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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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jueves, 28 de febrero de 2013

EL VIAJE MÁS LARGO - POUL ANDERSON


EL VIAJE MÁS LARGO

POUL ANDERSON



***

La primera vez que olmos hablar de la Nave Celeste estábamos en una isla cuyo nombre era Yarzik. Aquello ocurrió, aproximadamente, un ario después de que el Golden Leaper zarpara de Lavre Town. Nosotros calculábamos que habíamos dado media vuelta al mundo. Nuestra pobre carabela estaba tan sucia de vegetación marina y moluscos que, aunque desplegáramos todo el velamen, apenas podía arrastrarse sobre el mar. El agua potable que quedaba en los toneles habla adquirido un color verdoso y un olor nauseabundo. Las galletas estaban llenas de gusanos. Y entre la tripulación habían aparecido los primeros síntomas de escorbuto.

- Sea o no peligroso - decidió el capitán Rovic -, tenemos que atracar en alguna parte. - Un brillo, que yo conocía muy bien, apareció en sus ojos -. Además, ha pasado mucho tiempo desde que preguntamos por las Ciudades Doradas. Quizá por aquí sepan algo de ellas.

Mientras avanzábamos hacia el este estuvimos tanto tiempo sin ver tierra que la palabra motín se hizo usual en labios de todos los tripulantes. En lo íntimo de mi corazón, no se lo reprochaba. Día tras día, ante las aguas azules, la espuma blanca, las altas nubes en el cielo tropical; sin oír más que el ruido del viento, el rumor de las olas, el crujido del maderamen de la carabela, y. a veces, por la noche, el horrible chasquido de un monstruo marino al saltar en las aguas. Era demasiado para unos simples marineros, hombres ignorantes que seguían creyendo que el mundo era plano.

Una delegación se presentó al capitán. Tímida y respetuosamente, aquellos rudos y corpulentos hombres le pidieron que emprendiera el regreso. Pero sus camaradas se amontonaban abajo, con los musculosos cuerpos bronceados por el sol, tensos bajo sus harapos, con cuchillos y cabillas al alcance de la mano. Los oficiales, en el puente de mando, teníamos espadas y pistolas, es cierto. Pero no éramos más que seis, incluidos el asustado muchacho que era yo, y el anciano Froad, el astrólogo, cuyas túnicas y barba blanca resultaban muy respetables, pero de muy poca utilidad en una lucha.

Rovic permaneció largo rato en silencio después de que el portavoz de la delegación hubo expresado sus deseos. No se oía más que el rumor del viento y el chocar de las olas contra los costados de la nave. Nuestro jefe tenía un aspecto impresionante; al enterarse de que iba a recibir a una comisión de marineros, se había puesto las calzas rojas y una resplandeciente esclavina. Su casco y su peto brillaban como espejos. Las plumas ondeaban alrededor del yelmo de acero, y los diamantes que adornaban sus dedos llameaban contra los rubíes del puño de su espada. Sin embargo, cuando habló, no lo hizo en el tono de un caballero de la corte de la Reina, sino en el vulgar lenguaje Anday de su infancia de pescador.

- De modo que queréis regresar, ¿eh, muchachos? Después de haber dado media vuelta al globo... ¡Cuán distintos sois de vuestros padres! Existe una leyenda que habla de un época en que todas las cosas obedecían a la voluntad del hombre, y dice que si estamos obligados a trabajar fue por culpa de un perezoso hombre de Anday. Aquel hombre le ordenó a su hacha que cortara un árbol para él, y luego ordenó a los haces de leña que se dirigieran a su casa; pero cuando ordenó a los haces que le transportaran también a él, Dios se enojó y le quitó el poder. Como compensación, Dios concedió a todos los hombres de Anday suerte en el mar, suerte en los dados y suerte en el amor. ¿Qué más podéis pedir, muchachos?

Desconcertado por aquella respuesta, el portavoz de los tripulantes se retorció las manos, enrojeció, miró hacia cubierta, y tartamudeó que íbamos a perecer miserablemente... de hambre, de sed, o ahogados, o aplastados por aquella horrible luna, o despeñados más allá del límite del mundo. El Golden Leaper había llegado más lejos que cualquier otro buque, y si regresábamos enseguida, nuestra fama perduraría para siempre...

-¿Podemos comer de la fama, Etien? - preguntó Rovic, todavía suave y sonriente -. Hemos tenido luchas y tormentas, sí, y también alegres francachelas; pero no hemos visto aún una Ciudad Dorada, aunque sabemos perfectamente que se encuentran en algún lugar, llenas de tesoros para el primer hombre que se apodere de ellos. ¿Qué dirían los extranjeros si regresáramos ahora? Los arrogantes caballeros de Sathayn, los sucios buhoneros de Woodland se reirían, y no sólo de nosotros, sino de todo Montalir.

De este modo capeó el primer embate. Sólo una vez tocó su espada, desenfundándola a medias, con aire ausente, al recordar cómo se había superado el huracán de Xingu. Pero ellos recordaron el motín que se había producido en aquella ocasión, y que aquella misma espada había atravesado a tres marineros armados que atacaron a la vez al capitán. Les dijo que, por su parte, estaba dispuesto a olvidar el pasado; les prometió paradisíacos placeres; les describió tesoros maravillosos que podían ser suyos; apeló a su orgullo de marinos y de monteliríanos. Y al final, cuando les vio reblandecidos, cesó de hablar como un pescador. Avanzó unos pasos por el puente de mando, hasta colocarse debajo de la bandera de Montalir, y habló como hablan los caballeros de la Reina:

- Ahora ya sabéis que no me propongo regresar hasta que hayamos dado la vuelta al gran globo y podamos llevarle a Su Majestad la Reina el mejor de los regalos. El cual no consistirá en oro ni esclavos, ni siquiera en el dominio de lugares lejanos que ella y su Compañía de Aventureros Mercantes desean. No, lo que alzaremos en nuestras manos para ofrecérselo, el día en que atraquemos de nuevo en el puerto de Lavre, será nuestra hazaña: el haber realizado lo que ningún hombre se ha atrevido a hacer hasta ahora, y el haberlo realizado para su mayor gloria.

Permaneció unos instantes en pie, a través de un silencio lleno de los rumores del mar. Luego dijo en voz baja: « ¡ Asunto terminado! », giró sobre sus talones y regresó a su camarote.

*

**

Así continuamos varios días más: los tripulantes sometidos pero disgustados, los oficiales procurando ocultar sus dudas. Yo estuve ocupado, no tanto con las obligaciones de escribano por las cuales me pagaban, ni con el estudio de las tareas de capitán para las cuales me estaba capacitando, como ayudando a Froad, el astrólogo. Los vientos eran tan apacibles, que podía realizar su trabajo incluso a bordo. No le importaba que nos hundiéramos o flotáramos; había vivido ya muchos años. Pero el conocimiento de los cielos que podía adquirir allí tenía gran valor para él. Por la noche, en cubierta, armado de cuadrante, astrolabio y telescopio, bañado por la claridad del firmamento, parecía una de las figuras barbudas existentes en los vitrales de Provien Minster.

- Mira allí, Zhean...

Su delgada mano señalaba más allá de los mares que brillaban y se ondulaban bajo la claridad nocturna, más allá del cielo púrpura y de las pocas estrellas que brillaban todavía, hacia Tambur. Enorme en su fase llena de medianoche, extendiéndose sobre siete grados de firmamento, 'de color entre verdoso y azulado. La luna que nosotros habíamos bautizado con el nombre de Siett parpadeaba cerca de él. Balant, visto con muy poca frecuencia y muy bajo en nuestro lugar de procedencia, aparecía muy alto, con la parte oscura del disco teñida por el luminoso Tambur...

- No existe ninguna duda declaró Froad -, puede verse cómo gira sobre un eje, y cómo hierven las tormentas en su aire. Tambur no es ya una leyenda, ni una espantosa aparición que vemos levantarse al entrar en aguas desconocidas. Tambur es real. Un mundo como el nuestro. Inmensamente mayor, desde luego, pero un esferoide en el espacio, a fin de cuentas; alrededor del cual se mueve nuestro propio mundo, presentando siempre el mismo hemisferio a su reina. Las conjeturas de los antiguos quedan confirmadas. No sólo que nuestro mundo es redondo, un hecho evidente para cualquiera... sino que nos movemos alrededor de un centro mayor, el cual a su vez tiene un camino anual alrededor del sol. Pero, en tal caso, ¿qué tamaño tiene el sol?

- Siett y Balant son satélites de Tambur - recordé, luchando por comprender -. Vieng, Darou, y las otras lunas que vemos corrientemente, tienen caminos al exterior de nuestro propio mundo. Sí. Pero, ¿qué es lo que los sostiene a todos?

- Lo ignoro. Tal vez la esfera de cristal que contiene las estrellas ejerce una presión hacia adentro.

La noche era cálida, pero me estremecí, como si aquéllas hubiesen sido estrellas de invierno.

-¿Pueden haber también hombres en... Siett, Balant, Vieng... incluso en Tambur? - pregunté.

- ¡Quién sabe! Necesitaríamos vivir muchas vidas para descubrirlo. Pero al final se conseguirá. Da gracias a Dios, Zhean, por haber nacido en este amanecer de una nueva era.

Froad volvió a sus medidas. Un trabajo fastidioso, opinaban los otros oficiales; pero yo había aprendido ya lo suficiente de las artes matemáticas para comprender que de aquellos interminables cálculos podían salir el verdadero tamaño de la tierra, de Tambur, del sol, de la luna y de las estrellas, los caminos que seguían a través del espacio. De modo que los marineros ignorantes, que murmuraban y hacían signos contra el diablo cuando pasaban junto a nuestros instrumentos, estaban más cerca del hecho que los caballeros de Rovic: ya que Froad practicaba, en realidad, una magia más poderosa.



Vimos hierbajos flotando sobre el mar, aves, masas acumuladas de nubes, todas las señales de la proximidad de tierra. Tres días más tarde nos acercamos a una isla. Era de un verde intenso bajo aquellos tranquilos cielos. La resaca, más violenta aún que en nuestro hemisferio, se estrellaba contra altos acantilados, se disolvía en una nube de espuma y retrocedía, rugiendo. Costeamos con prudencia. Los artilleros permanecieron de pie junto a nuestro cañón con las antorchas encendidas. No sólo podíamos encontrar corrientes y bancos de arena - peligros con los cuales estábamos familiarizados -; en el pasado, habíamos tropezado con caníbales a bordo de canoas. Temíamos especialmente a los eclipses. En aquel hemisferio, el sol tiene que ocultarse cada día detrás de Tambur. En aquella longitud, el acontecimiento tenía lugar alrededor de media tarde y duraba casi diez minutos. Un espectáculo espantoso: el planeta primario - como Froad lo llamaba ahora, un planeta semejante a Dielí o Coint, con nuestro propio mundo reducido a la categoría de simple satélite suyo- se convertía en un disco negro circundado de rojo, en un cielo repentinamente lleno de estrellas. Un viento frío soplaba a través del mar, e incluso las olas parecían apaciguarse. Sin embargo, el alma del hombre es tan insolente, que nosotros continuábamos atendiendo a nuestras obligaciones, interrumpiéndolas únicamente para rezar una breve plegaria en el momento en que desaparecía el sol, pensando más en las posibilidades de naufragar que en cualquier otra cosa.

Tambur es tan brillante, que continuamos nuestro camino alrededor de la isla durante la noche. Durante doce mortales horas, mantuvimos al Golden Lea per avanzando lentamente. Hacia el segundo mediodía, la perseverancia del capitán Rovic se vio recompensada. Una abertura en los acantilados reveló un largo fiordo. Unas playas cenagosas y llenas de vegetación nos indicaron que, a pesar de que las mareas subían mucho en aquella bahía, no era uno de aquellos aseladeros tan temidos por los marinos. El viento nos era favorable, de modo que arriamos las velas y bajamos los botes. Era un momento peligroso, especialmente debido al poblado que hablamos visitado en medio del fiordo.

-¿No sería mejor que nos quedáramos aquí, capitán, y dejáramos que ellos tomaran la iniciativa? - sugerí.

Rovic escupió sobre el cairel.

- He comprobado que lo mejor es no demostrar temor - dijo -. Si una canoa tratara de asaltarnos, la recibiríamos con una rociada de metralla. Pero opino que si desde el primer momento les demostramos que no nos inspiran miedo, corremos menos peligro de encontrarnos más tarde con una traidora emboscada.

Los hechos demostraron que estaba en lo cierto.

En el curso del tiempo, nos enteramos de que habíamos llegado al extremo oriental de un extenso archipiélago. Sus pobladores eran expertos navegantes, teniendo en cuenta que sólo disponían de embarcaciones rudimentarias. Sin embargo, aquellas embarcaciones tenían con frecuencia más de cien pies de longitud. Con cuarenta remos, o con tres velas, casi podían competir con nuestro buque en velocidad, y eran más maniobreras. Sin embargo, su escasa capacidad de carga limitaba su autonomía de navegación.

