LA LUNA
Fases
Si imaginamos que miramos en torno nuestro sin saber qué pueda haber, podría perdonársenos
el pensar que la Tierra es el único mundo. Entonces, ¿qué es lo que hizo a la gente creer que había
otros mundos?
La Luna. Consideremos lo siguiente:
La característica predominante de los objetos en el firmamento es su fulgor. Las estrellas son
pequeños puntos de luz centelleante; los planetas, otros puntos, algo más vivos, de luz refulgente. El
Sol es un círculo de luz intensa. Hay algún que otro meteorito, que produce una breve línea de luz.
Hay también, ocasionalmente, algún cometa que es una mancha de luz, irregular y confusa.
Es la luz lo que hace que los objetos celestes parezcan completamente diferentes de la Tierra,
la cual en sí misma es oscura y no irradia fulgor alguno.
Por supuesto, se puede producir luz en la Tierra en forma de fuego, pero es completamente
distinta de la celeste. Los fuegos terrestres deben ser alimentados constantemente con combustible,
pues de otra suerte menguan y se apagan, en tanto que la luz del cielo continúa siempre sin cambiar.
En efecto, el filósofo griego Aristóteles (384-322 a. C.) sostuvo que todos los cuerpos celestes
estaban compuestos de una sustancia llamada éter, separada y diferente de los elementos que forman la
Tierra. La palabra éter procede del griego y significa arder. Los objetos celestes ardían, no así la
Tierra, y mientras se creyó que tal cosa era verdad sólo hubo un mundo: un objeto sólido, oscuro, en el
cual la vida podía existir, y muchos otros, ardientes, en los que la vida no podía existir.
Pero ahí está la Luna, único cuerpo celeste que cambia de forma regularmente y de manera
bien visible, a simple vista. Las diferentes formas de la Luna (sus «fases»), se prestan idealmente a
atraer la atención y, salvo por la sucesión del día y la noche, es probable que fueran los primeros cambios
astronómicos que atrajeron la atención de los seres humanos primitivos.
La Luna pasa por su ciclo completo de fases en poco más de 29 días, lo cual es un lapso
particularmente cómodo. Para el agricultor y el cazador prehistóricos, el ciclo de las estaciones (el
año) era muy importante, pero resultaba difícil notar que, por lo general, las estaciones se repetían
cada 365 o 366 días. Ese número era demasiado elevado para que se pudiese llevar con facilidad su
contabilidad. Contar 29 o 30 días desde cada Luna nueva hasta la siguiente, y 12 o 13 Lunas nuevas
por cada año, era más sencillo y mucho más práctico. Hacer un calendario que sirviera para dividir las
estaciones del año en términos de las fases de la Luna, fue consecuencia natural de las primeras
observaciones astronómicas.
Alexander Marshak, en su libro The Roots of Civilization (Las raíces de la civilización),
publicado en 1972, arguye en forma convincente que, antes del comienzo de la historia escrita, los
primeros seres humanos marcaban en piedras una clave que tenía el propósito de llevar la cuenta de las
Lunas nuevas. Gerald Hawkins, en Stonehenge Decoded (Stonehenge descifrado), sostiene, en forma
igualmente persuasiva, que Stonehenge fue un observatorio prehistórico, ideado para llevar cuenta de
la Luna nueva y predecir los eclipses lunares que ocurren alguna que otra vez durante la Luna llena.
(Un eclipse lunar era la aterradora «muerte» de la Luna, de la que los seres humanos dependían para el
cómputo de las estaciones. Poder predecir el eclipse reducía el temor.)
Muy probablemente, la imprescindible necesidad práctica de formar un calendario con base en
las fases de la Luna fue lo que obligó a los seres humanos a interesarse por la astronomía, después a la
observación cuidadosa de los fenómenos naturales en general, y, posteriormente, al adelanto de la
ciencia.
Me parece que el hecho de que fuesen tan útiles los cambios de las fases, necesariamente
reforzó el concepto de la existencia de una deidad benévola que, por su amor a la humanidad, había
ordenado los cielos en un calendario que guiaría al género humano hacia maneras adecuadas de
asegurarse un suministro constante de alimentos.
En muchas culturas antiguas, cada Luna nueva se celebraba con un ritual religioso y,
generalmente, el cómputo del calendario se ponía en manos de sacerdotes. La palabra calendario
procede del latín y significa proclamar, puesto que cada mes comenzaba cuando la llegada de la Luna
nueva era oficialmente proclamada por los sacerdotes. Así pues, podríamos concluir que una parte
considerable del desarrollo religioso de la estirpe humana, de la creencia en Dios como padre
benévolo, no como tirano caprichoso, puede atribuirse a las cambiantes fases de la Luna.
Además, el hecho de que el estudio cuidadoso de la Luna fuese tan importante para el control
de la vida cotidiana de los seres humanos, necesariamente hizo nacer el concepto de que los demás objetos
celestes podrían también ser vitales a este respecto. Las fases de la Luna pueden haber
contribuido así al robustecimiento de la astrología y, por ende, al de otras formas de misticismo.
Pero además de todo esto (y si la Luna ha permitido el desarrollo de la ciencia, la religión y el
misticismo, parece casi injusto esperar algo más de ella), la Luna hizo surgir el concepto de la pluralidad
de los mundos; la idea de que la Tierra era sólo un mundo entre muchos otros.
Cuando los seres humanos empezaron a observar la Luna noche tras noche, para seguir sus
fases, era natural suponer que cambiaba de forma, literalmente. Nacía como delgada Luna creciente,
aumentaba hasta volverse un círculo luminoso completo, después disminuía hasta ser Luna menguante
y posteriormente moría. Cada Luna nueva era, materialmente una nueva Luna, una creación recién
surgida.
