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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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miércoles, 2 de enero de 2013

ANTES DEL EDEN


ANTES
DEL EDEN
ARTHUR C. CLARKE
Científico, novelista, explorador, graduado en Física y Matemáticas Puras Aplicadas, miembro de la Real Sociedad Astronómica, presidente por dos veces de la Sociedad Interplanetaria Británica, ganador en 1962 del premio Kalinga de la UNESCO por sus trabajos de divulgación científica, autor de innumerables libros de ciencia y de ciencia ficción, escritor, científico y humanista, uno de los gigantes de la ciencia ficción universal... En fin, ¿para qué seguir? Este es Sir Arthur C. Clarke, y éste es uno de sus más significativos relatos.
* * *
 –Me parece –dijo Jerry Garfield parando los motores – que éste es el final de la línea.
Con un leve suspiro, la eyección del chorro cesó gradualmente. Privado de su colchón de aire, el vehículo explorador Pecio Vagabundo se posó sobre las retorcidas rocas de la Meseta Hesperiana.
Delante no había camino alguno; ni con sus eyectores a chorro ni con su tractor podía el S-5 –para dar al Pecio su nombre oficial – escalar la escarpadura que tenía enfrente. El Polo Sur de Venus estaba sólo a treinta millas, pero igual podría haber estado en otro planeta. No quedaba otra solución que volver atrás y desandar el camino de cuatrocientas millas hecho a través de aquel paisaje de pesadilla.
La atmósfera era fantásticamente clara, con una visibilidad de casi mil metros. No había necesidad alguna de radar para mostrar los riscos que tenían delante; por una vez, la simple vista bastaba. La verde luminosidad de la aurora, filtrándose a través de nubes que habían rodado compactas por un millón de años, prestaba a la escena un aspecto submarino, al que se añadía la sorprendente manera con que todos los objetos se empañaban en la calina, A veces era fácil para uno creer que se estaban moviendo a través de un insustancial lecho marino, y en más de una ocasión imaginó Jerry haber visto peces flotando sobre su cabeza.
–¿Llamo a la astronave para comunicar que volvemos? –preguntó.
–Aún no –respondió el doctor Hutchins –. Quiero pensar.
Jerry lanzó una suplicante mirada al tercer miembro de la tripulación, pero no encontró allí apoyo moral ninguno. Coleman era tan testarudo como su compañero; aunque los dos hombres discutían furiosamente la mitad de su tiempo, ambos eran científicos y, por ello, en la opinión de un no menos testarudo maquinista navegante, ciudadanos no cabalmente responsables. Si Cole y Huth tenían alguna brillante idea para seguir, no habría nada que hacer excepto registrar una protesta.
Hutchins estaba dando vueltas en la exigua cabina, examinando mapas e instrumentos. Dirigió ahora el proyector del vehículo hacia los riscos y comenzó a observarlos detenidamente con los gemelos. ¡Seguramente, pensó Jerry, no esperará conducir este trasto por ahí! El S-5 era un revoloteador de carril y no una cabra montés...
Bruscamente, Hutchins encontró algo. Lanzó un suspiro que era más bien una súbita y explosiva boqueada, y se volvió a Coleman.
–¡Mira! –gritó con voz sumamente excitada -. ¡Justamente a la izquierda de aquella marca negra! ¿Qué es lo que ves?
Le tendió los gemelos, y ahora fue Coleman quien escrutó los riscos.
–¡Que me condenen si no tenias razón! –dijo al fin –. Hay ríos en Venus. Ésa es una cascada seca.
–Así, pues, me debes una cena en el Bel Gourmet cuando volvamos a Cambridge. Con champán.
–No necesitas recordármelo. De todos modos, es barato por el precio. Pero eso deja aún tus otras teorías a la altura del barro.
–¡Hey, un minuto! –interpeló Jerry –. ¿Qué es todo eso de ríos y cascadas? Todo el mundo sabe que no pueden existir en Venus: nunca se produce en este vaporoso planeta el suficiente frío como para que se condensen las nubes.
–¿Has mirado el termómetro recientemente? –preguntó Hutchins con engañosa suavidad.
–He estado ligeramente demasiado ocupado conduciendo.
–Pues entonces tengo noticias para ti. Está por debajo de los 230, y descendiendo todavía. No olvides que estamos en el polo, que es invierno y que nos encontramos a 18.000 metros sobre las tierras bajas. Todo esto se nota en el aire. Si baja un poco más la temperatura tendremos lluvia. El agua hervirá, desde luego..., pero será agua. Y aunque Jorge no lo admita aún, esto presenta a Venus con una fisonomía totalmente distinta.
–¿Por qué? –preguntó Jerry, aunque ya lo había supuesto.
–Porque donde hay agua debe haber vida. Nos hemos apresurado demasiado en conjeturar que Venus era estéril, simplemente debido a que el promedio de su temperatura es de más de quinientos grados. Aquí en las montañas hay lagos y quiero echarles un vistazo.
–¡Pero es agua hirviente! –protestó Coleman –. ¡Nada puede vivir en eso!
–Hay algas que lo logran en la Tierra. Y si hemos aprendido algo desde que comenzamos a explorar los planetas es esto..., que en cualquier lugar donde la vida tenga la más ligera probabilidad de supervivencia se la encontrará. Ésta es la única posibilidad que jamás se haya presentado sobre Venus.
–Desearía que pudiéramos comprobar tu teoría. Pero, ya lo puedes ver por ti mismo, es imposible escalar ese risco.
–Quizá lo sea en el vehículo, pero no será demasiado difícil hacerlo a pie, con los trajes térmicos. Todo lo que necesitamos es andar unas cuantas millas en dirección al polo; según los mapas del radar, todo es muy llano una vez alcanzado el borde. Podemos apañárnoslas allá dentro... oh, durante doce horas o más. Cada uno de nosotros ha estado fuera más tiempo que ese, y en mucho peores condiciones.
Aquello era enteramente cierto. La ropa protectora que había sido diseñada para mantener con vida al hombre en las tierras bajas venusianas tendría una tarea más fácil aquí, donde la temperatura era sólo cien grados más calurosa que en el Valle de la Muerte en plena canícula.
–Bien –dijo Coleman –. Ya conoces las ordenanzas: no se puede ir solo, y alguien ha de quedarse aquí para mantener contacto con la nave. ¿Cómo lo zanjaremos esta vez: ajedrez o cartas?
–El ajedrez lleva demasiado tiempo –dijo Hutchins –, especialmente cuando lo jugáis vosotros dos. –Tendió la mano a la mesa de juego y tomó un naipe muy usado. Córtalo, Jerry.
–Diez de picas –dijo Jerry –. Espero que puedas derrotarlo, Jorge.
–Así lo haré... ¡Maldita sea, sólo un cinco de tréboles! Bueno, dad mis recuerdos a los venusianos...
A pesar de la seguridad de Hutchins, resultaba tarea ardua el escalar la escarpadura. El declive no era muy pronunciado, pero el peso del aparato de oxígeno, el traje térmico refrigerado y el equipo científico alcanzaban un peso de más de cien libras por hombre. La menor gravedad –un trece por ciento más débil que la de la Tierra –proporcionaba una ligera ayuda, pero no mucha, cuando se afanaban por pedregales en declive, descansaban brevemente en los bordes para recuperar aliento y volvían a trepar a través del crepúsculo submarino. El esmeraldino fulgor que se derramaba en torno a ellos era más brillante que el de la luna llena en la Tierra. Una luna se habría disipado en Venus, se dijo Jerry; jamás hubiese podido ser vista desde la superficie, no había allí mar alguno cuyas mareas regir... y la incesante aurora era un manantial de luz mucho más constante. Habían escalado más de seiscientos metros antes de que el terreno se nivelara en un suave declive, surcado aquí y allá por costurones que eran canales claramente tajados por el correr del agua. Al cabo de una breve búsqueda llegaron a una hondonada lo suficientemente ancha y profunda como para merecer el nombre de lecho de río, y echaron a andar por ella.
–Acabo de pensar en algo –dijo Jerry cuando hubieron caminado unos cientos de metros –. ¿Y suponiendo que haya una tormenta ante nosotros? No me hace ni pizca de gracia el tener que soportar un flujo de agua hirviendo.
–Si hay una tormenta la oiremos –replicó Hutchins con cierta impaciencia –. Tendremos tiempo de sobra para llegar a terreno elevado.
Tenía indudablemente razón, pero Jerry no se sintió más satisfecho por ello mientras continuaban remontando el suavemente inclinado lecho del curso del agua. Su inquietud había estado aumentando desde que pasaran sobre la cresta del risco, perdiendo así contacto por radio con el vehículo explorador. El hallarse desconectado con sus compañeros resultaba para él una experiencia única y turbadora. Nunca le había ocurrido antes en toda su vida; hasta a bordo de la Estrella de la Mañana, aun hallándose a cientos de millones de millas de la Tierra, pudo siempre enviar un mensaje a su familia y obtener una respuesta en el lapso de breves minutos. Pero ahora, apenas unos cuantos metros de roca acababan de aislarles del resto de la humanidad; si algo les sucedía, nadie jamás lo sabría... a menos que alguna expedición posterior hallara sus cadáveres. Jorge esperaría el número de horas convenido y luego marcharía de regreso a la nave... solo. Se dijo a sí mismo que él no era ciertamente el tipo ideal de explorador, que lo que le gustaba era manipular complicadas máquinas, y que así fue como se vio mezclado en el vuelo espacial. Nunca llegó a pensar hasta dónde le conduciría aquello... y ahora era ya demasiado tarde para cambiar.
Habían cubierto quizá tres millas en dirección al polo, siguiendo los meandros del lecho del río, cuando Hutchins se detuvo para hacer observaciones y recoger muestras.
–¡Sigue descendiendo la temperatura!
– Ha bajado ya de los 199; es, con mucho, la menor registrada jamás en Venus. Quisiera poder llamar a Jorge y comunicárselo.
Jerry probó todas las bandas de ondas y hasta intentó captar a la astronave –los impredecibles altibajos de la ionosfera del planeta hacían a veces posible la recepción a larga distancia –, pero no se produjo ni un susurro portador de onda sobre el rugido y el crepitar de las fragorosas tormentas venusianas.
–Eso es aún mejor –dijo Hutchins, ahora con auténtica excitación en su voz–. La concentración de oxigeno ha aumentado... quince partes en un millón. En el vehículo era sólo de cinco, y en las tierras bajas apenas se podía detectarlo.
–¡Pero quince en un millón! –protestó Jerry –. ¡Nada podría respirar eso!
–Inviertes la cuestión –manifestó Hutchins –. Nadie ni nada lo respira: algo lo hace. ¿De dónde crees que proviene el oxígeno de la Tierra? Todo él está producido por la vida..., por las plantas en desarrollo. Antes de que hubiese plantas en la Tierra, nuestra atmósfera era semejante a esta..., una mezcla de anhídrido carbónico y amoníaco y metano. Luego evolucionó la vegetación y lentamente convirtió nuestra atmósfera en algo que los animales podían respirar.
–Ya –dijo Jerry –. Y tú piensas que el mismo proceso ha comenzado aquí...
–Así parece. Algo no lejos de aquí, se halla produciendo oxígeno..., y la vida vegetal es la explicación más simple.
–Y donde hay plantas –reflexionó Jerry – es de suponer que más pronto o más tarde haya animales.
–Eso es –dijo Hutchins, recogiendo sus cosas y comenzando a remontar la hondonada –, aunque el proceso lleva unos cuantos millones de años. Puede ser que hayamos llegado aún demasiado pronto..., aunque espero que no.
–Todo esto está muy bien –respondió Jerry –. Pero ¿y suponiendo que topemos con alguien que no nos quiera? No tenemos armas.
–Ni las necesitamos. ¿Te has detenido a pensar en el aspecto que tenemos? No cabe duda de que cualquier animal echaría a correr apenas nos viera desde lejos.
Había algo de verdad en sus palabras. La envoltura metálica de los trajes térmicos, que les cubría de pies a cabeza, reverberaba como una flexible y destellante armadura. Insecto alguno tenía antenas más primorosas que las encajadas en sus cascos y mochilas, y los anchos lentes a través de los cuales miraban al mundo que los rodeaba semejaban unos ojos vacíos y monstruosos. Sí, pocos habrían sido los animales terrestres que quisieran enfrentarse a una tal aparición, pero los venusianos podían sustentar diferentes ideas.
