CANTATA
PHILIP K. DICK
* * *
La joven pareja —de cabellos negros, piel oscura,
probablemente mexicanos o
portorriqueños— permanecía de pie, presa de nerviosismo,
junto al mostrador de Herb
Lackmore y el muchacho, el marido, decía en voz baja:
—Señor, queremos que nos ponga a dormir. Queremos
transformarnos en bibs.
Dejando su escritorio, Lackmore caminó hasta el mostrador, y
aunque no le
gustaban los Cols (parecía que cada mes llegaban más a la
sucursal del Ministerio de
Bienestar Social Especial, en Oakland), dijo con un tono de
voz como para tranquilizar
a ambos:
—¿Lo habéis pensado bien, muchachos? Es una decisión
importante. Podríais
quedar fuera de acción cerca de doscientos años. ¿Habéis
consultado al menos a
algún consejero profesional?
El muchacho, mirándola a ella, tragó saliva y murmuró:
—No, señor. Lo hemos decidido entre mi esposa y yo. Ninguno
de nosotros puede
encontrar trabajo y en cualquier momento nos desalojarán del
dormitorio. Ni siquiera
tenemos vehículo, y sin un vehículo no se puede hacer nada.
No se puede ir a ninguna
parte. No se puede ni buscar trabajo.
Lackmore pudo apreciar que no se trataba de un joven mal
parecido. Debía de
tener unos dieciocho años, y todavía usaba chaqueta y
pantalones evidentemente
militares. La joven tenía el cabello largo; era muy pequeña,
de ojos negros y brillantes y
rostro de rasgos delicados, casi de muñeca. No dejaba de
mirar a su marido.
—Voy a tener un hijo—dijo abruptamente.
—¡Oh, al diablo con vosotros dos! —exclamó Lackmore,
enfadado—. ¡Salid de aquí
al instante!
Bajando culpablemente las cabezas, el muchacho y su mujer se
volvieron para
regresar a la céntrica calle de Oakland, California, muy
transitada desde las primeras
horas de la mañana.
—¡Id a ver a un especialista!—les gritó Lackmore, pese a que
le irritaba darles el
consejo. Le molestaba tener que ayudarles, pero alguien
tenía que hacerlo. ¡En qué
aprieto se habían metido! Porque, sin duda, vivían en una
pensión militar del Gobierno
y era obvio que, si la muchacha estaba encinta, los echarían
de allí sin más dilación.
Tirando de la manga de su arrugada chaqueta en un gesto de
duda, el joven Col
preguntó:
—Señor, ¿cómo hacemos para encontrar a un especialista?
Era la ignorancia típica de los estratos sociales de piel
oscura, no obstante las
interminables campañas educacionales del Gobierno. No era de
extrañar que sus
mujeres quedaran preñadas.
—Consultad el listín telefónico —contestó Lackmore—. En la
sección abortos,
terapéutica... O si no, en consejeros. ¿Habéis entendido?
—Sí, señor. Gracias—asintió rápidamente el muchacho.
—¿Sabes leer?
—Sí. He ido a la escuela hasta los trece años.
En el rostro del joven se notaba un orgullo fiero; sus
negros ojos resplandecían.
Lackmore volvió a leer su periódico; no tenia más tiempo
para regalar. No cabía
duda de que querían convertirse en bibs— Que se les
mantuviera en conserva,
inalterables, en un almacén del Estado, año tras año hasta
que... ¿Mejoraría alguna
vez el mercado de trabajo? Personalmente, Lackmore lo
dudaba, y hacía tiempo que
andaba en aquellas lides; tenía noventa y cinco años: era un
veterano. En sus buenos
años había puesto a dormir a cientos de personas, casi todas
ellas jóvenes como
aquella pareja.
Y... morenos.
La puerta de la oficina se cerró. La pareja se había ido tan
silenciosamente como
llegó.
—Suspirando, Lackmore comenzó a leer de nuevo el artículo
sobre el divorcio de
Lurton D. Sands hijo, el suceso más sensacional del momento;
como de costumbre,
leía ávidamente cada palabra.
Para Darius Pethel, el día había comenzado con llamadas
videofónicas de airados
clientes que se quejaban de que no les compusiera sus
transcursores instantáneos.
Les respondía de manera tranquilizadora, diciendo que en
cualquier momento
recibirían la visita de un técnico, y, a la vez, esperaba
que Erickson hubiera comenzado
ya su trabajo en la sección de reparaciones de Transcursores
Instantáneos Pethel,
Ventas y Reparaciones.
Apenas se desvaneció su imagen del videófono Pethel buscó
entre los papeles de
su escritorio el ejemplar del día del Informe Nacional de
Negocios; estaba al tanto de
todo el desarrollo económico del planeta. Esto sólo bastaba
para situarlo por encima de
sus empleados; esto, su fortuna y su avanzada edad.
—¿Qué dice el Informe?—preguntó su vendedor, Stu Hadley;
había hecho una
pausa en sus actividades y estaba de pie en la entrada de su
oficina, con una escoba
magnética en la mano.
Pethel leyó en silencio el mayor de los titulares:
LAS VENTAJAS DE UN PRESIDENTE NEGRO PARA LA ECONOMIA
COMUNITARIA DE LA NACION.
Abajo había una fotografía tridimensional y móvil de James
Briskin. Pethel oprimió
el botón que se encontraba en uno de los bordes del retrato
y la imagen cobró vida; el
candidato Briskin sonrió. Los labios del negro se movieron
bajo el oscuro bigote y sobre
su cabeza apareció un globo, en el que se leían sus
palabras:
"Mí primera tarea será encontrar una colocación
adecuada para los numerosos
millones de durmientes."
—Y descargar hasta el último bib otra vez en la bolsa de
trabajo—murmuró Pethel,
soltando el botón que accionaba las palabras—. Si triunfa
este tío, el país caerá en la
ruina.
Pero era inevitable. Tarde o temprano habría un Presidente
negro, después de todo
desde los sucesos de
había más Cols que Caúcs.
Abatido por este pensamiento, pasó a la segunda página, en
busca de novedades
sobre el escándalo de Lurton Sands; siendo tan funestas las
noticias políticas, tal vez
esto le alegrara. El famoso cirujano de trasplantes estaba
metido en un complicado
juicio de divorcio con su igualmente famosa esposa Myra. De
ambos lados se hacían
cargos y ya habían comenzado a filtrarse jugosos detalles.
Según los periódicos, el
doctor Sands tenía una amante; por este motivo, Myra había
iniciado la querella, y con
derecho. Pethel pensaba, recordando las décadas finales del
siglo XX, que ya no era
como en los días de antaño. Ahora corría el año , pero la
moral pública y privada
había empeorado.
Se preguntaba por qué querría el doctor Sands una amante,
cuando todos los días
pasaba por allí el satélite Salón de los placeres. Decían
que se podía elegir entre
quinientas muchachas.
El mismo no había visitado nunca el satélite de Thisbe Olt.
Como muchos
veteranos, no estaba de acuerdo con él; era una solución
demasiado radical para el
problema de la superpoblación. En el los ancianos se habían opuesto a través de
cartas y telegramas a que el Congreso autorizara su
creación, pero de todos modos la
ley se había impuesto; probablemente, según creía Pethel,
porque la mayoría de los
senadores pensaba frecuentarlo. De hecho, ahora lo hacían
con regularidad.
—Si todos los blancos nos muriésemos... comenzó a decir
Hadley.
—Escucha—dijo Pethel—. Ya hemos perdido esa oportunidad. Si
Briskin consigue
que los bibs se pongan de su lado, aumentará su poder; en
cuanto a mí, no puedo
dormir pensando en toda esa gente, en su mayoría muchachos,
echados en los
almacenes del Gobierno año tras año. Fíjate en el talento
que se desperdicia. ¡Es...
burocrático! SóIo un recalcitrante gobierno socialista
hubiera soñado con esa solución.
Mirando con severidad al vendedor, le dijo:
—Si no hubieras conseguido este empleo conmigo, hasta tú
podrías...
Hadley le interrumpió tranquilamente:
—Pero yo soy blanco.
Pethel continuó leyendo y vio que el satélite Thisbe Olt
había rendido mil millones
de dólares americanos en . "Caramba—se dijo—; es un
gran negocio." Ante él
había una foto de Thisbe; con su cabello blanco cadmio y sus
pechos cónicos, un
poquito altos, su aspecto era un deleite estético. La lámina
la mostraba convidando a
sus clientes del satélite con un cóctel de tequila, aunque
debía de tratarse de algún otro
estimulante, ya que el tequila, por derivar de la planta del
mescal, había sido declarado
ilegal en la decorosa Tierra.
Pethel oprimió el botón de la lámina y acto seguido los ojos
de Thisbe
resplandecieron, su cabeza se volvió, y sobre su cabeza
apareció otro globo con la
siguiente leyenda:
Señor ejecutivo norteamericano, ¿tiene usted molestas
urgencias personales? Siga
el consejo de los médicos: ¡Venga al Salón!
Pethel pensó que aquello era un anuncio, no una noticia.
—Disculpe.
Había entrado un cliente y Hadley había ido a su encuentro.
"¡Dios mío!—se dijo Darius Pethel al reconocer al
cliente—. ¿No habíamos
reparado ya su transcursor?"
—Se puso de pie, comprendiendo que sería necesaria su
presencia para apaciguar
a aquel hombre —era Lurton Sands—, que, debido a sus
recientes problemas
hogareños, se había vuelto últimamente regañón y
malhumorado.
—Sí, doctor —dijo Pethel—. ¿Qué puedo hacer hoy por usted?
Como si no lo supiera. El doctor Sands tenía suficientes
problemas con tratar de
desembarazarse de Myra y procurar que su amante no le
dejara; necesitaba en verdad
su transcursor instantáneo en buen estado. A diferencia de
los otros clientes, sería
difícil quitarse de encima a aquel hombre.
Tirando de su frondoso bigote en un acto inconsciente, el
candidato presidencial
Briskin dijo:
—Estamos en un círculo vicioso, Sal. Debería despedirte.
Tratas de hacerme
comprender el asunto de los Cols, cuando sabes muy bien que
he pasado veinte años
adulando a toda la estructura del poder blanco. Con
franqueza, creo que tendríamos
mejor suerte si intentáramos conseguir el voto de los
blancos y no el de los negros. Sé
cómo apelar a ellos; me he acostumbrado a hacerlo.
—Estás equivocado—arguyó Salisbury Heim, asesor de su
campaña política—.
Escucha esto y trata de entenderlo, Jim. Tú debes apelar al
joven moreno y a su mujer,
mortalmente asustados de que su única perspectiva sea
concluir como bibs en algún
almacén del Gobierno. "Encerrados en una botella",
como ellos dicen. Esta gente ve en
ti a...
—Pero yo me siento culpable.
—¿Por qué?—preguntó Sal Heim.
—Porque soy un embustero. No puedo clausurar los almacenes
del Ministerio de
Bienestar Social Especial— tú lo sabes. Me has hecho
prometerlo y desde ese
momento no he cesado de devanarme los sesos pensando cómo
podría hacerlo. Pero
no encuentro modo alguno.
Echó una ojeada a su reloj de pulsera; disponía aún de un
cuarto de hora antes de
su discurso.
—¿Has leído el discurso que me escribió Phil
Danville?—preguntó, metiendo la
mano en el bolsillo de su chaqueta.
—¡Danville! —exclamó Heim, con el rostro convulso—. Creí que
ya te habías
librado de él. Dame eso.
Cogió las hojas dobladas y comenzó a leerlas.
—Danville es un imbécil. Mira —dijo, mientras agitaba la
primera hoja frente a los
ojos de Jim Briskin—. De acuerdo con esto vas a prohibir el
tráfico desde los Estados
Unidos hasta el satélite Thisbe. ¡Eso es una locura! Si el
Salón de los Placeres se
cierra, la tasa de nacimientos volverá a crecer hasta donde
estaba. Y entonces, ¿qué?
¿Cómo se las ingeniará Danville para contrarrestar este
efecto?
Después de una pausa, Briskin comentó:
—El Salón de los Placeres es inmoral.
—Seguro —farfulló Heim—. Y los animales deberían llevar
pantalones.
—Tiene que haber una solución mejor que ese satélite.
Heim permaneció en silencio y continuó leyendo el discurso.
—Te hace defender esa anticuada técnica de recreación
planetaria de Bruno Mini,
totalmente desacreditada—observó, mientras doblaba los
papeles y se los devolvía a
Jim Briskin—. ¿Adónde quieres llegar? Apoyas un esquema de
colonización planetaria
ensayado y desechado hace veinte años; defiendes la clausura
del Salón de los
Placeres... A partir dé esta noche vas a ser muy popular,
Jim. Pero, ¿popular entre
quiénes, si se puede saber? Tan sólo contéstame esto: ¿a
quién te diriges con este
discurso?
Hubo un silencio.
—¿Sabes qué pienso? —insistió al poco rato—. Que ésta es una
elaborada
estratagema tuya para desligarte de la cuestión. Para mandar
al diablo todo este
asunto. Es tu modo de eludir responsabilidades. Te vi hacer
lo mismo en la
Convención, con aquel discurso apocalíptico que pronunciaste
y que dejó a todos
desconcertados, con una curiosidad morbosa. Pero, por
fortuna, ya habías sido
designado. Era demasiado tarde para que la Convención te repudiara.
Briskin se explicó:
—En ese discurso expresé mis convicciones reales.
—¿Qué, que la civilización está condenada a causa de la
superpoblación? ¡Buenas
convicciones para el Primer Presidente Col!
Heim se incorporó y fue hasta la ventana; se quedó mirando
hacia el centro de
Philadelphia: los helicópteros a reacción que aterrizaban,
los torrentes de autobuses y
las rampas por donde los peatones iban y venían, entrando y
saliendo de los
rascacielos.
—A veces—dijo Heim en voz alta—, parece que creas que la
civilización está
condenada porque ha aceptado un candidato negro, que
posiblemente resulte electo;
creer eso, en cierta forma, es denigrarte.
—No—respondió Briskin tranquilamente.
Su largo rostro se mantuvo inmóvil.
—Te diré qué debes decir en tu discurso de esta
noche—declaró Heim, de
espaldas a Briskin—. Primero hablas una vez más de tu
relación con Frank Woodbine,
puesto que a la gente siempre le atraen los exploradores del
espacio. Woodbine es un
héroe, mucho más que tú o el otro, como se llame. Ya sabes a
quién me refiero; a tu
adversario, el candidato de los demócratas-conservadores.
—William
Schwarz.
Heim
asintió exageradamente.
—Sí, eso es. Y después de que hayas fanfarroneado con lo de
Woodbine y
hayamos mostrado algunas tomas en las que estéis tú y él
juntos en varios planetas,
haces una broma sobre el doctor Sands.
—No—se opuso Briskin.
—¿Por qué no? ¿Acaso Sands es una vaca sagrada? ¿No puedes
meterte con él?
Jim Briskin replicó lenta y concienzudamente:
—Porque Sands es un gran médico y los medios de información
no tienen por qué
ridiculizarlo como lo hacen.
—Claro, él debe de haber salvado la vida de tu hermano. Debe
de haber
encontrado un nuevo tipo de bazo en el momento preciso. O
tal vez haya salvado a tu
madre justo cuando...
—Sands ha rescatado a cientos, miles de vidas. Incluso de
Cols. Tanto si podían
pagarle como si no.
Briskin calló un instante y luego agregó:
—Además, he conocido a su esposa Myra y no me ha gustado.
Años atrás fui a
verla.
—¡Bien!—interrumpió Heim con violencia—. Podemos usar eso en
tu favor...
Estando Nonovulid al alcance de cualquiera; eso demuestra
que eres un tipo previsor,
Jim. Usas la cabeza.
Golpeaba su frente mientras lo decía.
—Ahora me quedan cinco minutos —comentó Briskin
mecánicamente.
Espió las páginas del discurso de Phil Danville y las
devolvió al bolsillo interior de
su chaqueta. A pesar de que el tiempo era aún caluroso,
usaba un convencional traje
oscuro. Eso y una resplandeciente peluca roja habían sido
sus rasgos distintivos desde
los días en que era locutor de noticiarios de televisión.
—Pronuncia ese discurso—opinó Heim—, y habrás muerto para la
política. Pero
si...
Se interrumpió. La puerta de la oficina se había abierto y
su esposa Patricia había
aparecido en ella. —Disculpa que te interrumpa—dijo, pero
desde fuera se oyen
perfectamente tus alaridos.
Heim echó entonces un vistazo al gran salón, atestado de
adolescentes
briskinistas: voluntarias uniformadas, que habían venido de
todo el país para colaborar
en la elección del candidato republicano—liberal.
—Lo siento—murmuró Heim.
Pat entró en el despacho y cerró la puerta tras ella.
—Creo que Jim tiene razón, Sal—observó.
Era pequeña y de cuerpo gracioso; en otra época había sido
bailarina. Tomó
asiento y encendió un cigarrillo.
—Cuanto más ingenuo, mejor parece Jim—manifestó, dejando
escapar el humo
gris por entre sus labios pálidos y luminosos—. Aún llevas a
cuestas cierta reputación
de cínico cuando, por el contrario, deberías ser otro
Wendell Wilkie.
—Wilkie perdió las elecciones—señaló Heim.
—Y Jim también podría perderlas —dijo Pat, apartando de sus
ojos un largo
mechón de cabellos—. Pero si pierde podrá volver a
presentarse y ganar la próxima
vez. Para él lo importante es aparecer inocente y sensible,
como una persona dulce
que carga sobre sus hombros todo el sufrimiento del mundo,
porque ésa es su forma
de ser. No puede evitarlo; tiene que sufrir. ¿Te das cuenta?
—No sois más que aficionados—gruñó Heim.
Los segundos pasaban y las cámaras de televisión estaban
listas para empezar;
Jim Briskin podía disponer del tiempo necesario para su
discurso. Se sentó ante el
pequeño escritorio que utilizaba cada vez que se dirigía al
público. Frente a él, cerca de
su mano, yacía el texto de Phil Danville. Todavía no había
resuelto qué haría con él y
meditaba en su sillón, mientras los técnicos se preparaban
para la grabación.
El discurso seria radiado a la estación retransmisora del
satélite del partido
republicano—liberal y desde allí se difundiría repetidamente
hasta alcanzar el punto de
saturación necesario. Era probable que los intentos de
interferencia de los
demócratas—conservadores fallaran, ya que la fuerza de
recepción del satélite RL era
enorme. El mensaje se llevaría a cabo a pesar del Acta de
Tompkin, que autorizaba la
interceptación de material político. Y simultáneamente se
podría interferir el discurso de
Schwarz; su emisión estaba programada para la misma hora.
Frente a Jim se hallaba sentada Patricia Heim, sumergida en
una nube de nervios
e introspección. Y en la cabina de control, Briskin pudo divisar
a Sal, ocupado con los
ingenieros de TV, cerciorándose de que la imagen fuera
atractiva.
Por último, apartado por su propia voluntad en, un rincón,
estaba Phil Danville.
Nadie hablaba con Danville; los señores del partido, que
entraban y salían del estudio,
ignoraban astutamente su presencia.
Un técnico hizo una seña a Jim. Era tiempo de empezar el
discurso.
—Le ha hecho popular en estos días—dijo Jim Briskin ante las
cámaras de TV—
mofarse de los viejos sueños y esquemas para la colonización
planetaria. ¿Cómo
puede ser tan insensata la gente? Tratando de vivir en un
medio ambiente del todo
inhumano..., en mundos jamás proyectados para el Homo
Sapiens. Es curioso ver
cómo han tratado de alterar durante décadas este entorno
hostil, procurando satisfacer
las necesidades humanas... y han fracasado.
Hablaba lentamente, casi arrastrando las palabras; se tomaba
su tiempo. Gozaba
de la atención de toda la nación y se disponía a hacer buen
uso de ella.
—Así, ahora estamos a la búsqueda de un planeta ya hecho,
otro Venus, o con
más exactitud, lo que Venus nunca fue específicamente. Lo
que nosotros esperábamos
que fuera: lozano, pródigo, sencillo y productivo; Jardín
del Edén esperando que
fuéramos a descubrirlo.
Patricia, en una actitud reflexiva, fumaba su selecto
cigarro "EI Producto", sin
apartar su mirada de él.
