variaciones fortuitas. Con un
número infinito de Realidades, no puede existir lo que llamamos determinismo.
Supongamos que en la Realidad de Mallansohn, en el giro anterior del círculo...
—¿El círculo gira indefinidamente? —preguntó Harlan con un resto
de curiosidad que aún quedaba en su interior.
—¿Creyó que sólo lo hacía dos veces? ¿Se figura que el dos es un
número mágico? El círculo gira un número infinito de veces dentro de un
fisio-tiempo finito. Lo mismo que se puede seguir pasando el lápiz un número
infinito de veces sobre la circunferencia de un círculo, y sin embargo el área
abarcada es finita. En los giros anteriores del círculo, usted no se había
encontrado a sí mismo. ista vez, la incertidumbre estadística de las cosas lo
hizo posible. La realidad tenía que cambiar para impedir el encuentro, y en la
nueva Realidad usted no ha enviado a Cooper al Veinticuatro, sino a...
Harlan exclamó:
—¿A qué vienen todas estas frases? ¿Qué quiere conseguir con
ello? Todo está hecho. ¡Todo! ¡Déjeme! ¡Déjeme solo!
—Quiero hacerle comprender que estaba equivocado. Quiero que se
dé cuenta de que hizo lo que no debía.
—No es verdad. Y aunque fuese así, ya está hecho.
—Pero no definitivamente. Escúcheme un poco más.
Twissell trataba de convencerle, casi suplicante, con
inflexiones de agonía en su voz.
—Le devolveremos a su muchacha. Se lo he prometido, y lo
mantengo. No sufrirá ningún daño, ni usted tampoco. Se lo prometo. Tiene mi
garantía personal.
Harlan lo contempló con los ojos abiertos.
—Pero ya es demasiado tarde. ¿De qué sirve todo eso ahora?
—No es demasiado tarde. La situación no es irreparable. Con su
ayuda, aún podemos tener éxito. Es necesario que me ayude. Debe entender que
cometió una acción equivocada. Estoy tratando de explicárselo. Debe desear
deshacer lo que hizo.
Harlan pasó la punta de la lengua por los labios resecos y
pensó: «Está loco. Su mente no puede aceptar la verdad... o, de lo contrario,
es que el Consejo tiene algún recurso desconocido».
¿Sería posible? ¿Podía el Consejo revertir el resultado de los
cambios? ¿Podía Twissell detener el Tiempo o hacerlo retroceder?
—Me encerró en el cuarto de mandos para reducirme, hasta que
todo hubo terminado —objetó Harlan.
—Usted dijo que tenía miedo de cometer alguna torpeza; que a lo
mejor no podía cumplir con su parte de la misión.
—Lo dije como una amenaza.
—Yo lo entendí literalmente. Perdóneme. Necesito su ayuda.
Conque así estaban las cosas. Necesitaban su ayuda.
¿Estaba loco Twissell? ¿Era Harlan el demente? ¿Tenía aquella
locura algún significado oculto?
El Consejo necesitaba su ayuda. Por ella le prometerían
cualquier cosa. Noys, el cargo de Programador, ¿qué podían negarle? ¿Y cuando
hubieran obtenido su ayuda, que le darían? ¿Le engañarían por segunda vez?
—¡ No!
—Tendrá a Noys.
—¿Quiere decir que el Consejo estará dispuesto a infringir las
leyes de la Eternidad una vez se vean fuera del peligro? No lo creo.
¿Cómo podía evitarse el peligro desencadenado por su acción?, se
preguntaba Harlan. ¿Qué había en el fondo de todo aquello?
—El Consejo nunca lo sabrá.
—Entonces, ¿estará usted dispuesto a faltar a la Ley? Usted es
el Eterno ideal. Cuando se haya remediado esta emergencia, obedecerá a la Ley.
No podría hacerlo de otro modo.
Twissell enrojeció, con dos manchas de color en cada pómulo.
Todo rastro de maliciosa inteligencia desapareció de su arrugado rostro. Sólo
quedó una profunda pena.
—Mantendré la palabra que le doy y faltaré a las Leyes por una
razón que usted desconoce —respondió—. No sé cuánto tiempo nos queda antes de
que desaparezca la Eternidad. Pueden ser horas o quizá meses. Pero ya he
perdido tanto tiempo, en la esperanza de hacer'— ver la razón, que me
entretendré un poco más. ¿Quiere escucharme? Se lo ruego.
Harlan vaciló. Luego, convencido de que aquello era tan inútil
como todo lo que pudiera hacerse en aquel mundo condenado a desaparecer, dijo
con voz cansada:
—Continúe.
—Dicen de mí —empezó Twissell— que nací viejo, que me salieron
los dientes mordiendo una calculadora, que llevo otra en un bolsillo especial
de mis pijamas, cuando me voy a dormir. Que mi cerebro está compuesto de
incontables campos de fuerza conectados en paralelo, y que cada corpúsculo de
mi sangre contiene un diminuto programa espacio—temporal flotando en aceite
especial para cerebros electrónicos. Un día u otro, todas estas críticas llegan
a mis oídos, y creo que a veces me he sentido un poco orgulloso de ellas. Puede
que a veces haya llegado a creérmelas. Es absurdo en un anciano, pero ha hecho
mi vida más fácil.
»¿Esto le sorprende? ¿Que yo busque consuelo en mi vida? ¿Yo, el
jefe programador Laban Twissell, Presidente del Gran Consejo Pantemporal?
Quizás es por eso que fumo. ¿Nunca se le ha ocurrido buscar la razón oculta de
ese vicio? La Eternidad es esencialmente una civilización
contraria al tabaco, como la mayor parte de los Siglos. Muchas veces he
reflexionado sobre esto. A veces pienso que es una protesta mía contra la
Eternidad. Algo que ocupa el lugar de una rebelión mucho más grande que
fracasó...
»No, no me pasa nada. Una lágrima o dos no pueden
hacerme daño, créame. Es que hace mucho tiempo que no pensaba en
todo esto. No es nada agradable.
»Se trataba de una mujer, por supuesto, igual que en su caso. No
es ninguna coincidencia. Es casi inevitable, si se mira bien. El Eterno que
deja las satisfacciones normales de la vida por un puñado de perforaciones en
una lámina metálica, está predispuesto a caer en la tentación. Por eso la
Eternidad toma tantas precauciones. Y, por lo visto, es también la razón de que
los Eternos demuestren tanta inteligencia en burlar las precauciones de vez en
cuando.
»Aún recuerdo a la mujer de quien yo estaba enamorado. Quizá sea
ridículo por mi parte. Pero no puedo recordar otra cosa sino aquella época de
mi fisio-vida. Mis viejos colegas son sólo nombres en los registros, los
Cambios que he dirigido (todos menos uno) son sólo cifras en los centros
memorizadores de los cerebros electrónicos. Pero a ella la recuerdo
perfectamente. Estoy seguro de que usted me comprende.
—Había presentado mi solicitud hacía ya mucho tiempo, y después
de alcanzar el puesto de Ayudante Programador me concedieron el permiso. Ella
era una muchacha de este mismo Siglo, el Quinientos setenta y cinco. Era
inteligente y bondadosa. No era hermosa ni siquiera bonita, pero yo de joven
(sí, yo también he sido joven) tampoco era muy guapo: Nuestros temperamentos
eran muy parecidos, y si yo hubiera sido un hombre del Tiempo, me habría
enorgullecido de poder hacerla mi esposa. Se lo dije muchas veces. Creo que le
gustaba, y yo decía la verdad. No todos los Eternos, que deben visitar a sus
mujeres cuando y como les permite el programa espaciotemporal, tienen esta
suerte.
»En aquella Realidad particular, ella tenía que morir joven. Al
principio, yo acepté aquella situación con filosofía. Al fin y al cabo, era
precisamente su corto lapso de vida lo que había hecho posible que yo pudiese
vivir con ella sin efectos perniciosos para la Realidad.
»Ahora me da vergüenza el haber sido capaz de despreocuparme de
que sólo le quedaran pocos meses de vida. Sólo fue al principio, únicamente al
principio.
»La visitaba tan a menudo como me lo permitía mi programa
espacio—temporal. Aprovechaba todos los minutos de mi permiso, aguantando sin
comer ni dormir cuando era necesario, pasando mi trabajo a otros, sin sentir
escrúpulos por ello, siempre que podía. Su ternura y amor eran inmensos, y yo
estaba enamorado. Lo digo sin rodeos. Mi experiencia del amor es muy pequeña, y
es difícil comprenderlo a través de Observaciones en el Tiempo normal. Pero en
cuanto a mis sentimientos, puedo asegurar que estaba enamorado.
»Lo que empezó como la satisfacción de una necesidad emocional y
física, se convirtió en algo mucho más grande y sublime. Su muerte inminente
dejó de parecerme algo conveniente y se transformó en una insufrible calamidad.
finalicé su probabilidad de supervivencia. No lo hice a través de los
Departamentos de Análisis. Lo hice yo mismo, en secreto. Supongo que esto le
sorprende. Era una falta grave, pero aquello no tuvo importancia comparado con
los crímenes que llegué a cometer más adelante.
»Sí, yo mismo, Laban Twissell, el Jefe Programador Twissell.
»En tres ocasiones distintas llegó un punto del fisio-tiempo
durante el cual yo pude alterar su Realidad personal. Los dejé pasar sin hacer
nada. Naturalmente, yo sabía que el Gran Consejo no podía autorizar semejantes
Cambios por razones puramente personales. De todos modos, empecé a sentirme
responsable de su muerte.
»Un día ella me confesó, ruborizada, que tendríamos un hijo. No
informé de ello a mis superiores, aunque era mi deber. Yo había analizado su
probabilidad de supervivencia, incluyendo los factores variables de sus
relaciones conmigo, y sabía que aquello podía ocurrir. Como seguramente usted
ya sabe, y dado que ningún Eterno puede
tener hijos, tales situaciones no están permitidas. Existen
muchos métodos.
»Mi análisis me indicó que ella debía morir antes de dar a luz,
de manera que quise ahorrarle aquel dolor adicional. Ella era feliz en su nuevo
estado, y yo quería que fuese feliz. De modo que me limité a mirarla y sonreír
cuando me contaba que podía sentir cómo se agitaba una nueva vida dentro de
ella.
»Pero entonces sucedió algo imprevisto. Dio a luz
prematuramente.
»No me extraña que me mire así. Yo he tenido un hijo. Un hijo
propio. Es posible que no exista otro Eterno que pueda decir eso. Aquello era
algo más que una falta grave. Se trataba ya de un crimen contra la Eternidad,
pero le siguieron muchos más.
»Yo no esperaba aquello. La paternidad y sus problemas eran un
aspecto de la vida del cual yo no tenía experiencia.
»Repasé mi análisis, lleno de pánico, y entonces pude encontrar
al hijo vivo, en una solución alterna a una rama secundaria de ínfima
probabilidad, y que yo no había tenido en cuenta. Un Analista profesional no
habría dejado de fijarse en ella, y yo había sido un estúpido al fiarme tanto
de mis conocimientos.
»Pero, ¿qué podía hacer ahora?
»No podía matar a la criatura. A la madre le quedaban dos
semanas más de vida. Dejemos que el niño viva con ella hasta entonces, pensé.
Dos semanas de felicidad no es mucho pedir.
»La madre murió, como estaba previsto y en la forma normal. Yo
estuve sentado en su habitación durante todo el tiempo admisible, mientras el
remordimiento me devoraba las entrañas por haber esperado su muerte,
sabiéndolo, durante más de un año. En mis brazos, apretaba a mi hijo, mío —y de
ella.
»Sí, dejé que mi hijo viviera. ¿Por qué esa mueca? ¿También
usted me condena?
»No puede saber lo que significa tener en los brazos una pequeña
parte de nuestra propia vida. Yo podré tener cables eléctricos por nervios y
programas espaciotemporales en la sangre, pero yo lo sé.
»Dejé que mi hijo viviese. He cometido ese crimen. Lo dejé al
cuidado de una organización adecuada y regresé a verlo siempre que pude. Hice
los pagos necesarios y le vi crecer.
»Dos años pasaron de aquella forma. Periódicamente, yo estudiaba
la probabilidad de supervivencia de mi hijo (ahora ya estaba acostumbrado a
infringir las normas) y me alegré de saber que no se presentaban efectos
perniciosos en la Realidad vigente, con aproximación de una diezmilésima. El
niño aprendió a andar y empezó a hablar con su deliciosa media lengua. No le
enseñaron a llamarme «papá». No sé que pensarían las gentes de la institución
que cuidaba del niño. Aceptaron mi dinero y nunca me preguntaron nada.
»Entonces, pasados dos años, un proyecto de Cambio que incluía
al Siglo Quinientos setenta y cinco fue presentado al Gran Consejo Pantemporal.
Yo había sido ascendido recientemente a Ayudante Programador y me confiaron
aquella misión— Era el primer Cambio que debía realizar bajo mi sola responsabilidad.
»Estaba orgulloso de ello, pero en el fondo de mi corazón había
un doloroso temor. Mi hijo era un intruso en aquella Realidad. Yo no podía
esperar que tuviera homólogos. Me entristecía pensar que mi hijo desaparecía
completamente de la Realidad.
»Me dediqué a preparar el Cambio, y aún ahora estoy seguro de
que hice un trabajo impecable. Mi primer Cambio. Pero sucumbí a una tentación.
Quizá cedí a ella más fácilmente porque ya estaba acostumbrado. Yo ya era un
criminal empedernido, un delincuente habitual. Preparé un nuevo análisis para
mi hijo bajo la nueva Realidad, sintiéndome seguro de lo que iba a encontrar.
»Luego pasé veinticuatro horas en mi despacho, sin comer ni
dormir, luchando con el análisis terminado, tratando desesperadamente de
encontrar algún error.
»No había ningún error.
»Al día siguiente, reteniendo mi solución del Cambio, preparé un
programa espacio—temporal propio, usando una aproximación sencilla, ya que
aquella Realidad no iba a durar mucho, y entré en el Tiempo a unos treinta y cuatro
años del nacimiento de mi hijo.
»Ahora tenía treinta y cuatro años, mi misma edad. Me presenté
como un pariente lejano, utilizando mi conocimiento de la familia de su madre.