Jerry estaba aún rumiando la cuestión cuando llegaron al lago. La primera ojeada le hizo pensar ya no en la vida que estaban buscando, sino en la muerte. Semejante a un negro espejo, yacía en medio de un pliegue de los cerros; su orilla extrema se hallaba oculta en la bruma eterna, y fantasmales columnas de vapor remolineaban y danzaban sobre su superficie. Todo lo que necesitaban, se dijo a sí mismo Jerry, era la barca de Caronte en espera de llevarlos a ellos a la otra orilla... o el cisne de Tuonela surcando mayestáticamente las aguas, en guardia de la entrada del averno...
Sin embargo, a pesar de todo, era un milagro... la primera agua libre que el hombre hallara jamás en Venus. Hutchins estaba ya de rodillas, casi en una actitud de rezo. Pero lo único que hacía era recoger gotas del preciado líquido para examinarlas a través de su microscopio de bolsillo.
–¿Hay algo en ellas? –preguntó ansiosamente Jerry.
–Si lo hay es demasiado pequeño para verlo con este instrumento. Te diré algo más cuando volvamos a la nave.
Taponó y precintó una probeta y la puso en su estuche de muestras con tanta ternura como un buscador que acabara de hallar su primera pepita de oro. Pudiera ser –y probablemente lo era –nada más que pura y simple agua. Pero también cabría la posibilidad de que fuese un universo de criaturas ignotas y vivientes en la primera fase de un recorrido de billones de años hasta la plasmación de la inteligencia.
No había caminado Hutchins más de una docena de metros a lo largo de la orilla del lago cuando volvió a detenerse, tan súbitamente que Garfield estuvo a punto de tropezar con él.
–¿Qué sucede? preguntó Jerry –. ¿Has visto algo?
–Aquella mancha oscura de allí. La advertí antes de que nos detuviéramos en el lago.
–¿Y qué pasa con ella? A mí me parece bastante corriente.
–Creo que se ha hecho más grande.
En toda su vida recordaría Jerry aquel momento. De todos modos, nunca dudó de la afirmación de Hutchins; en aquellos momentos podía creer cualquier cosa, hasta que las rocas crecían. La sensación de misterio y aislamiento, la presencia de aquel oscuro y melancólico lago, el sordo ruido de las lejanas tormentas y el verde titilar de la aurora..., todo aquello había causado un fuerte impacto en su mente, disponiéndole para creer aun lo increíble. Sin embargo, no sentía miedo alguno: eso vendría después.
Miró a la roca. Estaba a unos ciento cincuenta metros, creyó calcular, aunque en aquella difusa luz esmeraldina resultaba enormemente difícil estimar distancias y dimensiones. La roca o lo que fuese parecía una losa horizontal de un material casi negro, situada cerca de la cresta de un risco bajo. Había una segunda mancha, mucho más pequeña, de material semejante, cerca de ella. Jerry intentó medir y registrar en la memoria el espacio que existía entre ambas a fin de poder tener una referencia que le permitiera descubrir cualquier cambio.
Aun cuando vio que aquel espacio iba estrechándose, no sintió ninguna alarma..., sólo una perpleja excitación. No fue hasta que hubo desaparecido totalmente que experimentó en su corazón una espantosa sensación de desamparado terror. No había allí rocas crecientes o movientes: lo que contemplaban era una oscura marea, una alfombra serpeante que iba extendiéndose inexorablemente hacia ellos sobre la cresta del risco
El momento de pánico total, irrazonable, no duró por fortuna más allá de unos pocos segundos. El primer terror de Garfield comenzó a desvanecerse tan pronto como reconoció su causa..., es decir, que aquella marea que avanzaba le había recordado en los primeros momentos, muy vívidamente, una historia que había leído hacía muchos años sobre el ejército de hormigas del Amazonas y la manera como destruían todo cuanto encontraban a su paso...
Pero, fuera lo que fuese aquella marea, se estaba moviendo demasiado lentamente como para suponer un peligro real, a menos que cortase su línea de retirada. Hutchins la estaba observando intensamente a través de sus gemelos; él era biólogo y estaba manteniendo su terreno. No voy a hacer el ridículo, pensó Jerry, huyendo como un gato escaldado si no es necesario.
–Por el amor del cielo –dijo al fin, cuando aquella alfombra viviente se halló a sólo cien metros, y Hutchins no había pronunciado aún una palabra ni movido un solo músculo –. ¿Qué es eso?
Hutchins se desheló lentamente como una estatua cobrando vida.
–Lo siento, te olvidé por completo. Es una planta, desde luego. Cuando menos, me parece que deberíamos darle este nombre.
–¡Pero se está moviendo!
–¿Y por qué habría de sorprenderte eso? Así lo hacen también las plantas terrestres. ¿ Es que no has visto películas aceleradas de la hiedra en acción?
–Pero la hiedra permanece en su sitio..., no se extiende por todo el paisaje.
–¿Y qué hay de las plantas de plancton en el mar? Ellas pueden nadar cuando lo necesitan.
Jerry cedió; de todos modos, el prodigio que se aproximaba le había privado de palabras.
Siguió pensando en aquella cosa como una alfombra espesa, orlada en los bordes. Variaba de espesor al moverse; en algunas partes era tenue como una película, y en otras tenía treinta y más centímetros de grosor. Al aproximarse más, Jerry pudo comprobar su tejido, y lo comparó al terciopelo negro. Se preguntó cómo sería al tacto..., recordando luego que como menos quemaría sus dedos, aun cuando no les hiciera nada más. Otro pensamiento vino en persecución de éste, movido por la delirante reacción nerviosa que a menudo sigue a una repentina conmoción: «Si existen venusianos, jamás podremos estrechar nuestras manos con las de ellos; nos las quemarían, y nosotros se las helaríamos. »
Hasta entonces aquella cosa no había dado muestra alguna de haberse percatado de su presencia. Había efectuado su flujo hacia adelante como la inconsciente marea que casi seguramente era. Aparte el hecho de que trepaba sobre pequeños obstáculos, bien podría haber sido una progresiva corriente de agua.
De pronto, cuando estuvo sólo a diez metros, la marea aterciopelada se detuvo en su frente, aunque siguió extendiéndose a los lados.
–Estamos siendo rodeados –dijo Jerry ansiosamente –. Será mejor retroceder hasta asegurarnos de que es inofensiva.
Para su alivio, Hutchins retrocedió al instante. Tras una breve vacilación, la cosa prosiguió su avance estirando su línea frontal.
Entonces Hutchins se adelantó de nuevo... y la cosa se retiró lentamente. El biólogo avanzó media docena de veces, para retroceder otras tantas, y a cada una de ellas la marea viviente verificó un flujo y reflujo acorde por completo con sus movimientos. Nunca me imaginé, se dijo Jerry, ver á un hombre bailando un vals con una planta...
–Termofobia –dijo Hutchins –. Una reacción puramente automática. No le gusta nuestro calor.
–¡Nuestro calor! –protestó Jerry –. ¡Pero si somos témpanos en comparación con ella!
–Desde luego..., pero nuestros trajes no lo son, y eso es todo cuanto ella nota.
¡Estúpido de mí!, pensó Jerry. Hallándose uno abrigado y fresco en el interior del traje térmico, resultaba fácil olvidar que el aparato refrigerador, a su espalda, bombeaba constantemente ráfagas de calor al aire circundante. No era extraño que la planta venusiana retrocediera ante ellos.
–Vamos a ver ahora cómo reacciona a la luz –dijo Hutchins.
Encendió su lámpara pectoral, y el verde resplandor boreal fue ahuyentado al instante por el blanco y puro destello. Hasta que el hombre llegara a aquel planeta, ninguna luz blanca había brillado ni siquiera de día sobre la superficie de Venus. Como en el fondo de los mares de la Tierra, sólo había en ella un verdoso crepúsculo, intensificándose lentamente hasta una profunda oscuridad.
La transformación fue tan pasmosa, que ningún hombre hubiera podido reprimir una exclamación de asombro. Como en un chispazo, la negrura de la espesa alfombra aterciopelada desapareció a sus pies, dejando en su lugar un satinado tejido de brillantes y vivos rojos con áureas estrías. Ningún príncipe persa hubiera podido jamás encargar a sus tejedores una tapicería tan suntuosa y que sin embargo no era más que el producto accidental de fuerzas biológicas, una gama de colores que hasta el momento de producirse el destello no habían existido... y que se desvanecería nuevamente en cuanto la luz extraña de la Tierra dejara de conjurarlos a esa existencia.
–Tijov tenía razón –dijo Hutchins –. Me hubiera gustado que lo viera.
–¿Razón sobre qué? –preguntó Jerry, aunque parecía casi un sacrilegio hablar en presencia de aquella maravilla.
–Allá en Rusia, hace cincuenta años, observó que las plantas que viven en climas muy fríos tienden a ser azules o violetas, mientras que las de los cálidos son rojas o naranja. Predijo que la vegetación marciana sería violeta y que, si había plantas en Venus, su color sería encarnado. Pues bien, estaba en lo cierto en ambas conjeturas. Pero no podemos permanecer todo el día aquí; tenemos trabajo que hacer.
–¿Estás seguro de que esto... no es peligroso? –preguntó Jerry, volviendo a reafirmarse en él algo de su precaución.
–Absolutamente. No puede tocar nuestros trajes aunque lo quisiera. Y de todos modos, se mueve pasando ante nosotros.
Así era. Podían ver ahora que toda aquella cosa –si era una simple planta y no una colonia – cubría una superficie circular de unos cien metros de diámetro aproximadamente. Iba barriendo el suelo igual que lo hace la sombra de una nube impelida por el viento..., y allá donde se había detenido, las rocas estaban punteadas de innumerables pequeños agujeros, tenues como quemaduras de ácido.
–Sí –dijo Hutchins en respuesta a la observación de Jerry sobre el particular –. Así es cómo se nutren los líquenes: segregan ácidos que disuelven la roca. Pero nada de preguntas, por favor, hasta que estemos de vuelta a la nave. Tengo aquí trabajo para varios días, y disponemos solamente de un par de horas para hacerlo.
Aquello fue casi botánica a la carrera... El borde sensitivo de la inmensa planta podía moverse con sorprendente velocidad cuando intentaba evadirlos. Era como si estuviese contendiendo con una hojuela animada de unos cuatro mil metros cuadrados de extensión. No se producía en ella reacción alguna –aparte la automática evitación del calor despedido por sus trajes – cuando Hutchins cortaba muestras o tomaba pruebas. Aquel objeto fluía constantemente, progresando sobre cerros y valles, guiado por algún singular instinto vegetal. Quizás estaba siguiendo alguna vena de mineral; los geólogos lo decidirían cuando analizaran las muestras de roca que Hutchins había recogido antes y después del paso del tapiz viviente.
Apenas había tiempo para pensar o incluso para enmarcar las innumerables cuestiones que había planteado su descubrimiento. Probablemente aquellas criaturas debían ser bastante numerosas, o no se hubieran topado tan pronto con una de ellas. ¿Cómo se reproducían? ¿Mediante retoños, esporas, escisión o cuál otro medio? Aquélla podía no ser la única forma de vida en Venus... La misma idea era absurda, pues indudablemente, habiendo una especie, ha de haber al mismo tiempo miles de ellas...
Un hambre canina y la fatiga les obligó finalmente a efectuar un alto. La criatura que estaban estudiando podía seguir, si lo deseaba, su camino nutritivo en torno a Venus –aunque Hutchins creía que no iba nunca mucho más allá del lago, aproximándose de cuando en cuando al agua e introduciendo en ella un largo zarcillo tubular–; los animales de la Tierra necesitaban descansar.
Supuso un gran alivio hinchar la tienda sobrecomprimida, meterse en ella a través de la cámara intermedia y despojarse de los trajes térmicos. Por primera vez, mientras se relajaban en el interior de su diminuto hemisferio de plástico, ocupó sus mentes la verdadera maravilla e importancia del descubrimiento. Aquel mundo que los rodeaba no era ya el mismo: Venus no era más un planeta muerto, sino que se había unido a la Tierra y a Marte.
Pues la vida llama a la vida, a través de las simas del espacio. Todo cuanto se desarrollaba o se movía sobre la superficie de un planeta era un portento, una promesa de que el hombre no estaba solo en aquel universo de brillantes soles y remolineantes nebulosas. Si hasta entonces no había encontrado compañeros con quienes poder hablar, aquello era de esperar, pues los años y las eras se extendían aún inmensas ante él, en espera de ser explorados. Mientras tanto debía preservar y fomentar la vida que hallara en su camino, bien fuera sobre la Tierra, sobre Marte o sobre Venus...
Así se dijo Graham Hutchins, el biólogo mas afortunado del sistema solar, mientras ayudaba a Gaffield a recoger los residuos y meterlos en un hermético estuche de plástico. Cuando deshincharon la tienda e iniciaron el viaje de retorno no había señal alguna de la criatura que habían estado examinando. Era mejor así, pues de lo contrario podían haberse sentido tentados a demorarse para efectuar más experimentos, y estaba muy próximo el plazo de que disponían.