Aunque vivían en casas de madera con techos de bálago y sólo poseían utensilios de piedra, los indígenas eran gente civilizada. Conocían la agricultura tan bien como la pesca y sus sacerdotes tenían un alfabeto. Altos y vigorosos, más morenos y menos velludos que nosotros, su aspecto era impresionante: la mayoría iban casi desnudos, en tanto que otros se adornaban con plumas y conchas. Habían formado una especie de imperio en el archipiélago. Efectuaban incursiones a unas islas situadas más al norte y mantenían un intenso comercio dentro de sus propias fronteras. Al conjunto de su nación le daban el nombre de el Hisagazí, y la isla en la cual habíamos atracado era Yarzik.

De todo eso nos enteramos lentamente, a medida que fuimos dominando su lenguaje. Permanecimos varias semanas en aquel pueblo. El duque de la isla, Guzan, nos acogió en forma cordial, suministrándonos alimentos, hospedaje y la ayuda que necesitábamos. Por nuestra parte, le obsequiamos con objetos de cristal, telas de vivos colores y otros artículos semejantes. A pesar de todo, tropezamos con muchas dificultades. La playa era tan cenagosa que al acercarse a ella hubiera encallado nuestro barco, de modo que tuvimos que construir un dique seco antes de poder carenar. Numerosos miembros de la tripulación contrajeron una rara enfermedad, y aunque se curaron con relativa rapidez, el hecho retrasó nuestro trabajo.

- Sin embargo, creo que nuestras dificultades son una bendición me dijo Rovic una noche.

Había convertido en costumbre, después de asegurarse de que yo era un amanuense discreto, el confiarme ciertos pensamientos. El capitán de un barco es siempre un hombre solitario; y Rovic, ex pescador, ex filibustero, navegante autodidacta, vencedor de la Gran Flota de Sathayn y ennoblecido por la propia Reina, debía encontrar más duro aquel necesario aislamiento de lo que podía encontrarlo un hombre que hubiera nacido caballero.

Aguardé en silencio, dentro de la choza de hierba que le había cedido el duque. Una lámpara de esteatita arrojaba una luz vacilante y unas enormes sombras sobre nosotros. En el techo crujía algo. En el exterior, el húmedo terreno ascendía entre rústicas viviendas y frondosos árboles. A lo lejos, se ola el redoblar de unos tambores, una especie de cántico y el golpeteo de unos pies alrededor de algún fuego ritual. Realmente, las frías colinas de Montalir parecían muy lejanas.

Rovie reclinó hacia atrás su musculosa figura. Se había hecho traer una silla civilizada del barco.

- Verás, mi joven amigo - continuó -, hasta ahora no hablamos permanecido en un lugar el tiempo suficiente para adquirir confianza y preguntar por el oro. Nos habían dado vagas indicaciones, rumores, la vieja historia: «Sí, señor extranjero, en realidad existe un reino donde todas las calles están pavimentadas con oro... un centenar de millas al oeste». Nada concreto, en una palabra. Pero, en esta prolongada estancia, he interrogado sutilmente al duque y a los sacerdotes. Me he mostrado tan prudente al hablar del lugar de donde procedemos y de lo que ya sabemos, que me han facilitado informaciones que de otro modo no hubieran salido de sus labios.

- ¿Las Ciudades Doradas? - exclamé.

- ¡Cuidado! No quiero que la tripulación se excite y se desmande. Todavía no.

Su curtido rostro adquirió una expresión pensativa.

- Siempre he creído que esas ciudades son pura leyenda - dijo. Debió darse cuenta de mi sorpresa, porque sonrió y continuó -: Una leyenda muy útil. Nos está arrastrando, como un imán, alrededor del mundo. - Su sonrisa se apagó. Su rostro adquirió de nuevo aquella expresión semejante a la de Froad cuando contemplaba los cielos -. Sí, también yo deseo oro, desde luego. Pero si no lo encontramos en este viaje, no importa. Me limitaré a capturar unos cuantos barcos de Eralia o de Sathayn cuando regresemos a nuestras aguas, y así financiaré el viaje. Aquel día, en el puente de mando, dije la verdad al declarar que este viaje era un objetivo en sí mismo; hasta que pueda ofrecérselo a la Reina Odela, que me dio el beso de ritual al armarme caballero.

Sacudió la cabeza, como para arrancarse a sus ensueños, y continuó en tono animado:

- Dejándole creer que estaba enterado de la mayor parte del asunto, le arranqué al duque Guzan la confesión de que en la isla principal de este imperio Hisagazi hay algo en lo que apenas me atrevo a pensar. Una nave de los dioses, dice él, y un verdadero dios viviente que llegó de las estrellas. Cualquiera de los nativos te dirá lo mismo. El secreto reservado a la gente noble es que esto no es ninguna leyenda, sino un hecho real. O, por lo menos, eso es lo que afirma Guzan. No sé qué pensar. Pero... Guzan me llevó a una cueva sagrada, y me mostró un objeto de aquella nave. Creo que era una especie de mecanismo de relojería. Ignoro lo que puede ser. Pero está hecho de un metal plateado y brillante que yo no había visto nunca. El sacerdote me desafió a que lo rompiera. El metal no era pesado: una simple lámina. Pero melló la hoja de mi espada, hizo añicos una roca con la cual lo golpeé, y el diamante de mi anillo no consiguió rayarlo.

Hice unos signos contra el diablo. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Ya que los tambores estaban redoblando en una selva oscura, y las aguas se extendían como algo bajo el giboso Tambur, y cada tarde aquel planeta se comía al sol.

*

**

Cuando el Golden Leaper estuvo de nuevo en condiciones de navegar, a Rovic no le fue difícil conseguir autorización para visitar al emperador de Hisagazi en la isla principal. En realidad, le hubiera sido difícil no hacerlo. Recuperados y satisfechos, subimos a bordo. Esta vez íbamos escoltados. El propio Guzan, hombre de mediana edad cuyo atractivo aspecto no quedaba demasiado alterado por los tatuajes de color verde pálido que cubrían su rostro y su cuerpo, era nuestro piloto. Varios de sus hijos habían extendido sus jergones sobre la cubierta de nuestra nave, en tanto que un enjambre de embarcaciones llenas de guerreros navegaban a lo largo de sus costados.

Rovic hizo acudir a Etien, el contramaestre, a su camarote.

- Sé que puedo confiar en ti - le dijo -. Encárgate de mantener a nuestra tripulación con las armas a punto, por pacífica que parezca la situación.

-¿Qué sucede, capitán? - inquirió Etien -. ¿Cree usted que los indígenas planean una traición?

-¿Quién puede saberlo? - respondió Rovic -. Ahora, procura que la tripulación no lo sospeche, pese a todo. No saben disimular. Y si los indígenas captaran algún síntoma de inquietud o de temor entre ellos, se inquietarían a su vez... lo cual empeoraría la actitud de nuestros propios hombres, en un círculo vicioso que nadie sabe cómo terminaría. Limítate a cuidar, con la mayor naturalidad posible, de que nuestros hombres permanezcan juntos y de que tengan siempre las armas al alcance de la mano.

Etien se inclinó y abandonó el camarote. Me arriesgué a preguntar a Rovic qué estaba pensando.

- Nada, por ahora dijo. Sin embargo, he sostenido entre mis manos un trozo de mecanismo de relojería que ni el Gran Ban de Giar sería capaz de imaginar; y me han hablado de una Nave que bajó del cielo, conducida por un dios o un profeta. Guzan cree que sé más de lo que en realidad conozco, y confía en que nosotros seamos un nuevo elemento perturbador en el equilibrio de la situación, y que podrá aprovecharnos en favor de sus propias ambiciones. No se ha hecho acompañar por todos esos guerreros para dar mayor esplendor a la comitiva. En lo que a mí respecta... trato de aprender algo más acerca de todo esto.

Se sentó ante su mesa, contemplando un rayo de sol que oscilaba al compás del balanceo del barco. Al cabo de unos instantes continuó:

- Los astrólogos de la anterior generación nos dijeron que los planetas son semejantes a esta tierra. Un viajero de otro planeta...

Salí del camarote con un torbellino en mi cerebro.

Avanzamos sin novedad a través del grupo de islas. Al cabo de varios días llegamos a la isla principal, Ulas-Erkila. Tiene un centenar de millas de longitud, y un máximo de cuarenta millas de anchura, y el terreno asciende suavemente hacia unas montañas centrales, dominadas por un cono volcánico. Los Hizagazi adoran dos clases de dioses, acuosos y ardientes, y creen que el Monte Ulas alberga a estos últimos. Cuando vi aquel pico nevado flotando en el cielo sobre unos bordes esmeraldinos, manchando el azul de humo, pude comprender lo que los paganos sentían. El acto más sagrado que un hombre puede realizar entre ellos es arrojarse al ardiente cráter del Ulas, y muchos guerreros ancianos son transportados hasta la cumbre de la montaña para que puedan hacerlo. Las mujeres no tienen acceso a las laderas del monte.

Nikum, la sede de la realeza, está situada en un fiordo como el poblado en el que hablamos residido últimamente. Pero Nikum es rica y extensa, casi tan grande como Roann. La mayoría de las casas son de madera; hay también un templo de basalto en la cumbre de un acantilado, dominando la ciudad, con huertas, bosques y montañas detrás. Los troncos de los árboles son tan grandes, que los Hisagazi han construido con ellos una serie de diques como los de Lavre... en vez de los amarraderos y boyas que suben y bajan con la marea y que se encuentran en casi todos los puertos del mundo. Nos ofrecieron un atracadero de honor en el muelle central, pero Rovic alegó que nuestro barco resultaba difícil de maniobrar y consiguió atracarlo en uno de los extremos.

- En el centro tendríamos la torre de vigilancia sobre nosotros - me susurró -. Y es posible que no hayan descubierto todavía el arco, pero sus lanzadores de jabalina son muy buenos. Asimismo, les sería fácil acercarse a nuestro barco, y entre nosotros y la boca de la bahía tendríamos un enjambre de canoas. Aquí, en cambio, varios de los nuestros podrían dominar el muelle, mientras los demás lo preparaban todo para zarpar rápidamente.

- Pero, ¿tenemos algo que temer, capitán? - pregunté.

Se acarició el poblado bigote.

- No lo sé. Depende en gran parte de lo que realmente creen acerca de esa nave celeste... así como de lo que haya de verdad en ello. Pero pase lo que pase, no regresaremos sin esa verdad para la Reina Odela.

*

**

Los tambores redoblaron y unos lanceros adornados con plumas saludaron a nuestros oficiales a medida que desembarcaban. Sobre el agua había sido tendido un largo y angosto pasadizo de madera, utilizado únicamente por los nobles. Los ciudadanos corrientes nadaban de casa en casa cuando la marea lamía sus umbrales, o utilizaban una balsa si tenían que transportar algún bulto. El palacio real era un edificio alargado, construido con troncos de árbol, con fantásticos dibujos grabados en la madera.

Iskilip, Emperador y Sumo Sacerdote de Hisagazi, era un hombre anciano y corpulento. Un alto birrete de plumas, un cetro de madera rematado por un cráneo humano, los tatuajes de su rostro, su inmovilidad, le daban un aspecto imponente. Estaba sentado sobre una tarima, bajo unas antorchas que esparcían un agradable aroma. Sus hijos estaban sentados a sus pies, con las piernas cruzadas, y sus cortesanos al otro lado. A lo largo de las paredes se alineaban sus guardianes, unos jóvenes musculosos con escudos y petos de escamosa piel de monstruo marino, armados con hachas de pedernal y lanzas de obsidiana que podían matar con tanta facilidad como el hierro. Llevaban la cabeza afeitada, lo cual les daba un aspecto más fiero.

Iskilip nos acogió cordialmente, hizo que nos sirvieran una bebida refrescante y nos invitó a sentarnos en un banco no mucho más bajo que su tarima. Nos formuló preguntas rutinarias. En el curso de la conversación, nos enteramos de que los Hisagazi conocían islas situadas lejos de su archipiélago. Podían incluso señalarnos la dirección en que se encontraba un país en el cual abundaba el ganado y al que daban el nombre de Yurakadak. A juzgar por su descripción, sólo podía tratarse de Giar, un país que el aventurero Hanas Tolasson había alcanzado viajando por tierra. En aquellos instantes supe que estábamos dando realmente la vuelta al mundo. Cuando se desvaneció un poco la emoción de aquel descubrimiento, volví a prestar atención a la conversación.

- Tal como le he dicho a Guzan - estaba explicando Rovic -, una de las cosas que nos han traído aquí ha sido la historia de que habéis sido bendecidos con una nave procedente del cielo. Y Guzan me ha demostrado que la historia era cierta.

Un siseo recorrió la estancia. Los príncipes se pusieron rígidos, los cortesanos palidecieron, e incluso los guardianes murmuraron algo en voz baja. A través de las paredes, el rumor de la marea, cada vez más cercano. Cuando Iskilip habló, a través de la máscara de si mismo, su voz se había endurecido:

-¿Has olvidado que esas cosas no deben ser mostradas a los no iniciados, Guzan?