Sin embargo, desde mucho tiempo atrás fue evidente que los cuernos de la Luna creciente
siempre aparecían en dirección contraria a la del Sol. Eso bastaba para indicar cierta conexión entre el
Sol y las fases de la Luna. Cuando surgió esa idea, las observaciones posteriores demostrarían que las
fases tenían conexión con las posiciones relativas del Sol y la Luna. Había Luna llena cuando ésta y el
Sol estaban precisamente en partes opuestas del firmamento. La Luna se hallaba en su fase intermedia
cuando había una separación de 90 grados entre ella y el Sol. La Luna se encontraba en creciente cuando
estaba cerca del Sol, y así sucesivamente.
Parecía evidente que si la Luna era una esfera tan opaca como la Tierra, y brillaba únicamente
por la luz que recibía y reflejaba del Sol, debería pasar forzosamente por el ciclo de fases que se
observaban. Fue por esto que nació la idea, la cual se extendió hasta ser generalmente aceptada, de que
la Luna era un cuerpo tan oscuro como la Tierra y que no se componía de «éter» ardiente.
Otro mundo
Si la Luna era semejante a la Tierra, por ser oscura, ¿no podría ser también semejante a la Tierra
en otros aspectos? ¿No podría ser un segundo mundo?
Desde el siglo v a. C., el filósofo griego Anaxágoras (500-428 a. C.) expresó la opinión de que
la Luna era un mundo semejante a la Tierra.
Es intelectualmente aceptable imaginar que el Universo consiste en un solo mundo, además de
algunos puntos luminosos. En cambio es difícil imaginar que el Universo se base en dos mundos,
aparte de algunos puntos luminosos. Si uno de los objetos celestes es un mundo, ¿por qué no han de
ser también mundos algunos o todos los demás? Gradualmente se extendió el concepto de la
pluralidad de los mundos. Un número creciente de personas empezó a creer que el Universo contenía
muchos mundos.
Pero no mundos vacíos. Al parecer, ese pensamiento llenaba de aversión a la gente, si acaso se
le ocurría pensar tal cosa.
El único mundo que conocemos, la Tierra, está lleno de vida, y es natural pensar que la vida es
característica tan inevitable de los mundos, en general, como lo es la solidez. Además, si se piensa que
la Tierra fue creada por alguna deidad o deidades, entonces es lógico suponer que los otros mundos
fueron también creados de la misma manera. En tal caso, sería insensato suponer que cualquier mundo
fuese creado sólo para dejarlo vacío. ¿Qué objeto tendría crear mundos vacíos? ¡Qué desperdicio sería
tal cosa!
Así, cuando Anaxágoras expuso su creencia de que la Luna era un mundo semejante a la
Tierra, también sugirió que podría estar habitada. Lo mismo hicieron otros pensadores antiguos, entre
ellos el biógrafo griego Plutarco (46-120 d. C.).
Además, si un mundo está habitado, parece natural suponer que lo está por seres inteligentes
generalmente representados como muy semejantes a los seres humanos. Suponer un mundo habitado
únicamente por plantas y animales irracionales, parecería un despilfarro intolerable.
Por extraño que parezca, se habló de que había vida lunar aun antes de que se reconociera que
la Luna era un mundo. Esto partió del hecho de que la Luna es también singular entre los cuerpos celestes,
porque no tiene un brillo similar. Posee manchas oscuras que contrastan con su luz brillante,
manchas más notables y asombrosamente visibles cuando hay Luna llena.
El antiguo observador de la Luna, rústico y ordinario, se sentía inclinado a ver una figura en
las manchas de su faz. (Realmente, hasta el observador actual, sutil e instruido, suele sentir la misma
tentación.)
Por la natural antropocentricidad de los seres humanos, era casi inevitable que esas manchas
se interpretaran como representación de un ser humano, y de allí surgió la idea del «hombre en la
Luna».
Indudablemente, la idea original fue prehistórica. Sin embargo, en tiempos medievales se
hicieron frecuentes esfuerzos por cubrir esos antiguos conceptos con un manto de respetabilidad
bíblica. Por tanto, se creyó que el hombre en la Luna era el mencionado en Números 15:32-36:
«Estando los hijos de Israel en el desierto, hallaron a un hombre que recogía leña en día de reposo... Y
Jehová dijo a Moisés: "Irremisiblemente muera aquel hombre..." Entonces lo sacó la congregación
fuera del campamento, y lo apedrearon, y murió...»
No se menciona a la Luna en el relato bíblico, pero era fácil añadir el cuento de que cuando el
hombre protestó que no quería guardar el «domingo» en la Tierra (aunque para los israelitas el día de
descanso era el que nosotros llamamos sábado), los jueces dijeron: «Entonces, guardarás un eterno lunes
(Día de Luna) en el cielo».
En el medioevo se representaba al hombre en la Luna cargando un arbusto espinoso, símbolo
de la leña que había juntado, y con una linterna, pues se suponía que estuvo recogiendo leña de noche,
con la esperanza de que nadie lo viese y, por algún motivo, con un perro. El hombre en la Luna, con
esos accesorios, forma parte de la comedia dentro de otra comedia, representada por Bottom y otros
rústicos en Sueño de una noche de verano, de William Shakespeare.
Por supuesto, se imaginaba que el hombre en la Luna llenaba todo ese mundo, pues las
manchas semejaban cubrir toda su faz, y la Luna parecía ser pequeña.