—Bien—dijo Briskin—, nunca lo encontraremos. Y si lo
encontráramos, sería
demasiado tarde. Demasiado pequeño, demasiado lejano. Si
queremos otro Venus,
otro planeta que podamos colonizar, tendremos que
construirlo nosotros mismos.
Podemos reírnos de Bruno Mini hasta la muerte, pero el hecho
es que él tenía razón.
Desde la cabina de control y presa de una densa angustia,
Sal Heim tenía clavados
los ojos en él. Lo había hecho. Había ratificado el abandonado
proyecto de Mini de
recrear la ecología de otro mundo. La locura reaparecería.
La cámara se apagó. Volviendo la cabeza, Jim Briskin vio la
expresión que había
en el rostro de Sal Heim. Le habían interrumpido desde la
sala de control; Sal había
dado la orden.
—¿No vas a dejarme terminar?—preguntó Jim
La voz de Sal tronó, amplificada:
—¡No, maldita sea! ¡No!
Poniéndose de pie, Pat le ordenó:
—Tienes que dejarle. El es el candidato. Si quiere hundirse,
déjale.
También de pie, Danville exclamó roncamente:
—Si vuelves a interrumpirle, lo difundiré públicamente. Diré
que le manejas como a
un títere.
Y acto seguido se encaminó hacia la puerta del estudio,
decidido a irse. Era
evidente que pensaba cumplir lo que había dicho.
Jim Briskin dijo:
—Es mejor que enciendas todo otra vez, Sal. Ellos tienen
razón; debes dejarme
hablar.
No estaba enojado; sólo impaciente. Su deseo era continuar,
nada más.
—Vamos, Sal—agrego con calma—. Estoy esperando.
Sal Heim y una camarilla del partido conferenciaban en la
cabina de control.
—Va a ceder—comentó Pat a Jim—. Le conozco.
No había expresión alguna en su rostro; ella estaba molesta
por la situación, pero
se había propuesto sobrellevarla.
—Tienes razón —convino Jim.
—¿Verás luego la repetición del discurso, Jim? —preguntó Pat—.
Por
consideración a Sal, ¿sabes? Para estar seguro de que lo que
has dicho era lo que te
proponías.
—Desde luego—aseguró Jim—. De todos modos había pensado
hacerlo.
La voz de Sal Heim bramó desde el altavoz de una pared:
—¡Maldito sea tu negro pellejo Col, Jim!
Briskin esperó en su escritorio, con los brazos cruzados y
una sonrisa burlona en
los labios.
Después del discurso, la secretaria de Prensa Dorothy Gill
detuvo a Jim Briskin en
el pasillo, diciéndole:
—Señor Briskin, ayer me pidió usted que averiguara si Bruno
Mini vivía aún. Y, en
cierto modo, está vivo.
La joven examinó sus anotaciones y prosiguió:
—Ahora trabaja como vendedor para una compañía de frutos
secos en
Sacramento, California. Es evidente que ha dejado su carrera
de recreación, pero
posiblemente su discurso le haga volver a ella.
—No lo creo—dijo Briskin—. A Mini puede disgustarle que un
Col recoja sus ideas
y las difunda.
—Gracias, Dorothy.
A su lado, Sal Heim meneó la cabeza y declaró:
—Jim, no tienes el más mínimo instinto político.
Encogiéndose de hombros, Jim Briskin repuso:
—Es posible que tengas razón.
Ese era su estado de ánimo ahora; se sentía pasivo y
deprimido. De todos modos
el daño estaba hecho. El discurso había sido grabado y ya
estaban transmitiéndolo al
satélite RL. La revisión que había hecho de él era, en el
mejor de los casos, superficial.
—He oído lo que dijo Dorothy—comentó Sal—. Es decir, que
tendremos a ese Mini
por aquí; habrá que lidiar con él en medio de todos nuestros
Problemas. De todas
maneras, ¿qué tal te vendría un trago?
—Aceptado—dijo Jim Briskin—. Donde tú quieras. Indica el
camino.
—¿Puedo ir con vosotros? —preguntó Patricia, apareciendo
junto a su esposo.
—Seguro—repuso Sal, mientras la rodeaba con un brazo y la
estrechaba contra
sí—. Una copa bien grande, alta y llena de burbujillas
caprichosas y refrescantes que
duran todo el trago: como les gusta a las mujeres.
Cuando salieron a la calle, Jim Briskin vio a dos
manifestantes que llevaban
pancartas.
MANTENGA BLANCA LA CASA BLANCA
¡NO DEJE QUE AMERICA SE ENSUCIE!
ASEO
Los dos manifestantes, dos jóvenes Caucs, clavaron sus ojos
en él; Sal y Patricia
les miraron fijamente. Nadie habló. Varios fotógrafos
dispararon sus cámaras; la luz de
sus flashes iluminó por un instante la estática escena, y
luego Sal y Patricia, seguidos
por Jim Briskin, continuaron su camino. Los dos
manifestantes siguieron su marcha.
—Malditos—murmuró Pat, mientras los tres se sentaban dentro
de una cabina en
la cafetería que quedaba frente al estudio de televisión.
Jim Briskin observó:
—Cumplen con su flmción. Evidentemente, Dios quiere que
hagan eso.
El incidente no le molestaba de manera particular; de un
modo u otro, esto había
formado parte de su vida desde que tenia memoria.
—Pero Schwarz ha aceptado que las cuestiones de raza y religión
quedaran fuera
de la elección —protestó Pat.
—Bill Schwarz, sí—subrayó Jim Briskin—, pero Verne Engel,
no. Y es Engel quien
conduce ASEO, no Schwarz.
—Sé de sobras que el DC apoya económicamente ASEO—argulló
Sal—. Sin ese
apoyo se vendría bajo en cuestión de horas.
—No estoy de acuerdo contigo—dijo Jim—. Creo que el odio se
organizará siempre
en torno a agrupaciones como ASEO y que siempre habrá gente
que las apoye.
Después de todo, ASEO tenia un propósito. No querían que
hubiera un Presidente
negro; ¿no tenían derecho acaso a opinar así? Algunas
personas eran de este parecer,
otras no; era muy natural. "¿Y por qué —se preguntaba—
debemos pretender que la
raza no sea un factor de elección? Lo es, en realidad. Soy
un negro. La posición de
Verne Engel es objetivamente correcta." La verdadera
incógnita era: ¿qué porcentaje
del electorado sustentaba las ideas de ASEO?
Ciertamente, ASEO no heria sus sentimientos; no podían
herirle: ya tenia una larga
experiencia acumulada durante sus años de locutor de noticiarios.
"En mis años de
negro norteamericano", pensó ácidamente.
Un niño, blanco, llegó a la cabina, llevando consigo un
lápiz y un bloc de papel.
—Señor Briskin—dijo—, ¿puede firmarme un autógrafo?
Jim garabateó su firma y el niño salió corriendo a encontrarse
con sus padres en la
puerta de la cafetería. La pareja, bien vestida, joven y
obviamente de clase alta, le hizo
señas alegremente.
—¡Estamos con usted! —gritó el hombre.
—Gracias—contestó Jim, asintiendo con la cabeza y tratando
sin éxito de parecer
también alegre.
—Vaya humor que tienes—comentó Pat.
Briskin asintió en silencio.
—Piensa en toda la gente de piel blanca como las
azucenas—observó Sal—, que
va a votar a un Col. Hombre, es muy estimulante. Prueba que
no todos los blancos
hemos caído tan bajo.
—¿Dije alguna vez que así fuera?—preguntó Jim
—No, pero lo crees. No confías realmente en ninguno de
nosotros.
—¿De dónde has sacado eso?—inquirió Jim, enojado.
—¿Qué vas a hacerme?—exclamó Sal—. ¿Cortarme en trocitos con
tu rasuradora
magnético-electrográfica?
Pat se interpuso tajantemente.
—¿Qué haces, Sal? ¿Por qué hablas a Jim de ese modo?—y
mirando alrededor
nerviosamente, agregó—: Imagina que por casualidad alguien
escuchara.
—Estoy tratando de sacarlo de su depresión—replicó Sal—. No
me gusta verle
ceder ante los otros Esos manifestantes de ASEO le
preocupan, pero él no quiere
reconocerlo.
Miró a Jim.
—Te lo he oído decir varias veces—dijo—: "No pueden
herirme". Por supuesto que
pueden. Ahora mismo te han herido. Tú pretendes que todos te
quieran, los blancos y
los Cols, todos. No comprendo cómo has logrado ingresar en
la política. Debiste
haberte quedado como locutor, deleitando a jóvenes y viejos.
Especialmente a los
adolescentes.
Jim declaró:
—Quiero ayudar a la raza humana.
—¿Cambiando la ecología de los planetas? ¿Lo dices en serio?
—Si me eligen para el cargo, estoy decidido a nombrar
director del Programa
Espacial a Mini, sin conocerle personalmente; voy a darle la
oportunidad que nunca ha
tenido, ni siquiera cuando...
—Si te eligen, podrías absolver al doctor Sands —sugirió
Pat.
—¿Absolverle? —dijo Jim, mirándola desconcertado—. No lo
están juzgando; sólo
está tratando de divorciarse.
—¿No has oido los rumores?—preguntó Pat—. ¡Su mujer está a
punto de desvelar
un crimen que éI ha cometido, y asi podrá ganar el juicio y
quedarse con todas las
propiedades de ambos. Nadie sabe de qué se trata, pero ella
ha dejado entender que...
—No quiero oírlo—objetó Jim Briskin.
—Puede que tengas razón—reflexionó Pat—. El divorcio de los
Sands se está
volviendo desagradable. Mencionarlo, como quiere Sal, podría
volverse en tu contra. La
amante, Cally Vale, ha desaparecido; probablemente la hayan
asesinado... Tal vez no
nos necesites, después de todo.
—Os necesito—concretó Jim—, pero no para que me embrolléis
en los problemas
matrimoniales del doctor Sands.
Tomó su bebida.
El técnico Rick Erickson, de Transcursores Instantáneos
Pethel, Ventas y
Reparaciones, encendió un cigarrillo e inclinó su banquillo
hacia atrás, empujándose
con sus huesudas rodillas contra la mesa de trabajo. Frente
a él estaba la torrecilla
principal de un transcursor defectuoso. Concretamente, el
pertenecía al doctor Lurton
Sands.
Siempre había habido desperfectos en los transcursores. El
primero que se había
puesto en uso estaba fuera de servicio; eso ocurrió varios a
atrás, pero desde entonces
los transcursores no habían modificado en lo esencial.
Históricamente, el primer transcursor defectuoso había
pertenecido a un empleado
de Investigaciones Terran, llamado Henry Ellis. Siguiendo
una costumbre muy humana,
Ellis no había comunicado el desperfecto a sus patrones...
o, por lo menos, eso era lo
que recordaba Rick. A la sazón, él no había entrado en la
profesión, pero el mito
subsistía, una leyenda increíble que aún circulaba entre
reparadores de transcursores y
según la cual, gracias al defecto de su aparato, Ellis—se
hacia difícil creerlo—había
compuesto la Santa Biblia.
Los transcursores se caracterizaban por hacer posible una
forma limitada de viaje a
través del tiempo. A lo largo del tubo de su artefacto—se
decía—Ellis había encontrado
un punto débil, una trémula luz dentro de la cual se podía
ver una acción instantánea.
Se había agachado y había observado un conglomerado de
personas pequeñas que
gemían con voces aceleradas, moviéndose precipitadamente en
el mundo, al otro lado
de la pared del tubo.
¿Quién era aquella gente? En un principio, él no lo supo,
pero aun así había
trabado relación con ellos; había aceptado unas
hojas—sorprendentemente finas y
pequeñas—, que contenían preguntas y las había llevado al
equipo de decodificación
de lenguaje que funcionaba en Investigaciones Terran y, una
vez los extraños escritos
de la gente pequeña estuvieron traducidos, los llevó a una
de las computadoras
grandes de la compañía para que contestara las preguntas.
Luego volvió al Departamento de Lingüística al caer la
noche, retornó al tubo del
transcursor para devolver a la gente pequeña —en su propio
idioma—las respuestas a
sus preguntas.
Evidentemente, si hay que dar crédito a esto, Ellis era un
hombre caritativo.
Sin embargo, Ellis suponía que no se trataba de una raza
terráquea, e insistía en
que era un diminuto planeta de otro sistema. Estaba
equivocado. Conforme a la
leyenda, la gente pequeña pertenecía al propio pasado de la
Tierra; el idioma,
naturalmente, era hebreo antiguo. Rick no pretendía saber si
la historia era o no cierta,
pero, en todo caso, debido a alguna sospechosa infracción de
las leyes de la
compañía, había sido despedido de Investigaciones Terran, y
desde entonces había
desaparecido. Quizá había emigrado; ¿quién podía saberlo? ¿A
quién podía
importarle? La misión de Investigaciones Terran era
descubrir la pequeña mancha del
tubo y procurar que efecto no reapareciera en los sucesivos
transcursores.
De repente, en el extremo de la mesa de trabajo Rick, sonó
con estridencia el
intercomunicador.
—Oye, Erickson—dijo la voz de Pethel—. El doctor Sands está
aquí y pregunta por
su transcursor. ¿Cuándo estará listo?
Con el mango de un destornillador, Rick Erickson golpeó
fuertemente la torrecilla
del artefacto de Sands. "Será mejor que suba y hable
con Sands —pensó—. Esto me
está volviendo loco. No es posible que funcione tan mal como
para que se queje así."
De dos en dos escalones, Rick Erickson subió a la planta
baja. Allí, por la puerta
principal, salía un hombre; era Sands: Erickson le reconoció
por las fotos de los
periódicos. Se apresuró y le dio alcance al llegar a la
calle.
—Oiga, doc . ¿Cómo dice usted que su aparato le traslada de
golpe a Portland,
Oregón y sitios por el estilo? No es posible... ¡No está
preparado para eso!
Se quedaron mirándose el uno al otro. El doctor Sands, bien
trajeado, enjuto y
ligeramente calvo, de piel muy bronceada y nariz afilada, le
miraba de un modo
complejo, calculando la respuesta. Parecía inteligente, muy
inteligente.
"Así que éste es el hombre sobre el que todo mundo
escribe—se dijo Erickson—.
Sabe vivir mejor que cualquiera de nosotros; su traje es de
piel de alacrán marciano."
No obstante, se sintió irritado. El doctor Sands tenía
modales suaves; bien parecido al
frisar los cuarenta y cinco años, tenía aire de afabilidad
bonachona y confundida, como
fuera incapaz de comprender o manejar los sucesos que le
habían sobrecogido.
Erickson lo notaba; doctor Sands tenía una distinción
trastornada, apabullada.
Mas no por ello dejaba de ser un caballero. En un tono
calmoso y preciso dijo:
—Pues parece que eso es lo que hace. Me gustaría poder darle
más detalles, pero
la mecánica nunca ha sido mi fuerte.
Su sonrisa desarmó a Erickson, haciendo que se avergonzara
de su rudeza.
—Bueno..—dijo Erickson, cambiando de actitud—. La culpa la
tiene IT. Podrían
haber eliminado hace años los defectos de los transcursores.
Es una lástima que usted
tenga un cacharro así.
"No pareces tan mal tío", reflexionó.
—Un cacharro así —repitió el doctor Sands— encima eso. Es mi
suerte, ¿sabe?
Todas mis cosas han andado igual últimamente.
Su expresión cambió; parecía divertido.
—Tal vez yo pudiera hacer que IT se lo cambiase por otro
—comentó Erickson.
Sands meneó la cabeza con energía.
—No—dijo—. Quiero ése especialmente.
Su tono se había vuelto firme; lo decía en serio.
—¿Por qué?
¿Quién podía querer quedarse con un verdadero cacharro? No
tenia sentido. De
hecho, todo el asunto olía de un modo extraño, que Erickson,
con su aguda
perspicacia, había detectado; en sus horas de trabajo había
alternado con muchos
clientes.
—Porque es mío—respondió Sands—. Lo elegí yo.
Continuó su camino, calle abajo.
—No pensará que voy a creerme eso—dijo Erickson, como para
si.
Sands se detuvo y preguntó:
—¿Qué?
Retrocedió un paso, ahora con el rostro sombrío. La
afabilidad había desaparecido.
—Discúlpeme. No quise ofenderle —dijo Erickson, mirando a
Sands fijamente.
No le gustó lo que vio. Bajo la suavidad del doctor Sands
había una gran frialdad,
algo estático y frío. No era una persona común, y Erickson
se sintió incómodo.
—Arréglelo pronto—dijo Sands con sequedad.
Se volvió y se fue con grandes zancadas, dejando a Erickson
perplejo.
"¡Diablos!—se dijo éste, silbando—. Pobre de mi, no
querría tener líos con él."
Caminó hacia el establecimiento. Bajando los escalones de
uno en uno, con las manos
hundidas en los bolsillos, pensó que lo mejor sería armar de
nuevo el aparato y hacer
un viaje en él. Se acordó otra vez del viejo Henry Ellis, el
primer hombre que había
recibido un transcursor defectuoso. Recordaba que Ellis
tampoco había querido
cambiarlo. Tenía sus buenas razones.
De vuelta al taller del sótano, Rick se sentó junto a la
mesa de trabajo, cogió la
torrecilla principal del transcursor instantáneo del doctor
Sands y comenzó a unir sus
piezas. Al cabo de poco rato había vuelto a colocarlo
hábilmente en su lugar y lo había
enganchado al circuito.
"Ahora—se dijo, mientras conectaba la energía motriz—,
veamos adónde nos
lleva." Pasó a través del aro brillante que rodeaba la
entrada del artefacto y se
encontró—como de costumbre—, dentro de un tubo gris informe,
que se estrechaba en
ambas direcciones. Tras él, enmarcada por la abertura
quedaba su mesa de trabajo. Y
frente a él...
La ciudad de Nueva York. La visión inestable de una activa
esquina de la calle a la
que daba la oficina del doctor Sands. Y más arriba, el
prisma triangular del enorme
edificio de plástico—una mezcla de compuestos rexeroides de
Júpiter—, con su
infinidad de pisos, sus innumerables ventanas... y más allá
los retropropulsores
individuales despegando o llegando a las rampas, en las
cuales los transeúntes se
desplazaban en multitudes tan densas que parecían
autodestructivas. La ciudad más
grande del mundo, cuatro quintos de ella quedaban bajo
tierra; lo que Erickson veía no
era más que una escasa porción, sólo una traza de su
extensión visible. Nadie, en toda
su vida, ni siquiera un veterano, podía verla integra; la
ciudad era demasiado extensa.
"¿Lo ves? —rezongaba Erickson para sí—. El transcursor
funciona a la perfección;
esto no falla, es exactamente lo que debe ser."
Agachándose, deslizó su mano experta
por la superficie de transcursor. ¿Qué buscaba? No lo sabía.
Algo que justificara la
insistencia del doctor en conservar especialmente aquel
transcursor.
Se tomaría el tiempo necesario. No le corría prisa. Estaba
decidido a encontrar lo
que buscaba.
El discurso sobre recreación planetaria que había
pronunciado Jim Briskin —
grabado en las primeras horas del día y luego retransmitido
por el satélite RL—, había
sido demasiado penoso como para que Salisbury Heim lo
soportara. Por eso había
decidido tomarse una hora de descanso y buscar alivio como
lo hacían muchos
hombres: subió a un taxi a reacción y en pocos instantes
volaba hacia el satélite Salón
de placeres.
"Deja que Jim se canse de hablar de ese chiflado programa de
ingeniería de Bruno Mini—pensaba en el asiento trasero del
taxi aéreo, gozando de
aquella pausa en sus tareas—. Deja que él mismo se ahorque.
Por lo menos yo no
tengo por qué dejarme arrastrar en su caída. A veces me
tienta la idea de desertar del
partido poco antes de las elecciones y pasarme al lado de
los demócratasconservadores."
Sin lugar a dudas, Bill Schwarz le recibiría con los brazos
abiertos. Heim ya había
tanteado, a través de un contacto muy sutil, la posible
reacción de la oposición.
Schwarz había aprovechado estos tenues lazos para expresar
su entera conformidad
ante una eventual unión de fuerzas con él. Sin embargo, Heim
no estaba preparado
aún para hacer su jugada; no había desarrollado bien su
plan.
Al menos no hasta entonces. Aquella inesperada y desoladora
sorpresa... ¡Justo
cuando el partido tenía tantos problemas por resolver!