No sabía quién era su padre, ni recordaba mis visitas cuando él era niño.
»Era ingeniero de aviación. El Siglo Quinientos setenta v cinco
estaba muy adelantado en casi media docena de formas de viaje aéreo, como aún
lo está en la presente Realidad. Mi hijo era un miembro feliz y próspero de
aquella sociedad. Estaba casado con una muchacha a quien amaba, pero no tenían
hijos. Si mi hijo no hubiera existido, aquella muchacha no se habría casado. Lo
sabía desde el principio. Siempre había sabido que no tendría efecto pernicioso
sobre la realidad. De otro modo, quizá no me habría decidido a dejarle vivir.
No he renegado por completo de los principios de la Eternidad.
»Pasé el día con mi hijo. Hablé tranquilamente, sonriendo con
cortesía y al final me despedí en el momento indicado por las instrucciones de
mi programa espaciotemporal. Pero por debajo de las apariencias de cortesía yo
le contemplaba con amor, tratando de retener su imagen y el recuerdo del día
vivido con él en aquella Realidad que a la mañana siguiente ya no existiría.
»Ansiaba también volver a visitar a mi esposa una vez más
regresando al Tiempo en que ella había vivido, pero ya había consumido todos
los segundos que me estaban permitidos. Ni siquiera me atrevía a entrar en el
Tiempo para verla sin que ella me viese a mí.
»Regresé a la Eternidad y pasé una noche horrible debatiéndome
inútilmente contra lo inevitable. A la mañana siguiente presenté mis
recomendaciones para el Cambio.
La voz de Twissell había ido bajando de tono hasta que no fue
más que un susurro, y ahora guardó silencio. Quedó sentado, allí, en el cuarto de
mandos de la cabina especial, con los hombros hundidos, los ojos fijos en el
suelo entre sus rodillas, retorciéndose las manos sin darse cuenta.
Harlan tosió, esperando a que el anciano continuara su relato.
Sentía lástima por aquel hombre, a pesar de todas sus faltas contra la
Eternidad.
—¿Esto es todo? —preguntó.
—No. Aún falta lo peor... Lo peor... En la nueva Realidad
apareció un homólogo de mi hijo..., paralítico desde los cuatro años. Vivió
cuarenta y dos años en la cama, en circunstancias que me impidieron aplicarle
los procedimientos de regeneración de nervios descubiertos en el Siglo
Novecientos, o al menos disponer que su vida terminase rápidamente y sin dolor.
»Aquella nueva Realidad aún existe. Mi hijo sigue allí viviendo
los años correspondientes de su Siglo. Yo tengo la culpa de ello. Mi cerebro y
mis cálculos hicieron posible aquella vida atormentada, y fue mi palabra la que
ordenó el Cambio. He cometido muchos crímenes, pero aquella última acción,
aunque era la única que se ajustaba exactamente a mi juramento de Eterno,
siempre me ha parecido que era mi verdadero crimen, el único.
No había nada que decir, y Harlan guardó silencio.
Twissell dijo:
—Ahora ya sabe por qué comprendo su caso, y por qué estoy
dispuesto a dejar que siga viviendo con su chica. No puede hacer ningún daño a
la Eternidad y, en cierto modo, servirá para expiar mi crimen.
Y, de repente, Harlan comprendió. En un solo momento tuvo fe en
las palabras del anciano.
Harlan cayó de rodillas y levantó sus puños hasta las sienes. Inclinó
la cabeza y se balanceó lentamente, mientras una salvaje desesperación se
apoderaba de él.
Había destruido la Eternidad y perdido a Noys, cuando, si no
fuera por su golpe de Sansón, podía haber salvado a la primera y conservado la
segunda.
Twissell sacudía a Harlan tomándole por los hombros. El anciano
le llamaba con ansiedad.
—¡Harlan! ¡ Harlan! ¡Por el Gran Tiempo, Harlan!
Harlan emergió lentamente de aquella negra profundidad.
—¿Qué podemos hacer?
—Todo lo contrario de esto. No debemos desesperar. Para empezar,
escúcheme. Olvídese de su punto de vista de la Eternidad como Ejecutor y
contémplela a través de los ojos de un programador. Es mucho más complicado.
Cuando usted altera algo en el Tiempo normal y crea un Cambio de Realidad, el
Cambio puede ocurrir inmediatamente. ¿Por qué debe ser así?
Harlan dijo, confuso:
—Porque la alteración ha hecho el Cambio inevitable.
—¿Lo cree así? Usted podría volver de nuevo al Tiempo y revocar
su propia modificación, ¿no es cierto?
—Supongo que sí. Yo nunca lo he hecho. Nadie lo ha hecho, que yo
sepa.
—En efecto. No nos proponemos revocar nuestras acciones, y por
eso todo continúa tal como se había planeado. Pero aquí nos encontramos en una
situación distinta.
Una alteración de la Realidad cometida sin plena intención.
Usted envió a Cooper a un Siglo equivocado, y yo ahora firmemente decido
revocar esta alteración y traer de nuevo a Cooper.
—Pero, ¿cómo? —gritó Harlan.
—Todavía no estoy seguro de cómo hacerlo, pero debe existir el
medio. Si no hubiese forma de corregirla, la alteración sería irreversible; el
Cambio se efectuaría inmediatamente. Pero el Cambio no ha llegado todavía hasta
aquí. Esto significa que la alteración causada por usted es todavía reversible,
y será revocada.
—¿Cómo? —Harlan se sentía inmerso en una pesadilla cada vez más
profunda y oscura.
—Hemos de buscar el modo de volver a unir el círculo en el
Tiempo, y hemos de intentarlo bajo una máxima probabilidad de éxito. Mientras
exista nuestra Realidad, podemos estar seguros de que la solución sigue siendo
posible. Si en cualquier momento usted o yo tomamos una decisión equivocada, si
la posibilidad de volver a cerrar el círculo cae por debajo de un valor
crítico, la Eternidad desaparecerá. ¿Me comprende?
Harlan no estaba seguro de entenderlo. No podía ver claro.
Lentamente se puso en pie y se tambaleó hasta una silla.
—¿Quiere decir que si podemos traer de nuevo a Cooper... ?
—Y podemos reexpedirlo al lugar adecuado, todo se arreglará.
Debemos encontrarlo en el momento en que abandone su cabina, para que pueda
llegar a su destino .'n el Siglo Veinticuatro sin que hayan transcurrido sino
algunas horas de filio—tiempo, o unos fisio-días como mucho. Será una
alteración, desde luego, pero, sin duda, no eficiente para producir un Cambio.
La Realidad se tambaleará, pero no quedará destruida.
—¿Cómo podemos localizarle?
—Sabemos que existe un medio, o, de lo contrario, la Eternidad
ya no existiría en este momento. En cuanto a cuál sea este medio, para eso le
necesito y he luchado por volver a traerlo a mi lado. Usted es experto en
Tiempos primitivos. Dígame la solución.
—No lo sé —gimió Harlan.
—Lo sabe —dijo Twissell.
De repente, todo rastro de cansancio o de vejez desapareció de
la voz del anciano. Sus ojos estaban encendidos con el ardor de la lucha y
agitaba su cigarrillo como si fuese una espada. Incluso para los sentidos
embotados de Hartan, aquel hombre parecía disfrutar en realidad, sentirse feliz
en medio de aquella lucha.
—Podemos reconstruir el accidente —dijo Twissell—. Aquí está la
palanca del indicador de Siglos. Usted se encuentra a su lado, esperando la
señal. El momento crucial ha llegado. Usted establece el contacto y al mismo
tiempo coloca la palanca en dirección al hipotiempo. ¿Hasta dónde?
—No lo sé, ya lo he dicho. No lo sé.
—Usted no lo sabe, pero sus músculos conservan la memoria de lo
que hizo. «Póngase aquí y tome la palanca en sus manos. Concéntrese. Cójala.
Está esperando la señal. Me está odiando. Está odiando a todo el Gran Consejo.
Odia a la Eternidad. Tiene el corazón lleno de dolor por Noys. Sitúese de nuevo
en aquel momento. Reviva lo que sentía en aquel instante. Ahora pondré de nuevo
en marcha el cronómetro. Le doy un minuto, muchacho, para recordar sus
emociones y lanzarlas de nuevo a través de
su sistema nervioso. Luego, cuando se acerque el cero, deje que
su mano derecha mueva la palanca como lo hizo antes. Luego ¡quite la mano! No
la mueva de nuevo. ¿Está preparado?
—No creo que pueda hacerlo.
—¡Cómo! ¡Por el Gran Cronos! ¡No tiene otro remedio! ¿Acaso
existe otro medio de volver a ver a Noys?
No había otro. Harlan se acercó a los mandos, y al hacerlo
sintió que volvían sus pasadas emociones. No tuvo que buscarlas. El repetir los
movimientos de aquellos instantes fue suficiente. La roja aguja del cronómetro
empezó a moverse.
Pensó si aquél sería el último minuto de su vida.
Menos treinta segundos.
Pensó: «No sentiré dolor. No es la muerte».
Trató de pensar sólo en Noys.
Menos quince segundos.
¡Noys!
La mano izquierda de Harlan cerró un conmutador estableciendo el
contacto.
Menos doce segundos.
¡ Contacto!
Su mano derecha se movió.
Menos cinco segundos.
¡Noys!
Su mano derecha se mo... CERO... vió convulsivamente.
Se apartó de un salto, anhelante.
Twissell se acercó y miró el indicador.
—El Siglo Veinte —dijo—. Diecinueve coma treinta y ocho, para
ser exactos.
Harlan trató de hablar.
—No estoy seguro. He tratado de hacer el mismo movimiento, pero
esta vez fue distinto. Sabía lo que estaba haciendo y es posible que me haya
equivocado.
—Ya lo sé. Ya lo sé —dijo Twissell—. Quizá todo esto es un
error. Llamémoslo una primera aproximación.
Hizo una pausa, sumido en cálculos mentales; luego sacó una
calculadora de bolsillo, pero volvió a guardarla.
—Dejemos los decimales. Digamos que la probabilidad de que usted
lo haya enviado al segundo cuarto de Siglo es cero noventa y nueve. En alguna
parte entre Diecinueve, coma, veinticinco y Diecinueve, coma, cincuenta.
¿Conforme?
—No lo sé.
—Bien, entonces fíjese. Si tomo la decisión final de buscar en
esa parte de los Tiempos Primitivos con exclusión de las demás y estoy
equivocado, lo más probable es que hayamos perdido la oportunidad de volver a
unir el círculo, y entonces la Eternidad desaparecerá. Esta decisión que voy a
tomar es el punto crucial, el Cambio Mínimo Necesario, el C.M.N. que puede
provocar el Cambio. Ahora tomo esta decisión. Decido, irrevocablemente...
Harlan miró a su alrededor, temeroso, como si la Realidad se
hubiera convertido en algo tan frágil que un movimiento repentino pudiera
derribarla.
Harlan dijo:
—Estoy plenamente consciente de la Eternidad.
Las ideas de Twissell le habían convencido de tal forma, que su
voz sonaba ahora firme a sus propios oídos.
—Por tanto, aún existe —dijo Twissell con decisión—, y hemos
tomado una decisión acertada. Ya no tenemos nada más que hacer aquí por el
momento. Vamos a mi despacho, y dejemos que la Comisión del Gran Consejo venga
a curiosear por aquí, si ello ha de hacerles más felices. En lo que a ellos
respecta, nuestro proyecto ha terminado con éxito. Si no es así, nunca lo
sabrán. Y nosotros tampoco.
Twissell contempló su cigarrillo y dijo:
—La cuestión con que nos enfrentamos ahora es la siguiente: ¿Qué
hará Cooper cuando se encuentre en un Siglo distinto del que esperaba hallar?
—No lo sé.
—Estamos seguros de algo. Cooper es un muchacho brillante,
inteligente, con imaginación, ¿no es cierto?
—Bien, él es Mallansohn.
—Exactamente. Y ya pensó en la posibilidad de que algo fuese
mal. Una de sus últimas preguntas fue: «¿Qué pasará si no llego al sitio
indicado?» ¿Lo recuerda?
—¿Y bien? —Harlan no comprendía adónde conducía aquella
conversación.
—Por tanto, está mentalmente preparado para encontrarse
desplazado en el Tiempo. Hará algo. Tratará de llegar hasta nosotros. Tratará
de dejar un rastro. Recuerde que durante parte de su vida ha sido un Eterno.
Eso es importante.
Twissell hizo un anillo de humo azulado, pasó un dedo por su
centro y contempló cómo se deshacía.
—Está acostumbrado a la idea de la comunicación a través del
Tiempo. No se rendirá a la idea de hallarse aislado en el Tiempo Primitivo.
Sabe que le buscamos.
—En el Siglo Veinte, sin cabinas ni Eternidad, ¿cómo podrá
comunicarse con nosotros? —preguntó Harlan.
—Con usted, Ejecutor, con usted. Use el singular. Usted es
nuestro experto sobre los Primitivos. Ha enseñado a Cooper lo que sabe de
aquellos Tiempos. Usted es el único que él creerá capaz de encontrarle.
—¿Cómo, Programador?
—Se pretendía dejar a Cooper en el Primitivo. —La inteligente
faz de Twissell miró fijamente a Harlan—. Se encuentra sin la protección del
escudo electrónico de fisiotiempo. Toda su existencia se encuentra ahora unida
al curso del tiempo normal, y permanecerá así hasta que usted revoque la
alteración. Igualmente unido al curso del Tiempo Normal se hallará cualquier instrumento,
señal o mensaje que haya dejado para nosotros. Deben existir ejemplares
antiguos, que habrán usado en sus estudios del Siglo Veinte. Documentos,
archivos, películas, utensilios, libros de referencia. Me refiero a ejemplares
originales, procedentes de aquella época.
—Sí.
—¿Y él los estudio con usted?
—Sí.
—¿Hay algún ejemplar particular que fuese su favorito, uno que
él supiera le era familiar a usted, de modo que le fuese fácil hallar cualquier
referencia sobre Cooper?
—Empiezo a comprender lo que quiere decir —dijo Harlan, y se
quedó pensativo unos minutos.
