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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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lunes, 28 de enero de 2013

LA VIDA YA NO ES COMO ANTES ALFRED BESTER





LA VIDA YA NO ES COMO ANTES
ALFRED BESTER


La chica que conducía el jeep era muy guapa y muy nórdica. Llevaba el pelo
rubio recogido hacia atrás en una cola de caballo, pero lo tenía tan largo que
parecía más bien la cola de una yegua. Llevaba sandalias, unos vaqueros
gastados, y nada más. Estaba bellamente bronceada. Cuando hizo girar el jeep
saliéndose de la Quinta Avenida y enfiló entre saltos las escaleras de la
biblioteca, sus senos danzaban encantadoramente.
Aparcó frente a la entrada de la biblioteca, salió del coche, y estaba a punto de
entrar cuando algo del otro lado de la calle atrajo su atención. Miró, vaciló, se
miró luego los pantalones e hizo una mueca. Se quitó los pantalones y se los
tiró a las palomas que perpetuamente pían y se arrullan en las escaleras de la
biblioteca. Mientras éstas levantaron el vuelo asustadas, la chica bajó corriendo
hasta la Quinta Avenida, cruzó y se detuvo ante el escaparate de una tienda.
En él había un vestido de lana color ciruela. Tenía la cintura alta, falda muy
larga, y no demasiados agujeros de polillas. El precio era setenta y nueve
dólares y noventa centavos.
La chica vagó entre los viejos coches que estaban aparcados en la avenida
hasta que dio con un guardabarros suelto. Rompió con él la puerta de cristal de
la tienda, entró, esquivando cuidadosamente los fragmentos de cristal y buscó
entre las polvorientas perchas.
Era una chica alta y no le resultaba fácil encontrar prendas de su talla. Por fin
abandonó el traje de lana color ciruela y se quedó con un tartán oscuro, talla
doce, de ciento veinte dólares, rebajado a noventa y nueve noventa. Localizó
un talón de facturas y un lápiz, sopló el polvo y cuidadosamente escribió 99,90
dólares. Linda Nielsen.
Regresó a la biblioteca y cruzó la puerta principal, que había tardado una
semana en abrir con una maza. Cortó a través del gran vestíbulo, sucio de los
excrementos de las palomas que entraban allí libremente desde hacia cinco
años. Mientras corría se cubría la cabeza con los brazos para protegerse el
pelo de las cagaditas. Subió las escaleras- en el tercer piso entró en la Sala de
Imprenta. Como siempre firmó en el registro: Fecha -20 de junio de 1981.
Nombré -Linda Nielsen. Dirección Central Park Estanque de Modelos de
Barcos. Negocio o Empresa Ultimo Hombre Sobre la Tierra.
Había tenido una larga discusión consigo misma sobre Negocio o Empresa la
primera vez que entró en la biblioteca. Desde un punto de vista estricto, ella era
la última mujer sobre la tierra, pero había pensado que si escribía eso
parecería chauvinismo; y "Ultima Persona Sobre la Tierra" parecía estúpido,
algo así como llamar pócima a una bebida.
Sacó carpetas de las estanterías y comenzó a ojearlas. Sabía exactamente lo
que quería; algo cálido con tonos azules que se ajustase a un marco de 20X30
para su dormitorio. En una colección de Hiroshige, de incalculable valor,
encontró un grabado con un hermoso paisaje. Rellenó una ficha la colocó
cuidadosamente sobre la mesa del bibliotecario y se fue con el grabado.
Abajo, se detuvo en la sala principal de comunicación, se acercó a las
estanterías posteriores y eligió dos gramáticas italianas y un diccionario
italiano. Luego volvió al salón principal, salió hacia su jeep, y colocó los libros y
el grabado en el asiento delantero junto a su acompañante, una maravillosa
muñeca de porcelana de Dresde. Cogió una lista que decía:
Grabado Japonés
Italiano
Marco de 20X30
Sopa de Langosta
Limpiavajillas
Detergente
Limpiamuebles
Estropajo
Tachó los dos primeros artículos, colocó de nuevo la lista en la guantera, entró
en el vehículo y bajó a saltos las escaleras de la biblioteca. Subió por la Quinta
Avenida, esquivando los montones de escombros. Cuando pasaba ante las
ruinas de la Catedral de San Patricio, en la calle Cincuenta apareció un hombre
que pareció surgir de la nada.
Salió de entre los escombros y, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, comenzó
a cruzar la avenida frente a ella. Ella lanzó un grito, tocó la bocina, que no
sonó, y frenó tan precipitadamente que el jeep derrapó y fue a dar contra los
restos de un autobús número 3. El hombre lanzó un grito, dio un salto de tres
metros y luego se quedó paralizado, mirándola.
—No sabe usted circular por la calle—gritó ella—. ¿Por qué no mira por dónde
va? ¿Se cree usted que está solo en la ciudad?
El la miraba sin poder articular palabra. Era un hombre alto, de pelo tupido y
rizado, barba pelirroja y piel curtida. Vestía ropa del ejército, pesadas botas de
esquiador y llevaba una mochila y una manta a la espalda. Llevaba también un
viejo fusil y los bolsillos llenos de cosas. Parecía un explorador.
—Dios mío—murmuró al fin con voz áspera—. Alguien al fin. Lo sabía. Siempre
supe que encontraría a alguien. —Luego advirtió su hermoso y largo pelo, y
bajó los ojos—. Pero una mujer—murmuró—. Esta condenada mala suerte
mía...
—¿Qué eres tú, una especie de loco?—gritó ella—. ¿No sabes nada mejor que
cruzar con el semáforo en rojo?
Él miró a su alrededor desconcertado.
—¿Qué semáforo?
—Bueno, está bien, no hay semáforos, pero podías mirar por dónde vas...
—Lo siento, señora. A decir verdad, no esperaba que hubiese tráfico.
—Pues es puro sentido común—gruñó ella, apartando el jeep del autobús.
—Hey, señora, espere un momento.
—¿Sí?
—Escuche, ¿Sabe usted algo de televisión? De electrónica, como dicen...
—¿Está intentado burlarse?
—No, hablo en serio. De veras.
Ella soltó un bufido e intentó continuar Quinta Avenida arriba, pero él no se
apartaba para dejarla paso.
—Por favor, señora —insistió—. Tengo buenas razones para preguntarlo.
¿Sabe algo o no?
—No.
—¡Maldita sea! Señora, perdóneme, no pretendo ofenderla, pero dígame, ¿Ha
encontrado a alguien más en esta ciudad?
—No hay nadie más que yo. Yo soy el último hombre sobre la Tierra.
—Qué curioso. Yo siempre pensé que lo era yo.
—Muy bien, pues soy la última mujer sobre la Tierra.
Él movió la cabeza, negando.
—Tiene que haber más gente; tiene que haberla. Es lógico. Al sur, quizás. Yo
vengo de New Haven, y supuse que si me dirigía hacia donde el clima era más
cálido, encontraría tipos a los que podría preguntarles algo.
—¿Preguntar qué?
—Bueno, una mujer no lo entendería. Y no es que pretenda ofender.
—Bueno, si quiere usted seguir hacia el sur va en dirección contraria.
—Esto es el sur, ¿No?—preguntó, señalando Quinta Avenida abajo.
—Sí, pero acabará en un callejón sin salida. Manhattan es una isla. Lo que
tiene que hacer es ir hacia arriba y cruzar por el puente George Washington a
Jersey.
—¿Hacia arriba? ¿Qué camino es ése?
—Tiene que ir por la Quinta Avenida arriba hasta Cathedral Parkwell, luego
tiene que seguir hasta el West Side y luego por River Side arriba. No tiene
pérdida.
Él la miró desesperado.
—¿Es usted forastero en la ciudad?
Él asintió. -
—Bueno, está bien—dijo ella—. Suba. Le llevaré.
Trasladó los libros y la muñeca de porcelana al asiento trasero y él se sentó a
su lado. Mientras arrancaba, ella miró sus gastadas botas de esquiador.
—Ha caminado mucho, ¿verdad?
—Sí.
—¿Por qué no conduce? Puede encontrar fácilmente un coche que funcione, y
hay aceite y gasolina en abundancia.
—Yo no sé conducir—dijo él con tristeza—. Es la historia de mi vida.
Lanzó un suspiro, y esto hizo que la mochila chocase aparatosamente contra el
hombro de ella. Ella le examinó con el rabillo del ojo. Tenía un vigoroso pecho,
un torso largo y sólido y piernas fuertes. Tenía las manos grandes y fuertes, y
en el cuello se abultaban los músculos. Quedó un momento pensativa y luego
hizo un gesto de asentimiento y paró el jeep.
—¿Qué pasa? —preguntó él—. ¿Se ha estropeado?
—¿Cómo te llamas?
—Mayo. Jim Mayo.
—Yo soy Linda Nielsen.
—Ya. Encantado de conocerla. ¿Qué le ha pasado al coche?
—Jim, quiero hacerte una proposición.
—¿Cómo? —la miró dubitativamente—. Escucharé con mucho gusto, señora...
quiero decir, Linda. Pero he de decirte que tengo que hacer una cosa que me
mantendrá ocupado durante mucho tiem... —su voz se perdió al huir de la
intensa mirada ella.
—Jim, si tú haces algo por mí, yo haré algo por ti.
—¿Cómo qué, por ejemplo?
—Bueno, yo me siento terriblemente sola, por las noches. Durante el día no es
tan terrible (siempre hay montones de tareas que te mantienen ocupada), pero
de noche es sencillamente horrible.
—Ya lo sé —murmuró él.