El quid de la cuestión—sabía esto por los padrones
electorales—era que Jim
Briskin iba a la zaga de Schwarz, a pesar de contar con
todos los votos de los Cols,
que incluían también las razas no negras, tales como los
portorriqueños de la costa
Este y los mexicanos del Oeste. La diferencia era amplia.
Pero, ¿por qué se rezagaba
Briskin? Porque todos los blancos concurrirían a las
elecciones, mientras que sólo un
sesenta por ciento de los Cols se dejarían ver ese día. Se
mostraban increíblemente
apáticos con respecto a Jim. Tal vez pensaran—Sal lo había
oído decir—que Jim se
había vendido a los intereses de los blancos. Que no era,
aun siendo Col, un autentico
líder de la gente de su raza. Y en alguna medida era verdad.
Porque Jim Briskin
representaba tanto a blancos como a Cols.
—Ya hemos llegado, señor—le informó el conductor del taxi.
El vehiculo aminoró la marcha y se posó sobre la superficie
en forma de pechos de
mujer, a unos diez metros del pezón rosado que hacia las
veces señal de posición.
—¿Usted es el asesor de Jim Briskin?—preguntó el conductor,
que era Col,
volviéndose hacia él—. Le he reconocido. Oiga, señor Heim;
él no está vendido, ¿no es
cierto? He oido a mucha gente discutir sobre eso, pero no
creo que él sea de ésos,
estoy seguro.
—Jim Briskin—dijo Heim, mientras buscaba su billetera—jamás
se ha vendido a
nadie. Y nunca se venderá. Puede decir eso a sus hermanos de
raza, porque es
verdad.
Pagó su viaje. Se sentía malhumorado. Condenadamente
malhumorado.
—¿Pero es cierto que...?
—Trabaja con gente blanca, si. Mi esposa y yo trabajamos con
él. ¿Y qué? ¿Acaso
van a desaparecer blancos cuando Briskin sea electo? ¿Es lo
que queréis? Porque si
queréis eso, no lo vais a conseguir.
—Creo que sé a qué se refiere—manifestó el conductor,
asintiendo lentamente—.
Usted opina que él esta a favor de toda la gente, ¿no es
eso? Comparte intereses de la
minoría blanca al igual que los de la mayoría Col. Os va a
proteger incluso a vosotros,
los blancos.
—Eso es —contestó Salisbury Heim, mientras abría la puerta
del taxi—. Como
usted dice, incluso a nosotros, los blancos.
Ya estaba de pie sobre el pavimento. "Si, incluso a
nosotros—se dijo. Porque lo
merecemos."
—Hola, señor Heim.
Era una melodiosa voz de mujer. Heim se volvió.
—¡Thisbe! —exclamó, complacido—. ¿Cómo estás?
—Feliz de verte y de que no te hayas quedado abajo sólo
porque tu candidato no
nos aprueba—dijo Thisbe Olt.
Arqueó graciosamente sus brillantes cejas, pintadas de color
verde. En su rostro
estrecho, como de arlequín, relucieron incontables puntos de
luz pura, clavados en su
piel; daban a su semblante misterioso la apariencia de la
belleza siempre renovada. En
verdad se había renovado a lo largo de varias décadas.
Cimbreándose, esbelta, casi
frágil, jugueteaba con las pequeñas borlas, hechas de una
tela impregnada de piedras,
que colgaban de su brazo desnudo; se había puesto ropas
ligeras para salir a recibirle
y él se sentía complacido. Ella le atraía mucho; hacía
tiempo que le gustaba.
Cautelosamente, Sal Heim preguntó:
—¿Qué te hace pensar que Jim Briskin tenga algún motivo de
queja contra el
Salón, Thisbe? ¿Alguna vez ha dicho algo al respecto?
Que él supiera, las opiniones de Jim sobre este punto nunca
se habían hecho
públicas; por lo menos, él había tratado siempre de que las
mantuviera ocultas.
—Esas cosas se saben pronto aquí, Sal —explicó Thisbe—. Creo
que deberías
entrar y hablar de ello con George Walt— están abajo, en su
oficina del nivel C. Tienen
un par de cosas que decirte, Sal. Lo sé porque les he oído
discutirlas.
Molesto, Sal comenzó a decir:
—No he venido para...
¿De qué servía? Si los dueños del Salón querían hablarle,
era conveniente que
fuera.
—De acuerdo—contestó.
Siguió a Thisbe en dirección al ascensor.
Pese a sus esfuerzos por evitarlo, siempre que trababa
conversación con George
Walt se angustiaba. Eran una clase especial de mutantes;
nunca había visto a nadie
como ellos. No obstante su impedimento, George Walt habían
alcanzado un gran poder
económico en la sociedad. Se rumoreaba que el satélite Salón
de los placeres era sólo
una de su posesiones, cuyo conjunto estaba vastamente
diseminado en el mapa
financiero del mundo moderna Ellos eran una clase de
mutantes gemelos, unidos por la
base del cráneo, de modo que una sola estructura cefálica
servía a ambos cuerpos
separados. Era
evidente que la personalidad George habitaba un hemisferio
del cerebro y usaba
un solo ojo: el derecho, según recordaba Sal. Y la
personalidad Walt existía en el otro
lado, distinta, con su idiosincrasia propia, sus tendencias
y sus puntos de vista... y su
ojo propio, desde el cual observaba el universo exterior.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron en el nivel C,
un sirviente uniformado,
que hacía las veces de policía, detuvo a Sal.
—El señor George Walt quieren verme—arguyó éste—. O al menos
eso me ha
dicho la señorita Olt.
—Por aquí, señor Heim —rogó entonces el sirviente, llevando
la mano
respetuosamente hacia su gorra, mientras conducía a Sal a
través del silencioso pasillo
alfombrado.
Fue guiado hasta una espaciosa habitación. En ella estaban
George Walt,
sentados en un canapé. Los dos cuerpos se pusieron de pie a
un mismo tiempo,
sosteniendo entre ellos la cabeza común. La cabeza, con las
entidades de los
hermanos bien separadas, hizo un gesto de bienvenida y la
boca sonrió. Un ojo—el
izquierdo—le miraba con fijeza, mientras el otro se
extraviaba vagamente, como si
estuviera preocupado.
Los dos cuellos se unían de un modo tal que la cabeza y el
rostro quedaban algo
inclinados hacia atrás. George Walt tendían siempre a mirar
por encima de su
interlocutor, no importaba quién fuera, y a esto se agregaba
su singular expresión.
Todo
hacía que parecieran formidables, que fuera imposible atraer
su atención. La
cabeza era de tamaño normal, pese a todo, al igual que los
cuerpos. El cuerpo de la
izquierda—Sal no recordaba a quién pertenecía—llevaba ropas
informales: una camisa
de algodón, anchos pantalones y sandalias en los pies. El de
la derecha, en cambio,
llevaba un traje con una sola chaqueta, corbata y una capa
corta abotonada de color
gris. Las manos del cuerpo de la derecha estaban hundidas en
los bolsillos del
pantalón, postura que le daba un aire de autoridad cuando no
de edad, ya que parecía
notablemente mayor que su gemelo.
—Soy George—dijo con amabilidad la cabeza. ¿Cómo está, Sal
Heim? Me alegro
de verle.
El cuerpo de la izquierda extendió su mano, caminó hacia
ellos y estrechó
enérgicamente su mano. El cuerpo de la derecha no quiso
estrechar la suya; la dejó en
el bolsillo.
—Soy Walt—indicó luego la cabeza, con me afabilidad—.
Queríamos discutir con
usted sobre candidato, Heim. Siéntese y tome un trago. Diga
¿qué quiere que le
prepare?
Los dos cuerpos se las arreglaron para ir juntos hasta el
copero, en el que podía
verse un bar bien provisto. Las manos de Walt abrieron una
botella aguardiente de
maíz, mientras las de George preparaban hábilmente un Old
Fathioned, mezcla azúcar,
agua y bíter en el fondo de un vaso. Juntos George Walt
terminaron de preparar el
cóctel y se lo alcanzaron a Sal.
—Gracias—dijo Sal, cogiendo el vaso.
—Le habla Walt—dijo la cabeza común—. Sabemos que si Jim
Briskin resulta
elegido, dará instrucciones a su secretario de Justicia para
que encuentre el modo de
clausurar el satélite. Es un hecho ¿no?
Los dos ojos, ahora juntos, clavaron en él mirada intensa y
astuta.
—No sé dónde podéis haber oído una cosa así —replicó Sal,
evasivamente.
—Le habla Walt—anunció la cabeza—. Hay informante en su
organización. Por eso
nos enteramos. Usted se da cuenta de lo que esto significa.
Tendremos que volcar
nuestro apoyo en Schwarz. Sabe usted muy bien la cantidad de
transmisiones que
hacemos a la tierra día tras día.
El suspiró. El Salón mantenía una corriente ininterrumpida
de shows de baja
calidad, que llegaban a través de una gran variedad de
canales, y aunque estaban
dirigidos a los hombres, eran vistos por casi todo el país.
Los shows, especialmente
esa orgía en la que aparecía la misma Thisbe—con su famoso
despliegue de músculos
contrayéndose y extendiéndose—eran un poderoso impulso para
la actividad del
satélite. Organizar una campaña en contra de Briskin sería
muy sencillo: los publicistas
del satélite eran diestros profesionales.
Dejando el vaso, Sal se puso de pie y se encaminó hacia la
puerta.
—Adelante. Poned vuestros shows en contra de Briskin.
Ganaremos de todos
modos las elecciones, y entonces sí podéis estar seguros de
que él os clausurará. Es
más, yo en persona os lo garantizo ahora mismo.
La cabeza parecía preocupada.
—¡Eso sería abuso de poder! —bramó.
Sal se encogió de hombros.
—Yo sólo protejo los intereses de mi cliente; sereis
vosotros los que comenzasteis
con amenaza.
—Le habla George—señaló con rapidez la cabeza. Esto es lo
que yo creo que hay
que hacer. Presta atención, Walt. Queremos que Jim Briskin
venga hasta aquí y se
fotografíe públicamente.
Walt mismo celebró la propuesta.
—Es una buena idea. ¿Entiende, Sal? Briskin llega, rodeado
por todos los medios
de difusión y besa a una de nuestras chicas; a él le
conviene, pues aparecerá como un
hombre normal, no como cretino. De ese modo os beneficiáis
vosotros. Unos elogios.
Un buen toque final, aunque optativo. Por ejemplo, puede
decir que los intereses de la
nación tienen...
—Nunca lo hará—aseguró Sal—. Antes perdería las elecciones.
La cabeza dijo con acento lastimero—
—Le daríamos la mujer que quisiera; tienen quinientas para
elegir.
—No tendréis suerte —dijo Sal Heim—. Si me hicieseis esa
oferta a mí, yo
aceptaría en seguida. Pero no Jim. Él es... chapado a la
antigua. Es puritano. Hasta
podría decirse que es un remanente del siglo XX.
—O del XIX—dijo venenosamente la cabeza.
—Decid lo que os parezca—apuntó Sal—. A él no le importa. El
tiene sus
convicciones; creedme, este satélite es... una deshonra. El
modo en que hacen las
cosas aquí, bum, bum, bum..., todo mecánicamente, sin que
haya contacto personal,
sin que las relaciones personales tengan una base humana.
Conducís esto como un
autoservicio; yo no me opongo, ni la mayoría de la gente lo
hace, porque ahorra
tiempo. Pero Jim se opone, porque es un sentimental.
Los dos brazos derechos amenazaron a Sal mientras la cabeza
decía a viva voz:
—¡Al diablo con eso! Aquí arriba somos tan sentimentales
como el que más.
Ponemos música de fondo en todos los cuartos y las muchachas
aprenden siempre el
nombre de pila de todos los clientes y se les exige
llamarlos por éste y no por ningún
otro. ¿Cuánto más sentimentales quiere que seamos, por el
amor de Dios? ¿Qué es lo
que en realidad desea?
En tono aún más alto, casi rugiendo, agregó:
—¿Una ceremonia de casamiento antes y un divorcio después
para que sea un
matrimonio legal? ¿Es eso? ¿O quiere que enseñemos a las
chicas a planchar y a usar
ropas de mamá y calzones y que los clientes paguen para
verles los tobillos? Escuche,
—su voz bajó de tono y se volvió siniestra, letal—.Escuche,
Sal Heim—repitió—.
Conocemos nuestro negocio. No se meta en él y nosotros no
nos metemos en el suyo.
A partir de esta noche, nuestros anunciadores insertarán un
aviso a favor de Schwarz
en cada transmisión que se haga a la Tierra; justo en medio
de esa gloriosa obra de
arte, usted sabe a qué me refiero, cuando las muchachas...,
bueno, ya sabe. Quiero
decir, en esa parte precisamente. Vamos a hacer una campaña
acerca de esto; lo
expondremos al público. Vamos a asegurar la reelección de
Schwarz. Y asegurar que
la derrota de ese Col sea completa, total.
Sal no dijo palabra. La amplia oficina alfombrada quedó en
silencio.
—¿No va a responder, Sal? ¿Va a quedarse de brazos cruzados?
—He venido hasta aquí para visitar a una chica que me
gusta—declaró Sal—. Se
llama Sparkey Rivers. Querría verla ahora. Se sentía
fatigado.
—Es diferente de todas las que he probado—agregó—. Pero en
seguida,
pasándose la mano por la frente murmuró—: No, estoy muy
cansado ahora. He
cambiado de idea. Me iré.
—Si es tan buena como dice—observó la cabeza, no le
requerirá ningún esfuerzo.
Se rió festejando su ocurrencia, y mientras una de sus manos
oprimía un botón en
el escritorio, ordenando.
—Enviad aquí a una tal Sparkey Rivers.
Sal asintió con desgana. Después de todo, era eso lo que
había ido a buscar. Ese
antiguo y valioso medio.
—Usted trabaja demasiado, Sal—mencionó cabeza—. ¿Qué ocurre?
¿Va
perdiendo el RL? Temo que necesita nuestra ayuda, y mucho.
—¿Ayuda? ¡Qué va!—repuso Heim—. Lo que necesito es un
descanso de varias
semanas, pero precisamente aquí. Debería coger un taxi e
irme a Africa a cazar arañas
o lo que esté de moda ahora.
Con todos sus problemas había perdido contacto con la moda.
—Las arañas cavatrincheras están muy pasadas —le informó la
cabeza—. Ahora
se acostumbra de nuevo cazar polillas nocturnas.
El brazo derecho de Walt señaló la pared y pudo ver,
expuestos detrás de un
cristal, tres enormes cadáveres iridiscentes, cuyos
numerosos colores brillaban bajo un
haz de luz ultravioleta.
—Los he cogido yo mismo—dijo la cabeza. E inmediatamente se
regañó—. No
fuiste tú. He sido yo. Tú las viste, pero yo las metí en el
tarro mortífero.
Sal Heim se sentó en silencio a esperar a Sparkey Rivers,
mientras los dos
habitantes de la casa discutían entre sí quién de ellos
había atrapado polillas africanas.
El eficiente y costoso detective privado Tito Velli, de piel
oscura, alcanzó a la mujer
sentada frente a él, en su oficina de Nueva York, las
conclusiones que, a partir de los
datos suministrados, había extraído su computadora Altac -.
Era una buena
máquina.
—Cuarenta hospitales —dijo Tito—. Cuarenta operaciones de
trasplante este
último año. Estéticamente, es improbable que el Fondo de
Reserva de Organos Vitales
de la ONU dispusiera de tantos órganos en un lapso tan
limitado, pero es posible. En
palabras, la pista no nos sirve.
Myra Sands acarició su falda pensativamente y encendió un
cigarrillo.
Elegiremos al azar entre los cuarenta —indicó—. Quiero que
investigue a cinco o
seis de ellos, al menos. ¿Cuánto cree que le llevará
hacerlo?
Tito calculó en silencio.
Digamos dos días —contestó—. Eso sí, tengo que ir allí y
hablar con la gente.
Desde luego, si pudiera averiguarlo por videófono...
Le gustaba trabajar con el videófono. De ese modo podía
quedarse cerca de la
Altac - y si se le asaltaba alguna duda, podía colocar los
datos en el aparato y
obtener sin demora una decisión. Sentía respeto por la -. Le
había costado una
fuerte cantidad de dinero un año atrás y no podía permitirse
el lujo de dejarla ociosa; no
si era posible evitarlo a veces.
Estaba en una situación difícil. Myra Sands no es de las que
toleran la
incertidumbre; para ella, las cosas debían ser esto o
aquello, o A o no A. Hacía uso de
la ley de Aristóteles del Medio ido, más que nadie que él
conociera. La administradora
era una mujer hermosa, extremadamente educada; tenia
cabellos claros y frisaba los
cuarenta. Su pose era erguida; su traje, de lana lunar
amarillo chillón; sus piernas,
largas y perfectas. Su mentón prominente dejaba ver—a Tito
por lo menos— la fuerza
inflexible de su personalidad. Myra antes que nada, una
mujer de negocios; como de
las más destacadas autoridades de la nación en el campo de
la terapia especializada
en genes tenía elevados ingresos y altos honores. Ella lo
sabía muy bien. Al fin y al
cabo, había trabajado muchos años en esto. Tito respetaba a
los profesionales
independientes; después de todo, él también era propio
patrón; no estaba sujeto a
nadie, a ninguna organización que le subvencionara ni
tampoco a una entidad
económica. El y Myra tenían algo en común. Aunque, por
supuesto, ella lo hubiera
negado. Myra Sands era muy orgullosa; para ella, Tito
Cravelli era más que un
empleado a quien había contratado para averiguar —o mejor,
para confirmar— cierta
información sobre su marido.
Tito no podía imaginar por qué Lurton Sands se había casado
con ella.
Seguramente había habido un conflicto —psicológico, social,
sexual, profesional—
desde el principio.
No encontraba explicación para la química que unía a hombres
y mujeres con lazos
de odio y sufrimiento, a veces a lo largo de noventa años
consecutivos. En su profesión
Tito había visto mucho de todo esto, lo suficiente como para
no olvidarlo en sus años
de veterano.
—Llame al Hospital Lattimore de San Francisco —ordenó Myra,
con voz firme y
autoritaria—. En agosto, Lurton hizo allí un transplante de
bazo a un mayor del Ejército.
Creo que su nombre era Wall o algo parecido. Recuerdo que
para esa época Lurton
estaba, ¿cómo le diré? Había bebido un poco de más. Era de
noche y estábamos
cenando. Lurton hablaba de algo raro, maldiciendo. Decía
algo como "pagar muy caro"
por un bazo. Usted sabe, Tito, que los precios del FROV
están estrictamente fijados por
la ONU y no son altos; al contrario, son muy bajos. Por eso
el fondo se queda tan a
menudo reservas de algunos órganos. No es tanto por la falta
de suministros como por
el exceso de pedidos.
—Hum—murmuró Tito, tomando nota.
—Lurton siempre decía que si al menos el FROV aumentara los
precios...
—¿Está segura de que era un bazo?—interrumpió Tito.
—Si—repuso Myra, asintiendo bruscamente y exhalando un humo
gris, que llegaba
hasta la lámpara situada tras ella y que, formando una nube,
se metió dentro de la
pantalla. Afuera estaba oscuro: eran las siete y media.
—Un bazo—apuntó Tito, recapitulando—. En Agosto de este año.
En el Hospital
Lattimore de San Francisco. Un mayor del Ejército llamado...
—Ahora me parece que era Wozzeck—indicó—. ¿O ése es un
compositor de
óperas?
—Es una ópera—explicó Tito—. De Berg. Ya casi no la
representan.
Cogió el receptor del videófono.
—Trataré de comunicarme con las oficinas del Lattimore: allá
en la costa sólo son
las cuatro y media.
Myra se puso de pie y vagó incansablemente por la oficina,
restregándose las
manos enguantadas en esto que irritaba a Tito, impidiéndole
concentrase en la
llamada.
—¿Ha cenado ya?—le preguntó, mientras esperaba la
conferencia.
—No. Pero nunca como antes de las ocho y media a nueve; es
una barbaridad
comer más temprano.
—¿Puedo invitarla a cenar, señora Sands? Conozco un pequeño
restaurante
armenio que es maravilloso. La comida está preparada
realmente por seres humanos.
—¿Seres humanos? ¿Qué quiere decir?
—Sistemas autónomos de preparación de comidas —murmuró
Tito—. ¿O es que
usted no come nunca en restaurantes autoprep?