- No, Santidad - dijo el duque. Su rostro estaba empapado en sudor, pero no era el sudor del miedo -. Sin embargo, el capitán estaba al corriente. Su agente también, al parecer... El capitán no puede expresarse aún de un modo absolutamente comprensible para mí. Su pueblo está iniciado. Su pretensión parece razonable, Santidad. Mira las maravillas que han traído. La dura y brillante piedra que-no-espiedra, como en este largo cuchillo que me han regalado, ¿no es acaso igual al material de que está construida la nave? Los tubos que hacen que las cosas lejanas parezcan al alcance de la mano, como el que te han regalado a ti, Santidad, ¿no son acaso semejantes a los que posee el Mensajero?

Iskilip se inclinó hacia adelante, hacia Rovic. La mano que empuñaba el cetro tembló hasta el punto de que las colgantes quijadas de la calavera castañetearon.

-¿Te enseñó el Pueblo de las Estrellas a hacer todo eso? - inquirió -. Nunca imaginé... El Mensajero no habló nunca de que hubiera otros...

Rovic volvió hacia arriba las palmas de sus manos.

- No tan de prisa, Santidad, te lo ruego - dijo -. Estamos muy poco versados en vuestra lengua. Hasta ahora no he podido enterarme de nada.

Esto era un engaño. Todos los oficiales habían sido advertidos para que fingieran unos conocimientos del Hisagazy inferiores a los que realmente poseían. (Habíamos mejorado nuestro dominio de aquel idioma practicándolo en secreto unos con otros). De este modo podían justificar cualquier error, atribuyéndolo a incomprensión.

- Será mejor que hablemos de esto en privado, Santidad - sugirió Guzan, mirando de soslayo a los cortesanos. Estos le devolvieron una mirada cargada de envidia.

Iskilip inclinó la cabeza. Sus palabras fueron arrogantes, pero su tono era el de un hombre viejo, poco seguro de si mismo.

- No es necesario. Si estos extranjeros están iniciados, podemos enseñarles lo que poseemos. Pero... si unos oídos profanos oyen la historia de labios del propio Mensajero...

Guzan levantó una mano dominante. Ambicioso y audaz, largo tiempo frustrado en su pequeña provincia, estaba dispuesto a sacarse la espina.

- Santidad - dijo -, ¿por qué ha sido ocultada la historia durante todos estos años? En parte, para mantener obedientes a los plebeyos, sí. Pero, al mismo tiempo, ¿acaso tú y tus consejeros no temíais que todo el mundo se dirigiera hacia aquí, ávido de conocimiento, si la cosa se sabía, y que nosotros quedáramos aplastados? Bueno, si permitimos que los hombres de ojos azules regresen a sus hogares con la curiosidad insatisfecha, estoy convencido de que regresarán aquí con los medios para conseguirlo por la fuerza. De modo que no tenemos nada que perder revelándoles la verdad. Si no han tenido nunca un Mensajero, si no pueden sernos útiles, siempre estaremos a tiempo de matarles. Pero, si verdaderamente han sido visitados como nosotros, ¡ cuántas cosas podremos hacer juntos!

Estas palabras fueron pronunciadas rápidamente y en voz baja, de modo que los montalirianos no pudiéramos comprenderlas. Y, en realidad, nuestros caballeros no las comprendieron. Yo, teniendo oídos jóvenes, capté el sentido general; y Rovic conservó una expresión tan perfecta de incomprensión, que supe que no se había perdido ni una sola palabra.

De modo que al final decidieron llevar a nuestro jefe - y a mi insignificante persona, ya que ningún magnate de Hisagazi va a ninguna parte sin que le acompañe algún criado al templo. Iskilip en persona abrió la marcha, con Guzan y dos musculosos príncipes detrás. Una docena de lanceros cubrían la retaguardia. Pensé que la espada de Rovic no serviría para nada si se presentaban dificultades, pero apreté los labios y eché a andar detrás de él. Rovic parecía tan ansioso como un chiquillo en la Mañana del Día de Acción de Gracias, y al verle nadie hubiera pensado que tenía conciencia de algún peligro.

Salimos cuando el sol empezaba a ponerse; en el hemisferio de Tambur, la gente hacía menos distinción entre la noche y el día que nuestro pueblo. Habiendo observado a Siett y a Balant en posición de plenamar, no me sorprendió que Nikum yaciera casi ahogado. Y, no obstante, mientras ascendíamos por el arrecife en dirección al templo, pensé que nunca había contemplado un paisaje más extraño.

Debajo de nosotros se extendía una sábana de agua, sobre la cual parecían flotar los tejados de la ciudad; los atestados muelles, donde la arboladura de nuestra propia nave estaba rodeada de mascarones de proa idólatras; el fiordo, discurriendo entre precipicios hacia su boca, donde las olas se estrellaban, blancas y terribles, contra los arrecifes. Encima de nosotros, las alturas aparecían completamente negras, contra un crepúsculo rojo que llenaba la mitad del cielo y ensangrentaba las aguas. Pálido a través de aquellas nubes capté a Tambur, envuelto en un blasón que ningún hombre podía leer. A derecha e izquierda del camino crecía la hierba, seca por ser verano. El cielo estaba pálido en el cenit y púrpura oscuro en el este, donde habían aparecido las primeras estrellas. Aquella noche no encontraba consuelo en las estrellas. Andábamos en silencio. Los pies descalzos de los indígenas no producían el menor ruido. Mis propios zapatos hacían pad-pad, y las botas de Rovic crujían levemente.

El templo era una audaz obra arquitectónica. Dentro de un rectángulo de paredes de basalto protegidas por altos capiteles de piedra, había varios edificios del mismo material. Iskilip nos condujo, entre acólitos y sacerdotes, a una cabaña de madera situada detrás del recinto sagrado. Dos guardias estaban de vigilancia ante la puerta, pero se arrodillaron en presencia de Iskilip. El emperador llamó con su extraño cetro.

Mi boca estaba seca y mi corazón latía, acelerado. Esperaba que, al abrirse la puerta, apareciera algún ser espantoso o radiante. Con sorpresa, vi a un hombre, y no de gran estatura. A la luz de la lámpara distinguí su habitación, limpia, austera, aunque no incómoda; podía haber pertenecido a cualquier vivienda de Hisagazy. El hombre llevaba una simple falda de tela basta. Sus piernas eran torcidas y delgadas, unas piernas de anciano. Su cuerpo era también delgado, pero se mantenía erguido, lo mismo que la nevada cabeza. Su piel era más morena que la de un montaliriano, y más clara que la de un hisagaziano, con ojos castaños y una barba raía. Su rostro difería levemente, en la forma de la nariz, de los labios y de la mandíbula, de cualquier otra raza conocida por mí. Pero era humano.

Nada más y nada menos.

*

**

Entramos en la cabaña dejando fuera a los lanceros. Iskihp hizo las presentaciones. Guzan y los príncipes permanecían tranquilos. Los de su clase estaban acostumbrados a la ceremonia. El rostro de Rovic era inescrutable. Se inclinó cortésmente ante Val Nira, Mensajero de los Cielos, y explicó nuestra presencia en pocas palabras. Pero, mientras hablaba, noté que estaba tomándole la medida al hombre de las estrellas.

- Si, éste es mi hogar - dijo Val Nira. La costumbre habló por él; había pronunciado aquellas palabras tantas veces, en presencia de jóvenes nobles, que sonaban a lección aprendida. Y no se había dado cuenta de nuestros instrumentos metálicos, o su significado le había pasado inadvertido -. Desde hace... cuarenta y tres años, ¿no es eso, Iskilip? He sido tratado lo mejor posible. Si a veces he experimentado el deseo de gritar ha sido a causa de mi soledad.

El emperador se removió, inquieto.

- Su demonio le ha abandonado - explico -. Ahora es un simple ser humano. Este es el verdadero secreto que conservamos. Pero no fue siempre así. Recuerdo la época en que llegó. Profetizó cosas inmensas, y todo el pueblo se arrodilló ante él, inclinando sus rostros hasta el suelo. Pero, desde entonces, su demonio ha regresado a las estrellas y la poderosa arma que llevaba ha sido igualmente vaciada de su fuerza. Sin embargo, la gente no creería esto, y nosotros se lo hemos ocultado, a fin de evitar que se intranquilizara.

- Poniendo en peligro tus privilegios - dijo Val Nira. Su tono era cansado y sarcástico -. Iskilip era joven entonces - añadió, dirigiéndose a Rovic -, y la sucesión imperial estaba en litigio. Le presté todo mi apoyo. A cambio, me prometió hacer ciertas cosas por mi.

- Lo intenté, Mensajero - dijo el monarca -. Pregunta a todas las canoas hundidas y a todos los hombres ahogados si no lo hice. Pero la voluntad de los dioses era otra.

- Evidentemente. - Val Nira se encogió de hombros -. Estas islas tienen pocos minerales, Capitán Rovic, y ninguna persona capaz de reconocer los que yo necesitaba. El continente queda demasiado lejos para las canoas de Hisagazrj. No niego que lo intentaste, Iskilip... entonces. - Nos miró, con las cejas ligeramente enarcadas -. Esta es la primera vez que unos extranjeros han tenido acceso a la confianza imperial, amigos míos. ¿Están ustedes seguros de poder regresar a su país, vivos?

- ¡Desde luego! ¡ Desde luego! ¡ Son nuestros huéspedes! - exclamó Iskilip, en tono indignado.

- Además - sonrió Rovic -, yo estaba enterado ya de la mayor parte del secreto. Mi propio país tiene secretos para enfrentarlos con éste. Sí, creo que podremos entendernos perfectamente, Santidad.

El emperador tembló.

-¿Tenéis también un Mensajero? - inquirió, en tono alarmado.

-¿Qué?

Val Nira se quedó mirándonos fijamente. Su rostro palideció y enrojeció. Luego se sentó en el banco y empezó a sollozar.

- Bueno, no se trata de un Mensajero, exactamente - dijo Rovic, apoyando una mano en el tembloroso hombro -. Confieso que en Montalir no ha atracado ninguna nave celeste. Pero tenemos otros secretos, igualmente valiosos. - Unicamente yo, que le conocía a fondo, capté el acento de mofa en su voz. Su mirada se cruzó con la de Guzan mientras continuaba hablando cariñosamente con Val Nira -. Creo haber entendido, amigo mío, que tu nave naufragó en estas playas, pero que podría ser reparada si dispusieras de ciertos materiales.

- Si... si... escucha...

Tartamudeando de emoción ante la idea de poder regresar a su hogar antes de morir, Val Nira trató de explicarse.

*

* *

Las implicaciones doctrinales de lo que dijo son tan sorprendentes, incluso peligrosas, que estoy convencido de que mis señores no desean que las repita. Sin embargo, no creo que sean falsas. Si las estrellas son en realidad soles como el nuestro, cada uno de ellos servido por planetas como el nuestro, la teoría de la esfera de cristal queda destruida. Pero Froad, cuando se lo contaron más tarde, dijo que no creía que aquello estuviera en contradicción con la ciencia; hasta el momento, sólo habían existido suposiciones nacidas durante los siglos en que se creía que la tierra era plana.

Val Nira creía que nuestros antepasados hablan llegado a este planeta, hacia millares de años. Su nave habría naufragado en alguna parte, y los supervivientes retornaron al estado salvaje. Paulatinamente, sus descendientes habían vuelto a adquirir cierta civilización.

Nuestro mundo se encuentra alejado de las rutas comerciales interplanetarias. Muy pocos tienen interés en buscar nuevos mundos. Él había experimentado ese interés. Viajó al azar durante meses, hasta que cayó casualmente sobre nuestro mundo. Y la maldición le alcanzó también a él. Descendió sobre Ulas-Erkila... y la Nave no voló más.

- Sé en qué consiste la avería - dijo apasionadamente -. No lo he olvidado. ¿ Cómo podría olvidarlo? No ha pasado un solo día, durante todos estos años, sin que me haya repetido a mi mismo lo que tenía que hacerse. Cierto complicado mecanismo de la nave necesita azogue - (Val Nira y Rovic tardaron un poco en aclararse mutuamente el significado de aquella palabra)-. Cuando el motor falló, aterricé con tanta brusquedad que los tanques estallaron. Todo el azogue, lo mismo el que estaba utilizando que el que tenía de repuesto, se perdió. De no ser así, en aquel cálido espacio cerrado, me hubiera envenenado. Salí al exterior, olvidándome de cerrar la puerta. Esto hizo que el azogue saliera de la nave. Cuando me hube recobrado de mi pánico cerval, una tormenta tropical había arrastrado todo el metal líquido. Una serie de accidentes imprevistos, sí, que me condenaron a una vida de exilio. ¡ Hubiera sido preferible perecer en el acto!

Cogió la mano del capitán, contemplándole ansiosamente.

-¿Puede usted obtener azogue? - balbució -. No necesito más que el volumen de la cabeza de un hombre. Únicamente esto, y unas cuantas reparaciones que resultarán muy fáciles con las herramientas que hay en la nave. Cuando creció este culto a mi alrededor, tuve que entregar ciertas cosas que poseía, a fin de que cada templo provincial pudiera tener una reliquia. Pero siempre procuré no entregar nada importante. Todo lo que necesito está allí. Unos quilos de azogue, y... ¡ Oh, Dios mío, mi esposa puede estar aún viva, en la Tierra!