—Tengo que hacer algo para resolverlo.
—Pero, ¿Qué puedo hacer yo?—preguntó él, nervioso.
—¿Por qué no te quedas un tiempo en Nueva York? Si lo haces, te enseñaré a
conducir y te buscaré un coche para que no tengas que seguir hacia el sur
caminando.
—Vaya, es una buena idea. ¿Resulta difícil aprender a conducir?
—Podría enseñarte en un par de días.
—Yo no aprendo las cosas tan deprisa.
—Está bien, un par de semanas, pero piensa en el tiempo que ahorrarás a la
larga.
—Sí—dijo—, parece una gran idea.—Luego apartó otra vez la mirada—. Pero,
¿Qué he de hacer yo por ti?
La emoción iluminó la cara de ella.
—Jim, quiero que me ayudes a trasladar un piano.
—¿Un piano? ¿Qué piano?
—Un piano de madera de rosal de Steinway, de la calle Cincuenta y Siete. Me
muero de ganas de tenerlo en casa. El salón está pidiéndolo a gritos.
—Oh, ¿Quieres decir que estás amueblando?
—Sí pero además es que quiero tocar después de la cena. Uno no puede estar
oyendo discos siempre. Lo tengo todo planeado, tengo libros que enseñan a
tocar, libros que explican cómo hay que afinar un piano... He podido preverlo
todo, pero no puedo trasladar el piano.
—Sí, pero... hay apartamentos en esta ciudad con piano —objetó él—. Debe de
haber centenares, como mínimo. Entra en razón. ¿Por qué no vives en uno de
ellos?
—¡Jamás! Me gusta mi casa. Me he pasado cinco años decorándola, y es
maravillosa. Además está el problema del agua.
Él asintió.
—El agua es siempre una pesadilla. ¿Cómo te las arreglas?
—Vivo en la casa de Central Park donde guardaban los modelos de yates.
Queda frente al estanque de los modelos de yates. Un sitio encantador, y lo
tengo muy arreglado. Podríamos llevar allí el piano entre los dos, Jim. No sería
difícil.
—Bueno, no sé, Lena.
—Linda.
—Perdóname. Linda. Yo...
—Pareces bastante fuerte. ¿Qué era lo que hacías antes?
—Era luchador profesional.
—¡Vaya! Sabía que eras fuerte.
—Bueno, pero ya no soy luchador. Entré a trabajar de camarero y luego me
introduje en el negocio de los restaurantes. Abrí uno en New Haven. Se
llamaba "The Body Slam", quizás hayas oído hablar de él.
—No, lo siento.
—Era muy famoso entre la gente del deporte. ¿Qué hacías tú antes?
—Era investigadora de BBDO.
—¿Qué es eso?
—Una agencia de publicidad —explicó ella con impaciencia—. Ya hablaremos
de eso más tarde, si te quedas. Yo te enseñaré a conducir, y trasladaremos el
piano y hay unas cuantos cosas más que yo... pero pueden esperar. Después
podrás seguir hacia el sur.
—Bueno, Linda, no sé...
Ella cogió las manos de Mayo.
—Vamos, Jim, sé un deportista. Puedes quedarte conmigo. Soy una cocinera
magnífica, y tengo una encantadora habitación para huéspedes...
—¿Para qué? Quiero decir, si pensabas que eras el último hombre sobre la
tierra...
—Esa es una pregunta estúpida. Una casa como es debido tiene que tener una
habitación de huéspedes. Te encantará mi casa, ya lo verás. He convertido los
prados en granja y huerto, y se puede nadar en el estanque, y te
conseguiremos un Jaguar nuevo... sé donde hay uno maravilloso.
—Creo que preferiría un Cadillac.
—Puedes elegir a tu gusto. Así que, ¿Qué me dices, Jim? ¿Cerramos el trato?
—De acuerdo, Linda—murmuró él a regañadientes—. Lo cerramos.
Era realmente una casa encantadora, con su tejado de pagoda de un color
entre cobre gastado y verde grisáceo, paredes de piedra, y grandes ventanas.
A la suave luz del sol de junio el estanque oval que había ante ella tenía un
brillo azulado, y en él graznaban y chapoteaban afanosamente los patos. En
las suaves laderas cubiertas de hierba que formaban un cuenco alrededor del
estanque había bancales cultivados. La casa se orientaba al oeste, y tras ella
se extendía Central Park como una gran finca sin cultivar.
Mayo contempló el estanque pensativo.
—Debería tener barcas.
—La casa estaba llena de ellas cuando me trasladé aquí —dijo Linda.
—Yo siempre quise tener un modelo de barco cuando era niño. Una vez,
incluso... —Mayo se interrumpió.
Un ruido penetrante llegó hasta ellos procedente de un lugar indeterminado;
era una serie irregular de pesados golpes que sonaban como piedras bajo el
agua. Se detuvo tan bruscamente como había comenzado.
—¿Qué fue eso?—preguntó Mayo.
—No estoy segura—contestó Linda encogiéndose de hombros—. Creo que es
la ciudad derrumbándose. De vez en cuando se ven caer los edificios. Uno se
acostumbra.—Recuperó su entusiasmo—. Ahora vamos dentro. Quiero
enseñarte una cosa.
Linda explotaba de orgullo mientras prodigaba detalles de decoración al
desconcertado Mayo, impresionado por el salón victoriano, el dormitorio
Imperio y la cocina estilo rústico con un hornillo de keroseno en perfecto
estado. La habitación de huéspedes colonial, con cama endoselada, gruesa
alfombra y lámparas Tole, le irritó.
—Es demasiado femenina, ¿No crees?
—Naturalmente. Soy una chica.
—Sí. Claro. Quiero decir... —Mayo miraba a su alrededor dubitativamente—.
Bueno, un hombre está acostumbrado a cosas menos delicadas. No te
enfades.
—No me enfado. Esa cama es bastante fuerte. Pero no lo olvides, Jim, no
pongas los pies en el cobertor, retíralo de noche. Si tienes los zapatos sucios,
quítatelos antes de entrar. Cogí esa alfombra del museo y no quiero que se
estropee. ¿Tienes muda?
—Sólo lo que llevo puesto.
—Tendremos que elegir prendas nuevas mañana. Lo que llevas está tan
astroso que no merece la pena lavarlo.
—Oye—dijo él desesperadamente—, creo que va a ser mejor que acampe en
el parque.
—¿Por qué?
—Bueno, estoy más acostumbrado al aire libre que a las casas. Pero no te
preocupes por eso, Linda. Estaré cerca por si me necesitas.
—¿Por qué habría de necesitarte?
—No tienes más que dar una voz.
—Tonterías—dijo Linda con firmeza—. Eres mi huésped y te quedarás aquí.
Ahora lávate un poco; voy a hacer la cena. ¡Oh, maldita sea! Me olvidé de
coger la sopa de langosta.
Linda obsequió a Mayo con una magnífica cena de artículos enlatados, servida
en una excelente vajilla de porcelana Cornisetti y cubiertos de plata daneses.
Era una típica comida de chica, y Mayo seguía teniendo hambre al terminar,
pero era demasiado educado para decirlo. Estaba, además, demasiado
exhausto para inventar una excusa y salir a buscar algo más sustancioso. Se
tumbó en la cama, acordándose de quitarse los zapatos, pero olvidándose del
cobertor.
A la mañana siguiente, le despertó un sonoro graznido y un repiqueteo de alas.
Bajó de la cama y se acercó al ventanal justo a tiempo para ver a los patos
desalojados del estanque por lo que parecía un globo rojo. Cuando se sacudió
las brumas del sueño vio que era un gorro de baño. Se acercó al estanque,
estirándose y bostezando. Linda gritó alegremente y nadó hacia él. Salió del
estanque y el gorro de baño era todo lo que llevaba. Mayo retrocedió,
apartándose del chapoteo y las salpicaduras.
—Buenos días—dijo Linda—.¿Has dormido bien?
—Buenos días—dijo Mayo—. No sé. La cama me produjo agujetas en la
espalda. El agua debe de estar muy fría. Tienes carne de gallina.
—Qué va, está estupenda.—Se quitó el gorro y desplegó su pelo—. ¿Dónde
está esa toalla? Ah, aquí está. Vamos, al agua Jim. Después te sentirás muy
bien.
—No me gusta cuando está fría.
—No seas miedica.
Un estruendo atronador estremeció la tranquila mañana. Mayo alzó la vista
hacia el cielo despejado con asombro.
—¿Qué demonios fue eso?—exclamó.
—Mira —dijo Linda.
—Parecía un avión supersónico.
—¡Allí! —gritó ella, señalando hacia el oeste—. ¿ves?
Uno de los rascacielos del West Side se desmoronaba majestuosamente,
desplegando una lluvia de ladrillos y cascotes. Momentos después oyeron el
estruendo del derrumbe.
— iQué espectáculo! —murmuró Mayo sobrecogido.
—Decadencia y caída de la ciudad imperial. Uno acaba acostumbrándose.
Ahora date un chapuzón, Jim. Te traeré una toalla.
Linda entró corriendo en la casa. El se quitó los pantalones y los calcetines,
pero seguía aún al borde del estaque, metiendo tímidamente un pie en el agua,
cuando ella volvió con una inmensa toalla de baño.
—Está terriblemente fría, Linda —gimió.
—¿No te dabas duchas frías cuando eras luchador?
—Qué va, nunca. Siempre me duchaba con agua muy caliente.
—Jim, si te quedas ahí, nunca te bañarás. Estás empezando a temblar. ¿Es un
tatuaje eso que tienes en la cintura?