Fue el astrónomo griego Hiparco (190-120 a. C.) quien por primera vez logró calcular el
tamaño de la Luna, en relación con el de la Tierra, por métodos matemáticos válidos, y quien obtuvo
esencialmente la solución correcta. La Luna es un cuerpo con un diámetro como de 1/4 del de la
Tierra, no un cuerpo del tamaño del hombre en la Luna. Es un mundo no sólo por la índole oscura de
la materia que lo forma, sino por su tamaño.
Además, Hiparco calculó la distancia a la Luna. Se halla 60 veces más distante de la superficie
de la Tierra que lo que está la superficie de la Tierra del centro de la misma.
En términos modernos, la Luna está a 381.000 kilómetros de la Tierra y tiene un diámetro de
2.470 kilómetros.
Los griegos ya sabían que la Luna era el más cercano de los cuerpos celestes, y que los demás
se hallaban mucho más alejados. Por estar tan lejos y ser visibles, todos debían ser mundos en cuanto a
su tamaño.
El concepto de la pluralidad de los mundos descendió desde las esotéricas alturas de la
especulación filosófica hasta el nivel literario; al parecer, hasta el primer relato que conocemos,
semejante a los cuentos modernos de ciencia ficción, en que figuran viajes interplanetarios.
Allá por el año 165 d. C., un escritor griego llamado Luciano de Samosata escribió Una
historia verdadera, en la cual relata un viaje a la Luna. En esa obra, el héroe es llevado a la Luna por
un remolino de viento. Encuentra la Luna luminosa y brillante, y en la distancia puede ver otros
mundos fulgurantes. Abajo contempla un mundo que es claramente el suyo propio: la Tierra.
El universo de Luciano estaba a la zaga de los conocimientos científicos de su época, puesto
que describió una Luna refulgente, y los demás cuerpos celestes, muy cerca unos de otros. Luciano
supuso, asimismo, que el aire llenaba todo el espacio y que «arriba» y «abajo» era lo mismo en todas
partes. No había razón, en ese entonces, para creer que no fuese así.
Los mundos del universo de Luciano estaban habitados, y el autor suponía la presencia de
inteligencia extraterrestre en todas partes. El rey de la Luna era Endimión, en guerra con Faetón, rey
del Sol. (Esos nombres fueron tomados de los mitos griegos, en los que Endimión era un joven amado
por la diosa Luna, y Faetón, el hijo del rey Sol.) Los seres de la Luna y los del Sol tenían aspecto muy
humano en sus instituciones y hasta en sus insensateces, pues Endimión y Faetón se hacían la guerra
porque se disputaban la colonización de Júpiter.
Transcurrieron casi 1.300 años antes de que otro escritor importante se ocupara nuevamente
de la Luna. Eso ocurrió en 1532, en Orlando furioso, poema épico del poeta italiano Ludovico Ariosto
(1474-1533). En ese poema, uno de los personajes viaja a la Luna en la carroza divina que llevó al
profeta Elías, en un remolino, hasta el Cielo. Encuentra la Luna poblada por gente civilizada.
El concepto de la pluralidad de los mundos recibió otro estímulo con la invención del
telescopio. En 1609, el científico Galileo Galilei (1564-1642) construyó un telescopio y lo apuntó
hacia la Luna. Por primera vez en la historia se vio la Luna amplificada, con detalles más claros de los
que había sido posible captar a simple vista.
Galileo vio en la Luna cadenas montañosas y lo que parecían ser cráteres volcánicos. Observó
manchas oscuras y lisas, que semejaban mares. Lisa y llanamente, estaba viendo otro mundo.
Esto estimuló la producción adicional de vuelos ficticios a la Luna. El primero fue obra de
Johannes Kepler (1571-1630), astrónomo de primera línea (7), y se publicó póstumamente en 1633. Su
título era Somnium, porque el héroe llegaba a la Luna en un sueño.
El libro era notable por ser el primero en tomar en cuenta los hechos hasta entonces conocidos
acerca de la Luna, la cual había sido considerada hasta entonces igual a cualesquiera bienes raíces de
la Tierra. Kepler sabía que en la Luna las noches y los días tenían una duración equivalente a 14 días
terrenos. Sin embargo, imaginó la Luna con aire, agua y vida; nada había hasta entonces que
descartara tales suposiciones.
En 1638 se publicó el primer cuento de ciencia ficción, en idioma inglés, acerca de un vuelo a
la Luna. Se titulaba The Man in the Moon (El hombre en la Luna) y su autor era un obispo inglés
llamado Francis Godwin (1562-1633). También se publicó como obra póstuma.
El libro de Godwin fue el más influyente de los primeros de esta índole, pues inspiró varias
imitaciones. El héroe de la obra fue llevado a la Luna en una carroza tirada por una parvada de gansos
(representados como si emigraran periódicamente a la Luna). Como de costumbre, la Luna estaba poblada
por seres inteligentes, muy humanos.
El mismo año en que se publicó el libro de Godwin, otro obispo inglés, John Wilkins (1614-
1672), cuñado de Oliverio Cromwell, escribió un equivalente no novelesco. En su libro The Discovery
of a World in the Moon (El descubrimiento de un mundo en la Luna) conjeturó acerca de la
habitabilidad de ese cuerpo celeste. En tanto que el héroe de Godwin era un español (por haber sido
los españoles grandes exploradores en el siglo anterior), Wilkins tenía la certeza de que sería un inglés
quien primero llegara a la Luna. En cierto sentido, Wilkins acertó, pues el primer hombre que llegó a
la Luna desciende de ingleses.