*

**

Guzan, al menos, había empezado a comprender la situación. Hizo una seña a los príncipes, los cuales desenfundaron sus hachas y se acercaron un poco más. La puerta estaba cerrada, pero un simple grito atraería a los lanceros que montaban guardia en el exterior de la cabaña. Rovic miró a Val Nira, y luego a Guzan, cuyo rostro estaba ahora afeado por la tensión. Mi capitán apoyó la mano en la empuñadura de su espada. Fue la única muestra que dio de haberse dado cuenta de la creciente tensión.

- Tengo entendido, duque - dijo en tono ligero -, que deseas que la Nave Celeste rueda volar de nuevo.

Guzan quedó desconcertado. No esperaba aquello.

- ¡Desde luego! - exclamó -. ¿ Por qué no habría de desearlo?

- Tu dios domesticado se marcharía. ¿Qué seria de tu poder en Hisagazy?

- Yo no... no había pensado en eso - tartamudeó Iskilip.

Los ojos de Val Nira se nublaron, y su delgado cuerpo se estremeció.

- ¡No! - susurró -. ¡ No puedes hacerlo! ¡ No puedes retenerme!

Guzan asintió.

- Dentro de unos años - dijo, sin la menor animosidad -, te marcharías de todos modos en la canoa de la muerte. Si entretanto te retuviéramos contra tu voluntad, no podrías servirnos de oráculo. Tranquilízate; obtendremos la piedra que hará volar tu nave. - Se volvió hacia Rovic -: ¿Quién va a traerla?

- Mi tripulación - dijo el capitán -. Nuestro barco puede llegar fácilmente a Giar, donde existen naciones civilizadas que seguramente tienen el azogue. Creo que podemos estar de regreso dentro de un año.

-¿Acompañados por una flota de aventureros, que os ayuden a capturar la nave sagrada? - preguntó Guzan secamente... una vez fuera de nuestras islas... puedes no ir a Yurakadak. Puedes dirigirte directamente a tu país, y contárselo todo a tu Reina, y regresar con todo el poder que ella tiene.

Rovic se irguió en toda su estatura, majestuoso y solemne. Su mano derecha continuaba apoyada en la empuñadura de su espada.

- Sólo Val Nira puede conducir la Nave, supongo - replicó -. ¿Qué importa quién le ayude a efectuar las reparaciones? ¡ No creerás que ninguna de nuestras naciones pueda conquistar el Paraíso!

- La nave es muy fácil de manejar - dijo Val Nira -. Cualquiera puede conducirla por los aires. Enseñé a muchos nobles las palancas que debían utilizarse. Lo más difícil es navegar entre las estrellas. Ninguna nación de este mundo podría alcanzar a mi pueblo sin ayuda. Pero, ¿por qué hemos de pensar en luchar? Te he dicho un millar de veces, Iskilip, que los moradores de la Vía Láctea no son peligros para nadie, y ayudan a todos. Poseen tantas riquezas, que ni siquiera saben en qué emplearlas. De buena gana invertirían grandes sumas para conseguir que todos los pueblos de este mundo volvieran a ser civilizados. Con una ansiosa, medio histérica mirada a Rovic -: Quiero decir plenamente civilizados. Os enseñaremos nuestras artes. Os daremos motores, autómatas, homúnculos, que realicen todos los trabajos pesados; y barcos que vuelan por el aire; y servicio regular de pasajeros en aquellas naves que viajan entre las estrellas...

- Has estado prometiendo esas cosas durante cuarenta años - dijo Iskilip -. Sólo tenemos tu palabra.

- Y, finalmente, una ocasión para confirmar su palabra - exclamé bruscamente.

Guzan dijo, con fingido espanto:

- Las cosas no son tan sencillas como parecen, Santidad. He vigilado a estos hombres llegados a través del océano durante semanas, mientras han vivido en Yarzik. Son bravos y codiciosos. No podemos confiar en ellos. Esta misma noche se han burlado de nosotros. Conocen perfectamente nuestro lenguaje. Y han tratado de engañarnos, haciéndonos creer que podían tener alguna sugerencia de un Mensajero. Si la Nave se encuentra de nuevo en condiciones de volar, y en poder de ellos, ¿quién puede saber lo que harán?

El tono de Rovic se hizo todavía más suave.

-¿Qué es lo que propones, Guzan?

- Podemos discutir esto en otro momento.

Vi que los nudillos blanqueaban alrededor de los mangos de las hachas de piedra. Guzan estaba en pie, iluminado por la luz de la lámpara, frotándose la barbilla con la mano, sus ojillos negros inclinados pensativamente hacia el suelo. Al fin, sacudió la cabeza.

- Tal vez - dijo, en tono crispado - marineros de Risagazy podrían tripular tu barco, Rovic, y traer la piedra que hará volar la Nave. Unos cuantos de tus hombres podrían acompañar a los nuestros, para instruirlos. El resto se quedaría aquí en calidad de rehenes.

Mi capitán no respondió.

Val Nira gruño:

- ¡No comprendes! ¡ Estás discutiendo inútilmente! Cuando mi gente llegue aquí, no habrá más guerras, ni más opresión, curarán todas vuestras enfermedades. Serán amigos de todos, sin favoritismos para nadie. Te aseguro...

- ¡Basta! - dijo Iskilip -. Lo pensaremos mejor mientras dormimos. Si es que alguien puede dormir después de tantas extravagancias.

Rovic miró con fijeza a Guzan, más allá de las plumas del emperador.

- Antes de decidir nada - dijo, sin apartar la mano de la empuñadura de la espada -, quiero ver la Nave. ¿Podemos ir a verla mañana?

Iskilip era el Emperador y Sumo Sacerdote, pero permaneció callado. Guzan inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

*

**

Salimos de la cabaña. Tambur inundaba el patio de una fría claridad, pero la cabaña estaba sombreada por el templo. Era una forma negra, con un rectángulo de luz, estrecho y alargado, en el lugar ocupado por la puerta. Y en aquel rectángulo se recortaba la delgada figura de Val Nira, que había llegado de las estrellas. Nos contempló hasta que nos perdimos de vista.

Mientras descendíamos, Guzan y Rovic se pusieron de acuerdo acerca de la visita. La Nave estaba a dos días de marcha tierra adentro, en las laderas del Monte Ulas. Pero sólo podrían ir a verla doce de nuestros hombres. Más tarde se discutiría lo que habla de hacer.

Las linternas brillaban, amarillentas, en la popa de nuestra carabela. Rechazando la hospitalidad de Iskilip, Rovic y yo regresamos al Golden Lea per para pasar la noche. Un lancero de guardia en la pasarela me preguntó qué había pasado.

Pregúntamelo mañana - le dije -. Ahora, la cabeza me da demasiadas vueltas.

- Entra en mi camarote, muchacho - me invitó el capitán -. Echaremos un trago antes de acostarnos.

Dios sabe cuánto necesitaba una copa de vino. Entramos en el pequeño cuarto, de techo muy bajo, repleto de instrumentos náuticos, libros y mapas impresos que me parecieron fantásticos, ya que el cartógrafo había dibujado sirenas y duendes marinos. Rovic se sentó detrás de su mesa, me invitó a ocupar una silla en frente de él y vertió vino en dos copas de cristal de Quaynish. Entonces supe que en su cerebro bullía alguna idea... aparte del problema de salvar nuestras vidas.

Bebimos en silencio. Oí el lap-lap del oleaje al chocar contra el casco de nuestro buque, las pisadas de los centinelas, el lejano ruido de la resaca; y nada más. Finalmente, Rovic se reclinó hacia atrás, contemplando su copa medio vacía. Su expresión era inescrutable.

- Bueno, muchacho - dijo -, ¿qué opinas?

- No sé qué pensar, capitán.

- Tú y Froad estáis un poco preparados para esa idea de que las estrellas son otros soles. Habéis estudiado. En cuanto a mí, he visto tantas cosas raras en el curso de mi vida que ésta me parece completamente verosímil. Pero, el resto de nuestra gente...

- Es una ironía que unos bárbaros, tales como Guzan, lleven tanto tiempo familiarizados con la idea... y hayan tenido en su poder al anciano llegado del cielo para conservar sus privilegios de clase durante más de cuarenta años. ¿De veras es un profeta, capitán?

- Él lo niega. Representa el papel de profeta porque tiene que hacerlo, pero es evidente que todos los duques y condes de este reino saben que es una farsa. Iskilip es un viejo, medio convertido a sus propios credos artificiales. Murmuraba acerca de profecías que Val Nira hizo hace mucho tiempo, verdaderas profecías. ¡ Bah! Val Nira es tan humano y falible como yo. Los montalirianos tenemos la misma carne que los Hisagazy, aunque hayamos aprendido a utilizar el metal antes que ellos. Y el pueblo de Val Nira, a su vez, está más adelantado que el nuestro. Pero sus componentes no dejan de ser mortales. Tengo que recordar que lo son.

- Guzan lo recuerda.

- ¡Bravo, muchacho, bravo! Guzan es un hombre listo, y audaz. En Val Nira, vio su oportunidad de dejar de ser el pequeño señor de una pequeña isla. Y no renunciará a esa oportunidad sin luchar. Ahora, nos acusa de planear las cosas que él espera hacer.

- Pero, ¿qué es lo que espera hacer?

- Si mis sospechas son ciertas, quiere utilizar la Nave. Val Nira dijo que era fácil de manejar. La navegación entre las estrellas sería difícil para cualquiera, excepto para Val Nira; y a ningún hombre en su sano juicio podría ocurrírsele piratear a lo largo de la Vía Láctea. Sin embargo... si la Nave permaneciera aquí, sin elevarse más de una milla del suelo... el hombre que la utilizara podría convertirse en un conquistador.

Me quedé asombrado.

-¿Quiere usted decir que Guzan no trataría de explorar otros planetas?

Rovíc me dirigió una significativa mirada y comprendí que deseaba quedarse solo. Me escabullí hacía mi camarote, en la popa.

Antes del amanecer, el capitán estaba levantado, aleccionando a nuestros hombres. Se hacía evidente que había adoptado una decisión, y no agradable. Estuvo conferenciando mucho tiempo con Etien, el cual salió del camarote con aspecto asustado. Esforzándose en recobrar la confianza en sí mismo, el contramaestre empezó a gritar a los tripulantes.

Los doce hombres autorizados a visitar la Nave íbamos a ser Rovic, Froad, Etien, yo y ocho marineros. Todos nos proveímos de casco, peto y mosquetón. Dado que Guzan nos había dicho que había un camino hasta la Nave, arrastramos una carrera hasta el muelle. Etien revisó su contenido. Quedé asombrado al ver que casi toda la carga eran barriles de pólvora.

- Pero, no vamos a llevarnos el cañón... - protesté.

- Son órdenes del capitán - gruñó Etien, y me volvió la espalda.

Después de una ojeada al rostro de Rovic, nadie se atrevió a preguntarle por qué nos llevábamos aquellos barriles. Recordé que íbamos a ascender por la ladera de una montaña. Una carreta llena de pólvora, con una mecha encendida, enviada contra un ejército hostil, podía ganar una batalla. Pero, ¿ acaso Rovic esperaba que se declarasen tan pronto las hostilidades?

Desde luego, las órdenes que dio a los marineros y oficiales que habían de permanecer a bordo no sugerían otra cosa. Mantendrían al Golden Leaper preparado para una lucha o una huida repentina.

Cuando salió el sol, rezamos nuestras plegarias matutinas y nos pusimos en camino. Nikum estaba envuelto en silencio cuando lo cruzamos.

Guzan nos esperaba en el templo. Un hijo de Iskilip estaba oficialmente a cargo de la expedición, pero el duque prestó tan poca atención a aquel joven como nosotros. Habla también un centenar de guardias, con petos escamosos, cabezas afeitadas y rostros y cuerpos llenos de tatuajes. El sol matinal arrancaba destellos a las puntas de obsidiana de las lanzas. Contemplaron en silencio nuestra llegada. Guzan salió a nuestro encuentro. Llevaba también un peto de piel escamosa, y la espada que Rovic le había regalado en Yarzik.

-¿Qué llevas en esa carreta? - preguntó.

- Suministros - respondió Rovic.

-¿Para cuatro días?

- Envía a casa a todos tus hombres, menos a diez - dijo Rovic fríamente -, y yo enviaré esa carreta a mi barco.

Sus ojos se entrechocaron como espadas, hasta que Guzan se volvió y dio sus órdenes. Nos pusimos en marcha, unos cuantos montalirianos rodeados de guerreros paganos. La selva se extendía delante de nosotros, hasta el Ulas.

Val Nira andaba entre Rovic y Guzan. Resultaba incongruente que un hombre tan importante caminara tan encogido. Tendría que haber andado con aire decidido y arrogante, luciendo una estrella en la frente.

Durante el día, por la noche cuando acampamos y al día siguiente, Rovic y Froad le interrogaron ávidamente acerca de su hogar. Desde luego, lo que dijo fue fragmentario. Y yo no pude oírlo todo, dado que tenía que ocupar mi puesto empujando la carreta por aquel infernal y empinado camino. Los Hisagazy no tenían animales de arrastre, y en consecuencia hacían poco uso de la rueda y no contaban con caminos adecuados. Pero aquella noche, lo que oí me mantuvo largo rato despierto.