—¿Qué? Oh, sí. Es una pitón, en cinco colores. Da toda la vuelta, ¿ves?—se
giró orgulloso—. Me lo hice cuando estuve con el ejército en Saigón en el
sesenta y cuatro. Es una pitón tipo oriental. Elegante, ¿Eh?
—¿No te dolió?
—La verdad es que no. Los hay que dicen que el tatuaje es una especie de
tortura china. Pero es puro cuento. Más que nada es como un picor, como
cosquillas.
—¿Fuiste soldado en el sesenta y cuatro?
—Sí, lo fui.
—¿Cuántos años tenías?
—Veinte.
—¿Entonces tienes treinta y siete ahora?
—Treinta y seis; voy a cumplir treinta y siete.
—Entonces has encanecido prematuramente.
—Supongo que sí.
Linda le contempló pensativa.
—Te advierto que si te das un chapuzón es mejor que no te mojes la cabeza.
Linda volvió corriendo a la casa. Mayo, avergonzado de sus vacilaciones, se
tiró de pie al estanque. Allí se quedó de pie, con el agua hasta el pecho,
salpicándose la cara y los hombros, hasta que regresó Linda. Traía un taburete
unas tijeras y un peine.
—¿Verdad que está estupenda? —preguntó.
Linda se echó a reír.
—Bueno, sal. Voy a cortarte un poco el pelo.
Mayo salió del estanque. Se secó y se sentó obediente en el taburete.
—La barba también —insistió Linda—. Quiero ver qué aspecto tienes en
realidad.
Le cortó la barba lo suficiente para que pudiera afeitársela inspeccionó, y
asintió con satisfacción.
—Muy guapo.
—Oh, vamos —dijo Mayo, ruborizándose.
—En la cocina hay un cubo con agua caliente. Ve y aféitate. No te molestes en
vestirte. Después del desayuno buscaremos ropa nueva, y luego... el Piano.
—No podría andar por la calle desnudo—dijo él, asombrado.
—No seas tonto. ¿Quién va a verte? Date prisa.
Bajaron hasta Abercrombie & Fitch entre Madison y la Calle Cuarenta y Cinco,
Mayo recatadamente envuelto en su toalla. Linda le explicó que llevaba años
siendo cliente y le enseñó el montón de facturas que había acumulado. Mayo
las examinó con curiosidad mientras ella le tomaba medidas y le elegía ropa.
Cuando ella regresó cargada de prendas, él estaba casi indignado.
—Jim he encontrado unos mocasines de alce magníficos, y un traje safari, y
calcetines de lana, y camisas marineras, y...
—Oye—la interrumpió él—, ¿Sabes cuánto sube tu cuenta? Casi mil
cuatrocientos dólares.
—¿De veras? Ponte primero los pantalones. No hace falta plancharlos y se
secan enseguida.
—Pero tú estás loca, Linda. ¿Para qué demonios querías todas estas cosas
que compraste?
—¿Te van bien los calcetines? ¿Qué cosas? Lo necesitaba todo.
—¿Sí? ¿Necesitabas, por ejemplo...? —repasó las facturas—. ¿Necesitabas,
por ejemplo, estas gafas submarinas con lentes de plástico, de nueve noventa
y cinco? ¿Para qué?
—Para poder limpiar el fondo de la piscina.
—¿Y qué me dices de esta cubertería de acero inoxidable para cuatro, de
treinta y nueve cincuenta?
—Cuando tengo pereza y no me apetece calentar agua, puedo lavar los
cubiertos de acero inoxidable en agua fría. —Se quedó contemplándole
admirado—. Oh, Jim, mírate en un espejo. Tienes un aire de verdadero galán
romántico, como ese cazador de caza mayor del relato de Hemingway.
Él volvió la cabeza, sin hacerle caso.
—No sé cómo vas a salir de ésta. Tienes que vigilar tus gastos, Linda. ¿No
crees que es mejor que nos olvidemos de ese piano?
—Ni hablar—dijo ella, con firmeza—. No me importa lo que cueste. Un piano es
una inversión para toda la vida, y merece la pena.
Linda estaba muy nerviosa y excitada mientras iban calle arriba hacia la sala de
espectáculos Steinway. Tras una larga tarde de esfuerzos musculares con la
ayuda de cuerdas y grúas, consiguieron llevar el piano hasta el salón de la
casa de Linda. Mayo hizo una comprobación final para asegurarse de que
estaba firmemente asentado, y luego se derrumbó exhausto.
—¡Ay, Dios mío!—masculló—. Habría sido más fácil seguir caminando hacia el
sur.
—¡Jim! —Linda corrió hacia él y le dio un fervoroso abrazo—. Jim, eres un
ángel. ¿Te encuentras bien?
—Estoy perfectamente—gruñó él—. Déjame, Linda. No puedo respirar.
—No sé cómo darte las gracias. Llevo siglos soñando con esto. No sé como
voy a pagarte. Pídeme lo que quieras.
—Bueno—dijo él—, me cortaste el pelo...
—Hablo en serio.
—¿No vas a enseñarme a conducir?
—Desde luego. Lo más deprisa posible. Es lo menos que puedo hacer—Linda
retrocedió hasta un sillón y se sentó los ojos fijos en el piano.
—No armes tanto escándalo por nada—dijo él, levantándose.
Se sentó ante el teclado, lanzó una sonrisa tímida por encima del hombro a
Linda, y luego comenzó a teclear EZ Mnuet en G.
Linda se incorporó asombrada.
—¡Sabes tocar! —murmuró.
—Sí. De muchacho tocaba el piano.
—¿Sabes leer música?
—Sí, lo hacía.
—¿Podrías enseñarme?
—Supongo que sí; es bastante difícil. Mira, ésta es otra pieza que tuve que
aprender.
Comenzó a mutilar El Murmullo de la Primavera. Con el piano desafinado y sus
errores, sonaba con un tono espectral.
—Maravilloso —balbució Linda—. ¡Maravilloso!
Tenía los ojos clavados en su espalda y había en su rostro una expresión firme
y decidida. Se levantó, se acercó lentamente a él, y apoyó las manos en sus
hombros.
Él alzó los ojos hacia ella.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Nada —contestó ella—. Tú toca el piano. Yo prepararé la cena.
Pero tan preocupada se mostró durante el resto de la velada, que Mayo se
puso nervioso. Se fue a la cama muy temprano.
Hasta las tres del día siguiente, no dieron con un coche que funcionase, y no
fue un Cadillac sino un Chevrolet... no descapotable, porque a Mayo no le
gustaba la idea de conducir a la intemperie en un descapotable. Salieron con él
del garaje de la Décima Avenida y regresaron al East Side, donde Linda se
sentía más a gusto. Confesó que las fronteras de su mundo iban de la Quinta
Avenida a la Tercera y de la calle Cuarenta y Dos a la Ochenta y Seis. Fuera
de estos límites, se sentía incómoda.
Cedió el volante a Mayo y le dejó bajar y subir por la Quinta y Madison,
practicando arrancadas y paradas. El coche se le caló varias veces, chocó con
montones de escombros, dio marcha atrás contra un escaparate que,
afortunadamente, no tenía cristales.
Temblaba de nerviosismo.
—Es difícil de veras—se quejó.
—Sólo es cuestión de práctica —dijo ella, tranquilizándole—. No te preocupes.
Te prometo que acabarás siendo un especialista aunque tardemos un mes.
—¡Un mes!
—Dijiste que eras lento para aprender, ¿No? No me eches la culpa a mí. Para
aquí un momento.
Él detuvo el Chevrolet. Linda salió.
—Espérame.
—¿Qué pasa?
—Una sorpresa.
Linda entró corriendo en una tienda y salió al cabo de media hora con un
vestido negro y fino, collar de perlas y zapatos de tacón alto. Llevaba el pelo
recogido en una especie de corona. Mayo la contempló asombrado cuando
entraba en el coche.
—¿Pero qué es esto?—preguntó.
—Parte de la sorpresa. Gira hacia el este en la calle Cincuenta y Dos.
Él puso en marcha laboriosamente el coche y se dirigió hacia el este.
—¿Por qué te has puesto de noche?
—Es un traje de cocktail.
—¿Para qué?
—Es la ropa adecuada para el lugar al que vamos. ¡Cuidado, Jim! —Linda
desvió el volante esquivando un montón de escombros—. Voy a llevarte a un
restaurante famoso.
—¿A comer?
—No, tonto, a tomar una copa. Eres mi huésped y tengo que distraerte. Es ahí
a la izquierda. Mira a ver si hay sitio para aparcar.
El aparcó abominablemente. Cuando salían del coche, se detuvo y empezó a
olisquear con curiosidad.
—¿Hueles eso?—preguntó.
—¿El qué?—dijo ella.
—Esa especie de olor dulce.
—Es mi perfume.
—No, es algo que está en el aire, algo dulzón... Conozco ese olor, pero no
recuerdo exactamente qué es.
—No te preocupes. Entremos. —Le condujo al interior del restaurante—.
Deberías llevar corbata —murmuró—, pero podremos arreglarnos también así.
A Mayo no le impresionó gran cosa la decoración del restaurante, pero le
fascinaron los retratos de celebridades que había colgados en el bar. Pasó
varios minutos absorto quemándose los dedos con cerillas, mientras
contemplaba a Mel Allen, Red Barber, Casey Stenger, Frank Gifford y Rocky
Marciano. Cuando por fin volvió Linda de la cocina con una vela encendida, se
volvió hacia ella entusiasmado.
—¿Viste alguna vez aquí a alguno de estos ídolos de la televisión?
—Supongo que sí. ¿Qué te parece si tomamos una copa?