No importaba; dentro de pocos meses volverían con un equipo de ayudantes, mucho mejor dotados con todo lo necesario para la investigación y con los ojos del mundo posados sobre ellos. La evolución había seguido su curso operando durante un billón de años para hacer posible aquel encuentro; podía muy bien esperar un poco más.
Durante un rato nada se movió en la verdosidad titilante del paisaje envuelto en bruma, desierto a la vez de seres humanos y tapiz carmesí Luego, discurriendo sobre los cerros tallados por el viento, reapareció la extraña criatura. O tal vez era otra de la misma extraña especie y nadie lo sabría jamás.
Pasó ante el pequeño montón de piedras donde habían enterrado sus desechos Hutchins y Garfield. Y luego se detuvo.
No estaba perpleja, pues no tenía mente alguna. Pero el impulso químico que la conducía inexorablemente sobre la meseta polar estaba gritando: ¡Aquí, aquí! En alguna parte próxima se encontraba el más precioso de todos los alimentos que necesitaba, el fósforo, el elemento sin el cual no podía jamás producirse la chispa de vida Comenzó a hozar las rocas, a escurrirse entre las grietas y hendiduras, a arañar y raspar con sus tanteantes zarcillos. Nada de cuanto hizo superaba la capacidad de cualquier planta o árbol terrestre..., pero se movía mil veces más rápidamente, y necesitó tan sólo unos minutos para alcanzar su meta y atravesar la película de plástico.
Y luego se regaló con el alimento, de manera más concentrada que en cualquier otra forma de vida que conociera jamás. Absorbía los carbohidratos, y las proteínas y los fosfatos, la nicotina de las colillas, y la celulosa de los vasos de papel, y la celulosa de los vasos y las cucharas de cartón. Lo trituraba todo y lo asimilaba en su extraño cuerpo sin dificultad ni perjuicio.
Y asimismo absorbía todo un microcosmos de criaturas vivientes..., bacterias y virus que, sobre otros planetas, habían evolucionado de mil mortales linajes. Aun cuando tan sólo muy pocos podían sobrevivir en aquella atmósfera y temperatura, eran suficientes. Cuando la alfombra se arrastró de nuevo al lago, llevaba el contagio a todo su mundo.
Y cuando la Estrella de la Mañana puso rumbo a su lejana patria, Venus estaba muriéndose. Las películas y fotografías y muestras de que era portador triunfal Hutchins eran aún más preciosas de lo que pensaba, pues eran el único archivo que jamás existiría del tercer intento de asentamiento de la Vida en el sistema solar.
Bajo las nubes de Venus, la historia de la Creación había terminado.
FIN


Crimen en Marte Arthur C.Clarke



Crimen en Marte
Arthur C.Clarke


- En Marte hay poca delincuencia - observó el inspector Rawlings con tristeza -. En
realidad, éste es el motivo principal de que regrese al Yard. De quedarme aquí
más tiempo, perdería toda mi práctica.
Estábamos sentados en el salón del observatorio principal del espaciopuerto de
Phobos, mirando las grietas resecas por el sol de la diminuta luna de Marte. El
cohete transbordador que nos había traído desde Marte se había marchado diez
minutos antes y ahora iniciaba la larga caída hacia el globo color ocre que colgaba
entre las estrellas. Media hora más tarde, subiríamos a la nave espacial en
dirección a la Tierra..., planeta en el que la mayoría de pasajeros nunca habían
puesto los pies, si bien aún lo llamaban «su patria»
- Al mismo tiempo - continuó el inspector -, de vez en cuando se presenta un caso
que presta interés a la vida. Usted, señor Maccar, es tratante en arte, y estoy
seguro que habrá oído hablar de lo ocurrido en la Ciudad del Meridiano hace un
par de meses.
- No creo - dijo el individuo regordete y de tez olivácea al que había tomado por
otro turista de regreso.
Por lo visto, el inspector ya había examinado la lista de pasajeros; me pregunté
qué sabría de mí y traté de tranquilizar mi conciencia, diciéndome que estaba
razonablemente limpia. Al fin y al cabo, todo el mundo pasaba algo de
contrabando por la aduana de Marte...
- La cosa se acalló - prosiguió el inspector -, pero hay asuntos que no pueden
mantenerse en secreto largo tiempo. Bien, un ladrón de joyas de la Tierra intentó
robar del Museo de Meridiano el mayor de los tesoros... la Diosa Sirena.
- ¡Eso es absurdo! - objeté -. Naturalmente, no tiene precio... pero no es más que
un pedazo de roca arenisca. Lo mismo podrían querer robar La Mona Lisa.
- Eso ya ha ocurrido también - sonrió sin alegría el inspector -. Y tal vez el motivo
fuese el mismo. Hay coleccionistas que pagarían una fortuna por tal objeto,
aunque sólo fuese para contemplarlo en secreto. ¿No está de acuerdo, señor
Maccar?
- Muy cierto - aseguró el experto en arte -. En mi profesión, hallamos a toda clase
de chiflados.
- Bien, ese individuo, que se llama Danny Weaver, debía recibir una buena suma
por el objeto. Y a no ser por una fantástica mala suerte, habría llevado a cabo el
robo.
El sistema de altavoces del espaciopuerto dio toda clase de excusas por un leve
retraso debido a la última comprobación del combustible, y pidió a varios
pasajeros que se presentasen en información. Mientras esperábamos que callase
la voz, recordé lo poco que sabía de la Diosa Sirena. Aunque no había visto el
original, llevaba una copia, como la mayoría de turistas, en mi equipaje. El objeto
llevaba el certificado del Departamento de Antigüedades de Marte garantizando
que «se trata de una reproducción a tamaño natural de la llamada Diosa Sirena,
descubierta en el mar Sirenium por la Tercera Expedición, en 2012 después de
Cristo (23 D.M.)»
Era raro que un objeto tan pequeño causara tantas discusiones. Medía Poco más
de veinte centímetros de altura, y nadie miraría el objeto dos veces de hallarse en
un museo de la Tierra. Se trataba de la cabeza de una joven, de rasgos levemente
orientales, con el cabello rizado en abundancia cerca del cráneo, los labios
entreabiertos en una expresión de placer o sorpresa... y nada más.
Pero se trataba de un enigma tan misterioso que había inspirado un centenar de
sectas religiosas, haciendo enloquecer a varios arqueólogos. Ya que una cabeza
tan perfectamente humana no podía ser hallada en Marte, cuyos únicos seres
inteligentes eran crustáceos... «langostas educadas», como los llamaban los
periódicos. Los aborígenes marcianos nunca habían inventado el vuelo espacial, y
su civilización desapareció antes de que el hombre apareciera sobre la Tierra.
Sin duda, la Diosa es ahora el misterio Número Uno del sistema solar. Supongo
que la respuesta no la obtendrán durante mi existencia..., si llegan a obtenerla.
- El plan de Danny era sumamente simple - prosiguió el inspector -. Ya saben
ustedes lo muertas que quedan las ciudades marcianas en domingo, cuando se
cierra todo y los colonos se quedan en casa para ver la televisión de la Tierra.
Danny confiaba en esto cuando se inscribió en el hotel de Meridiano Oeste, la
tarde del viernes. Tenía el sábado para recorrer el museo, un domingo solitario
para robar, y el lunes por la mañana sería otro de los turistas que saldrían de la
ciudad...
»A primera hora del domingo cruzó el parque, pasando al Meridiano Este, donde
se alza el museo. Por si no lo saben, la ciudad se llama del Meridiano porque está
exactamente en el grado 180 de longitud; en el parque hay una gran losa con el
Primer Meridiano grabado en ella, para que los visitantes puedan ser fotografiados
de pie en los dos hemisferios a la vez. Es asombroso cómo estas niñerías
divierten a la gente.
»Danny pasó el día recorriendo el museo como cualquier turista decidido a
aprovecharse del valor de la entrada. Pero a la hora de cierre no se marchó, sino
que se escondió en una de las galerías no abiertas al público, donde estaban
disponiendo una reconstrucción del período del último canal, que por falta de
dinero no habían terminado. Danny se quedó allí hasta medianoche, por si todavía
había en el edificio algún investigador entusiasta. Luego abandonó el escondite y
puso manos a la obra.
- Un momento - le interrumpí -. ¿Y el vigilante nocturno?
- ¡Mi querido amigo! En Marte no existen esos lujos. Ni siquiera hay señal de
alarma en el museo porque, ¿quién quiere robar trozos de piedra? Cierto, la Diosa
estaba encerrada en una vitrina de metal y cristal, por si algún cazador de
recuerdos se entusiasmaba con ella. Pero aun en el caso de ser robada, el ladrón
no podría ocultarla en ninguna parte, y, claro está, todo el tráfico de entrada y
salida de Marte será registrado.
Esto era exacto. Yo había pensado en términos de la Tierra, olvidando que cada
ciudad de Marte es un pequeño mundo cerrado por debajo del campo de fuerzas
que la protege del casi vacío congelador. Más allá de las protecciones electrónicas
existe sólo el vacío altamente hostil del exterior marciano, donde un hombre sin
protección moriría en pocos segundos. Y esto facilita las leyes de seguridad.
- Danny poseía una serie de herramientas excelentes, tan especializadas como las
de un relojero. La principal era una microsierra no mayor que un soldador, con una
hoja sumamente delgada, impulsada a un millón de ciclos por segundo, gracias a
un motor ultrasónico. Cortaba el cristal o el metal como mantequilla... y sólo
dejaba el corte del espesor de un cabello. Lo importante para Danny era no dejar
rastro de su labor.
»Ya habrán adivinado cómo pensaba operar. Cortaría la base de la vitrina y
sustituiría el original por una de las copias de la Diosa. Tal vez transcurriesen un
par de años antes de que un experto descubriera la verdad, y entonces el original
ya estaría en la Tierra, disimulado como una copia, con un certificado de
autenticidad. Listo, ¿eh?
»Debió ser algo espantoso trabajar en aquella galería a oscuras, con todos
aquellos pedruscos de millones de años de antigüedad, todos aquellos
inexplicables artefactos a su alrededor. En la Tierra, un museo ya es bastante
siniestro de noche, pero... es humano. Y la Galería Tres, donde está la Diosa,
resulta especialmente inquietante. Está llena de bajorrelieves con animales
increíbles luchando entre sí; parecen avispas gigantes, y la mayoría de
paleontólogos niegan que hayan existido alguna vez. Pero, imaginarios o no,
pertenecieron a este mundo, y no trastornaron tanto a Danny como la Diosa, que
le miraba a través de las edades, desafiándole a que explicara la presencia de ella
allí. Y esto le daba escalofríos. ¿Cómo lo sé? El me lo confesó.
»Danny empezó a trabajar con la vitrina con el mismo cuidado con que un
diamantista se dispone a cortar una gema. Tardó casi toda la noche en rajar la
trampilla, y amanecía cuando descansó, guardándose la microsierra. Aún faltaba
mucho que hacer, pero la parte más penosa había terminado. Colocar la copia en
la vitrina, comprobar su aspecto con las fotos que llevaba consigo y ocultar todas
las huellas le ocuparía gran parte del domingo, pero esto no lo inquietaba en
absoluto. Le quedaban otras veinticuatro horas y recibiría con agrado la llegada de
los primeros visitantes del lunes, momento en que podría mezclarse con ellos y
salir de allí.
»Fue un tremendo golpe para su sistema nervioso, por tanto, cuando a las ocho y
media abrieron las enormes puertas y el personal del museo, ocho en total, se
dispusieron a iniciar el día de trabajo. Danny corrió hacia la salida de emergencia,
abandonándolo todo: herramientas, la Diosa... todo.
»Y se llevó otra enorme sorpresa al verse en la calle; a aquella hora debía estar
completamente desierta, con todo el mundo en casa leyendo los periódicos
dominicales. Pero he aquí que los habitantes de Meridiano Este se encaminaban
hacia las fábricas y oficinas, como en cualquier día normal de trabajo.
»Cuando el pobre Danny llegó al hotel ya le aguardábamos. No hacía falta ser un
lince para comprender que sólo un visitante de la Tierra, y uno muy reciente había
pasado por alto el hecho que constituye la fama de la Ciudad del Meridiano. Y
supongo que ustedes ya lo habrán adivinado.
- Sinceramente, no - objeté -. No es posible visitar todo Marte en seis semanas, y
nunca pasé del Syrtis Mayor.