*

**

¡ Ah, grandes maravillas que los poetas no han imaginado para el País de los Duendes! Ciudades enteras construidas en una sola torre de media milla de altura. Un cielo tan brillante, que en realidad no existe la oscuridad después de la puesta del sol. Alimentos que no crecen en la tierra sino que son fabricados en laboratorios químicos. El más modesto ciudadano poseedor de máquinas que le sirven con más humildad y eficacia que un millar de esclavos... poseedor de un vehículo aéreo con el cual puede dar la vuelta al mundo en menos de un día..., poseedor de una ventana de cristal en la cual aparecen imágenes teatrales para su diversión. Naves mercantes que viajan entre las estrellas, cargadas con la riqueza de un millar de planetas; desarmados y sin escolta, ya que no existen piratas, y aquel reino mantiene desde hace mucho tiempo tan buenas relaciones con las demás naciones que el peligro de la guerra también ha desaparecido Las razas que componen los otros países son humanas, aunque poseen la facultad de hablar y razonar. En el país de Val Nira apenas existe el delito. Cuando aparece un delincuente, no es colgado, ni siquiera transportado a ultramar: su mente recibe un tratamiento que le cura del deseo de violar la ley. Y regresa a su hogar para vivir como un ciudadano especialmente honrado, ya que todos saben que su conducta será impecable. En cuanto a la forma de gobierno... Pero aquí perdí el hilo del discurso. Creo que se trata de una república, pero en la práctica es un grupo de hombres, elegidos a través de unas oposiciones, el encargado de velar por el bienestar de los demás.

Seguramente, pensé, aquello será semejante al Paraíso.

Nuestros marineros escuchaban con la boca abierta. El rostro de Rovíc era inescrutable, pero se retorcía el bigote sin cesar. Guzan, para el cual el relato de Val Nira era archiconocido, se mostraba más rudo a cada instante. Era evidente que le desagradaba nuestra intimidad con el anciano y la facilidad con que captábamos las ideas que nos exponía.

Pero nosotros procedíamos de una nación que había estimulado desde hacia mucho tiempo la filosofía natural y el mejoramiento de las artes mecánicas. Yo mismo, en mi corta existencia, había presenciado el cambio de la rueda hidráulica en las regiones donde había pocas corrientes de agua por la forma moderna del molino de viento. El reloj de péndulo fue inventado un año antes de nacer yo. Había leído muchos romances acerca de las máquinas voladoras que no pocos hombres habían tratado de construir. Viviendo en aquella etapa de franco progreso, los montalírianos estábamos perfectamente preparados para asimilar conceptos más amplios.

Por la noche, sentado con Froad y Etien alrededor de una fogata, le expresé algo de esto al sabio.

- ¡ Ah! - exclamo -. Ahora, la Verdad aparece sin velos delante de mí. ¿Has oído lo que ha dicho el hombre de las estrellas? ¿Las tres leyes del movimiento planetario alrededor de un sol, y la gran ley de la atracción que las explica? ¡ Una ley que puede ser encerrada en una corta frase, y que, sin embargo, puede mantener ocupados a los matemáticos durante trescientos años!

Miró más allá de las llamas, y de las fogatas alrededor de las cuales dormían los paganos, y de la oscura selva, y del furioso volcán que se erguía hacia el cielo. Empecé a interrogarle. Pero Etien gruñó:

- Déjale en paz, muchacho. ¿No puedes ver cuando un hombre está enamorado?

Me acerqué un poco más a la estólida y tranquilizadora masa del contramaestre.

-¿Qué opinas de todo esto? - le pregunté, en voz baja, ya que la selva susurraba y crujía por todas partes.

- He dejado de pensar hace algún tiempo - me respondió Etien -. No soy más que un pobre marinero, y la única posibilidad que me queda de regresar a mi hogar consiste en seguir al capitán.

-¿Incluso más allá de las estrellas?

- Tal vez seria menos peligroso que viajar alrededor del mundo. El anciano juró que su nave era segura, y que entre las estrellas no existen las tormentas.

-¿Puedes confiar en su palabra?

- ¡Oh, sí! Conozco lo suficiente a los hombres para saber cuándo me encuentro en presencia de uno incapaz de mentir. No temo a la gente de ese país, del mismo modo que no la teme el capitán. Excepto en un sentido... - Etien se frotó su barbudo mentón -. En cierto sentido que no puedo captar del todo, asusta a Rovic. No teme que aquella gente pueda llegar aquí con la espada desenvainada; pero hay algo acerca de ella que le preocupa.

Sentí que el suelo temblaba, aunque débilmente. Ulas se había aclarado la garganta.

- Parece que estamos desafiando la cólera divina...

- No es eso en lo que piensa el capitán. Nunca fue un hombre demasiado piadoso... - Etien bostezó y se puso en pie. Me alegro de no ser el capitán. Dejemos que él decida acerca de lo mejor que podemos hacer. Entretanto, tú y yo vamos a dormir.

*

**

Pero aquella noche dormí muy poco.

Rovic, creo, descansó perfectamente. Sin embargo, al día siguiente me di cuenta de que estaba preocupado. Me pregunté, por qué. ¿Pensaba acaso que los Hasagazy nos atacarían? Si era así, ¿por qué se había prestado a realizar la expedición? A medida que la pendiente se hacía más pronunciada, la tarea de empujar la carreta se hizo tan pesada que todos mis temores murieron por falta de aliento.

Sin embargo, cuando llegamos junto a la Nave, hacia el atardecer, olvidé mi debilidad. Y después de un aluvión de exclamaciones de asombro, nuestros marineros permanecieron silenciosos, apoyados en sus picas. Los Hisagazy, poco habladores por naturaleza, se inclinaron con aspecto asustado. Sólo Guzan permaneció erguido entre ellos. Observé la expresión de su rostro mientras contemplaba la maravilla. Era una expresión de codicia.

La Nave era muy bella.

La recuerdo muy bien. Su longitud - su altura, mejor dicho, ya que reposaba sobre su cola- era casi igual a la de nuestra carabela, y su forma semejante a la de la punta de una lanza. Era de color blanco brillante, un blanco que no había perdido brillo después de cuarenta años. Pero las palabras no sirven para describirla. ¿Cómo podría describir la belleza de sus curvas, la iridiscencia del metal, la alada gracia de su forma?

Permanecimos inmóviles durante un largo rato. Noté que mi visión se hacia borrosa, y me froté los ojos, furioso conmigo mismo por haberme dejado afectar hasta tal punto. Entonces me di cuenta de que una lágrima se deslizaba por la roja barba de Rovic. Pero su rostro continuaba impasible. Cuando habló, se limitó a decir, con voz inexpresiva:

- Vamos, tenemos que acampar.

Los guardias de Hisagazy no se atrevieron a acercarse a una distancia inferior a varios centenares de metros; era evidente que la Nave se había convertido para ellos en un ídolo muy poderoso. Nuestros propios marineros se alegraron de mantener la misma separación. Pero, cuando se hizo de noche y todo estuvo en orden, Val Nira nos acompañó a Rovic, a Froad, a Guzan y a mi hasta la Nave.

Mientras nos acercábamos, una doble puerta se abrió silenciosamente en el costado de la Nave y una escalerilla de metal descendió hasta el suelo. Brillando a la luz de Tambur, y al rojizo reflejo de las nubes iluminadas por el fuego del volcán, la Nave resultaba ya suficientemente misteriosa. Cuando vi que se abría como si un fantasma montara guardia junto a la puerta, di media vuelta y eché a correr. La carbonilla crujió bajo mis botas, y una ligera brisa llevó hasta mi olfato una bocanada de aire sulfuroso.

Al llegar al campamento me dominé lo suficiente como para volver a mirar. La Nave aparecía solitaria en toda su grandeza. Y me decidí a regresar.

El interior estaba iluminado por unos paneles luminosos, fríos al tacto. Val Nira explicó que el gran motor estaba intacto, y que proporcionaba energía apretando una palanca. Por lo que pude entender de sus palabras, aquello se conseguía transformando en luz la parte metálica de la sal común... de modo que no entendí nada, a fin de cuentas. El azogue era necesario para una parte de los controles, los cuales canalizaban la energía desde el motor a otro mecanismo que empujaba a la nave hacia arriba. Examinamos el depósito roto. 'El impacto del aterrizaje tenía que haber sido enorme, para retorcer y doblar aquellas paredes tan recias. Y, sin embargo, Val Nira fue protegido por fuerzas invisibles y el resto de la Nave no había sufrido daños de importancia. Val Nira cogió una cuantas herramientas, que llamearon y zumbaron y giraron, y efectuó una demostración de las operaciones de reparación de las partes afectadas. Evidentemente, para él no sería problema completar el trabajo... y sólo necesitaría unos quilos de azogue para que la Nave volviera a funcionar.

Aquella noche nos mostró otras muchas cosas. No hablaré de ellas, ya que ni siquiera puedo recordarlas con claridad. Bastará decir que Rovic, Froad y Zhean pasaron unas cuantas horas en la Colina de los Duendes.

A Guzan, aunque habla estado allí anteriormente, como parte de su iniciación, nunca le había sido mostrada la Nave con tal amplitud. Sin embargo, al contemplarle le vi menos maravillado que codicioso.

No cabe duda de que Rovic también se dio cuenta. Habla pocas cosas que pasaran inadvertidas a Rovic. Cuando salimos de la Nave, su silencio no era producido por el asombro como el de Froad o el mío. En aquel instante, pensé vagamente que temía las dificultades que Guzan estaba dispuesto a plantear. Ahora, mirando hacía atrás, creo que lo que sentía era tristeza.

Lo cierto es que mucho después de que los demás estuviéramos durmiendo, Rovic continuó en pie, contemplando la nave.

*

**

Muy temprano, en un frío amanecer, Etien me sacudió para despertarme.

- Arriba, muchacho - tenemos trabajo. Carga tus pistolas y prepara tu daga.

-¿Qué? ¿Qué sucede? - pregunté, medio adormilado aún. Los acontecimientos de la noche anterior me parecieron un sueño.

- El capitán no ha dicho nada, pero es evidente que espera una lucha. Por mi parte, creo que Guzan tiene el propósito de asesinarnos a todos aquí, en la montaña. Luego puede obligar al resto de la tripulación a que le conduzca a Giar, en busca del azogue. El capitán ha ordenado que nos reunamos con él junto a la carreta.

Después de armarme, recogí un poco de comida. Sólo Dios sabia cuándo tendría ocasión de volver a comer. Fui el último en unirme a Rovie. Los indígenas nos contemplaban torvamente, sin comprender lo que nos proponíamos hacer.

- En marcha, muchachos - dijo Rovic.

Dio sus órdenes. Cuatro hombres empezaron a arrastrar la carreta por el camino rocoso que conducía a la Nave, que brillaba entre la niebla matinal. Los demás permanecimos quietos, con las armas preparadas. Casi inmediatamente, Guzan se acercó a nosotros, seguido de Val Nira.

Su semblante estaba oscurecido por la rabia.

-¿Qué es lo que estáis haciendo? - ladró.

Rovic le miró con frialdad.

- Verás, como pensamos quedarnos aquí durante algún tiempo, examinando las maravillas que hay a bordo de la Nave...

-¿Qué? - le interrumpió Guzan -. ¿Qué quieres decir? ¿No has visto lo suficiente en una visita? Tenemos que regresar enseguida, y prepararnos para salir en busca de la piedra que hace volar la nave.

- Puedes marcharte, si quieres - dijo Rovic -. Yo prefiero quedarme. Y puesto que tú no confías en mí, es justo que te pague con la misma moneda. Mis hombres permanecerán en la Nave, que puede ser defendida en caso necesario.

Guzan empezó a gritar, pero Rovic le ignoró. Nuestros hombres continuaron arrastrando la carreta por el rocoso suelo. Guzan hizo una seña a sus lanceros, los cuales se acercaron en una desordenada pero alertada masa. Etien dio una orden. Nos pusimos en línea de combate, las picas hacia adelante, los mosquetes apuntando.

Guzan retrocedió. Le habíamos demostrado el poder de las armas de fuego en su propia isla. Era indudable que podía vencemos con la fuerza del número, pero a un precio muy elevado.

- No hay ningún motivo para luchar, ¿no es cierto? - dijo Rovic -. Me limito a tomar precauciones. La Nave es algo muy valioso. Puede traernos el bienestar a todos... o el dominio sobre esta tierra a uno. Hay quienes prefieren esto ultimo. No te acuso de ser uno de ellos. Sin embargo, como medida de precaución convertiré la Nave en mi morada y mi fortaleza, mientras tenga que permanecer aquí.

Creo que en aquel momento me convencí de las verdaderas intenciones de Guzan. Si de veras hubiera deseado alcanzar las estrellas, su única preocupación hubiera sido velar por la seguridad de la Nave. No hubiera agarrado al pequeño Val Nira entre sus poderosas manos, poniéndolo delante de él, como un escudo contra nuestro fuego. El furor desfiguró su semblante. Y gritó:

- ¡ Entonces, también yo guardaré un rehén!

Los Hisagazy alzaron sus lanzas y hachas, pero no parecían dispuestos a seguirnos. Continuamos nuestro camino hacia la Nave. Froad se acarició la barba pensativo.

- Mi querido capitán - dijo -, ¿cree usted que van a sitiarnos?