—¿Bien? —preguntó Twissell con impaciencia.
—Mis volúmenes de la revista, casi con toda seguridad. Las
revistas son un fenómeno de la primera parte del Veinte. Tengo una colección
casi completa, que empieza a principios del Veinte y continúa hasta mediados
del Veintidós.
—¡Magnífico! ¿Puede Cooper hacer uso de esas revistas para
enviarle un mensaje? Recuerde que él sabe que usted conoce esa publicación, que
está familiarizado con ella, que sabe cómo manejarla.
—No lo sé. —Harlan movió la cabeza—. La revista tenía un estilo
artificial. Seleccionaba ciertos acontecimientos y omitía otros en forma
completamente imprevisible. Sería muy difícil o casi imposible conseguir que
publicase algo que uno quisiera hacer público. A Cooper le sería difícil crear
una noticia con la seguridad de verla publicada. Aunque consiguiera obtener un
puesto entre su personal de redactores, lo cual es improbable, no podría estar
seguro que sus mismas palabras pasaran por los distintos jefes de redacción sin
ser modificadas. No lo veo claro, Programador.
—¡Por el Gran Cronos, piense! Concéntrese en esa revista.
Imagine que se encuentra en el Veinte y que es Cooper, con su educación y su
experiencia. Usted ha instruido al muchacho, Harlan. Usted ha influido en sus
ideas. ¿Qué haría él? ¿Qué podría hacer para insertar algo en la revista con
las palabras exactas que él quisiera?
Los ojos de Harlan se agrandaron.
—¡Un anuncio!
—¿Qué?
—Un anuncio. Un aviso pagado, que se verían obligados a publicar
exactamente según sus deseos. Cooper y yo hemos hablado de ellos en ocasiones.
—Comprendo. Tenemos algo semejante en el Ciento ochenta y seis
—dijo Twissell.
—No es exactamente como en el Veinte. En este sentido el Siglo
Veinte alcanza el máximo. El ambiente cultural de aquella civilización...
—Volvamos a nuestro anuncio —le interrumpió Twissell con
prontitud—. ¿Cómo podría ser?
—Me gustaría saberlo.
Twissell contempló el extremo encendido de su cigarrillo, como
si buscara inspiración.
—No podría expresarse claramente. Por ejemplo, no podría decir:
Cooper del Setenta y ocho, perdido en el Veinte, llama a la Eternidad...
—¿Y por qué no?
—¡Imposible! Divulgar en el Siglo Veinte una información que
sabemos que no poseían, sería tan fatal para la Realidad de Mallansohn como
pueda serlo un movimiento equivocado por nuestra parte. Seguimos aquí, de modo
que durante toda su vida en la Realidad actual de los Tiempos Primitivos,
Cooper no ha causado ningún daño irreparable.
—Además —dijo Harlan sin tratar de comprender aquel tipo de
razonamiento circular que parecía tan fácil para Twissell—, la revista no
estaría dispuesta a publicar nada que pareciese absurdo o incomprensible.
Sospecharía un fraude o alguna clase de ilegalidad, y no querría verse complicada
en algo parecido. Por tanto, Cooper no podría usar el idioma Pantemporal para
su propósito.
—Tiene que ser algo sutil —dijo Twissell—. Habrá usado un
procedimiento indirecto. Habrá colocado un anuncio que parecerá perfectamente
normal a los habitantes de los Tiempos Primitivos. ¡Perfectamente normal! Y,
sin embargo, debe ser evidente para nosotros, una vez sepamos lo que estamos
buscando. ¡Del todo evidente! Algo que salte a la vista, porque habremos de
buscarlo entre incontables anuncios semejantes. ¿De qué tamaño cree que debe
ser, Hartan? ¿Son muy caros esos anuncios?
—Bastante caros, creo.
—Y Cooper tendrá que administrar su dinero. Además, para evitar
preguntas indiscretas, lo mejor sería que fuese pequeño. Piense, Harlan, ¿de
qué tamaño?
Harlan separó las manos.
—Quizá media columna.
—¿Columna?
—Ya sabe que se trata de revistas impresas. Sobre papel. Las
líneas están dispuestas en columna.
—¡Ah, claro! No acabo de distinguir la literatura impresa y los
microfilms... Bien, ya tenemos una primera aproximación. Hemos de buscar un
anuncio de media columna que, prácticamente a la primera ojeada, nos demostrará
que el hombre que lo insertó procedía de otro Siglo, en el hipertiempo, desde
luego. Y sin embargo, será de aspecto tan corriente que cualquiera de los
habitantes de aquel Siglo no encontraría nada sospechoso.
Harlan dijo:
—¿Qué pasará si no lo encuentro?
—Lo encontrará. La Eternidad aún sigue. Mientras permanezca,
quiere decir que estamos sobre la pista acertada. Dígame, ¿puede recordar algún
anuncio semejante en sus estudios con Cooper? ¿Algo que le pareciese anormal,
fuera de lugar, sutilmente extraño?
—No.
—No quiero una contestación tan rápida. Tómese cinco minutos y
piense.
—No es necesario. Cuando estudiaba la revista con Cooper, él no
había estado en el Siglo Veinte.
—Por favor, muchacho. Use la cabeza. Al enviar a Cooper al
Veinte ha introducido un elemento de cambio. No es un Cambio, no es una
alteración irreversible. Pero se han efectuado algunos cambios con «c»
minúscula, microcambios, como se les llama en Programación. En el mismo
instante en que Cooper fue enviado al Veinte, el anuncio apareció en el número
apropiado de la revista que usted guarda. Su propia Realidad ha sido
microcambiada en el sentido de que ahora tendrá memoria de haber visto una
página con aquel anuncio, en vez de una sin anuncio como ocurría en su anterior
Realidad. ¿Me comprende?
Harlan se quedó asombrado, tanto por la facilidad con que
Twissell seguía el hilo entre la selva de la filosofía temporal, como por las
paradojas del Tiempo. Meneó
la cabeza.
—No recuerdo haber visto nada parecido.
—Entonces, ¿dónde guarda su archivo de esa revista?
—Hice construir una biblioteca especial en el Nivel
Dos, usando como justificación mis estudios con Cooper.
—Era suficiente —dijo Twissell—. Vamos allí, ¡ahora mismo!
Harlan contempló cómo Twissell miraba con curiosidad los viejos
y encuadernados volúmenes de la biblioteca y cómo luego tomaba uno entre sus
manos. Eran tan antiguos que el frágil papel había sido protegido por métodos
especiales, pero las páginas crujían entre las manos nerviosas de Twissell
Harlan hizo un gesto. En cualquier otro momento le habría dicho
a Twissell que se apartara de los libros, aunque se tratase del Jefe
Programador de la Eternidad.
El anciano ojeó las viejas páginas y silenciosamente pronunció
aquellas arcaicas palabras.
—¿Éste es el inglés de que siempre nos hablan los lingüistas?
—dijo, golpeando con un dedo el volumen que tenía ante sí.
—Sí, es inglés —contestó Harlan.
Twissell volvió a colocar el libro en su lugar.
—Pesado e incómodo.
Harlan se encogió de hombros. En efecto, la mayor parte de los
Siglos de la Eternidad usaban los microfilms. Una pequeña parte utilizaba el
registro molecular. A pesar de todo, la imprenta y el papel no eran desconocidos.
Harlan dijo:
—Los libros no precisan de equipos técnicos, como ocurre con los
microfilms, para leerlos.
Twissell se frotó la barbilla.
—Tiene razón. ¿Empezamos ya?
Sacó otro volumen de su estante y lo abrió encima de la mesa,
mirándolo con dolorosa intensidad.
Harlan pensó: «¿Acaso cree que va a encontrar la solución con un
golpe de suerte?»
Su idea debió ser acertada, porque Twissell, observando la
mirada de Harlan, enrojeció y devolvió el libro a su lugar.
Harlan cogió el primer volumen del Centisiglo 19,25 y empezó a
pasar las hojas metódicamente. Sólo sus ojos y su mano derecha se movían. El
resto de su cuerpo permanecía rígido.
En lo que le parecieron intervalos enormes, Harlan se levantaba
con un suspiro para alcanzar un nuevo volumen. En otras ocasiones, se
interrumpía para tomar una taza de café, o un bocadillo, o para las demás
necesidades.
Harlan dijo cansadamente:
—No le necesito aquí.
—¿Le molesto? —dijo Twissell. —río.
—Entonces me quedaré —murmuró Twissell.
Durante todo aquel espacio de tiempo, se acercó en ocasiones a
los estantes, contemplando los títulos fijamente. Las puntas de sus cigarrillos
le quemaron a veces los dedos, pero él no pareció notarlo.
Pasó un fisio-día.
El sueño fue agitado y de corta duración. A media mañana, rodeado
de libros, Twissell apuró su taza de café y dijo:
—A veces me pregunto por qué no dimití de mi cargo de
Programador después de aquel asunto... Ya sabe a qué me refiero.
Harlan asintió.
—En ocasiones me propuse hacerlo —continuó el anciano—. Estaba
dispuesto. Durante muchos meses esperé con ansiedad que no me asignaran más
Cambios. Los odiaba. Empecé a preguntarme si los Cambios eran justos. Es
curioso cómo afectan a nuestros sentimientos. Usted conoce la Historia
Primitiva, Harlan. Sabe cómo era. Su Realidad seguía la línea de la máxima
probabilidad. Si aquella máxima probabilidad comprendía una pandemia, o diez
Siglos de economía esclavista, o la ruina de la tecnología hasta..., vamos a
ver, algo realmente pernicioso..., incluso hasta la guerra atómica si eso
hubiera sido posible en aquel tiempo, ¡por Cronos!, aquello sucedía. Nada podía
impedirlo. Pero donde existe la Eternidad, todo esto ha sido evitado. A partir
del Siglo Veintiocho ya no suceden cosas semejantes. Hemos llevado nuestra
Realidad hasta un punto de bienestar mucho más perfecto que lo que pudieron
imaginar los Tiempos Primitivos; a un nivel al que, si no fuese por la
intervención de la Eternidad, hubiera tenido muy pocas probabilidades' de
llegar.
Harlan pensó, avergonzado: «¿Qué quiere decirme? ¿Quiere que
trabaje más de prisa? Estoy haciendo todo lo que puedo».
Twissell dijo:
—Si perdemos esta ocasión, la Eternidad desaparecerá,
probablemente por todo el fisio-tiempo. Y en un enorme Cambio, toda la Realidad
revertirá a su curso de máxima probabilidad, donde, estoy seguro, existirán las
guerras atómicas y la destrucción de la Humanidad.
—Será mejor que continúe con mi trabajo —dijo Harlan.
Durante el siguiente descanso, Twissell dijo, desalentado:
—¡Tenemos tanto que hacer! ¿No hay una forma más rápida de
hacerlo?
—Dígame cuál —dijo Harlan—. Creo que debo buscar en cada página,
y mirar en cada parte de ella, además. ¿Cómo puedo hacerlo más de prisa?
Siguió pasando las hojas con regularidad.
—Llega un momento en que las letras empiezan a parecer confusas,
y eso quiere decir que es hora de dormir —dijo Harlan.
El segundo fisio-día terminó.
A las 10.22 de la mañana, fisio-tiempo oficial del tercer día de
su búsqueda, Harlan se quedó mirando una página con asombro y dijo:
—¡Ésta es!
Twissell no entendió sus palabras.
—¿Qué?
Harlan levantó la vista con expresión de sorpresa.
—No podía creerlo. No llegaba a convencerme, aun mientras usted
no paraba de hablarme de todo ese lío de revistas y anuncios.
Twissell se había dado cuenta por fin:
—¡Lo ha encontrado!
Saltó para coger el volumen que Harlan tenía en sus manos,
agarrándolo con dedos temblorosos.
Harlan se lo quitó y cerró el libro.
—¡Alto! Usted no lo encontrará, aunque le dijese en qué página
está.
—¡Qué hace! —chilló Twissell—. ¡Lo ha perdido!
—No está perdido. Sé dónde se encuentra. Pero antes...
—Antes, ¿qué?
—Hemos de aclarar una cuestión, Programador Twissell. Usted dijo
que tendré a Noys. Entonces, tráigala. Deje que la vea —dijo Harlan.
Twissell contempló a Harlan, su blanco cabello completamente
revuelto.
—¿Está bromeando?
—No —dijo Harlan secamente—. No bromeo. Usted me prometió que lo
arreglaría. ¿Acaso bromeaba? Que Noys y yo volveríamos a estar juntos. Me lo
prometió.
—Sí, lo hice. Eso está resuelto.
—Entonces preséntela viva, sana y sin daño.
—No le entiendo. Yo no la tengo. Nadie le ha hecho nada. Se
encuentra todavía en el lejana hipertiempo, donde Finge dijo que estaba. Nadie
ha ido a buscarla. ¡Por Cronos!, le dije que estaba segura.
Harlan se quedó mirando al Programador y se puso rígido.
—Está jugando con las palabras dijo sordamente. Desde luego,
ella está en el hipertiempo, pero ¿de qué me sirve eso? Quite la barrera en el
cien mil.
—¿La qué?
—La barrera. La cabina no puede pasar.
—Nunca me ha hablado de esto —dijo Twissell, aturdido.
—¿No lo hice? —dijo Harlan con sorpresa.
—Era posible? Había pensado en ello continuamente. No le había
dicho nada a Twissell? En efecto, no recordaba haberlo hecho. Pero luego
recobró su firmeza.
—Conforme —dijo—. Se lo digo ahora. Quite la barrera.
—Pero esto es imposible. ¿Una barrera contra las cabinas? ¿Una
barrera temporal?
—¿Quiere decir que usted no mandó colocarla?
—Yo no lo hice. Por el Tiempo, lo juro.
—Entonces... entonces —Hartan se puso pálido—. Entonces lo ha
hecho el Consejo. Conocían todo este asunto y han tomado una iniciativa sin
consultarle a usted y..., por todos los Tiempos y Realidades, pueden seguir
esperando su anuncio y a Cooper, Mallansohn y a toda la Eternidad. No se lo
daré. No, ¡nunca!