—Claro, cómo no. Pero quiero hablar más sobre estos actores de televisión.
La siguió hasta uno de los taburetes de la barra, sopló el polvo y la ayudó a
sentarse con la mayor cortesía. Luego saltó al otro lado de la barra, sacó su
pañuelo y limpió con él el mostrador con destreza profesional.
—Esta es mi especialidad—dijo con una mueca burlona. Asumió
inmediatamente la actitud impersonalmente amistosa de los camareros—.
Buenas noches, señora. Hermosa noche. ¿Qué desea?
—¡Ay, Dios mío, vaya día que he tenido hoy en el trabajo! Un martini seco con
hielo. Que sea doble, por favor.
—Desde luego, señora. ¿Limón o aceituna?
—Cebolla.
—Gibson doble seco con hielo. Muy bien.—Mayo buscó tras la barra y sacó al
fin whisky, ginebra, y varias botellas de soda sólo parcialmente evaporada por
el cierre sellado.—Lo siento, pero creo que se han acabado los martinis,
señora, ¿Qué prefiere en su lugar?
—Oh, eso me gusta. Whisky, por favor.
—Esta soda no tendrá gas —advirtió—, y no hay hielo.
—No importa.
Él enjuagó un vaso con soda y sirvió whisky en él.
—Gracias. Tome uno a mi cargo, camarero. ¿Cómo se llama ?
—Me llaman Jim, señora. No, gracias. Nunca bebo cuando trabajo.
—Entonces, deje su trabajo y pase aquí conmigo.
—Nunca bebo fuera de mi trabajo, señora.
—Puedes llamarme Linda.
—Gracias, señorita Linda.
—¿Hablas en serio cuando dices que nunca bebes, Jim?
—Bueno, Felices Días.
—Y Largas Noches.
—Eso me gusta, también. ¿Es tuyo?
—Bueno, no sé. Simple rutina de camarero. Especialmente con los hombres.
No se ofenda.
—No me ofendo.
—¡Abejas! —exclamó Mayo.
Linda le miró desconcertada.
—¿Cómo abejas?
—Ese olor. Así es como huele en las colmenas.
—¡Oh! Yo no sé cómo huele en las colmenas—dijo ella con indiferencia—.
Sírveme otro, por favor.
—Ahora mismo. Pero, dime a esas celebridades de la televisión, ¿Las viste
realmente aquí, en persona?
—Claro. Felices Días, Jim.
—Debían venir aquí los sábados, ¿No?
—¿Por qué los sábados? —preguntó Linda.
—Día libre.
—Ah.
—¿A qué actores de la televisión viste?
—Todos los que puedas nombrar, los he visto yo—lanzó una carcajada—. Me
recuerdas al chico de la puerta de al lado. Siempre tenia que decirle las
celebridades a las que había visto. Un día le conté que había visto aquí a Jean
Arthur y me dijo: "¿Con su caballo?"
Mayo no entendió el chiste, pero se sintió herido, sin embargo. En el momento
en que Linda iba a aplacar su irritación, el bar empezó a temblar suavemente, y
se inició al mismo tiempo un estruendo subterráneo. Venía de muy lejos,
parecía aproximarse lentamente y luego se desvaneció. Cesó el temblor
también. Mayo miró fijamente a Linda.
—¡Dios mío! ¿Crees que se va a derrumbar este edificio?
—No—dijo ella negando con un gesto—. Cuando se derrumban, lo hacen
siempre con un bum. ¿Sabes a que se parecía ese sonido? Al del metro en la
Avenida Lexington.
—¿El metro?
—Sí, el metro. El tren local.
—Qué disparate. ¿Cómo iba a estar funcionando el metro?
—Yo no dije que fuese. Dije que parecía. Deme otro, por favor.
—Necesitamos más soda. —Mayo exploró y reapareció con botellas y una gran
lista de precios; estaba pálido—. Es mejor que te lo tomes con calma, Linda—
dijo—. ¿Sabes cuánto cobran por una copa? Un dólar setenta y cinco. Mira.
—Al diablo el dinero. Vivamos un poco. Póngamelo doble, camarero. ¿Sabes lo
que te digo, Jim? Si te quedases en la ciudad, podría enseñarte donde vivían
todos tus héroes. Gracias. Felices Días. Podría enseñarte todas sus
grabaciones y sus películas. ¿Qué te parece? Ídolos como... como Red... ¿Qué
más?
—Barber.
—Red Barber, y Rocky Gifford, y Rock Casey y Rocky Ardilla Voladora.
—Estás burlándote de mí—dijo Mayo, ofendido de nuevo.
—¿Yo? ¿Burlándome?—dijo Linda con dignidad—. ¿Por qué iba yo a hacer
una cosa así? Sólo intentaba ser agradable. Sólo pretendía que lo pasases
bien un rato. Mi madre me decía: "Linda no olvides nunca esto con un hombre;
ponte lo que él quiera y di lo que le guste", eso me decía. ¿Te gusta este
vestido?—preguntó.
—Me gusta, sí; me gusta mucho.
—¿Sabes cuanto pagué por él? Noventa y nueve cincuenta.
—¿Qué? ¿Cien dólares por una cosa como ésa? Por ese trapillo negro...
—No es ningún trapillo negro. Es un traje de cocktail negro básico. Y pagué
veinte dólares por las perlas. De imitación —explicó—. Y sesenta por los
zapatos. Y cuarenta por el perfume. Doscientos veinte dólares por complacerte.
¿Te sientes complacido?
—Claro.
—¿Quieres olerme?
—Ya lo hice.
—Camarero, póngame otro.
—Lo siento pero no puedo servirle más, señora.
—¿Por qué no?
—Ya ha bebido bastante.
—Aún no he bebido bastante—replicó Linda indignada—. ¡Qué modales son
ésos!—Cogió la botella de whisky—. Vamos, tomemos unos tragos y hablemos
de los ídolos de la televisión. Felices Días. Podría llevarte a ese sitio y
enseñarte las grabaciones y las películas. ¿Qué te parece?
—Ya me los has preguntado.
—No me contestaste. Podría enseñarte también películas de cine. ¿Te gusta el
cine? Yo lo odio, no puedo soportarlo. El cine me salvó la vida cuando la gran
explosión.
—¿Cómo fue eso?
—Es un secreto, ¿Sabes? Que quede entre tú y yo. Si otra agencia se
enterase...—Linda miró a su alrededor y luego bajó la voz—. Mi agencia
localizó aquel gran depósito de películas mudas. Películas perdidas, sabes.
Nadie sabía que estaban allí. Podían ser una serie magnífica para la televisión.
Así que me enviaron a aquella mina abandonada, a Jersey, para hacer un
inventario.
—¿En una mina?
—Eso es. Felices Días.
—¿Por qué estaban en una mina?
—Eran películas viejas. Son inflamables, y además se podían pudrir. Había que
almacenarlas como el vino. Por eso. Así que me llevé a dos de mis ayudantes
para pasar un fin de semana allá abajo, comprobando.
—¿Estuvisteis en la mina un fin de semana entero?
—Sí. Tres ehieas. De viernes a lunes. Ese era el plan. Pensamos que
resultaría divertido. Felices Días. Así que... ¿Dónde estaba? Ah, sí, pues
cogimos luces, mantas, toda una excursión... Y nos pusimos a trabajar.
Recuerdo exactamente el momento de la explosión. Estábamos en el tercer
rollo de una película de la UFA, Gekronter Blumenorden en der Pegnitz.
Teníamos el rollo uno, el dos, el cuatro, el cinco y el seis. Nos faltaba el tres.
¡Bang! Felices Días.
—Dios mío. ¿Y qué pasó entonces?
—Mis chicas se asustaron mucho. No pude mantenerlas allí. No volví a verlas.
Pero yo sabía lo que había ocurrido. Lo sabía. Prolongué aquella excursión
indefinidamente. Me quedé sin comida, pero no salí. Por fin, tuve que hacerlo, y
¿Para qué? ¿Por quién? —comenzó a gemir—. Nadie. No quedaba nadie.
Nada—cogió una mano de Mayo—. ¿Por qué no te quedas?
—¿Quedarme? ¿Dónde?
—Aquí.
—Si no me voy.
—Quiero decir por una temporada. ¿Por qué no te quedas? ¿No te gusta mi
casa? Y tenemos todo Nueva York como fuente de suministros. Y podemos
plantar flores y verdura. Y criar vacas y gallinas. Ir a pescar. Conducir coches.
Ir a museos. Galerías de arte. Espectáculos...
—Te las arreglas perfectamente. No me necesitas
—Sí te necesito. Te necesito.
—¿Para qué?
—Para que me des lecciones de piano.
Hubo una larga pausa.
—Estás borracha—dijo por fin él.
—"No herida caballero sino muerta".
Linda apoyó la cabeza en la barra, le miró quejumbrosa y luego erró los ojos.
Mayo se dio cuenta enseguida de que se había desvanecido. Hizo un gesto de
contrariedad, luego salió de detrás de la barra. Comprobó la cuenta y dejó
quince dólares debajo de la botella de whisky.
La zarandeó. Ella se derrumbó en sus brazos. Se le deshizo el moño. Mayo
apagó la vela, cogió a Linda, la llevó al coche. Luego, con angustiosa
concentración, condujo en la oscuridad hasta el estanque. Tardó cuarenta
minutos.
Metió a Linda en su dormitorio y la sentó en la cama, que decoraban muñecas
artísticamente distribuidas. Ella se dio la vuelta inmediatamente y se acurrucó
con una muñeca en brazos, acunándola. Mayo encendió una lámpara e intentó
colocar a Linda estirada. Ella se encogió de nuevo, riendo entre dientes.