- Pues es sumamente sencillo, aunque no podemos censurar excesivamente a
Danny, puesto que incluso los habitantes del planeta caen ocasionalmente en la
misma trampa. Es una cosa que no nos preocupa en la Tierra, donde hemos
solucionado el problema con el océano Pacífico. Pero Marte, claro está, carece de
mares; y esto significa que alguien se ve obligado a vivir en la Línea de Fecha
Internacional...
»Danny planeó el robo desde Meridiano Oeste... Y allí era domingo, claro... y
seguía siendo domingo cuando lo atrapamos en el hotel. Pero en el Meridiano
Este, a menos de un kilómetro de distancia, sólo era sábado. ¡El pequeño cruce
del parque era toda la diferencia! Repito que fue mala suerte.
Hubo un largo momento de silencio.
- ¿Cuánto le largaron? - inquirí al fin.
- Tres años - repuso el inspector.
- No es mucho.
- Años de Marte..., casi seis de los nuestros. Y una multa que, por exacta
coincidencia, es exactamente el precio del billete de regreso a la Tierra.
Naturalmente, no está en la cárcel... pues en Marte no pueden permitirse tales
gastos. Danny tiene que trabajar para vivir, bajo una vigilancia discreta. Les dije
que el museo no podía pagar a un vigilante nocturno, ¿verdad? Bien, ahora tiene
uno. ¿Adivinan quién?
- ¡Todos los pasajeros dispónganse a subir a bordo dentro de diez minutos! ¡Por
favor, recojan sus maletas! - ordenó el altavoz.
Cuando empezamos a avanzar hacia la puerta, me vi impulsado a formular otra
pregunta:
- ¿Y la persona que contrató a Danny? Debía respaldarle mucho dinero. ¿Le
atraparon?
- Aún no; la persona, o personas, han borrado las huellas completamente, y creo
que Danny dijo la verdad al declarar que no podía darnos ninguna pista. Bien, ya
no es mi caso. Como dije, regreso al Yard. Pero un policía siempre tiene los ojos
bien abiertos... como un experto en arte, ¿eh, señor Maccar? Oh, parece haberse
puesto un poco verde en torno a las branquias. Tómese una de sus tabletas contra
el mareo espacial.
- No, gracias - repuso el señor Maccar -, estoy muy bien.
Su tono era desabrido; la temperatura social parecía haber descendido por debajo
de cero en los últimos minutos. Miré al señor Maccar y al inspector. Y de pronto
comprendí que la travesía sería muy interesante.

Masa Crítica Arthur C. Clarke




Masa Crítica
Arthur C. Clarke


-¿Os he hablado - dijo Harry Purvis en tono humilde- de aquella vez que evité la
evacuación del sur de Inglaterra?
- No - respondió Charles Willis- o, si lo hiciste, me quedé dormido.
- Bueno, os lo contaré - continuó Harry cuando vio que se habían reunido
suficiente número de personas como para formar un auditorio respetable -. Ocurrió
hace dos años en la Fundación de Investigaciones Atómicas, cerca de Clobham.
Todos la conoceréis, supongo. Pero no creo haber mencionado que trabajé allí
durante algún tiempo, en una misión especial de la que no puedo hablar.
-¡Hombre, qué novedad! -dijo John Wyndham, sin obtener el menor resultado.
- Era un sábado por la tarde -prosiguió Harry-. Un día maraviIloso al final de la
primavera. Nos hallábamos unos seis científicos en el bar "El Cisne Negro", y las
ventanas estaban abiertas, por lo que podíamos ver las laderas de la colina de
Clobham y, más allá, a unas treinta millas de distancia, Upchester. Había tanta luz
que podíamos divisar las agujas de la catedral de Upchester en el horizonte. No
podía pedirse un día más espléndido.
El personal de la Fundación se llevaba muy bien con los clientes habituales del
bar, aunque en un principio no parecían muy contentos de tenernos tan cerca.
Aparte de la naturaleza de nuestro trabajo, creían que los científicos formamos
una raza diferente, sin necesidades humanas. Tras ganarles a los dardos un par
de veces, e invitarles unas copas, cambiaron de opinión. Pero siempre nos
estaban tomando el pelo, preguntándonos qué nueva explosión preparábamos.
Aquella tarde deberíamos haber estado presentes más científicos, pero en la
División de Radioisótopos tenían un trabajo urgente, por lo que nos
encontrábamos en inferioridad de condiciones. Stanley Charnbers, el dueño, notó
la ausencia de algunas caras conocidas.
"¿Qué les ha pasado a sus compañeros?", preguntó a mi jefe, el doctor French.
"Están trabajando en casa", contestó French. Llamábamos "casa" a la Fundación
para que pareciera más familiar y menos aterradora. "'Teníamos que terminar
unas cosillas a toda prisa. Vendrán más tarde."
"Unos de estos días", dijo Stan con seriedad, "usted y sus amigos van a dejar
escapar algo que no podrán volver a encerrar. Y entonces, ¿a dónde iremos a
parar nosotros?''
"Por lo menos, a la Luna", contestó el doctor French. :Mucho me temo que fuera
una respuesta un tanto irresponsable, pero siempre pierde la paciencia con
preguntas tan tontas como aquélla.
Stan Chambers miró por encima de su hombro, como midiendo la distancia que le
separaba de Globham.
Creo que estaba calculando si tendría tiempo de llegar al sótano, o si merecería la
pena intentarlo.
"Acerca de esos... isótopos que envían a los hospitales", dijo alguien con
precaución. "Estuve en el hospital de Santo Tomás la semana pasada, y vi cómo
los transportaban en una caja de seguridad, que debía pesar una tonelada. :Me
dio escalofrío pensar lo que ocurriría si se les escapaba de las manos."
"Calculamos el otro día", dijo el doctor French, visiblemente molesto por la
interrupción de su juego de dardos, "que había suficiente uranio en Clobham como
para hacer explotar el Mar del Norte."
Fue una tontería que dijera eso, porque además no es verdad. Pero no podía
regañar a mi propio jefe, ¿no?
El hombre que había hecho estas preguntas estaba sentado en el hueco bajo la
ventana; observé que miraba en dirección a la carretera con expresión
preocupada.
"Lo transportan en camiones desde la Fundación ¿verdad?" preguntó impaciente.
"Sí; algunos isótopos duran muy poco, por lo que tienen que llegar a su destino
rápidamente."
"Mire, al pie de la colina hay un camión que parece tener dificultades. ¿Es uno de
los suyos?"
El lugar en el que estaba el tablero de dardos quedó desierto porque todos se
precipitaron a la ventana. Cuando pude asomarme, vi un camión grande, lleno de
embalajes, bajando la colina a toda velocidad a una distancia aproximada de un
cuarto de milla. De vez en cuando rebotaba contra el seto; era evidente que los
frenos habían fallado y el conductor había perdido el control. Por suerte no se
acercaba ningún coche en dirección contraria; de otro modo, no se habría podido
evitar un accidente. Sin embargo, parecía más que probable que aún ocurriera.
Entonces el camión llegó a una curva, se salió de la carretera y atravesó el seto.
Fue dando bandazos durante cincuenta yardas disminuyendo la velocidad y
traqueteando violentamente sobre el áspero terreno. Casi se había parado cuando
se topó con una zanja y, lentamente volcó sobre un flanco. Segundos más tarde
pudimos escuchar un sonido de madera resquebrajándose, producido por los
embalajes al caer al suelo.
"Se acabó", dijo alguien con un suspiro de alivio. "Hizo bien en desviarse hacia el
seto. Supongo que el conductor se encontrará aturdido, pero no herido."
A continuación vimos algo asombroso. Se abrió la puerta de la cabina, y el
conductor saltó al suelo. Incluso desde tal distancia, podíamos darnos cuenta de
que estaba muy agitado, aunque dadas las circunstancias, nos pareció lo más
natural del mundo. Pero, contrariamente a lo que esperábamos, no se sentó para
tranquilizarse. Por el contrario, echó a correr a través del descampado, como alma
que lleva el diablo.
Lo contemplamos con la boca abierta y con cierta aprensión mientras se alejaba
colina abajo. Se produjo un silencio lúgubre en el bar, sólo interrumpido por el tictac
del reloj que Stan mantenía adelan- tado exactamente diez minutos. Entonces,
alguien dijo: "¿Creéis que hacemos bien quedándonos aquí? Quiero decir...
estamos a sólo media milla..."
La gente empezó a alejarse con indecisión de la ventana. El doctor French emitió
una risita nerviosa.
"No sabemos si es uno de nuestros camiones", dijo. "Además, les estaba tomando
el pelo hace un momento. Es totalmente imposible que los isótopos exploten.
Tendrá miedo de que se incendie el depósito de gasolina."
"¡Ah!. ¿si?" intervino Stan. "Y entonces ¿por qué sigue corriendo? Ya casi ha
bajado la colina.
"¡ Ya sé! " exclamó Charlie Evans, de la Sección de Instrumental. "Transporta
explosivos y pensará que van a estallar.
Yo tenía que desmentir aquello. "No hay ningún signo de incendio, así que, ¿por
qué se preocupa? Y si transportara explosivos, llevaría una bandera roja o algo
así."
"Espere un momento", dijo Stan. "Voy a buscar unos prismáticos."
Nadie se movió hasta que volvió con ellos; nadie, excepto aquella figurita en la
falda de la colina, que para entonces ya había desaparecido entre los árboles sin
disminuir la velocidad.
Stan estuvo mirando con los prismáticos durante una eternidad. A1 final, los bajó
con un gruñido de desilusión...
"No se ve mucho" dijo "El camión está en mala posición. Las cajas se han
desperdigado por todas partes... algunas se han roto. A ver , qué le parece a
usted."
French miró duramente un largo rato, y después me pasó los prismáticos. Eran de
un modelo muy anticuado y no servían para mucho. Por un momento me pareció
que las cajas estaban rodeadas de una extraña bruma, pero pensé que aquello no
tenía sentido. Lo atribuí a la mala calidad de las lentes.
Y ahí se habría acabado el asunto si no hubieran aparecido dos ciclistas. Subían
la colina con visible esfuerzo en un tándem y, cuando Ilegaron a la brecha del
seto, desmontaron rápidamente para ver lo que ocurría. El camión era visible
desde la carretera, y se dirigieron hacia él cogidos de la mano. La chica parecía
indecisa, y el hombre le decía que no se preocupara. Podíamos imaginar su
conversación; era un espectáculo enternecedor.
No duró mucho. Llegaron a unas cuantas yardas del camión... y salieron corriendo
a gran velocidad en direcciones opuestas. Ninguno de los dos se volvió para mirar
al otro, y observé que corrían de una forma muy peculiar.
Stan, que había recuperado los prismáticos, los bajó con manos temblorosas.
" ¡A los coches! ", gritó.
"Pero..." empezó a decir el doctor French.
Stan le hizo callar con una mirada. " Malditos científicos!'', dijo, i al tiempo que
cerraba la caja (incluso en un momento como aquél no olvidaba su deber). "Ya
sabía yo que esto pasaría tarde o temprano."
Y segundos más tarde, había desaparecido, así como la mayoría de sus clientes.
No se detuvieron ni para preguntarnos si queríamos ir con ellos.
"¡ Esto es ridículo! ", exclamó French. "Antes de que sepamos de que se trata,
esos imbéciles habrán provocado tal pánico que será difícil poner remedio. "
Sabía lo que quería decir. Alguien se lo diría a la policía; desviarían los coches
que viajaran en dirección a Clobham; las líneas telefónicas quedarían bloqueadas
con cientos de llamadas... sería como el horror de "La guerra de los mundos" de
Orson Welles en 1938.
Quizá penséis que estoy exagerando, pero nunca debe subestimarse el poder del
pánico. Y, recordad que la gente tenía miedo de la Fundación y casi esperaba que
ocurriera algo así.
Incluso no me importa deciros que, por entonces, nosotros mismos empezábamos
a sentirnos incómodos.
Eramos incapaces de comprender lo que ocurría en el camión volcado, y no hay
nada que un científico deteste más que no saber a que atenerse.
Mientras tanto, me había apoderado de los prismáticos de Stan y estudiaba la
situación detenidamente. Una teoría empezó a formarse en mi mente. Había un...
halo sobre las cajas. Seguí mirando hasta que los ojos empezaron a escocerme, y
le dije al doctor French: "Creo que ya sé de qué se trata. ¿Por qué no telefonea a
la oficina de Correos de Clobham para tratar de anticiparse a Stan e impedir que
extienda cualquier rumor, si es que ya ha llegado allí? Diga que todo está bajo
control, que no hay nada de qué preocuparse. Mientras usted hace eso, yo voy a
acercarme al camión para comprobar mi teoría."