En realidad, los Sands eran ricos, era posible que siempre
consumieran comida
hecha por seres humanos. Tito agregó:
—Personalmente no soporto los autoprep. La comida es siempre
igual, nunca está
quemada, nunca —se interrumpió al ver que en la pantalla del
videófono comenzaban
a formarse, en miniatura, los rasgos de una empleada del
Lattimore. Le dijo—:
Señorita, pertenezco a la compañía Consultores para
Investigación de los Factores de
Vida de Nue
York. Le llamo para que me informe sobre una operación que
se practicó a un
mayor Wozzeck Olleck en el pasado mes de agosto; un
trasplante de bazo.
—Espere —dijo Myra, súbitamente—. Ahora me acuerdo. No era
de bazo... Era de
islotes de Langerhans, esa parte del páncreas que regula la
producción de azúcar en el
cuerpo. Me acuerdo porque Lurton se puso a hablar de eso al
verme poner dos
cucharadas de azúcar en el café.
—Buscaré eso entonces —dijo la muchacha Lattimore, que había
escuchado a
Myra.
Se volvió hacia el fichero.
—Lo que quiero averiguar—especificó Tito—la fecha exacta en
que se pidió el
órgano al FR de la ONU. Si usted pudiera facilitarme ese
dato, por favor.
Esperó con su acostumbrada paciencia. Su posición requería
esa virtud por encima
de cualquier otra incluyendo la inteligencia.
Al cabo de unos instantes, la chica dijo:
—El doce de agosto de este año se efectuó trasplante a un
coronel Weiswasser.
Islotes de Langerhans, obtenidos el día anterior, once de
agosto por FROV. La
operación estuvo a cargo del doctor Sands, y, naturalmente,
él certificó la utilización del
órgano.
—Gracias, señorita—exclamó Tito, y cortó la comunicación
—Las oficinas del FROV están cerradas—informó Myra, cuando
Tito volvió a
marcar—. Deberá esperar hasta mañana.
—Es que conozco a alguien de allí—replicó Tito, mientras
continuaba marcando el
número.
—Finalmente consiguió hablar con Gus Anderton, su contacto
en el banco de
órganos vitales de la FROV.
—Gus, te habla Tito. Fíjate, por favor, en agosto, islotes
de Langerhans. ¿De
acuerdo? Mira si cirujano de quien te hablé activó unas en
esa agencia.
—El contacto retornó casi en seguida con la respuesta.
—Es correcto, Tito; todo coincide. Once de agosto, islotes
de Langerhans.
Transferidos por Saltamontes en Acción al Lattimore de San
Francisco. Pura rutina.
Tito Cravelli cortó el circuito, exasperado. Después de una
pausa, Myra, que seguía
paseando sin cesar por la oficina, exclamó:
—¡Pero estoy segura de que ha obtenido órganos ilegalmente!
Nunca ha dejado
morir a nadie, pero el sabe que jamás ha habido tantos
órganos en banco de reservas;
tiene que haberlos conseguido en algún otro lado. Lo mismo
que ahora; estoy
convencida.
—De decirlo a probarlo...
Volviéndose a él, Myra chasqueó los dedos, observando:
—Aparte del banco de la ONU, sólo hay otro lugar adonde
podría acudir.
—De acuerdo —expuso Tito, asintiendo—. Pero como dice su
abogado, debe tener
pruebas antes de formular el cargo; si no él entablará
juicio por calumnia, libelo,
difamación y todas esas cuestiones. Es lógico; usted no le
deja alternativa.
—Esto no le gusta a usted nada—comentó Myra.
Tito se encogió de hombros.
—No es necesario que me guste—explicó—. No es eso lo que
cuenta.
—Pero piensa que estoy metiéndome en terreno peligroso.
—Sí, claro. Aun si fuera cierto que Lurton Sand lo hizo.
—No diga "aun si fuera cierto". Es un fanático y
usted lo sabe muy bien. Lurton se
identifica tan plenamente con su imagen pública de salvador
de vidas, que esto ha
provocado en él una ruptura psicológica con la realidad. Es
probable que haya
comenzado con poca cosa, con lo que le habrá parecido una
situación especial, una
excepción; necesitaría un órgano determinado y lo habrá
tomado. Y la vez siguiente...,
le habrá resultado más fácil. Y así, sucesivamente.
—Comprendo—dijo Tito.
—Creo que empiezo a saber qué es lo que debemos
hacer—manifestó Myra—. Lo
que usted deberá hacer. Comience por aquí: comuníquese con
su contacto en la ONU
y averigüe qué órganos faltan en este momento al banco.
Luego será necesario
producir otra situación de urgencia: busque en algún
hospital a alguien que necesite un
trasplante de ese órgano y haga que la persona pida que la
atienda Lurton. Me doy
cuenta de que esto va a costar un montón de dinero, pero
estoy dispuesta a hacerme
cargo de los gastos. ¿Entiende?
—Entiendo—dijo Tito.
"En otras palabras, tenderle una trampa a Lurton
Sands—pensó—. Aprovechar su
determinación por salvar la vida a un moribundo..., hacer de
su humanitarismo el
instrumento de su destrucción. ¡Vaya manera de ganarme la
vida! El pan nuestro de
cada día... No; no es algo tan puro, si se trata un asunto
como éste."
—Sé que podrá conseguirlo—dijo Myra, con vehemencia—. Usted
es de los
buenos; tiene experiencia, ¿no es así?
—Sí, señora Sands—repuso Tito—. Tengo experiencia. Sí,
posiblemente pueda
atrapar a este hombre. Hacerle tragar el anzuelo. No debería
costarme mucho.
—Asegúrese de que su "paciente" le ofrezca una
fuerte suma—subrayó Myra, con
voz amarga y tensa—. Lurton caerá, si ve que será bien
retribuido. Eso es lo que le
interesa, a pesar de lo que usted y el maldito público pueda
creer. He vivido muchos
casos con él y conozco sus pensamientos más íntimos.
Antes de continuar sonrió brevemente.
—Me parece vergonzoso que yo deba decirle como realizar su tarea
—dijo—, pero
es obvio que se como hacerlo.
—Aprecio su ayuda —dijo Tito, con cierta torpeza.
—No, no es verdad. Usted cree que estoy haciendo algo
malintencionado, por puro
despecho.
—Yo no creo nada—arguyó Tito—. Yo sólo tengo hambre. Tal vez
usted no cene
antes de las ocho y media o nueve, pero yo tengo espasmos
pilóricos y debo comer a
las siete. Con su permiso. Voy a cerrar.
Se puso de pie empujando hacia atrás el sillón del
escritorio. No repitió su
invitación de llevarla a cenar.
Buscando con la mirada su abrigo y su cartera, Myra Sands
preguntó:
—¿Ha localizado a Cally Vale? ¿Dónde, en caso de que así
sea?
—No he tenido suerte dijo Tito, sintiéndose incómodo.
Myra lo miró fijamente.
—Pero, ¿por qué no puede localizarla? —repitió—. Tiene que
estar en alguna
parte.
No parecía estar muy convencida de su afiliación.
—Los funcionarios del tribunal tampoco pueden
hallarla—señaló Tito—. Pero estoy
seguro de que aparecerá para el juicio.
El también se preguntaba por qué su personal no había podido
encontrar a la
amante de Lurton Sands; después de todo, una persona no
podía esconderse más que
en un determinado número de lugares, y los instrumentos para
detección y seguimiento
de pistas, en especial durante las dos últimas décadas,
habían alcanzado un nivel de
eficiencia sobrenatural.
Myra exclamó:
—Comienzo a creer que usted no es tan bueno. Me pregunto si
no debería confiar
este asunto a alguien más eficiente.
—Usted decide—afirmó Tito.
Su estómago le dolía. Los espasmos pilóricos aumentaban. Se
preguntaba si
aquella noche tendría alguna oportunidad de comer.
—Debe encontrar a la señorita Vale —reiteró—. Ella conoce
todos los pormenores
de su actividad; es más, anda paseando por ahí la sangre del
corazón que él le ha
entregado.
—De acuerdo, señora Sands—declaró Tito. Internamente, su
dolor aumentaba.
Un joven negro, de cabellos muy oscuros, dijo con voz suave:
—Señora Sands, hemos venido a verla porque hemos leído sobre
usted en el
periódico. Decía que era muy capaz y también que atendía a
la que no poseía mucho
dinero. Nosotros no tenemos dinero ahora, pero quizá podamos
pagarle adelante.
Bruscamente, Myra Sands exclamó:
—No os preocupéis por eso ahora.
Mirando de arriba abajo al muchacho y a la chica agregó:
—Veamos... Vuestros nombres son Art y Rachel, ¿no? Sentaos
los dos y
conversemos.
Sonrió con su cálida y profesional sonrisa de bienvenida,
reservada sólo a los
clientes; jamás al personal, ni siquiera a su esposo; o
mejor dicho como pensaba ahora
de Lurton, su ex esposo.
La muchacha, Rachel, dijo con voz suave:
—Tratamos de que nos convirtieran en bibs, pero dijeron que
primero debíamos
consultar a un consejero. Estoy..., bueno, verá usted, de un
modo yo... tenía que
acabar embarazada. Lo siento.
Bajó la cabeza temerosamente, avergonzada tiempo que sus mejillas
se tornaban
de color escarlata.
—Está muy mal que no le dejen a uno matarse como hace unos
años. Porque eso
sería la solución —murmuró.
—Esa ley no era buena—afirmó Myra—. Por perfecto que sea el
sueño prolongado,
sin duda es preferible al antiguo camino de la
autodestrucción adoptada sobre la base
individual. ¿Cuánto hace estás encinta, querida?
—Un mes y medio, más o menos—respondió—Rachel Chaffy,
levantando apenas
la cabeza.
Pudo hacer frente a la mirada de Myra; unos instantes al
menos.
—Pues el proceso terapéutico no presenta
dificultades—comentó Myra—. Es cosa
de todos los días. Podemos quedar para hoy al mediodía y
haber terminado esta tarde
a las seis. En cualquiera de las muchas clínicas
especializadas, gratuitas, que posee el
Gobierno en la zona. Aguardad un momento
Su secretaria había abierto la puerta del consultorio y le
hacía señas.
—¿Qué quieres, Tina?
—Hay una llamada urgente para usted, señora Sands.
Myra encendió el videófono de su escritorio la pantalla se
formaron los rasgos de
Tito Cravelli que resoplaba agitadamente.
—Señora Sands—dijo—. Discúlpeme por llamarla a su oficina
tan temprano. Pero
es que casi todos los aparatos de seguimiento que hemos
venido utilizando han
cumplido su horario de trabajo y están de vuelta en casa.
Pensé que le interesaría
saber que Cally Vale no está en ningún lugar de la Tierra.
Está del todo comprobado;
es definitivo.
Hizo una pausa, esperando que Myra hablara.
—Entonces, ha emigrado —opinó ésta, tratando de imaginarse
la frágil y delicada
señorita Vale en la geografía de Marte o Ganímedes.
—No—aseveró Tito, agitando la cabeza con energía—. Hemos
investigado eso,
por supuesto. Cally no ha emigrado. Parece ilógico, pero así
es. Tiene duda de que
progresemos; estamos enfrentados a una situación imposible.
No parecía muy feliz por ello. Su rostro se había
ensombrecido.
—No está en la Tierra y no ha emigrado—recalcó Myra.
Era obvio. ¿Cómo no lo había pensado antes, apenas Cally
Vale se perdió de
vista?
—Ha ingresado en un almacén del Estado. Cally es una bib—afirmó.
La única posibilidad que quedaba.
—Estamos buscando allí—anunció Tito, con muy poco
entusiasmo—. Admito que
es posible, pero no estoy muy convencido. Personalmente creo
que debe haber
pensado algo nuevo, algo más original. Apostaría todo lo que
tengo a que es así. El
tono de su voz se había vuelto insistente:
—Pero de todos modos revisaremos los noventa y cuatro
almacenes del Ministerio
de Bienestar Social Especial. Eso por lo menos llevará dos
días. Y al ver a la pareja
que esperaba en silencio, se interrumpió—: Mientras tanto...
Quizá sea que lo discuta
con usted más tarde; no corre prisa.
—Tal vez lo que sugieren los periódicos haya ocurrido —pensó
Myra—. Tal vez
sea cierto que Lurton la ha matado. De ese modo, Frank
Fenner no podrá acudir a
declarar.
—¿Usted cree que Cally Vale está muerta?—preguntó Myra,
bruscamente.
Ignoraba por completo a los Chaffy; aunque estaban sentados
frente a ella, no
contaban en aquel momento: aquello era mucho más importante.
—No estoy en posición de... —comenzó a decir Tito.
Myra cortó la comunicación y la imagen de Tito se
desvaneció.
—No estoy en posición de opinar—terminó de decir por él—.
Pero, ¿quién lo está
entonces? ¿Lurton? "Tal vez ni él sepa dónde está
Cally. Ella puede haberle
abandonado. Puede haberse ido al satélite Salón de los
placeres y haberse unido a ese
ejército de chicas usando un nombre falso—pensó, imaginando
a la amante de su
marido convertida en una esas criaturas asexuadas, mecánicas
y automáticas de
Thisbe Olt—. ¿Cuál será Cally? ¿Una, dos, tres, cuatro? Sólo
que la elección no
depende de uno, depende de ellos. Siempre. Es allí donde
debieras estar, Cally—decía
Myra, interiormente, riendo—. Por el resto de tu vida. Por
los próximos doscientos
años.
Luego se dirigió a la pareja:
—Disculpad la interrupción—encareció—. Y continuad, por
favor.
—Bueno—dijo Rachel Chaffy, turbada—. Art yo sentimos que...
hemos...
pensado... no querer provocarlo. No sé por qué, señora
Sands. Sé que deberíamos
hacerlo. Pero no podemos.
Hubo un silencio.
—No sé para qué habéis venido a verme—exclamó Myra—. Si ya
habéis tomado la
decisión. Es obvio que estéis un poco asustados... Al fin y
al cabo, sois muy jóvenes.
Pero yo no voy a persuadiros. Una decisión de este tipo debe
ser vuestra.
En una voz muy baja, Art puntualizó:
—No estamos asustados, señora Sands. No es eso. Queremos...,
bueno,
querríamos tener el niño. es todo.
Myra Sands no supo qué decir. Nunca, en sus años de
profesión, se había
enfrentado a algo así. Estaba desconcertada.
Creía que éste iba a ser un mal día. Este caso y la llamada
de Tito eran demasiado
para ella. Y tan temprano. Aún no eran las nueve de la
mañana.
En el sótano de Transcursores Instantáneos Pethel, Ventas y
Reparaciones, Rick
Erickson se preparaba, por segundo día consecutivo, a entrar
en el tanscursor averiado
del doctor Lurton Sands.
Aún no había encontrado lo que buscaba. Sin embargo, no
tenía intención de darse
por vencido. Intuía que estaba cerca. Que no tardaría en
encontrarlo.
Detrás de él, una voz dijo:
—¿Qué está haciendo, Rick?
Sobresaltado, Erickson miró en derredor. En la puerta del
taller de reparaciones
estaba parado su patrón, Darius Pethel, con todo su peso
enfundado en un arrugado
traje de lana marrón, de anticuado corte, veterano, que
acostumbraba usar.
—Escuche—indicó Erickson—. Este es el transcursor del doctor
Sands. Puede
tomárselo en solfa, yo creo que tiene escondida a su amante
en él.
—¿Qué? —rió Pethel.
—Hablo en serio. No creo que esté muerta, y lo sé después de
haber hablado con
Sands lo suficiente como para saber que él podría matarla si
lo creyera necesario; es
esa clase de hombre. Además, nadie ha podido encontrarla; ni
siquiera la mujer de
Sands. ¡Naturalmente! No la pueden encontrar, porque Lurton
ha dejado aquí su
aparato, fuera de la vista. El sabe que está aquí, pero los
demás no. Y no quiere que se
lo entreguemos, pese a lo que diga: quiere dejarlo aquí,
aquí mismo, en este sótano.
Mirándolo fijamente, Pethel exclamó:
—¡Pedazo de alcornoque! ¿Es esto lo que has estado haciendo
durante su tiempo
de trabajo? ¿Fantaseando historias de detectives?
—¡Esto es importante! —replicó Erickson— ¡Aunque no le rinda
ningún beneficio! Y
hasta puede que gane algo; si tengo suerte y la encuentro,
vez usted pueda
cambiársela por dinero a la esposa de Sands.
Después de una pausa, Pethel se encogió de hombros
filosóficamente.
—De acuerdo—manifestó—. Si es así, búsquela. Si llega a
encontrarla...
Detrás de él apareció el vendedor de la firma, Stuart
Hadley.
—¿Qué es lo que pasa, Dar? —preguntó jovialmente, tan alegre
e interesado como
siempre.
—Rick está buscando a la amante del doctor Sands —informó
Pethel, señalando
con el pulgar hacia el artefacto.
—¿Es guapa? ¿Tiene buena figura?—interrumpió Hadley.
Parecía hambriento.
—Debes de haber visto sus fotos en los periódicos—dijo Pethel—.
Es muy
hermosa. ¿O crees que si no fuera algo excepcional el doctor
hubiera arrugado su
matrimonio? Ven, Hadley, te necesito arriba. No podemos
quedarnos los tres aquí
abajo. ¡A ver si alguien nos roba la caja registradora!
Comenzó a subir las escaleras.
—¿Y está aquí dentro? —preguntó extrañado Hadley, mientras
se inclinaba para
espiar el interior del transcursor—. No la veo, Dar.
—Ni yo tampoco —farfulló Darius Pethel—. Y tamoco Rick, pero
sigue buscando...
¡y en horas de trabajo! ¡Maldita sea! Escuche, Rick: si la
encuentra ella es mi amante,
porque usted está trabajando para mí.
Los tres se rieron de lo que había dicho.
—De acuerdo—aceptó Rick, que estaba apoyado en sus rodillas
y su mano libre,
mientras con el destornillador en la otra raspaba la superficie
del transcursor—. Podéis
reíros y yo convengo que es gracioso. Pero no me detendré.
Naturalmente, la grieta no
es visible— si lo fuera, el doctor Sands no se hubiera
atrevido a dejar esto aquí. Tal
piense que soy un bruto, pero no tanto: la ha anulado y muy
bien.
—Grieta —repitió Pethel, frunciendo el ceño y bajando de
nuevo los escalones que
le separaban del sótano—. ¿Quiere decir como la que años
atrás encontró Henry Ellis?
¿Esa ruptura en la pared del tubo que conducía a la antigua
Israel?
—Eso es —contestó brevemente Rick, sin dejar de raspar.
Su ojo experto, altamente entrenado, había descubierto de
súbito una ligera
irregularidad, una pequeña deformación. Inclinándose hacia
delante, llevó su mano
hasta allí.
Sus dedos pasaron a través de la pared del tubo y
desaparecieron.
—¡Demonios!—dijo. Intentó mover sus dedos invisibles, sin
sentir al principio; luego
tocó el borde superior dé la grieta.
—La he encontrado—exclamó—. ¡Darius! Miró a su alrededor,
pero Pethel se
había ido.
—¡Darius!—volvió a gritar, sin recibir respuesta, entonces
se volvió hacia Hadley,
diciendo—: ¡Maldita sea!
—¿Qué cosa ha encontrado?—preguntó Hadley entrando con
cautela en el tubo—.
¿A Cally?
Rick Erickson introdujo la cabeza en la grieta.
Extendió los brazos en busca de algo a que agarrarse; cayó
pesadamente al suelo
y maldijo. Al abrir sus ojos vio, hacia arriba, un cielo
azul pálido unas pocas nubes
tenues. Y a su alrededor, un prado. Había abejas, o algo más
o menos parecido a las
abejas, zumbando en torno a unas flores blancas del tamaño
de un platillo y de tallos
muy altos.
El aire olía dulcemente, como si las flores hubieran
impregnado la atmósfera con su
aroma.
"Estoy aquí—se dijo—. He conseguido llegar aquí donde
Sands ha escondido a su
amante, para evitar que testifique a favor de su esposa en
el juicio o la audiencia o
como quiera que se llame. Se incorporó con cautela. Detrás
de él descubrió un débil
resplandor: el nexo con el tubo del transcursor que le
conectaba al sótano del
establecimiento de Kansas City—. No quiero perder la
conexión— pensó
precavidamente—. Si me pierdo, tal vez no sea capaz de
regresar y eso puede ser
malo."