—Linda, tienes que quitarte el vestido.
—Mmmrnmm.
—No puedes dormir así, con él. Cuesta cien dólares.
—Noventa y nueve cincuenta.
—Vamos, querida.
—Mmmmmm.
Él hizo un gesto exasperado; luego la desvistió, cuidadosamente, colgó el
vestido de cocktail negro básico y colocó los zapatos de sesenta dólares en un
rincón. No pudo quitarle el collar de perlas (de imitación), así que la tumbó en la
cama con él. Allí quedó tendida sobre las sábanas azul pálido, desnuda salvo
el collar, como una odalisca nórdica.
—¿Retiraste mis muñecas?—murmuró.
—No. Están a tu lado.
—Muy bien. Nunca duermo sin ellas—extendió una mano y las acarició
amorosamente—. Felices Días. Largas Noches.
—¡Mujeres! —masculló Mayo. Apagó la lámpara y salió, dando un portazo.
A la mañana siguiente, volvió a despertar a Mayo la algarabía de los patos
desalojados. El globo rojo surcaba la superficie del estanque, brillando bajo la
pálida claridad de junio. Mayo hubiera deseado que fuese un modelo de barco
en vez de aquella chica que se emborrachaba en los bares. Salió y se tiró al
agua lo más lejos posible de Linda. Estaba remojándose el pecho cuando algo
atrapó su tobillo y le derribó. Se levantó con un grito, y vio ante sí la cara
resplandeciente de Linda saliendo del agua.
—Buenos días —dijo ella riendo.
—Qué divertido —masculló él.
—Pareces de mal humor esta mañana.
Él lanzó un gruñido.
—Y no te lo reprocho. Hice algo horrible anoche. No te di de cenar. Quiero
disculparme.
—No pensaba en la cena dijo él, con áspera dignidad.
—¿No? ¿Por qué estás enfadado entonces?
—No puedo soportar que las mujeres se emborrachen.
—¿Quién se emborrachó?
—Tú.
—No me emborraché—replicó ella indignada.
—¿No? ¿Y a quién tuve que desvestir y meter en la cama como a un niño?
—¿Quién estaba demasiado torpe para quitarme el collar de perlas? —replicó
ella—. Se rompió, y dormí toda la noche encima de ellas. Estoy llena de
cardenales. Mira. Aquí y aquí y...
—Linda—interrumpió él con dureza—, soy sólo un muchacho sencillo de New
Haven. No estoy acostumbrado a niñas mimadas que se dedican a gastar
dinero sin medida y a engalanarse y a emborracharse en las fiestas de
sociedad.
—¿Y por qué te quedas aquí si no te gusta mi compañía?
—Me voy—dijo él.
Salió y empezó a secarse.
—Salgo hacia el sur esta mañana mismo.
—Que te diviertas caminando.
—Me voy sobre ruedas.
—¿Cómo? ¿En un patinete?
—En el Chevrolet.
—Jim, ¿No hablarás en serio?—salió del estanque, parecía alarmada—. Aún
no sabes conducir.
—¿No? ¿Quién te trajo entonces a casa anoche borracha?
—Te meterás en un lío.
—Sabré resolverlo. Además, no puedo quedarme aquí eternamente. Tú eres
una chica de sociedad. Lo único que te gusta es divertirte. Yo tengo proyectos
serios. Tengo que ir al sur y encontrar gente que entienda de televisión.
—Jim, me has interpretado mal. Yo no soy nada de eso. Fíjate por ejemplo,
cómo he arreglado mi casa. ¿Crees que podría haberlo hecho si anduviese
siempre de fiesta en fiesta?
—Has hecho un buen trabajo, es verdad—admitió él.
—Por favor, no te vayas hoy. Aún no estás preparado.
—Ya, tú lo único que quieres es tenerme aquí para que te enseñe música.
—¿Quién ha dicho eso?
—Tú. Anoche.
Linda frunció el ceño, se quitó el gorro, cogió la toalla y empezó a secarse.
—Jim—dijo al fin—, seré honrada contigo. Si, quiero que te quedes un tiempo.
No voy a negarlo. Pero no me gustaría que te quedases aquí para siempre.
Después de todo, ¿Qué tenemos tú y yo en común?
—Tú eres una chica de ciudad, una niña de sociedad —masculló él.
—No, no, nada de eso. Lo que pasa es que tú eres un hombre y yo una mujer,
y no tenemos nada que ofrecernos. Somos distintos. Tenemos gustos e
intereses distintos. ¿De acuerdo?
—Completamente.
—Pero tú aún no estás preparado para irte. Te diré lo que vamos a hacer:
dedicaremos toda la mañana a practicar con el coche, y luego nos divertiremos
un poco. ¿Qué te gustaría hacer? ¿Ir de compras? ¿Comprar más ropa?
¿Visitar el Museo Moderno? ¿Ir de merienda al campo?
A Mayo se le iluminó la cara.
—Oye, ¿Sabes una cosa? Nunca en mi vida fui de merienda al campo. Estuve
una vez de camarero en una romería, pero no es lo mismo, no es como cuando
eres niño.
Ella pareció encantada.
—Entonces haremos una verdadera excursión, ya verás.
Ella llevó sus muñecas. Las llevó en brazos mientras Mayo arrastraba la cesta
de la comida hasta el monumento de Alicia en el País de las Maravillas. La
estatua asombró a Mayo, que jamás había oído hablar de Lewis Carroll.
Mientras Linda sentaba a sus muñecas y desempaquetaba la merienda, contó
a Mayo un resumen de la historia y le explicó cómo las estatuas de bronces de
Alicia, el Sombrerero Loco y la Liebre de Marzo habían sido pulidas y
desgastadas por el roce de los miles de niños que se habían dedicado a jugar a
ser el Rey de la Montaña.
—Qué curioso —dijo él—, nunca había oído esa historia.
—No parece que hayas tenido una gran niñez, Jim.
—¿Por qué dices eso? —se detuvo, ladeó la cabeza y escuchó atentamente.
—¿Qué pasa?—preguntó Linda.
—¿Oíste ese cuclillo?
—No.
—Escucha. Hace un ruido extraño. Como acero.
—Sí. Como... como espadas en un duelo.
—Bromeas.
—No. De veras.
—Pero los pájaros cantan. No hacen ruido.
—No siempre. Los cuclillos imitan muchos ruidos. También los estorninos. Y
los loros. ¿Por qué imitará una lucha de espadas? ¿Dónde oiría eso?
—Eres un auténtico muchacho campesino, ¿verdad Jim? Abejas, cuclillos,
estorninos y todo eso...
—Supongo que sí. Te quería preguntar por qué decías eso, lo de que yo no
había tenido niñez.
—Bueno, por eso de no saber nada de Alicia, y no haber ido nunca de
excursión, y desear siempre un modelo de yate—Linda abrió una botella
oscura—. ¿Quieres un poco de vino?
—Ten cuidado—advirtió él.
—Basta ya, Jim. No soy una borracha.
—¿Te emborrachaste o no anoche?
—Está bien —capituló ella—, sí. Pero sólo porque era la primera vez que bebía
en años.
A él le complació aquella rendición.
—Claro. Claro. Es lógico.
—¿Bueno, bebes conmigo o no?
—Qué demonios, ¿Por qué no? —sonrió—. Vivamos un poco. Al fin y al cabo
esto es una fiesta campestre. Y estos platos me gustan también. ¿Dé donde
son?
—Abercrombie & Fitch—dijo Linda imperturbable—. Servicio para cuatro de
acero inoxidable. Treinta y ..cincuenta. ¡Salud!
Mayo rompió a reír.
—Metí la pata armando todo aquel barullo... A tu salud.
—A la tuya.
Bebieron y continuaron comiendo en cálido silencio, sonriéndose
amistosamente. Linda se quitó su camisa de seda de Madrás para broncearse
con el cálido sol de la tarde, y Mayo la colgó cortésmente de una rama.
—¿Por qué no tuviste niñez, Jim?—preguntó de pronto Linda.
—Bueno, no sé. —Se quedó pensando—. Supongo que porque murió mi
madre siendo yo pequeño. Y por más cosas, también. Tuve que trabajar
mucho.
—¿Por qué?
—Mi padre era maestro. Ya sabes lo que ganan.
—Oh, por eso te irritan tanto los sabihondos.
—¿A mí?
—Sí, a ti. No te enfades.
—Puede—concedió él—. Seguro que fue una desilusión para mi padre, yo
hecho un as del fútbol en el instituto y él queriendo que fuese un Einstein.
—¿Era divertido el fútbol?
—No era un juego. El fútbol es un negocio. Oye, ¿Te acuerdas cómo hacíamos
para escoger equipos cuando éramos niños? Ibeti, bibeti, cibeti, zab.
—Nosotros decíamos inie, minie, mainei, mo.
—¿Te acuerdas de: abril loco, vete a la escuela, dite al maestro que eres un
loco?
—Me gusta el café, me gusta el té, me gustan los chicos y a los chicos yo.
—Apuesto a que sí—dijo Mayo solemnemente.
—Qué va. ¿Yo?
—¿Por qué no?
—Siempre fui demasiado grande.
Él la miró asombrado.
—Qué vas a ser grande. Eres del tamaño justo. Perfecta. Y muy bien hecha.
Me fijé cuando trajimos el piano. Tienes buenos músculos, para ser una chica.
Y sobre todo en las piernas, que es donde cuenta.
—Vamos, cállate, Jim —dijo ella, ruborizándose.
—No. De verdad.
—¿Más vino?
—Gracias. Toma tú también.
—Bueno.