Debo decir que nadie se ofreció a acompañarme. Aunque empecé a andar con
mucha confianza, al cabo de un rato me sentía un poco menos seguro de mí
mismo. Recordé un incidente que siempre me ha parecido una de las bromas más
irónicas de la historia, y empecé a preguntarme si no estaría ocurriendo algo
parecido. Había una vez una isla volcánica en el Lejano Este, con una población
de cincuenta mil habitantes. Nadie se preocupaba por el volcán, que había permanecido
inactivo durante cien años. Pero un día empezaron las erupciones. Al
principio eran pequeñas, pero su intensidad aumentó en cuestión de horas.
Cundió el pánico, y la gente intentó apiñarse en los pocos botes disponibles para
alcanzar el continente.
Pero se encontraba al frente de la isla un comandante que estaba decidido a
mantener el orden a toda costa.
Publicó proclamas asegurando que no existía peligro alguno, y envió tropas a que
ocupasen los barcos para que no hubiera pérdida de vidas en los intentos de
abandonar la isla en embarcaciones sobrecargadas. Su personalidad era tan
fuerte, y su valor tan ejemplar, que consiguió calmar a la multitud, y aquellos que
intentaban escapar volvieron avergonzados a sus casas y se sentaron a esperar
que se restableciera la normalidad. Cuando el volcán voló por los aires un par de
horas más tarde, llevándose consigo la isla entera, no quedó ni un solo
superviviente...
Al llegar al camión, me vi a mí mismo desempeñando un papel similar a aquel
comandante. Después de todo, a veces es muy aconsejable quedarse y encarar el
peligro, pero otras, lo más sensato es poner pies en polvorosa. Pero ya era
demasiado tarde para volver, y, hasta cierto punto, estaba seguro de la certeza de
mi teoría.
- No sigas - interrumpió George Whitley, que siempre que podía intentaba
estropear los relatos de Harry -. Era gas.
A Harry no pareció molestarle en absoluto que se le adelantaran.
-Es una sugerencia muy ingeniosa. Yo también lo pensé, lo que demuestra que,
de vez en cuando, todos pecamos de tontos.
Había llegado a unos cincuenta pies del camión cuando me paré en seco y, a
pesar de ser un día cálido, un escalofrío muy desagradable me recorrió la espina
dorsal. Porque tenía ante mis ojos algo que hacía añicos mi teoría del gas, sin
dejar nada en su lugar.
Una masa negra y movediza se retorcía sobre la superficie de una de las cajas.
Por un momento quise creer que se trataba de un líquido oscuro que rezumaba de
un recipiente roto. Pero es una propiedad muy característica de los líquidos el no
poder desafiar a la gravedad. Aquello sí podía y, además, estaba vivo. Desde
donde me encontraba parecía el pseudópodo de una amiba gigante cambiando de
forma y grosor, y se movía hacia adelante y hacia atrás sobre el borde de una caja
rota.
En pocos segundos acudieron a mi mente todo tipo de fantasías propias de Edgar
Allan Poe. Pero recordé mi deber como ciudadano y mi dignidad de científico. Me
dirigí hacia aquello, aunque sin demasiada prisa. '
Olfateé con cautela, como si la teoría del gas aún estuviera en mi mente. Pero
fueron mis oídos y no mi olfato, quienes me dieron la respuesta, cuando me rodeó
aquella masa siniestra y escurridiza. Había escuchado aquel sonido millones de
veces, pero nunca con tanta intensidad como entonces. Me senté -a cierta
distancia- y empecé a reír hasta no poder más. Después me levanté y me dirigí al
bar.
"Y bien", dijo el doctor French con ansiedad, "¿de qué se trata? Stan está
esperando al teléfono; le pillamos en la encrucijada. Pero no volverá hasta que le
digamos lo que ocurre."
"Dígale a Stan", contesté, "que envíe al apicultor del pueblo, y que él también
venga. Va a tener mucho trabajo."
"¿A quién?" preguntó French. Abrió la boca con asombro. " ¡Dios mío! No me diga
que... '
"Exactamente", contesté mientras inspeccionaba tras la barra, por si acaso Stan
tenía escondida alguna botella interesante. "Empiezan a tranquilizarse, pero me
imagino que aún están muy fastidiadas. No las conté, pero debe haber medio
millón de abejas ahí abajo intentando volver a sus colmenas rotas."

No Habrá Otro Mañana Arthur C. Clarke


No Habrá Otro Mañana
Arthur C. Clarke


¡Esto es terrible! - exclamó el Científico Supremo -. ¡Seguramente podremos hacer
algo!
- Sí, Su Conocimiento, pero será sumamente difícil. El planeta se halla a más de
quinientos años luz, y es difícil mantener el contacto. Sin embargo, creemos poder
establecer una cabeza de puente. Por desgracia, no es éste el único problema.
Hasta ahora no hemos logrado comunicarnos con seres. Sus poderes telepáticos
son sumamente rudimentarios... tal vez inexistentes. Y si no podemos hablar con
ellos, no podremos ayudarles.
Hubo un largo silencio mental mientras el Científico Supremo analizaba la
situación y llegaba, como siempre, a la respuesta correcta.
- Una raza inteligente ha de poseer algunos individuos telepáticos - murmuró -.
Tendremos que enviar a cientos de observadores, sintonizados para captar el
primer atisbo de pensamiento, Cuando hallen una sola mente sintonizada, que
concentren en ella todos sus esfuerzos. Hemos de transmitirles nuestro mensaje.
- Muy bien, Su Conocimiento. Así se hará.
Al otro lado del abismo, al otro lado del golfo que la misma luz tardaba quinientos
años en cruzar, los intelectos inquisitivos del planeta Taar extendieron sus
tentáculos del pensamiento, buscando desesperadamente a un solo ser humano
cuya mente pudiera percibir su presencia. Y, afortunadamente, encontraron a
William Cross.
Al menos, en el primer momento lo consideraron una suerte, aunque después ya
no estuvieron tan seguros. De todos modos, no les quedaba otra elección. La
combinación de circunstancias que abrieron la mente de Bill a ellos sólo duró unos
segundos, y no es fácil que vuelvan a ocurrir en este lado de la eternidad.
El milagro constó de tres ingredientes, y es difícil decir si uno fue más importante
que el otro. El primero fue el accidente de posición. Un frasco lleno de agua, al
incidir encima la luz del sol, puede convertirse en una lente tosca, concentrando la
luz en una pequeña zona. A escala muchísimo mayor, el núcleo denso de la Tierra
hacía converger las oleadas procedentes de Taar. En la forma ordinaria, la
radiación del pensamiento no queda afectada por la materia, ya que aquella pasa
a su través con la misma facilidad con que la luz atraviesa el cristal. Pero en un
planeta hay mucha materia, y toda la Tierra actuó como una lente gigantesca. Al
parecer, esto situó a Bill en su foco, allí donde los débiles impulsos mentales de
Taar se concentraban a centenares.
No obstante, otros millones de hombres estaban igualmente bien situados, pero no
recibieron ningún mensaje. Claro que no eran ingenieros de cohetes ni habían
pasado años pensando y soñando con el espacio, hasta formar esta idea parte de
su propio ser.
Ni estaban, como Bill, totalmente borrachos, vacilando ya en el último borde de la
conciencia, tratando de escapar de la realidad a un mundo de ensueños donde no
existiesen desalientos ni fracasos.
Naturalmente, comprendía la opinión del Ejército. - A usted le pagan, doctor Cross
- había señalado el general Potter con un énfasis inútil -, para planear cohetes,
no... ah... naves espaciales. Haga lo que quiera en sus horas libres, pero he de
rogarle que no utilice los instrumentos de nuestro establecimiento para sus
caprichos. A partir de ahora, yo mismo comprobaré todos los proyectos de la
sección de cálculo. Nada más.
Naturalmente, no podían despedirle; era demasiado importante. Pero él no estaba
seguro de querer quedarse. En realidad, no estaba seguro de nada, salvo del
trabajo que le habían asignado y de que Brenda se había largado definitivamente
con Johnny Gardner... para poner los sucesos en su orden de importancia.
Tambaleándose ligeramente, Bill apoyó la barbilla entre sus manos y miró la pared
de ladrillos encalados al otro lado de la mesa. El único intento de adorno era un
calendario de la Lockheed, y una foto seis por ocho de un aerojet mostrando el
«Li'l Abner Mark I» efectuando un atrevido despegue. Bill miraba tristemente el
espacio comprendido entre ambos adornos y vació su mente de todo
pensamiento. Las barreras cayeron...
En aquel momento, los intelectos de Taar lanzaron un inaudible grito de triunfo, y
el muro que Bill tenía delante se disolvió lentamente en una arremolinada niebla. A
Bill le pareció estar mirando dentro de un túnel que se alargaba hasta el infinito. Y
esto es lo que hacía en realidad.
Bill estudió el fenómeno con escaso interés. Era una novedad, aunque no llegaba
a la altura de alucinaciones anteriores. Y cuando la voz empezó a hablar en su
mente, resonó algún tiempo antes de que entendiera algo. Incluso bebido, Bill
poseía un prejuicio anticuado respecto a conversar consigo mismo.
- Bill - murmuró la voz -, oye atentamente. Tenemos grandes dificultades para
contactar con vosotros y esto es extremadamente importante.
Bill dudaba de esta declaración sobre principios generales. No hay nada
tremendamente importante.
- Te hablamos desde un planeta muy distante - prosiguió la voz en tono amistoso -
. Tú eres el único ser humano con el que hemos logrado entrar en contacto, de
modo que has de comprender lo que decimos.
Bill se sintió algo inquieto, aunque de manera impersonal, puesto que ahora la
resultaba más difícil concentrarse en sus propios problemas. A veces uno está
muy grave si empieza a oír voces. Bueno, era mejor no excitarse. «Doctor Cross,
se dijo, puedes tomarlo o dejarlo. Lo tomaré hasta que resulte molesto.»
- De acuerdo - repuso con indiferencia -. Adelante, háblame. Aunque sea largo,
siempre que resulte interesante.
Hubo una pausa. Luego, la voz continuó en forma algo preocupada.
- No entendemos. Nuestro mensaje no es sólo interesante. Es vital para toda
vuestra raza y debes notificarlo inmediatamente a tu gobierno.
- Estoy esperando - asintió Bill -. Esto me ayuda a pasar el tiempo.
A quinientos años luz de distancia, los taars conferenciaron apresuradamente
entre sí. Parecía pasar algo intempestivo, pero ignoraban exactamente qué era.
No había duda de que habían establecido contacto, más no era ésta la reacción
que esperaban. Bien no tenían más remedio que proseguir y esperar mejor.
- Escucha, Bill. Nuestros científicos han descubierto que vuestro sol está a punto
de estallar. Esto sucederá dentro de tres días a partir de hoy... dentro de setenta y
cuatro horas, para ser exactos. Nada puede impedirlo. Pero no tenéis que
alarmaros. Nosotros podemos salvaros, si hacéis lo que diremos.
- Adelante - repitió Bill.
La alucinación era ingeniosa.
- Podemos crear lo que se llama un puente... una especie de túnel a través del
espacio, como éste por el que ahora miras. Es difícil explicar una teoría tan
complicada, incluso para uno de tus matemáticos.
- ¡Un momento! - protestó Bill -. Yo soy matemático, terriblemente bueno, incluso
cuando estoy sereno. Y he leído todas estas cosas en las revistas de ciencia
ficción. Supongo que te refieres a cierta clase de atajo a través de una dimensión
más elevada del espacio. Esto ya era viejo, en la época anterior a Einstein.
En la mente de Bill se introdujo una sensación de enorme sorpresa.
- No sabíamos que estuvierais tan avanzados científicamente - respondieron los
taars -. Pero ahora no hay tiempo para discutir esa teoría. Sólo esto importa: si te
introdujeses por la abertura que hay delante de ti, instantáneamente te hallarías en
otro planeta. Como dijiste, es un atajo, en este caso, a través de la dimensión
treinta y siete.
- ¿Y esto conduce a vuestro mundo?
- Oh, no, no podrías vivir aquí. Pero en el universo hay muchos planetas como la
Tierra, y hemos hallado el que os conviene. Estableceremos cabezas de puente
como ésta en toda la Tierra, de modo que la gente sólo tendrá que entrar en ellas
para salvarte. Claro está, tendrán que volver a forjar una civilización en su nueva
patria, pero ésta es su única esperanza. Tienes que transmitir este mensaje y
decirles qué han de hacer.
- Ya les veo escuchándome - rezongó Bill -. ¿Por qué no habláis vosotros con el
Presidente?
- Porque sólo hemos podido entrar en contacto con tu mente. Las otras están
cerradas para nosotros; aunque no entendemos por qué.
- Yo podría contároslo - repuso Bill mirando la botella vacía que tenía delante.