"¿Dónde me encuentro?—se preguntó—. Debo averiguarlo...
ahora. La gravedad
es igual que en la Tierra. Debe de ser la Tierra, pues—decidió—.
¿Mucho tiempo
atrás? ¿Mucho tiempo en el futuro? Descubre qué es esto; ¡al
diablo con la amante de
Sands. ¡Al diablo con él y sus problemas personales! Él no
cuenta."
Miró desesperadamente a su alrededor buscando algún otro
signo de vida; algún
animal o ser humano, algo que le dijera qué época era, si
pasada o futura.
"El período Trilobites, tal vez. No, no puede ser
Trilobites: fíjate en esas abejas.
Esta es la grieta que investigaciones Terran ha tratado de
descubrir hace treinta años—
se dijo—. Pero el cretino que la encontró la utilizaba para
sus viles propósitos, para el
solo fin de esconder a su querida. ¡Vaya tarado!"
Erickson echó a andar lentamente, paso a paso. Tras de allí
se movía una figura.
Protegiendo sus ojos del resplandor del cielo, para
descubrir qué era. ¿Un hombre
primitivo? ¿Un Cro-Magnon o algo parecido? ¿Un majestuoso
habitante del futuro, tal
vez? Sus ojos bizquearon: era mujer; lo supo por los
cabellos. Llevaba pantalones
anchos y corría hacia él. Cally —pensó—. La amante del doctor
Sands viene hacia mí.
Pensará que soy Sands. Presa del pánico, se detuvo. ¿Qué
hago?—se preguntó—. Es
mejor regresar y pensarlo bien."
Comenzó a volverse en la dirección en que había venido. Por
el rabillo del ojo vio
que los brazos de la muchacha se levantaban peligrosamente.
¡No! —pensó—. ¡No lo
haga!"
Trató de alcanzar el pequeño y confuso aro del transcursor
que conectaba los dos
mundos, pero sobre su cabeza pasó el brillo rojizo de un
rayo láser dirigido a él.
"No me has dado"—pensó, aterrorizado—. Pero...
—escudriñó el aire buscando la
entrada, la encontró. Comenzó a introducirse en ella. Pero
la próxima vez... —temió—.
¡La próxima vez que lo dispare!—gritó sin mirarla. Su voz
resonó en el prado de flores
donde estaban las abejas.
El segundo rayo láser le alcanzó en la espalda. Extendió la
mano y la vio pasar a
través de él desapareciendo por el otro lado. Se había
salvado pero él no. Ella le había
matado; era demasiado tarde ahora, demasiado tarde para
escapar.
"¿Por qué no habrá aguardado?—se preguntó ¿Por qué no
habrá esperado a ver
quién era. Debía de estar asustada."
De nuevo el golpe seco del rayo láser. Esta vez le alcanzó
en la nuca y eso fue
todo. No había retorno para él, no podría regresar a la
seguridad del tubo.
Rick Erickson estaba muerto.
Situado en el otro extremo del transcursor del doctor Sands,
Stuart Hadley esperó
nerviosamente hasta que vio aparecer los dedos de Rick
Erickson a través de la pared
cercana al piso; los dedos se crispaban como por algún
dolor. Hadley se agachó y
cogió a Rick por la muñeca.
"Trata de regresar", supuso y tiró del brazo con
toda su fuerza.
Lo que consiguió arrastrar dentro del tubo fue un cadáver.
Se incorporó aterrado; vio los nítidos orificios y
comprendió que Erickson había sido
asesinado con un rifle láser, probablemente a distancia.
Trastabillando a lo largo del
tubo, alcanzó el mando del transcursor e interrumpió el paso
de energía. La débil luz
del aro de entrada se desvaneció en seguida y entonces
supo—o así lo esperó—que
ahora, quienesquiera que hubieran matado a Rick Erickson, no
podrían venir tras él.
—¡Pethel!—gritó—. ¡Venga aquí abajo!
Corrió hasta el intercomunicador que había en la mesa de
trabajo de Rick.
—Señor Pethel—dijo—. Venga al sótano en seguida. Erickson
está muerto.
Instantes después, Darius Pethel, junto a él, examinaba el
cadáver del técnico.
—Debe de haber encontrado lo que buscaba, —murmuró Pethel,
pálido y
tembloroso—. Pero ha pagado cara su curiosidad; muy cara.
—Tendríamos que llamar a la policía—observó Hadley.
—Sí —admitió Pethel, anonadado—. Por supuesto. Veo que ha
cortado la energía.
Bien hecho. Será mejor que le dejemos solo. Pobre diablo;
verdaderamente pobre
diablo; mire lo que ha ganado por haberlo imaginado todo.
Fíjese, tiene algo en la
mano.
Se inclinó y abrió los dedos de Erickson. La mano agarraba
un puñado de hierba.
—No hay trasplante que le salve—comentó Pethel—. Porque el
rayo le dio en la
cabeza. Alcanzó el cerebro. De todos modos, el mejor
cirujano de trasplante es Sands
y él no haría nada por ayudarle. puede estar seguro.
—Un lugar donde hay hierba...—murmuró Hadley—. ¿Dónde
estará? En la Tierra,
no. No ahora, no.
—Debe de ser en el pasado—señaló Pethel—. O es posible
viajar muy atrás en el
tiempo.
¿No es fantástico? —La aflicción transformó su rostro—. Vaya
comienzo: un buen
individuo muerto... —dijo—. ¿Cuántos le seguirán? Imagínese
la importancia que
tendrá para este hombre su reputación, hasta el punto de
permitir una cosa así. O tal
vez no esté enterado; tal vez le haya dado el arma a la
chica para que se defienda.
Digo en el caso de que los detectives de su mujer la
encontraran. Por otra parte, no
estamos seguros de que lo haya hecho ella; puede haber sido
alguna otra persona, no
Cally Vale. ¿Qué sabemos nosotros? Todo lo conocemos es que
Erickson está muerto.
Y que en su teoria algo fallaba básicamente.
—Usted podrá concederle a Sands el beneficio de la duda, si
quiere—apuntó
Hadley—. Pero yo no.
Luego se puso de pie, suspiró estremecido e insistió:
—Llamamos a la policía, ¿no? Llame usted; no podría hacerlo.
Llame usted,
Pethel.
Con poca firmeza, Pethel caminó hacia el videófono que había
en la mesa de
Erickson, extendiendo su mano torpemente, como si su sentido
del deber hubiera
comenzado a desintegrarse. Cogió el receptor y se volvió
hacia Hadley, diciéndole:
—Espere, es un error. ¿Sabe a quién debería llamar? A los
fabricantes. Debemos
informar esto en Investigaciones Terran; es lo que están
buscando. Ellos tienen
prioridad.
Mirándole muy serio, Hadley protestó:
—Yo... no estoy de acuerdo.
—Esto es más importante de lo que usted o yo pensamos—dijo
Darius Pethel,
comenzando a marcar el número—. Más importante que Sands y
Cally Vale o
cualquiera de nosotros. Aun habiendo muerto uno de los
nuestros. Ni siquiera eso
cuenta. ¿Sabe en qué estoy pensando? En la posible
emigración. Usted vio la hierba
en la mano de Erickson. Sabe lo que significa. Significa que
la muchacha que hay al
otro lado, o quienquiera que haya matado a Rick puede irse
al diablo. Significa que
cualquiera o todos nosotros juntos, nuestros sentimientos y
nuestra vida si es necesario
pueden emigrar.
Oscuramente, Stuart Hadley comprendió. O eso pensó.
Entonces dijo a Pethel:
—Pero es probable que la chica mate al próximo viajero.
—Deje que se ocupe IT de eso—indicó Pethel, lentamente—. Es
problema de ellos.
Tienen policía particular y guardias armados que usan en las
patrullas de vigilancia;
que los envíen primero a ellos.
Su voz continuó áspera:
—¿Qué les supone perder un par de hombres? La vida de
millones de personas
está en juego ahora. da cuenta, Hadley? ¿Comprende?
—Sí —respondió Hadley, asintiendo con la cabeza.
—Además—explicó Pethel, más calmado ahora—, el caso está
legítimamente
dentro de la jurisdicción de IT, porque ocurrió en uno de
sus transcursores. Fue un
accidente; piense que ha sido eso. Entre un de entrada y
otro de salida. Inevitable,
tremendo. Como es natural, la compañía debe saberlo.
Volvió la espalda a Hadley, concentrándose en el videófono.
—Estoy tramando algo—informó Salisburv Heim al candidato
presidencial Jim
Briskin— que no le va a gustar. He estado hablando con
George Walt.
En el acto, Jim Briskin exclamó:
—No hay trato. No con ellos. Sé lo que quieren y me opongo,
Sal.
—Si no negocias con George Walt —afirmó Jim—, tendré que
renunciar a ser tu
asesor. Desde ese discurso de recreación planetaria,
simplemente no aguanto más.
Las circunstancias se presentan muy mal para nosotros, tal
como están no podemos,
encima, permitir que George Walt se pongan en contra
nuestra.
—Aún no te has enterado—señaló Jim Briskin después de una
pausa—de algo
peor. Ha llegado un telegrama de Bruno Mini. Está encantado
con tu discurso y viene
hacia aquí, según sus palabras para aunar esfuerzos.
Heim insinuó:
—Pero todavía estás a tiempo de...
—Mini ya ha hablado con los corresponsales de los
periódicos. Es demasiado tarde
para echarse atrás. Lo siento.
—Vas a perder.
—De acuerdo. Perderé entonces.
—Lo que me saca de quicio —expresó Heim amargamente—es que,
aun si ganas
las elecciones no podrás hacer todo lo que te propones; un
hombre no puede alterar
tanto las cosas. El satélite Salón de los placeres
continuará existiendo; los i continuarán
existiendo y también Nonovulid y consejeros de abortos:
podrás hacer alguna que otra
modificación, pero no...
Dejó de hablar porque Dorothy Gill había entrado buscando a
Jim.
—Hay una llamada para usted, señor Bris —anunció la joven—.
La persona dice
que es urgente, pero que no va a quitarle mucho tiempo.
También dice que usted no le
conoce, así que no ha dado su nombre.
Y agregó:
—Es Col. Si eso le ayuda a identificarle.
—Pues no—dijo Jim—. Pero le atenderé de todos modos.
Se alegraba de poder interrumpir la conversación con Sal; a
su rostro asomaba el
alivio.
—Traiga el videófono aquí, Dotty.
—Sí, señor Briskin.
Desapareció y al instante estuvo de vuelta con el rato.
Jim le dio las gracias. Luego presionó un botón y al
soltarlo, la pantalla del
videófono se iluminó. En ella se formó el rostro moreno y
agradable de un hombre de
ojos penetrantes, bien vestido y evidentemente agitado.
—¿Quién es éste?—se preguntó Sal Heim—. Yo lo conozco. He
visto su fotografía
en alguna parte. Luego identificó al hombre. Era el famoso
investigador neoyorquino
que trabajaba para Myra Sands; un hombre llamado Tito
Cravelli, un individuo duro.
¿Para qué quería a Jim?
La imagen de Tito Cravelli comenzó a hablar:
—Señor Briskin, tengo mucho interés en almorzar con usted.
En privado. Hay algo
que quiero proponerle a solas que es de vital importancia
para usted. Tan vital que
nadie más debe estar presente.
"Puede ser un intento de asesinato—pensó Sal—. Algún
fanático de ASEO enviado
por Verne el y su pandilla de petimetres."
—Es mejor que no vayas, Jim—recomendó en voz alta.
—Tal vez, pero de todos modos iré —declaró y mirando a la
pantalla, preguntó—:
¿En dónde y a qué hora?
Tito Cravelli repuso:
—Hay un pequeño restaurante en el barrio bajo de Nueva York,
en la manzana
número quinientos en la Quinta Avenida; suelo comer siempre
allí: la comida es hecha
a mano. Se llama Scotty's Place. ¿Qué le parece? Digamos a
las trece, hora de Nueva
York.
—Aceptado—dijo Jim—. En Scotty's Place trece. He estado
otras veces allí.
Atienden bien a los Cols.
—Todo el mundo atiende bien a los Cols, estoy entre
ellos—aseguró Tito, cortando
la comunicación. La pantalla se oscureció.
—Esto no me gusta nada—manifestó Sal Heim.
—De todos modos, estamos en bancarrota recordó Jim,
sonriendo
lacónicamente—. ¿No lo decías hace un minuto? Creo que ha
llegado el momento de
intentarlo todo. De probar cualquier cosas, incluso ésta.
—¿Qué le diré a George Walt? Están esperando. Quedamos en
que yo organizaría
una visita tuya al satélite dentro de las veinticuatro
próximas horas o sea, antes de las
nueve de esta noche.
Antes de continuar, Sal Heim sacó su pañuelo y se enjugó la
frente:
—A partir de entonces...
—A partir de entonces—prosiguió Jim por él— emprenderán una
campaña
sistemática contra mí.
Sal asintió.
—Puedes comunicar a George Walt—dijo kin—que en el discurso
que pronunciaré
hoy en Chicago voy a comenzar abogando por la clausura del
satélite. Y si salgo
elegido...
—Ya lo saben—mencionó Sal—. Hay un informante.
—Siempre hay un informante —puntualizó sin perturbarse en lo
más mínimo.
Sal llevó la mano al bolsillo interior de su chaqueta y
extrajo un sobre lacrado.
—Aquí tienes mi renuncia.
Hacía tiempo que la llevaba consigo.
Jim Briskin aceptó el sobre; lo guardó sin abrirlo. Confío
en que escucharás el
discurso de esta tarde, Sal—expresó—. Va a ser muy
importante.
Sonrió tristemente a su ex asesor de campaña; la pena que le
causaba la ruptura
de aquella relación se reflejaba en los profundos surcos de
su rostro, la escisión había
tardado en producirse; pero estaba en la atmósfera desde sus
primeras discusiones.
No obstante, Jim estaba dispuesto a continuar de todos
modos. Y a hacer lo que
debía ser hecho.
Mientras volaba en un taxi hacia Scotty's Place, Briskin
pensaba:
"Por lo menos ahora no tengo que tomarle el pelo a
Furton Sands; no tengo por
qué seguir las indicaciones de Sal en ningún sentido, puesto
que si ya no es mi asesor,
no puede decirme lo que debo hacer." En cierto modo era
un alivio. Pero a un nivel
profundo, Jim Briskin se sentía muy infeliz.
"Voy a tener problemas desenvolviéndome sin la ayuda de
Sal—comprendía—. No
quiero seguir adelante sin él..."
Pero ya estaba hecho. Sal, con su esposa Patricia, había ido
a su casa en
Cleveland, a tomar un siempre postergado descanso. Y Jim
Briskin, junto a su escritor
de discursos, Phil Danville, y su secretaria de prensa,
Dorothy Gill, viajaba en dirección
opuesta hacia el centro de Nueva York, con sus pequeños comercios
y restaurantes,
sus viejos y decadentes edificios de apartamentos y todas
sus anticuadas oficinas
microscópicas, donde continuamente tenian lugar las
transacciones más peculiares y
ocultas; un mundo que intrigaba a Briskin, pero también un
mundo que apenas
conocía; había estado apartado de él la mayor parte de su
vida.
Phil Danville, que estaba sentado a su lado, habló:
—Puede ser que regrese, Jim. Tú sabes cómo se pone Sal
cuando está saturado
de problemas, estalla y cae en pedazos. Pero después de
haraganear una semana...
—Esta vez no será así—afirmó Jim—. La separación es
irreversible.
—A propósito —comentó Dorothy—. Antes de irse, Sal me dijo
quién es el hombre
que va a encontrarse con usted. Sal le reconoció. ¿No se lo
ha dicho? Es Tito Cravelli,
el detective de Myra Sands.
—No lo sabía—repuso Jim.
Sal no le había dicho nada. El tiempo en que Heim le
brindaba los beneficios de su
experiencia había concluido.
Se detuvo brevemente en la sede republical-liberal de Nueva
York para dejar a Phil
Danville y a Dorothy Gill, y luego siguió solo a encontrarse
con Tito Cravelli.
Cuando llegó a Scotty's Place, Cravelli estaba esperándole,
nervioso y algo fuera
de sí, en una cabina al fondo del restaurante.
—Gracias, señor Briskin —dijo Tito Cravelli mientras Jim se
sentaba frente a él—
apuró el resto de café que quedaba en su taza y expiicó—:
Seré breve; lo que pido a
cambio de mi información es mucho. Quiero su promesa formal
de que cuando le elijan
presidente, porque gracias a esto le elegirán, me dará un puesto
en su gabinete.
Luego quedó en silencio.
—Hombre—observó Jim, suavemente—. ¿No quiere nada más?
—Me lo he ganado—manifestó Cravelli—. Por haberle conseguido
esta
información. Tuve acceso a ella a través de alguien que
trabaja para mí en...
Se interrumpió de súbito y especificó:
~Quiero el cargo de secretario de Justicia. Creo que podré
desempeñarlo bien...
Creo que seré un buen secretario de Justicia. Y si no, usted
puede despedirme. Pero
primero tendrá que darme la oportunidad de probar.
—Dígame cuál es su información. No puedo prometerle tal cosa
sin saber de qué
se trata.
Cravelli vaciló:
—Una vez que se la haya dicho... No, no es necesario— usted
es honesto, Briskin.
Todo el mundo lo sabe. Bien, hay un camino para que pueda
desembarazarse del
problema de los bibs. Puede ponerlos de nuevo en actividad,
en plena actividad.
—¿Dónde?
—Aquí no—respondió Cravelli—. En la Tierra no. Un hombre que
trabaja para mí y
que descubrió esto de un empleado de Investigaciones Terran.
¿Qué le sugiere eso?
Después de una pausa, Jim Briskin contestó:
—Que han conseguido abrir una brecha.
—Ellos, no. Ha sido una pequeña firma. Un revendedor de
Kansas City, mientras
reparaba un transcursor instantáneo. La abrieron ellos; o
mejor dicho, la encontraron, la
descubrieron. El transcursor está ahora en IT; los
ingenieros de la fábrica están
estudiándolo. Se lo llevaron al Este sin perder tiempo
apenas el revendedor les avisó.
Sabían lo importante que era. Tan bien como usted o yo o mi
hombre, el vendedor.
—¿Adónde conduce la grieta? ¿A qué período?
—A ningún período de tiempo. Evidentemente. La conversión
parece haberse dado
en términos espaciales, según se ha podido determinar. Un
planeta con una masa casi
igual a la de la Tierra, atmósfera similar, fauna y flora
bien desarrolladas, pero no es la
Tierra: han conseguido una fotografía del cielo y sobre ella
han realizado una lectura
estelar. Dentro de unas horas habrán trazado una carta
celeste exacta y sabrán a qué
sistema pertenece. Aparentemente está a una distancia enorme
de aquí. Demasiado
lejos para que nuestras naves espaciales intenten llegar
allí, por lo menos durante unos
cuantos años. Esta grieta, este paso directo, tendrá que ser
utilizado cuanto menos
durante dos décadas más.
La camarera llegó en busca de la petición de Jim.
—Un Perkin's Syn-Cof—pidió éste, distraído.
La camarera se fue.
—Cally Vale está allí—dijo Cravelli.
—¡¿Qué?!
—El doctor la llevó. Esa es la causa de que el vendedor se
pusiera al habla
conmigo; como usted sabrá, yo estaba contratado para
encontrar a Cally y hacer que
se presentara a declarar en el juicio. Es un lío; disparó
con láser a un empleado del el
vendedor de Kansas City, su único y extraordinario técnico
en transcursores. Había
pasado al otro lado para explorar. Lástima por él. Pero en
el marco de todas las
cosas...
—Sí —concedió Jim Briskin. Cravelli tenía razón; era en
realidad un precio mínimo.
Estando en juego tantos millones de vidas y tantos otros
millones potencialmente.
—Como era de esperar, IT ha declarado todo esto
ultrasecreto. Ha extendido una
amplia red de seguridad. Yo he sido muy afortunado al
enterarme. Si no hubiera tenido
desde antes a ese hombre allí...
Terminó la frase con un gesto.
—Le daré el cargo que me pide—prometió Jim—Secretario de
Justicia. No me
parece el más indicado, pero creo que es justo.
"Vale la pena—se dijo—. Cien veces. Para mí y para
cualquier otro ser sobre la
Tierra, bibs y no bibs todos por igual."
Desbordando alivio y regocijo, Tito Cravelli exclamó:
—¡Maravilloso! ¡No puedo creerlo! ¡Es estupendo!