—¡Espere, espere! —dijo Twissell, agarrando desesperadamente el
brazo de Hartan—. Serénese. Piense, muchacho, piense. El Consejo no ha puesto
ninguna barrera.
—La barrera está allí.
—Pero nadie puede haber puesto semejante barrera. Nadie puede
hacerlo. Es teóricamente imposible.
—Usted no lo sabe todo. La barrera está allí.
—Yo sé más que ningún otro del Consejo, y tal barrera es
imposible.
—Pues allí está.
—En tal caso...
Hartan se dio cuenta de que en los ojos de Twissell había
aparecido un terror abyecto; un terror que ni siquiera había surgido cuando se
enteró de la pérdida de Cooper y del peligro que amenazaba a la Eternidad.
Andrew Hartan contempló con mirada distraída cómo trabajaban
aquellos hombres. Ellos trataban de ignorar su presencia, porque era un
Ejecutor. De costumbre él ni siquiera se habría fijado en su presencia, pues
eran del Servicio de Mantenimiento. Pero ahora los observaba y, en su
desesperación, hasta llegó a envidiarlos.
Eran mecánicos del Servicio de Transporte Pantemporal, vestidos
con uniformes grises y un emblema formado por una flecha de dos puntas rojas
sobre un fondo negro. Estaban usando intrincados instrumentos de verificación
para comprobar los motores de las cabinas y la capacidad de los tubos. Sin
duda, pensó Hartan, no tenían grandes conocimientos teóricos sobre ingeniería
temporal, pero era evidente que poseían una gran práctica del funcionamiento de
los viajes por el Tiempo.
Hartan no había aprendido mucho sobre mantenimiento cuando era
un Aprendiz. O, para decirlo más exactamente, no quiso aprenderlo. Los
Aprendices que no aprobaban eran destinados a Mantenimiento. La profesión no
especializada, como se la llamaba con irónico eufemismo, llevaba consigo la
marca del fracaso, y todos los Aprendices evitaban hablar de ello.
Pero ahora, mientras les contemplaba, a Harlan le parecieron
hombres bastante felices, rápidos y eficientes en su trabajo.
¿Por qué no? Eran muchos más que los Especialistas, los
«verdaderos Eternos», en proporción de diez a uno. Tenían una vida social
propia, viviendas exclusivas para ellos,. y sus propios placeres. Su trabajo
estaba fijado en tantas horas al día, y no se les exigía que supeditasen ala
profesión sus actividades durante los períodos de descanso. Al contrario de los
Especialistas, tenían tiempo libre para dedicarlo a la literatura y a las obras
filmadas seleccionadas de las distintas Realidades.
Eran ellos, después de todo, quienes probablemente llevaban unas
vidas más completas. La personalidad del Especialista resultaba deforme y
artificial en comparación con la tranquila y sencilla existencia de los de
Mantenimiento.
Eran los cimientos de la Eternidad. Le pareció extraño el no
haber advertido hasta entonces aquel hecho tan evidente. Realizaban la
importación de los alimentos y del agua procedentes del Tiempo normal, la
eliminación de los desperdicios, y cuidaban del funcionamiento de las centrales
de energía. Mantenían en marcha la maquinaria de la Eternidad. Si todos los
Especialistas desaparecieran al mismo tiempo, Mantenimiento podía hacer que la Eternidad
siguiera funcionando indefinidamente. Pero, en cambio si Mantenimiento
desapareciera, los Especialistas tendrían que abandonar la Eternidad en
cuestión de días, o morir miserablemente.
¿Estaban resentidos los hombres de Mantenimiento por la pérdida
de sus Siglos natales, o por sus vidas sin mujeres o hijos? ¿Era suficiente
compensación la protección contra la pobreza, la enfermedad o los Cambios de
realidad? ¿Se les consultaba alguna vez en los asuntos de importancia?
El Jefe Programador Twissell interrumpió las ideas de Harlan al
llegar apresuradamente. Parecía aún más agitado que media hora antes, cuando se
había marchado a su despacho, una vez hubo dado sus instrucciones para los de
Mantenimiento.
Harlan pensó: «¿Cómo puede resistirlo? Es un anciano».
Twissell miró a su alrededor con movimientos que recordaban a
los de un pájaro, y los hombres automáticamente se pusieron firmes con
respetuosa atención.
—¿Hay novedad en los Tubos? —preguntó.
Uno de los hombres respondió:
—Todo está normal, señor. Los pasos están libres y los Campos
funcionan perfectamente.
—¿Lo han comprobado todo?
—Sí, señor. En el Hipertiempo, hasta donde tenemos instalados
grupos transformadores de energía.
—Entonces pueden retirarse —dijo Twissell.
No había error posible en la interpretación de tal orden. Los
hombres de Mantenimiento se inclinaron respetuosamente, dieron media vuelta y
se fueron.
Twissell y Harlan se encontraron solos en la estación de las
cabinas.
Twissell habló el primero.
—Usted se queda aquí. Se lo ruego.
Harlan meneó la cabeza.
—Debo ir.
—Compréndalo —dijo Twissell—. Si me sucede algo, usted aún puede
encontrar a Cooper. Si le sucede a usted, ¿qué podría hacer yo u otro Eterno o
combinación de Eternos?
Harlan volvió a menear la cabeza.
Twissell se puso un cigarrillo entre los labios.
—Sennor empieza a sospechar —dijo—. Estos dos últimos fisio-días
me ha llamado varias veces por el intercomunicador. Quiere saber por qué me
encierro con usted. Cuando sepa que he ordenado una revisión total de las
máquinas de los Tubos... Debo irme, Harlan. No podemos perder más tiempo.
—Yo tampoco quiero perderlo. Estoy dispuesto a partir. Ahora.
—¿Insiste en hacer ese viaje?
—Si no hay barrera, no habrá peligro. Aun si la hubiese, yo he
estado allí y he vuelto. ¿Qué teme usted, Programador?
—No quiero correr ningún riesgo innecesario.
—Entonces use la lógica, Programador. Tome la firme decisión de
que yo le acompañe. Si la Eternidad aún existe después de eso, significa que el
círculo aún puede cerrarse. Quiere decir que sobreviviremos. Si es una decisión
equivocada, entonces la Eternidad pasará a la Irrealidad, pero será lo mismo si
no voy, porque sin Noys no moveré un dedo para salvar a Cooper. Lo juro.
Twissell dijo:
—Yo se la traeré.
—Si es tan sencillo, entonces no puede haber peligro en que yo
también vaya.
Evidentemente, Twissell estaba atormentado por la duda. Al final
dijo con voz ronca:
—Acompáñeme, pues.
Y la Eternidad sobrevivió.
La preocupación no desapareció de la mirada de Twissell una vez
se vieron dentro de la cabina. Contempló la rápida sucesión de las cifras en el
indicador de Siglos. Hasta el indicador principal, que medía el paso del Tiempo
en unidades de kilosiglos, iba cambiando a rápidos intervalos.
Twissell dijo:
—No ha debido venir.
Harlan se encogió de hombros.
—¿Por qué no?
—Me preocupa. Nada razonable. Llámelo una antigua superstición
mía. No consigo evitarlo.
Enlazó las manos, apretándolas fuertemente. Harlan dijo:
—No le entiendo.
Twissell parecía tener ganas de hablar, como si quisiera
conjurar algún incubo mental.
—Quizás entenderá lo que voy a decirle ahora —dijo Twissell—.
Usted es experto en los Primitivos. ¿Por cuánto tiempo existió el hombre en los
Tiempos Primitivos?
—Diez mil Siglos. Quince mil, quizá —dijo Harlan.
—En efecto. Empezó como una especie de mono y terminó como Homo
sapiens, ¿no?
—Todo el mundo lo sabe.
—Entonces, todo el mundo sabe que la evolución de ta especie
humana progresa a un paso rápido. Quince mil Siglos desde el mono al Homo
sapiens.
—¿Bien?
—Bien, yo pertenezco a un Siglo de los Treinta mil...
Harlan no pudo evitar la sorpresa. Nunca había sabido cuál era
el Siglo natal del Programador, ni había encontrado a nadie que lo supiera.
—Pertenezco a un Siglo de los Treinta mil —repitió Twissell—, y
usted al Noventa y cinco. La distancia entre nosotros equivale al doble de la
existencia del hombre en los Tiempos Primitivos; a pesar de ello, ¿qué
diferencia hay entre nosotros dos? Yo nací con cuatro dientes menos que usted y
sin apéndice. Las diferencias fisiológicas casi terminan ahí. Nuestro
metabolismo es aproximadamente el mismo. La diferencia principal es que su
cuerpo puede sintetizar los núcleos esteroides y el mío no; de modo que
necesito colesterol en mis alimentos y usted no. Pero me fue posible la
paternidad con una mujer del Siglo Quinientos setenta y cinco. Esto le
demuestra la poca influencia del tiempo en la especie. Harlan no se sintió
impresionado. Nunca había dudado de la identidad básica del Hombre a través de
los Siglos. Era una de aquellas cosas de experiencia diaria que se daban por
sabidas. Contestó:
—Hay otras especies que se reproducen sin cambio durante
millones de siglos.
—Son más bien las excepciones. Y sigue siendo un hecho evidente
que la interrupción de la evolución de la especie humana coincide con el desarrollo
de la Eternidad. ¿Es sólo una coincidencia? Muy pocos piensan en esas cosas,
excepto quizás el Programador Sennor y unos cuantos como él. Pero yo no soy
Sennor, y nunca he creído en las, especulaciones puramente científicas. Si hay
algo que no puede ser calculado, entonces no vale la pena que un Programador
pierda el tiempo con ello. A pesar de todo, cuando yo era joven, a veces
pensaba...
—¿En qué? —dijo Harlan, diciéndose que no había daño alguno en
seguirle la corriente al anciano.
—A veces pensaba sobre la Eternidad tal como era cuando empezó.
Se extendía sólo en unos cuantos Siglos de los Treinta y Cuarenta, y su función
era principalmente comercial. Se dedicaban a la repoblación forestal de zonas
desérticas y a la importación de abonos y productos químicos. Aquella era una
vida sencilla. Entonces se descubrieron los Cambios de Realidad. El primer Jefe
Programador Henry Wadseman, en la dramática intervención que todos conocemos,
impidió una guerra simplemente estropeando el freno del coche de un Senador.
Después de aquello, fueron presentándose cada vez más ocasiones que reclamaban
nuestra intervención. La Eternidad transfirió su centro de gravedad del
comercio a los Cambios de Realidad. ¿Por qué?
Harlan contestó:
—Por razones obvias. El mejoramiento de la humanidad.
—Sí, sí. En circunstancias normales, yo también pienso así. Pero
ahora estoy hablando de mis pesadillas. ¿No podría ser que existiese otra
razón, una razón oculta, subconsciente? Un hombre que viaje por el ilimitado
futuro podría encontrar hombres tan superiores a él, como él está por encima
del mono. ¿Por qué no?
—Tal vez. Pero los hombres son hombres...
—Hasta en el Siglo Setenta mil. Sí, lo sé. ¿No cree posible que
nuestros Cambios de Realidad tengan algo que ver con esto? Nosotros hemos
eliminado lo extraordinario. Hasta el Siglo natal de Sennor, la costumbre de la
depilación está sometida a continua crítica, y eso que es completamente
inofensiva. En el fondo, quizás hemos impedido la evolución de la especie
porque no queremos encontrar al superhombre.
—Es posible —dijo Harlan—. ¿Qué nos importa?
—Pero ¿y si el superhombre existe en efecto, fuera del alcance
de la Eternidad? Nosotros controlamos sólo hasta el Setenta mil. Al otro lado
de esa frontera están los Siglos Ocultos. ¿Por qué se ocultan? ¿Por qué el
hombre evolucionado no quiere tratos con nosotros y nos prohibe entrar en su
Tiempo? ¿Por qué permitimos que continúen ocultos? ¿Por qué no queremos saber
nada de ellos, y habiendo fracasado en nuestro primer intento, rehusamos hasta
abordarlo de nuevo? No quiero decir que sea una razón consciente, pero es una
razón.
—De acuerdo en todo —dijo Harlan, abatido—. Ellos están fuera de
nuestro alcance y nosotros del de ellos.
Vivamos y dejemos vivir.
Twissell pareció impresionado por la frase.
—Vivamos y dejemos vivir. Pero no es así. Nosotros hacemos los
Cambios. Los Cambios se extienden sólo por unos cuantos Siglos antes que la
inercia temporal los
reduzca a cero. Recuerde que, durante el almuerzo, Sennor lo
mencionó como uno de los problemas sin solución del Tiempo. Pera pudo decir que
eso sólo es verdad en términos estadísticos. Algunos Cambios afectan a más
Siglos que otros. Teóricamente, cualquier número de Siglos pueden ser afectados
por un solo Cambio: cien Siglos, mil, cien mil. El hombre evolucionado de los
Siglos Ocultos quizá lo sepa. Supongamos que está preocupado por la posibilidad
de que algún día un Cambio llegue hasta el Siglo Doscientos mil.
—Es inútil preocuparse por semejantes cosas —dijo Harlan con el
aire del que tiene problemas más importantes en qué pensar.
—Pero supongamos —dijo Twissell en un susurro que se sintieron
tranquilos mientras dejábamos vacías las Secciones de los Siglos Ocultos.
Significaba que no éramos agresores. Supongamos que esta tregua, a como quiera
llamarla, fuese quebrantada, y alguien pareciera establecerse con carácter
permanente más lejos del Setenta mil. Supongamos que ellos se lo tomasen como
el principio de una invasión. Pueden impedirnos la entrada en su Tiempo, por
cuanto su ciencia debe estar más adelantada que la nuestra. Supongamos que
pueden hacer lo que nos parece imposible a nosotros, y establecer una barrera a
través de los Tubos, aislándonos de...
Entonces Harlan comprendió, aterrorizado.
—¿Tienen a Noys en su poder?
—No lo sé. Sólo es una hipótesis. Quizá se estropeó algo en los
motores de su cabina...
—¡ La barrera estaba allí! —gritó Harlan—. ¿Qué otra explicación
puede haber? ¿Por qué no me lo dijo antes?