También Wilkins supuso que existía aire en todo el trayecto a la Luna y, de hecho, en todo el
Universo. Aún en 1638 no se comprendía que tal cosa haría imposible la existencia de cuerpos celestes
separados. Si la Luna girara en torno de la Tierra en medio de un océano infinito de aire, la resistencia
de éste la detendría gradualmente y, a la postre, la haría chocar contra la Tierra, la cual, a su vez, se
estrellaría contra el Sol, y así sucesivamente.
Falta de agua
El concepto del aire universal no prevaleció mucho tiempo. En 1643, el físico italiano
Evangelista Torricelli (1608-1647), discípulo de Galileo, logró equilibrar el peso de la atmósfera
contra una columna de mercurio, inventando el barómetro. Resultó del peso de la columna de
mercurio, que equilibraba la presión hacia abajo del aire, y que la atmósfera tendría una altura de sólo
8 kilómetros si su densidad era uniforme. Si la densidad disminuía con la altura, como en efecto
disminuye, la atmósfera podría ser un poco más alta, antes de volverse demasiado rala para permitir la
vida.
Se aclaró, por primera vez, que el aire no llenaba el Universo, sino que era un fenómeno
meramente terrestre. El espacio entre los cuerpos celestes era un «vacío», lo cual constituyó, en cierto
sentido, el descubrimiento del espacio exterior.
Sin aire, los seres humanos no podían viajar a la Luna por medio de columnas de agua, o
carrozas tiradas por gansos, o por ningún otro de los métodos usuales que servirían para cruzar un
espacio de aire.
Realmente, la única forma como podría salvarse el vacío entre la Tierra y la Luna sería
empleando cohetes, lo que mencionó por primera vez, en 1657, nada menos que el escritor francés
7 Fue ése el primer relato de ciencia ficción escrito por un científico profesional, pero no, desde luego, el último.
Savinien de Cyrano de Bergerac (1619-1655). Cyrano, en su libro Viajes a la Luna y al Sol, enumeró
siete maneras distintas de cómo un ser humano podría viajar de la Tierra a la Luna, y una de ellas era
por medio de cohetes. Sin embargo, su héroe realizó el viaje utilizando uno de los otros medios (por
desgracia, inservible).
En el transcurso del siglo xvii, mientras continuaba la observación de la Luna con telescopios
cada vez mejores, los astrónomos se dieron cuenta de ciertas peculiaridades de nuestro satélite.
La visibilidad de la Luna parecía ser siempre clara y uniforme. Su superficie nunca la
oscurecían nubes o neblina. El terminador, es decir, la línea divisoria entre los hemisferios claro y
oscuro, era siempre bien definido. Nunca estaba borroso, como lo estaría si la luz se refractara a través
de una atmósfera, lo que significaría la presencia en la Luna del equivalente al crepúsculo terrestre.
Además, cuando el globo de la Luna se aproximaba a una estrella, ésta seguía siendo
perfectamente brillante hasta que la superficie de la Luna llegaba, y entonces la estrella desaparecía en
un instante. No se apagaba lentamente, como ocurriría si la atmósfera de la Luna llegara antes que la
superficie de la misma, y si la luz de la estrella tuviese que penetrar cada vez más gruesas capas de
aire.
En suma, resultó evidente que la Luna era un mundo sin aire, y también sin agua, pues el
examen minucioso mostró que los negros «mares» que había visto Galileo estaban salpicados de
cráteres aquí y allá. Podrían ser, acaso, mares de arena, pero nunca de agua.
Sin agua era casi imposible que hubiese vida en la Luna. Por primera vez, la gente comprendió
que era factible la existencia de un mundo muerto, privado de vida.
Sin embargo, no nos apresuremos demasiado. Aceptado un mundo sin aire y agua, ¿podemos
estar seguros de que no hay vida en él?
Empecemos por considerar la vida en la Tierra. Sin duda, esa vida muestra profunda
variabilidad y versatilidad. Hay vida en las profundidades oceánicas y en la superficie del mar, en agua
dulce y en tierra, bajo tierra, en el aire y hasta en desiertos y en páramos helados.
Incluso hay vida en formas microscópicas que no emplean oxígeno, y otras en que el oxígeno
es mortal. Para esas formas de vida, la falta de aire no encierra terrores. (Por tal motivo, los alimentos
que se sellan al vacío deben ser primero cuidadosamente calentados. Algunos microbios muy
peligrosos, entre ellos el que produce el botulismo, prosperan en el vacío.)
¿Es, entonces, tan difícil imaginar que algunas formas de vida puedan prescindir también del
agua?
Sí, lo es. Ninguna forma de vida terrestre puede prescindir del agua. La vida nació en el mar, y
los fluidos que hay dentro de las células vivas de todos los organismos, hasta de aquellos que ahora
viven en agua dulce o en tierra seca, y que morirían si se les pusiese en el mar, son esencialmente una
forma de agua del océano.
Ni siquiera las formas de vida en el desierto más árido han evolucionado sin depender del
agua. Algunas pueden no beber nunca, pero obtienen el agua que necesitan de otra manera; por
ejemplo, de los fluidos del alimento de que se nutren; y conservan cuidadosamente el agua que
obtienen.
Algunas bacterias pueden sobrevivir a la desecación, y en forma de esporas vivir
indefinidamente sin agua. Sin embargo, la cubierta de la espora protege al fluido dentro de la célula
bacterial. La verdadera desecación, en forma absoluta, mataría a la espora tan rápidamente como nos
mataría a nosotros.
Los virus son capaces de retener su potencial de vida, aun cristalizados y sin agua. Sin
embargo, no pueden multiplicarse hasta que se encuentran dentro de una célula, y pueden pasar por
cambios dentro del medio del fluido celular.