Ciertamente, valía lo que costaba. ¡Qué notable era la mente humana!
Naturalmente el diálogo no era original, y era fácil ver de dónde procedía la idea.
La semana anterior había leído un relato sobre el fin del mundo, y todos estos
pensamientos respecto a puentes y túneles a través del espacio era sólo una
compensación para todo aquel que llevaba cinco años luchando con los
recalcitrantes cohetes.
- Si el sol estalla - preguntó Bill bruscamente, tratando de pillar por sorpresa a su
alucinación -, ¿qué sucederá?
- Vuestro planeta se fundirá instantáneamente. En realidad, todos los planetas
hasta Júpiter.
Bill tuvo que admitir que ésta era una concepción grandiosa. Dejó que su cerebro
jugara con la idea y cuanto más la consideraba, más le gustaba.
- Mi querida alucinación - observó piadosamente -, si te creyese, ¿sabes qué
diría?
- Tienes que creernos - fue el grito desesperado a través de quinientos años luz.
Bill ignoró el grito. Estaba gozando con el tema.
- Te diré una cosa. Sería lo mejor que podría ocurrir. Sí, ahorraría muchos
pesares. Nadie tendría que preocuparse por los rusos, la bomba atómica o el
elevado índice de la vida. ¡Oh, sería maravilloso! Es justamente lo que todos
anhelan. Gracias por habérnoslo dicho, y ahora vuélvete a casita y llévate ese
puente.
En Taar reinó la consternación. El cerebro del Científico Supremo, flotando como
una gran masa en su tanque de solución nutritiva, amarilleó ligeramente por los
bordes... cosa que no había ocurrido desde la invasión Xantil, cinco mil años atrás.
Al menos quince psicólogos sufrieron desquiciamientos nerviosos, y jamás se
recuperaron. La principal computadora de la Facultad de Cosmofísica empezó a
dividir cada número de sus circuitos de memoria por cero, y no tardó en estropear
todos sus fusibles.
Y en la Tierra, Bill Cross exponía sus puntos de vista.
- Mírame - decía apuntando su pecho con un dedo vacilante -. He pasado muchos
años intentando construir cohetes que fuesen útiles para algo, y ahora me dicen
que sólo puedo diseñar proyectiles dirigidos, a fin de poder destruimos unos a
otros. El Sol podrá, entonces, hacerlo mejor y más de prisa, y si nos entregaras
otro planeta, volveríamos a empezar con el mismo afán destructor.
Hizo una triste pausa, acariciando sus morbosos pensamientos.
- Y Brenda se ha marchado de la ciudad sin dejarme ni una nota. De modo que
has de perdonar mi falta de entusiasma por tu amable oferta.
Bill comprendió que no podía pronunciar la palabra «entusiasmo» en voz alta.
Pero aún podía pensarla, lo cual era un interesante descubrimiento científico. A
medida que se emborrachara tal vez sólo acertase a pensar palabras
monosílabos.
En un intento final, los taars enviaron sus pensamientos por el túnel formado entre
las estrellas.
- ¡No puedes hablar en serio, Bill! ¿Todos los seres humanos son como tú?
Vaya, una pregunta filosófica muy interesante Bill la consideró atentamente... o al
menos con la atención de que era capaz en vista del cálido y rosado resplandor
que empezaba a envolverle. Al fin y al cabo, las cosas podrían ser peores. Podía
hallar un nuevo empleo, aunque sólo fuese por el placer de decirle al general
Potter lo que podía hacer con sus tres estrellas. Y en cuanto a Brenda... bueno,
las mujeres eran como los tranvías: cada minuto pasa uno.
Pero lo mejor era que había una segunda botella de whisky en el cajón de
MÁXIMO SECRETO. ¡Oh, maravilloso día! Se puso en pie con dificultad y se
tambaleó por la habitación.
Por última vez, los intelectos de Taar se comunicaron con la Tierra.
- ¡Bill! ¡Todos los seres humanos no pueden ser como tú!
Bill se volvió hacia el túnel del tiempo. Era extraño... parecía iluminado por puntos
estrellados... era realmente magnífico. Se sintió orgulloso de sí mismo; pocas
persona podían imaginar tal cosa.
- ¿Como yo? - repitió -. No, no lo son.
Sonrió a través de los años luz, al tiempo que la marea creciente de euforia
apagaba su desaliento.
Pensándolo bien - añadió -, hay muchos individuos mucho peores que yo. Sí, creo
que, a pesar de todo, yo aún soy uno de los felices.
Parpadeó levemente sorprendido, ya que el túnel acababa de replegarse sobre sí
mismo y allí estaba de nuevo la pared encalada, exactamente igual que siempre.
Los taars sabían que estaban derrotados. - Adiós, alucinación - musitó Bill -.
Veamos cómo será la próxima.
En realidad, no hubo ninguna más porque cinco segundos más tarde perdió el
conocimiento, mientras estaba marcando la combinación del cajón del archivo.
Los dos días siguientes resultaron vagos e inyectados en sangre, y Bill olvidó todo
lo referente a la alucinación.
Al tercer día algo empezó a atosigarse la mente, y hubiera recordado la
advertencia de los taars de no haber vuelto Brenda, pidiéndole perdón.
Naturalmente, no hubo un cuarto día.

Refugiado Arthur C. Clarke


Refugiado
Arthur C. Clarke


La presente historia fue escrita en 1954, y no pretendo que no haya ningún
parecido con algún personaje vivo. Desde que conocí al prototipo del «Príncipe
Henry», en tres ocasiones y más concretamente en la última, aquí en Colombo,
hace sólo unos pocos meses, cuando tuvimos una conversación curiosamente
vinculada a esta historia.
Nuestro primer encuentro fue en una exposición allá por 1958, llamada, con gran
optimismo, «Gran Bretaña en los albores de la Era Espacial». Su alteza real se rió
y comentó con ironía: «Nunca lo logramos, ¿verdad?»
En realidad, no era del todo cierto, dado que, en la actualidad, hay muchos
satélites del Reino Unido en órbita y pronto habrá (por cortesía del U.S. Space
Shuttle) algunos británicos en el espacio. Pero no era eso exactamente en lo que
yo estaba pensando.
Bueno, Isaac Newton «inventó» la gravedad. Tal vez algún día nosotros los
británicos tengamos la fortuna de lograr «desinventarla».
- Cuando venga a bordo - dijo el capitán Saunders mientras esperaba que la
rampa de desembarque quedara en posición -, ¿cómo deberé llamarle?
Hubo un prolongado silencio mientras el oficial de navegación y el ayudante del
piloto se ponían de acuerdo respecto al problema del protocolo
Luego, Mitchell cerró el control principal y todos los mecanismos y circuitos de la
nave quedaron de inmediato en suspenso al cortarles el fluido eléctrico.
- La manera en que uno debe dirigirse a él - y lo pronunció con el mayor cuidado -,
es «Su Alteza Real».
- ¡Bah! - rugió el capitán -. ¡Que me parta un rayo si alguna vez llego a usar una
expresión tan ridícula!
- En estos tiempos de rápidos cambios y exaltación democrática - arguyó
Chambers -, creo que «señor» es más que suficiente. Y no hay necesidad de
preocuparse si uno se olvida. Hace ya mucho tiempo que nadie ha sido enviado a
la Torre por algo de tan poca monta. Además, este Enrique no es un personaje tan
severo como lo fue aquel otro de las muchas esposas.
- Según dicen - agregó Mitchell - parece ser que es un joven muy agradable, y
también instruido. En ciertas ocasiones, ha efectuado preguntas técnicas que han
puesto en aprietos a más de uno.
El capitán Saunders ignoró ese comentario y concluyó que, si el príncipe Enrique
quería saber cómo funcionaba un Generador Compensador de Campo, Mitchell se
lo explicaría sin ninguna dificultad. Se levantó cuidando muy bien sus
movimientos, pues había estado trabajando en condiciones de escasa gravedad
durante el vuelo, y ahora, en la Tierra, le suponía un gran esfuerzo mantener el
equilibrio, y se dirigió al corredor que conducía a la compuerta inferior. Con un
sofocado chasquido metálico, la puerta se abrió suavemente hacia un lado.
Iniciando una sonrisa, se dirigió a las cámaras de televisión y al heredero de la
corona británica.
El hombre que algún día sería Enrique IX de Inglaterra no pasaba aún de los
veinte años. Era de una estatura ligeramente inferior a la de tipo medio; tenía las
facciones delicadas y bien proporcionadas, en total consonancia con lo impuesto
por los cánones genealógicos. El capitán Saunders, que provenía de Dallas, y por
tanto se hallaba poco dispuesto a dejarse impresionar por ningún príncipe, se
encontró de repente impresionado por la tristeza de sus ojos. Eran ojos que ya
habían visto demasiadas recepciones y desfiles, que estuvieron forzados a ser
testigos de innumerables cosas carentes de sentido, que nunca tuvieron la
oportunidad de pasear por lugares que no hubieran sido planificados previamente.
Mirando aquel orgulloso y fatigado rostro, el capitán Saunders vislumbró por
primera vez la extrema soledad de la realeza. Todo su desagrado respecto a esta
institución le pareció de escasa importancia a la vista de su mayor defecto: lo que
realmente consideraba mal en la monarquía era la deslealtad de infligir tal carga
sobre ciertas personas.
Los pasillos del Centaurus eran demasiado estrechos como para permitir una
visión general; pero pronto quedó claro que la novedad del nuevo ambiente no le
incomodaba demasiado.
Y una vez que todos se hubieron acostumbrado a aquellos angostos recintos,
Saunders olvidó sus reservas referentes al trato con el príncipe. Pronto tuvo con él
la misma relación que con cualquier otro visitante. Una de las primeras lecciones
que la realeza debe aprender es cómo lograr que la gente no se encuentre
incómoda en su presencia.
- ¿Sabe una cosa, capitán? - dijo el príncipe con aire pensativo -. Este es un gran
día para nosotros. Siempre esperé que fuera posible que una nave espacial
partiera desde la misma Inglaterra. Sin embargo todavía se nos hace extraño tener
una base propia después de tantos años. Dígame, ¿hace mucho que está usted
vinculado con la propulsión a reacción?
- La verdad es que he hecho algunos cursos sobre ella. No obstante, lo que en
realidad me ha dado el cabal dominio del tema ha sido sin duda la experiencia
práctica de estos últimos años. He tenido la fortuna de que el desarrollo de mis
estudios se haya realizado en el período en que la tecnología espacial estaba en
pleno desarrollo y la propulsión química dejaba ya paso a los nuevos sistemas. En
ese sentido, he tenido suerte. Algunas personas mayores que yo necesitaron
volver a hacer cursos para ponerse al día en el tema, se vieron obligados a
desvincularse de él, al no poder adaptarse a los nuevos sistemas de propulsión.
- ¿Tan grande es la diferencia?
- Por supuesto que sí. El tema de los reactores espaciales es de una enorme
complejidad y entre un sistema y otro hay la misma diferencia que separa la
navegación a vela de la de vapor. Es una analogía que oirá mencionar con
frecuencia. Ha habido toda una épica respecto a los primeros tiempos de la
navegación espacial por medio de combustibles químicos, del mismo modo que la
hubo en los momentos culminantes de los grandes veleros oceánicos. Cuando el
Centaurus despega, por ejemplo, lo hace tan silenciosamente como un globo,
incluso con una aceleración reducidísima que no causa ninguna molestia. En
cambio, el despegue de una gran nave a reacción se oye a muchos kilómetros de
distancia, con gran estruendo, y se produce en medio de una enorme masa de
gases incandescentes. Seguro que lo habrá visto más de una vez en películas de
esa época.
- Oh, sí - respondió el príncipe con una sonrisa -, las he visto muchas veces. Creo
que no me he perdido ninguna de las correspondientes a los inicios de la carrera
espacial. La verdad es que lamenté la desaparición de la navegación a reacción.
De todos modos, nunca habríamos podido tener una base de lanzamiento aquí en
Salisbury Plain con el ruido que se hubiera producido. Hasta es probable que las
mismas construcciones de Stonehenge se hubieran deteriorado.
- ¿Stonehenge? - preguntó Saunders mientras abría una escotilla para permitir el
paso del príncipe a la bodega número tres.
- Sí, sí; el monumento paleolítico cercano a la base. Es con seguridad la
construcción prehistórica mejor conservada. Tiene más de tres mil años. No está a
más de diez kilómetros de aquí. Le recomiendo que lo vea. Lo hallará interesante.