—No estaba seguro —dijo Twissell—. Aún no lo estoy. No he debido
pronunciar una sola palabra de estas divagaciones absurdas. Fueron mis propios
temores... el problema de Cooper... y todo eso... Pero esperemos, sólo faltan
unos minutos.
Señaló el indicador de Siglos. El cuadrante principal marcaba la
posición entre los Siglos 95.000 y 96.000.
—¿Qué podemos hacer? —murmuró Harlan.
Twissell meneó la cabeza con un elocuente gesto de esperanza y
paciencia, y quizá también de desamparo.
99.851..., 99.852..., 99.853...
Harlan se preparó para el choque contra la barrera y pensó
desesperado: ¿Sería la salvación de la Eternidad el único medio de combatir a
las criaturas de los Siglos Ocultos? ¿Cómo recuperar a Noys, si no? Regresar de
nuevo al 575 ° y trabajar enloquecido para...
99.984. . . , 99.985. . . , 99.986. . .
—Ahora, ahora —dijo Harlan en un susurro, sin darse cuenta de
las palabras que pronunciaba.
99.998 . . . , 99.999. . . , 100.000. . . , 100.001. . . ,
100.002. . .
Los números siguieron cambiando regularmente y los dos hombres
contemplaron el movimiento del indicador en un silencio mortal.
Luego Twissell gritó:
—¡No hay ninguna barrera!
Y Harlan contestó:
—¡La había! ¡La había! —y continuó con un grito agónico—. Quizá
se han apoderado de ella y ya no necesitan la barrera.
111.394.
Harlan saltó de la cabina y gritó:
—¡Noys! ¡Noys!
Un eco apagado le contestó desde las paredes de la vacía
Sección.
Twissell, que le seguía más despacio, le llamó:
—Espere, Harlan...
Era inútil. Harlan se perdía a la carrera por los corredores que
conducían a la parte de la Sección que había sido una especie de hogar para él
y Noys.
Pensó vagamente en la posibilidad de encontrar a uno de los
hombres evolucionados de Twissell y sintió que se le erizaba el cabello, pero
apartó la idea en su ansiedad por encontrar a Noys.
—¡Noys!
Todo fue tan rápido, que ella estuvo en sus brazos antes de que
él se diera cuenta de que la había visto. Noys estaba allí, con él, y notó el
rostro de ella contra su hombro.
—¿Andrew? —dijo ella, con la voz ahogada de felicidad—. ¿Dónde
estabas? Han pasado muchos días y empezaba a estar asustada.
Harlan se apartó un poco mirándola con ansiedad.
—¿Estás bien?
—Estoy bien. Creí que te había pasado algo. Creí .. —Noys se
interrumpió con un brillo de temor en los ojos, y exclamó—: ¡Andrew!
Harlan se volvió rápidamente, dispuesto a enfrentarse con lo que
fuese.
Era Twissell, que llegaba jadeante.
Noys recobró la seguridad ante la expresión de Harlan. Con voz
más tranquila, preguntó:
—¿Le conoces, Andrew? ¿Va todo bien? Harlan dijo:
—Sí. Es mi superior, el Jefe Programador Laban Twissell. Conoce
nuestro caso.
—¿Un Jefe Programador? —Noys se apartó, temerosa.
Twissell se adelantó.
—Yo la ayudaré, hija mía. Los ayudaré a los dos. El Ejecutor
tiene mi palabra, si quiere creer en ella.
—Le pido perdón, Programador —dijo Harlan secamente, no del todo
arrepentido en realidad.
—Perdonado —dijo Twissell. Alargó la mano para coger la de la
muchacha.
—Dígame, muchacha, ¿no le ha pasado nada aquí?
—He estado preocupada.
—¿No ha visto a nadie desde que Harlan se marchó?
—No..., no, señor.
—¿Seguro?
Ella asintió con la cabeza. Sus oscuros ojos buscaron los de
Harlan.
—¿Por qué me lo pregunta?
—Por nada, muchacha. Una absurda pesadilla —dijo Twissell—.
Vamos; la devolveremos al Siglo Quinientos setenta y cinco.
Durante el viaje de regreso, en la cabina, Andrew Harlan
permaneció silencioso. Parecía preocupado. Ni siquiera levantó la vista cuando
pasaron por el Siglo 100.000, mientras Twissell dejaba escapar un suspiro de
alivio, como si temiera verse encerrado en el futuro.
Casi no se movió cuando la mano de Noys se posó en la suya, y la
manera en que devolvió su apretón fue casi mecánica.
Noys dormía ahora en la habitación contigua y la inquietud de
Twissell alcanzó una devoradora intensidad.
—¡El anuncio! Ya tiene a su amada. Yo he cumplido con mi parte
de nuestro convenio.
Silenciosamente, aún abstraído, Harlan pasó las páginas del
libro, que seguía sobre la mesa. Encontró en seguida la página que buscaba.
—Es muy sencillo —dijo—, pero está en inglés. Voy a leérselo y
luego se lo traduciré.
Era un pequeño anuncio en el ángulo superior izquierdo de la
página 30. Sobre un dibujo de líneas irregulares que formaba el fondo aparecían
unas mayúsculas, claras y sin adornos:
ACCIONES
TÍTULOS
OBLIGACIONES
MERCADO
OFICIAL
Debajo, en letras más pequeñas, se podía leer: «Agente de Bolsa,
Apartado 14, Denver, Colorado».
Twissell escuchó con ansiedad la traducción de Harlan, y era
evidente que se sentía defraudado.
—¿Qué son acciones? ¿Qué quiere decir con eso? —preguntó.
—Acciones —dijo Harlan con impaciencia—. Un sistema por el cual
se invierte capital particular en los negocios. Pero eso no tiene nada que ver.
¿No ve el dibujo que sirve de fondo al anuncio?
—Sí. La nube en forma de hongo de una explosión atómica. Es para
llamar la atención. ¿Qué tiene que ver con nuestro problema?
Harlan estalló:
—¡Por el Gran Tiempo, Programador! ¿Qué le pasa? Mire la fecha
de la revista.
Apuntó a la cabecera, a la derecha del número de la página.
Decía: 28 de marzo, 1932.
Harlan continuó:
—Eso casi no necesita traducción. Los número son los mismos del
Idioma Oficial Pantemporal, conque puede ver que se trata del Siglo Diecinueve,
coma, treinta y dos. ¿No sabe que en aquella época no había ningún ser viviente
que hubiera contemplado la nube atómica? Nadie podía reproducirla con tanta
exactitud, excepto...
—Espere, espere. Sólo es un dibujo —dijo Twissell tratando de
serenarse—. Puede parecerse a la nube atómica sólo por coincidencia.
—¿Lo cree? ;.Quiere volver a leer el anuncio? —los dedos de
Harlan recorrieron las líneas: Acciones, Títulos, Obligaciones,, Mercado,
Oficial—. Leyendo las iniciales de cada palabra se obtiene la palabra ÁTOMO.
¿Es eso también una coincidencia? Imposible. Observe, Programador, que este
anuncio llena en todas sus partes los requisitos que usted mismo señaló. Llamó
mi atención en seguida. Cooper supo que así sería, gracias a su anacronismo. Al
mismo tiempo, no tiene otro sentido que el aparente, y ninguno en especial para
un hombre del Diecinueve, coma, treinta y dos. Por eso tiene que ser Cooper.
Este es su mensaje. Tenemos la fecha exacta de su Centisiglo. Tenemos su
dirección postal. Sólo nos queda ir a buscarle, y yo soy el único que tiene
suficientes conocimientos de los Tiempos Primitivos para conseguirlo.
—¿Está decidido a ir?
El rostro de Twissell irradiaba alivio y felicidad.
—Iré... con una condición.
Twissell frunció el ceño, en repentino cambio de expresión.
—¿Más condiciones?
—La misma. No añado ninguna más. Noys debe estar segura. Me
acompañará. No la dejaré sola.
—¿Aún no se fía de mí?
¿Cuándo le he engañado? ¿Que le preocupa todavía?
—Sólo una cosa, Programador —dijo Harlan, sombrío—. Una sola
cosa. Había una barrera en el Cien mil. ¿Por qué? Eso es lo que me preocupa.
Aquello no dejó de preocuparle. El pensamiento seguía fijo en su
mente mientras pasaban los días de preparación para su viaje. Aquella idea se
interponía entre Twissell y él; entre Noys y él. Cuando llegó el día de la
partida, apenas si se fijó en ello.
Fingió interés cuando Twissell regresó de una sesión con la
Comisión del Consejo, preguntándole:
—¿Qué tal ha ido?
Twissell contestó con voz cansada:
—No ha sido exactamente la conversación más agradable que haya
tenido en mi vida.
Harlan estaba casi dispuesto a no insistir en aquel tema, pero
al cabo de un rato de silencio, preguntó:
—¿Supongo que no habrá dicho nada de...?
—No, no —fue la firme respuesta—. No les he dicho nada de la
muchacha, ni de su intervención al enviar a Cooper a otro Siglo. Ha quedado
como un error, un fallo de la maquinaria. He aceptado toda la responsabilidad.
La conciencia de Harlan, abrumada como estaba, aún pudo sentir
compasión del anciano.
—Eso perjudicará su posición en el Gran Consejo —dijo.
— ¿Qué pueden hacerme? Tendrán que esperar a que corrijamos el
error antes de proceder contra mí. Si fallamos, ya nada importa. Si tenernos
éxito, éste me protegerá. Y si no fuese así... —El viejo Programador se encogió
de hombros—. De cualquier manera, ya estaba dispuesto a retirarme de la
dirección activa de los asuntos de la Eternidad.
Twissell fracasó por dos veces en sus intentos de encender su
cigarrillo, y lo tiró a medio consumir.
—Habría preferido no tener que informarles de todo esto, pero de
otro modo no me habría sido posible usar la cabina especial para otro viaje más
allá de los límites de la Eternidad.
Harlan se volvió. Sus pensamientos seguían ocupándose del
problema que le torturaba desde hacía días, al punto de excluir todo lo demás.
Escuchó distraído la pregunta que le hacía Twissell, y sólo cuando éste la
repitió replicó sobresaltado:
—¿Qué decía?
—He dicho: ¿está dispuesta la muchacha? ¿Ha comprendido bien lo
que debe hacer?
—Está dispuesta. Se lo he explicado todo.
—¿Cómo ha reaccionado?
—¿Qué?... ¡Ah, sí!, tal como yo esperaba. No tiene miedo.
—Sólo faltan tres fisio-horas.
—Lo sé.
Aquello era todo por el momento, y Harlan se quedó solo con sus
pensamientos y con una decisión desagradable.
Una vez cargadas las provisiones en la cabina y preparados los
mandos, Harlan y Noys aparecieron vestidos con las ropas que debían usar,
correspondientes a una región rural de los primeros años del 20°
Noys había influido en las ideas de Harlan respecto a su
vestuario de acuerdo con algún instinto que según ella poseían las mujeres
cuando se trataba de cuestiones de vestidos y de estética. Escogió
cuidadosamente entre los anuncios de la revista de Harlan, y pasó revista a los
artículos importados de una docena de Siglos diferentes.
A veces le preguntaba a Harlan:
—¿Qué te parece?
Él se encogía de hombros:
—Si es un conocimiento instintivo, lo dejo a tu elección.
—Mala señal, Andrew —dijo ella en un tono festivo que no parecía
auténtico—. No parece importarte. ¿Qué te pasa? No eres el mismo. Hace días que
pareces preocupado.
—Estoy bien —decía Harlan.
Cuando Twissell los vio por primera vez en su papel de nativos
del Siglo 20, trató de bromear.
—¡Por el Tiempo! —dijo—. ¡Qué feos vestidos usaban los
Primitivos, y a pesar de todo no llegan a ocultar su belleza, querida!
Noys le sonrió con aprecio. Harlan, de pie a su lado, pese a su
impasible silencio, se dijo que la galantería de Twissell tenía algo de verdad.
Los vestidos de Noys la cubrían sin poder disimular su figura esbelta y
graciosa. Su maquillaje se reducía a unas absurdas manchas de color en los
labios y en las mejillas, y en una fea corrección de línea de las cejas. Su
precioso cabello había sido cortado sin piedad. A pesar de todo, estaba
hermosa.
Harlan también se habituó a su incómodo cinturón, a la opresión
que sentía en los hombros y en la cintura, y ala desagradable falta de color en
sus ropas de tela áspera. Estaba acostumbrado a llevar vestidos extraños para
adaptarse a las modas de otro Siglo.
Twissell estaba diciendo:
— Quise instalar los mandos en el interior de la cabina, tal
como lo proyectamos, pero según parece no hay forma de hacerlo. Los ingenieros
necesitan una fuente de potencia suficiente para el desplazamiento temporal, y
esto no se puede conseguir fuera de la Eternidad. Todo lo que se puede hacer es
retener la tensión temporal mientras la cabina esté en el Tiempo Primitivo. Con
todo, disponemos de una palanca de retorno.
Los llevó al interior de la cabina, buscando su camino entre las
apiladas provisiones, y les señaló la barra metálica que ahora sobresalía de la
pared interior.
—En realidad, no es más que un simple conmutador —dijo—. En vez
de regresar automáticamente a la Eternidad, la cabina permanecerá
indefinidamente en el Tiempo Primitivo. Cuando se cierre este contacto, ustedes
regresarán. Entonces queda la cuestión del segundo viaje, que será el último según
espero.
—¿Un segundo viaje? —preguntó Noys en el acto.
—Todavía no te lo he explicado —dijo Harlan—. Mira, este primer
viaje sólo servirá para determinar con exactitud el tiempo de la llegada de
Cooper. No sabemos qué lapso de tiempo ha transcurrido entre su llegada y la
publicación del anuncio. Lo encontraremos por la dirección postal y entonces
sabremos, si es posible, el minuto exacto de su llegada, o por lo menos con la
mayor aproximación. Entonces podremos volver a dicho momento más quince
minutos, para dar tiempo a que la cabina deje a Cooper...
Twissell le interrumpió:
—No podemos permitir que la cabina esté en el mismo lugar, en el
mismo instante y en dos fisio-tiempos distintos, ya —lo comprende —y sonrió
débilmente.
Noys pareció pensarlo.