- No le aconsejaría a nadie que se atreviera a salir solo - respondió Rovic secamente.

- Pero, sin Val Nira para explicarnos las cosas, ¿de qué nos servirá permanecer en la Nave? Sería preferible que regresáramos. Tengo que consultar unos textos matemáticos... debo consultarle al hombre de las estrellas lo que sabe acerca de...

Rovic le interrumpió dando una orden a tres hombres, para que ayudaran a levantar una rueda encallada entre dos piedras. Estaba furioso. Y confieso que su acción me parecía una locura. Si Guzan intentaba una traición, no ganaríamos nada inmovilizándonos en la Nave, donde podía sitiarnos hasta que muriéramos de hambre. Era mejor atacar en campo abierto, con la posibilidad de abrirnos camino luchando. Y, si Guzan no proyectaba acabar con nosotros, la actitud de Rovic era una insensata provocación. Pero no me atreví a hacer preguntas.

*

**

Cuando hubimos acercado la carreta a la Nave, la escalerilla volvió a descender. Los marineros se detuvieron, aterrorizados. Rovic hizo un evidente esfuerzo para hablar en tono tranquilizador.

- Vamos, muchachos, no pasa nada. Yo he estado ya a bordo, y no me ha sucedido nada. Ahora tenemos que subir la pólvora, tal como se había planeado.

Por mi frágil constitución, no me hallaba en condiciones de cargar con los pesados barriles, de modo que me quedé al pie de la escalerilla para vigilar a los Hisagazy. Estábamos demasiado lejos para captar sus palabras, pero vi que Guzan se encaramaba a un peñasco y les arengaba. Los guerreros agitaron sus armas en nuestra dirección y lanzaron unos gritos salvajes. Pero no se atrevieron a atacarnos. Me pregunté en qué pararía todo aquello. Si Rovic había previsto que iban a sitiarnos, esto explicarla por qué había llevado tanta pólvora... No, no lo explicarla, ya que había allí más pólvora de la que una docena de hombres podían gastar disparando sus mosquetes durante varias semanas, suponiendo que tuvieran el plomo suficiente. Y, además, no teníamos provisiones. Miré hacia la cima del volcán, envuelto en nubes rojizas, y me pregunté qué clase de demonios morarían aquí para apoderarse de la voluntad de los hombres.

Me sobresalté al oír un grito indignado procedente del interior de la nave. ¡ Froad! Estuve a junto de trepar por la escalerilla, pero no me moví, recordando mi obligación. Oí que Rovic le ordenaba que bajara, y apremiaba a los tripulantes para que se dieran prisa en subir la pólvora. Froad y Rovic habían estado hablando en la cabina del piloto durante más de una hora. Cuando el anciano salió, ya no protestaba. Pero, mientras descendía la escalerilla, me di cuenta de que estaba sollozando.

Rovic le siguió, con el semblante más hosco que yo había visto en un hombre hasta entonces. Los marineros continuaron su tarea, aunque de cuando en cuando dirigían inquietas miradas hacia el campamento Hisagazy. Para ellos, la Nave era una cosa extraña e inquietante. Al fin terminaron su trabajo. Etien fue el último en bajar.

- ¡Formen en cuadro! - ladró Rovic. Los hombres se colocaron en posición -. Vosotros, Froad y Zhean, podéis ir dentro del cuadro. En caso necesario, ayudaréis a cargar los mosquetes.

Tiré de la manga a Froad.

- Por favor, maestro, ¿qué ha sucedido?

Pero el anciano sollozaba demasiado para poder contestar.

Etien se inclinó, con acero y pedernal en sus manos. Oyó mi pregunta - ya que reinaba un espantoso silencio a nuestro alrededor -, y contestó, con voz endurecida:

- Hemos colocado barriles de pólvora alrededor del casco de la Nave, unidos por regueros. Y voy a prenderles fuego.

La idea era tan monstruosa, que no pude hablar, ni si quiera pensar. Desde algún lugar remoto, oí el chasquido de la piedra sobre el acero en los dedos de Etien, le oí soplar y añadir:

- Una buena idea. Dije que seguirla al capitán sin ningún temor... pero ojalá no hayamos ido demasiado lejos.

- ¡De frente! ¡ Marchen! - rugió Rovic, alzando su espada.

El pelotón emprendió un rápido avance. No miré hacia atrás. No pude hacerlo. Estaba sumergido en una especie de pesadilla. Puesto que Guzan había avanzado para interceptarnos el paso, nos dirigimos directamente hacia su tropa. Cuando llegamos al límite del campamento e hicimos un alto, Guzan avanzó unos pasos. Val Nira le seguía, temblando. Ollas palabras vagamente:

-¿Qué pasa ahora, Rovic? ¿Estás dispuesto a regresar?

- Sí - dijo el capitán. Su voz era inexpresiva -. Estoy dispuesto.

Guzan le miró con aire suspicaz.

-¿Qué has dejado detrás de ti?

- Alimentos. Vámonos ya.

Val Nira contempló las crueles formas de nuestras picas. Se humedeció los labios unas cuantas veces antes de poder balbucir:

-¿Qué estás diciendo? No hay ningún motivo para dejar alimentos allí. Se echarían a perder antes de... antes de...

Se interrumpió, mientras miraba a Rovic a los ojos. Palideció intensamente.

-¿Qué es lo que has hecho? - susurró.

Repentinamente, la mano libre de Rovic se alzó, para cubrir su rostro.

- Lo que debía dijo, en tono cansado.

El hombre de las estrellas nos contempló unos instantes más. Luego se volvió y echó a correr. Cruzó entre los atónitos guerreros, en dirección a su nave.

- ¡Alto! - gritó Rovic -. Es una locura...

Tragó saliva y contempló la diminuta y tambaleante figura que corría hacia la Nave.

Guzan profirió una maldición en voz baja. Levantó su espada y avanzó hacia Rovic.

- ¡Dime lo que has hecho, o te mato ahora mismo! - exclamó.

No prestó la menor atención a nuestros mosquetes. También él había tenido sueños, e intuía que en aquel momento estaban a punto de desvanecerse.

Los vio desvanecerse cuando estalló la Nave.

Ni siquiera aquella recia estructura metálica era capaz de resistir a una carreta de pólvora cuidadosamente colocada y estallando al mismo tiempo. Se produjo una explosión que me arrojó al suelo, y el casco de la Nave se partió en dos. Trozos de metal calentados al rojo zumbaron a través de la ladera. Vi a uno de ellos chocar contra un peñasco y hacerlo trizas. Val Nira desapareció, destruido con demasiada rapidez para ver lo que había sucedido. Dios fue misericordioso con él. A través de las llamas y del humo que siguieron, vi caer la Nave. Rodó ladera abajo, haciendo retemblar la montaña, hasta que el polvo ocultó el cielo.

No me atrevo a recordar nada más.

Los Hisagazy emprendieron la huida. Debieron de creer que el infierno había invadido la tierra. Guzan no se movió. Cuando reaccionó, un instante después, saltó sobre Rovic. Un mosquetero levantó su arma. Etien volvió a hacerla bajar de un manotazo. Permanecimos inmóviles, contemplando cómo luchaban los dos hombres, comprendiendo vagamente que tenían derecho a dirimir sus cuentas de un modo personal. Las espadas centelleaban al entrechocar. Por último prevaleció la habilidad de Rovic. Atravesó la garganta de Guzan.

Dimos sepultura al duque e iniciamos el descenso a través de la selva.

Aquella noche, los guardias reunieron el valor suficiente para atacarnos. Nos ayudamos con nuestros mosquetes, pero utilizamos principalmente espadas y picas. Nos abrimos camino a través de ellos porque no teníamos otro lugar adonde ir que no fuera el mar.

Cuando llegamos a Nikum, todas las fuerzas que Iskilip habla podido reunir estaban sitiando al Golden Leaper y esperando para oponerse a la entrada de Rovic. Formamos de nuevo el cuadro, y cargamos. La vista de nuestra nave nos habla hecho irresistibles. Pero con todo, dejamos a seis hombres sobre el rojizo fango de aquellas calles. Cuando los que habían quedado en la carabela se dieron cuenta de nuestra llegada, empezaron a bombardear la ciudad con el cañón. Los techos de madera se incendiaron, y esto distrajo al enemigo y nos permitió llegar a la nave.

Valientes hasta el fin, los Hisagazy arrimaron sus canoas a nuestro casco, donde no podían alcanzarles los disparos de nuestro cañón. Haciendo escalera con sus hombros, trataron de trepar a bordo. Un pequeño grupo lo consiguió, y tuvimos que luchar para expulsarles de la cubierta. Allí fue donde recibí la herida en el cuello que todavía hoy sigue molestándome.

Pero, conseguimos salir del fiordo. Soplaba un fresco viento del este. Con todas las velas desplegadas, dejamos atrás al enemigo. Contamos nuestros muertos, vendamos nuestras heridas, y dormimos.

Al amanecer del día siguiente, el dolor de mi herida me despertó. Comprendí que no podría seguir durmiendo y subí al puente de mando. El cielo estaba despejado. El viento había amainado. El mar estaba tranquilo. Permanecí una hora allí, acariciado por la fresca brisa del alba que mitiga el dolor.

Cuando oí pasos detrás de mí, no me volví. Sabía que eran los de Rovic. Permaneció a mi lado largo rato, sin hablar, con la cabeza descubierta. Me di cuenta de que sus cabellos empezaban a grisear.

Al fin, sin mirarme, dijo:

- Antes de que ocurriera todo aquello, hablé con Froad. Se disgustó mucho, pero reconoció que era lo único que podía hacerse. ¿Te ha hablado de ello?

- No - respondí.

- Ninguno de nosotros tiene demasiados deseos de comentarlo - dijo Rovic.

Y al cabo de un rato:

- No temía que Guzan o cualquier otro pudiera apoderarse de la nave y tratara de convertirse en un conquistador. Los hombres de Montalir somos perfectamente capaces de entendérnoslas con tales rufianes. Tampoco temía a los moradores del país de Val Nira. Es muy posible que aquel pobre viejo dijera la verdad. Nunca nos hubiesen causado daño... voluntariamente. Nos hubieran traído valiosos regalos, y nos hubieran enseñado sus propias artes, y nos hubieran conducido a visitar todas sus estrellas.

- Entonces... ¿por qué? - inquirí.

- Algún día, los sucesores de Froad resolverán los enigmas del universo - dijo -. Algún día, nuestros descendientes construirán su propia Nave, y viajarán hacia los destinos que deseen.

La espuma chocaba contra el puente humedeciendo nuestros cabellos. Saboreé la sal en mis labios.

- Entretanto - dijo Rovic -, navegaremos por los mares de este mundo, y andaremos por sus montañas, hasta que lleguemos a dominarlos y a comprenderlos. ¿Te das cuenta, Zhean? Eso es lo que la Nave nos hubiera robado.

Entonces, también yo fui capaz de llorar. El capitán Rovic apoyó una mano en mi hombro y la dejó descansar allí mientras el Golden Lea per, con todas las velas desplegadas, avanzaba hacia el oeste.

FIN

VIERNES John Kippax

VIERNES
John Kippax



Semirrecostados en la almohadilla cuna de acero, Bailey y Kromm contemplaban el tablero de mandos mientras la nave exploradora descendía los últimos metros que la separaban de la rocosa superficie de Krodos siete. Tensos, expectantes, contemplaban el tablero y esperaban, sabiendo que podían morir si la nave no aterrizaba como era debido. Su viaje había estado lleno de sobresaltos.
Se produjo una sacudida, y cuatro luces cambiaron de color; Bailey, el más joven de los dos hombres, desconectó una hilera de interruptores con ansiosos golpecitos de sus largos dedos; se reclinó hacia atrás con un suspiro de alivio, y el brillo del sudor se reflejó en sus facciones ascéticas.
Kromm, mucho más robusto y menos dispuesto a poner de manifiesto sus emociones, volvió la cabeza y favoreció a su compañero con una lenta sonrisa.
- Lo hemos conseguido.
Bailey no sonrió.
- Por los pelos. Y cuando regrese al Oppie alguien va a pagar por esto. ¡Palabra!
Kromm se encogió de hombros y hurgó en sus bolsillos en busca de un cigarrillo; ofreció el paquete a Bailey, pero éste no aceptó la invitación, de modo que Kromm encendió un cigarrillo para él con dedos firmes.
- ¿Crees que fue simplemente un caso de falta de combustible?
Bailey estalló:
- ¿Qué otra cosa podría ser? He conseguido descender gracias al combustible de la reserva. ¡Y ahora casi lo hemos agotado también! ¡Hay un oficial mecánico llamado Ramírez, que va a oírme en cuanto le eche la vista encima! - Bailey se puso en pie y se acercó a una de las mirillas de observación -. El aspecto no es desagradable - dijo -. Como la Tierra, hace cincuenta millones de años. - Se volvió hacia Kromm, que seguía fumando su cigarrillo -. Vamos, Kurt. Pon en marcha la radio y diles lo que nos ha sucedido.
Kromm se sentó delante del transmisor. Pulsó un interruptor, y el pequeño altavoz instalado en la parte superior del aparato comprimido dejó oír una sucesión de ruidos atmosféricos. Todo, con la posible excepción del propio Kromm, era comprimido. Aquella pequeña nave de dos plazas era una de las cuatro del enorme Oppenheimer, dedicado a la tarea de explorar el sistema Krodos.
Bailey esperó, tamborileando impacientemente con los dedos. Kromm sabía que el orgullo profesional de Bailey había resultado herido por el accidente. El hombre más alto murmuró:
- No contestan. ¿Por qué?
Kromm dijo:
- No lo se.
- ¿Estás seguro de que sale tu llamada?
- Escucha tu.
Kromm pulsó un interruptor e inmediatamente se oyó la señal de llamada, repitiéndose una y otra vez.
- Pero, ¿estás seguro de que sale?
Kromm suspiró pacientemente.
- De acuerdo, les llamaré directamente, con mi dulce voz. - Descolgó un micrófono Y lo acerco a sus labios -. X-2 llamando al Oppenheimer, X-2 llamando al Oppenheimer. Cinco tres siete, seis dos uno, cuatro siete ocho. Krodos siete, encallados en Krodos siete...
Repitió la llamada y esperó. A través del altavoz continuaron llegando los ruidos atmosféricos. Nada más. El rostro de Kromm había adquirido una desacostumbrada expresión de gravedad.
- Nada - dijo Bailey. Contempló el pequeño altavoz, que seguía hablando en un lenguaje espacial -. ¿Estás seguro de que el aparato funciona bien?
- Sí - respondió Kromm, con cierta sequedad -. Esto no lo revisa ningún mecánico. El responsable soy yo. ¿Quieres que lo desmontemos?
Bailey estaba mirando de nuevo al exterior.
- Vamos a comer algo - dijo -, y luego te echaré una mano.