Pero todo esto se refiere a la vida en la Tierra, que se desarrolló en el océano. En un mundo
sin agua, ¿podría prosperar una clase de vida fundamentalmente diferente, que no dependiera del
agua?
Razonemos esto de la siguiente manera:
En la superficie de los mundos planetarios (en uno de los cuales se ha desarrollado el único
ejemplo de vida que conocemos), la materia puede existir en cualquiera de tres estados: sólido, líquido
o gaseoso.
En los gases, las moléculas componentes están separadas por distancias relativamente grandes,
y se mueven al azar. Por ese motivo, las mezclas de gases son siempre homogéneas, es decir, todos los
componentes están bien mezclados. Cualquier reacción química que ocurre en un lugar puede producirse
igualmente en otro y, por tanto, se extiende desde una parte del sistema hasta otra, con rapidez
explosiva. Es difícil ver cómo pueden existir en un gas las reacciones cuidadosamente controladas y
reguladas, las cuales parecen esenciales en algo tan complicado y delicadamente equilibrado como los
sistemas vivientes.
Además, las moléculas que forman los gases tienden a ser muy simples. Las moléculas
complicadas que, podemos suponer, se necesitarían (si se espera que presenciemos los cambios
variados, versátiles y sutiles que indudablemente caracterizan a cualquier cosa tan variada, versátil y
sutil como la vida), en circunstancias ordinarias se encuentran en estado sólido.
Algunos sólidos pueden ser convertidos en gases, si se les calienta lo suficiente o si se les
somete a una presión muy baja. Las moléculas complicadas, características de la vida, se
desintegrarían en pequeños fragmentos si se les calentara, y serían inútiles. Si se les sometiera incluso
a una presión igual a cero, las moléculas complicadas producirían sólo cantidades insignificantes de
vapor.
Concluimos, entonces, que no puede haber vida en el estado gaseoso.
En los sólidos, las moléculas componentes se encuentran casi en contacto y pueden existir en
cualquier grado de complicación. Además, los sólidos pueden ser heterogéneos, y generalmente lo
son, es decir, la composición química en una parte puede ser muy diferente de la composición química
en otra. Dicho de otro modo, pueden ocurrir diferentes reacciones en lugares diferentes, a ritmos
diferentes y en condiciones diferentes.
Hasta aquí todo va bien; pero la dificultad comienza en que las moléculas de los sólidos están
más o menos encerradas en su lugar, y las reacciones químicas ocurrirán con demasiada lentitud para
producir la delicada variabilidad que asociamos con la vida. Llegamos, entonces, a la conclusión de
que no puede haber vida en el estado sólido.
En el estado líquido, las moléculas componentes están casi en contacto y existe la posibilidad
de heterogeneidad, como en el estado sólido. Sin embargo, las moléculas componentes se mueven con
libertad, y las reacciones químicas pueden producirse rápidamente, como en el estado gaseoso. Además,
tanto las sustancias sólidas como las gaseosas pueden disolverse en líquidos, para producir sistemas
extraordinariamente complicados, en los cuales no existe límite alguno a la variedad de
reacciones.
En suma, la clase de química que asociamos con la vida sería posible sólo en un medio
líquido. En la Tierra, ese líquido es el agua; posteriormente tendremos algo que decir acerca de si
existe la posibilidad de algún sustituto.
Así pues, un mundo sin agua (o sin cualquier otro líquido que pudiera sustituirla)
indudablemente parecería incapaz de sustentar la vida.
¿O es que sigo siendo demasiado estrecho de ideas?
¿Por qué no puede desarrollarse la vida y hasta hacer surgir la inteligencia con propiedades
químicas y físicas completamente diferentes de la vida terrestre? ¿Por qué no puede haber una forma
de vida muy lenta y sólida (demasiado lenta, quizá, para que la reconozcamos como vida) en la Luna o
incluso aquí mismo, en la Tierra? ¿Por qué no puede haber en el Sol, por ejemplo, una, forma de vida
gaseosa muy rápida y evanescente, que literalmente estalle en pensamiento y que experimente vidas
enteras en fracciones de segundo?
Ya se han hecho conjeturas a este respecto. Se han escrito relatos de ciencia ficción que
presentan formas de vida enormemente extrañas. Se ha considerado a la Tierra misma como ser
viviente, lo mismo que a galaxias enteras y a las nubes de polvo y gas que hay en el espacio
interestelar. Se ha escrito acerca de una vida que consiste exclusivamente en radiación de energía, y de
una vida que existe por completo en el exterior del Universo y que es indescriptible.
No hay límite en las conjeturas acerca de todo esto, pero a falta de pruebas tienen que seguir
siendo sólo conjeturas. Sin embargo, en este libro iré solamente por aquellas direcciones en las que por
lo menos haya alguna pista que me guíe. Esa pista quizá sea fragmentaria y tenue, y las conclusiones a
que llegue podrán ser endebles, pero no cruzaré la línea que nos separa de la región en que no existe
evidencia alguna.
Por tanto, hasta no tener una prueba en sentido contrario, debo concluir que, sobre la base de
lo que sabemos de la vida (que es ciertamente poco), un mundo sin líquido es un mundo sin vida.
Puesto que la Luna parece ser un mundo sin líquido, puede decirse, con cierta certeza, que la Luna
debe ser un mundo sin vida.
Podríamos ser más cautelosos y decir que un mundo sin líquido es un mundo sin vida tal como
la que conocemos. Sin embargo, sería tedioso repetir esa frase constantemente, por lo que la emplearé
sólo alguna que otra vez, para asegurarme de que el lector no olvide que eso es precisamente lo que
quiero decir. Entretanto, se dará por supuesto que en este libro hablo de la vida tal como la
conocemos, cuantas veces hable de ella. También se recordará que no existe la menor prueba, por leve
e indirecta que sea, que apoye la existencia de una clase de vida que no conocemos.