—Claro —dijo, sin demasiada seguridad.
Twissell se dirigió a Noys.
—Cuando Cooper sea recogido en el momento de su llegada, todos
los microcambios se renovarán. El anuncio de la bomba A desaparecerá, y Cooper
sólo recordará que la cabina, después de desaparecer tal como le dijimos, había
vuelto a aparecer inesperadamente... No sabrá que ha estado en un Siglo
equivocado, y no se lo diremos. Le explicaremos que se nos olvidó darle unas
instrucciones vitales (tendremos que inventarlas), y confiemos en que considerará
poco importante este asunto y no mencionará en su Memoria que le enviamos dos
veces al Tiempo Primitivo.
Noys levantó sus finas cejas:
—Me parece muy complicado.
—Sí. Por desgracia es así —Twissell se frotó las manos y se
quedó mirando a sus interlocutores, como si le quedase alguna duda oculta.
Luego se irguió, hizo aparecer un nuevo cigarrillo y aún consiguió aparentar
cierta despreocupación—. Y ahora, muchachos, buena suerte.
Twissell apretó brevemente la mano de Harlan, hizo un saludo a
Noys y salió de la cabina.
—¿Ya nos vamos? —preguntó Noys a Harlan cuando se quedaron
solos.
—Dentro de unos minutos.
Dirigió una mirada a Noys. Ella le observaba tranquilamente,
sonriente, sin miedo. Por un momento, sus sentimientos se inclinaron hacia
ella. Pero aquello era emoción, no la razón, se dijo Harlan; instinto, no
cerebro. Harlan apartó la mirada.
El viaje no presentó ningún inconveniente, o casi ninguno. No
pudieron observar ninguna diferencia con un viaje en las cabinas ordinarias. A
medio camino sintieron una especie de sacudida interior, que pudo ser el límite
de la Eternidad, o bien algo puramente psicosomático, casi imperceptible.
De súbito se encontraron en el Tiempo Primitivo y salieron al
exterior, a un salvaje y solitario mundo, brillante bajo el esplendor del sol
vespertino. Soplaba una suave brisa que llevaba consigo frescos aromas y, sobre
todo, en aquel lugar reinaba el silencio.
Las desnudas rocas se alzaban poderosas, con los colores del
arco iris gracias a sus minerales de hierro, cobre y cromo. La grandeza de
aquellos parajes, libres de la presencia humana y casi de toda otra forma de
vida, estremeció a Harlan, que se sintió empequeñecido al lado de aquella
magnífica Naturaleza. La Eternidad, que no pertenecía al mundo de la materia,
no conocía el Sol y hasta el aire que respiraba tenía que ser importado. Los
recuerdos de su Siglo natal eran ya muy débiles. Sus observaciones en los
diferentes Siglos se habían consagrado siempre a los hombres y a sus ciudades.
Nunca había conocido aquello.
Noys le tocó en el brazo.
—Tengo frío, Andrew.
Él se volvió hacia ella, sobresaltado.
—¿No será mejor que instalemos el radiante? —dijo ella.
—Sí, en la caverna de Cooper —contestó Harlan.
—¿Sabes dónde está?
—Aquí mismo —dijo él brevemente.
No tenía ninguna duda de ello. La Memoria lo había indicado y,
primero Cooper y ahora él habían sido enviados exactamente hasta allí.
Desde sus primeros días de Aprendiz nunca había dudado de la
precisión de las localizaciones en el Tiempo. Recordaba que una vez se dirigió
seriamente al instructor Yarrow, diciendo:
—Pero la Tierra se mueve alrededor del Sol y el Sol se mueve
hacia el centro de la Galaxia, y la Galaxia también se mueve. Si partimos de un
punto determinado de la Tierra y nos trasladamos al hipertiempo, dentro de cien
años nos encontraremos en el espacio sideral, porque la Tierra aún tardará cien
años en llegar a aquel lugar.
Aquéllos eran los días en que Harlan aún se refería a un siglo
como cien años.
El Instructor Yarrow le contestó brevemente:
—No se puede separar el Tiempo del Espacio. Al movernos a través
del Tiempo, compartimos los movimientos de la Tierra. ¿O acaso cree que un
pájaro que vuela por el aire queda desamparado en el espacio porque la Tierra
gira alrededor del Sol a una velocidad de treinta kilómetros por segundo?
Discutir con analogías es peligroso, pero Harlan pudo
convencerse con pruebas rigurosas mucho más adelante; y ahora después de aquel
viaje sin casi precedentes al hipotiempo de los Primitivos, tenía plena
confianza en que rallaría la abertura de la cueva precisamente donde le dijeron
que estaba.
Apartó a un lado el camuflaje de matorrales y piedras y entró.
Proyectó hacia el interior la luz de su lámpara casi como si
fuese un escalpelo. Registró las paredes, el techo, el suelo, centímetro a
centímetro.
Noys, que le seguía de muy cerca, murmuró:
—¿Qué buscas?
—Algo, no lo sé —dijo él.
Encontró lo que buscaba al final de la cueva. Era un fajo de
papeles verdes, cubiertos por una piedra plana a manera de pisapapeles.
Harlan apartó la piedra a un lado y recogió los papeles.
—¿Qué son? —preguntó Noys.
—Billetes de Banco. Dinero.
—¿Sabías que estarían aquí?
—No sabía nada. Pero esperaba algo parecido.
En este caso Harlan había aplicado la lógica inversa de
Twissell, para calcular la causa partiendo del efecto. La Eternidad existía;
por consiguiente Cooper debía estar tomando las decisiones adecuadas. Al
decidir que el anuncio atraería a Harlan al Tiempo exacto, la cueva iba a ser
un medio más de comunicación.
Casi era más perfecto de lo que había esperado. Más de una vez,
durante sus preparativos para el viaje hacia los Tiempos Primitivos, Harlan
pensó que el adentrarse en una ciudad sin llevar, consigo nada más que oro en
pepitas resultaría demasiado llamativo y sospechoso.
Cooper lo había conseguido, desde luego, pero Cooper dispuso de
todo el tiempo necesario. Harlan sopesó el grueso paquete de billetes. Le
habría costado tiempo el acumular tanto dinero. El muchacho se había portado
bien, maravillosamente bien.
El radiante fue instalado en la cueva, y la linterna en una
grieta de la pared, de modo que tuvieron luz y calor. En el exterior cayó la
oscuridad de una fría noche de marzo.
Noys contempló pensativa la pantalla paraboloide del radiante,
que iba girando poco a poco.
—¿Qué planes tienes? —preguntó.
—Mañana por la mañana —dijo él— iré a la ciudad más cercana. Sé
dónde está..., o dónde debería estar.
En su mente volvió a decir «está». No habría ninguna dificultad.
Twissell tenía razón.
—Me llevarás contigo, ¿no?
—El meneó la cabeza.
—Todavía desconoces el idioma, y el viaje será bastante difícil
incluso para uno solo.
Noys parecía extrañamente arcaica con sus cabellos cortos, y la
repentina indignación que apareció en sus ojos hizo que Harlan desviara la
mirada.
—No soy una estúpida, Andrew —dijo ella—. Casi no me hablas. Ni
siquiera me miras. ¿Y dices que me quieres? No es posible, o de lo contrario no
me harías víctima de tu temperamento. ¿Por qué me has traído aquí? Dilo, ¿por
qué no me dejaste en la Eternidad, ya que no te sirvo para nada y casi no
puedes soportar mi presencia?
Harlan murmuró:
—Hay peligro.
—¡Bah! No digas tonterías.
—Más que un peligro, es una pesadilla. La pesadilla del
coordinador Twissell —dijo Harlan—. Durante nuestro loco viaje al hipertiempo
de los Siglos Ocultos, Twissell me contó sus ideas sobre esos Siglos. Especuló
sobre la posibilidad de variedades evolucionadas de la especie humana, una
nueva raza, quizá superhombres, escondidos en el lejano futuro, aislándose de
nuestras interferencias, planeando el fin de nuestras intervenciones sobre la
Realidad. Twissell creía que fueron ellos quienes construyeron aquella barrera
en el Cien mil. Entonces te encontramos y el Programador Twissell dejó de
preocuparse. Creyó que la barrera no había existido más que en mi imaginación.
Se dedicó al problema inmediato de salvar a la Eternidad. Pero yo, como
comprenderás, me he contagiado de su pesadilla. Yo tengo experiencia directa de
esa barrera, de modo que no puedo dudar de su existencia. Ningún Eterno la
había colocado, y Twissell dijo que tal cosa era teóricamente imposible. Es
posible que la teoría de la Eternidad aún no esté lo suficientemente
desarrollada. Porque la barrera estaba allí. Alguien la había colocado. Alguien
o algo. Desde luego —continuó Harlan, pensativo—, Twissell se equivocó en
algunos puntos. Él creía que el hombre debe evolucionar, pero eso no es cierto.
La Paleontología es una de las ciencias que no interesan a los Eternos, pero
interesaba a los últimos Primitivos, y por eso yo sé algo de ella. Sé esto: las
especies evolucionan únicamente para adaptarse alas necesidades de un nuevo
ambiente. En un ambiente estable, una especie puede conservarse sin evolucionar
durante millones de Siglos. El Hombre Primitivo evolucionó rápidamente, porque
vivía en un ambiente imprevisible y duro. Pero cuando la Humanidad aprendió a
crearse su propio ambiente, se envolvió en uno de su propia creación,
confortable y estable. Naturalmente, dejó de evolucionar.
—No sé de qué me hablas —dijo Noys, sin dejarse convencer—, pero
no dices nada de nosotros, que es lo que yo quiero.
Harlan , procuró conservar la calma, y continuó:
—Entonces, ¿cuál era la razón de la barrera en el Cien mil?
¿Cuál era su propósito? Nadie te hizo ningún daño. ¿Qué podía significar, pues?
Me hice la siguiente pregunta: ¿qué consecuencias tuvo su presencia, que no
habría tenido en caso de no existir?
Harlan hizo una pausa, contemplando sus toscas y grandes botas
de cuero natural. Se le ocurrió que estaría más cómodo si se las quitara
durante la noche, aunque no en seguida...
—Sólo había una respuesta para mi pregunta —dijo—. La existencia
de aquella barrera me hizo regresar a la Eternidad, furioso, pata procurarme un
látigo neurónico y enfrentarme con Finge. Me inflamó con la idea de combatir a
la Eternidad para recobrarte, y de destruirla cuando creí que había fracasado.
¿Me explico?
Noys le miraba con una mezcla de horror e incredulidad.
—¿Quieres decir que la gente del futuro quería que tu hicieras
todo esto? ¿Que lo planearon así?
—Sí. No me mires de esa manera. ¡Sí! ¿Comprendes ahora que toda
la cuestión se presenta bajo un aspecto distinto? Cuando yo actúo por mi propia
voluntad, por razones propias, acepto las consecuencias materiales y
espirituales de mis actos. Pero que me engañen, que me impulsen a cometerlos,
unas gentes que manejan y manipulan mis emociones como si yo fuese un cerebro
electrónico que sólo necesita recibir las instrucciones adecuadas...
De repente Harlan reparó en que estaba gritando, y se
interrumpió. Dejó pasar unos momentos y luego continuó:
—Eso no puedo aceptarlo. Debo deshacer lo que me impulsaron a
emprender. Y cuando lo haya deshecho, podré descansar de nuevo.
Y tal vez era verdad. Podría aceptar su triunfo como algo
impersonal, distinto de la tragedia personal que le Volvía en el pasado y en el
futuro. ¡Pero el círculo se cerraba!
La mano de Noys se alzó, insegura, como si quisiera buscar
refugio en la de él.
Harlan se apartó, rechazándola.
—Todo estaba preparado —dijo—. Mi encuentro cono. Todo. Mis
emociones fueron analizadas. Acción y retardo automáticos. Aprieta este botón y
el hombre hará esto. Aprieta aquél, y el hombre hará aquello.
Harlan hablaba con dificultad, hundido en su propia vergüenza.
Meneó la cabeza, tratando de ahuyentar aquel terror, y luego continuó:
—Había una cosa que no acababa de comprender.
¿Cómo pude adivinar que Cooper iba a ser enviado a los Tiempos
Primitivos? Era una cosa extraordinaria. No tenía ninguna base para
sospecharlo. Twissell tampoco lo entendió. Más de una vez me he preguntado cómo
llegué a intuirlo con mis escasos conocimientos de matemáticas. Sin embargo, lo
hice. La primera vez fue... aquella noche. Tú estabas dormida, pero yo no.
Tenía la impresión de que debía recordar algo; algún comentario, algún
pensamiento, algo que yo había percibido inconscientemente en la excitación de
aquella noche. Cuando traté de recordar, toda la importancia de la posición de
Cooper penetró en mi cerebro, y con ella la idea de que yo podía destruir la
Eternidad. Más tarde, estudié la Historia de las matemáticas; pero, en
realidad, no era necesario. Lo sabía. Estaba seguro de ello. ¿Cómo? ¿Cómo fue
posible?
Noys le miraba fijamente. Ahora no intentó tocarle.
—¿Quieres decir que los hombres de los Siglos Ocultos también
prepararon aquello? ¿Que introdujeron todas estas ideas en tu mente y luego
jugaron contigo?
—Sí, sí. Todavía lo hacen. Aún no ha terminado mi trabajo. El
círculo podrá estar cerrándose, pero aún no lo está del todo.
—¿Qué pueden hacer ahora? No están aquí con nosotros.
—¿No? —Harlan pronunció aquella palabra en un tono tan sombrío,
que Noys palideció.
—¿Superhombres invisibles? —murmuró ella.
—No son superhombres. No son invisibles. Ya te he dicho que el
hombre no evoluciona mientras pueda controlar su propio ambiente. La gente de
los Siglos Ocultos son Homo sapiens. Seres normales como tú y como yo.
—Entonces, no están aquí.
Hartan dijo tristemente:
—Tú estás aquí, Noys.
—Sí, contigo. No hay nadie más.
—Tú y yo —dijo Harlan—. Sólo una mujer de los Siglos Ocultos y
yo... No finjas más, Noys, te lo ruego.
Ella lo miró con horror.
—¿Qué estás diciendo, Andrew?