Tres horas después sabían que la radio funcionaba normalmente. Kromm dejó conectada la llamada y fue a reunirse con Bailey, el cual estaba comprobando los datos acerca del aire y de la humedad.
Bailey dijo:
- Las condiciones son muy parecidas a las de la Tierra.
- El jefe estará contento.
- ¿Tendremos la oportunidad de comunicárselo? - preguntó Kromm -. Nadie sabe que estamos aquí. Dentro de una semana, tendremos que dirigirnos a aquel hermoso valle que se extiende debajo de nosotros, en busca de algo que comer. En una época determinada me pareció estar interesado en la exploración preliminar de Krodos siete; ahora no soy más que un individuo interesado en saber de dónde le caerá el maná. Dame ese almanaque.
Bailey le entregó el voluminoso tomo, y su compañero lo ojeó unos instantes.
- Ahora, veamos si consigo recordar lo que significan esas señales... - murmuró Kromm.
- Una estrella verde - dijo Bailey - significa que la información tiene quinientos años de antigüedad.
- Es cierto, ahora lo recuerdo - dijo Kromm -. Algunos de aquellos hombres primitivos llegaron bastante lejos, ¿verdad? - Consultó de nuevo el almanaque, deteniéndose de cuando en cuando a consultar la lista de señales. Días de veinticinco horas... inclinación axial insignificante... dos lunas... - Recorrió el final de la doble hilera de símbolos con un grueso pulgar -. Cuatro ies... Subrayado. - Su rostro cambió de expresión -. ¡Dios mío! Wallace dijo algo acerca de...
Encontró el significado del símbolo. Soltó el libro y miró a Bailey. Estaba muy pálido.
- ¿Qué sucede? - preguntó Bailey.
- Es la clasificación de la ionosfera - dijo Kromm, en tono lúgubre.
- ¿Y bien?
- Es muy elevada; en realidad, ése es el motivo de que no hayamos podido establecer contacto con el Oppenheimer. La ionosfera de este planeta es tan compacta que las señales de radio - por lo menos las emitidas por nuestro transmisor - no pueden atravesarla.
- Entonces, estamos encallados - dijo Bailey.

Descubrir que el paisaje de Krodos siete que podían divisar era agradable, fue una pobre compensación. Un cálido sol amarillo brillaba encima de las pardas rocas de la llanura; al otro lado del arrecife había valles cubiertos de vegetación de aspecto familiar; se oía el rumor de unas corrientes de agua, y en el fondo del suave declive que formaba la llanura había un pequeño lago, con una ancha playa arenosa.
Pasearon a lo largo de la playa hasta el lugar donde un riachuelo vertía sus aguas en el lago a través de un rumoroso canal. Llevaban unos buzos ligeros y una pistola en la cadera. Bailey no hablaba mucho, y Kromm pensó que se debía al hecho de que estaba enojado con él por su contratiempo; aunque, incluso suponiendo que hubiera sabido antes lo del grosor de la ionosfera, ¿qué podía haber hecho? ¿Instalar una radio más potente? Imposible; las naves exploradoras como la suya estaban sobrecargadas.
Kromm se sentó en una roca y contempló el riachuelo; luego algo los ojos hacia el lugar donde estaba la nave, inutilizada.
- Esto es casi como la Tierra - dijo.
- Uh - dijo Bailey.
- ¿Sigues pensando en armar jaleo cuando regreses?
- Sí.
- Si es que regresas.
Bailey dijo:
- Vendrán a buscarnos.
- Desde luego; el problema consiste en saber cuándo. Podemos estar en el último de los cinco planetas que explorarán.
- Uh.
- A pesar de todo, podía haber sido mucho peor; podíamos haber caído en un mundo helado, y vernos obligados a ponernos los trajes espaciales. - Enarcó las cejas al ver a un pequeño lagarto de pies espatulados; el brillante ojo del animal le miró fijamente -. ¿Te parece que empecemos tomando una muestra del agua?
Bailey asintió. Kromm llenó un frasco de agua. Luego echaron a andar a lo largo de la playa. Bailey se detuvo al lado de un segundo riachuelo.
- Mira - dijo rápidamente -. Fíjate en la pendiente que forman las orillas.
Kromm comprendió lo que quería decir.
- Según el almanaque, no hay habitantes humanoides.
- Entonces, ¿quién ha hecho ese canal tan recto?
- De acuerdo. - Kromm desenfundó su pistola. Luego echó a andar corriente arriba, donde el agua formaba un rugiente torbellino antes de precipitarse en el canal.
Bailey le acompañó. Kromm dijo:
- La corriente es muy rápida; es posible que el canal sea natural. - Alzó la mirada hacia la ladera rocosa -. Cerca de la cumbre hay una especie de cascada. ¿Quieres que subamos, o esperamos para ver qué animales bajan a beber?
- Vamos a subir - dijo Bailey.
Iniciaron la ascensión, manteniéndose cerca de la corriente de agua, pero no vieron ninguna prueba más de trabajo humano o humanoide.
Kromm, fatigado por la ascensión, gruñó:
- Aunque el almanaque no sea exacto, probablemente está en lo cierto al señalar que no hay humanoides. ¡Hola! ¿Qué es esto?
«Esto» era un angosto sendero que discurría a lo largo de la parte frontal de la ladera, invisible desde abajo, y que ahora se revelaba como un camino por el cual un hombre podía andar fácilmente.
Bailey ayudó a Kromm a subir; luego dijo:
- No te muevas. Mira este sendero. Fíjate en las rozaduras y en las señales que hay sobre la roca.
- ¡Sí! - jadeó Kromm -. Por aquí hay algo; algo muy grande. - Empuñó su pistola -. Parece como si hubieran pasado algunos animales.
Dio un paso adelante, pero Bailey le cogió por el brazo.
- Un momento. Fíjate en las señales: una rozadura larga, y luego una rozadura más corta una yarda más adelante y dos pies a la izquierda de la primera. Luego se repite, casi sin variación.
Avanzó sin hacer ruido hacia el lugar donde el sendero empezaba a girar.
Kromm siguió a Bailey, murmurando:
- No sé qué pensar. Es un animal, pero...
Bailey le indicó que se callara y susurró:
- Sea cual sea ese animal, ahí está su madriguera.
La boca de la caverna tenía ocho pies por seis, aproximadamente, y era toscamente ovalada. Los dos hombres permanecieron inmóviles, mirando. La susurrante voz de Bailey sonó con un acento de triunfo.
- ¿Conoces algún animal que se preocupe de dar una forma como ésa a la entrada de su madriguera? - preguntó -. ¿O que utilice herramientas?
Kromm apretó los labios y sacudió la cabeza. Empujó ligeramente a Bailey.
- Vamos - dijo -. Yo iré detrás.
Se deslizaron silenciosamente hasta la entrada de la cueva. Ahora podían ver claramente las señales que las herramientas habían dejado en la roca; el interior estaba a oscuras.
Kromm recogió una piedra y la arrojó al interior de la caverna; los dos hombres empuñaban sus pistolas, preparados para disparar. La piedra produjo un leve chasquido en su caída, y luego todo volvió a quedar silencioso.
Bailey encendió su linterna; Kromm le imitó. A continuación, los dos hombres penetraron en la cueva, andando con grandes precauciones, proyectando a uno y otro lado los rayos de sus linternas.
Los dos lo vieron al mismo tiempo. En el centro de la cueva había una pequeña mesa de acero, y pegada a una de las paredes había una cama, con los restos de sábanas y mantas. Apenas se fijaron en los otros muebles; su atención quedó presidida por la mesa: sentado en una silla y derrumbado sobre la mesa, había un esqueleto humano.. Acercándose más, examinaron los restos. Humanos, desde luego, y antiguos, ya que los huesos estaban blancos y limpios.
- Quién sería - susurró Kromm. Paseó lentamente el rayo de su linterna por las paredes, observando los muebles de acero, los archivadores, los restos de lo que podía haber sido un traje espacial -. No es un espectáculo demasiado agradable - murmuró.
- Todos tenemos que morir algún día - dijo Bailey -. ¿Qué es esto? - Cogió lo que parecía ser un libro de un estante. Sopló con cuidado él polvo que lo cubría, y leyó la medio borrada inscripción: «Diario de navegación del Thunderer enero-diciembre de 2827.»
- ¿Qué fecha.?
- Dos mil ochocientos veintisiete..., hace casi trescientos años.
Kromm se acercó a su campanero; estaba profundamente impresionado.
- Ábrelo - dijo.
Bailey alzó cuidadosamente la cubierta, pero su precaución no sirvió para nada: el papel de debajo no era ya papel, era polvo, polvo que se desintegró en el aire.
Kromm profirió una ahogada exclamación.
- Acaba de desvanecerse la posibilidad de enterarnos de las andanzas de ese Thunderer...
- ¿Quién lo tripulaba? ¿Por qué aterrizó ¿Qué cargamento llevaba? ¡Bah! No lo sabremos nunca... - Bailey se disponía a tirar la cubierta del diario, pero Kromm le cogió del brazo.
- ¡Espera! Hay algo escrito en la parte interior de la cubierta.
Se dirigieron a la entrada de la cueva; las palabras estaban casi borradas, pero resultaban legibles, en parte. Bailey murmuró:
- ...no puedo vivir mucho más tiempo. De no haber sido por Viernes, creo que me habría vuelto loco... la valiosa carga perdida... ¿Qué te parece la firma?
- Creo que es G, Holland, Capitán - dijo Kromm.
- Trescientos años - murmuró Bailey.
- ¿Vamos a seguir explorando?
- No. Regresaremos a la nave, y trataremos de poner en marcha la radio.
- Estamos de suerte - dijo Kromm en tono lúgubre -. Si tuviéramos una nave un poco mayor, llevaríamos un generador para la radio, en vez de baterías.
- Tenemos que seguir intentándolo - dijo Bailey. Alzó la mirada hacia la ladera rocosa -. ¿Probamos a regresar por ese camino?
- Será mejor que tomemos el camino de la playa - dijo Kromm.
Regresaron por el mismo camino que habían seguido al ir. La arena de la playa era del mismo color que las rocas; la vegetación era de un verde violento, el cielo intensamente azul. Aquella combinación de colores resultaba muy espectacular, pero no despertó el menor entusiasmo en Kromm.
Dijo:
- Me pregunto cuánto tiempo viviría el capitán Holland.
- Si él pudo vivir aquí, también nosotros podremos hacerlo; ahora me siento un poco más animado.
Kromm escupió en la arena.
- Me alegro de que lo estés; podemos pasarnos aquí una eternidad. Mañana tendremos que buscar el otro esqueleto.
- ¿Qué otro esqueleto?
- El de Viernes.
- A lo mejor era un perro. Y si el tal Viernes murió antes que Holland, éste pudo haberle enterrado.
- Es posible.
Kromm se interrumpió, y se quedó contemplando el suelo arenoso con expresión de asombro. Luego se arrodilló para examinar las huellas más de cerca. Bailey le imitó.
- ¡Una pisada humana!
Se miraron el uno al otro en silencio durante quince segundos. Kromm preguntó:
- ¿Crees que lo es?
- Algo muy parecido, por lo menos.
- Los talones están hundidos más profundamente. ¿Por qué?
- Por el mismo motivo que sólo hay dos huellas. Habla estado saltando de roca en roca; aquí las rocas están muy separadas, de modo que se vio obligado a saltar sobre la arena.
Kromm contempló pensativamente el hermoso paisaje que les rodeaba, acariciando su pistola.
- Ese... humanoide puede hacernos una visita, ¿no?
- Desde luego - Bailey se puso en pie, se sacudió la arena de sus rodillas y se dirigió hacia la roca más próxima -. Mira, aquí hay otras señales como las que encontramos en el sendero que conducía a la caverna.
Su compañero se acercó a mirar.
- Uh - dijo -. Me alegro de que no tropezáramos con él allí, sea lo que sea. ¿Vamos a probar con esa radio?