El capitán Saunders ensayó una sonrisa. Curioso país éste. ¿En qué otro lugar
podrían encontrarse contrastes de este tipo? Eso le hacía sentirse inmaduro y un
poco tosco y se veía forzado a reconocer que, por ejemplo, Billy The Kid equivalía
en Estados Unidos a un hecho como la historia antigua en Europa y que sería muy
difícil encontrar en toda Texas algún rastro que excediera los quinientos años. Por
primera vez le pareció creer que estaba entendiendo lo de la tradición. Eso le
otorgaba al príncipe Enrique algo que él nunca había poseído: serenidad y
equilibrio, confianza en sí mismo. Sí, sin duda todo eso. Y una clase de orgullo
desprovisto de arrogancia.
Sorprendía el gran número de preguntas que el príncipe fue capaz de hacer en los
treinta minutos que se habían destinado para ello durante su recorrido por el
carguero. No eran las preguntas rutinarias que la gente suele hacer por simple
cortesía y con escaso interés en las respuestas. Su Alteza Real, el príncipe
Enrique, poseía muy buenos conocimientos de navegación espacial, y el capitán
Saunders estaba agotado cuando volvió al comité de recepción que lo aguardaba
pacientemente fuera del Centaurus.
- Le quedo muy agradecido, capitán - manifestó, estrechándole la mano a la salida
de la nave -. Hacía tiempo que no pasaba un rato tan interesante. Espero que
tenga una agradable estancia en Inglaterra, y un feliz viaje.
Luego, en compañía de su séquito y de los representantes de la base, continuaron
con la visita de otras instalaciones, lo que dio oportunidad al personal de aduanas
para verificar la documentación de la nave.
- Bien - dijo Mitchell -, ¿qué opina del príncipe?
- La verdad es que me ha sorprendido - respondió Saunders con franqueza -.
Jamás me habría dado cuenta de que era un príncipe. Siempre pensé que
formaban parte de un grupo de gente constituido por personas inútiles e
impertinentes. Lo cierto es que conocía los fundamentos del Generador de
Campo. ¿Sabes por casualidad si ha salido alguna vez al espacio?
- Me parece que en una ocasión. Fue como un salto por encima de la atmósfera
en una nave de la Fuerza espacial. Pero no alcanzó la órbita. Regresó antes de
ello... El primer ministro casi tuvo un ataque al corazón. Se produjeron debates en
la Cámara y el Times le dedicó varios editoriales. Todos se hallaban de acuerdo
en que el heredero del trono era demasiado valioso para arriesgarse con estos
nuevos inventos. Por lo tanto, aunque tiene el rango de comodoro en la Real
Fuerza Espacial, nunca ha estado en la Luna.
- ¡Pobre chico...! - exclamó el capitán Saunders.
Tuvo tres días de inactividad, puesto que no era asunto suyo supervisar la carga
de la nave ni las tareas de mantenimiento que se llevaban a cabo antes del vuelo.
Saunders conocía a muchos capitanes que daban vueltas por ahí, respirando
pesadamente encima de los pescuezos de los maquinistas de servicio. Pero él no
era de ese tipo. Además, deseaba ver Londres. Había estado en Marte, en Venus
y en la Luna; pero ésta era su primera visita a Inglaterra. Mitchell y Chambers le
habían proporcionado informaciones útiles y le habían dejado en el monorraíl de
Londres antes de desaparecer para visitar a sus propias familias. Estarían de
regreso en el aeropuerto espacial un día antes que él, a fin de comprobar que todo
se encontraba en orden. Constituía un gran alivio tener unos oficiales en los que
se pudiera confiar por completo. Carecían de imaginación y eran cautelosos, pero
minuciosos hasta el fanatismo. Si decían que todo estaba en orden, Saunders
sabía que podía despegar sin el menor recelo.
El esbelto y alargado cilindro silbó a través del muy cuidado paisaje. Estaba tan
cerca del suelo, y viajaba tan de prisa, que sólo se podía captar una rápida
impresión de las ciudades y campos que destellaban bajo él. Saunders pensó que
todo era tan increíblemente compacto, que parecía hecho a una escala liliputiense.
No había espacios abiertos, ni campos que tuviesen una extensión superior a un
par de kilómetros en cada dirección. Aquello era suficiente para causar
claustrofobia a un tejano, en particular a un tejano que era al mismo tiempo un
piloto espacial.
El bien definido contorno de Londres apareció en el horizonte como el baluarte de
una ciudad amurallada. Con escasas excepciones, los edificios eran muy bajos, tal
vez de quince o veinte pisos. El monorraíl corría a través de un estrecho cañón,
por encima de un parque muy atractivo; y de un río que cabía suponer que era el
Támesis. Luego, se detenía tras una firme y poderosa explosión de
desaceleración. Por un altavoz se oyó una voz tan moderada que parecía tener
miedo a elevarse más de la cuenta: «Hemos llegado a Paddington -dijo-. Los
pasajeros que vayan al Norte sírvanse continuar en sus asientos» Saunders sacó
su equipaje de la redecilla y se encaminó hacia la estación.
Cuando entró en el Metro, pasó ante un quiosco y echó un vistazo a las revistas
que exhibía. La mitad de ellas traían fotos del príncipe Enrique o de otros
miembros de la familia real. Saunders pensó que aquello era demasiado para ser
bueno. También se percató de que todos los periódicos de la tarde mostraban al
príncipe entrando o saliendo del Centaurus. Compró unos ejemplares para leerlos
en el Metro; o, como aquí le llamaban, el Tube.
Los comentarios editoriales tenían un monótono parecido. Al final, se alegraban.
Inglaterra ya no necesitaba ocupar un asiento trasero entre las naciones punteras
en la carrera del espacio. Ahora era posible operar una flota espacial sin tener
millones de kilómetros cuadrados de desierto. Los navíos actuales, silenciosos y
que desafiaban la gravedad, aterrizaban, si era necesario, en el Hyde Park, sin
turbar ni siquiera a los patos que se hallaban en el Serpentín. Saunders encontró
raro que esta clase de patriotismo hubiese logrado sobrevivir en la era espacial;
pero supuso que los británicos se habían sentido bastante mal cuando tuvieron
que alquilar lugares de lanzamiento a los australianos, los estadounidenses y los
rusos.
El Metro de Londres era aún, después de un siglo y medio, el mejor sistema de
transporte del mundo, y dejó a Saunders en su destino, sano y salvo, antes de
diez minutos de haber dejado Paddington. En ese tiempo, el Centaurus podría
haber cubierto setenta y cinco mil kilómetros; pero había que reconocer que el
espacio no estaba tan atestado. Ni las órbitas de los ingenios espaciales eran tan
tortuosas como las calles que Saunders tenía que salvar para llegar a su hotel.
Todos los intentos por hacer un Londres más recto fracasaron de forma
desalentadora; y transcurrió un cuarto de hora antes de que pudiera completar los
últimos cien metros de su viaje.
Se quitó la chaqueta y se dejó caer en la cama. Quedó pensativo. Tres días
tranquilos, y sin obligaciones, para él solo. Parecía demasiado bueno para ser
verdad.
Así fue. Apenas había tenido tiempo para inspirar con fuerza cuando sonó el
teléfono.
- ¿Capitán Saunders? Me alegro mucho de dar con usted. Aquí la «BBC».
Tenemos un programa que se llama, «La ciudad por la noche», y nos hemos
preguntado si..
El estrépito de la puerta de descompresión fue el sonido más dulce que Saunders
había oído durante días. Ahora estaba a salvo; nadie podría llegar hasta él en su
fortaleza blindada, y muy pronto se encontraría en la libertad del espacio. Y no es
que lo hubiesen tratado mal. Por el contrario, se habían portado demasiado bien
con él. Efectuó cuatro (¿o eran cinco?) apariciones en varios programas de
televisión; asistió a más fiestas de las que podía recordar; hizo centenares de
nuevos amigos y, por el estado en que ahora se hallaba, había olvidado a otros
antiguos.
- ¿Quién extendió el rumor - preguntó a Mitchell cuando se encontraron en el
puerto - de que los británicos eran reservados y distantes? Que el cielo me ayude
si tengo que encontrarme con un inglés efusivo.
- Creí que lo habías pasado muy bien - le respondió Mitchell.
- Pregúntamelo mañana - replicó Saunders -. Para entonces ya me habré
reintegrado por completo a mi psique.
- Te vi en el programa de entrevistas de anoche - comentó Chambers -. Parecías
bastante fantasmal.
- Gracias. Ese tipo de simpático aliento es lo que me hace falta. Me gustaría que
pensases en algún sinónimo de «aburrido» después de haber estado en pie hasta
las tres de la madrugada.
- Tedioso - contestó en seguida Chambers.
- Soporífero - agregó Mitchell para no verse superado. - Ganas. Vamos a ver esos
programas de revisiones y comprobemos lo que los maquinistas han hecho.
Una vez sentados ante el pupitre de control, el capitán Saunders volvió con
rapidez a su manera de ser habitual y eficiente. Se encontraba de nuevo en casa y
su entrenamiento había acabado. Sabía muy bien lo que debía hacer y lo hacía
con matemática precisión. Uno a su derecha y otro a su izquierda, Mitchell y
Chambers estaban comprobando sus instrumentos y llamando a la torre de
control.
Tardaron una hora en realizar la elaborada rutina previa al vuelo. Cuando la última
firma se estampó en la última hoja y la última lucecilla roja del panel de
comprobaciones cambió a verde, Saunders se retrepó en su asiento y encendió un
cigarrillo. Tenía diez minutos que consumir antes del despegue.
- Un día - dijo -, voy a llegar a Inglaterra de incógnito para averiguar cuál es la
causa de que ese sitio se conserve. No comprendo cómo se puede amontonar
tanta gente en una isla tan pequeña sin que se hunda.
- Tendrías que ver Holanda - le replicó Chambers -. Hace que Inglaterra parezca
tan extensa como Texas.
- Y también está ese asunto de la familia real. Como ya sabrás, a cualquier sitio
que fuera, todo el mundo me preguntaba qué he hecho con el príncipe Enrique: de
qué hemos hablado, si me parece un tipo interesante... y cosas de ésas. He
llegado a hartarme. No sé cómo habéis podido soportarlo durante un millar de
años.
- No creas que la familia real es tan popular siempre - contestó Mitchell -.
¿Recuerdas lo que le sucedió a Carlos I? Y algunas de las cosas que hemos dicho
acerca de los primeros Jorges son tan rudas como las observaciones que tu gente
hizo después...
- Simplemente, nos gusta la tradición - prosiguió Chambers -. No tememos el
cambio cuando llega el momento; pero, en lo que se refiere a la familia real, verás,
se trata de algo único, y estamos muy orgullosos de ella. Es parecido a lo que tú
sientes respecto a la Estatua de la Libertad.
- No es un ejemplo muy justo. Y no creo que sea correcto poner a unos seres
humanos encima de un pedestal y tratarlos como si fueran... una especie de
pequeños dioses. Por ejemplo, mira al príncipe Enrique. ¿Crees que tiene la
menor posibilidad de hacer las cosas que realmente desea? Lo he visto tres veces
por la tele cuando estuve en Londres. La primera inauguraba una escuela en
alguna parte; la segunda dirigía un discurso a la Venerable Compañía de
Pescaderos, en el Ayuntamiento. Juro que no me invento nada. Y la tercera
soportaba una alocución de bienvenida por parte del alcalde de Podunk, o
cualquier sitio equivalente...
- Wigan - le interrumpió Mitchell.
- Creo que preferiría vivir en una cárcel a llevar esa clase de vida... ¿Por qué no
dejáis en paz al pobre chico?
Por una vez, ni Mitchell ni Chambers acudieron al desafío. Mantuvieron un silencio
glacial.
«Me parece que lo he estropeado» - pensó Saunders -. Debería haber mantenido
la boca cerrada; ahora he herido sus sentimientos. Debería haber recordado aquel
consejo que leí no sé dónde: Los británicos tienen dos religiones, el cricket y la
familia real. Nunca intentes criticar ni una cosa ni la otra.
La pesada pausa se vio interrumpida por la radio y la voz del controlador del
puerto espacial.
- Control a Centaurus. Despejada su pista. Todo listo para el despegue.
- El programa de despegue empieza... ahora... - respondió Saunders, impulsando
el conmutador principal.
Luego, se inclinó hacia atrás, con los ojos fijos en el panel de control y las manos
cerca del tablero, preparadas para una acción instantánea.
Estaba tenso pero muy seguro. Cerebros mejores que el suyo (cerebros de metal
y cristal y destellantes corrientes de electrones) se habían hecho cargo ahora del
Centaurus. Si era necesario, podía tomar el mando; pero, hasta entonces, no se
había ocupado nunca manualmente de una nave ni esperaba tener que hacerlo
jamás. Si el sistema automático fallaba, podría cancelar el despegue y seguir en
Tierra hasta que el fallo se hubiese arreglado.