Aun así, tal vez nos estemos precipitando a una conclusión demasiado rápida. Los astrónomos,
con sus primeros telescopios, pudieron ver claramente que no había agua en la Luna, en forma de
mares, grandes lagos o caudalosos ríos. Al continuar mejorando los telescopios, no apareció ningún
indicio de «agua abierta» en la superficie lunar.
Pero ¿acaso no podría haber agua en cantidades pequeñas, en charcos o pantanos, a la sombra
de las pendientes de los cráteres, en ríos subterráneos y rezumaderos, o en combinaciones químicas
sueltas, con las moléculas que forman la superficie sólida de la Luna?
Esa agua no sería observable con telescopio, pero podría ser suficiente para permitir la vida.
Podría serlo, pero si la vida tuvo su origen en reacciones químicas que ocurrieron al azar (de
lo que nos ocuparemos en un capítulo posterior), entonces, mientras mayor sea el volumen en que se
desarrollen esos procesos fortuitos, mayor será la probabilidad de que a la postre se produzca algo tan
complicado como la vida. Además, mientras más grande fuese el volumen en que ocurrieran esos procesos,
más lugar habría para el pródigo derrame de muerte y sustitución, que sirve de poder impulsor
del azaroso proceso de la evolución.
Donde existen sólo cantidades pequeñas de agua, la formación de vida es muy improbable; y
si se forma, su evolución es muy lenta. Desborda los límites de lo probable el que haya tiempo y
oportunidad de que surja y florezca una forma compleja de vida, e indudablemente ninguna vida tan
compleja que permita el desarrollo de inteligencia y de civilización tecnológica.
En consecuencia, aun si admitimos la presencia de agua en cantidades no visibles para el
telescopio, a lo sumo podemos suponer una vida muy simple. No hay manera de imaginar a la Luna
como lugar que abrigue inteligencia extraterrestre, suponiendo que la Luna siempre haya sido como es
ahora.
Engaño lunar
Nuevamente digo que no es el concepto de inteligencia extraterrestre el de difícil
comprensión. La idea contraria es la que no aceptamos fácilmente. A pesar de ser negativa la prueba
telescópica (en el caso de la Luna), siguió siendo difícil imaginar mundos muertos.
En 1686, el escritor francés Bernard Le Govier de Fonteneíle (1657-1757) publicó su obra
Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos, en la que conjeturaba con donaire acerca de la
vida en cada uno de los planetas entonces conocidos, desde Mercurio hasta Saturno.
Aunque en la época de Fonteneíle era ya dudoso que hubiese vida en la Luna, y tal cosa se
volvía cada día más hipotética, resultó posible hasta 1835 engañar al público en general con cuentos
de vida inteligente en la Luna. Fue ese el año del «Engaño lunar».
Ocurrió tal cosa en las columnas de un periódico fundado poco antes, The New York Sun, muy
interesado en atraer la atención y ganar lectores. Ese diario contrató a Richard Adams Locke (1800-
1871), autor que había llegado tres años antes a Estados Unidos, procedente de Inglaterra, su país
natal, para que escribiera ensayos.
A Locke le interesaba la posibilidad de la vida en otros mundos y hasta había escrito algo de
ciencia ficción sobre ese tema. Se le ocurrió entonces escribir otro poco de ciencia ficción, sin decir
realmente que era sólo eso.
Escogió como tema la expedición del astrónomo inglés John Herschel (1792-1871). Herschel
había ido a Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, a estudiar el firmamento austral.
Herschel llevó buenos telescopios, pero no los mejores del mundo. El valor de esos
instrumentos no se hallaba en ellos mismos, sino en que todos los astrónomos y todos los
observatorios astronómicos se encontraban entonces en el hemisferio boreal, por lo que las regiones
cercanas al Polo Sur Celestial casi no habían sido estudiadas. Prácticamente, cualquier telescopio
habría sido útil.
Locke supo muy bien cómo explotar la situación. Comenzando con el número del Sun,
correspondiente al 25 de agosto de 1835, Locke describió con minuciosidad toda clase de
descubrimientos imposibles, que supuestamente hacía Herschel con un telescopio capaz (al decir de
Locke) de una complicación tal, que permitía ver en la superficie de la Luna objetos hasta de sólo 45
centímetros de diámetro.
En el artículo que apareció el segundo día, se definía la superficie de la Luna. Se afirmaba que
Herschel había visto flores semejantes a amapolas y árboles parecidos a tejos y pinos. Se describían un
gran lago, de agua azul y espumantes olas, y grandes animales que parecían bisontes y unicornios.
Una nota ingeniosa era la descripción de una cubierta carnosa en la frente de los seres
semejantes a bisontes, que podía subir o bajar para proteger al animal «de los grandes extremos de luz
y sombra a los cuales todos los habitantes de nuestro lado de la Luna están sujetos periódicamente».
Por último, se describían unos seres de aspecto humano, pero que estaban dotados de alas.
Parecían estar conversando: «Sus gestos, y muy especialmente sus diversos movimientos de manos y
brazos, parecían vehementes y enfáticos. Así pues, hemos inferido que se trata de seres racionales.»
Inútil decir que los astrónomos reconocieron el absurdo de esos cuentos, pues ningún
telescopio de entonces (tampoco los de ahora) podía revelar tantos detalles desde la superficie de la
Tierra, y, además, lo que se describía estaba en completa contradicción con lo que se conocía acerca
de la superficie de la Luna y de sus propiedades.