Un crack atronador rasgó el cielo; siguió un estruendo de albañilería
derrumbándose.
—Ahí va otro rascacielos—dijo Linda—. ¿De qué hablábamos?
—De deportes —dijo inmediatamente Mayo—. Perdona que hable con la boca
llena.
—Ah, sí. Jim, ¿Cantabais Tira el pañuelo en New Haven?
—Linda cantó: "Tris tras, tras tris, un cesto amarillo y gris. Mandé una carta a
mi amor, y en el camino se perdió..."
—Oye—dijo él, muy impresionado—. Cantas muy bien.
—¡Oh, vamos!
—De veras. Tienes una voz magnífica. No discutas conmigo. Estate quieta un
minuto. Tengo que calcular una cosa. —Estuvo pensando un rato
detenidamente. Acabó su vino y aceptó otro vaso con aire ausente; por último
tomó una decisión—. Tienes que aprender música.
—Ya sabes que me muero de ganas, Jim.
—Así que me voy a quedar un tiempo para enseñarte; lo que sé. ¡Pero,
cuidado! ¡Que quede bien entendido!—añadió apresuradamente, cortando la
emoción de ella—. No voy a quedarme en tu casa. Quiero una vivienda propia.
—Por supuesto, Jim. Lo que tú digas.
—Y no por eso voy a dejar de seguir hacia el sur.
—Yo te enseñaré a conducir. Cumpliré mi promesa.
—Y nada de trampas, Linda.
—Por supuesto que no. ¿Qué clase de trampas?
—Ya sabes. Que en el último minuto no me digas que quieres trasladar, por
ejemplo, una cama Luis XV.
—¡Luis XV! —exclamó Linda boquiabierta—. ¿Dónde aprendiste eso?
—Desde luego no en el ejército.
Se rieron, chocaron los vasos y terminaron el vino. De pronto, Mayo se levantó,
tiró a Linda del pelo y corrió hasta el monumento del País de las Maravillas. En
un instante, se colocó sobre la cabeza de Alicia.
—Soy el Rey de la Montaña—gritó, mirando a su alrededor con gesto
majestuoso—. Soy el Rey de la...
Se interrumpió de pronto y miró hacia abajo, hacia detrás de la estatua.
—¿Qué pasa, Jim?
Sin decir palabra. Mayo bajó y se acercó a un montón de escombros medio
oculto entre los matorrales. Se arrodilló y empezó a removerlos con manos
cuidadosas. Linda corrió a su lado.
—¿Pero qué pasa, Jim?
—Esto eran modelos de barcos—murmuró.
—Sí, lo eran. Dios mío, ¿Era sólo eso? Creí que te habías puesto malo o algo
así.
—¿Cómo llegaron aquí?
—Yo los tiré...
—¿Tú?
—Sí. Te lo dije. Tuve que vaciar la casa cuando me trasladé. Eso hace siglos.
—¿Tú hiciste eso?
—Sí. Yo...
—Eres una criminal —gruñó él— se incorporó y la miró colérico—. Una
asesina, como todas las mujeres; sin alma ni corazón. A quién se le ocurre
hacer una cosa así.
Se volvió y se fue hacia el estanque. Linda le siguió, totalmente desconcertada.
—Jim, no entiendo, ¿Qué locura es ésta?
—Debería avergonzarte.
—Pero tenía que tener sitio en casa. ¿Cómo iba a vivir con un montón de
modelos de barcos?
—Olvídate de todo lo que dije. Voy a hacer el equipaje ahora mismo y sigo
hacia el sur. No me quedaría contigo aunque fueses la última persona que
hubiese sobre la Tierra.
Linda recuperó el control y adelantó rápidamente a Mayo. Cuando éste entró
en la casa, ella estaba ante la puerta de la habitación de huéspedes. Tenía en
la mano una pesada llave de hierro.
—La encontré—dijo Linda—. Tu puerta está cerrada.
—Dame esa llave, Linda.
—No.
Avanzó hacia ella, pero ella le miraba desafiante sin retroceder.
—Adelante—dijo, con aire de desafío—. Pégame.
Él se detuvo.
—No puedo pegar a nadie que no sea de mi tamaño.
Continuaron uno frente a otro, en completa inmovilidad.
—No lo necesito—murmuró por fin Mayo—. Puedo conseguir un nuevo equipo
en otro sitio.
—Oh, vamos, adelante, haz tu maleta—contestó Linda. Le tiró la llave y le dejó
paso libre. Entonces Mayo descubrió que no había cerradura en la puerta del
dormitorio. Abrió la puerta, miró dentro, cerró y observó a Linda. Ella se
mantenía seria pero con gran esfuerzo. El rió entre dientes. Luego ambos
rompieron a reír a carcajadas.
—Vaya—dijo Mayo—, menudo farol. No me gustaría nada jugar al póker
contigo.
—También tú eres un buen farolero, Jim. Tenía mucho miedo a que me
pegaras.
—Debes saber que no soy capaz de hacer daño a nadie.
—Pues creo que yo sí. Ahora siéntate y analicemos esto razonablemente.
—Oh, olvídalo, Linda. Perdí la cabeza con lo de los barcos y...
—No me refiero a los barcos, me refiero a lo de ir hacia el sur. Cada vez que te
enfadas empiezas a hablar de irte al sur. ¿Por qué?
—Ya te lo dije. Para encontrar gente que entienda de televisión.
—¿Por qué?
—No lo entenderías.
—Puedo intentarlo. ¿Por qué no me explicas qué es lo que buscas...
concretamente? A lo mejor puedo ayudarte.
—Tú no puedes hacer nada por mí. Eres una chica.
—También servimos para algunas cosas. Al menos podemos escuchar.
Puedes confiar en mí, Jim. Cuéntamelo, ¿No somos amigos?
Bueno, cuando la explosión (dijo Mayo), yo estaba allá en los Barkshires con
Gil Watkins. Gil era mi amigo, un tipo estupendo y muy listo. Era algo así como
ingeniero jefe de la emisora de televisión de New Haven. Y tenía un millón de
aficiones. Una de ellas era la espe... espel... no me acuerdo. Algo que significa
explorar cuevas.
Así que estábamos en aquella cueva de los Berkshires, pasando el fin de
semana dentro, explorando, para hacer un mapa y localizar el sitio donde nacía
el río subterráneo. Llevábamos comida y toda clase de material, y sacos de
dormir. La brújula que teníamos se descontroló durante veinte minutos. Y eso
debería habernos dado una pista de lo que pasaba, pero Gil se puso a hablar
de minerales magnéticos y cosas por el estilo. Pero claro, cuando salimos el
domingo por la noche, lo que vimos nos asustó de veras. Gil se dio cuenta
inmediatamente de lo que pasaba. "Dios mío, Jim" dijo, "lo hicieron, tal como
todos temíamos. Se han ido todos al infierno con las radiaciones y los gases, y
lo mejor es que volvamos a esa maldita cueva hasta que esto se despeje".
Así que volvimos a la cueva y racionamos la comida y nos quedamos allí todo
el tiempo que pudimos. Por fin, salimos y volvimos a New Haven. Estaba
muerto como todo lo demás. Gil montó un receptor de radio e intentó captar
algún mensaje. Nada. Luego cogimos una buena provisión de latas y fuimos a
hacer un recorrido; Bridgeport, Waterbury, Hartford, Sprinfield, Providence,
New London... dimos una gran vuelta. Nadie. Nada. Así que volvimos a New
Haven y nos acomodamos allí. Una vida muy agradable.
Durante el día, recogíamos provisiones y arreglábamos la casa, por la noche,
después de cenar, Gil se iba a la televisión y hacia las siete empezaba el
programa. Utilizaba los generadores de emergencia. Yo me iba al bar, lo abría
barría y limpiaba un poco y luego encendía el televisor. Gil me adaptó un
generador para que funcionase.
Era muy divertido ver los programas que emitía Gil. Empezaba con las noticias
y el tiempo. Se equivocaba siempre con el tiempo. No tenía más que unos
cuantos calendarios agrícolas y una especie de barómetro antiguo que se
parecía a ese reloj que tienes tú en la pared. No creo que funcionase nada
bien, o puede que a Gil no le enseñasen lo del tiempo en la universidad. Luego
emitía el programa de noche.
Yo tenía siempre mi revólver en el bar por los atracos. Cuando veía algo que
me fastidiaba, sacaba el revólver y me cargaba el televisor. Luego lo tiraba allí
mismo en la acera, a la puerta del bar, y ponía otro. Tenía centenares de
aparatos de reserva. Dedicaba dos días a la semana a recoger aparatos.
A media noche, Gil dejaba de emitir, yo cerraba el restaurante y nos
encontrábamos en casa a tomar café Gil me preguntaba cuántos aparatos
habia roto y cuando se lo decía se echaba a reír. Me decía que yo era la
encuesta de televisión más exacta que se había inventado. Luego le
preguntaba qué programa haría a la semana siguiente y discutía con él sobre...
bueno... sobre las películas o los partidos de fútbol que la emisora tenia
programados. A mi no me gustaban gran cosa las películas del Oeste, ni los
debates públicos sobre temas elevados.
Pero la suerte se volvió en mi contra, siempre me pasa igual. Al cabo de un par
de años, me encontré con que sólo me quedaba un televisor, y entonces
empezó el problema. Aquella noche Gil pasó una de esas series de anuncios
publicitarios en los que una sabihonda salva un matrimonio con el jabón de
lavar adecuado. Naturalmente, cogí el revólver y sólo en el último instante
recordé que no debía disparar. Luego emitió una película espantosa sobre un
compositor incomprendido, y me pasó lo mismo. Cuando nos encontramos
después en casa, yo estaba desquiciado.