A la mañana siguiente comieron de un modo frugal. Kromm parecía experimentar un morboso placer enumerando los factores negativos de su situación.
- La comida nos durará otros seis días; el agua no va a faltarnos. Las baterías no durarán más de una quincena, aunque las utilicemos solamente un par de horas al día. Hay un esqueleto en una cueva, que espera ser enterrado, y Dios sabe cuántos humanoides vigilando todos nuestros movimientos. Un panorama encantador, ¿verdad?
Bailey aplastó su cigarrillo.
- ¿Salimos? - inquirió. Se puso en pie y asomó las piernas por la portezuela de salida hasta que encontró la escalerilla -. Odio esta nave. Hubo una época en que creía que las naves de exploración eran algo magnífico, pero ahora he cambiado de parecer. Padezco claustrofobia, y tengo la impresión de ser un inepto, ya que una de estas naves, la reparación de cualquier avería es un trabajo de especialista. Ten cuidado, no vayas a darme en la cabeza con los pies...
En el exterior, a la esplendoroso claridad del sol matinal, se dirigieron de nuevo hacia la playa, ansiosos por ver las huellas de pasos, ansiosos por saber si habría más. Pero lo único que encontraron fueron las mismas huellas del día anterior, ligeramente borradas por el viento. Al llegar al segundo riachuelo volvieron a ascender la ladera hasta el sendero de roca.
- Pienso - dijo Bailey mientras avanzaban a lo largo del angosto camino - que Holland pudo utilizar otras cuevas. Ayer no pasamos de la cueva donde se encuentran sus huesos. Creo que deberíamos explorar a fondo estos alrededores. Tal vez descubramos algo útil.
Estaban en la entrada de la cueva. Kromm iba a encender su linterna, cuando se detuvo y aferró el brazo de Bailey.
- ¿Qué sucede?
La voz de Kromm fue apenas audible; llegó como un leve susurro, mientras el propio Kromm sacaba su pistola.
- ¡Algo se ha movido ahí dentro!
Bailey saltó hacia un lado de la entrada, y Kromm saltó hacia el otro. Desde el interior llegó un apagado sonido. El dedo pulgar de Kromm se echó hacia atrás, soltando el seguro de su arma; Bailey ya lo había hecho. El sonido se repitió: una especie de roce metálico. Los dos hombres permanecieron completamente inmóviles, empuñando fuertemente sus pistolas.
Luego, una voz pronunció una palabra.
- Amo...
Era una voz monótona e inexpresiva.
Kromm miró a Bailey con la boca abierta por el asombro.
- ¿Has oído...?
- Amo - repitió la voz, esta vez con más claridad. En el sombrío interior de la cueva se movió una figura. Los rayos luminosos de las linternas de los dos hombres iluminaron simultáneamente la oscuridad, posándose sobre una brillante forma humanoide -. Amo...
Bailey se asomó a la entrada de la cueva, proyectando de lleno la luz de su linterna sobre el robot.
- Ven aquí - ordenó.
El robot salió y se quedó de pie junto a la entrada. Tenía un metro ochenta de estatura, era completamente articulado, y su pequeña cabeza de forma oval parecía indicar que poseía un cerebro de tipo muy evolucionado. Kromm leyó una inscripción en una de sus planchas: «Robot U-E. Birmingham, Inglaterra. Número de serie 43.123. A/M».
- ¿Qué significa A/M?
El propio robot contestó con su monótona voz:
- Soy un robot de Aptitudes Múltiples. Viernes.
- ¿Viernes?
- Tengo un nombre, del mismo modo que lo tienen los humanos.
Bailey dijo:
- Cuéntanos cómo llegaste aquí.
Viernes dijo:
- El Thunderer fue uno de los primeros navíos espaciales de gran tonelaje utilizados para transportar mercancías. Tuvimos una avería en los motores, y esto nos alejó de nuestra ruta normal. Luego sufrimos otra avería, y nos vimos obligados a aterrizar aquí. Lo hicimos en las grandes montañas de bronce. Sólo sobrevivió el capitán Holland.
- ¿Trabajabas a bordo de la nave? - preguntó Kromm, y después de haberla formulado se dio cuenta de que era una pregunta tonta.
- No. El cargamento era de robots... - Súbitamente, la voz tartamudeó -. Estoy débil. Pronto habré terminado como el capitán.
Bailey dijo:
- ¡Pero eso ocurrió hace trescientos años!
- Sí - dijo Viernes -. Años. La medida de tiempo del hombre. Mucho tiempo, amo.
- Durante trescientos años - murmuró el asombrado Kromm -, esta máquina ha estado paseando por aquí, siguiendo las normas diseñadas para él por sus constructores. ¡Trescientos años!
- ¿Cómo has podido durar tanto tiempo? - preguntó Bailey.
- Ven - respondió el robot, y avanzó a lo largo del túnel hasta llegar a una cueva mucho mayor excavada en la roca. El robot se adentró unos pasos en la cueva y luego se detuvo -. Mira - dijo.
A la escasa claridad, pudieron ver cajas y envases de todos los tamaños, pero lo que atrajo su atención fueron los restos desmontados de varios robots.
- De este modo he podido sobrevivir - dijo Viernes -. El cargamento, como ya he dicho, estaba compuesto en su mayor parte de robots de aptitudes múltiples. Los he utilizado para continuar, incluso después de que el capitán terminó. Pero ahora ya no hay más piezas de repuesto. Pronto terminaré. ¿Puedo serviros en algo?
- Vamos a echar una mirada ahí dentro - dijo Kromm. Entró en la cueva, paseando la luz de su linterna por todos los rincones -. ¡Mira, aquí hay cajas de provisiones! Tal vez podamos utilizarlas.
- ¿Después de trescientos años? - preguntó Bailey, que se había acercado a mirar.
- Nunca se sabe... ¿Qué es esto?
Bailey leyó la inscripción que había en la caja. «Transmisor, A7. Alcance Inf.»
Los dos hombres se miraron, y se dieron cuenta de que los dos estaban pensando lo mismo.
- Suponiendo que funcione - dijo Bailey -, ¿dónde vamos a procurarnos la energía?
Kromm hizo oscilar su linterna.
- ¿Qué hay allí?
Según las etiquetas pegadas a una docena de botellas de plástico opaco herméticamente cerradas, había en ellas «Ácido para Cargar Baterías».
- ¿Ácido para baterías? - preguntó Bailey.
Kromm estaba pensando con rapidez.
- Sí, desde luego. La acción química como fuente de energía eléctrica. Es lo que utilizaban. Si el transmisor está en buenas condiciones, podremos hacerlo funcionar. ¡Viernes, ven aquí!
El robot obedeció. Kromm señaló las cajas y las botellas que deseaba llevarse, y, utilizando un par de cajones como banco, Bailey y él levantaron el antiguo transmisor, increíblemente voluminoso para lo que estaban acostumbrados a ver.
Kromm trabajaba con entusiasmo, pero de repente se interrumpió, se dio un manotazo en la frente y empezó a gruñir.
- ¿Qué sucede? - inquirió Bailey.
- Soy un estúpido. Tendremos que llevar todo esto hasta la nave.
- ¿Por qué?
- Porque la única antena de que disponemos está allí, y será más rápido que Viernes lleve esto a la nave, que desmontar la antena y traerla. Viernes, ¿puedes levantar esas cajas y transportarlas a una distancia de ochocientos pasos, aproximadamente?
- Estoy débil, pero lo intentaré.
Kromm contempló un momento al robot con expresión compasiva.
- Lo siento por él - dijo.
- Es una máquina - le recordó Bailey.
- Pero es el último eslabón con el capitán Holland. Vamos, tenemos mucho trabajo.
A Kromm le había sorprendido la sensación que experimentó al ver a Viernes tambaleándose bajo el peso de las cajas que contenían los elementos que necesitaban. Había tratado muy poco con robots, y el espectáculo de la máquina humanoide medio hundida bajo el peso de su carga le había afectado; y cuando habló con Viernes, y el robot le respondió con su monótona voz, le pareció que se sentía aún peor. Hacía trescientos años que existía aquella máquina, trescientos años, como si les hubiese esperado.
A última hora de la tarde, Kromm había montado el antiguo transmisor, y las baterías zumbaban silenciosamente mientras Kromm comprobaba las conexiones. Un delgado cable serpenteaba a través de la portezuela de salida: era la conexión con la antena.
- ¿Está todo listo? - preguntó Bailey.
- Sí. - Kromm contempló una saeta que oscilaba ligeramente -. Este transmisor tiene una potencia dos veces superior a la del transmisor de la nave: lo que necesitábamos. Ahora, todo depende del lugar donde se encuentre el Oppie. Además, no tengo la menor idea de los efectos del sol sobre la transmisión. - Pulsó un interruptor y se encendió una diminuta lámpara amarilla. Kromm dio un suspiro de satisfacción. Luego miró a su alrededor -. ¿Donde está Viernes?
El robot no se vela.
- No lo sé - respondió Bailey.
- Estaba debilitándose a ojos vistas - dijo Kromm.
- Es una máquina - dijo Bailey.
- Sí - dijo Kromm pensativamente -. No es más que una máquina... - Pulsó otro interruptor y empuñó el micrófono -. Nave de exploración dos llamando al Oppenheimer. Kromm llamando. Encallados en Krodos siete, Krodos siete.
Lo repitió varias veces, luego se interrumpió y escuchó. No se oyó nada... únicamente los ruidos atmosféricos a través del pequeño altavoz.
Kromm y Bailey se miraron.
- Bueno... - dijo Bailey.
Kromm dijo:
- Todavía es pronto. - Se quitó los auriculares, y se los entregó a Bailey -. Sigue transmitiendo; yo voy a buscar el repetidor de la nave y lo colocaremos aquí.
Cuando regresó con el repetidor, cinco minutos después, Bailey había dejado de transmitir. Kromm grabó el mensaje y lo colocó en el repetidor, y luego los dos hombres se sentaron y fumaron, fingiendo que no estaban aguzando los oídos en espera de una voz humana procedente del altavoz.
- Trescientos años - murmuró Kromm -. Apenas puedo creerlo.
El altavoz carraspeo.
- Atención, Kromm... atención, Kromm. Oppenheimer llamando a Kromm.
Los dos hombres lanzaron un aullido al mismo tiempo. Kromm desconectó el repetidor y habló directamente. Hubo una pausa de casi tres segundos.
- ¡Atención! ¿Quién está transmitiendo?
El operador del Oppenheimer se identificó.
- Aquí M'Bala. ¿Qué ha sucedido?
Kromm empezó a explicárselo, pero se vio interrumpido por Bailey, el cual se desahogó expresando la opinión que le merecían los mecánicos del Oppenheimer.
- ¿Se encuentran ustedes bien?
- Ni un rasguño - dijo Kromm.
- Vamos a enviarles la nave exploradora número tres dentro de doce horas terrestres; seguirá la patrulla de reparaciones. Pónganse a la escucha dentro de diez horas terrestres. ¿Entendido? Corto.
- Entendido y corto - dijo Kromm, quitándose los auriculares y profiriendo un suspiro de alivio -. ¡Diablos! - exclamó -. Cada vez me siento más débil.
- Lo mismo que yo - dijo Bailey.
- Pero feliz: necesito decírselo a alguien. ¡Ya está! - exclamó Kromm -. Buscaré a Viernes y se lo diré a él. Sin él no habrían podido localizarnos. probablemente.
Bailey sonrió.
- Desde luego. Vamos a decírselo.
Recorrieron otra vez el mismo camino, hasta llegar a la entrada de la cueva. Allí estaba el robot, tendido en el suelo. La luz piloto había dejado de brillar en la parte delantera de su cabeza.
Kromm se inclinó sobre él.
- ¡Viernes! - susurró.
Esta vez, Bailey no le recordó que Viernes no era más que una máquina. Kromm pulsó el interruptor de contacto del robot, inútilmente.
- No funciona - dijo Bailey.
Kromm se incorporó lentamente; por un instante, pensó en el esqueleto que había en el interior de la cueva; luego se volvió a mirar al robot.
- El último eslabón ha desaparecido - dijo.
A continuación, y en silencio, empezó a descender la ladera rocosa. Bailey le siguió. Cuando llegaron a la dorada playa y pudieron andar uno al lado del otro, Kromm se detuvo.
- Mañana enterraremos los huesos de Holland - dijo.
- Sí, mañana - dijo Bailey.
- ¿Crees...? - empezó Kromm. Tras una breve vacilación, continuó -: ¿Crees que sería una estupidez hacer lo mismo con Viernes?
Bailey le miró pensativamente.
- No - dijo -. Creo que no.
Unos pasos más allá, Kromm volvió a detenerse. Esta vez no dijo nada. Se limitó a mirar lo que quedaba de las huellas de dos pisadas casi humanas, apenas visibles ya en la arena.

FIN

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