El engaño se descubrió muy pronto, pero entretanto aumentó la circulación del Sun y, durante
breve tiempo, fue el diario de mayor venta en el mundo. Miles y miles de personas cayeron en el
engaño y pedían todavía más, lo que demostraba lo ansiosa que estaba la gente de creer en la
inteligencia extraterrestre, así como en cualquier asombro y tremebundo descubrimiento (o presunto
descubrimiento), que pareciera ir contra las creencias racionales, pero prosaicas, de la ciencia
verdadera.
Pero al volverse más y más evidente lo inanimado de la Luna, subsistió la esperanza de que
fuera ése un caso insólito y aislado, y de que los demás mundos del sistema solar estuviesen habitados.
Cuando el matemático inglés William Whewell (1794-1866), en su libro Plurality of Worlds
(Pluralidad de mundos), publicado en 1853, sugirió que algunos de los planetas no podrían tal vez
sustentar la vida, tal cosa representó entonces definitivamente una opinión minoritaria. En 1862, el
joven astrónomo francés Camille Flammarion (1842-1925) escribió Sobre la pluralidad de los mundos
habitables, como refutación, y ese segundo libro gozó de mucha mayor popularidad.
No obstante, poco después de la aparición del libro de Flammarion, los nuevos adelantos
científicos inclinaron muchísimo la balanza en favor de Whewell.
Falta de aire
En el decenio de 1860, el matemático escocés James Clerk Maxwell (1831-1879) y el físico
austriaco Ludwig Edward Boitzrnann (1844-1906), que investigaban independientemente, expusieron
lo que se conoce como la teoría cinética de los gases.
Esa teoría considera que los gases, como colecciones de moléculas muy separadas, se mueven
en direcciones indeterminadas y a muy diversas velocidades. Mostraba cómo se podía deducir de esto
la conducta observada en los gases en condiciones cambiantes de temperatura y de presión.
Una de las consecuencias de la teoría fue mostrar que el promedio de velocidad de las
moléculas variaba en razón directa a la temperatura absoluta, y en razón inversa al cuadrado de la
masa de las moléculas.
Cierta fracción de las moléculas de cualquier gas se movía a velocidades mayores que la
media correspondiente a esa temperatura, y podía ser superior a la velocidad de escape del planeta,
cuya atracción gravitacional las detenía. Cualquier cosa que se mueva a más de la velocidad de escape,
ya sea un cohete o una molécula, si no choca con algo, puede apartarse para siempre del planeta.
En circunstancias ordinarias, una fracción minúscula de las moléculas de una atmósfera podría
alcanzar la velocidad de escape y conservarla, a pesar de colisiones inevitables, hasta llegar a alturas
en que pudiera fugarse sin más colisiones y entonces la atmósfera se filtraría en el espacio exterior,
aunque con lentitud imperceptible. La Tierra, cuya velocidad de escape es de 11,3 kilómetros por
segundo, retiene de esta forma su atmósfera, y no perderá cantidades significativas durante miles de
millones de años.
Con todo, si la temperatura media de la Tierra aumentara en grado considerable, también
aumentaría el promedio de velocidad de las moléculas en su atmósfera e igualmente la fracción de esas
moléculas que se mueven a mayor velocidad que la de escape. La atmósfera se escaparía entonces más
rápidamente. Si la temperatura llegase a ser lo suficientemente alta, la Tierra perdería pronto su atmósfera
y se convertiría en una esfera sin aire.
Consideremos ahora el hidrógeno y el helio, gases compuestos de partículas con mucha menos
masa que las del oxígeno y el nitrógeno de nuestra atmósfera. La molécula de oxígeno (compuesta de
dos átomos de oxígeno) tiene una masa de 32, en unidades de masa atómica, y la molécula de
nitrógeno (compuesta de 2 átomos de nitrógeno) tiene una masa de 28. En contraste, la molécula de
hidrógeno (compuesta de 2 átomos de hidrógeno) tiene una masa de 2, y los átomos de helio (que se
encuentran solos) tienen una masa de 4.
En determinada temperatura, las partículas ligeras se mueven más rápidamente que las
pesadas. Un átomo de helio se moverá unas tres veces más aprisa que las moléculas pesadas, y por
tanto más lentas, de nuestra atmósfera; y la molécula de hidrógeno se moverá cuatro veces más aprisa.
El porcentaje de átomos de helio y moléculas de hidrógeno que se moverían más aprisa que la
velocidad de escape sería mucho mayor que en el caso del oxígeno y el nitrógeno.
El resultado es que la gravedad de la Tierra, que basta para retener indefinidamente las
moléculas de oxígeno y de nitrógeno, perdería en seguida cualquier hidrógeno o helio en su atmósfera,
los cuales se fugarían al espacio exterior. Si la Tierra se estuviese formando en las condiciones
presentes de temperatura y se hallase rodeada de nubes cósmicas de hidrógeno y de helio, no tendría
un campo de gravitación suficientemente fuerte para recoger esos pequeños y ligeros átomos y
moléculas.
Por esta razón, la atmósfera de la Tierra no contiene sino rastros de hidrógeno y de helio,
aunque esos dos gases forman, con mucho, la masa de la nube original de materia de la que se formó
el sistema solar.
La Luna tiene una masa de sólo 1/81 de la de la Tierra y un campo de gravitaciones de sólo
1/81 de intensidad. Como es un cuerpo más pequeño que la Tierra, su superficie está más cerca de su
centro, por lo que su pequeño campo de gravitación es algo más intenso en su superficie que lo que se
esperaría de su masa total. En la superficie, la atracción gravitacional de la Luna es 1/6 de la atracción
gravitacional de la Tierra en su superficie.