El campo principal se puso en funcionamiento y el peso disminuyó en Centaurus.
Se produjeron unos gruñidos de protesta por parte del casco de la nave y de su
estructura, mientras los esfuerzos se redistribuían por sí mismos. Los brazos
curvados de la horquilla de aterrizaje no soportaban ya ninguna carga, y la menor
ráfaga de viento podría llevar al carguero por el espacio.
Llamaron de nuevo desde la torre de control.
- Su peso es ahora igual a cero. Compruebe los ajustes.
Saunders contempló los medidores. El empuje del campo era exactamente igual
que el peso de la nave, y las lecturas de los medidores estaban de acuerdo con
los totales de los planes de carga. En ese preciso instante, esta comprobación
hubiese revelado la presencia de un simple polizón a bordo de la nave espacial;
hasta tal punto eran sensibles los calibradores.
- Un millón quinientos sesenta mil cuatrocientos veinte kilogramos - leyó Saunders
en los indicadores de impulso -. Bastante bien, comprobado dentro de una posible
diferencia de quince kilos. La primera vez, sin embargo, estaba un poco por
debajo del peso. Has debido comerte demasiados caramelos de tus rollizas
amigas en Port Lowell, Mitch.
El piloto ayudante le devolvió una retorcida sonrisa. No había tenido nunca en
Marte ninguna cita a ciegas que le hubiese proporcionado la no deseada
reputación de preferir a las rubias monumentales.
No se produjo la menor sensación de movimiento; pero el Centaurus se
encontraba ya deslizándose por el cielo veraniego. Su peso no sólo se había
neutralizado sino que había Ilegado a invertirse. A los observadores que
estuviesen debajo, les daría la impresión de una estrella que se remontase con
suavidad, un globo plateado que trepase a través de las nubes y siguiera luego
más allá. En torno de la nave, el azul de la atmósfera se ahondaba hacia la eterna
oscuridad del espacio. Como un abalorio que se moviese a lo largo de un hilo
invisible, el carguero seguía la pauta de las ondas de radio que lo llevarían de
mundo en mundo.
Este, pensó el capitán Saunders, era su vigésimo sexto despegue de la Tierra.
Pero la capacidad de maravillarse nunca se pierde, ni tampoco la creciente
sensación de poder que proporciona hallarse sentado al panel de control, dueño
de unas fuerzas más allá incluso de los antiguos dioses de la Humanidad. Nunca
había dos partidas iguales. Unas tenían lugar al amanecer; otras hacia el
crepúsculo vespertino. Había veces en que la Tierra tenía los cielos cubiertos. En
otras ocasiones, se salía a través de unos cielos claros y deslumbrantes. El
espacio en sí podía parecer inmutable; pero, en la Tierra, nunca se producía dos
veces la misma situación, y ningún hombre veía dos veces el mismo paisaje o el
mismo firmamento. Abajo, las olas del Atlántico marchaban eternamente hacia
Europa. Por encima de ellas (¡pero muy por debajo del Centaurus!) las brillantes
masas de nubes avanzaban delante de los mismos vientos. Inglaterra comenzó a
emerger en el continente, y la línea de la costa europea se hizo más imprecisa y
neblinosa mientras se hundía más allá de la curva del mundo. En la frontera
oriental, una mancha fugitiva en el horizonte era el primer esbozo de América. Con
una sola mirada, el capitán Saunders podía abarcar todas las leguas por las que
Colón se había esforzado hacía ya mil quinientos años.
Con el silencio de la potencia sin límites, la nave se liberó de las últimas ligaduras
que la unían a la Tierra. Para un observador exterior, el único signo de las
energías que se estaban gastando hubiera radicado en el resplandor rojo de las
aletas, situadas en torno al ecuador de la nave, mientras la pérdida de calor de los
conversores de masa se disipaba en el espacio.
«14:03:45 -escribió nítidamente el capitán Saunders en el cuaderno de
navegación-. Alcanzada la velocidad de escape. Desdeñable la desviación del
rumbo.»
No tenía demasiado interés registrar aquella entrada. Los modestos cuarenta mil
kilómetros por hora que habían sido el objetivo casi inalcanzable de los primeros
astronautas, ya no tenían ningún valor, dado que el Centaurus seguía acelerando
y continuaría durante horas ganando velocidad. Pero aquello poseía una profunda
significación psicológica. Hasta este momento, de haber fracasado la potencia,
hubieran caído de nuevo sobre la Tierra. En cambio, ahora, la gravedad ya no
podía volver a capturarlos, pues habían logrado la libertad del espacio y podrían ir
alcanzando los planetas. Naturalmente, en la práctica habría cosas espantosas
que se deberían pagar en el caso de no llegar a Marte y entregar el cargamento
según lo planeado. Pero el capitán Saunders, al igual que todos los hombres del
espacio, era un romántico. Incluso en un plácido recorrido como éste, soñaba a
veces en la gloria anillada de Saturno o en las sombrías vastedades de Neptuno,
iluminado por los fuegos distantes de un Sol hundido.
Una hora después del despegue, según el solemne ritual, Chambers permitió que
el ordenador del rumbo se hiciese cargo por sus propios mecanismos. Sacó las
tres copas que se encontraban debajo de la mesa de los mapas. Mientras
realizaba el brindis tradicional por Newton, Oberth y Einstein, Saunders se
preguntó cómo se había originado esta pequeña ceremonia.
Las tripulaciones espaciales la habían realizado por lo menos durante sesenta
años; tal vez incluso pudiera rastrearse hasta el legendario ingeniero de cohetes
que realizó la observación:
«He gastado más alcohol en sesenta segundos del que jamás se llegará a vender
en este piojoso bar..»
Dos horas después, había llegado ya al ordenador la última corrección del rumbo,
que las estaciones de seguimiento de la Tierra le suministraban. Desde este
momento hasta que Marte surgiese ante ellos, tendrían que obrar por su cuenta.
Aquél era un pensamiento solitario, pero también curiosamente divertido.
Saunders lo saboreó. Aquí se encontraban sólo ellos tres, y no habría nadie más
en un espacio de millones de kilómetros.
En tales circunstancias, la detonación de una bomba atómica no hubiera sido más
estremecedora que el modesto golpe que se produjo en la puerta de la cabina...
El capitán Saunders no se había visto más desconcertado en toda su vida. Con un
gañido que había surgido de él antes de tener la menor posibilidad de inhibirlo, se
escapó de su asiento y se alzó más de un metro antes de que la gravedad residual
de la nave le arrastrase de nuevo hacia abajo. Chambers y Mitchell se
comportaron con la tradicional flema británica. Se dieron la vuelta en sus asientos
provistos de cinturones, miraron hacia la puerta y aguardaron a que el capitán
tomase las medidas oportunas.
A Saunders le costó varios segundos recuperarse. De haberse visto enfrentado
con lo que se pudiera llamar una emergencia normal, ya se hubiera encontrado a
mitad de camino en un traje espacial. Pero un confiado golpe en la puerta de la
cabina de control, cuando todos los demás tripulantes se encontraban a su lado,
no constituía una prueba lo que se dice muy justa.
Un polizón era algo que resultaba imposible. El peligro había resultado tan obvio
desde el principio de los vuelos espaciales comerciales, que se habían tomado al
respecto las precauciones más severas. Saunders sabía que uno de sus oficiales
había estado siempre de servicio durante las operaciones de carga; nadie hubiera
podido entrar en la nave sin haber sido visto. Luego, tuvo lugar una detallada
inspección antes del vuelo, llevada a cabo tanto por Mitchell como por Chambers.
Finalmente, se llevó a cabo la comprobación de peso en el momento anterior al
despegue, y eso resultaba de lo más concluyente. No, un polizón era algo
totalmente...
El golpe en la puerta se oyó de nuevo. El capitán Saunders cerró los puños y
adelantó el mentón. Pensó que, dentro de unos minutos, algún idiota romántico iba
a sentirlo demasiado...
- Abra la puerta, Mr. Mitchell - gruñó Saunders.
Con un solo paso largo, el piloto ayudante cruzó la cabina y descorrió el pasador.
Durante lo que pareció un tiempo infinito, nadie hablo. Luego, el polizón, ondeando
levemente en aquella baja gravedad, entró en la cabina. Se le veía muy dueño de
sí mismo y también muy complacido.
- Buenas tardes, capitán Saunders - dijo -. Debo presentar mis disculpas por esta
repentina intrusión...
Saunders tragó con fuerza. Luego, mientras las piezas de aquel rompecabezas
iban poniéndose en su lugar, miró primero a Mitchell, luego a Chambers. Ambos
oficiales le respondieron con una mirada cándida y unas expresiones de inefable
inocencia.
- Así que era eso...
No hubo necesidad de más explicaciones. Todo quedaba clarísimo. Era fácil
imaginar las complicadas negociaciones, las reuniones hasta medianoche, las
falsificaciones de antecedentes, la descarga de mercancías no del todo necesarias
que aquellos colegas, en los que confiaba tanto, habían estado llevando a cabo a
sus espaldas. Estaba seguro de que todo aquello constituiría un relato interesante;
pero no deseaba oír nada. Se hallaba demasiado atareado preguntándose qué
tendría que decir el El Manual de la ley espacial respecto a una situación como
aquélla, aunque ya se hallaba lúgubremente seguro de que carecería de la menor
utilidad para él.
Era demasiado tarde para regresar, naturalmente... Los conspiradores no podían
haberse equivocado en unos cálculos de esta especie. Tendría que poner lo mejor
de su parte en lo que parecía iba a ser el viaje más movido de toda su carrera.
Se encontraba todavía tratando de hallar algo que decir cuando la señal de
PRIORIDAD destelló en la consola de la radio. El polizón miró su reloj.
- Estaba esperando eso - manifestó -. Sin duda se trata del primer ministro. Creo
que lo mejor será que hable con ese pobre hombre.
Saunders pensó también lo mismo.
- Muy bien, Su Alteza Real - respondió enfurruñado, con tanto énfasis que sus
palabras parecían casi un insulto.
Luego, sintiéndose muy incómodo, se retiró a un rincón.
En efecto, se trataba del primer ministro, y parecía muy alterado. Varias veces
empleó la frase «el deber que tenéis con nuestro pueblo», y se produjo un extraño
ruido en su garganta mientras añadía algo acerca de la «devoción que vuestros
súbditos tienen a la corona».
Saunders se percató, con algo más de sorpresa, de que sentía lo que estaba
diciendo.
Mientras continuaba aquella arenga, Mitchell se inclinó hacia Saunders y le musitó
algo al oído:
- El viejo tipo sabe que se encuentra en una mala situación. El pueblo apoyará al
príncipe en cuanto se entere de lo que ha sucedido. Todo el mundo sabe que,
durante años, anhelaba llegar al espacio.
- Me hubiera gustado que no eligiera mi nave - replicó Saunders -. Y no estoy
seguro de que esto no represente un auténtico motín.
- Claro que lo es... Pero toma nota de mis palabras... Cuando todo esto haya
acabado, vas a ser el único tejano en posesión de la Orden de la Jarretera. ¿No te
parece una cosa agradable?
- Chist... - replicó Chambers.
El príncipe estaba hablando, y sus palabras cruzaban los abismos que ahora le
separaban de la isla en la que un día iba a reinar.
- Lo siento, señor primer ministro - dijo -, si le he causado algún tipo de alarma.
Regresaré tan pronto como resulte conveniente. Alguien tenía que hacerlo por
primera vez, y me pareció que había llegado el momento de que un miembro de
mi familia saliese de la Tierra. Constituirá una parte muy valiosa de mi educación y
me hará mucho más adecuado para cumplir con mi deber. Adiós...
Dejó caer el micrófono y se acercó a la ventanilla de observación, el único lugar
donde había una portilla de este tipo en toda la nave. Saunders le observó
mientras permanecía allí, orgulloso y solitario; pero ya contento. Y vio cómo el
príncipe observaba las estrellas a las que al fin había alcanzado, con lo que todo
su enojo e indignación se fueron disipando.
Durante mucho tiempo nadie habló. Luego, el príncipe Enrique apartó la mirada
del cegador resplandor que aparecía más allá de la portilla; contempló al capitán
Saunders y sonrió.
- ¿Dónde está la cocina, capitán? - le preguntó -. Tal vez ya no esté muy ducho,
pero cuando hacía escultismo solía ser el mejor cocinero de mi patrulla.
Saunders se relajó poco a poco y acabó devolviéndole la sonrisa. La tensión
pareció huir de la sala de control. Marte estaba aún bastante lejos; pero en ese
instante supo que, a fin de cuentas, aquel viaje no iba a ser malo...
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