"¿Qué pasa?", me preguntó Gil.
Se lo dije.
"Yo creí que te gustarían los programas", dijo.
"Sólo cuando puedo liarme a tiros con ellos."
"Pobre infeliz", dijo riéndose. "Ahora eres un espectador encadenado."
"Gil, dada la situación en que me encuentro, ¿No podrías cambiar los
programas?"
"Sé razonable, Jim. La emisora tiene que tener programas variados. Operamos
en la misma base que las cafeterías: algo para todos. Si no te gusta un
programa, ¿Por qué no cambias de canal?"
"No digas tonterías. Sabes muy bien que en New Haven sólo tenemos un
canal."
"Entonces apaga el aparato."
"No puedo apagar el aparato del bar, es parte del servicio. Perdería toda mi
clientela. Gil, por qué tienes que pasar películas tan espantosas, como ese
musical de guerra de noche en el que aparecen cantando y bailando y
besándose encima de los tanques? Por amor de Dios."
"A las mujeres les encantan las películas de uniformes."
"Y esos anuncios publicitarios; mujeres en faja, hadas fumando cigarrillos y..."
"Bueno", dijo Gil, "escribe una carta a la emisora."
Así lo hice, y al cabo de una semana llegó la respuesta. Decía así:
Querido señor Mayo:
Nos complace saber que es usted espectador habitual de nuestra emisora, y le
agradecemos su interés por nuestra programación. Esperamos que continúe
disfrutando de nuestras emisiones.
Sinceramente suyo,
Gitbert 0. Watkins, director.
Adjuntamos un par de entradas para un espectáculo de cara al público.
Le enseñé la carta a Gil y se encogió de hombros.
"Ya ves con lo que te enfrentas, Jim", dijo, "no les importan nada tus gustos. Lo
único que quieren saber es si ves los programas o no."
Te aseguro que el par de meses siguientes fueron para mí un infierno. No
podía apagar el aparato, y no podía ver el programa sin lanzarme a coger el
revólver una docena de veces por noche. Necesité toda mi fuerza de voluntad
para no apretar el gatillo. Tan nervioso y excitado llegué a estar que me di
cuenta de que tenía que hacer algo para no volverme loco. Así que una noche
llevé el revólver a casa y maté a Gil.
Al día siguiente me sentía mucho mejor, y cuando bajé al bar a las siete en
punto para limpiar, fui silbando alegremente. Barrí el restaurante, limpié el bar,
y luego encendí el televisor para oír las noticias v el parte meteorológico. No te
lo creerás, pero el aparato estaba averiado. No salía ni una imagen, ni un
sonido. Mi último aparato estropeado. Y por eso tuve que salir hacia el sur
(explicó Mayo)... Para localizar un reparador de televisores.
Hubo una larga pausa cuando Mayo concluyó su relato.
Linda le observó atentamente, intentando ocultar el brillo de sus ojos. Al fin le
preguntó con fingida indiferencia.
—¿Y dónde consiguió el barómetro?
—¿Quién? ¿Qué?
—Tu amigo Gil. Su barómetro antiguo. ¿Dónde lo consiguió?
—Bueno, no sé. Las antigüedades era otra de sus aficiones.
—¿Y se parecía a este reloj?
—Era igual.
—¿Era francés?
—No sé.
—¿De bronce?
—Creo que sí. Como tu reloj. ¿Es de bronce tu reloj?
—¿En forma de sol?
—No, como el tuyo.
—El mío tiene forma de sol. ¿Del mismo tamaño?
—Exactamente.
—¿Dónde estaba?
—¿No te lo dije? En nuestra casa.
—¿Y dónde está la casa?
—En la calle Grant.
—¿Qué número?
—Trescientos quince. Oye, ¿Por qué me preguntas todo?
—Por nada, Jim. Pura curiosidad. No te enfades. Creo que será mejor que
recojamos las cosas de la excursión.
—¿No te importa que dé un paseo solo?
Ella le miró de reojo.
—¿No intentarás irte solo en un coche? Los mecánicos de automóvil escasean
aún más que los reparadores de televisión.
Él sonrió y desapareció; pero después de la cena, reveló el auténtico motivo de
su desaparición sacando una hoja pautada de música, la colocó sobre el piano
y condujo a Linda hasta el taburete de éste. Linda se sintió emocionada y
conmovida.
—¡Jim, eres un ángel! ¿Dónde lo encontraste?
—En una casa de apartamentos que hay al otro lado de la calle, en la cuarta
planta, al fondo. El apartamento de un tal Horowitz. Hay un montón de discos
también. Te aseguro que fue todo un número buscar allí en la oscuridad, sólo
con cerillas. Sabes una cosa curiosa: toda la parte superior de la casa está
llena de pasta.
—¿Pasta?
—Sí. Una especie de gelatina blanca, sólo que dura. Como hormigón claro.
Bueno, mira, ¿ves esta nota? Es do. Corresponde a esta tecla blanca de aquí.
Es mejor que nos sentemos juntos. Ven...
La lección se prolongó durante dos horas de penosa concentración, y los dejó
tan exhaustos que se fueron a sus habitaciones al final, con sólo un buenas
noches protocolario.
—Jim—dijo Linda.
—¿Sí?—dijo él con un bostezo.
—¿Quieres llevarte una de mis muñecas a tu cama?
—No, gracias, Linda, a los chicos no nos interesan las muñecas.
—Ya me lo imagino. Bueno. Mañana te daré algo que realmente interesa a los
chicos.
A la mañana siguiente despertó a Mayo una llamada en la puerta. Se incorporó
en la cama y abrió trabajosamente los ojos.
—¿Sí? ¿Quién es?—preguntó.
—Soy yo, Linda. ¿Puedo entrar?
Él miró a su alrededor precipitadamente. La habitación estaba ordenada. La
alfombra limpia. El valioso cobertor de algodón cuidadosamente plegado
encima del armario.
—Sí, entra.
Linda entró. Vestía un traje de lino a rayas. Se sentó al borde de la cama y dio
a Mayo una palmada amistosa.
—Buenos días—dijo—. Escucha, tengo que salir por unas horas yo sola. He de
hacer unas cosas. Te he dejado el desayuno en la mesa, pero volveré a tiempo
para la comida, ¿De acuerdo?
—¡Cómo no!
—¿No te sentirás solo?
—¿Adónde vas?
—Ya te lo diré cuando vuelva.
Se levantó y le dio otra palmada en la cabeza.
—Se buen chico y no hagas nada malo. Ah, otra cosa. No entres en mi
dormitorio.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Bueno, tú no entres.
Y después de decir esto, sonrió y se fue.
Momentos después, Mayo oyó el jeep arrancar y alejarse Se levantó
inmediatamente, entró en el dormitorio de Linda y miró a su alrededor. La
habitación estaba limpia y ordenada como siempre. La cama estaba hecha y
las muñecas amorosamente colocadas sobre el cobertor. Entonces lo vio.
—Oh—exclamó.
Era un modelo de clipper. Todo estaba intacto salvo el casco, algo despintado,
y las velas rotas. Estaba ante el armario de Linda, al lado del cesto de costura.
Linda había cortado ya una nueva serie de velas blancas de lino. Mayo se
arrodilló ante el modelo y lo acarició tiernamente
—Lo pintaré de negro con una línea dorada todo alrededor —murmuró—. Y le
llamaré el Linda N.
Tan conmovido estaba que apenas desayunó. Se bañó, se vistió, cogió su
revólver y un puñado de balas y fue a dar una vuelta por el parque. Hizo un
círculo en dirección al sur, pasó junto los campos de juego, el carrusel en
ruinas y la desmoronada pista de patinaje sobre hielo, y por fin abandonó el
parque y enfiló Séptima Avenida abajo.
En la Calle Cincuenta giró hacia el este y estuvo un rato intentando descifrar
los destrozados carteles que anunciaban la última actuación en el Radio City
Music Hall. Luego giró de nuevo hacia el sur. Un súbito estruendo de acero le
hizo detenerse. Era como el chocar de gigantescas hojas de espadas en un
titánico duelo. Una pequeña manada de asustados caballos irrumpió por un
lado de la calle. Los animales estaban aterrados por el ruido. Sus cascos sin
herraduras producían un rumor apagado en el pavimento. El estruendo de
acero se detuvo.
—De ahí lo sacó el cuclillo—murmuró Mayo—. ¿Pero qué demonios será eso?
Se encaminó hacia el este para investigar, pero se olvidó de aquel misterio
cuando vio los diamantes. Las piedras blanquiazules le dejaron pasmado. La
puerta de la joyería estaba abierta y Mayo entró. Cuando salió llevaba un collar
de perlas auténticas que le había costado tanto como un año de alquiler de su
bar.
Su paseo le llevó hasta Madison Avenue, donde se encontró frente a
Abercrombrie & Fitch. Entró a explorar y dio al fin con la sección de armas. Allí
perdió la noción de tiempo, y cuando volvió en sí, caminaba Quinta Avenida
arriba hacia el estanque. Llevaba en brazos, como si fuese un niño, un rifle
automático italiano Cosmi, al lado del corazón, y una factura que decía: Rifle
Cosmi, setecientos cincuenta dólares; seis cajas de municiones, dieciocho
dólares, James Mayo.
Pasaba de las tres cuando volvió a casa. Entró intentando serenarse y parecer
tranquilo, y con la esperanza de que el rifle que llevaba pasase inadvertido.
Linda estaba sentada en el taburete del piano, dándole la espalda.