—Lo que debo. ¿Qué fue lo que me dijiste aquella noche, cuando
me ofreciste aquella suave bebida con sabor a menta? Me hablabas con suave voz,
suaves palabras... No oí nada conscientemente, pero recuerdo el murmullo de tu
voz. ¿Qué murmurabas? Sobre el viaje al pasado de Cooper; sobre Sansón
derribando el templo. ¿Estoy equivocado?
—Ni siquiera sé quién era Sansón —dijo Noys.
—Puedes adivinarlo fácilmente, Noys. Dime, ¿cuándo entraste en
el Cuatrocientos ochenta y dos? ¿A quién reemplazaste? ¿O, simplemente, te
instalaste allí? Hice analizar tu probabilidad de supervivencia por un experto
del Dos mil cuatrocientos ochenta y seis. En la nueva Realidad no existías.
Tampoco tenías homólogas. Cosa extraña para un Cambio tan pequeño, pero no
imposible. Y luego el analista dijo una cosa que no entendí hasta mucho
después. Dijo: «Con la combinación de factores que me ha dado, no acabo de
entender cómo puede existir en la actual Realidad». Tenía razón. Tú no eras de
allí. Eras una invasora del lejano futuro, para influir sobre mí y sobre Finge
a fin de conseguir tus propósitos.
Noys dijo suavemente.
—Andrew...
—Todo concordaba perfectamente. ¡Ojalá lo hubiera visto antes!
En tu casa encontré un microfilm titulado Historia social y económica. Me
sorprendió cuando lo vi por primera vez. Lo necesitabas, ¿verdad? Para aprender
a comportarte como una mujer de aquel Siglo. Otra cosa. En nuestro primer viaje
a los Siglos Ocultos, ¿recuerdas? Detuviste la cabina en el Ciento once mil
trescientos noventa y cuatro. Lo hiciste con seguridad, sin errores. ¿Dónde
aprendiste a controlar una cabina? Si tú fueses quien aparentabas ser, aquél
hubiera sido tu primer viaje en una cabina. Además, ¿por qué aquél? ¿Es tu
siglo natal?
Ella preguntó en voz baja:
—¿Por qué me has traído a los Tiempos Primitivos?
Harlan gritó con furia:
—¡Para proteger a la Eternidad! Desconozco qué daños podrías
causar allí. Aquí estás indefensa, porque yo te conozco. Confiesa que digo la
verdad. ¡Confiésalo!
Harlan se levantó en un paroxismo de ira, con el brazo
levantado. Ella no hizo ningún gesto. Seguía completamente tranquila. Parecía
una estatua modelada en bella y caliente cera. Harlan no terminó su movimiento,
sino que repitió:
—¡Confiesa!
Ella dijo:
—¿Aún no estás seguro, después de todas tus deducciones? ¿Qué
puede importarte que lo confiese o no?
Harlan notó que su ira iba en aumento.
—Di que es verdad, de todos modos, para que no tenga que sentir
remordimientos.
—¿Remordimientos?
—Sí, Noys, porque tengo una pistola desintegradora y estoy
decidido a matarte.
Había una corrosiva inseguridad dentro de Harlan, una indecisión
que lo consumía. Tenía la pistola en la mano y apuntaba directamente al corazón
de Noys.
Pero, ¿por qué no se defendía ella? ¿Por qué permanecía en su
actitud impasible?
¿Cómo decidirse a matarla?
¿Cómo dejar de hacerlo?
—¿Bien? —dijo Harlan roncamente.
Ella se movió, pero sólo para unir las manos en el regazo, dando
la impresión de que estaba aún más tranquila, más distante. Cuando habló, su
voz no parecía la de un ser humano. Frente al cañón de una desintegradora tenía
tonos de completa seguridad y alcanzó una calidad de casi mística elevación.
—No es verdad que quieras matarme sólo para proteger a la Eternidad
—dijo ella—. Si ése fuese tu verdadero motivo, podrías golpearme, atarme
fuertemente y encadenarme dentro de esta cueva, para irte tranquilo a la ciudad
por la mañana. O pudiste pedirle al Programador Twissell que me encerrase
incomunicada en los Tiempos Primitivos durante tu ausencia. O podrías llevarme
contigo por la mañana para dejarme abandonada en esta selva. Pero si sólo mi
muerte puede satisfacerte, es porque crees que yo te he traicionado, que
primero te enamoré para luego poder traicionarte. Eso es un asesinato para
satisfacer tu orgullo herido, y no el justo castigo que proclamas...
Harlan preguntó:
—¿Eres de los Siglos Ocultos? Dilo.
—Lo soy —dijo Noys—. ¿Vas a disparar ahora?
El dedo de Harlan tembló sobre el contacto de la pistola. Pero
vaciló. En su interior algo irracional la defendía y salvaba los restos de su
amor por Noys. ¿Acaso ella estaba desesperada al ver que él la rechazaba?
¿Estaba mostrándose absurdamente heroica al ver que él dudaba de su sinceridad?
¡No!
Esto podía ocurrir en los microfilms de la empalagosa literatura
del 289°, pero una muchacha como Noys nunca haría una cosa semejante. Ella
nunca buscaría la muerte a manos de un falso amante con el gozoso masoquismo de
un lirio roto.
Entonces, ¿se burlaba de él, segura de que no era capaz de
matarla? ¿Confiaba tranquilamente en la atracción que, como sabía, él sentía
por ella, segura de que ello le inmovilizaría, helado de flaqueza y vergüenza?
Aquello le hirió. Su dedo apretó un poco más el contacto de la
desintegradora.
Noys habló de nuevo:
—¿Me das tiempo? ¿Significa eso que esperas mi defensa?
—¿Qué defensa? —Harlan trató de hablar con desprecio, pero, sin
embargo, le alegró la demora. Podían aún alejar el momento en que contemplaría
los restos de su cuerpo destrozado, sabiendo que lo ocurrido a su amada Noys
había sido hecho por su propia mano.
Harlan trató de buscar excusas a su espera. Pensó con agitación:
«Dejemos que hable. Que cuente lo que sepa sobre los Siglos Ocultos. Será una
mejor garantía para la Eternidad».
Aquello dio una apariencia de firme decisión a sus actos, y por
un momento pudo mirarla con un rostro tan tranquilo como el que ella le
presentaba.
Parecía que Noys hubiera leído sus pensamientos.
—¿Quieres que te hable de los Siglos Ocultos? —dijo—. Si ésa es
mi defensa, será una cosa muy fácil. ¿Quieres saber, por ejemplo, por qué la
Tierra ya no alberga a la humanidad después del Siglo Ciento cincuenta mil?
¿Quieres saberlo?
Harlan no iba a pedirle nada, ni pagaría aquella información
perdonando a Noys. Tenía la pistola. No iba a mostrar ningún signo de
debilidad.
—¡Habla! —dijo Harlan, y se sorprendió ante la sonrisa con que
ella contestó a su orden.
Noys dijo:
—En un instante del fisio-tiempo, cuando la Eternidad aún no se
había extendido mucho en el hipertiempo, antes de que llegara siquiera al Diez
mil, nosotros, los de mi siglo (y tenías razón, era el Ciento once mil
trescientos noventa y cuatro) averiguamos la existencia de la Eternidad.
Nosotros también conocíamos los viajes por el Tiempo, aunque los nuestros están
basados en una serie de postulados distintos de los vuestros, y preferimos
contemplar las realidades en vez de transportar la materia. Además, sólo nos
ocupábamos del pasado, nuestro hipotiempo. Descubrimos la existencia de la
Eternidad indirectamente. Primero, desarrollamos el cálculo de Realidades y
analizamos con él nuestra propia Realidad. Nos sorprendimos al comprobar que
vivíamos en una Realidad de muy baja probabilidad. Era un asunto serio. ¿Por
qué era tan improbable nuestra Realidad?... Pareces distraído, Andrew. ¿Te
interesa todo esto?
Harlan oyó cómo ella pronunciaba su nombre con la íntima ternura
que había usado durante las últimas semanas. Aquello debió irritarle,
enfurecerle con su cínica deslealtad. No sintió nada de eso, sólo amor.
—Continúa y termina ya, mujer —dijo Harlan desesperado.
Trató de compensar la ternura del «Andrew» de ella con la fría
sequedad de su «mujer», pero ella volvió a sonreírle tímidamente.
Noys continuó:
—Buscamos en nuestro pasado, a través del Tiempo, y un día
encontramos a la poderosa Eternidad. En seguida comprendimos que en un momento
del fisio-tiempo (concepto que también poseemos, aunque bajo otro nombre)
habíamos tenido otra Realidad. Aquella Realidad perdida, la que tenía una
existencia de máxima probabilidad, nosotros la llamamos el Estado Básico. El
Estado Básico había existido en nuestro Siglo y nosotros lo habíamos conocido,
o al menos, nuestros homólogos. En aquel momento no podíamos decir cuál era la
naturaleza del Estado Básico. No teníamos forma de saberlo. Sin embargo,
sabíamos que algún Cambio provocado por la Eternidad en el lejano pasado había
conseguido, por medio de la probabilidad estadística, alterar el Estado Básico
hasta nuestro Siglo y aún más allá. Nos dedicamos a investigar la naturaleza
del Estado Básico con la intención de corregir el mal, si lo era. Primero
establecimos la zona aislada que vosotros llamáis los Siglos Ocultos, dejando a
los Eternos en el hipotiempo, por debajo de los Setenta mil. Aquella barrera de
aislamiento nos protegería a todos, o de la mayor parte de los efectos de los
Cambios que inducía la Eternidad. No era una protección absoluta, pero nos daba
el tiempo que necesitábamos para terminar nuestras investigaciones. Después
hicimos algo que nuestra civilización y nuestro sentido de la ética
ordinariamente no nos habrían permitido hacer. Investigamos nuestro propio
futuro, nuestro hipertiempo. Averiguamos el destino del hombre en la Realidad
actual, a fin de poder compararlo con el que habría tenido en el Estado Básico.
Un poco más lejos del Siglo Ciento veinticinco mil, la Humanidad resolvió el
problema del salto interestelar. Aprendieron el secreto del hiperespacio. Por
fin, el hombre podía. llegar alas estrellas.
Harlan la escuchaba absorto. ¿Cuánta verdad habría en todo
aquello? ¿Qué parte era un intento deliberado de engañarle? Trató de romper el
hechizo interrumpiendo el curso de las palabras de ella.
—Y una vez supieron cómo llegar a las estrellas lo hicieron y
abandonaron la Tierra. Algunos de nosotros ya lo adivinamos.
—Entonces, os equivocáis. El Hombre trató de abandonar la
Tierra. Desgraciadamente, no estaba solo en la Galaxia. Hay otras estrellas y
otros planetas. Existen otras razas inteligentes. Ninguna, por lo menos en esta
Galaxia, es tan antigua como la Humanidad, pero durante los ciento veinticinco
mil siglos que el Hombre permaneció en la Tierra otras inteligencias más
jóvenes nos alcanzaron dejándonos atrás, descubrieron el viaje interestelar y
colonizaron la Galaxia. Cuando nos adentramos en el espacio, todo estaba
ocupado. Todas las estrellas nos rechazaron. Prohibido el paso. No molesten.
Propiedad particular. La Humanidad tuvo que retirar sus naves exploradoras y
quedarse en su casa. Pero entonces comprendió que la Tierra no era más que una
prisión en medio de una libertad infinita... ¡Y la Humanidad languideció hasta
morir!
—¿Dices que murió? —exclamó Hartan—. Es absurdo.
—No se extinguió inmediatamente. Tardó miles de Siglos. Tuvo sus
momentos de vitalidad aún; pero, en conjunto, le faltaba un objetivo digno de
vivir. Había una sensación de futilidad, una desesperanza que no pudo ser
superada. Poco a poco fue sufriendo una reducción de la natalidad, y por último
desapareció. ¡Gracias a tu Eternidad!
Hartan defendió a la Eternidad ahora con mayor énfasis, porque
no hacía mucho que la había atacado con todas sus fuerzas. Dijo:
—Dejad que entremos en las Siglos Ocultos y nosotros lo
solucionaremos. Nunca hemos fracasado en conseguir el Bien para aquellos Siglos
en los que hemos intervenido.
—¿El Bien? —dijo Noys con un tono suave que parecía convertir
aquella palabra en una burla—. ¿Qué es eso?
—Lo que vuestras máquinas os dicen. Pero ¿quién instruye a las
máquinas y les dice lo que deben pesar en la balanza? Las máquinas no resuelven
los problemas con mayor penetración que un hombre, sólo pueden hacerlo más
rápidamente, ¡sólo más de prisa! ¿Qué es el Bien para los Eternos? Yo te lo
diré. Protección y seguridad. El término medio. Nada en exceso. No aceptar
ningún riesgo, si no es con una abrumadora probabilidad a favor del éxito más
completo.
Harlan se humedeció los labios. De repente, recordó las palabras
de Twissell en la cabina, mientras hablaban de los hombres evolucionados de los
Siglos Ocultos.
Había dicho: «Nosotros eliminamos lo extraordinario».
¿No era verdad?
—Bien, creo que esto te ha hecho pensar —dijo Noys—. Piensa en
esto, en la Realidad que ahora existe. ¿Por qué razón el hombre se esfuerza
continuamente en alcanzar el viaje interplanetario sin poder conseguirlo? No
hay duda que cada Era conocedora del viaje espacial debe conocer también las
épocas anteriores y sus fracasos. ¿Por qué lo intentan de nuevo?
—No he estudiado este punto —contestó Harlan.
Pensaba con incertidumbre en las colonias de Marte, establecidas
una y otra vez, siempre fracasando. Pensó en la extraña atracción que los
viajes espaciales tenían aún para los Eternos. Podía recordar las palabras del
sociólogo Kantor Voy, del 2456°, lamentando la desaparición de las naves
espaciales antigravedad en el transcurso de un Siglo y diciendo con pena: «Era
algo muy hermoso». Y recordaba también al Analista Nerón Feruque, que maldijo
amargamente aquella pérdida y empezó a criticar las normas de la Eternidad para
la distribución de los sueros anticáncer, como si quisiera aliviar su espíritu.