Extendió su mano para estrechar la de Jim, pero no se dio
cuenta. Su mente
estaba demasiado ocupada como para pensar en felicitar a
Tito Cravelli. Pensó: "Sal
Heim se fue demasiado pronto. Debía haberse quedado."
Ahí la intuición política de Sal
Heim; en el momento crucial le había fallado.
Sentada en su oficina, la consejera Myra Sands, leía una vez
más el breve informe
de Tito Cravelli. Pero ya, al otro lado de su ventana, la
máquina de noticias de uno de
los periódicos más importantes había dado la primicia de que
Cally Vale había sido
encontrada; la policía ya lo había hecho público.
"No creí que Tito lo lograra —se dijo Myra—. Estaba
equivocada. Se ha ganado el
sueldo, por alto que sea".
Enseguida se regodeó, pensando: "Será un gran
juicio."
De una oficina cercana, probablemente la firma de corretajes
de la puerta contigua,
se escuchó amplificado el sonido de una voz de hombre, luego
descendió a un
volumen más razonable. Alguien había encendido el televisor
y veía al candidato
presidencial republicano-liberal pronunciar su último
discurso.
"Tal vez yo también debiera escucharlo", pensó
Myra, y se decidió a encender el
televisor de su escritorio.
La pantalla se iluminó y en ella aparecieron los oscuros y
acentuados rasgos de
Jim Briskin. Myra hizo girar su silla en dirección al
aparato, dejando de lado, por el
momento, el informe de Tito. Al fin y al cabo, cualquier
cosa que dijera James Briskin
se había vuelto importante; fácilmente él podría el próximo
presidente.
—...Una acción inicial de mi parte—decía Briskin—, y que
muchos de vosotros
podréis reprochar pero que es muy cara a mis sentimientos,
será iniciar una acción
legal en contra del satélite llamado Salón de los placeres.
He reflexionado mucho sobre
este propósito; la mía no es una decisión apresurada, por el
contrario, mucho más vital
que eso, creo que veremos al satélite Salón de los placeres
convertido en algo
totalmente inocuo. Eso será lo mejor. El rol de la
sexualidad en nuestra sociedad podrá
retornar a su cauce biológico: como medio hacia la procreación
antes que como un fin
en sí mismo...
"¿De veras?—pensó Myra, jocosamente—. ¿Y como?"
—Voy a daros parte de una noticia, de la que ninguno de
vosotros ha oído hablar—
continuó Briskin—. Provocará en vuestras vidas un cambio
fundamental tan grande, de
hecho, que es imposible que alguien pueda prever su alcance
en este momento.
Finalmente, se abre para nosotros una nueva posibilidad de
emigración. En
Investigaciones Terran, la...
En el escritorio de Myra, el videófono comenzó a sonar.
Myra, maldiciendo por la
interrupción, bajó el volumen del televisor y tomó el
receptor.
—Habla la señora Sands—dijo—. ¿Podría volver a llamar dentro
de unos minutos,
por favor? Gracias. Estoy terriblemente ocupada ahora.
Era Art Chaffy, el joven moreno.
—Queríamos saber qué ha decidido usted—farfulló en tono de
disculpa, pero sin
cortar la comunicación—. Es muy importante para nosotros,
señora Sands.
—Sé que lo es, Art—arguyó Myra—. Pero si pudieras aguardar
algunos minutos, tal
vez media hora...
Se esforzaba por escuchar lo que James Briskin decia en el
televisor. Apenas
podía desentrañar el murmullo de palabras. ¿Cuál era la
noticia? ¿Adónde iban a
emigrar? ¿A una zona virgen?
"Bueno, no podía ser de otro modo —reflexionó Myra—.
Pero, ¿dónde es? ¿Va a
extraer este mundo virgen de la manga, como por arte de
magia, Briskin? Porque si es
así, querría ver cómo lo hace, valdría la pena el
espectáculo."
—De acuerdo —respondió Art Chaffy—. Llamaré más tarde,
señora Sands. Y
discúlpeme por haberla molestado.
Colgó.
—Deberíais estar escuchando el discurso de Briskin—observó
Myra, a media voz,
mientras hacía rodar su silla hacia el televisor, e
inclinándose, movió el control del
volumen—. Vosotros más que nadie. La voz de Briskin tenía
ahora un nivel claramente
mayor.
—...Y según los informes de que dispongo—decía gravemente—,
tiene una
atmósfera casi idéntica a la de la Tierra, a la vez que su
masa es similar
"¡Dios mío!—se dijo Myra, afligida—. En ese caso me
quedaré sin trabajo. Nadie
volverá a precisar a los agentes de mi especialidad. Pero
francamente me alegro igual.
Es una tarea que querría ver cumplida. De una vez por
todas."
Con las manos tensas, escuchó el resto del trascendental
discurso de James
Briskin desde Chicago.
"¡Caramba! —exclamó para sí—. Este descubrimiento es un
trozo de historia viva.
Si es cierto. Si no es sólo un truco propagandístico."
En algún lugar dentro de ella, sabía que era verdad. Porque
Jim Briskin no era la
clase de persona que podía inventar algo así.
En la sucursal de Oakland, California, del Ministerio de
Bienestar Social Especial,
Herbert Lackmore también escuchaba el discurso del candidato
presidencial Jim Briskin
desde Chicago, transmitido por todos los canales de
televisión desde el satélite.
"Esta vez le elegirán—comprendió Lackmore—. Tal como
temía, tendremos por fin
un presidente Col. Y si lo que dice es cierto, esto de la
emigración a un mundo virgen
con fauna y flora similares a de la Tierra, significa que
despertarán a todos los bibs. De
hecho—caía en la cuenta con un dejo de temor—, quiere decir
que no habrá más bibs.
Ni uno más.
También significaba que el trabajo de Herb Lackmore llegaría
a su fin. Y en
seguida.
"Por culpa suya —dijo Lackmore para sí— quedaré sin
trabajo; igual que todos los
Cols que llegan aquí día y noche. Seré como uno de esos
adolescentes mexicanos o
portorriqueños que no tienen perspectivas ni ilusiones. Todo
lo que he logrado en años
y años de trabajo, desbaratado por esto.
Completamente."
Los dedos temblorosos de Herb Lackmore buscaban en las
páginas de la guía
telefónica local.
Era el momento de hablar—y unirse—a la organización de Verne
Engel,
autodenominada ASEO.
Porque ASEO no se quedaría con los brazos cruzados ante una
eventualidad de tal
naturaleza; no si pensaban como él.
Era el momento de que ASEO interviniera. Y no necesariamente
de un modo
pacífico; era demasiado tarde para usar medios no violentos.
Ahora se imponía algo
más. Mucho más. La situación había dado un vuelco terrible y
se hacía necesario
rectificarla por medio de una acción rápida y directa.
"Y si ellos no quieren —pensó Lackmore—, lo haré yo. No
tengo miedo; sé cómo
hacerlo."
El rostro de Jim Briskin aparecía decidido cuando dijo desde
la pantalla de
televisión:
—...Proporcionará una solución natural a las presiones que
ejerce la sociedad
sobre cada uno de nosotros. Podremos elegir con libertad al
menos...
—¿Sabes lo que esto significa?—preguntó George a su hermano
Walt.
—Sí, lo sé—respondió Walt—. Que ese imbécil de Sal Heim no
consiguió
absolutamente nada de lo que habíamos acordado. Tú sigue mirando
a Briskin; yo
hablaré con Verne Engel y concertaré ciertos arreglos con
él. Es un sujeto en quien
podemos confiar.
—De acuerdo—aceptó George, asintiendo con la cabeza
compartida.
Mantuvo su ojo fijo en el televisor, mientras su hermano
marcaba el número en el
videófono.
—Todo ese cotorreo inútil con Sal Heim—refunfuñó Walt,
callándose cuando su
hermano le codeó señalándole que quería escuchar a Briskin—.
La culpa...
Volvió su ojo a la pantalla del videófono.
En la puerta de la oficina apareció Thisbe con una túnica de
piel de cervatillo que
alternaba con franjas de magnífica transparencia.
—Ha regresado el señor Heim—informó a los hermanos—. Para
veros. Parece
abatido.
—No tenemos nada que hablar con él—señaló con ira George.
—Dígale que se vaya a la Tierra—agregó Walt. Y a partir de
este momento, el
satélite estará cerrado para él; no podrá visitar a ninguna
de nuestras chicas, no
importa lo que ofrezca. Hay que dejarle morir como un
miserable, consumido por la
frustración. No se merece otra cosa.
George le recordó ácidamente:
—Heim no necesitará venir a nosotros, si Briskin está
diciendo la verdad.
—Claro que está diciendo la verdad—afirmó Walt—. Es
demasiado tonto para
mentir; no sabe hacerlo.
Su llamada se había conectado a un circuito privado. En la
pantalla del videófono
apareció la imagen de uno de los sirvientes personales de
Verne Engel, vestido con el
brillante uniforme plateada verde de ASEO.
—Póngame directamente con Verne —ordenó Walt, usando la boca
común justo
cuando George iba a añadir más advertencias a Thisbe—.
Dígale que le habla Walt,
desde el satélite.
—Vete de aquí—dijo George a Thisbe, cuando Walt terminó de
hablar—. Estamos
ocupados.
Thisbe clavó su mirada en él y luego cerró la puerta tras de
sí.
El rostro enjuto y vacilante de Verne Engel cobró vida en la
pantalla.
—Veo que por lo menos la mitad de vosotros está siguiendo
ese populachero
sermón de Briskin—apuntó Engel—. ¿Cómo habéis decidido quién
de vosotros me
llamaba y quién escuchaba a ese Col?
Sus falsos rasgos se contrajeron en una mueca despectiva.
—Oiga, ya está bien de bromas—protestaron simultáneamente
George Walt.
—Disculpadme. No quise ofenderos—adujo Engel sin cambiar su
expresión—.
Bueno, ¿en qué puedo serviros? Sed breves, por favor; yo
también quiero escuchar
esa perorata.
—Usted va a precisar ayuda —dijo Walt a Engel—. Si es que
piensa detener a
Briskin ahora. Este discurso lo va a encumbrar y no creo que
las transmisiones que
habíamos planeado para combatirle sean suficientes. El
discurso es condenadamente
inteligente. ¿No crees, George?
—No cabe duda—repuso George, con el ojo fijo el televisor—.
Y mejora a cada
instante. Apenas está empezando; es muy persuasivo el
maldito.
Con su ojo fijo en la pantalla del videófono, Walt continuó:
—Ha oído cómo nos ha atacado Briskin; debe haber escuchado
esa parte... Es
seguro que todo país la ha oído. La recreación planetaria no
era suficiente; también
tenía que emprenderla con nosotros. Planes muy ambiciosos
para un Col, pero es
evidente que tanto él como sus asesores creen que puede
cumplirlos Veremos. El
momento es crucial. ¿Qué piensa hacer usted, Engel?
—Tengo mis planes—aseguró Engel—. Tengo mis planes.
—¿Aun piensa en la no violencia?
No hubo respuesta verbal, pero el rostro de Engel se
contrajo sospechosamente.
—Venga al Salón —propuso Walt—, y aquí hablaremos. Creo que
mi hermano y yo
podremos hacer una donación a ASEO, del orden de los diez u
o millones, digamos.
¿Será suficiente? Con ese dinero debería poder comprar lo
que necesita.
Pálido por la conmoción, Engel tartamudeó:
—Seguro, George o Walt, quienquiera que sea.
—Entonces, suba lo antes posible—indicó Walt y colgó,
diciendo a su hermano—:
Creo que él lo hará por nosotros.
—Un tarado así no puede hacer nada bien—objetó George, con
amargura.
—¿Qué diablos quieres que hagamos, entonces? —inquirió Walt.
—Haremos lo que se pueda. Ayudaremos a Engel, le
incitaremos, le obligaremos,
si hace falta. Pero no podemos cifrar nuestras esperanzas en
él. No por completo, por
lo menos. Debemos hacer algo por nuestra cuenta para asegurarnos.
Es imprescindible
asegurarnos; esto es muy serio. Ese Col está en verdad
decidido a clausurarnos el
negocio.
Ambos ojos se volvieron hacia la pantalla del televisor, y
ambos, George Walt, se
sentaron en su especialmente ancho canapé para escuchar el
discurso.
En el lujoso apartamento que poseía en Reno, doctor Lurton
Sands escuchaba,
absorto ante su televisor, el discurso que el candidato Col,
James Briskin dirigía desde
Chicago. Sabía muy bien lo que significaba para él. Sólo
había un lugar al que Briskin
pudiera referirse como "un mundo lozano y virgen".
Obviamente, Cally había sido hallada.
Lurton Sands fue hasta su escritorio, cogió una pistola
láser y la deslizó en el
bolsillo de su chaqueta.
"Me sorprende que pudiera hacerlo —pensó—. Beneficiarse
a costa de
perjudicarme: evidentemente le he subestimado. Ahora, todas
las vidas que yo podría
haber salvado se perderán. Por causa de esto. Briskin es el
responsable..., me ha
quitado de las manos el poder de curar, ha debilitado las
fuerzas que trabajan por el
bien del hombre."
Sands llamó por videófono a una compañía local e taxis a
reacción:
—Quiero un taxi para ir a Chicago—pidió—. Lo más rápido
posible.
Dio su dirección y salió apresurado hacia el ascensor.
"Myra, sus detectives y los periódicos tienen otro
cómplice para asediarnos a Cally
y a mí. Ahora se les ha unido Briskin. ¿Cómo ha podido
ponerse de su lado? ¿No he
demostrado claramente lo que soy capaz de hacer al servicio
de las necesidades del
hombre? Briskin tiene que estar al corriente; esto no puede
ser mera ignorancia por su
parte."
Sands, frenético ya, se preguntó:
"¿Será posible que Briskin quiera que los enfermos
mueran? Toda esa gente que
aguarda que yo acuda a ellos, que necesita de mi ayuda...,
ayuda que después de mi
muerte nadie más podrá brindarles."
Palpando la pistola láser que llevaba en el bolsillo, dijo
en voz alta, sombrío:
—¡Qué fácilmente te equivocas respecto a otras personas!
"Pueden engañarte con tanta facilidad —pensó— o
desorientarte deliberadamente.
¡Deliberadamente, sí!"
El taxi a reacción llegó a toda velocidad, se detuvo junto
al bordillo y sus puertas se
deslizaron hacia atrás.
Cuando terminó su discurso, Jim Briskin se acomodó en la
butaca y supo que esta
vez, por lo menos, había hecho un excelente trabajo. Había
sido el mejor discurso de
su carrera política, y en algunos aspectos, el único en
verdad decente.
"Y ahora, ¿qué?—se preguntó—. Sal se ha ido y junto con
él, Patricia. He
agraviado a los poderosos e inmensamente ricos hermanos
George Walt por no
mencionar a Thisbe. Y los de Investigaciones Terran, que
tampoco son poca cosa, se
pondrán furiosos por haber divulgado lo de la brecha. Pero
nada de esto importa.
Tampoco el hecho de verme obligado a nombrar a un conocido
detective secretario de
Justicia; ni siquiera eso cuenta. Mi deber era pronunciar
este discurso, apenas Tito trajo
la información. Y es exactamente lo que hecho. Al pie de la
letra. Pase lo que pase."
Llegando hasta él, Phil Danville le dio unas palmadas
calurosas en la espalda.
—Fue un magnífico alboroto, Jim —le felicitó—. Te has
lucido.
—Gracias, Phil—murmuró Jim.
Estaba cansado. Saludó con un gesto a los cámaras, y junto a
Danville, marchó a
reunirse con la camarilla del partido, que aguardaba al
fondo del estudio.
—Necesito un trago—les dijo, mientras varios le extendían
sus manos, deseosos
de estrecharla . Después de lo que he dicho...
"Me pregunto qué hará la oposición —se dijo— ¿Qué dirá
Bill Schwarz? Nada,
¿qué puede decir? He corrido el velo de la cuestión y no voy
a echarme atrás. Ahora
que todos saben que hay un lugar al que podemos emigrar, el
traslado se pondrá en
marcha. Por multitudes. Gracias a Dios, los almacenes
estarán vacíos. Como debieron
estarlo desde hace años."
"Ojalá hubiera sabido esto antes de promocionar las
técnicas de recreación
planetaria de Bruno Mini. Podía haberlo evitado..., lo mismo
que la ruptura con Sal.
Pero de todos modos —se tranquilizó— seré elegido."
Dorothy Gill le dijo suavemente:
—Jim, creo que ha triunfado.
—Claro que sí—aseguró Phil Danville, sonriendo satisfecho—.
¿Qué tal, Dotty? Ya
no estamos como hace un rato, ¿eh? ¿Cómo consiguió esa
información sobre IT Jim?
Debe de haberle costado...
—Ya lo creo—repuso Jim, brevemente—. Me ha costado mucho.
Pero recuperaré
el costo con creces.
—Y ahora, tomemos un trago—señaló Phil. Hay un bar en la
esquina; lo he visto
cuando venía hacia aquí. Vamos.
Se dirigió hacia la puerta y Jim Briskin le siguió con las
manos en los bolsillos.
Descubrió que la acera estaba atestada de gente. Una
multitud que le saludaba y
vitoreaba; devolvió el saludo, al tiempo que observaba que
entre los entusiastas había
tantos blancos como Cols.
"Buen síntoma", pensó, mientras el grupo se movía
con lentitud hacia el bar que
Phil Danville había mencionado, a través del camino abierto
por la policía de Chicago
entre la densa turba. Una muchacha pelirroja, muy pequeña,
que llevaba un
deslumbrante traje holgado propio de chicas del Salón de los
ptaceres, llegó con
presteza hasta Jim, forcejeando y escurriéndose entre los
presentes.
—Señor Briskin...—llamó.
Jim se detuvo con desgana, preguntándose que sería y qué
querría. Era una de las
chicas de Thisbe Olt, seguramente.
—Dígame—manifestó Briskin, sonriéndole.
—Señor Briskin—expuso la pequeña pelirroja. En el satélite
corre un rumor;
George Walt están tramando algo con Verne Engel, el sujeto
de ASEO.
Cogió a Jim por el brazo, asiéndole con fuerza para
detenerle.
—...Planean asesinarle, o algo así. Cuídese, por favor.
Su rostro estaba tenso por el temor.
—¿Cómo se llama usted?
—Sparkey Rivers. Yo... trabajo allí, señor Briskin.
—Gracias, Sparkey—dijo Jim—. No te olvidaré. Tal vez algún
día te dé un cargo en
el gabinete.
Continuó sonriéndole, pero ella no devolvió la sonrisa.
—Sólo estoy bromeando —aclaró Briskin—. No estés tan
preocupada.
—Creo que van a matarle—insistió Sparke.
—Tal vez—repuso Jim, encogiéndose de hombros.
Era muy posible que lo hicieran. Se inclinó levemente hacia
delante y besó a la
chica en la frente.
—Cuídese usted también—agregó y continuó andando junto a
Phil Danville y
Dorothy Gill.
Después de unos instantes, Phil le preguntó
—¿Qué piensas hacer, Jim?
—Nada. ¿Qué puedo hacer? Esperar, nada más. Apurar mi trago.
—Debería buscar protección—insinuó Dorothy—. Si algo le
ocurriera..., ¿qué
haríamos nosotros? ¿Qué sería del resto de nosotros?
Jim declaró:
—La posibilidad de emigración quedará en pie, aún sin mí.
Podréis despertar a los
durmientes. Como la Cantata
de Bach, Despierta, la voz nos llama. Esa debe ser
vuestra consigna, de ahora en adelante.
—Este es el bar—señaló Phil Danville.
Frente a ellos, un guardia uniformado mantenía la puerta
abierta. Entraron uno por
uno.
—Fue maravilloso que esa muchacha me previniera—observó Jim.
Cerca de él, una voz masculina le interrogó:
—¿El señor Briskin? Soy Lurton Sands hijo. Tal vez haya
leído sobre mí en los
periódicos.
—¡Oh, sí! —respondió Jim, sorprendido, extendiendo su mano
como bienvenida—.
Me alegro de verlee, doctor Sands. Querría...
—¿Me permite hablar, por favor? —le cortó Sands—. Debo
decirle algo. Por culpa
suya se han dañado mi vida y mi trabajo humanitario de dos
vidas. No conteste; no
quiero discutir con usted. Sólo se lo digo, para que
comprenda el porqué. Sands echó
mano a su bolsillo Ahora tenía la ola láser directamente
apuntada al pecho de Jim
Briskin.