—Hola—dijo Mayo nervioso—. Perdona que me haya retrasado. Es que... Te
compré un regalo. Son auténticas.
Sacó las perlas del bolsillo y se las entregó. Entonces vio que ella estaba
llorando.
—¿Pero qué te pasa?
Ella no contestó.
—¿No te asustarías pensando que me había ido? Bueno, todas mis cosas
están aquí. Y el coche también. Sólo tenías que mirar—. Ella se volvió.
—¡Te odio! —gritó.
Él dejó caer las perlas y retrocedió, sorprendido por aquella furia.
—¿Pero qué pasa?
—¡Eres un mentiroso, un farsante!
—¿Quién, yo?
—Fui hasta New Haven esta mañana—su voz temblaba de furia—. No hay ni
una sola casa en pie en la calle Grant. Todo está barrido. Ni emisora de
televisión, ha desaparecido el edificio.
—No.
—Sí.
—Y fui a tu restaurante. No hay montones de aparatos de televisión en la calle,
a la entrada. Sólo hay un aparato, en el bar Todo oxidado. El resto del
restaurante parece una pocilga Estuviste viviendo allí todo este tiempo. Solo.
Solo había una cama al fondo. ¡Todo es mentira! ¡Sólo mentiras!
—¿Por qué iba a mentirte en una cosa así?
—Tú nunca mataste a Gil Watkins.
—Claro que sí. Estoy seguro.
—Y no tienes ningún aparato de televisión que reparar.
—Sí que lo tengo.
—Y aunque te lo reparasen, no hay ninguna emisora con la que conectar.
—No digas tonterías —dijo él enfurecido—. ¿Por qué iba a matar yo a Gil si no
hubiese ninguna emisión?
—Si está muerto como dices, ¿Cómo iba a poder emitir?
—¿Ves? Y acabas de decirme que yo no lo maté.
—¡Oh, tú estás loco! ¡Estás chiflado!—dijo ella, sollozando—. Me hablaste de
ese barómetro porque estabas mirando mi reloj. Y yo me creí tus absurdas
mentiras. Y estaba emocionada con ese barómetro que haría juego con mi
reloj. Llevaba años buscándolo.—Corrió hasta la pared y martilleó con el puño
junto al reloj—. Su sitio es exactamente éste. Aquí. Pero tú me engañaste,
chiflado. Nunca hubo tal barómetro.
—Si hay algún lunático aquí eres tú—gritó él—. Estás tan loca por decorar esta
casa que eso es para ti lo único real.
Ella cruzó corriendo la habitación, sacó su viejo revólver y le apuntó con él.
—Sal de aquí ahora mismo. En este mismo instante. Si no te largas te mato.
No quiero verte más—. El revólver se disparó de pronto, haciéndola retroceder,
y la bala fue a dar sobre la cabeza de Mayo, en la estantería del rincón. Hubo
un estruendo de porcelana rota. Linda palideció.
—¡Jim! Dios mío. ¿Estás bien? Yo no quería... se me escapó. ..
Él avanzó hacia ella, demasiado furioso para hablar. Luego, cuando ya alzaba
la mano para aplastarla, llegó un sonido lejano: BLAM-BLAM-BLAM.
Mayo quedó paralizado.
—¿Oíste eso?—murmuró.
Linda asintió.
—Eso no fue ningún accidente. Fue una señal.
Mayo cogió su rifle, corrió fuera y disparó al aire. Hubo una pausa. Luego
volvieron a oírse las explosiones lejanas en un trío uniforme, BLAM-BLAMBLAM.
Era un extraño ruido absorbente, como si se tratase de implosiones más
que de explosiones. Al fondo del parque se elevó en el cielo una bandada de
pájaros asustados.
—Hay alguien—exclamó Mayo—. Dios mío, te dije que encontraría a alguien.
Vamos.
Corrieron hacia el norte. Mayo hurgando en sus bolsillos para buscar más balas
con las que cargar de nuevo el rifle y hacer otra señal.
—Tengo que agradecerte ese disparo que hiciste contra mí, Linda.
—Yo no disparé contra ti—protestó ella—. Fue un accidente.
—El accidente más afortunado del mundo. Podrían haber pasado de largo sin
saber que estábamos aquí. Pero, ¿Qué clase de armas utilizarán? Nunca en mi
vida oí disparos como ésos, y he oído muchos. Espera un minuto.
En la placita que quedaba antes del monumento del País de las Maravillas,
Mayo se detuvo y alzó el rifle para disparar. Luego lo bajó lentamente. Lanzó
un profundo suspiro.
—Da la vuelta —dijo con voz áspera—. Volvemos a casa.—La hizo volverse
hacia el sur.
Ella le miró asombrada. En un instante, había pasado de ser un suave osito de
felpa a convertirse en una pantera.
—Jim, ¿Qué pasa?
—Estoy asustado —murmuró él—. Muy asustado. Y no quiero que lo estés tú
también—sonó de nuevo la triple salva—. No prestes atención—ordenó—.
Volvemos a casa. ¡Vamos!
Ella se negó a moverse.
—Pero, ¿Por qué? ¿Por qué?
—No tenemos nada en común con ellos. Puedes creerme.
—¿Cómo lo sabes? Explícate.
—¡Demonios! No te convencerás hasta que lo veas, ¿verdad? Muy bien.
¿Quieres conocer la explicación del olor a abejas y de los edificios cayendo y
de todo lo demás?
Hizo volverse a Linda cogiéndola del cuello, y dirigiendo su mirada hacia el
monumento del País de las Maravillas.
—Adelante—dijo—. Mira.
Un consumado artesano había quitado las cabezas de Alicia, el Sombrero Loco
y la Liebre de Marzo sustituyéndolas por grandes cabezas de mantis, con
aceradas mandíbulas antenas y ojos facetados. Eran de un acero pulido y
brillaban con indescriptible ferocidad. Linda lanzó un gemido y se desplomó en
los brazos de Mayo. La triple señal resonó una vez más.
Mayo cogió a Linda, se la echó al hombro y corrió hacia el estanque. Ella
recobró la conciencia un instante y empezó a gemir.
—Cállate—gruñó él—. No se adelanta nada llorando.
Junto a la casa la depositó de nuevo en el suelo. Linda temblaba y se
estremecía, pero procuraba controlarse.
—¿Había contras en las ventanas cuando te trasladaste aquí? ¿Dónde están?
—Guardadas—hablaba trabajosamente—. Detrás del enrejado.
—Yo las traeré. Llena cubos con agua y almacénalos en la cocina.
—¿Habrá un asedio?
—Ya hablaremos luego. Deprisa.
Linda llenó cubos y luego ayudó a Mayo a colocar la última de las contras.
—Está bien, vamos dentro—ordenó él.
Entraron en la casa; cerraron y trancaron la puerta. Lánguidos rayos del último
sol de la tarde se filtraban entre las rendijas de las contras. Mayo comenzó a
desempaquetar las balas del rifle Cosmi.
—¿Tienes algún tipo de arma?
—Un revólver del veintidós por algún sitio.
—¿Municiones?
—Creo que sí.
—Búscalo todo.
—¿Habrá un asedio?—repitió ella.
—No lo sé. No sé quiénes son, ni lo que son, ni de dónde vienen. Lo único que
sé es que tenemos que prepararnos para lo peor.
Volvieron a sonar las mismas explosiones lejanas. Mayo escuchaba
atentamente. Linda veía ahora en la penumbra con más claridad. Tenía la cara
afilada. El pecho cubierto de sudor. Exhalaba el aroma dulzón de los leones
enjaulados. Linda sintió un incontenible deseo de acariciarle. Mayo cargó el
rifle, lo colocó junto al revólver y empezó a recorrer ventana tras ventana
atisbando atento entre las contras, esperando con inmensa paciencia.
—¿Darán con nosotros?—preguntó Linda.
—Quizás.
—¿Crees que serán amigos?
—Puede.
—Aquellas cabezas eran horribles.
—Sí.
—Jim, tengo miedo. Nunca he tenido tanto miedo en mi vida.
—No te lo reprocho.
—¿Cuánto tardaremos en saber?
—Una hora, si son amigos, dos o tres si no lo son.
—¿Por... por qué tanto?
—Si buscan pelea, serán más cautos.
—Jim, ¿Qué piensas realmente?
—¿Sobre qué?
—Sobre nuestras posibilidades.
—¿Quieres saberlo de veras?
—Por favor.
—Estamos muertos.
Ella empezó a llorar. Él la zarandeó furioso.
—No sigas. Ten preparado el revólver.
Ella cruzó el salón, vio las perlas que Mayo había dejado caer y las recogió.
Estaba tan desconcertada que se puso el collar automáticamente. Luego entró
en su dormitorio a oscuras y sacó el modelo de yate de Mayo. Localizó el
revólver en una sombrerera en el armario, cogió también una cajita con balas.
Comprendió que su vestido no era apropiado para la ocasión. Sacó del armario
un jersey de cuello vuelto, pantalones de montar y botas. Luego se desnudó
para cambiarse. Cuando levantaba los brazos para soltarse el collar, entró
Mayo, se dirigió a la ventana que daba al sur y atisbó. Cuando se volvió la vio.
Se quedó inmóvil. Ella no pudo moverse. Con los ojos cerrados comenzó a
temblar, intentando taparse con los brazos. Él avanzó hacia ella, tropezó con el
modelo de yate, lo apartó de una patada. Al instante siguiente, había tomado
posesión de su cuerpo y las perlas saltaron también. Mientras se arrojaba con
él a la cama, rasgándole ferozmente la camisa, sus muñecas cayeron también
en confuso montón, con el yate, las perlas y el resto del mundo.
FIN

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