¿Era posible que existiera en los seres inteligentes un deseo
instintivo de buscar lo desconocido, de llegar alas estrellas, de abandonar la
prisión de la gravedad terrestre? ¿Qué impulsaba al Hombre a intentar los
viajes interplanetarios docenas de veces, a visitar una y otra vez los mundos
muertos del sistema solar, donde sólo la Tierra era habitable? ¿Sería aquel
fracaso, la convicción de que un día u otro habrían de volver a su prisión, lo
que producía .aquellas perturbaciones que la Eternidad se veía obligada a
combatir continuamente? Harlan recordó el abuso de drogas en el mismo Siglo en
que fracasaban las naves antigravedad.
Noys dijo:
—Al impedir los fracasos de la Realidad, la Eternidad también
impide el logro de los triunfos. Sólo haciendo frente a las grandes pruebas
puede la Humanidad elevarse a nuevas y mayores alturas. Del peligro y de la
aventura han salido siempre las fuerzas que han llevado al Hombre a nuevas y
más grandes conquistas. ¿No lo entiendes? ¿No comprendes que al impedir las
miserias y fracasos que torturan al Hombre, la Eternidad no le deja encontrar
sus propias soluciones, difíciles pero provechosas, las soluciones verdaderas
que se obtienen al vencer las dificultades, no al evitarlas?
Harlan trató de convencerla:
—Nosotros buscamos el Bien para el mayor número posible...
Noys le interrumpió:
—Supongamos que no se hubiese establecido la Eternidad.
—¿Qué sucedería?
—Puedo explicarte lo que habría sucedido. Las energías que se
consumieron en la Ingeniería Temporal se habrían dedicado a la ciencia Nuclear.
La Eternidad no existiría, pero tendríamos el viaje interestelar. El Hombre
habría llegado a las estrellas unos cien mil siglos antes que en la Realidad
actual. Las estrellas habrían estado aún inexploradas y la Humanidad habría
conquistado la Galaxia. Habríamos sido los primeros.
—¿Y qué habríamos ganado? —insistió Harlan—. ¿Seríamos más
felices?
—¿A quién te refieres? —dijo Noys—. El hombre no estaría solo en
este mundo, sino en un millón de mundos. Tendríamos el infinito en nuestras
manos. Cada mundo tendría su propio Tiempo, sus valores, la oportunidad de
buscar la Felicidad a su manera y en su ambiente. Hay muchas clases de
Felicidad, de Bien, una infinita variedad de propósitos. ¡Ése es el Estado
Básico de la Humanidad!
—Eso es lo que tú imaginas —dijo Harlan, y se maldijo al
sentirse extrañamente atraído por las imágenes que ella había conjurado con sus
palabras—. ¿Cómo puedes saber lo que habría sucedido?
Noys contestó:
—Os burláis ante la ignorancia de los Temporales que sólo
conocen una Realidad. Nosotros sonreímos ante la ignorancia de los Eternos que
conocen muchas Realidades distintas, pero creen que sólo una puede existir en
el Tiempo.
—¿Qué quieres decir?
—Nosotros no analizamos las Realidades alternativas. Nosotros
las vemos. Podemos verlas en su estado de Irrealidad.
—Una especie de país de fantasmas donde los que pudieron ser
viven entre sombras.
—Sin mofa, así es.
—¿Cómo lo conseguís?
Noys hizo una pausa y luego dijo:
—¿Cómo explicártelo, Andrew? Se me ha educado para saber ciertas
cosas sin conocer realmente su base científica, lo mismo que en otras materias
te pasará a ti. ¿Puedes explicarme cómo funciona la Computaplex? Sin embargo
sabes que existe y que funciona.
Harlan enrojeció:
—Bien, continúa.
—Nosotros hemos aprendido a ver Realidades y hemos visto que el
Estado Básico es tal como te he dicho. Encontramos, también, el Cambio que
destruyó el Estado Básico. No ha sido ningún Cambio inducido por la Eternidad;
ha sido la misma Eternidad... el simple hecho de su existencia. Una
organización como la Eternidad, que permite a los hombres escoger su propio
futuro, termina por escoger la mediocridad y la seguridad, y en una Realidad
semejante las estrellas están fuera de nuestro alcance. La mera existencia de la
Eternidad hizo desaparecer el Imperio Galáctico. Para restaurarlo, la Eternidad
debe ser destruida. El número de Realidades es infinito. El número de cualquier
subclase de Realidades es también infinito. Por ejemplo, el número de
Realidades en donde existe la Eternidad es infinito; el número de Realidades en
donde no existe la Eternidad es infinito; el número de aquellas en donde la
Eternidad existe, pero es destruida, es también infinito. Pero mi pueblo
escogió entre las infinitas posibilidades un grupo que me comprendía a mí. Yo
no tuve nada que ver con eso. Ellos me educaron para mi misión, lo mismo que
Twissell y tú habéis entrenado a Cooper para la suya. Pero el número de
Realidades en donde yo era la causa de la destrucción de la Eternidad es también
infinito. Se me ofreció la elección entre cinco Realidades que parecían menos
complejas. Yo escogí ésta, la que te comprende a ti, el único sistema de
Realidad en donde aparecías tú.
Harlan dijo:
—¿Por qué lo escogiste?
Noys miró un momento a lo lejos:
—Porque te amaba. Te he amado mucho antes de conocerte.
Harlan se estremeció. Ella lo había dicho con voz llena de
sinceridad. Pensó, angustiado: «Está fingiendo...»
—Me parece ridículo —replicó Harlan.
—¿Sí? He estudiado las Realidades que se me ofrecieron. He
estudiado la Realidad en donde yo regresaba al Cuatrocientos ochenta y dos,
conocía a Finge y luego a ti. La Realidad en donde tú venías a mí para amarme,
en donde me llevabas a la Eternidad, para protegerme de mi propio Siglo en el
lejano futuro. En donde enviabas a Cooper a un Siglo erróneo y en donde tú y
yo, juntos, viajábamos a los Tiempos Primitivos. Vivimos en los Tiempos
Primitivos durante el resto de nuestra vida. Pude ver nuestra existencia juntos
y fuimos felices, y yo te amaba. De manera que no me parece ridículo. Escogí
esta alternativa para que nuestro amor pudiera llegar a ser real.
Harlan dijo:
—¡Todo eso es falso! Mentira. ¿Cómo esperas que te crea?
Hizo una pausa y luego añadió:
—¡Espera! ¿Has dicho que sabías esto por anticipado? ¿Que todo
iba a suceder de este modo?
—Sí.
—Entonces, mientes. Porque habrías sabido que yo te apuntaría
con mi pistola. Habrías sabido que fracasarías. ¿Qué puedes contestarme?
Noys suspiró:
—Ya te he dicho que existe un número infinito de cualquier
subclase posible de Realidades. No importa cuán finamente ajustemos el foco de
nuestra visión hacia una Realidad dada, lo que contemplamos siempre representa
un número infinito de Realidades muy parecidas. Siempre hay puntos confusos.
Cuanto más claro el enfoque, menos confusa la visión, pero una visión perfecta
no puede conseguirse. Cuanto más perfecta sea, disminuye la posibilidad de que
una variación fortuita altere el resultado, pero esta probabilidad nunca es
absolutamente nula. Un pequeño error fue suficiente para producir la
alteración.
—¿Cuál?
—Debiste volver al futuro cuando fue retirada la barrera en el
Cien mil y lo hiciste. Pero debías volver solo. Por esta razón me sorprendí un
momento al ver que llegaba contigo el Programador Twissell.
Harlan titubeó. ¡ Todo era tan lógico al escucharla!
Noys continuó:
—Aún me habría sentido más sorprendida si hubiera comprendido la
tremenda importancia de aquella variación. Si hubieras vuelto solo, me habrías
llevado a los Tiempos Primitivos, como hiciste. Entonces, por amor a la
Humanidad y por amor a mí, habrías dejado a Cooper extraviado en este Siglo. El
círculo se habría roto, la Eternidad sería destruida y nuestra vida aquí
hubiera sido segura. Pero llegaste con Twissell, una variación fortuita.
Mientras viajabais juntos, él te habló de sus ideas sobre los Siglos Ocultos y
te condujo por una serie de deducciones hasta que llegaste a dudar de mi buena
fe. Todo terminó con una pistola entre nosotros... Ahora, Andrew, ésta es mi
historia. Puedes matarme. Nada puede impedírtelo.
La mano de Harlan le dolía de apretar fuertemente la culata de
la pistola. La pasó, sin darse cuenta, a la otra mano. ¿Sería cierto cuanto
decía? ¿Dónde estaba la decisión firme, después de saber con certeza que ella
procedía de los Siglos Ocultos? Se sentía desgarrado entre dos impulsos
contradictorios, y la hora del amanecer se aproximaba.
Harlan preguntó:
—¿Por qué son necesarios dos esfuerzos para terminar con la
Eternidad? ¿Por qué no desapareció de una vez para siempre cuando envié a
Cooper al Siglo equivocado?
Harlan deseaba desde el fondo de su corazón que las cosas
hubieran terminado entonces, para no tener que sufrir aquella agonía de
incertidumbre.
—Porque —dijo Noys— el destruir esta Eternidad no es suficiente.
Debemos reducir la probabilidad de que se establezca cualquier otra forma de
Eternidad, hasta el cero matemático si es posible. De modo que aún nos queda
una cosa por hacer aquí en el Primitivo. Un pequeño Cambio, casi
insignificante. Ya sabes lo que es un Cambio Mínimo Necesario. Se trata sólo de
una carta enviada a una península llamada Italia, aquí en el Siglo Veinte.
Ahora estamos en el Diecinueve, coma, treinta y dos. Dentro de unos cuantos
Centisiglos, siempre que yo pueda enviar esta carta, un hombre en Italia
empezará a experimentar con el bombardeo neutrónico del uranio.
Harlan se espantó.
—¿Quieres alterar la Historia Primitiva?
—Sí. Es nuestro propósito. En la nueva Realidad que será la
Realidad final, la primera explosión tendrá lugar no en el Treinta, sino en el
Siglo Diecinueve, coma, cuarenta y cinco.
—Pero, ¿ignoras el peligro? ¿Has podido calcular el inmenso
riesgo que implica el alterar la Historia Primitiva?
—Conocemos ese peligro. Hemos estudiado el grupo de Realidades
que pueden resultar de ello. Existe la probabilidad, no la certeza, desde
luego, de que la atmósfera de la Tierra se vuelva radiactiva, pero, en
cambio...
—¿Quieres decir que puede haber una compensación por tal riesgo?
—El Imperio Galáctico. Una intensificación del Estado Básico.
—Y, sin embargo, tú acusas a los Eternos de interferir...
—Los acusamos de interferir muchas veces para mantener a la
Humanidad en una segura prisión. Nosotros interferimos sólo una vez para
llevarla hacia la ciencia nuclear, de modo que nunca, nunca, pueda establecer
una Eternidad.
—No —dijo Harlan, desesperado—. La Eternidad debe existir.
—Si tú quieres. La elección es tuya. Si deseas que sea un puñado
de psicópatas quien dicte el futuro del Hombre...
—¡Psicópatas! —estalló Harlan.
—¿Es que no lo son? Tú los conoces bien. ¡Piensa!
Harlan la contempló con horror, pero no pudo evitar el pensar.
Pensó en los Aprendices al conocer la verdad sobre la Realidad, y en el
Aprendiz Latourette que intentó suicidarse al saberlo. Latourette había
sobrevivido para llegar a ser un Eterno, pero nadie podía saber qué profundas
huellas quedaron en su personalidad a consecuencia de ello; sin embargo ayudaba
a decidir sobre Realidades alternativas.
Pensó en el sistema de castas de la Eternidad, en la vida
anormal que convertía los complejos de culpabilidad en odio contra los
Ejecutores. Pensó en los Programadores luchando entre sí, en Finge intrigando
contra Twissell y Twissell ordenando que se espiaran las acciones de Finge.
Pensó en Sennor, luchando contra su cuerpo sin pelo y al mismo tiempo contra
todos los Eternos.
Pensó en sí mismo.
Y luego pensó en Twissell, el gran Twissell, quien también había
roto las reglas de la Eternidad.
Era como si siempre hubiera sabido que la Eternidad no era más
que eso. ¿Por qué, si no, había querido destruirla? Sin embargo, nunca quiso
confesarse aquella verdad. Hasta entonces nunca había mirado la verdad cara a
cara.
Y ahora contemplaba a la Eternidad como una masa de morbosas
psicosis, un pozo maligno de motivos anormales, unas vidas desesperadas
arrancadas brutalmente de su curso normal.
Miró a Noys sin expresión.
Ella dijo suavemente:
—¿Lo comprendes ahora? Ven a la entrada de la cueva conmigo,
Andrew.
Él la siguió, hipnotizado, deslumbrado por la completa claridad
con que ahora veía la situación. Su pistola se apartó de la línea que apuntaba
al corazón de Noys.
Las primeras luces del alba ahuyentaban a la noche y la gran
cabina en el exterior de la cueva era una sombra opresiva contra la claridad
matinal. Sus contornos aparecían confusos y borrosos bajo el protector.
Noys dijo:
—Ésta es la Tierra. No el eterno hogar de la Humanidad, sino el
punto de partida de una infinita aventura. Todo lo que has de hacer para
conseguirlo es tomar tu decisión. Es sólo tuya. Tú, yo y el contenido de esa
cueva estaremos protegidos por un campo de fisio-tiempo contra el Cambio.
Cooper y su mensaje desaparecerán. La Eternidad desaparecerá junto con la
Realidad de mi Siglo, pero nosotros nos quedaremos para tener hijos y nietos, y
la Humanidad permanecerá para llegar hasta las Estrellas.
Él se volvió para mirarla, y ella le sonrió. Era la Noys de
siempre, y su propio corazón latía como antes.
Ni siquiera se dio cuenta de que su decisión estaba tomada,
hasta que la grisácea claridad lo invadió todo, cuando desapareció la sombra de
la cabina.
Con aquella desaparición, comprendió Harlan, mientras Noys se
acercaba lentamente hacia sus brazos, había llegado el fin de la Eternidad ...
...Y el comienzo del Infinito.
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