—No alcanzo a comprender —puntualizó— qué acto de mi
dedicación a los
enfermos ha podido dolerle, haciéndole volverse en contra
mía; pero todos lo están,
¿por qué no usted?
Apretó el gatillo de la pistola. El arma no disparó Lurton
Sands bajó hacia ella sus
ojos incrédulos.
—Myra, mi mujer —dijo, como disculpándose— Ha quitado la
cápsula de energía.
Sin duda ha creído que la usaría contra ella.
Arrojó la pistola a un lado.
Hubo un instante de silencio y luego Briskin dijo con
sequedad:
—Bien, doctor, ¿y ahora qué?
—Nada, Briskin. Nada. Si hubiera tenido más tiempo, hubiera
podido cerciorarme
de que la pistola tenía su carga, pero tuve que apurarme
para llegar aquí antes de que
usted partiera. Su discurso ha sido en verdad heroico;
ciertamente a mucha gente
causará la impresión de que pretende aliviar los problemas
de la humanidad... Desde
luego, usted y yo sabemos que no es así. Dicho sea de
paso..., sabe usted que no va a
poder despertar a todos los bibs, no podrá realizar del todo
esa tarea, porque algunos
están muertos. Yo soy el responsable de eso. Sobre
cuatrocientos, aproximadamente.
Jim Briskin le miró asombrado.
—Así es—afirmó Sands—. He tenido acceso a los almacenes del
MBSE. ¿Sabe lo
que eso significa? Cada órgano que he tomado ha dado lugar a
un hombre muerto..., o
que no podrá vivir cuando le llegue el turno. Pero supongo
que tarde o temprano debía
ocurrir.
—¿Sería capaz de hacer eso?—preguntó Jim Briskin.
—Ya lo he hecho —corrigió Sands—. Pero recuerde esto: sólo
he matado
potencialmente. Mientras que, en cambio, he salvado a los
que sufren ahora, a los que
están vivos y conscientes en el presente, a los que dependen
en exclusiva de mi
habilidad.
Dos hombres de la policía de Chicago se abrieron paso hacia
él; el doctor Sands se
apartó con brusquedad, irritado, pero los guardias le
cogieron, llevándole entre ellos.
Blanco por el susto, Danville observó:
—Ahí lo tienes, Jim. Casi fue eso, ¿no? La historia se
repite.
Durante el incidente, se había interpuesto entre y Sands,
protegiendo a Briskin.
—Sí —alcanzó a decir Jim.
Su boca estaba seca. Se sentía resignado. Si bien Lurton
Sands no había podido
asesinarle, llegado el momento, cualquier otro podría
hacerlo. Era demasiado fácil. La
tecnología de las armas se había perfeccionado
asombrosamente en los últimos cien
años; cualquiera lo sabía: el asesino ni siquiera tenía que
estar en la zona. Igual que un
acto de magia diabólica, podía hacerlo a distancia. Los
instrumentos eran baratos y
estaban al alcance de cualquiera... incluso, de acuerdo con
la historia, de cualquier
ignorante, de alguien insignificante y despreciable, sin
amigos, dinero o un propósito
fanático o convicción política que le justificara.
El episodio con Lurton Sands no era más que un mero
presagio.
—Bien —murmuró Phil Danville, suspirando—. Creo que debemos
continuar. ¿Qué
quieres tomar?
—Un Black Russian—decidió Jim—. Vodka y...
—Sí, ya sé—interrumpió Phil. Su rostro estaba aún marcado
por el temor y la
conmoción cuando dirigió al mostrador para pedirlo.
Jim se dirigió a Dorothy Gill:
—Si me mataran, habré cumplido ya mi tarea. No dejo de
pensar en eso una y otra
vez—dijo—. He puesto en público conocimiento la existencia
de la brecha de IT y eso
basta.
—¿Piensa eso en realidad? —preguntó Dorothy, mirándole sin
parpadear—. ¿Es
tan pesimista respecto a sus posibilidades?
—Sí—afirmó Jim. Tenía sus buenos motivos.
"Tengo el presentimiento —pensó— de que no es época
para que un negro llegue
a ser Presidente."
Los planes secretos de ASEO le llegaron por medio de un
individuo llamado Dave
De Winter. De Winter había ingresado en el movimiento
durante sus comienzos,
proporcionando informes a Tito desde entonces. Ahora,
presurosamente, De Winter
contaba a su jefe la más reciente—y urgente—noticia.
—Lo intentarán esta noche a última hora. El hombre que lo va
a hacer no es
miembro del partido. Su nombre es Herb Lackmore o Luckmore,
y con el equipo que
van a proporcionarle no necesita ser un tirador experto. El
equipo, al que llaman
guijarro fue financiado por George Walt, esos dos
mutantes dueños del Salón de los
placeres.
Tito Cravelli pensó:
"De esto depende mi cargo de secretario de
Justicia."
—Ya entiendo—dijo—. ¿Dónde puedo encontrar a ese tal
Lackmore?
—En su casa de Oakland, California. Probablemente comiendo;
son más o menos
las seis allí.
Tito extrajo de su caja de caudales un rifle láser
desmontable, de poderoso alcance
y mira telescópica; lo dobló y lo ocultó en su bolsillo.
Aquel rifle era estrictamente ilegal,
pero poco importaba ahora; lo que Cravelli intentaba hacer
iba contra ley, con cualquier
clase de arma que usara.
Pero ya era demasiado tarde para encontrar Lackmore o
Luckmore, o como se
llamase. Cuando Lackmore hubiera salido en dirección al Este
para interceptar a Jim
Briskin; sus vuelos, el de Lackmore y el suyo, se cruzarían.
Sería mejor localizar a
Briskin, quedarse cerca de él y atrapar a Lackmore cuando
apareciera. Claro está que
Lackmore no tenía por qué aparecer en el sentido más
estricto de la palabra, teniendo
el tipo de arma que le habían dado los hermanos mutantes.
Podía estar a quince
kilómetros del lugar... y alcanzar a Briskin.
"George Walt tendrán que disuadirle decidió Cravelli—.
Es el único medio seguro...,
pero es relativamente seguro. Debo ir al satélite. Ahora. Si
que pretendo lograr algo."
Los gemelos George Walt no esperarían que fuera no estaban
al corriente de sus
tratos con Jim Briskin; contaba con eso. Además, en el
satélite había tres personas que
trabajaban para él; tres de las chicas. Esto le
proporcionaba tres lugares distintos para
esconderse mientras estuviera allí. Luego, después de
haberse ocupado de George
Walt, esos lugares podrían representar la diferencia entre
salvarse o morir.
Claro está, eso sería si George Walt no quisieran llegar a
un acuerdo con él, si
prefirieran pelear. Si había lucha, perderían; Tito Cravelli
era un tirador excepcional.
Por otra parte, la iniciativa estaba de su lado.
¿Dónde se encontraba en aquel momento el Salón los placeres?
Buscó en el
periódico la página de retenimientos y espectáculos. Si
estaba, por decir lugar, sobre la
India, no había esperanzas; no podría alcanzarlo a tiempo.
De acuerdo con el horario que figuraba en el periodico, el
satélite Salón de los
placeres estaba parado sobre Utah. Podía alcanzarlo en menos
de una hora.
Tenía tiempo suficiente.
—Muchísimas gracias —dijo a Dave De Winter que estaba de
pie, incómodamente
en el centro la oficina, vestido con el uniforme plateado y
verde de ASEO—. Regresa
junto a Engel. Yo me mantendré en contacto contigo.
Dejó la oficina a toda prisa, descendiendo las escaleras
hasta la planta baja.
En cuestión de minutos viajaba en dirección al satélite.
Cuando el taxi descendió sobre la plataforma del Salón de
los placeres, Cravelli se
precipitó por rampa, compró un billete a la rubia empleada
desnuda y se lanzó
velozmente hacia la entrada número cinco, buscando la puerta
de Francy. Creía
recordar que era la ..., pero sus nervios le hicieron dudar.
Quinientas puertas
alineadas en un corredor tras otro... y alrededor suyo, por
todas partes, los retratos
animados de las muchachas, contoneándose y exhibiéndose,
tratando de cautivar su
atención, tentándole a disfrutar de mil placeres.
"Tendré que consultar el cartel indicador—decidió—. Me
llevará un tiempo
precioso, ¿pero qué otra solución me queda?"
Corrió febrilmente por un pasillo hasta llega un panel con
indicaciones y señales
luminosas y todos los nombres de las chicas, encendiéndose y
apagándose según los
cuartos se ocupaban o quedaban libres de clientes.
Era el y estaba
desocupado.
Cuando abrió la puerta, Francy le saludó y se incorporó, parpadeando,
sorprendida
de verle.
—Señor Cravelli —exclamó insegura—, ¿ocurre algo?
Su cuerpo suave estaba apenas cubierto por una blusa pálida
de tela delgada y
barata. Dejó la cama y fue hacia Tito.
—¿En qué puedo servirle? —murmuró—. ¿Está usted por...?
—No es por placer—le informó Tito—. Abróchate la maldita
camisa y escucha.
¿Hay algún modo de que hagas venir aquí a George Walt?
Francy pensó un instante.
—Normalmente no visitan los cuartos —aseguró—. Yo...
—Supón que hubiera problemas. Un cliente que niega a pagar.
—No, aparecería un fornido guardián. George Walt vendrían si
creyeran que el FBI
o alguna otra policía hubiera llegado hasta aquí y estuviera
arrestándonos.
La joven señaló un pulsador oscuro que había en la pared.
—Están aqui para esas emergencias—informó—. Tienen una
fuerte neurosis con
esta cuestión de la policía, creen que vendrá
inevitablemente, de un momento a otro...,
deben tener un gran complejo de culpabilidad. El pulsador
está conectado directamente
con su oficina.
—Úsalo—dijo Cravelli.
Extrajo el rifle de su bolsillo y, sentándose sobre cama de
Francy, comenzó a
montarlo. Pasaron los minutos.
Escuchando con atención junto a la puerta, Francy
preguntó:
—¿Qué es lo que va a pasar aquí, señor Cravelli? Espero que
no...
—Calla—dijo Cravelli de modo tajante.
La puerta se abrió.
Los mutantes George Walt se detuvieron en la entrada, con
una mano en el
picaporte y las otras tres empuñando tres extraños trozos de
metal tubular.
Tito Cravelli les apuntó con el rifle láser y anunció:
—No tengo intención de mataros a ambos, sólo a uno de los
dos. Así dejaría al otro
con medio cerebro muerto, un ojo muerto y un cuerpo en
descomposición unido a él.
No creo que eso os seduzca ¿Podéis amenazarme vosotros con
algo igualmente
desagradable? En verdad, lo dudo.
Hubo un silencio. Luego, uno de ellos—Tito no sabía
cuál—inquirió:
—¿Qué..., qué es lo que quiere?
El rostro estaba demudado, lívido; los dos ojos miraron
atónitos uno a Tito y el otro
a su rifle.
—Pasad y cerrad la puerta —ordenó Tito Cravelli.
—¿Por qué?—preguntaron George Walt—. ¿Qué es lo que
pretende?
—¡Entrad! —exclamó Tito, y esperó.
Los mutantes entraron. La puerta se cerró tras ellos. Se
quedaron mirando a Tito,
asiendo aún los trozos de metal.
—Habla George —dijo entonces la cabeza— ¿Quién es usted?
Seamos
razonables; si está disconforme con el servicio que ha
recibido de esta mujer... No,
hombre, ¿no ves que es un asalto a mano armada?
La cabeza se había interrumpido al apoderar el otro hermano
del aparato vocal:
—Ha venido a robarnos—continuó—; ha traído el arma consigo,
¿comprendes?
—Vais a llamar a Verne Engel —indicó Tito—. Y él va a llamar
a su pistolero,
Herbert Lackmore. Todos vais a hacer que ese tal Lackmore
deje lo que tiene entre
manos y regrese. Lo haremos desde vuestra oficina; naturalmente,
no podríamos
llamar desde este cuarto. Tú, Francy ve delante de ellos;
muéstrame el camino. De
prisa, por favor; no nos sobra el tiempo.
En su interior, el esfínter pilórico comenzó a retorcerse
por los espasmos; apretó
los dientes y, por instante, cerró los ojos.
Un trozo de metal pasó silbando junto a su cabeza.
Tito Cravelli disparó con su rifle láser a George Walt. Uno
de los dos cuerpos se
contrajo, herido en el hombro.
—¿Veis? —observó Tito—. Sería terrible para aquel que
sobreviviera.
—Sí—gimió la cabeza, meneándose torpemente, como una
calabaza, de arriba
abajo—. Haremos lo que nos diga, sea usted quien sea.
Llamaremos a Engel;
arreglaremos todo. Por favor.
Ambos ojos, cada uno fijo en un lugar distinto, parecían
salirse de sus órbitas
debido al miedo. El derecho, que estaba del lado que había
recibido la herida del láser,
se había vuelto opaco por el dolor.
—Así me gusta—dijo Tito.
"Aún puedo ser secretario de Justicia", pensó,
intimándoles con el rifle láser,
encaminó a George Walt hacia la puerta."
El arma con que había sido provisto Herb Lackmore contenía
una costosa réplica
de la masa encefálica de James Briskin. Sólo era necesario
colocar el instrumento a
menos de tres kilómetros de Bris kin, ensamblarle un
manubrio y, por medio del
conmutador, detonarla.
Lackmore había llegado a la conclusión de que era un
mecanismo que causaba
muy poca—o ninguna— satisfacción personal. No obstante,
cumpliría su función; a la
larga, era lo único que importaba.
Y sin duda le aseguraba la huida, o, por lo menos se la
facilitaba
considerablemente.
En aquel momento, las nueve en punto de la noche, Jim
Briskin estaba en un
cuarto del Galt Plaza Hotel, en Chicago, conferenciando con
sus asistentes y
consejeros; algunos piquetes de ASEO, que deambulaban frente
al hotel de
primerísima clase le habían visto entrar y habían dado parte
a Lackmore.
"Me pregunto de dónde habrán salido los fondos para
comprar este aparato —se
decía Lackmore—. Porque estas cosas cuestan un montón de
dinero"
Cuando minutos más tarde hacía los últimos preparativos,
desde la acera en
sombras surgieron unas siluetas macizas y erguidas que se
acercaron al vehículo. Las
siluetas llevaban uniformes verdes y plateados, que
resplandecían tenuemente, como
la luz de la luna.
Cautelosamente, con su aguzada suspicacia, Lackmore abrió la
ventanilla de la
micronave.
—¿Qué queréis?—preguntó a los dos miembros de ASEO.
—Salga —dijo con brusquedad uno de ellos.
—¿Por qué?
A Lackmore se le había helado la sangre. No se movió. No
podía.
—Ha habido una alteración en los planes. Engel lo acaba de
decir por el
intercomunicador portatil. Tiene que entregarnos ese
guijarro.
—No —dijo Lackmore.
ASEO se había rendido en el último momento. El no sabía con
exactitud por qué,
pero así era. El asesinato no se llevaría a cabo como estaba
previsto: era todo lo que
sabía, todo lo que le importaba. Rápidamente, comenzó a
ensamblar el manubrio.
—¡Engel ha dicho que no lo haga!—gritó el hombre de ASEO—.
¿Entiende?
—Entiendo—repuso Lackmore y tanteó, buscando el detonador.
La puerta de su vehículo se abrió de golpe. Uno de los
hombres le cogió por el
cuello, le sacó de un tirón del asiento y le arrastró,
golpeándolo y pateándolo, desde la
nave hasta la acera. El otro le arrebató el guijarro y, con
mucha rapidez y pericia,
desenroscó el detonador de la costosa arma.
Lackmore luchaba y se resistía. No se daba por vencido.
Más le hubiera valido hacerlo. El hombre de ASEO que tenía
el guijarro ya había
desaparecido en la oscuridad de la noche; se había esfumado
con el arma. El guijarro y
los acariciados proyectos de Lackmore se habían malogrado.
—Te mataré —resollaba inútilmente Lackmore intentando
zafarse del corpulento
hombre de ASEO.
—Tú ya no matarás a nadie—respondió el hombre, apretando
cada vez más el
cuello de Lackmore. No era una pelea igualada. Herb Lackmore
estaba desventaja.
Había permanecido demasiados años con los brazos cruzados
detrás de un escritorio y
un mostrador del gobierno.
Lentamente, con evidente placer, el hombre de ASEO le hizo
picadillo. Para ser un
supuesto devoto del culto a la no violencia, era
sorprendente lo bien que lo hizo.
Desde la oficina de los mutantes, con su mullida alfombra de
pelusa de escarabajo
de Titán, Tito Cravelli llamó por videófono a Jim Briskin,
al Gal Plaza Hotel de Chicago.
—¿Cómo está? ¿Bien?—le preguntó.
Una de las enfermeras del satélite Salón de placeres
procuraba en vano curar al
gemelo herido que trabajaba en silencio bajo la vigilancia
de Cravelli, que sostenía su
rifle láser, y de Francy que estaba junto a la puerta con
una pistola que Tito había
encontrado en el escritorio de los mutantes.
—Estoy perfectamente bien —respondió Briskin sorprendido.
Era evidente que podía ver a George Walt detrás de Cravelli.
Tito dijo:
—He cogido a una serpiente por la cola y no puedo dejarla escapar.
¿Se le ocurre
alguna sugerencia? He evitado que le asesinaran pero, ¿cómo
diablos voy a salir de
aquí?
Había comenzado a preocuparse.
Después de meditarlo. Briskin contestó:
—Puedo llamar a la policía de Chicago...
—Olvídelo. No vendrían—observó Cravelli— no tienen
jurisdicción aquí arriba; se
ha comprobado cientos de veces: esto no forma parte de los
Estados Unidos..., ni
hablar, pues, de Chicago.
Briskin declaró:
—Está bien. Puedo enviar algunos voluntarios del partido
para que le ayuden. Irán
donde yo les diga. Tenemos algunos que vienen de enfrentarse
con la gente de Engel
en las calles; ellos sabrán qué hacer.
—Eso es más razonable—comentó Cravelli, aliviado.
Pero su estómago aún le estaba atormentando; apenas podía
soportar el dolor y se
preguntaba si habría algún modo de obtener un vaso de leche.
—La tensión me está venciendo—agregó—. Y no he podido cenar.
Tendrán que
venir muy pronto o, francamente, no resistiré. He pensado
sacar a George Walt del
satélite, pero temo no poder llegar hasta plataforma de
despegue. Tendríamos que
pasar través de demasiados empleados del Salón de los
placeres.
—Está usted exactamente sobre Nueva York—informó Jim
Briskin—. De modo que
no llevará mucho tiempo mandarle la gente. ¿Cuántos quiere
que vayan?
—Por lo menos un autobús completo. De hecho, todos los que
pueda mandar. No
querrá perder a su futuro secretario de Justicia, ¿verdad?
—No especialmente.
Briskin parecía tranquilo, pero sus negros ojos brillaban
intensamente. Tirando con
suavidad de su gran bigote, reflexionó sobre la situación.
—Creo que yo también iré—anunció.
—¿Por qué?
—Para asegurarme de que usted se salve.
—Como usted quiera—advirtió Tito—. Pero no se lo aconsejo.
Las cosas están un
poco peligrosas por aquí. ¿Conoce alguna muchacha del
satélite que pueda guiarle
hasta la oficina de George Walt?
—No—repuso Briskin y, al momento, cambiando de expresión,
corrigió—: Aguarde.
Conozco una. Hoy estaba aquí, en Chicago, pero tal vez haya
vuelto subir.
—Es probable—opinó Cravelli—. Revolotean aquí para allá como
luciérnagas.
Corra el riesgo si le parece. Le veré luego. Y cuídese.
Dicho esto, colgó.
Cuando se disponía a subir al gran autobús a reacción,
ocupado por voluntarios del
partido republicano-liberal, Jim Briskin se encontró frente
a dos rostros familiares.
—No puedes ir al satélite—le dijo Sal Heim, deteniéndole.
Patricia estaba detrás de él, visiblemente preocupada;
llevaba un abrigo largo y
temblaba de frío bajo el viento que llegaba de los lagos por
la noche.
—Es muy peligroso —insistió Sal—. Conozco a George Walt
mejor que tú,
¿recuerdas? Al fin y al cabo, fui yo quien te propuso que
negociaras con ellos; pretendí
que ésa fuera mi contribución.