Esto se refleja también en la velocidad de escape. La velocidad de escape de la Luna es sólo
de 2,37 kilómetros por segundo. En la Tierra, un pequeño porcentaje desvaneciente de moléculas de
determinado gas podría sobrepasar su velocidad de escape. En la Luna, un porcentaje considerable de
moléculas del mismo gas sobrepasaría la mucho más baja velocidad de escape de la Luna.
Además, como la Luna gira sobre su eje con tanta lentitud, que permite al Sol permanecer en
el firmamento sobre determinado punto de su superficie durante dos semanas consecutivas, su
temperatura durante su día aumenta mucho más que lo que se eleva en la Tierra. Eso supera aún más el
porcentaje de moléculas cuyas velocidades sobrepasan a la velocidad de escape.
El resultado es que la Luna no tiene atmósfera. Sin duda, aun la reducida gravedad de la Luna
puede retener algunos gases, si sus átomos o moléculas son lo suficientemente pesados. Los átomos
del gas criptón, por ejemplo, tienen una masa de 83,8, y los del gas xenón, de 131,3. El campo de
gravitación de la Luna podría retenerlos fácilmente. Pero esos gases son tan raros en el Universo, en
general, que aun si los hubiera en la Luna y formaran su atmósfera, ésta tendría, si acaso, una densidad
de sólo una billonésima parte de la densidad de la atmósfera terrestre y, en el mejor de los casos,
podría describírsele como «vestigio de atmósfera».
Para todos los fines concernientes al problema de la vida extraterrestre, ese vestigio de
atmósfera no tiene importancia, y podemos con justicia seguir describiendo a la Luna como un cuerpo
sin aire.
Todo esto tiene significado en lo tocante a un líquido como el agua, que es «volátil», es decir,
que tiene la tendencia a vaporizarse y convertirse en gas. A determinada temperatura hay la tendencia
contraria: de que el vapor de agua se recondense y se licue. Por tanto, a cualquier temperatura determinada,
el agua líquida podrá estar en equilibrio con cierta presión de vapor de agua, siempre que éste no
se retire de su cercanía como, por ejemplo, a causa del viento.
Si el vapor de agua se retira, la presión de equilibrio no sube, y el agua líquida se vaporiza
más y más, hasta que se acaba. Todos conocemos la forma en que se evapora el agua que deja una
tormenta, hasta que por fin desaparece del todo. Mientras más alta sea la temperatura, más aprisa se
evaporará el agua.
Naturalmente, el vapor de agua no se retira por completo de la Tierra. Si no se condensa en un
lugar, se condensa en otro, como rocío, niebla, lluvia o nieve, y así la Tierra retiene su agua.
Si hubiera agua líquida en la Luna, el vapor que se formara se fugaría hacia el espacio, pues la
masa de la molécula del agua es sólo 18, y el campo de gravitación de la Luna no la retendría. El agua
líquida continuaría evaporándose y con el tiempo la Luna se secaría por completo. El hecho de que no
haya aire en la Luna significa que no existe una presión atmosférica que disminuya la rapidez de la
evaporación del agua, y si ésta existió alguna vez, se perdió inmediatamente.
Por tanto, la Luna no puede tener ni agua ni aire. Además, cualquier mundo sin aire será un
mundo sin vida, no porque el aire sea indispensable para la vida, sino porque un mundo sin aire es un
mundo sin agua, y el agua sí es indispensable.
Sin embargo, aun la teoría cinética de los gases deja algunos huecos. Sigue existiendo la
posibilidad de que en el interior de la Luna haya algo de agua y hasta aire, aunque sea en combinación
química con moléculas del suelo. En ese caso, las pequeñas moléculas no podrían salir a causa de
fuerzas distintas de la gravedad, como son las barreras materiales o el enlace químico.
Por otra parte, posiblemente hubo un tiempo en la historia de la Luna en que ésta tenía
atmósfera y océano, antes de perderlos en el espacio. Posiblemente, en aquellos lejanos tiempos surgió
la vida, aun la vida inteligente, que pudo haberse adaptado, biológica o tecnológicamente, a la pérdida
gradual de aire y agua, por lo que podría continuar esa vida en cavernas de la Luna, con un suministro
sellado de aire y agua.
En fecha tan reciente como 1901, el escritor H. G. Wells (1866-1946) publicó The First Men
of the Moon (Los primeros hombres en la Luna), y, en esa obra sus protagonistas encuentran una raza
de seres lunares inteligentes, de carácter semejante al de los insectos, sumamente especializados, que
vivían bajo la superficie.
Hasta eso parece dudoso, pues los cálculos indican que la Luna habría perdido muy
rápidamente su aire y su agua (si alguna vez los tuvo). Por supuesto, los podría haber retenido durante
muchas veces la duración de la vida de un ser humano, y si hubiéramos vivido en la Luna cuando ésta
todavía tenía atmósfera y océano, habría transcurrido toda nuestra existencia normalmente. Sin
embargo, la atmósfera y el océano no durarían lo suficiente para permitir que la vida se desarrollara y
la inteligencia evolucionara desde cero. Ni quisiera se aproximaría a eso.
Parecemos hallarnos ya cerca de una respuesta definitiva. El 20 de julio de 1969, los primeros
astronautas pisaron la Luna. Trajeron a la Tierra muestras de material de la superficie de la Luna, en
ese viaje y en otros posteriores. Al parecer, todas las piedras traídas indican que la Luna está
completamente seca, que no hay ni vestigios de agua en ella y que no los ha habido en el pasado.
Parece que, más allá de toda duda concebible, la Luna es un mundo muerto.
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