Pat añadió:
—Si vas, Jim, no regresarás nunca de allí. Lo sé. Quédate
aquí conmigo.
Se aferró a su brazo, pero Jim consiguió zafarse.
—Debo ir—le dijo—. Mi guardaespaldas está allí y debo
salvarle; ha hecho mucho
por mí, para no acudir en su ayuda.
—Yo iré en tu lugar —declaró Sal.
Bien mirado, era una buena oferta. No obstante Jim debía
corresponder a Tito
Cravelli por todo lo que había hecho; sea como fuere, debía
encargarse de que Tito
saliera sano y salvo del satélite Salón de los placeres.
—Gracias —respondió Jim—. Pero lo único que puedo ofrecerte
es que vengas
conmigo.
Lo había dicho en broma.
—De acuerdo. Iré contigo—afirmó Sal y, volviéndose a Pat,
apuntó—: pero tú te
quedas aquí abajo. Si regresamos, te veremos
inmediatamente... y si no, nunca más.
Vamos, Jim.
Subió los escalones del autobús, uniéndose a los que
esperaban dentro.
—Cuídate mucho—rogó Pat a Jim.
—¿Qué te ha parecido mi discurso?—preguntó Jim.
—Estaba bañándome; sólo he escuchado una parte. Pero, aun
así, creo que es el
mejor que has pronunciado. Sal también lo cree, y él lo ha
escuchado integro. Ahora
comprende que ha cometido un lamentable error; debió haberse
quedado a tu lado.
—Es una lástima que no lo haya hecho.
—¿No crees, después de todo, que es mejor tarde que...?
—Sí—dijo Jim—. Es mejor tarde que nunca.
Volviéndose, siguió a Sal, que entraba en el autobús.
Lo había dicho, pero no era cierto. Habían ocurrido
demasiadas cosas; era
demasiado tarde. El y Sal se habían separado para siempre. Y
ambos lo sabían..., o
más bien, lo temían. Y buscaban instintivamente un nuevo
acercamiento, sin saber muy
bien cómo lograrlo.
Cuando el autobús comenzó a girar,—ascendiendo
vertiginosamente, Sal se inclinó
hacia Jim y comentó:
—Te has desenvuelto magníficamente desde la última vez que
te vi, Jim. Déjame
felicitarte. No es ironía, sino todo lo contrario.
—Gracias—contestó brevemente Jim.
—Pero nunca me perdonarás que te hava presentado mi renuncia
cuando lo hice,
¿no es cierto? No puedo culparte.
Sal permaneció en silencio.
—Podrías haber sido secretario de Estado—señaló Jim.
Sal hizo un gesto asintiendo.
—Así es la vida—se lamentó—. De todos modos espero que
ganes, Jim. Sé que
será así, después ese discurso; sin lugar a dudas, fue una
obra de arte el prometer el
oro y el moro a todo el mundo. Además hay que decir que
serás un gran Presidente.
Alguien de quien todos nos enorgulleceremos.
Sonrió cálidamente y luego preguntó:
—¿Te estoy dando la lata, Jim?
El satélite Salón de los placeres estaba frente a ellos;
desde uno de los pechos que
hacían las veces de plataforma, el pezón de luz rosada guió
el descenso de la nave.
Indudablemente era una invitación para todos los que
llegaban. El principio Yin se
cumplía en el espacio, aumentando en proporciones cósmicas.
—Es increíble que George Walt puedan caminar —comentó Jim—
unidos por la
base del cráneo como están. Debe ser tremendamente incómodo.
—¿Qué quieres decir?—interrogó Sal, ahora tenso e irritado.
—Nada en especial—repuso Jim Briskin—. Parece lógico que uno
de los hermanos
hubiera
sacrificado al otro por motivos prácticos.
—¿Acaso los has visto alguna vez?
—No.
Jim ni siquiera había estado en el satélite.
—Es que están encariñados el uno con el otro —indicó Sal.
El autobús a reaccion comenzó a posarse sobre el campo de
aterrizaje; el girar
permanente del satélite provocaba un flujo magnético
constante, suficiente para atraer
hacia sí los objetos más pequeños.
Jim Briskin pensó:
"Es aquí donde hemos cometido nuestro error. Nunca
debimos permitir que este
lugar se volviera atractivo..., en ningún sentido."
No se mostraba muy ingenioso, pero era lo más sagaz que
podía pensar en
aquellas circunstancias.
"Tal vez Pat tuviera razón—se decía—. Tal vez yo, ni
igualmente Sal Heim, no
regresemos de este lugar."
Hubiera preferido pensar en cualquier otra cosa; el satélite
Salón de los placeres no
era precisamente el lugar que hubiera elegido para finalizar
sus días.
"Es irónico —concluyó— venir aquí ahora, por primera
vez, en este momento de mi
vida."
Las puertas del autobús se deslizaron hacia atrás apenas la
nave dejó de girar.
—Aquí estamos —dijo Sal, incorporándose con rapidez—. Vamos
allá.
Junto a los voluntarios del partido, caminó hacia la entrada
más cercana.
Transcurrido un instante, Jim Briskin les siguió.
La hermosa morena desnuda que estaba de servicio en la
entrada, sonrió,
mostrando sus blanquísimos dientes y dijo:
—Sus billetes, por favor.
—Somos todos nuevos explicó Sal, sacando su billetera—.
Pagaremos al contado.
—¿Hay algunas chicas en particular a las que queréis
visitar?—preguntó la
empleada, guardando el dinero en la caja registradora.
Jim Briskin indicó:
—Una chica llamada Sparkey Rivers.
—¿TODOS VOSOTROS?—exclamó la muchacha, parpadeando y
encogiéndose
de hombros luego, discretamente—. Está bien, caballeros. De
gustibus non
disputandum est. Puerta número tres. Id con cuidado y
no os empujéis, por favor. Ella
está en el cuarto .
Señaló hacia la puerta número tres y el grupo fue en esa
dirección
Al otro lado de la puerta número tres, Jim Briskin vio
largas filas de puertas doradas
y resplandecientes; sobre algunas de ellas había luces
encendidas y comprendió que
en ese momento deberían estar desocupadas de clientes. Y,
sobre cada puerta vio
curiosas fotografías animadas de las muchachas que estaban
dentro. Las fotografías
les llamaban, intentaban atraerles o lloriqueaban mimosas, a
medida que cada uno de
ellos se acercaba buscando el cuarto .
—¡Hola, guapo!
—Ven, cariño...
—¿Cómo estás, tesoro?
—Date prisa, simpático... Te estoy esperando...
Sal Heim informó:
—Es por aquí. Pero no necesitas ir, Jim, yo puedo llevarte
directamente a la oficina.
"¿Podré confiar en ti?", se preguntó Jim Briskin.
—Está bien—dijo. Y esperó no haberse equivocado.
—Por este ascensor—indicó Sal—. Aprieta el botón C.
Entraron en el ascensor— el resto del grupo le siguió,
apretujándose tras ellos. Más
de la mitad quedó fuera, en el corredor.
—Vosotros seguidnos—ordenó Sal—. Lo más rápido posible.
Jim oprimió el botón C y la puerta del ascensor se cerró
silenciosamente.
—Me siento deprimido—comentó a Sal—. No se por qué.
—Es el lugar. No es para ti. Pero si fueras vendedor de
corbatas, o vajillas de plata
o pieles de insectos, te gustaría. Vendrías todos los días,
si la salud te lo permitiera.
—No lo creo—opinó Jim—. No importa cuál fuera mi profesión.
El lugar iba en contra de su forma de ser, de todos sus
principios éticos... y
estéticos.
La puerta del ascensor se abrió suavemente.
Sal marchó con Jim delante del grupo, a través del
silencioso pasillo alfombrado. Al
entrar en el despacho, saludó neutralmente:
—Hola, George Walt.
Los dos mutantes estaban ante su gran escritorio de madera
de cerezo, sentados
en el ancho sillón especialmente construido para ellos. Uno
de los cuerpos colgaba del
otro como un saco fláccido y un ojo, marchito y vacío,
miraba sin ver.
Con voz chillona, la cabeza gimió:
—Se está muriendo. Incluso creo que está muerto; usted sabe
que está muerto.
El ojo activo miraba recriminando malignamente a Tito
Cravelli, que, con su rifle
láser en la mano, se hallaba al otro lado de la habitación.
Una de las manos con vida
sacudió con desespero el brazo inerte del otro cuerpo.
—¡Di algo!—exclamó histéricamente.
Con inmensa dificultad, el cuerpo ileso se puso en pie—
entonces, su silencioso
compañero chocó contra él. Con horror, George —¿o Walt?—
apartó de sí el gravoso
saco sin vida.
Un débil espasmo vital animó al saco colgante; no estaba del
todo muerto. En el
rostro de su hermano surgió una arrebatadora esperanza. De
repente, la criatura se
tambaleó de forma grotesca en dirección a la puerta.
—¡Corre!—gritó la cabeza, al tiempo que el cuerpo procuraba
escapar
torpemente—. ¡Aún puedes hacerlo!
La impetuosa criatura doble rodó sobre los sorprendidos
voluntarios que estaban
en la puerta, cayendo todos al suelo en un confuso montón;
el mutante gritaba
aterrado, luchando por quitarse de encima el cuerpo herido
que le oprimía en medio del
desorden.
Jim Briskin, al ver que George Walt asomaba cabeza, se
zambulló para atraparle.
Consiguió asir un brazo y tiró de él hacia arriba.
El brazo se separó del cuerpo.
Jim se quedó mirándolo, mientras George Walt saltaba sobre
sus cuatro piernas,
abalanzándose hacia el corredor.
Sin apartar su mirada, Jim alcanzó el brazo a Heim.
—Es artificial—dijo.
—Eso parece—asintió Sal, atónito.
Y, arrojando el brazo a un lado, se lanzó velozmente tras
George Walt; Jim se unió
a él y juntos persiguieron a los mutantes a través del
corredor alfombrado. El
organismo de tres brazos se movía con dificultad, con los
dos cuerpos entrechocando y
separándose continuamente. Al fin cayó al suelo con todos
sus miembros extendidos y
Sal se arrojó sobre el cuerpo derecho, cogiéndolo por la
cintura.
El cuerpo íntegro quedó suelto: brazos, piernas y tronco.
Pero sin la cabeza. El otro
cuerpo—con la cabeza—, se las arregló de manera sorprender
para levantarse y seguir
corriendo.
George Walt no era un mutante, sino un individuo normalmente
constituido. Jim
Briskin y Sal Heim le vieron irse; acompañaba con sus brazos
el vigoroso movimiento
de sus piernas.
Después de una larga pausa, Jim dijo:
—Vamos..., larguémonos de aquí.
—Eso es—asintió Sal, volviéndose a mirar a los voluntarios
del partido, que habían
llegado tras ellos. Tito Cravelli salió de la oficina, con
el rifle en la mano; vio el cuerpo
que había sido parte de los mutantes y comprendió
instintivamente, levantó su mirada
cuando el gemelo restante desaparecía tras una esquina del
corredor.
—Ya no podemos atraparlos—dijo—. Jamás.
—Atraparlo—corrigió mordazmente Sal Heim—. ¿Quién de los dos
sería el
sintético, George o Walt? ¿Por qué toda esta farsa? No lo
entiendo.
—Uno de ellos debió morir hace mucho tiempo.
Sal y Jim le miraron intrigados.
—Seguro—afirmó Tito—. Lo que ha ocurrido hoy, debe haber
pasado antes. Eran
mutantes de nacimiento, de acuerdo; pero luego, uno de los
cuerpos debió fallecer y el
sobreviviente se hizo construir otra parte sintética. No
hubiera podido subsistir solo,
porque el cerebro... Bueno, habéis visto como estaba el
sobreviviente; sufría de un
modo horrible. Imaginad cómo estaría la primera vez
cuando...
—Sin embargo, ha sobrevivido—subrayó Sal.
—Mejor para él—dijo Tito sin ironía—. Francamente, me alegro
de que así fuera; lo
merecía. Se arrodilló e inspeccionó el tronco.
—Me parece que éste es George—comentó—. Espero que puedan
restaurarlo a
tiempo.
Luego se puso de pie y añadió:
—Ahora, volvamos a la plataforma; quiero irme de aquí. Y
después quiero un vaso
de leche descremada caliente. Un vaso bien grande.
Seguidos por los voluntarios del partido, los tres hombres
avanzaron en silencio
hacia el ascensor. Nadie los detuvo. El corredor, por
fortuna, estaba desierto. No había
siquiera fotografías que tratar de atraerles con sus
encantos.
Cuando llegaron de nuevo a Chicago, Patricia Heim estaba
esperándoles.
—¡Gracias a Dios! —exclamó, echándose en brazos de su
marido—. ¿Qué ha
pasado? Me parecía que tardabais muchísimo, pero no ha sido
tanto; sólo habéis
estado fuera una hora.
—Te lo contaré más tarde —dijo bruscamente Sal—. Ahora sólo
quiero descansar.
—Creo que dejaré de pedir la clausura del Satélite de los
placeres—anunció Jim de
pronto.
—¿Qué?—preguntó Sal, perplejo.
—Creo que he sido demasiado rígido —dijo Jim—. Demasiado
puritano. Preferiría
no truncar su existencia: me parece que se la ha ganado.
Se sentía aturdido, incapaz de pensar en realidad en eso.
Lo que más le había impresionado, lo que le había hecho
cambiar, no era la
transformación de George Walt en dos entidades distintas, una
artificial, otra genuina,
sino la revelación de Lurton Sands sobre los numerosos bibs
mutilados.
Había estado pensándolo, tratando de hallar una solución. Si
se despertaba a los
bibs mutilados, debería hacerse en último término. Y para
ese momento tal vez hubiera
suficientes órganos en el banco de la ONU. Pero había otra
posibilidad en la que ese
momento reparaba. La existencia conjunta de los hermanos
George Walt probaba la
funcionalidad de los órganos totalmente mecánicos. Jim
Briskin en esto una esperanza
para las víctimas de Lurton Sands. Posiblemente se pudiera
llegar a un trato con
George Walt; se les dejaría en paz a cambio de que ellos,
revelaran el nombre del
fabricante de sus altamente perfeccionados órganos
artificiales. Era muy probable que
se tratara de una firma de Alemania Occidental; tales
organizaciones estaban
adelantadas allí en esa clase de experimentos. También podía
tratarse de ingenieros
contratados exclusivamente por el satélite y que tuvieran
residencia permanente en él.
De todos modos, cuatrocientas vidas representaban una
cantidad importante, y se
justificaba cualquier esfuerzo por salvarlas
"Incluso—decidió—, el de persuadir a
George Walt."
~—Vayamos a tomar algo caliente—propuso Pat—. Estoy
congelada.
Llave en mano, se dirigió hacia la puerta de la sede central
del partido RL.
—Aquí podremos preparar un poco de café atóxico sintético.
Mientras esperaban que la cafetera se calentara, Tito
sugirió:
—¿Por qué no deja que el satélite decaiga por si solo?
Cuando comience la
emigración, la demanda sus servicios será cada vez menor.
Usted dejó entrever algo
de eso en su discurso desde Chicago.
—Como tú bien sabes, yo ya he estado arriba otras
veces—recordó Sal—. Y no he
muerto. Tito también estado allí y tampoco ha muerto o se ha
degenerado.
—Está bien, está bien —dijo Jim—. Si George Walt no se meten
conmigo, yo haré
lo mismo con ellos. Pero si siguen persiguiéndome o si no me
ayudan en este asunto
de la construcción de órganos artificiales entonces será
necesario hacer algo. En
cualquier caso, el bienestar de esos cuatrocientos bibs es
lo principal.
—El café está listo —anunció Pat, comenzando a servirlo.
Después de sorber un trago, Sal Heim dijo:
—¡Qué bien sabe!
—Tienes razón —asintió Jim Briskin. En verdad, esa taza de
café sintético atóxico
caliente, debía ser (sólo los Cols de clase baja que vivían
los dormitorios del Estado
bebían café verdadero) exactamente lo que necesitaba. Le
hizo sentir mucho mejor.
En noviembre, a pesar de las abusivas transmisiones de
televisión enviadas desde
el satélite Salón de los placeres, o tal vez a causa de las
mismas, Briskin había
conseguido sobrepasar la popularidad de Bill Schwarz y, por
consiguiente, ganó las
elecciones presidenciales.
De modo que, por fin, casi cien años más tarde de lo que se
esperaba, Salisbury
Heim podía decir "Los Estados Unidos tienen un
Presidente negro. La nueva época del
entendimiento humano ha comenzado al fin. O al menos
confiemos en que así sea"
—Lo que necesitamos—dijo Patricia, pensativa, mientras ambos
examinaban un
duplicado de los últimos resultados del escrutinio—es
celebrarlo con una fiesta.
—Estoy agotado para eso—repuso Sal—. Una cerveza, puede ser.
Pero luego a
casa, a dormir.
Fuera, una multitud de simpatizantes gritaba de alegría; el
barullo se filtraba hasta
el interior de la sede de la campaña. Sal Heim se dirigió
hacia la ventana para
observar.
"Un voto para Jim Briskin —pensó, recordando el lema de
la campaña electoral—
es un voto para la humanidad." Gastado ya y demasiado
simplificado desde siempre, el
lema encerraba en el fondo una verdad sustancial. De modo
que, tal vez, sus riñas con
Jim habían valido la pena.
Con sus grandes pies sobre el brazo del sofá, Danville dijo:
—Han sido mis espléndidos discursos los que te abierto el
camino, Jim. ¿Cuál será
mi recompensa ahora?—bromeó—. Estoy esperando.
—No hay nada en la Tierra que alcance a recompensar tal
ayuda—respondió Jim
Briskin, distraídamente.
—Míralo—dijo Danville a Dorothy Gill—. Ni siquiera ahora es
feliz. Va a echar a
perder la fiesta, Pat.
—¡Qué va! Jamás lo haría—aseguró Jim, incorporándose, con su
mayor
predisposición.
Después de todo, los demás tenían razón; aquél era el gran
momento. Pero para
él, en verdad, el gran momento histórico había comenzado a
diluirse y desaparecer, era
demasiado inaprehensible, estaba tejido demasiado sutilmente
en la trama de la
realidad cotidiana. Además, los problemas que le aguardaban
hacían impedirle reparar
en cualquier otra cosa. No obstante así debía ser.
Un guardia del Servicio Secreto se aproximó a él. —Señor
Briskin—le dijo—.
Hemos interceptado en el vestíbulo a un hombre que quiere
hablar con él.
—Algún entusiasta—comentó Pat.
—Un asesino—exclamó Tito, buscando su arma en el bolsillo.
—No —afirmó el guardia—. Es un hombre que viene por
negocios.
Jim abrió la puerta que daba al vestíbulo y miró hacia allí,
intrigado. Tal como había
asegurado guardia, no era un entusiasta ni un asesino. El
hombre que esperaba para
hablar con él, grueso e iba vestido con una antigua
chaqueta, era Bruno Mini.
Extendiendo su mano, Mini expresó caluroso:
—Pues sí que me ha costado entrevistarme con usted, señor
Presidente Electo. He
tratado de conseguirlo a lo largo de toda su campaña.
Buscó en su alborotado portafolios y añadió ~
—Usted y yo tenemos una cantidad de negocios vitales que
tratar, señor Ahora
puedo revelarle que el planeta con el que he planeado
comenzar, yhay duda de que
para usted será una sorpresa, Urano. Tan al alcance de la
mano como está y tan
grande como es. Ahora bien; usted me preguntara ¿por qué?
—No—respondió Jim—. No le preguntó por qué.
Estaba resignado. Tarde o temprano, aun después del
descubrimiento del mundo
virgen, en el que habían comenzado a trabajar los primeros
exploradores de Terran,
Mini tenía que entrevistarse con él. A fin de cuentas, era
casi un alivio. Tales cosas
estaban ya predeterminadas en la vida; podía verlo con
claridad en la cara rubicunda y
excitada de Bruno Mini, y en sus ojos saltones.
—Permítame describirle las ventajas de Urano —expuso Mini,
rebosante de
alegría. Y comenzó a entregar a Jim un abrumador fárrago de
documentos, que extraía
incansablemente de su portafolio lo más rápido posible.
"Serán cuatro años difíciles—pensó Jim Brisk
estoicamente—. ¿Cuatro? No me
extrañaría que fueran ocho."
Tal como marcharon las cosas, tuvo razón. Fueron ocho años.
FIN
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